Fútbol y fascismo
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Las presentes páginas reúnen los episodios más significativos de esta inquietante simbiosis entre el fútbol y las dictaduras fascistas; anécdotas, hazañas -a veces trágicas y otras rocambolescas- en las que el fútbol ha sido empleado como venda para tapar los ojos del pueblo o como vehículo de adoctrinamiento en el marco de delirantes diseños propagandísticos concebidos por megalómanos déspotas de medio mundo.
El libro se divide en tres partes: la Italia de Mussolini y la Alemania de Hitler, la España de Franco y el Portugal de Salazar, y las dictaduras latinoamericanas.
Cristóbal Villalobos Salas
Cristóbal Villalobos Salas (1985) es profesor de Historia, escritor y articulista. En la actualidad escribe para el diario Sury colabora con medios como El Norte de Castilla, Zenda, ABC, Panenka, El Español, The Objectiveo Jot Down. Ha sido galardonado con un accésit del Premio de Periodismo Augusto Jerez Perchet y acaba de publicar A las orillas del Ladoga(Renacimiento, 2019), que recoge textos escritos por Agustín de Foxá durante la Segunda Guerra Mundial.
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Fútbol y fascismo - Cristóbal Villalobos Salas
La contradicción de Borges
Borges odiaba el fútbol. Para ejercer un boicot de carácter literario, dictó una conferencia sobre la inmortalidad a la misma hora a la que Argentina debutaba frente a Hungría en el Mundial de 1978. Poco después, ya con el equipo argentino campeón, César Luis Menotti, seleccionador albiceleste, cumplió su sueño de entrevistar a uno de los más grandes escritores del siglo XX, cuando el editor de una revista literaria pensó que sería curioso juntar a dos personajes tan dispares: «Usted debe de ser muy famoso, porque mi empleada me pidió un autógrafo suyo», le comentó el autor de El Aleph, que había afirmado que el fútbol «es popular porque la estupidez es popular». A continuación, le dijo a Menotti: «Qué raro, ¿no? Un hombre inteligente y se empeña en hablar de fútbol todo el tiempo». Lamentablemente, hablaron poco de deporte. Sin embargo, más adelante Borges sí habló de fútbol en el relato Esse est percipi, escrito junto a Adolfo Bioy Casares, con el balón y sus retransmisiones televisivas como protagonistas.
A pesar de ser despreciado por los intelectuales, el balompié ha ido labrándose un hueco en el mundo de la Literatura y de la Historia a lo largo del siglo XX. Hoy se pueden recopilar textos de multitud de grandes escritores que, de una u otra manera, convierten el balón en el centro de sus reflexiones. Albert Camus, Pier Paolo Pasolini, George Orwell, Mario Benedetti, Ernesto Sabato, Gabriel García Márquez, Augusto Roa Bastos, Eduardo Galeano, Javier Marías, Roberto Bolaño o Peter Handke son solo algunos nombres que han dignificado intelectualmente la actividad humana que despierta más sentimientos y emociones en las masas populares.
Para Javier Marías, el fútbol no solo es el circo actual, sino también el teatro de nuestro tiempo: emoción, temor y temblor, desolación o euforia. Algo parecido opina el filósofo, e hincha del Liverpool, Simon Critchley, que ha realizado recientemente un estudio centrado en el juego que nos ocupa. Para él, este deporte es un drama cargado de verdad, en la actualidad es lo más parecido a la catarsis que se producía en los templos teatrales de Atenas o Epidauro. El fútbol comparte con el teatro una característica básica: el destino.
Critchley recuerda en su libro En qué pensamos cuando pensamos en fútbol una frase de Hal Foster que resulta clarividente en este contexto: «El fútbol es el escenario donde se resuelven los —en ocasiones— oscuros manejos del destino, sobre todo en lo que respecta al destino nacional».
Por ese motivo Borges no amaba este deporte: «El fútbol despierta las peores pasiones. Despierta sobre todo lo que es peor en estos tiempos, que es el nacionalismo referido al deporte, porque la gente cree que va a ver un deporte, pero no es así. La idea de que haya uno que gane y que el otro pierda me parece esencialmente desagradable. Hay una idea de supremacía, de poder, que me parece horrible».
El periodista Ramón Lobo también coincide con los anteriores: «El fútbol es la teatralización de la guerra, la canalización, no siempre exitosa, de unas (bajas) pasiones universales. Organiza su desarrollo dentro de un campo de batalla: bandos, uniformes, armas, pinturas en el rostro, banderas, gritos, insultos, ansias de victoria y de venganza. Como la guerra, el fútbol tiene reglas».
Y remata: «El fútbol arrastra también letra pequeña: es un catalizador de la estupidez humana, del odio, la envidia, el nacionalismo exacerbado».
El fútbol es el escenario donde se muestran las diferencias de las identidades (familia, tribu, ciudad, nación…) y en el que, según Critchley, jugadores e hinchas «representan su propio drama supervisados por las fuerzas del destino», toda una experiencia personal a la que nos rendimos libremente al ver un partido.
