Celaya
Celaya
Mar de plata
fracc. La Carmona en León Gto. México Tel. 713-01-04
En los últimos 10 años su obra ha sido traducida a varias lenguas, como el inglés,
alemán, francés, italiano, griego, ruso, polaco, portugués, mandarín, japonés, entre otras.
Actualmente es el Cronista Vitalicio de Celaya.
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HISTORIAS PARA CONTAR LA HISTORIA
Desde Herodoto hasta nuestros días, es posible que una de las ciencias que más defini-
ciones ha recibido es la Historia. "Ciencia de los hombres", dice una, pero un historiador le hizo
este añadido: "de los hombres en el tiempo". Cada generación de estudiosos ha ido agregándole
otros flecos a esas acepciones. Y, en ciertas ocasiones, algunos de ellos han aspirado a eliminar
-como los sociólogos de la escuela durkheimiana- no solamente el concepto sino que hasta su
existencia como disciplina. Más cerca, un asesor político de Ronald Reagan, cuando éste fungió
como presidente de los Estados Unidos, llegó a dictaminar en un libro tan fugaz como la moda,
que ya había llegado "el fin de la historia". Tal fue el título de la obra, pero el ocaso y el olvido muy
pronto recayeron sobre ella y su autor, Francis Fukuyama. A niveles muy primarios, muchos consi-
deran que la historia sólo constituye un hilvanado de hechos que culminan en una batalla, en el
nombre de un general, en una invasión militar o en una revolución. Volviendo a los historiadores
merecedores de ese título, que han ampliado el cúmulo de contenidos que tiene esta ciencia, puede
insistirse con ellos que el objetivo de la historia son los hombres y sus obras en un momento dado
e inmersos en la atmósfera mental de su tiempo. Y el siempre vigente Marc Bloch, añade esta
recapitulación que agrega un condicionamiento imprescindible a la historia: "una ciencia de los
hombres en el tiempo y (que) tiene la necesidad de unir el estudio de los muertos con el de los
vivos" (Introducción a la Historia, p. 40). La ampliación del abanico de intereses que viene regis-
trando esta ciencia, ha enriquecido también las acepciones que se tienen de ella. El mismo Bloch,
Fernand Braudel con su concepción de mirar su desarrollo en grandes ciclos, Eric Hobsbawm
quien con algunas de sus obras ya clásicas reinauguró el estudio y el interés por las capas y clases
populares, entre otros, y algunos clásicos siempre vigentes han refrescado el viejo manantial para
acercarnos al conocimiento del pasado. Nos referimos, asimismo, a esa tendencia o especializa-
ción historiográfica, dirigida a la investigación de lo que se ha dado en llamar "la historia de las
mentalidades". Para ella los objetivos de estudio son las costumbres, la psicología y las ideas de
una época y de los hombres, sus. prejuicios y las modas, los modos de vida de la gente. Para otros
especialistas, esta forma de allegarse a los hechos pretéritos, son viejas formas de expresión que
algunos llamaron "la pequeña historia", "la historia en pantuflas" -o "en ropas interiores", si se
prefiere desvestida más- y que en nuestro país cuenta desde siglos pasados con muchos maestros
y autores que ya son clásicos. Sin embargo, algunos profesionales o estudiosos que definen y
defienden puntillosamente su oficio, no los consideran sus colegas. Además de etiquetarlos con
adjetivos como frívolos o livianos -añaden- más valiera que se les llamara o conociera mejor como
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
pendolistas o gacetilleros de la historia. Es posible que algunos autores de esta petit histoire hayan
disfrutado investigando, escribiendo y editando un texto que sacara a luz ciertas intimidades o
situaciones risibles o penosas, de épocas y personajes muy considerados e importantes. Lo que
debe agradecérseles es el haber humanizado la historia, acercarnos a mirar al hombre concreto de
una época determinada, con sus debilidades y grandezas. Recuperar el pasado, por hiriente que
sea, puede ayudarnos a replantear el futuro con mayor humanismo y evitar el recaer en errores u
horrores o mitificaciones. Contar la vida y las costumbres, las aficiones y las crueldades de los
actores señeros o anónimos de la historia, puede enriquecer la existencia del hombre cotidiano de
hoy, para replantearnos cómo mejorar nuestro aparejo moral y de conductas para reafirmar, igual-
mente, el rechazo consciente a prácticas que disminuyen y corroen nuestra condición humana. La
risa, el amor y la sexualidad, los instintos básicos del hombre actuando en situaciones límite, las
pequeñas miserias de los grandes hombres, no deben ser expulsados del casillero de la historia y
arrinconados junto al desván de las revistas del corazón o de la violencia. Quienes han dedicado
vocación, tiempo y estudios a estas facetas del hombre y del pasado, ojalá sigan siendo alumbrados
por la luz de grandes maestros, aunque ellos precisamente no hayan sido historiadores: Rabelais
(Gargantúa y Pantagruel), Juan Ruiz Arcipreste de Hita (El libro del buen amor), Giovanni Bocaccio
(Decamerón), entre los clásicos y el premio Nobel colombiano Gabriel García Márquez, autor de
esa notable y humana biografía del prócer Simón Bolívar (Historias de la historia, Guillermo Ravest
Santis y Crescenciano del Toro Flores).
