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El Criticón (Anotado)
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El Criticón (Anotado)
Libro electrónico929 páginas10 horas

El Criticón (Anotado)

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El Criticón es una novela de Baltasar Gracián publicada en tres partes en 1651, 1653 y 1657. Está considerada como la obra maestra de su autor y como una de las cumbres de la narrativa filosófica española, junto al Quijote y La Celestina. El Criticón recoge y amplía toda su obra anterior en forma de ficción novelesca. Se la valora como la obra cumb
IdiomaEspañol
EditorialeBookClasic
Fecha de lanzamiento7 dic 2021
El Criticón (Anotado)

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    El Criticón (Anotado) - Baltasar Gracián

    Baltasar Gracián

    El Criticón

    logomini

    Título: El Criticón

    Autor: Baltasar Gracián

    Maquetación y diseño: ebookClasic

    1ª Edición digital: Agosto 2015

    Reconocimiento - CompartirIgual (by-sa): Se permite el uso comercial de la obra y de las posibles obras derivadas, la distribución de las cuales se debe hacer con una licencia igual a la que regula la obra original.

    Índice de contenido

    Portada

    Título

    Copyright

    Índice

    Capitulo1

    Capitulo2

    Capitulo3

    Crisi 10

    El mal paso del salteo

    Vulgar desorden es entre los hombres hacer (de los fines) medios y de los medios hacer fines: lo que ha de ser de paso toman de asiento y del camino hacen descanso; comienzan por donde han de acabar, y acaban por el principio. Introdujo la sabia y próvida naturaleza el deleite para que fuese medio de las operaciones de la vida, alivio instrumental de sus más enfadosas funciones: que fue un grande arbitrio para facilitar lo más penoso del vivir. Pero aquí es donde el hombre más se desbarata, pues, más bruto que las bestias, degenerando de sí mismo, hace fin del deleite y de la vida hace medio para el gusto: no come ya para vivir, sino que vive para comer; no descansa para trabajar, sino que no trabaja por dormir; no pretende la propagación de su especie, sino la de su lujuria; no estudia para saberse, sino para desconocerse; ni habla por necesidad, sino por el gusto de la murmuración. De suerte que no gusta de vivir, sino que vive de gustar. De aquí es que todos los vicios han hecho su caudillo al deleite: él es el muñidor de los apetitos, precursor de los antojos, adalid de las pasiones, y el que trae arrastrados los hombres, tirándole a cada uno su deleite. Atienda, pues, el varón sabio a enmendar tan general desconcierto. Y para que estudie en el ajeno daño, oiga lo que le sucedió al sagaz Critilo y al incato Andrenio.

    —¿Hasta cuándo, ¡oh canalla inculta!, habéis de abusar de mis atenciones? —dijo enojada Artemia, más constante cuando más arriesgada—. ¿Hasta cuándo ha de burlarse de mi saber vuestra barbaridad? ¿Hasta dónde ha de llegar en despeñarse vuestra ignorante audacia? Júroos que, pues me llamáis encantadora y maga, que esta misma tarde, en castigo de vuestra necedad, he de hacer un conjuro tan poderoso, que el mismo sol me vengue retirando sus lucientes rayos: que no hay mayor castigo que dejaros a escuras en la ceguera de vuestra vulgaridad.

    Tratólos como ellos merecían, y conocióse bien que con la gente vil obra más el rigor que la bizarría, pues quedaron tan aterrados cuan persuadidos de su mágica potencia; y ya helados, no trataron de pegar fuego al palacio, como lo intentaban. Acabaron de perderse de ánimo cuando vieron que realmente el mismo sol comenzó a negar su luz eclipsándose por puntos, y temiendo no se conjurase también contra ellos la tierra en terremotos (que a veces todos los elementos suelen mancomunarse contra el perseguido), dieron todos a huir desalentados, achaque ordinario de motines, que si con furor se levantan, con panático terror se desvanecen; corrían a escuras, tropezando unos con otros, como desdichados. Tuvo, con esto, tiempo de salir la sabia Artemia con toda su culta familia; y lo que más ella estimó fue el poder escapar de aquel bárbaro incendio los tesoros de la observación curiosa que ella tanto estima y guarda en libros, papeles, dibujos, tablas, modelos y en instrumentos varios. Fuéronla cortejando y asistiendo nuestros dos viandantes Critilo y Andrenio. Iba éste espantado de un portento semejante, teniendo por averiguado que se extendía su mágico poder hasta las estrellas y que el mismo sol la obedecía; mirábala con más veneración y dobló el aplauso. Pero desengañóle Critilo diciendo cómo el eclipse de sol había sido efecto natural de las celestes vueltas, contigente en aquella sazón, previsto de Artemia por las noticias astronómicas, y que se valió dél en la ocasión, haciendo artificio lo que era natural efecto.

    Discurrióse mucho dónde irían a parar, consultándolo Artemia con sus sabios, resuelta de no entrar más en villa alguna: y así lo cumple hasta hoy. Propusiéronse varios puestos. Inclinábase mucho ella a la dos veces buena Lisboa, no tanto por ser la mayor población de España, uno de los tres emporios de la Europa (que si a otras ciudades se les reparten los renombres, ella los tiene juntos, fidalga, rica, sana y abundante), cuando porque jamás se halló portugués necio, en prueba de que fue su fundador el sagaz Ulises. Mas retardóla mucho, no su fantástica nacionalidad, sino su confusión, tan contraria a sus quietas especulaciones. Tirábala después la coronada Madrid, centro de la monarquía, donde concurre todo lo bueno en eminencias, pero desagradábala otro tanto malo, causándola asco, no la inmundicia de sus calles, sino de los corazones, aquel nunca haber podido perder los resabios de villa y el ser una Babilonia de naciones no bien alojadas. De Sevilla no había que tratar, por estar apoderada de ella la vil ganancia, su gran contraria, estómago indigesto de la plata, cuyos moradores ni bien son blancos ni bien negros, donde se habla mucho y se obra poco, achaque de toda Andalucía. A Granada también la hizo la cruz, y a Córdoba un calvario. De Salamanca se dijeron leyes, donde no tanto se trata de hacer personas, cuanto letrados, plaza de armas contra las haciendas. La abundante Zaragoza, cabeza de Aragón, madre de insignes reyes, basa de la mayor columna y columna de la fe católica en santuarios y hermosa de edificios, poblada de buenos, así como todo Aragón de gente sin embeleco, parecíale muy bien, pero echaba mucho de menos la grandeza de los corazones y espantábala aquel proseguir en la primera necedad. Agradábala mucho la alegre, florida y noble Valencia, llena de todo lo que no es sustancia; pero temióse que con la misma facilidad con que la recibirían hoy la echarían mañana. Barcelona, aunque rica cuando Dios quería, escala de Italia, paradero del oro, regida de sabios entre tanta barbaridad, no la juzgó por segura, porque siempre se ha de caminar por ella con la barba sobre el hombro. León y Burgos estaban muy a la montaña, entre más miseria que pobreza. Santiago, cosa de Galicia. Valladolid le pareció muy bien y estuvo determinada de ir allá, porque juzgó se hallaría la verdad en medio de aquella llaneza, pero arrepintióse como la Corte, que huele aún a lo que fue y está muy a lo de Campos. De Pamplona no se hizo mención, por tener más de corta que de corte, y como es un punto, toda es puntos y puntillos Navarra.

