La mansión del diablo
Por Frank Pumet
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Armand de Valcour hereda una mansión en Auvernia, cargada de secretos y de un linaje manchado por un antiguo pacto. Junto a su inseparable amigo Étienne, se adentra en un lugar donde las paredes respiran, los espectros celebran banquetes imposibles y un anfitrión tan cortés como aterrador, Mefistófeles, lo invita a reclamar un legado maldito.
Lo que comienza como una visita a un caserón en ruinas se convierte en un descenso al corazón de la tentación, donde poder, riqueza y gloria se ofrecen a cambio de una firma. ¿Podrá Armand resistir la herencia del diablo o sucumbirá al mismo destino que sus antepasados?
Inspirado en La manoir du diable (1896), de Georges Méliès.
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La mansión del diablo - Frank Pumet
La llegada a Auvernia
La diligencia avanzaba con lentitud por los caminos pedregosos que atravesaban las colinas de Auvernia. El otoño había teñido los bosques de tonos ocres y rojizos y un viento áspero sacudía las ramas desnudas, arrastrando hojas como pequeños espectros que huían hacia la nada. El traqueteo de las ruedas se mezclaba con el resoplido de los caballos y el crujir del cuero de los asientos.
Armand de Valcour, sentado junto a la ventanilla, mantenía la mirada fija en el horizonte, como si buscara en el perfil quebrado de las montañas un indicio de la vida que le aguardaba en aquellas tierras. A sus veintiocho años, con la toga de abogado aún reciente en su memoria y la ciudad de París en la sangre, no podía evitar preguntarse qué demonios lo había empujado a aceptar el legado de un tío lejano a quien nunca conoció.
—Te noto sombrío —dijo Étienne Morel, su compañero de viaje, inclinándose para mirarlo con esos ojos oscuros en los que todavía brillaba la disciplina del soldado. Su bigote, perfectamente recortado, tembló con una sonrisa breve—. ¿Esperas encontrar oro en esas montañas o solo fantasmas?
Armand alzó las cejas.
—Espero encontrar un techo, unas tierras y quizá la ocasión de demostrar que la herencia de un Valcour no está maldita.
Étienne rio con un resuello grave.
—Eso se lo dices a los campesinos que hemos dejado atrás. Ni uno quiso mirarnos a la cara cuando preguntamos por el castillo. Parecía que pronunciábamos un nombre prohibido.
La diligencia se detuvo en la plaza del pueblo de Saint-Romain, una sucesión de casas bajas de piedra gris, techos de pizarra húmeda y chimeneas que escupían humo contra el cielo encapotado. El cochero los instó a bajar y, en cuanto tocaron el suelo, la diligencia reanudó su marcha hacia el sur, como si quisiera escapar de allí cuanto antes.
El pueblo estaba silencioso, demasiado silencioso para la hora de la tarde que era. Las gentes se escurrían por las callejas empedradas, sin detenerse, con los ojos bajos. Una mujer que llevaba un cántaro los apartó de su camino con gesto hosco. Dos niños, al verlos, se aferraron al delantal de su madre y desaparecieron en la penumbra de un portal.
—No es una bienvenida muy cordial —murmuró Étienne.
Armand se ajustó el abrigo y respiró hondo.
—Los Valcour nunca gozaron de simpatías. Tal vez mi tío dejó deudas o simplemente supersticiones.
Avanzaron hacia la única posada que permanecía abierta en la plaza, reconocible por el letrero pintado con una jarra y unas ramas de laurel. Dentro, el calor de la chimenea resultaba agradable tras el viento gélido del exterior. El olor a sopa y a vino barato llenaba el aire.
El posadero, un hombre ancho