Más Herminio Martínez con su Cristóbal Colón desmitificado en Las puertas del mundo
o en su ya célebre Diario maldito de Nuño de Guzmán (Editorial Diana, Grupo Planeta, México, 2008)
y estas Raíces del viento, monografía de un Celaya que él recrea sin la pudibundez o el maniqueís-
mo con que algunos se acercan a la crónica, sino con la emoción, la creatividad y la original belleza
literaria con que él suele encarar los grandes temas históricos del humanismo universal.
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ACTA DE FUNDACIÓN
(Se respeta la ortografía original)
Don Martín Enríquez, Visorrey, Gobernador, Capitán por Su Majestad en esta Nueva España y
Presidente de la Audiencia Real que en ella reside. Por cuanto por ciertos hombres españoles que dicen tener
labranza en el mezquital de Apaseo, me fue hecha relación que en el dicho mezquital hay tierra cómoda e de
disposición para fundar en ella una villa de españoles, a los cuales se le pueda dar tierras de riego y sequedad
para en que sembrar trigos, maíz, viñas, olivares y otras cosas; y solares y suertes de tierras para huertas, y
estará en comarca donde se proveerán de bastimentos las minas de Guanajuato y Zacatecas y las villas de
Don Felipe y San Miguel y otras partes, de que redundaría gran bien, y que por ser tierra segura donde antes
estaban levantados y rebelados del servicio de Su Majestad los indios chichimecos, guachichiles y guamares
y de otras naciones, fundándose la dicha Villa sería mucha causa para pacificar los dichos indios y hanse
casado de acuerdo para la poblar y vivir y residir en ella, y me pidieron mandase fundar la dicha villa y dar
título de ella con las preminencias justas que desean tener y se han dado a las demás villas que en este reino
se han fundado, y que ellos irían a poblar y vivir en ellas debajo de las condiciones que para el asiento y perpe-
tuidad de ella se expidiere; y por mí se sometió a Juan de Torres Alcalde Mayor de las minas de Guanajuato,
comarcanas al dicho mezquital, que viere la parte y lugar donde se podría fundar la dicha villa, y sería
conveniente y necesario al servicio de Su Majestad, pacificación de los dichos indios y seguridad de los
caminos, que se fundase, y de se fundar, si vendría daño o perjuicio de ciertas estancias suyas, y hizo ciertas
diligencias y averiguaciones, las cuales con su parecer envió antes a mí, por mi vistas; atento que el doctor
Francisco de Sandi, Alcalde de esta Corte y Chancillería y Teniente de Capitán General anda en la dicha
comarca en castigo y pacificación de los dichos indios alzados, le volví a someter el dicho negocio de que viese
la parte y lugar donde más cómodamente y sin menor perjuicio se podría fundar la dicha villa, y la señalase
y trazase señalando sitio para iglesia, plaza, casas de cabildo y solares para los vecinos, y dehesa y ejido y
otras cosas; el cual así mismo en razón de lo susodicho, hizo otras diligencias y averiguaciones, la cuales por
su parecer envió ante mí, por lo cual consta y parece conveniente y necesario al servicio de Dios Nuestro y de
Su Majestad y común utilidad que se hiciere y fundase la dicha villa en el dicho mezquital, cerca de donde se
juntan los ríos de San Miguel y Apaseo, en una tierra arenisca y un poco alta, en el término de unas estancias
del dicho Gaspar Salvago que llaman del Río, el cual no tendría de la población más daño que el del valor del
sitio de la dicha estancia, porque el ganado no estaba allí aquerenciado sino en otras estancias muchas que
tenía cuatro leguas de allí, el cual dicho sitio de estancia se le podría pagar por él hasta cuatrocientos o
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
quinientos pesos de oro común que averiguó por información poder valer, y que la dicha parte y lugar era