    Al fin fue preferida la imperial Toledo, a voto de la Católica Reina, cuando decía que nunca se hallaba necia sino en esta oficina de personas, taller de la discreción, escuela del bien hablar, toda Corte, ciudad toda, y más después que la esponja de Madrid le ha chupado las heces, donde aunque entre, pero no duerme la villanía. En otras partes tienen el ingenio en las manos, aquí en el pico: si bien censuraron algunos que sin fondo y que se conocen pocos ingenios toledanos de profundidad y de sustancia. Con todo, estuvo firme Artemia, diciendo:

    —¡Ea!, qué más dice aquí una mujer en una palabra, que en Atenas un filósofo en todo un libro. Vamos a este centro, no tanto material, cuanto formal de España. Fuese encaminando allá con toda su cultura. Siguiéronla Critilo y Andrenio, con no poco provecho suyo, hasta aquel puesto donde se parte camino para Madrid. Comunicáronla aquí su precisa conveniencia de ir a la Corte en busca de Felisinda, redimiendo su licencia a precio de agradecimientos. Concediósela Artemia en bien importantes instrucciones, diciéndoles:

    —Pues os es preciso el ir allá, que no conviene de otra suerte, atended mucho a no errar el camino, porque hay muchos que llevan allá.

    —Según eso, no nos podemos perder —replicó Andrenio.

    —Antes sí, y aun por eso, que en el mismo camino real se perdieron no pocos; y así, no vais por el vulgar de ver, que es el de la Necedad, ni por el de la Pretensión, que es muy largo, nunca acabar; el del Litigio es muy costoso, a más de ser prolijo; el de la Soberbia es desconocido, y allí de nadie se hace caso y de todos casa; el del Interés es de pocos, y ésos extranjeros; el de la Necesidad es peligroso, que hay gran multitud de halcones en alcándaras de varas; el del Gusto está tan sucio, que pasa de barros y llega el lodo a las narices, de modo que en él se anda apenas; el de Vivir va de priesa, y llégase presto al fin; por el del Servir es morir; por el del Comer nunca se llega; el de la Virtud no se halla, y aun se duda: sólo queda el de la Urgencia, mientras durare. Y creedme que allí ni bien se vive ni bien se muere. Atended también por dónde entráis, que va no poco en esto; porque los más entran por Santa Bárbara y los menos por la calle de Toledo; algunos refinos por la Puente; entran otros y otras por la Puerta del Sol y paran en Antón Martín; pocos por lava pies y muchos por untamanos. Y lo ordinario es no entrar por las puertas, que hay pocas y ésas cerradas, sino entremetiéndose.

    Con esto se dividieron: la sabia Artemia al trono de su estimación, y nuestros dos viandantes para el laberinto en la Corte.

    Iban celebrando en agradable conferencia las muchas y excelentes prendas de la discreta Artemia, muy fundados en repetir los prodigios que habían visto, ponderando su felicidad en haberla tratado, la utilidad que habían conseguido. En esta conversación iban muy metidos, cuando sin advertirlo dieron en el riesgo de todos uno de los peores pasos de la vida. Vieron que allí cerca había mucha gente detenida, así hombres como mujeres todos maniatados, sin osar rebullirse viéndose despojar de sus bienes.

    —Perdidos somos —dijo Critilo—. Aguarda, que habemos dado en uñas de salteadores; que los suele haber crueles en estos curiales caminos. Aquí están robando sin duda, y aun si con eso se contentasen, ventura sería en la desdicha, pero suelen ser tan desalmados, que quitan las vidas y llegan a desollar los rostros a los pasajeros, dejándolos del todo desconocidos.

    Quedó helado Andrenio, anticipándose el temor a robarle el color y aun el aliento. Cuando ya pudo hablar:

    —¿Qué hacemos —dijo—, que no huimos? Escondámonos, que no nos vean.

    —Ya es tarde a lo de Frigia, que es lo necio —respondió Critilo—, que nos han descubierto y nos vocean. Con esto, pasaron adelante a meterse ellos mismos en la trampa de su libertad y en el lazo de su cuello. Miraron a una y otra banda, y vieron una infinidad de pasajeros de todo porte, nobles, plebeyos, ricos, pobres, que ni perdonaban a las mujeres, toda gente moza y todos amarrados a los troncos de sí mesmos. Aquí, suspirando Critilo y gimiendo Andrenio, fueron mirando por todo aquel horrible espectáculo quiénes eran los crueles salteadores, que no podían atinar con ellos; miraban a unos y a otros, y todos los hallaban enlazados. Pues ¿quién ata? En viendo alguno de mal gesto, que eran los más, sospechaban dél.

    —¿Si será éste —dijo Andrenio— que mira atravesado, que así tiene el alma?

    —Todo se puede creer de un mirar equívoco —respondió Criti lo—, pero más temo yo de aquel tuerto, que nunca suelen hacer éstos cosa a derechas a juicio de la Reina Católica, y era grande. Guárdate de aquel, muchos labios y mala labia, que nos hacen morro siempre. Pues aquel otro de las narices remachadas, tan cruel como iracundo, y si de color de membrillo, cómitre amulatado.

    —No será sino aquel del ojo regañado, que tiene andado mucho para verdugo.

    —¿Y qué le falta [a] aquel encapotado que mira hosco, amenazando a todos de tempestad?

    Oyeron uno que ceceaba y dijeron:

    —Éste es, sin duda, que a todos va avisando con su ce ce a que se guarden dél. Pero no, sino aquel que habla aspirando, que parece se traga los hombres cuando alienta. Oyeron a uno hablar gangoso y dieron a huir, entendiéndole la ganga por valiente de Baco y Venus. Toparon con otro peor, que hablaba tan ronco, que sólo se entendía con los jarros. En hablando alguno alterado, presumían dél, y si en catalán, con evidencia. Desta suerte, fueron reconociendo a unos y otros, y a todos los veían rendidos, ninguno delincuente.

    —¿Qué es esto —decían—, dónde están los robadores de tantos robados? Pues aquí no hay de aquellos que hurtan a repique de tijera, ni los que nos dejan en cueros cuando nos calzan, los que nos despluman con plumas, los que se descomiden cuando miden ni los que pesan tan pesados. ¿Quién embiste aquí, quién pide prestado, quién cobra, quién ejecuta? Nadie encubre, nadie lisonjea, no hay ministros, no hay de la pluma: pues ¿quién roba? ¿Dónde están los tiranos de tanta libertad?

    Esto decía Critilo, cuando respondió una gallarda hembra, entre mujer y entre ángel:

    —Ya voy, aguardaos mientras acabo de atar estos dos presumidos que llegaron antes. Era, como digo, una bellísima mujer, nada villana y toda cortesana: hacía buena cara a todos y muy malas obras. Su frente era más rasa que serena; no miraba de mal ojo y a todos hacía dél; las narices tenía blancas, señal de que no se le subía el humo a ellas; sus mejillas eran rosas sin espinas, ni mostraba los dientes, sino otros tantos aljófares al reírse de todos. Tan agradable, que era ocioso el atar, pues con sola su vista cautivaba. Su lengua era sin duda de azúcar, porque sus palabras eran de néctar, y las dos manos hacían un blanco de los afectos, y con tenerlas tan buenas, a nadie daba buena mano ni de mano; y aunque tenía brazo fuerte, de ordinario lo daba a torcer, equivocando el abrazar con el enlazar. De suerte que de ningún modo parecía salteadora quien tan buen parecer tenía. No estaba sola, antes muy asistida de un escuadrón volante de amazonas, igualmente agradables, gustosas y entretenidas, que no cesaban de atar a unos y a otros, ejecutando lo que su capitana les mandaba.

