El valle feliz
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El valle feliz - Annemarie Schwarzenbach
CUADERNOS DEL HORIZONTE
El valle feliz
ANNEMARIE SCHWARZENBACH
TRADUCCIÓN DE JUAN CUARTERO OTAL
logo_linea_edicionesSOBRE LA AUTORA
Annemarie SchwarzenbachANNEMARIE SCHWARZENBACH (Zürich, 1908 – Sils, Engadina, 1942)
Arqueóloga, escritora y periodista nació en el seno de una familia suiza acomodada. Desde muy temprano sufrió la nefasta influencia de su madre y el esfuerzo por construir su identidad desde su condición homosexual. Vivió con intensidad una vida nómada que la llevó a ejercer la arqueología, el periodismo, la narrativa de viajes y la literatura en el Oriente y Asia, Europa, Estados Unidos y África. Muy marcada por la relación con Klaus y Erica Mann, los hijos del Nobel Thomas Mann, perteneció a una generación condicionada por la crisis moral que afectaba a la Europa de entreguerras y la adicción a las drogas. Algunos de sus relatos y correspondencia fueron destruidos a su temprana muerte por la madre, pero otros sobrevivieron como Todos los caminos están abiertos (Minúscula), el relato de su viaje con Ella Maillart (El camino cruel, La Línea del Horizonte) y Muerte en Persia que años después reescribió en estas páginas: El valle feliz, que ahora se traducen por primera vez.
SOBRE EL LIBRO
Una estancia en el valle persa del río Lahr, es la excusa para reelaborar un texto anterior y convertirlo en el espejo de sus dramas íntimos. La de Annemarie Schwarzenbach fue una vida corta pero intensa marcada por la angustia existencial, la homosexualidad, las drogas y la búsqueda de la identidad en largos viajes por Persia y Oriente, Europa, Estados Unidos y África. La inseparable amiga de Klaus y Erika Mann, la compañera de viaje de Ella Maillart, la amiga de Malraux y la gran pasión de Carson McCullers traza en estas páginas su relato biográfico más intimista y el más osado, debido a una sinceridad implacable. La vida en este valle, recreada años después, se convierte en una alegoría de la soledad, el amor y la muerte, pero también del esfuerzo por sobrevivir, a pesar de verse a sí misma «perdida, apátrida, a merced del viento, del frío, del hambre… siempre sola, empujada hasta el mismo borde del abismo». El recuerdo de lo vivido en este lugar, donde parecen acabar todos los caminos, será también un acicate para renacer y extraer de la memoria y las experiencias pasadas nueva energía para seguir adelante.
Título de esta edición:
El valle feliz
Título de la edición original:
Das glückliche Tal
Primera edición en
LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES:
septiembre de 2016
© de esta edición:
LA LÍNEA DEL HORIZONTE EDICIONES:
www.lalineadelhorizonte.com | [email protected]
© de la traducción: Juan Cuartero Otal
© de la maquetación y el diseño gráfico:
Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico
© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá
Imagen de cubierta:
Annemarie Schwarzenbach en Persépolis.
Autor desconocido
© Schweizerische Nationalbibliothek, Bern
ISBN ePub: 978-84-15958-51-2 | IBIC: FA;WTL;BG;1FBN
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
El valle feliz
NOTA DEL TRADUCTOR
1
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13
Un intento de amar
El rechazo de la magia
El ángel
POSFACIO
¿Dónde acaban los caminos?
NOTA DEL TRADUCTOR
Entre octubre de 1938 y febrero de 1939, Annemarie Schwarzenbach permaneció internada en la clínica Bellevue de Yverdon. Ello supuso un efímero periodo de calma en su atormentada vida, que aprovechó para reescribir el manuscrito inédito de Tod in Persien y darle una forma más literaria, un tono marcadamente íntimo. El resultado fue Das glückliche Tal, cuya traducción tiene ahora en sus manos y que, para el crítico Charles Linsmayer, han sido las mejores páginas escritas por Schwarzenbach.
La autora, consciente de que esa obra sí la vería publicada, tomó la decisión de desdoblarse en un juego literario y –aunque a lo largo del relato original apenas se percibe– ceder la voz a alguien que, aunque solo en un par de pasajes muy concretos, se nos revela como masculino. No obstante, la necesidad perentoria de marcar desde la primera página la concordancia de género en español, unida al manifiesto carácter testimonial de esta novela corta y a la ausencia de prejuicios por parte del público al que hoy va dirigida, han llevado a tomar la decisión de convertir al narrador esta vez en narradora, esperando contar con toda la complicidad y consideración de los lectores.