En la misma línea se sitúa el premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, en su ensayo La llamada de la tribu. Según el hispano-peruano, el hombre ha estado subordinado, desde su origen, a la colectividad, y añoramos esa dependencia porque nos liberaba del peso de las responsabilidades individuales. Esa es la llamada de la tribu, que actualmente se manifiesta, sobre todo, a través del fútbol.
El espíritu tribal, fuente del nacionalismo, causante de buena parte de las mayores desgracias de la humanidad, ha sido invocado por los dictadores del siglo XX aprovechando lo que según Vargas Llosa es el irracionalismo del ser humano, un sentimiento que anida en el fondo más secreto de todos los civilizados. No resulta extraño, por tanto, que los dictadores hayan usado habitualmente este deporte para conseguir sus objetivos políticos.
El fútbol, uno de los protagonistas más destacados del siglo pasado y del presente, despreciado por algunos, admirado por muchos, considerado una religión laica por Manuel Vázquez Montalbán o por Juan Villoro, hoy empieza a ser tenido en cuenta en estudios académicos por su capacidad para propagar ideales políticos, así como para formar y cohesionar identidades.
Este libro, lejos de ser un ensayo académico, tiene como misión presentar de forma amena un panorama global del siglo pasado en el que se explique la instrumentalización del fútbol por parte de regímenes fascistas y autoritarios para alcanzar objetivos asociados al adoctrinamiento político. La idea surgió tras la publicación de varios reportajes en la revista Jot Down, escritos a propósito de los últimos torneos internacionales, en los que se analizaba cómo estas dictaduras habían manipulado y rentabilizado políticamente varios campeonatos: Mussolini, los Mundiales de 1934 y 1938; Franco, la Copa de Europa de 1964; Videla, el Mundial de 1978. A estos episodios se unen aquí otras narraciones que ilustran de igual modo esas mismas circunstancias históricas. He querido incluir también algunas narraciones que reflejan el reverso de esta situación, la de futbolistas que han usado el poder del fútbol para luchar contra los poderosos.
De esta manera, el libro comienza con un breve ensayo tripartito en el que se dan unas pinceladas sobre la concepción que del deporte rey se tenía en los regímenes fascista, nazi y franquista. Los tres comparten unas características comunes. Avanzado el libro se narran algunas historias que nos sirven de ejemplo de lo ya escrito. Por un lado, se incluyen los relatos dedicados a Alemania e Italia y, por el otro, a España, incluyéndose en este apartado un breve capítulo dedicado a la Portugal de Salazar; dos países amigos y simpatizantes de las potencias del Eje. Un cuarto apartado del libro está dedicado a las dictaduras sudamericanas que, aunque no se pueden calificar en tiempo y forma como académicamente fascistas, sí comparten con la Italia fascista o la Alemania nazi la importancia que le dan al balón como instrumento político, por lo que constituyen una prolongación, a lo largo del siglo, de esos intentos fascistas de controlar el deporte y de convertirlo en una forma de adoctrinamiento de la población.
Dejaremos para otros libros —esta misma editorial ya publicó Fútbol y poder en la URSS de Stalin— las manipulaciones orquestadas por regímenes y gobiernos dictatoriales de diferente signo político, así como estudios más profundos sobre cada episodio histórico-futbolístico; alguno de ellos da como para escribir monografías y tesis doctorales.
Las fuentes utilizadas han sido mayoritariamente hemerográficas, tanto directas como indirectas, pues la intención era hacer un trabajo de carácter periodístico. En la bibliografía se han reseñado los artículos y libros usados para la redacción de este libro, pero para aligerar este apartado, las referencias a documentales, películas y fuentes hemerográficas directas se citan a lo largo de las páginas de la obra. Me gustaría resaltar de entre las fuentes utilizadas los textos de Carlos Fernández Santander, Miguel Ángel Lara y Alfredo Relaño, que quizás han sido los más útiles a la hora de empezar a investigar algunas de las historias que se recogen en este libro.
Borges murió en Ginebra el 14 de junio de 1986, en pleno Mundial de México, tras declarar, en una de sus últimas entrevistas, que no sabía quién era Maradona. Ocho días más tarde, Diego marcó ante Inglaterra, en el Estadio Azteca, el gol más fabuloso nunca visto, pura creación literaria en su ejecución y en su narración. El hecho futbolístico sobre el que más se haya escrito jamás.
El calcio fascista frente al mundo
Dicen que Benito Mussolini solo había visto un partido de fútbol en su vida, pero esto no le impidió percatarse de las posibilidades políticas y propagandísticas que el juego de la pelota podía brindarle para alcanzar sus objetivos.
Según el profesor Viuda-Serrano, el uso adoctrinador del deporte por parte de la Alemania nazi tuvo mayor extensión y eficacia, mientras que durante el franquismo tuvo mayor longevidad. Sin embargo, el caso italiano sirvió de modelo para ambas dictaduras, pues fue el primero en recuperar la noción clásica del deporte como herramienta política.