    Era de reparar que a cada uno le aprisionaban con las mismas ataduras que él quería, y muchos se las traían consigo y las prevenían para que los atasen. Así, que a unos aprisionaban con cadenas de oro, que era una fuerte atadura; a otros, con esposas de diamantes, que era mayor. Ataron a muchos con guirnaldas de flores y otros pedían que con rosas, imaginando era más coronarles las frentes y las manos. Vieron uno que le ataron con un cabello rubio y delicado, y aunque él se burlaba al principio, conoció después era más fuerte que una gúmena. A las mujeres, de ordinario las ataban, no con cuerdas, sino con hilos de perlas, sartas de corales, listones de resplandor, que parecían algo y valían nada. A los valientes, al mismo Bernardo le aprisionaron después de muchas bravatas, con una banda, quedando él muy ufano. Y lo que más admiró fue que a otros sus camaradas los atraillaron con plumajes y fue una prisión muy segura. Ciertos grandes personajes pretendieron los atasen con unos cordoncillos de que pendían veneras, llaves y eslabones, y porfiaban hasta reventar. Había grillos de oro para unos y de hierro para otros, y todos quedaban igualmente contentos y aprisionados. Lo que más admiró fue que, faltando lazos con que maniatar a tantos, los enlazaban con brazos de mujeres, y muy flacas, a hombres muy robustos; al mismo Hércules, con un hilo delgado y muy al uso, y a Sansón con unos cabellos que le cortaron de su cabeza. Querían ligar a uno con una cadena de oro que él mismo traía, y les rogó no hiciesen tal, sino con una soga de esparto crudo, extremo raro de avaricia. A otro camarada déste le apretaron las manos con los cerraderos de su bolsa, y aseguraron eran de hierro. Añudaron a uno con su propio cuello, que era de cigüeña; a otro, con un estómago de avestruz; hasta con sartas de salados, sabrosos eslabones, ataban algunos, y gustaban tanto de su prisión, que se chupaban los dedos. Salían otros de juicio, de contento de verse atados por las frentes con laureles y con yedras, pero ¿qué mucho, si otros se volvieron locos en tocando las cuerdas?

    Desta suerte iban aprisionando aquellas agradables salteadoras a cuantos pasaban por aquel camino de todos, echando lazos a unos a los pies, a otros al cuello, atábanles las manos, vendábanles los ojos y llevábanlos atados tirándoles del corazón. Con todo eso, había una muy desagradable entre todas, que cuantos ataba, se mordían las manos, bocadeándose las carnes hasta roerse las entrañas; atormentábalos a éstos con lo que otros se holgaban, y de la ajena gloria hacían infierno. Otra había bizarramente furiosa, que apretaba los cordeles hasta sacar sangre, y ellos gustaban tanto desto, que se la bebían unos a otros. Y es lo bueno que después de haber maniatado a tantos, aseguraban ellas que no habían atado persona.

    Llegaron ya a querer hacer lo mismo de Critilo y de Andrenio. Preguntáronles con qué género de atadura querían ser maniatados. Andrenio, como mozo, resolvióse presto y pidió le atasen con flores, pareciéndole sería más guirnalda que lazo; mas Critilo, viendo que no podía pasar por otro, dijo que le atasen a él con cintas de libros, que pareció bien extraordinaria atadura, pero al fin lo era, y así se ejecutó.

    Mandó luego tocar a marchar aquella dulce tirana, y aunque parecía que los llevaban a todos arrastrando de unas cadenillas asidas a los corazones, pero de verdad ellos se iban: que no era menester tirarles mucho. Volaban algunos llevados del viento, casi todos con buen aire, deslizándose muchos, tropezando los más y despeñándose todos. Halláronse presto a las puertas de uno que ni bien era palacio ni bien cueva, y los que mejor lo entendían dijeron era venta, porque nada se da de balde y todo es de paso. Estaba fabricada de unas piedras tan atractivas, que atraían a sí las manos y los pies, los ojos, las lenguas y los corazones como si fueran de hierro, con lo cual se conoció eran imanes del gusto, trabadas con una unión tan fuerte, que les venía de perlas. Era sin duda la agradable posada tan centro del gusto cuan páramo del provecho y un agregado de cuantas delicias se pueden imaginar: dejaba muy atrás la casa de oro de Nerón, con que quiso dorar los hierros de sus aceros; escurecía tanto el palacio de Heliogábalo, que lo dejó a malas noches; y el mismo alcázar de Sardanápalo parecía una zahurda de sus inmundicias. Había a la puerta un gran letrero que decía: El bien deleitable, útil y honesto. Reparó Critilo y dijo:

    —Este letrero está al revés.

    —¿Cómo al revés? —replicó Andrenio—. Yo al derecho lo leo.

    —Sí, que había de decir al contrario: El bien honesto, útil y deleitable.

    —No me pongo en eso; lo que sé decir es que ella es la casa más deliciosa que hasta hoy he visto: ¡qué buen gusto tuvo el que la hizo!

    Tenía en la fachada siete columnas, que aunque parecía desproporción, no era sino emulación de la que erigió la sabiduría. Éstas daban entrada a otras siete estancias y habitaciones de otros tantos príncipes de quienes era agente la bella salteadora; y así, todos cuantos cautivaba con sumo gusto los iba remitiendo allá, a elección de los mismos prisioneros. Entraban muchos por el cuarto del oro, y llamábase así porque estaba todo enladrillado de tejos de oro, barras de plata, las paredes de piedras preciosas; costaba mucho de subir, y al cabo era gusto con piedras. El más eminente y superior a todos era el más arriesgado, y no obstante eso, la gente más grave quería subir a él. El más bajo era el más gustoso, tanto, que tenía las paredes comidas: que decían eran de azúcar sus piedras, la argamasa amerada con exquisitos vinos y el yeso tan cocido que era un bizcocho. Muchos gustaban de entrar en éste y se preciaban ser gente de buen gusto. Al contrario, había otro que campeaba rojo, empedrado de puñales, las paredes de acero, sus puertas eran bocas de fuego y sus ventanas troneras, los pasamanos de las escaleras eran pasadores, y de los techos, en vez de florones, pendían montantes; y con todo eso, no faltaban algunos que se alojaban en él tan a costa de su sangre. Otro se veía de color azul cuya hermosura consistía en deslucir los demás y desdorar ajenas perfecciones; adornábase su arquitectura de canes, grifos y dentellones; su materia eran dientes, no de elefante, sino de víboras, y aunque por fuera tenía muy buena vista, pero por dentro aseguraban tenían roídas las entrañas de las paredes; mordíanse por entrar en él unos a otros. El más cómodo de todos era el más llano, y aunque no había en todo él escalera que subir, estaba lleno de rellanos y descansos, muy alhajado de sillas, y todas poltronas; parecía casa de la China, sin ningún alto; su materia era de conchas de tortuga; todo el mundo se acomodaba en él, tomándolo muy de asiento: Con esto, iban tan poco a poco, y él era tan largo, que nunca llegaban al cabo, con ser todo paraderos. El más hermoso era el verde, estancia de la primavera, donde campeaba la belleza; llamábase el de las flores, y todo era flor en él, hasta la valentía y la de la edad, ni faltaba la del berro; había muchos Narcisos, alternados con las violas; coronábanse todos, en entrando, de rosas, que bien presto se marchitaban, quedando las espinas, y aun todas sus flores paraban en zarzas y sus verduras en palo; con todo era una estancia muy requerida, donde todos los que entraban se divertían harto.