cerca de los dichos ríos, adonde había mucho pescado y cedros y sabinos y otros diferentes árboles para hacer
madera para las casas y muy buena tierra para hacer adobes, y así mismo había piedras cerca del dicho sitio
para las dichas casas y para riegos y para hacer cal, y las tierras eran fértiles e se podría sacar el río para
riegos y para hacer molinos, y que la dicha población se levante para la defensa y pacificación de los dichos
indios rebeldes. Lo cual todo visto por mí, por la presente doy licencia y facultad para que en la dicha parte y
lugar se funde la dicha villa y se pueble de españoles conforme a la traza que el dicho Alcalde dejó hecho, y
dicha villa se llame e intitule la Villa de Nuestra Señora de la Concepción de Zalaya, e los vecinos que en ella
asentaren y vivieren, llevando a treinta hombres casados, puedan juntarse y señalar cabildo y parte donde se
junten, desde el día de año nuevo en adelante, habiendo oído una misa del Espíritu Santo, elegir y nombrar
cuatro Regidores, lo cuales después de nombrados y elegidos, nombren y elijan dos Alcaldes ordinarios, de los
más viejos y honrados que entre ellos hubiere, los cuales conozcan de las causas civiles y criminales que en la
dicha villa y cuatro leguas señalado por jurisdicción a la dicha villa, y sin perjuicio de tercero haciendo a las
partes justicia, con que en los casos criminales no puedan proceder pena de muerte, ni efusión de sangre, ni
mutilación de miembros, sino que en estos casos hagan los procesos a buen recaudo de los Alcaldes de la dicha
Corte y Chancillería para que hagan justicia; y no han tener jurisdicción sobre indios ninguno porque todo ha
de ser a la jurisdicción del Alcalde Mayor que se pusiere para la dicha villa, el cual ha de ver de los tales indios
y conocer en prevención con los dichos Alcaldes de las causas criminales y en apelación de ellos de las civiles;
y los dichos Alcaldes infragantes puedan prender a los dichos indios escribir información, y sin proceder más
adelante, remitir las causas al Alcalde Mayor; el cual y los dichos Alcaldes y regidores ante escribano de su
cabildo señalen a cada vecino dos caballerías de tierra y una suerte para huerta y otra para viña y un solar
para hacer su casa, obligándose lo envíen ante mí, para que en nombre se Su Majestad haga merced de lo que
ansí se les señalare; lo cual dicha elección de Alcalde y Regidores que salieron, a los regidores que hubieren de
hacer el año siguiente, y los ansí lectores elijan luego alcaldes por tal año, y esta orden se guarde en el entre
tanto que sobre el caso otra cosa se proveyere y mandare, y los tales electos usen desde luego de los oficios con
que dentro de treinta días siguientes lleven confirmación mía. Y ansí mesmo pueden elegir un alguacil ejecu-
tor que entienda en la ejecución de la justicia, y los que fueren aun año elegido, no lo puedan ser el año
siguiente; y en las tales elecciones salgan electos los que tuvieren más votos, e habiendo votos iguales, vote al
Alcalde Mayor si estuviere en la dicha villa, y no lo estando el alcalde que fuere primero electo y nombrado
conforme a la dicha traza que el dicho alcalde dejó dada; se comiencen a asentar y medir las dichas tierras
por la banda que dicen de Chamacuero, y de presente a los primeros seis pobladores, se les señalen las dichas
tierras como baja de las caballerías que dizque tiene un Arteaga hasta dar en el sitio linde con el río San
Miguel y con las labores que agora allí están, de manera que las suertes lleguen todas a desaguar al río hacia
el poniente, e si faltare suertes se den desde el dicho sitio de la villa el río abajo a la banda del norte, y de la
otra banda del río al sur señalen una legua de tierra, y linde con el río de un cuarto de legua de ancho para