El fascismo, desde sus orígenes, exaltaba entre sus valores supremos la juventud —sirva de ejemplo el himno fascista italiano, Giovinezza—, la acción, la fuerza y la violencia en sí. No puede sorprendernos, por tanto, que el fascismo potenciara la práctica deportiva como forma de educar a los jóvenes con vistas a cumplir mejor con los deberes patrióticos, además de como fórmula para forjar el carácter y la disciplina que, se suponía, debía tener un «buen» fascista.
El deporte, que empezaba a convertirse en un entretenimiento de masas, no tardó en ofrecer a los regímenes políticos una nueva dimensión: al igual que el cine y otros espectáculos de moda, se podía usar como soporte propagandístico. El adoctrinamiento era fundamental en un régimen totalitario. Bien conocido es el caso de las Olimpiadas de Berlín de 1936, que Hitler diseñó como la apoteosis de la «modernidad» hitleriana. Más desconocido para el público general es el uso que el fascismo italiano y el nazismo intentaron hacer del fútbol, principalmente a propósito de las citas mundialistas de 1934 y 1938.
A principios del siglo XX, el deporte inicia un proceso de popularización que lo lleva de estar limitado a las clases privilegiadas a convertirse en una de las preferencias de ocio de la población. En Italia, este proceso se materializó en la creación de más de nueve mil entidades deportivas.
El deporte adquiere, en la sociedad de entreguerras, un papel político y social destacado para los regímenes totalitarios que se desarrollan en estos momentos en el continente europeo. Estos sistemas políticos, que controlaban todas las esferas de la vida cotidiana del ciudadano, veían en el deporte una herramienta perfecta para movilizar a la población, un extraordinario medio de propaganda y de control social, como ha señalado el profesor Domínguez Méndez en un ensayo que sintetiza las conclusiones de diversas investigaciones académicas. El deporte permitía al fascismo introducir en los grupos movilizados los valores y símbolos de la nueva religión laica —según la terminología de Emilio Gentile—, que sustituía a todas las ideologías y creencias existentes hasta entonces. Este nuevo fenómeno, que transfigura la sociedad italiana, se convierte en el paradigma que explica el uso del deporte con fines políticos.
El fascismo promueve la práctica deportiva a todas las edades, y para ello crea diversas organizaciones, como la Opera Nazionale Balilla, que dividía a los jóvenes según edad y sexo, con la finalidad de formar hombres fuertes para la guerra y madres sanas con la función de engendrar futuros soldados.
Paralelamente, se crea el mito del Duce deportista. Mussolini practicaba habitualmente esgrima, equitación, esquí y natación. Es esta una de las peculiaridades que lo diferencian de Franco y de Hitler, a los que la práctica deportiva no les atraía lo más mínimo. Mussolini era fotografiado mientras practicaba sus deportes favoritos, y luego esas fotografías copaban las portadas de la prensa. «Mi único placer es el deporte», llegó a decir en 1928, representando de esta manera el modelo de persona con el que los italianos debían identificarse. Sirven de ejemplo las portadas de la revista Gioventù Fascista, protagonizadas casi en su totalidad por Mussolini haciendo deporte o asistiendo a alguna competición.
El auge del deporte lleva durante estos años a la construcción de nuevos estadios para albergar a las decenas de miles de espectadores que acuden a las competiciones. En mayo de 1926, Mussolini estuvo presente en la inauguración de una de las primeras grandes instalaciones construidas, el estadio Littoriale de Bolonia, al que siguieron otros complejos deportivos como el Benito Mussolini de Turín.
Durante los años treinta, los ídolos deportivos adquieren un estatus similar al de otras estrellas del espectáculo. Se crean diarios como Gazzetta dello Sport, Calcio Illustrato o Guerin Sportivo que, junto a los programas deportivos radiofónicos y las noticias de Luce, el noticiero cinematográfico, pusieron el fútbol, y a los futbolistas, en el punto de mira del gobierno. Los deportistas se convirtieron en ejemplos a imitar, embajadores del país y del fascismo, y eran acompañados en los medios de comunicación por un lenguaje bélico. El control del deporte, pensado en un primer momento para lograr la cohesión social, deviene entonces en una forma de adquirir prestigio internacional.
El fútbol se convierte de esta manera en un mecanismo para propagar el sentimiento de patria, que el fascismo equipara a la identificación con el régimen; se ensalzan la pertenencia al grupo, la fidelidad, la disciplina y la supeditación de los intereses individuales a los colectivos. Desde entonces, y hasta nuestros días, el fútbol pasó a denominarse calcio —toma el nombre de una práctica similar que tenía lugar en Florencia ya en el siglo XVI y de la que aún se juegan algunos partidos festivos— mientras la prensa sustituía los extranjerismos por nuevos términos en italiano, tal y como ocurrió en Alemania y en España posteriormente.
La intención del régimen de controlar las influencias extranjeras en el fútbol llevó también a limitar la presencia de jugadores foráneos, permitiendo solo los fichajes de latinoamericanos de ascendencia italiana. También se reorganizaron las competiciones y se creó