    Obligábanles a Critilo y Andrenio a entrar en algunas de aquellas estancias, la que más fuese de su gusto. Éste, como tan lozano y en la flor de su vida, encaminóse a la de las flores, diciendo a Critilo:

    —Entra tú por donde gustares, que al cabo de la jornada todos vendremos a un mismo paradero.

    Instábanle a Critilo que escogiese, cuando dijo:

    —Yo nunca voy por donde los demás, sino al revés. No me excuso de entrar, pero ha de ser por donde ninguno entra.

    —¿Cómo puede ser eso —le replicaron—, si no hay puerta por donde no entren muchos cada instante?

    Reíanse otros de su singularidad, y preguntaban:

    —¿Qué hombre es éste, hecho al revés de todos?

    —Y aun por eso pienso serlo —respondió él—; yo he de entrar por donde los otros salen, haciendo entrada de la salida: nunca pongo mira en los principios, sino en los fines. Dio la vuelta a la casa, y ella la dio tal, que no la conocía, pues toda aquella grandeza de la fachada se había trocado en vileza, la hermosura en fealdad y el agrado en horror, y tal, que parecía por esta parte, no fachada, sino echada, amenazando por instantes su ruina. No sólo no atraían las piedras a los huéspedes, sino que se iban tras ellos, sacudiéndoles, que hasta las del suelo se levantaban contra ellos. No se veían jardines por esta acera tan azar, campos sí de espinas y de malezas.

    Advirtió Critilo, con no poco espanto suyo, que todos cuantos viera entrar antes riendo, ahora salían llorando. Y es bien de notar cómo salían: arrojaban a unos por las ventanas que correspondían al cuarto de los jardines, y daban en aquellas espinas tal golpe, que se les clavaban por todas las coyunturas, quedando llenos de dolores, tan agudos que estando en un infierno levantaban el grito hasta el cielo. Los que habían subido más altos daban mayor caída. Uno déstos cayó de lo más alto de palacio, con tanta fruición de los demás como pena suya, que todos estaban aguardando cuándo cairía; quedó tan mal parado, que no fue más persona ni pudo hacer del hombre.

    —¡Bien merece —decían todos los de dentro y fuera— tanto mal quien a nadie hizo bien!

    El que causó gran lástima fue uno que tuvo más de luna que de estrella; éste, al caer, se clavó un cuchillo por la garganta, escribiendo con su sangre el escarmiento sin segundo. Vio Critilo que por la ventana antes del oro y ya del lodo, despeñaban a muchos desnudos y tan abrumados que parecían haberles molido las espaldas con saquillos de arenas de oro; otros, por las ventanas de la cocina, caían en cueros; y todos daban de vientre en aquel suelo abominando tales crudezas. Sólo uno vio salir por la puerta, y admirado Critilo únicamente, se fue para él, dándole la singular norabuena; al saludarle, reparó que quería conocerle.

    —¡Válgame el cielo! —decía—, ¿dónde he visto yo este hombre? Pues yo le he visto, y no me acuerdo.

    —¿No es Critilo? —preguntó él.

    —Sí, y tú, ¿quién eres?

    —¿No te acuerdas que estuvimos juntos en casa de la sabia Artemia?

    —Ya doy en la cuenta: ¿tú eres aquel de Omnia mea mecum porto?

    —El mismo, y aun eso me ha librado deste encanto.

    —¿Cómo pudiste escapar una vez dentro?

    —Fácilmente —respondió—, y con la misma facilidad te desataré a ti, si quieres. ¿Ves todos aquellos ciegos nudos que echa la voluntad con un sí? Pues todos los vuelve a deshacer con un no; todo está en que ella quiera. Quiso Critilo, y así, se vio luego libre de libros.

    —Mas, dime, ¡oh Critilo!, y tú ¿cómo no entraste en este común cautiverio?

    —Porque, siguiendo otro consejo de la misma Artemia, no puse el pie en el principio hasta tocar con las manos el fin.

    —¡Oh dichoso hombre!, pero mal dije hombre, que no eres sino entendido. ¿Qué se hizo aquél tu compañero más mozo y menos cauto?

    —Ahora te quería preguntar dél si le viste allá dentro, que sin freno de razón se abalanzó allá, y temo que como tal será arrojado.

    —¿Por qué puerta entró?

    —Por la de su gusto.

    —Es la peor de todas: saldrá tarde, echarle ha el tiempo consumido de todas maneras.

    —¿No habría algún medio para su remedio? —replicó Critilo.

    —Sólo uno, y ése fácilmente dificultoso.

    —¿Cómo es eso?

    —Queriendo: que haga como yo, que no aguarde a que le echen, sino tomándose la honra, y más el provecho, salir él, que será por la Puerta, despenado, y no por las ventanas, despeñado.

    —Una cosa te quisiera suplicar, y no me atrevo, porque parece más necedad que favor.

    —¿Qué es?

    —Que pues tienes ya tomado el tino a la casa, volvieses a entrar, y como sabio lo desengañases y librases.

    —No será de provecho, porque aunque le halle y le hable, no me dará crédito sin el afecto. Mejor se moverá por ti, y pues te ves obligado, que te pedirán la palabra, mejor es que tú entres y le saques.

    —Bien entraría —dijo Critilo—, aunque lo siento, pero temo que como me falta la experiencia, me he de cansar en balde y no lo podré hallar, corriendo riesgo de ahogarnos todos. Hagamos una cosa: vamos los dos juntos, que bien es menester la industria doblada; tú, como noticioso, me guiarás, y yo, como amigo, le convenceré, y saldremos todos con vitoria.

    Parecióle bien el ardid; fueron a ejecutarlo, mas la guarda, que la hay a la salida, teniendo por sosprechoso al Sabio, le detuvo.

    —Aquél, sí —dijo señalando a Critilo—, que tengo orden de que entre y que le inste.

    Mas él, volviendo atrás, se retiró con el Sabio al reconsejo. Fuese informando de las entradas y salidas de la casa, de sus vueltas y revueltas; y ya muy determinado iba a entrar, cuando de medio camino volvió atrás y dijo al Sabio:

    —Una cosa se me ha ofrecido, y es que troquemos de vestidos ambos: toma el mío, conocido de Andrenio, que será recomendación, y así disfrazado podrás desmentir la guarda entre dos luces; quedaré yo con el tuyo, ayudando al disimulo y aguardando por instantes siglos.

    No le desagradó al sabio la invención. Vistióse a lo de Critilo, con que pudo entrar rogado. Quedóse éste viendo caer unos y otros, que no paraban un punto por aquellos despeñaderos del dejo. Vio un pródigo, que lo despeñaban mujeres por el ventanaje de las rosas en las espinas, y como venía en carnes el desdichado, maltratóse mucho, hízose las narices, cuando más se las deshizo: comenzó a hablar gangoso y duróle toda la vida, diciendo todos los que le oían:

    —No es cosa rara que éste hable con las narices, por no tenerlas, justo castigo es de sus imprudentes mocedades.