dehesas y ejidos de la dicha villa y para potrero, el cual han de cercar, y para desaguar una isla que se ha de
hacer entre los dos ríos y la acequia que ha de venir del río de Apaseo al de San Miguel, y las suertes en unas
vegas que hay de la villa para abajo linde con el río y todo después de hecho y señalado se me envíe para que
lo apruebe y confirme y mando que la dicha villa tenga y se le guarden todas las exenciones, preminencias y
libertades, que las demás villas de este reino y de los demás reinos de Su Majestad, por ser villas que a él perte-
necen y se les deben guardar de todo bien y cumplidamente sin que falte cosa alguna, y mando a todas las
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Acta de Fundación
justicias de Su Majestad que en la población y asiento de dicha villa, no pongan ni consientan poner embargo
ni contradicción alguna, antes dé para ello todo el favor y ayuda que fuere necesario, con que ante todas las
cosas los dichos vecinos que en ella hubiere, nombren de asentar y poblar y quien el poder de los que lo preten-
den hubiere, nombre una persona, y el dicho Gaspar Salvago otra, los cuales aprecien el valor del dicho sitio
de estancia donde como dicho es, se ha de asentar y poblar la dicha villa; reservando en mí nombrar tercero,
y apreciando qué vale, sean obligados los dichos vecinos a pagar luego a dicho Gaspar Salvago, dando para
ello luego y antes que se pueble, fianzas y seguridad bastante. Y mando a los labradores y personas que tienen
labranzas dentro de las dichas cuatro leguas que se da de jurisdicción a la dicha villa, que se junten en ella a
vivir y residir y hacer sus casas y asiento, dentro de un año primero siguiente, so pena de perdimiento de las
tierras y labranza que en el dicho término tuvieren.
–Fecho en México a doce días del mes de Octubre de mil quinientos setenta. -Don Martín
Enríquez.-. Por mandato de su Excelencia: Juan de Cueva
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MONOGRAFÍA
Denominación: Celaya
Toponimia: Del vasco Celai, la cual derivó a Zalay y Zalaya: tierra llana,
el prado, la pradera, el pastizal.
Fecha de fundación: 1 de enero de 1571
Descripción de su escudo
El campo del escudo es un óvalo, como corresponde a un estado, región o reino, y está
enmarcado dentro de una orla que ostenta como adorno cinco carcajes de flechas, en símbolo de
las cinco tribus chichimecas sometidas: nahuas, copuces, guachichiles, otomíes y guamares.
Abajo están dos brazos desnudos, rindiendo sendos arcos, en una actitud simbólica de
la sumisión de los indígenas al poderío español.
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OROGRAFÍA
Celaya está situada en la extensa planicie del Bajío, próspera y dilatada región a la que,
por su fecundidad y magnífica producción de cereales, se le ha llamado con razón "El granero de
la República". Cruzan su territorio los ríos Apaseo y Laja. Las llanuras cuaternarias que lo forman
se encuentran a una altura media de 1,700 metros sobre el nivel del mar, y en su subsuelo abundan
los depósitos de gruesas capas de materias volcánicas, las cuales seguramente fueron acarreadas
por turbulentas corrientes hace millones de años.
Por sus aguas termales, el municipio muestra el vulcanismo intenso que tuvo lugar
entre los paralelos 18 y 22, durante la época terciaria, el cual vino a determinar en esta parte del
país, como en muchas otras, la formación de un típico relieve plutónico. La erosión pluvial ha
formado en el valle grandes mantos de sedimentos que son propicios a la fertilización del terreno,
en el que crecen multitud de ejemplares arborescentes: ahuehuetes (sabinos), huizaches, mezqui-
tes, pirules, zapotes, fresnos, sauces, cazahuates (palos bobos), nopales, granjenos, tepeguajes,
sicuas y tepames.