JUAN CUARTERO OTAL
1
Nuestras tiendas están plantadas sobre una franja de hierba a orillas del río Lahr. El fondo del valle se encuentra a dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, a treinta más si tomamos como referencia el nivel del Mar Caspio, que está mucho más cerca que el Golfo Pérsico. Dos mil quinientos metros: resulta muy impresionante pero en realidad no significa mucho, ya que a nuestro alrededor no se ve otra cosa que montañas y cordilleras que sobrepasan con mucho la altura de este valle. Cumbres grises, unas con paredes de rocas cuarteadas y abruptamente accidentadas que ascienden casi verticalmente, otras con extensas laderas que se inclinan con suavidad. Si me quedo quieta en medio de una de estas laderas —subimos con bastante frecuencia, ya sea para observar las cabras montesas, ya para escapar de la pesada somnolencia de nuestras tiendas de campaña— escucho perfectamente la caída incesante de rocalla. Este rumor suave y monótono es el único sonido que se escucha en este yermo, aparte del soplo de un viento invisible que, muy lejos, pasa por encima de las crestas como también de la meseta sofocante que, mucho más abajo, se encuentra separada de nuestro valle por incontables sendas y pasos sin nombre. No conozco un sonido más insoportable que el rumor incesante de estas enormes laderas. Sí, es aún más terrible que el eco nocturno de las esquilas que hacen sonar los camellos y de las que aquí me hallo felizmente a salvo. En verano, las caravanas pasan el calor del día en una ciudad o en un caravasar y no se ponen en marcha hasta la hora del crepúsculo, cuando el viento ya es un poco más fresco. Viví varios meses en un barracón que solo estaba separado por un muro de adobe de la antigua ruta de las caravanas entre Teherán y Varamín y todas las noches, incluso en sueños, escuchaba el eco sordo de las campanillas, los roncos gritos de los caravaneros y el cascabel agudo colgado al cuello del asno que los guiaba. Y aun así nunca logré acostumbrarme. Aquí arriba disfruto de algo que podría llamar «placidez nocturna»: por este valle raras veces pasan camellos y, con este frío terrible, nunca durante la noche. También hay, sin embargo, otros ruidos: a veces me asusto con el gorgoteo repentino y veloz del agua del río cuando pasa serpenteando entre las orillas, chocando con la gravilla —incluso estoy convencida de que se puede escuchar a las truchas dando saltos desesperados—, o cuando se levanta viento, este terrible viento de montaña, que trae hasta aquí arriba el olor del polvo de la meseta quemada y que en la oscuridad tira de las cuerdas de nuestras tiendas. Pero, como ya he dicho, lo peor de todo es el incesante rumor de estas enormes laderas. No deberíamos aventurarnos nunca a subir entre la rocalla. Pero lo hacemos constantemente.
Si me quedo parada, solo un instante, para recuperar el aliento, lo primero que noto es el sonido de mi propio corazón latiendo con rapidez. Pero una vez que se ha silenciado, lo que todavía se escucha —ahora con claridad, sin duda— es la incesante caída de rocalla. Miro involuntariamente a mi alrededor, como esperando ayuda. Este páramo gris y sorprendentemente apacible es lo único que hay hasta donde se pierde la vista. Abajo tenemos el río, una estrecha franja, los verdes potreros, nuestras tiendas blancas; en la otra orilla, el edificio del chaiján, bajo, casi oculto en la vaguada donde comienza la subida hacia el paso de Afyeh, el humo que sale por la puerta y sube pegado a la pared de rocas de color gris plata; un poco más abajo, las tiendas de fieltro negro donde viven los nómadas y, delante de ellas, las faldas rojas de las mujeres y los calderos de cobre brillante. Todo es tan pequeño que parece de juguete, también los rebaños de ovejas, también los caballos del Sah en el prado. El río se pierde de vista detrás de los acantilados negros; nunca hemos llegado mucho más allá, ni siquiera cuando hemos salido a pescar truchas. El valle del Lahr no se termina ni mucho menos allí, pero ¿sabemos adónde conduce? Baja hacia Mazandarán, la región a orillas del Mar Caspio, «el País del Diablo», que es como le dicen los nómadas. Mazandarán, ¡qué hermoso sonido el de este nombre! Ahí tienen jungla, selva, campos de arroz, búfalos de agua sobre melancólicas dunas, humedad, malaria. En Guilán, la provincia vecina al este, están drenando los campos de arroz por orden del Sah y han traído a chinos para que en esos campos sustituyan la malaria por el difícil arte de cultivar té. El té de Guilán sabe a paja, el arroz de Mazandarán huele a estiércol seco. En las pequeñas poblaciones costeras, como Pahlavi o Mashhad-i-Sar, viven rusos dedicados a la pesca del caviar. Al este comienzan las estepas, los pastos de los tayikos y turcomanos, con sus alfombras de color rojo y marrón como pelo de camello, con sus tiendas de campaña y sus alforjas de vivos colores. Son los que crían los mejores y más rápidos caballos de Oriente. Los niños, a los seis u ocho años, ya participan en las grandes carreras de caballos que se celebran en otoño. Del puerto de Krasnovodsk parten los Ferrocarriles de Rusia, una solitaria vía que atraviesa la estepa: hacia Merv, hacia Bujará y Samarcanda. Allí ya estamos cerca de los crespos tayikos, ya casi en la Meseta de Pamir, en la frontera con las Montañas Celestiales. ¡Ah, la magia de los nombres! ¡Ah, ciudades de Asia, cúpulas luminosas sobre tierra de nadie! ¡Ah, esperanzas repentinas! ¿Ha vuelto a latir tu corazón?
Al final del valle, o más bien, allí donde sospechamos que se acaba el valle, se eleva el cono liso de un gigante, la pirámide del Damavand, inalcanzable e intocable. Ahora, a final del verano, tiene el cuerpo a rayas, como una cebra. Las paredes de lava se muestran entre las nieves que se van derritiendo. Su cima siempre tiene un color blanco brillante, como el de una nube, que resplandece aun de noche y, al igual que la Vía Láctea, ilumina el cielo ligeramente. Ya estamos acostumbrados a esa impresionante vista; igual que