    Fue tal el asco que éste y todos los de su séquito tuvieron de su misma inmundicia, que no paraban de escupir al vil deleite en venganza y por remedio; que hubiera sido mejor antes. Los que rodaban por las espaldas del descanso tardaban en el mismo caer, pero mucho más en el levantarse, que de pereza aun no vivían; gente muy para nada, sólo sirven para hacer número y gastar los víveres; nada hacen con buen aire, y en él se paraban al caer, apoyando mórulas a Zenón, pero una vez caídos, siempre quedaban por tierra. Daban fieros gritos los que rodaban por el cuarto de las armas, que parecía el de los locos; venían muy maltratados, y eran tales los golpes que daban y recibían, que escupían luego sangre de sus valientes pechos, vomitando la que habían bebido antes a sus enemigos: que es bravo quebradero de cabeza una venganza. Solos los del cuarto del veneno se estaban a la mira, holgándose de lo que los demás se lamentaban; y había hombres de éstos que, porque se quebrase el otro un brazo y se sacase un ojo, perdía él los dos; reían de lo que los otros lloraban y lloraban de lo que reían; y era cosa rara que lo que a la entrada enflaquecieron, engordaban a la salida, gustando mucho de hacer aplauso de desdichas y campanear ajenas desventuras.

    Estaba Critilo mirando aquel mal paradero de todos. Al cabo de un día de siglos, vio asomar a Andrenio a la ventana de las flores en espinas; asustóse mucho, temiendo su despeño; no le osaba llamar, por no descubrirse, pero ceñábale acordándole el desengaño. Cómo bajó y por dónde, adelante lo veremos.

    Crisi 11

    El golfo cortesano

    Visto un león, están visto todos, y vista una oveja, todas; pero visto un hombre, no está visto sino uno, y aun ése no bien conocido. Todos los tigres son crueles, las palomas sencillas, y cada hombre de su naturaleza diferente. Las generosas águilas siempre engendran águilas generosas, mas los hombres famosos no siempre engendran hijos grandes, como ni los pequeños, pequeños. Cada uno tiene su gusto y su gesto, que no se vive con sólo parecer. Proveyó la sagaz naturaleza de diversos rostros, para que fuesen los hombres conocidos, sus dichos y sus hechos, no se equivocasen los buenos con los ruines, los varones se distinguiesen de las hembras, y nadie pretendiese solapar sus maldades con el semblante ajeno. Gastan algunos mucho estudio en averiguar las propiedades de las hierbas: ¡cuánto más importaría conocer las de los hombres, con quienes se ha de vivir o morir! Y no son todos hombres los que vemos, que hay horribles monstruos y aun acroceraunios en los golfos de las grandes poblaciones: sabios sin obras, viejos sin

    prudencia, mozos sin sujeción, mujeres sin vergüenza, ricos sin misericordia, pobres sin humildad, señores sin nobleza, pueblo[s] sin apremio, méritos sin premio, hombres sin humanidad, personas sin subsistencia.

    Esto ponderaba el Sabio a vista de la corte, después de haber rescatado a Andrenio con un tan ejemplar arbitrio. Cuando Critilo le aguardaba a la puerta libre, le atendió a la ventana empeñado en el común despeño. Mas consolóse con que nadie le impelía, antes, quitándose la guirnalda de la frente, la fue destejiendo, y atando unas ramas con otras, hizo soga, por la cual se guindó y, sin daño alguno, se halló en tierra por gran felicidad. Al mismo tiempo asomó por la puerta el Sabio, doblándole a Critilo el contento; pero sin detenerse ni aun para abrazarse, picaron, como tan picados; sólo Andrenio, volviendo la cabeza a la ventana dijo:

    —Quede ahí pendiente ese lazo, escala ya de mi libertad, despojo eternizado del desengaño.

    Tomaron su derrota para la corte a dar, decía el Sabio, de Caribdis en Scila; acompañóles hasta la puerta, llevado de la dulce conversación, el mejor viático del camino de la vida.

    —¿Qué cosa y qué casa ha sido ésta? —decía Critilo—. Contadme lo que en ella os ha pasado.

    Tomó la mano el Sabio, a cortesía de Andrenio, y dijo:

    —Sabed, que aquella engañosa casa, al fin venta del mundo, por la parte que se entra en ella es el gusto, y por la que se sale, del gasto. Aquella agradable salteadora es la famosa Volusia, aquien llamamos nosotros delectación y los latinos voluptas, gran muñidora de los vicios, que a cada uno de los mortales le lleva arrastrado su deleite. Ésta los cautiva, los aloja (o los aleja) unos en el cuarto más alto de la soberbia, otros en el más bajo de la desidia, pero ninguno en el medio, que en los vicios no le hay. Todos entran como visteis, cantando, y después salen sollozando, si no son los envidiosos, que proceden al revés. El remedio para no despeñarse al fin es caer en la cuenta al principio: gran consejo de la sabia Artemia que a mí me valió harto para salir bien.

    —Y a mí mejor para no entrar —replicó Critilo—, que yo con más gusto voy a la casa del llanto que de la risa, porque sé que las fiestas del contento fueron siempre vigilias del pesar. Créeme, Andrenio, que quien comienza por los gustos acaba por los pesares.

    —Basta con este nuestro camino —dijo él— todo está lleno de trampas encubiertas, que no sin causa estaba el Engaño a la entrada. ¡Oh casa de locos, y cómo lo es quien hace de ti caso! ¡Oh encanto de cantos imanes, que al principio atraen y a la postre despeñan!

    —Dios os libre —ponderaba el Sabio— de todo lo que comienza por el contento, nunca os paguéis de los principios fáciles; atended siempre a los fines dificultosos y al contrario. La razón desto supe yo en aquella venta de Volusia en este sueño que os ha de hacer despertar. Contáronme tenía dos hijos la Fortuna muy diferentes en todo, pues el mayor era tan agradablemente lindo cuanto el segundo desapaciblemente feo; eran sus condiciones y propiedades muy conformes a sus caras, como suele acontecer. Hízoles su madre dos vaquerillos con la misma atención: al primero, de una rica tela que tejió la Primavera sembrada de rosas y de claveles, y entre flor y flor alternó un G, tantas como flores, sirviendo de ingeniosas cifras en que unos leían gracioso, otros galán, gustoso, gallardo, grato y grande, aforrado en candidos armiños, todo gala, todo gusto, gallardía y gracia; vistió al segundo muy de otro genio, pues de un bocací funesto recamado de espinas y entre ellas otras tantas efes donde cada uno leía lo que no quisiera, feo, fiero, furioso, falto y falso, todo horror, todo fiereza. Salían de casa de su madre a la plaza o a la escuela, y al primero en todo, todos cuantos le veían le llamaban, abríanle las puertas de sus corazones, todo el mundo se iba tras él, teniéndose por dichosos los que le podían ver, cuanto más haber. El otro desvalido no hallaba puerta abierta, y así andaba a sombra de tejados, todos huían dél; si quería entrar en alguna casa, dábanle con la puerta en los ojos, y si porfiaba, muchos golpes, con lo cual no hallaba dónde parar: vivía (o moría) quien tan triste llegó al no poderse sufrir él a sí mismo, y así tomó por partido despeñarse para despenarse, escogiendo antes morir para vivir, que vivir para morir. Mas como la discreción es pasto de la melancolía, pensó una traza, que siempre valió más que la fuerza: conociendo cuán poderoso es el Engaño y los prodigios que obra cada día, determinó ir en busca suya una noche, que hasta la luz y él se aborrecían. Comenzó a buscarle, mas no le podía descubrir: en mil partes le decían estaría, y en ninguna le topaba. Persuadióse le hallaría en casa de los engañadores, y así fue primero a la del Tiempo. Éste le dijo que no, que antes él procuraba desengañar a todos, sino que le creen tarde. Pasó a la del Mundo, tenido por embustero, y respondióle que por ningún caso, que él a nadie engaña, aunque lo desea: que los mismos hombres son los que se engañan a sí mismos, se ciegan y se quieren engañar. Fue a la misma Mentira, que la halló en todas partes; díjola a quién buscaba, y respondióle ella:

    —Anda, necio, ¿cómo te tengo yo de decir la verdad?

