Un paraguas y una máquina de coser
Por Vicente Quirarte
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Filled with renowned artists and thinkers, this historical chronicle of Vicente Quirarte includes stories from Marx, Santa Anna, Borges, Margarita Maza de Juárez, among others, that awaken the reader's imagination, where the possibilities are endless. With a narrative that only the winner of the 1991 Xavier Villaurrutia Award can achieve, An Umbrella and a Sewing Machine turns each story into a tangible scenario.
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Un paraguas y una máquina de coser - Vicente Quirarte
Un paraguas y una
máquina de coser
Vicente Quirarte
Un paraguas y una máquina de coser
Portada: Raymundo Ríos Vázquez
Segunda edición: septiembre 2022
© 2022, Vicente Quirarte
© 2022, Editorial Terracota bajo el sello PAX
ISBN: 978-607-713-530-2
Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento.
DR © 2022, Editorial Terracota, SA de CV
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Índice
Su Majestad la Historia
Asterix a Idefix, en algún
Tres versiones de la noche
Historia privada de Calpulalpan
Telegramas del 5 de mayo
Un soldado de La Angostura
En busca de Tomás Mejía
Dama en Nueva York
Un paraguas y una máquina
Thomas Mann en el Lido
Primer compás del Chopo
Al licenciado le gustan las mujeres
Luis de Sevilla escucha a Mozart
Milonga para el arma blanca
El enigma del otro
Acerca del autor
A Juan Francisco y Rodrigo,
en su gran aventura por el túnel del tiempo
Se mezcla lo que no sucedió, que quiere mezclarse
con lo que sucedió por una ley de compensación…
para eso está el superhistoriador: para acoger las
desvariaciones de la Historia que no fue nunca como
se supuso o como dicen los documentos, sino una
cosa como la tormenta y como la histeria de los amantes.
Ramón Gómez de la Serna,
Prólogo a Juana la Loca y otras superhistorias
...como el hallazgo fortuito
de una máquina de coser y de un paraguas
sobre una mesa de disección.
Lautréamont,
Los cantos de Maldoror, VI
Su Majestad la Historia
En el invierno de 1965, Visión panorámica de la Historia de México de Martín Quirarte vio su primera edición. La alegría personal de mi padre y la colectiva de la familia se vio para mí ensombrecida por la circunstancia de que, a causa de las vacaciones, el flamante autor me impuso la tarea de resumir diariamente uno de los capítulos que integraban a su nuevo hijo. A la prosa exacta y exigente de ese libro, a su poderío sintético, debo mi inicial gozo de la Historia y la convicción de que puede ser más apasionante que todas las ficciones. Disfruto tanto las Vidas paralelas de Plutarco como las Vidas imaginarias de Marcel Schwob. Me emocionan más el realismo de las Revistas históricas sobre la Intervención Francesa en México de José María Iglesias y la sobriedad sustantiva de los Apuntes para mis hijos de Benito Juárez que las ficciones de Vicente Riva Palacio y Juan Antonio Mateos.
Mis primeras lecciones de Historia no consistieron en una sucesión de nombres y fechas, sino en las caminatas con mi padre por las viejas calles del centro de la Ciudad de México, escenarios naturales de la Historia. Aquella iniciación cristalizó después en los primeros cuentos que escribí. En 1975, con motivo de la restauración del Museo Universitario del Chopo, la entonces Dirección de Difusión Cultural de la unam, encabezada por Diego Valadés, convocó a un concurso de cuento sobre el edificio extrañamente hermoso que para los niños de mi tiempo forma parte de nuestras más arraigadas mitologías. Aquel bodegón, como lo bautizaría Guillermo Samperio en un cuento ejemplar, cómplice de viajes a través de las edades geológicas de la Tierra, se levantaba como un desafío por descifrar. Me interné en una investigación que tenía que ver más con el trabajo del historiador que con el del artista. Me enteré del proceso de construcción del edificio, incluidas entrevistas con los descendientes de los dueños originales del predio, como lo fue Carlota Creel; reconstruí, a través de los periódicos de la época, el desarrollo de las Fiestas del Centenario; emprendí una apasionada lectura —a la que siempre vuelvo— de El Porfirismo de José C. Valadés y de la Historia social de México de Daniel Cosío Villegas. Con la lección de Claude Monet ante sus observaciones de la catedral de Rouen, emprendía visitas al viejo edificio a diferentes horas, o reconstruía a pie el trayecto que había hecho el landó del presidente Porfirio Díaz desde su casa hasta el entonces Pabellón Japonés alojado en el Palacio de Cristal del Chopo durante las fiestas del Centenario. Pocas veces he disfrutado, como entonces, el proceso de proyección, imaginación y desmesura que antecede al trabajo más ingrato, lento y a veces infructuoso de la composición. Tenía todos los elementos para reconstruir el edificio. El problema era cómo hacerlo. Cómo enfrentarse a él sin convertirlo en utilería, cómo volverlo protagónico antes que decorativo. Al final, escribí tres historias que transcurrían en diferentes épocas de la Ciudad de México. La primera, la menos estrictamente literaria y acaso la más histórica, incluida en este volumen, es la crónica de la inauguración, el 4 de septiembre de 1910, del Palacio de Cristal del Chopo. El protagonista es Porfirio Díaz, aunque jamás se mencione su nombre. Mi propósito fue que a través de las acciones del texto el protagonista fuera, más que el nombre propio del caudillo, el concepto de vida que él había animado y propiciado. Visto a la distancia, el propósito de ese cuento era demostrar, con un suceso de gran fasto, lo que José C. Valadés llamó el último día del Porfirismo
.