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BREVE HISTORIA
fundador Martín Ortega y su esposa Magdalena de la Cruz, para quedar entronizada en la parte
superior del altar mayor, en espera de que llegase el año 1578, parta que se terminara la construc-
ción de aquel primer edificio y se efectuara la solemne bendición tanto del templo como del
convento. Y así continuó nuestro Celaya hasta 1634 en que se introdujo a sus callecitas y los
hidrantes de sus plazas el agua del río de Apaseo y de la Laja y comenzó un florecimiento, que, el
4 de febrero de 1638, vio aparecer el Colegio de la Purísima, formado por los franciscanos, y el 20
de octubre de 1655, la villa se erigió en ciudad, con la denominación de Muy Noble y Leal Ciudad de
la Purísima Concepción de Celaya, con todos los honores, privilegios, preeminencias y canonjías, lo
cual no fue disfrutado por los frailes, los poderosos y crédulos de estas cosas, sino hasta que se
cubrió el adeudo de dos mil pesos oro que el título había costado, lo cual ocurrió hasta el 7 de
diciembre de 1658.
ALGUNAS PRECISIONES
PARA EL NOMBRE DE LA CIUDAD DE CELAYA
Lingüísticamente, se tiene razón de escribirlo con “C”, casi tanta como –por algún
probable error ortográfico- hacerlo con “S” o “Z”, porque desde el principio así fue, así ha sido y
así será. Las faltas de ortografía de aquellos tan ignorantes como rudos amanuenses no disculpan
la terquedad de los de ahora, entre los cuales hubo uno que, incluso -en su afán de ser notable-
llegó a ubicar el Reino de Vizcaya ¡en las montañas de los alrededores de Sevilla! (Andalucía), todo
por darle patria y lugar a un oscuro Juan de Cueva, quien fuera Secretario de Gobernación del
virrey Martín Enríquez de Almanza, confundiéndolo con el gran poeta Juan de la Cueva, sevillano,
que estuvo en México, no como funcionario público, sino de visita, un poco antes de que don
Martín y el homónimo secretario partieran hacia el Perú, dejando el gobierno en manos de Loren-
zo Suárez de Mendoza, conde de la Coruña.
La verdad es que Celaya por siempre tuvo fincado el edificio de su origen en el vasco
Celai, que significa prado, campo, pradera o pastizal, y de allí proviene la palabra Celaya, así, con
“C”, la cual tuvo algunas variantes ortográficamente mal escritas por quienes en aquellos momen-
tos se hallaban más entretenidos en las armas que en las letras: Zelay, Selai, Selaya, Zalaya, Zelalla,
Selalla, etc. Pero, a su vez, esta Celai vasca pudo haber partido desde el latín celar celare: vigilar un
prado, guardar, encubrir, ocultar, de donde se derivaron palabras como Cela (Camilo José Cela),
Celadilla, Celador, mismas que por su cuenta le hacen honor al Cel de los celtas, pueblo invasor
llegado a la Península Ibérica en el siglo 1 antes de Cristo, en el Norte, donde precisamente son las
provincias vascongadas, y el latín -al arribo del Imperio Romano hasta aquella latitudes- arrasó
con todo: religión, arquitectura, usos, costumbres, modas, modos y las mismas lenguas, absorbien-
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Breve Historia
do estilos, modelos, formas, culturas y palabras. ¿Quién no nos dice que inclusive la palabra cielo,
de coelum, coeli, pronunciado cel-um, cel-i, no venga desde allá? ¿O es que acaso el cielo no es un
campo raso? ¿Una llanura, un prado, un pastizal etéreo donde pacen las nubes y los sueños? Una
vez iluminada un poco esta raíz, digamos que la familia del poeta español Gabriel Celaya mantuvo
y ha conservado adecuadamente el apellido de su estirpe. Y que el resto de los vocablos que
comparten esta historia, de larga data ya, se han sostenido en la correcta ortografía: Celain,
Celayen, Celagarán, Celaya, Celacoechea, Celachea, Celaeta, Celaicoa, Celayeta, Celaender, Celaga, Celan-
dieta, Celarain, Celayaran, Celayarran, Celayandía, Celayanda, Celayandra, Celayondo, Celhabe (de cel:
pastizal –celta- y habeus: tener -latín-), Celimendi, por mencionar sólo algunos.