    —Según eso, la Verdad me lo dirá —dijo él—; pero ¿dónde la hallaré? Más dificultoso será eso, que si al Engaño no le puedo descubrir en todo el mundo, ¡cuánto menos la Verdad!

    Fuese a casa la Hipocresía teniendo por cierto estaría allí; mas ésta le engañó con el mismo engaño, porque torciendo el cuello a par de la intención, encogiéndose de hombros, frunciendo los labios, arqueando las cejas, levantando los ojos al cielo que todo un hombre ocupa, con la voz muy mirlada le aseguró no conocía tal personaje ni le había hablado en su vida, cuando estaba amigada con él. Partió a casa de la Adulación, que era un palacio, y ésta le dijo:

    —Yo, aunque miento, no engaño, porque echo las mentiras tan grandes y tan claras, que el más simple las conocerá: bien saben ellos que yo miento, pero dicen que con todo eso se huelgan, y me pagan.

    —¡Que es posible, se lamentaba, que esté el mundo lleno de engaños y que yo no le halle! Parece ésta pesquisa de Aragón. Sin duda estará en algún casamiento: vamos allá. Preguntó al marido, preguntó a la mujer, y respondiéronle ambos habían sido tantas y tan recíprocas de una y otra parte las mentiras, que ninguno podía quejarse de ser el engañado. ¿Si estaría en casa los mercaderes, entre mohatras paliadas y desnudos acreedores? Respondiéronle que no, porque no hay engaño donde ya se sabe que le hay. Lo mismo dijeron los oficiales, que fue de botica en botica, asegurándole en todas que al que ya lo sabe y quiere, no se le hace agravio. Estaba desesperado sin saber ya dónde ir.

    —Pues yo le he de buscar —dijo—, aunque sea en casa del diablo.

    Fuese allá, que era una Genova, digo una Ginebra. Mas éste se enojó fieramente, y dando voces endiabladas decía:

    —¿Yo engaño, yo engaño? ¡Qué bueno es eso para mí! Antes yo hablo claro a todo el mundo, yo no prometo cielos, sino infiernos acá, y allá fuegos, que no paraísos; y con todo eso, los más me siguen y hacen mi voluntad; pues ¿en qué está el engaño?

    —Conoció decía esta vez la verdad, y quitósele delante. Echó por otro rumbo, determinó ir a buscarle a casa los engañados, los buenos hombres, los crédulos y candidos, gente toda fácil de engañar. Mas todos ellos le dijeron que por ningún caso estaba allí, sino en casa de los engañadores; que aquellos son los verdaderos necios, porque el que engaña a otro, siempre se engaña y daña más a sí mismo.

    —¿Qué es esto? —decía—; los engañadores me dicen que los engañados se los llevaron; estos me responden que aquellos se quedan con él. Yo creo que unos y otros le tienen en su casa, y ninguno se lo piensa.

    Yendo desta suerte, le topó a él la Sabiduría, que no él a ella, y como sabedora de todo, le dijo:

    —Perdido, qué buscas otro que a ti mismo, ¿no ves tú que el Engaño no le halla quien le busca, y que en descubriéndole ya no es él? Ve a casa alguno de aquellos que se engañan a sí mismos, que allí no puede faltar.

    Entró en casa de un confiado, de un presumido, de un avaro, de un envidioso, y hallóle muy disimulado con afeites de verdad. Comunicóle sus desdichas y consultóle su remedio. Míroselo el Engaño muy bien, cuanto peor, y díjole:

    —Tú eres el Mal, que tu mala catadura te lo dice; tú eres la maldad, más fea aún de lo que pareces. Pero ten buen ánimo, que no faltará diligencia ni inteligencia. Huélgome se ofrezcan ocasiones como ésta para que luzga mi poder. ¡Oh qué par haremos ambos! Anímate, que si el primer paso en la medicina es conocer la raíz del mal, yo la descubro en tu dolencia, como si la tocase con las manos. Yo conozco muy bien los hombres, aunque ellos no me conocen a mí; yo sé bien de qué pie cojea su mala voluntad, y advierte que no te aborrecen a ti por ser malo, que no por cierto, sino porque lo pareces por ese mal vestido que tú llevas; esos abrojos son los que les lastiman, que si tú fueras cubierto de flores, yo sé te quisieran. Pero déjame hacer, que yo barajaré las cosas de modo que tú seas el adorado de todo el mundo y tu hermano aborrecido; ya la tengo pensada, que no será la primera ni la última.

    Asiéndole de la mano, se fueron pareados a casa de la Fortuna. Saludóla con todo el cumplimiento que él suele y encandilóla tan bien, que fue menester poco para una ciega. Ofreciósele por mozo, de guía, representándola su necesidad y las muchas conveniencias; abonóle el hijuelo de fiel y de entendido (pues sabe muchos puntos más que el diablo su discípulo); sobre todo, que no quería otra paga sino sus venturas. Y no se engañaba, que no hay renta como la puerta falsa de la ambición. Calidades eran todas muy a cuento, si no muy a propósito para mozo de ciego, y así le admitió la Fortuna en su casa, que es todo el mundo. Comenzó al mismo instante a revolverlo todo, sin dejar cosa en su lugar, ni aun tiempo. Guíala siempre al revés: si ella quiere ir a casa un virtuoso, él la lleva a la de un malo y otro peor; cuando había de correr, la detiene, y cuando había de ir con tiento, vuela; barájale las acciones, trueca todo cuanto da; el bien que ella quería dar al sabio, hace lo dé al ignorante; el favor que va a hacer al valiente, lo encamina al cobarde. Equivócale las manos cada punto para que reparta las felicidades y desdichas en quien no las merece; incítala a que esgrima el palo sin razón, y a tontas y a ciegas la hace sacudir palos de ciego en los buenos y virtuosos; pega un revés de pobreza al hombre más entendido, y da la mano a un embustero, que por eso están hoy tan validos. ¡Qué de golpes la ha hecho errar! Acabó de uno con un don Baltasar de Zúñiga, cuando había de comenzar a vivir; acabó con un duque del Infantado, un marqués de Aitona y otros semejantes cuando más era menester. Dio un revés de pobreza a un don Luis de Góngora, a un Agustín de Barbosa y otros hombres eminentes. Cuando debiera hacerles muchas mercedes, erró el golpe también. Y excusábase el bellacón diciendo:

    —Vivieran ésos en tiempo de un León Décimo, de un rey Francisco de Francia, que éste no es su siglo.

    ¡Qué disfavores no hizo un marqués de Torrecuso! Y jactábase dello diciendo:

    —¿Qué hiciéramos sin guerra? Ya estuviera olvidada.

    También fue errar el golpe darle un balazo a don Martín de Aragón, conociéndose bien presto su falta. Iba a dar la Fortuna un capelo a un Azpilcueta Navarro, que hubiera honrado el Sacro Colegio, mas pególa en la mano un tal golpazo, que lo echó en tierra, acudiendo a recogerlo un clerizón, y riéndose el picarón, decía:

    —¡Eh!, que no pudiéramos vivir con estos tales; bástales su fama. Estos otros sí, que lo reciben humildes y lo pagan agradecidos.