Así como el historiador debe demostrar cada uno de sus juicios, lo mejor que puede ocurrirle a un narrador que acude a la Historia es que no se noten los andamios ni la cal, ni las fichas, ni los libros que sirvieron a su investigación. En los últimos años asistimos a un esplendor de la novela histórica, aunque gran parte de ella permanezca en el terreno de la historiografía amateur o en un volver a contar lo que un lector de historia, más o menos versado, ya conoce. Como señala Hayden White en su libro Metahistory, en el siglo xix se solidifican los cuatro grandes nombres del realismo historiográfico: Michelet, Ranke, Tocqueville y Burckhardt. Su apogeo coincide con el de los fundadores de la novela moderna: Balzac, Dostoievski, Dickens, Flaubert. El compromiso de los novelistas con su Historia inmediata nacía de la necesidad de reconstruir, de la manera más fiel, su entorno y la explicación de los hechos. Si Balzac fue para Freud su principal maestro, el autor de La comedia humana tiene un muy digno lugar como antecesor de la Historia de las Mentalidades. El ejemplo más acabado de este proceso de enfrentamiento con la realidad, y la necesidad de serle objetivamente fiel, lo encontramos en un novelista como Émile Zola. El año 1891, en medio de uno de los más rigurosos inviernos parisinos, publica su novela El dinero, para la cual había realizado una investigación de campo que incluyó la estancia del escritor en una casa de bolsa investigando durante cuatro meses en los lugares adecuados.
Con todo, la exhaustiva investigación no garantiza que el texto literario sea un buen aliado de la Historia. Se dice con asombro mercadotécnico que Fernando del Paso dedicó diez años de investigación para escribir Noticias del Imperio. Como investigación pura, acaso haya llevado lo mismo, si no es que más, Quince Uñas y Casanova aventureros, donde Leopoldo Zamora Plowes logra el mejor mural de la historia cotidiana del santanismo con una novela única por tener al final de cada capítulo notas exhaustivas en las que el autor da muestra del rigor histórico de cuanto aparece en el cuerpo de la ficción. En cambio, abundan las novelas donde la Historia aparece como telón de fondo, a semejanza de nuestras películas patrióticas, donde importan más los conflictos e intereses de los personajes.
De ahí que a partir del enfrentamiento entre Historia y Ficción sea posible establecer dos premisas fundamentales: no basta el nombramiento del hecho histórico para que este tenga una transformación narrativa afortunada; el texto narrativo que guarda relación con la Historia debe trascender la anécdota de la cual parte y tener vida independiente. Para demostrarlo, tomemos como ejemplo la figura de Maximiliano, tratada por Juan Antonio Mateos en El Cerro de las Campanas y por Fernando del Paso en el capítulo Cimex Domesticus Queretari de Noticias del Imperio. En el primer caso, se trata de una convención literaria donde Maximiliano es un héroe romántico, cargado de congojas más pesadas que las cadenas; Mateos adivina; su rigor es artístico y no científico. Del Paso se vale de la sátira para ofrecer un Maximiliano vanidoso, preocupado por las nimiedades, como se han encargado de demostrarlo Masseras, Kératry o Blasio.
Más que de Historia y Literatura, prefiero hablar de Historia en la Literatura, Literatura en la Historia. Todo cuanto hacemos tiene relación con la Historia, porque ella es quien determina la relación de los hechos, quien los suma, los profetiza y los resucita. Por eso Jules Michelet, ese gran feminista, llamaba a Clío Sa Majesté, l’Histoire
. Y si Fernando del Paso elige a Carlota como principal protagonista de su novela es porque, más que un personaje de ficción basado en una figura real, es un símbolo de la Historia.
El retrato literario, la vida imaginaria, la historia que pudo haber sido, son algunos de los géneros, si así puede llamárseles, que más me obsesionan. No hay investigador a quien no le preocupe hacer navegar al autor objeto de su análisis por aguas que seguramente le fueron ajenas. Pero la imaginación, por desatada que parezca, no estorba a la objetividad ni a la comprobación. Contar las cosas —de acuerdo con una idea de Reinaldo Arenas en El mundo alucinante— como fueron, como pudieron haber sido, como me gustaría que hubieran sido. Tras la suma de datos y un doble proceso de purificación, debemos confiar en nuestra intuición para decir lo que es posible o imposible. En una entrevista a Jorge Ibargüengoitia, el