Soneto
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HISTORIA DE LA FUNDACIÓN
La ciudad fue fundada sobre un poblado indígena llamado Nattahí, que en lengua
otomí significa debajo del mezquite o a la sombra del mezquite; varios españoles de las villas de
Apaseo y Acámbaro, allí se instalaron para surtir a los viajeros. Estos primeros españoles llamaban
a la comarca el Mezquital de los Apatzeos. El epicentro de construcción para la ciudadela fue el
Convento Grande de San Francisco y el posterior establecimiento de las Casas Reales en la Plaza
de Armas. Más tarde las haciendas circundantes, con la ayuda de los afluentes de los ríos Apaseo
y San Miguel, se volvieron importantes productoras de maíz, trigo, chile, pimiento, vid y magueyes
para las ciudades mineras de Guanajuato, Zacatecas y San Luis Potosí, cuya ruta era paso obligado.
Los viajeros y habitantes españoles del asentamiento, eran víctimas de constantes ataques indíge-
nas, por lo que el entonces virrey de la Nueva España, Luis de Velasco, expidió en 1551 una cédula
para que se instalara una guarnición que sirviera de protección a los intereses de la Corona. A
pesar de la guarnición, la frecuencia de los ataques a los viajeros, que llevaban los metales precio-
sos a la capital, obligó al virrey Don Martín Enríquez de Almanza a venir personalmente para
organizar la defensa de los viajantes. Fue en esta visita cuando los españoles asentados le solicita-
ron que fundara una villa con el nombre de de Nuestra Señora de la Concepción de Zalaya, y él expidió
una cédula para tal fin el 12 de octubre de 1570. No obstante, debido a ciertas diferencias entre los
españoles vecinos, la cédula no se cumplió sino hasta el 1 de enero de 1571, quedando la ciudad
bajo la protección de la Purísima Concepción. Después de los agustinos, los evangelizadores
franciscanos se volvieron de vital importancia para el desarrollo de la villa, aportando el panteón,
la huerta popular, la enfermería, el noviciado, el claustro y el "Colegio de la Purísima Concepción"
que es una de las instituciones antecedentes a la Real y Pontifícia Universidad de México, al
tiempo que se edificaban el templo de San Francisco, el templo de la Tercera Orden, el templo de
Nuestra Señora del Pilar, el templo de la Señora del Cordón, la capilla de los Dolores y los espacios
públicos, hoy localizados en el Centro Histórico. En 1597 la orden de los carmelitas legó a la Villa
su Convento y Templo. En 1609 se establecen definitivamente los agustinos al sur de la ciudadela,
fundando también su propio convento y templo. En 1623 con la construcción de un templo dedica-
do a Nuestra Señora del Tránsito y un hospital de curaciones, se establecen los monjes juaninos en
la villa. Casi un siglo después, el 10 de octubre de 1655, a la villa conocida y nombrada en los infor-
mes reales del virreinato como Zelaya o Celaya, se le concedió la Real Autorización para poseer el
título de Muy Noble y Leal Ciudad con derecho a blasón; sin embargo, el título no se confirmó por
el Rey Felipe IV, sino hasta el 7 de diciembre de 1658, después de pagar adeudos pendientes. Fue
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
hasta 1719 que los Jesuitas vienen a la entonces ya ciudad de Celaya, estableciendo el templo y
convento de la Compañía de Jesús, hoy destruidos, e instruyendo a los labradores en mejores técni-
cas para el cultivo de la vid. En 1724 en la Alameda se erige el Santuario de la Virgen de Guadalupe.
LA INDEPENDENCIA
SIGLO XIX
En 1864 México sufrió la segunda intervención francesa, durante la cual las tropas de
ocupación invadieron el Bajío comenzando por San Miguel el Grande y a partir de ahí la ocupa-
ción de Celaya y Guanajuato. Gracias a ello, posteriormente Maximiliano de Habsburgo inició su
visita por el estado de manera pomposa en las localidades de Apaseo, Celaya y San Miguel. En el
abandono de la tropas francesas y el imperio, Maximiliano se vio en la necesidad de huir de la
Ciudad de México con destino al Bajío, pero fue sitiado en Querétaro por la resistencia en Celaya
y municipios circundantes, al mando de don Mariano Escobedo.