    Fue a dar a la monarquía de España muchas felicidades por verla tan católica, como había hecho siempre dándole las Indias y otros muchos reinos y victorias, y el belitre, la dio tal encontrón, que saltaron acullá a Francia con espanto de todo el mundo. Él se excusaba con decir que se había acabado ya la semilla de los cuerdos en España y de los temerarios en Francia. Y por desmentir el odio que le acumulaba ya su malicia, dio algunas vitorias a la república de Venecia contra el poder otomano, y sola, sin Liga, cosa que ha admirado al mundo: excusándose con el Tiempo, que se cansa ya de llevar a cuestas la felicidad otomana más a fuerza que de industria. Desta suerte fue barajando todas las cosas y casos, tanto, que así las dichas como las desdichas se hallaban en los que menos las merecían. Llegando ya a ejecutar su primer intento, observó allá a la noche, cuando la Fortuna desnudaba sus dos hijos (que de nadie los fiaba), dónde ponía los vestidos de cada uno: que eso siempre era con cuidado en diferentes puestos, porque no se confundiesen; acudió, pues, el Engaño y sin ser sentido trocó los vestidos, mudó los del Bien al puesto del Mal y los del Mal al del Bien. A la mañana, la Fortuna, tan descuidada como ciega, vistió a la Virtud del vaquerillo de las espinas sin más reparar, y al contrario, el de las flores púsoselo al Vicio, con que quedó éste muy galán, y él que se ayudó con afeites del Engaño. No había quien lo conociese, todos se iban tras él, metíanle en sus casas, creyendo llevaban el Bien. Algunos lo advinieron a costa de la experiencia, y dijéronlo a los otros; pocos lo creyeron, y como le veían tan agradable y florido, prosiguieron en su engaño. Desde aquel día la Virtud y la Maldad andan trocadas y todo el mundo engañado o engañándose: los que abrazan la Maldad por aquel cebillo del deleite, hállanse después burlados, dan tarde en la cuenta y dicen arrepentidos:

    —No está aquí el verdadero bien, éste es el mal de los males: luego errado habemos el camino.

    Al contrario, los que desengañados apechugan con la Virtud, aunque al principio les parece áspera y sembrada de espinas, pero al fin hallan el verdadero contento y alégranse de tener tanto bien en sus conciencias. ¡Qué florida le parece a éste la hermosura, y qué lastimado queda después con mil achaques! ¡Qué lozana al otro la mocedad, pero cuán presto se marchita! ¡Qué plausible se le representa al ambicioso la dignidad, vestido viene el cargo de estimación, mas qué pesado le halla después gimiendo so la carga! ¡Qué gustosa imagina el sanguinario la venganza, cómo se relame en la sangre del enemigo, y después, si le dejan, toda la vida anda basqueando lo que los agraviados no pueden digerir! Hasta el agua hurtada es más sabrosa. Chupa la sangre del pobrecillo ricazo de rapiña, mas después, ¡con qué violencia la trueca al restituirla!: dígalo la madre del milano. Traga el glotón exquisitos manjares, saboréase con los preciosos vinos, y después ¡cómo lo grita en la gota! No pierde el deshonesto coyuntura en su bestial deleite y pagólo con dolor de todas las de su flaco cuerpo. Abraza espinas en riquezas el avaro, pues no le dejan dormir, y sin poderlas gozar deja en ellas lastimado el corazón. Todos éstos pensaron traer a su casa el Bien vestido del Gusto, y de verdad que no es sino el Mal solapado; no el contento, sino el tormento tan bien merecido de su engaño. Pero, al contrario, ¡qué dificultosa y cuesta arriba se le hace al otro la virtud, y después qué satisfacción la de la buena conciencia! ¡Qué horror el de la abstinencia! y en ella consiste la salud del cuerpo y alma. Intolerable se le representa la continencia, y en ella se halla el contento verdadero, la vida, la salud y la libertad. El que se contenta con una medianía, ése vive. El manso de corazón, posee la tierra: desabrido se le propone el perdón del enemigo pero ¡qué paz se le sigue y qué honra se consigue! ¡Qué frutos tan dulces se cogen de la raíz amarga de la mortificación! Melancólico parece el silencio, mas al sabio nunca le pesó de haber callado. De suerte que desde entonces la Virtud anda vestida de espinas por fuera, y de flores por dentro, al contrario del Vicio. Conozcámoslos y abracémonos con aquélla a pesar del engaño tan común cuan vulgar.

    A vistas estaba[n] ya de la Corte, y mirando Andrenio a Madrid con fruición grande, preguntóle el Sabio:

    —¿Qué ves en cuanto miras?

    —Veo —dijo él— una real madre de tantas naciones, una corona de dos mundos, un centro de tantos reinos, un joyel de entrambas Indias, un nido del mismo fénix y una esfera del Sol Católico, coronado de prendas en rayos y de blasones en luces.

    —Pues yo veo —dijo Critilo— una Babilonia de confusiones, una Lutecia de inmundicias, una Roma de mutaciones, un Palermo de volcanes, una Constantinopla de nieblas, un Londres de pestilencias y un Argel de cautiverios.

    —Yo veo —dijo el Sabio— a Madrid, madre de todo lo bueno, mirada por una parte, y madrastra por la otra, que así como en la Corte acuden todas las perfecciones del mundo, mucho más todos los vicios, pues los que vienen a ella nunca traen lo bueno, sino lo malo, de sus patrias. Aquí yo no entro aunque se diga que me volví del puente Milvio. Y con esto, despidióse. Fueron entrando Critilo y Andrenio, como industriados, por la espaciosa calle de Toledo. Toparon luego una de aquellas tiendas donde se feria el saber. Encaminóse Critilo a ella y pidió al librero si tendría un Ovillo de oro que venderles. No le entendió, que leer libros por los títulos no hace entendidos, pero sí un otro, que allí estaba de asiento, graduado cortesano por años y suficiencia:

    —¡Eh!, que no piden —le dijo— sino una aguja de marear en este golfo de Circes.

    —Menos lo entiendo ahora —respondió el librero—. Aquí no se vende oro ni plata, sino libros, que son mucho más preciosos.

    —Eso, pues, buscamos —dijo Critilo—, y entre ellos alguno que nos dé avisos para no perdernos en este laberinto cortesano.

    —De suerte, señores, que ahora llegáis nuevos. Pues aquí os tengo ese librillo, no tomo, sino átomo, pero que os guiará al norte de la misma felicidad.

    —Esa buscamos.

    —Aquí la tenéis; a éste le he visto yo hacer prodigios, porque es arte de ser personas y de tratar con ellas.

    Tomóle Critilo, leyó el título, que decía: El Galateo Cortesano.

    —¿Qué vale? —preguntó.

    —Señor —respondió el librero—, no tiene precio: mucho le vale al que le lleva. Estos libros no los vendemos, sino que los empeñamos por un par de reales, que no hay bastante oro ni plata para apreciarlos. Oyendo esto el cortesano, dio una tan descompuesta risada, que causó no poca admiración a Critilo y mucho enfado al librero. Y preguntóle la causa.

    —Porque es digno de risa lo que decís —respondió él— y cuanto este libro enseña.

    —Ya veo yo —dijo el librero— que el Galateo no es más que la cartilla del arte de ser personas y que no enseña más del ab, pero no se puede negar que sea un brinquiño de oro, tan plausible como importante; y aunque pequeño, hace grandes hombres, pues enseña a serlo.

    —Lo que menos hace es eso —replicó el cortesano—. Este libro (dijo tomándole en las manos) aún valdría algo si se practicase todo al revés de lo que enseña. En aquel buen tiempo cuando los hombres lo eran, digo buenos hombres, fueran admirables estas reglas; pero ahora en los tiempos que alcanzamos, no valen cosa. Todas las liciones que aquí encarga eran del tiempo de las ballestas, mas ahora, que es el de las gafas, creedme que no aprovechan, Y para que os desengañéis, oíd ésta de las primeras: dice, pues, que el discreto cortesano, cuando esté hablando con alguno, no le mire al rostro y mucho menos de hito en hito como si viese misterios en los ojos. ¡Mirad qué buena regla ésta para estos tiempos, cuando no están ya las lenguas asidas al corazón! Pues ¿dónde le ha de mirar? ¿Al pecho? Eso fuera, si tuviera en él la ventanilla que deseaba Momo. Si aun mirándole a la cara que hace, al semblante que muda, no puede el más atento sacar traslado del interior, ¿qué seria si no le mirase? Mírele y remírele, y de hito en hito, y aun plegue a Dios que dé en el hito de la intención y crea que ve misterios; léale el alma en el semblante, note si muda colores, si arquea las cejas: brujuléele el corazón. Esta regla, como digo, quédese para aquella cortesía del buen tiempo, si ya no la entiende algún discreto por activa, procurando conseguir aquella inestimable felicidad de no tener que mirar a otro a la cara. Oíd esta otra, que a mí me da gran gusto siempre que la leo: pondera el autor que es una bárbara asquerosidad, después de haberse sonado las narices, ponerse a mirar en el lienzo la inmundicia, como si echasen perlas o diamante del celebro.

    —Pues ésa, señor mío —dijo Critilo— es una advertencia tan cortesana cuan precisa, si ya no prolija, mas para la necedad nunca sobran avisos.

    —Que no —replicó el cortesano—, que no lo entendéis. Perdoneme el autor, y enseñe todo lo contrario. Diga que sí, que miren todos y vean lo que son en lo que echan; advierte el otro presumido de bachiller y conózcase que es un rapaz mocoso que aún no discurre ni sabe su mano derecha, no se desvanezca; entienda el otro que se estima de nasudo y de sagaz que no son sentencias ni sutilezas las que piensa, sino crasicies que distila del alambique de su nariz aguileña; persuádase la otra linda que no es tan ángel como la mienten ni es ámbar lo que alienta, sino que es un albañar afeitado; desengáñese Alejandro que no es hijo de Júpiter, sino de la pudrición y nieto de la nada; entienda todo divino que es muy humano, y todo desvanecido que por más viento que tenga en ella cabeza, y por más humo, todo viene a resolverse en asco, y cuando más sonado, más mocoso. ¡Eh!, conozcamos todos y entendamos que somos unos sacos de hediondez: cuando niños mocos; cuando viejos flemas, y cuando hombres postemas. Esta otra que se sigue, es totalmente superflua. Dice que por ningún caso el cortesano, estando con otros, se saque la cera de los oídos, ni la esté retorciendo con los dedos, como quien hace fideos. Pregunto, señores, ¿quién hay que pueda hacer esto? ¿A quién han dejado ya cera en los oídos unos y otras, aquéllos y éstas, cuanto menos, que sobre para hacer fideos? Mas sin cera está la era. Lo que él había de encargar es que no nos la sacasen tanto embestidor, tanta arpía, tanto agarrador, tanto escribano, y otros que callo. Pero con la que estoy muy mal es con aquella otra que enseña que es grande vulgaridad, estando en un corrillo o conversación, sacar las tijerillas del estuche y ponerse muy de propósito a cortar las uñas. Esta la tengo por muy perniciosa doctrina, porque a más de que ellos se tienen buen cuidado de no cortárselas ni aun en secreto, cuanto menos en público, fuera mejor que mandara se las cortaran delante de todo el mundo, como hizo el almirante en Napoles, pues todo él está escandalizado de ver algunos cuán largas las tienen. Que sí, sí, saquen tijeras, aunque sean de tundir, mas no de trasquilar, y córtense esas uñas de rapiña y atúsenlas hasta las mismas manos cuando las tienen tan largas. Algunos hombres hay caritativos, que suelen acudir a los hospitales a cortarles las uñas a los pobres enfermos: gran caridad es por cierto, pero no fuera malo ir a las casas de los ricos y cortarles aquellas uñas gavilanes con que se hicieron hidalgos de rapiña y desnudaron a estos pobrecitos y los pusieron por puertas y aun los echaron en el hospital. Tampoco tenía que encargar aquello de quitar el sombrero con tiempo: gran liberalidad de cortesía es ésta; no sólo quitan ya el sombrero, sino la capa y la ropilla, hasta la camisa, hasta el pellejo, pues desuellan al más hombre de bien, y dicen que le hacen mucha cortesía; guardan otros tanto esta regla, que se entran de gorra en todas partes. A esta traza, os aseguro que no hay regla con regla. Ésta que leo aquí es sin duda contra toda buena moralidad: yo no sé cómo no la han prohibido. Dice que cuando uno se pasea, no vaya con cuidado a no pisar las rayas, ni atienda a poner el pie en medio, sino donde se cayere. ¡No digo yo! En lugar de aconsejar al cortesano que atienda mucho a no pisar la raya de la razón ni a pasarla, que esté muy a la raya de la ley de Dios, que lo contrario es quemarse, y que no pase los límites de su estado, que por eso tantos han caído; que no pise la regla, sino en espacio, que eso es compasarse y medirse; que no alargue más el brazo ni el pie de lo que puede. Todo esto le aconsejaría yo. Que mire dónde pone el pie y cómo lo asienta, vea dónde entra y dónde sale, pise firme siempre en el medio y no vaya por extremos, que son peligrosos en todo: y eso es andar bien. Señor, que no vaya hablando consigo, que es necedad. Pues ¿con quién mejor puede hablar que consigo mismo? ¿Qué amigo más fiel? Háblese a sí y dígase la verdad, que ningún otro se la dirá; pregúntese y oiga lo que le dice su conciencia, aconséjese bien, dé y tome consigo, y crea que todos los demás le engañan y que ningún otro le guardará secreto, ni aun la camisa al rey don Pedro. Que no pegue de golpes hablando, que es aporrear alma y cuerpo. Dice bien, si el otro escucha; pero ¿si hace el sordo, y a veces a lo que más importa? Pues ¿qué si duerme? Menester es despertarle. Y hay algunos que aun a mazadas no les entran las cosas, ni se hacen capaces de la razón. ¿Qué ha de hacer un hombre, si no le entienden ni le atienden? Por fuerza ha de haber mazos en el hablar, ya que los hay en el entender. Que no hable recio ni muy alto, que desdice de la gravedad. Según con quien habla. Crea que no son buenas palabras de seda para orejas de buriel. Pues qué otra está que no haga acciones con las manos cuando habla, ni bracee, que parece que nada, ni saque el índice, que parece que pesca. No fuera malo aquí distinguir de los que las tienen malas a los que buenas; y las que se precian de ellas toman aquí el cielo con las manos. Con licencia deste autor, yo diría lo contrario, que haga y diga, no sea todo palabras, haya acción y ejecución también, hable de veras; si tiene buena mano, póngala en todo. Así, como tiene algunas reglas superfluas, otras tiene muy frías, como lo

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