PORFIRIATO
la del Nacional, cruzaban la ciudad, comunicándolo con las principales ciudades del país. La indus-
tria en Celaya se acrecentó al hecho de contar con los adelantos de la energía eléctrica, el ferroca-
rril y el telégrafo, instalándose en la ciudad empresas y fábricas de alcohol, aceite y derivados del
maíz, además de brindarle un realce a su producción agrícola. En lo referente a educación, en este
periodo se inauguró en Celaya una de las cuatro escuelas modelos del estado, donde se impartía la
educación positivista, impulsada por el gobierno federal, cuyo lema era:
“Orden y progreso, mucho palo,
mucha administración, nada de política”.
Fue en este periodo cuando se edificó el monumental tinaco o depósito llamado Torre
hidráulica y también “la Bola del Agua de Celaya, como parte de los festejos del Centenario.
PERÍODO REVOLUCIONARIO
SIGLO XX
La inundación
En el mes de agosto de 1973, dadas las copiosas lluvias y el mal manejo por parte de las
autoridades de la presa Ignacio Allende, el río Laja se desbordó, inundando parte de la ciudad, en
particular las colonias Francisco Eduardo Tresguerras, Insurgentes, El Zapote, Alameda, Residen-
cial, Arboledas y los barrios de San Miguel y de San Juan, con cuantiosos daños materiales.
LA EXPLOSIÓN DE CELAYA
EL AUGE
GEOGRAFÍA
El municipio de Celaya colinda al Norte con el municipio de Comonfort, al Este con los
municipios de Apaseo el Grande y Apaseo el Alto, al Sur con el municipio de Tarimoro, al Oeste
con los municipios de Cortazar y Villagrán, al Noroeste con el municipio de Santa Cruz de Juventi-
no Rosas. Cuenta con una extensión territorial de 560.97 km2. La mayor parte de municipio se
compone por la llanura de la región Bajío. Es atravesado de norte a sur oeste por el Río Laja,
afluente del Lerma.
ECONOMÍA
Home Depot
Tiendas del Sol
Milano
Comercial 2.4
DEMOGRAFÍA
Según estudios del II Conteo de Población y Vivienda del 2005, efectuado por el Institu-
to Nacional de Estadística y Geografía, la ciudad de Celaya cuenta con un total de 310,413 habitan-
tes, de los cuales, 148,253 son hombres y 162,160 son mujeres. En el año 2009 se calcula que la pura
mancha urbana sobrepasa el medio millón.
EDUCACIÓN
Celaya, por su relativa importancia regional, estatal y nacional cuenta con múltiples
centros educativos de nivel superior, nivel medio y nivel básico, tanto públicos y privados.
DEPORTES
Atlético Celaya
En la temporada 1994-1995, este equipo ascendió a la Primera División, y en durante la
temporada 95-96 llegó a la gran final, la cual perdió debido la regla del gol como visitante, empa-
tando ambos partidos. En el equipo de fútbol Los Toros del Atlético Celaya, llegaron a jugar de
nuevo juntos Emilio Butragueño, Míchel y Hugo Sánchez, prácticamente en su retiro, como un
recuerdo de sus tiempos en el Real Madrid, con lo cual lograron su mejor juego y una de las mejo-
res épocas. Actualmente al equipo se le intenta revivir en la división de ascenso, llamándose Club
Celaya y jugando en la Primera división 'A' mexicana como filial de Querétaro FC.
"Esta torre fue construida a expensas del municipio de esta ciudad en el año de 1910 y se inaugu-
ró oficialmente el día 15 de septiembre, día del Centenario de la proclamación de la Independencia de
México, siendo gobernador del estado el Sr. Lic. Dn. Joaquín Obregón González, quien dio todo su apoyo moral
a la construcción. La obra y todo lo relativo a la provisión de agua potable, fue proyectada y llevada a cabo
por el señor jefe político del distrito don Perfecto I. Aranda. Su costo total con la entubación limitada a dos
circuitos fue de $161,520.84 pesos".
Cuenta con una base de 10 metros de ancho y una altura de 35 m. sobre el nivel del
suelo; el puro depósito tiene un diámetro de 12 m. con una capacidad de 904.77 metros cúbicos. La
obra se llevó a cabo bajo del mando del ingeniero alemán Enrique Schondube. Su edificación tuvo
como consecuencia el olvido de las personas que repartían agua a domicilio desde la presidencia
municipal, denominados popularmente “Aguadores”. Durante varios años se colocó en la parte
superior publicidad comercial, pero fue el 8 de septiembre de 1970 que se decidió que la Bola del
Agua fuera un símbolo serio, que representara a la ciudad, por lo que se prohibió la colocación de
espectaculares comerciales. Actualmente se encuentra en funcionamiento, abasteciendo la deman-
da hidráulica del centro histórico.
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Historia de la Fundación
El templo de San Agustín data de 1609; destaca por su decoración plateresca con remi-
niscencia morisca, única y distintiva.
Son internacionalmente conocidas las pinturas murales metamórficas del artista plásti-
co Octavio Ocampo González. Parte de su trabajo se halla plasmado en los costados de la escalina-
ta principal del edificio de la Presidencia Municipal, en cuyos decorados resaltan los héroes nacio-
nales disimulados entre alegorías guerreras y actividades agrícolas y fabriles.
Columna de la Independencia
La columna de la Independencia fue erigida en 1833, en el centro de la Plaza de Armas o Plaza de
la Constitución y cambiada a la Calzada de la Independencia en diciembre de 1906, cuando el
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
24 de Diciembre.- Se ofrece una nueva corrida de toros con la presencia del Gobernador Obregón
González, alternando los diestros "Bonarillo" y "Jaqueta" (LVM, III, 303).
25 de Diciembre.- Dentro de los festejos navideños, tienen lugar unas carreras de caballos y una
"lucida kermess" en el nuevo mercado que tiene el nombre del Gobernador del Estado (LVM, III, 303).
Celaya podría ser considerada la ciudad del máximo esplendor barroco llevado a cabo
por el insigne arquitecto, cuyo legado se encuentra repartido en: La cúpula y torre del Templo de
San Francisco, el puente de piedra sobre el Río Laja, el Mausoleo Tresguerras, edificio anexo al
templo de San Francisco, donde reposan sus restos, más la Tercera Orden.
Parque Xochipilli
El estadio de fútbol y unidad deportiva "Miguel Alemán Valdés", que sirvió como casa
del equipo Atlético Celaya, hoy día es utilizado para algunas actividades deportivas y culturales.
Falla geológica
Otro lugar de interés es la famosa falla geológica. Se trata de una irregular grieta que
atraviesa la ciudad y posee diferentes brazos o lineamientos que ocasionan una depresión princi-
pal y ciertas fosas adyacentes. Según las autoridades de Protección Civil, no presentan actividades
tectónicas, sin embargo, de la década de los 80 a la fecha, se ha expandido 15 centímetros.
Parque lineal
Otro lugar que pronto se convertirá en un atractivo turístico es el "Parque lineal", que es un male-
cón que se proyecta sobre el río Laja, el cual ya cuenta con áreas deportivas, de esparcimiento y
recreativa.
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
Feria de Navidad
2 SÍNDICOS
12 REGIDORES
DIRECTOR DE INNOVACIÓN GUBERNAMENTAL
SECRETARIO PARTICULAR
DIRECTOR GENERAL DE SERVICIOS MUNICIPALES
DIRECTOR GENERAL DE OBRA PÚBLICA
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
LOS FUNDADORES
Aquí se presenta el padrón de los vecinos fundadores de Celaya, más los que estaban
agregados hasta el día cuatro de febrero de 1574, tres años después de su fundación. Cabe aclarar
que se inscriben como fundadores a los que menciona Fulgencio Vargas. La lista ha sido publicada
también por el señor Rafael Zamarrón Arroyo en Narraciones y leyendas de Celaya y el Bajío, México,
Talleres de la Editora Mexicana de Periódicos, Libros y Revistas, 1959, tomo 1, p, 52-53; mientras
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
que don Fulgencio lo anota en su artículo: “Nattahí” del Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía
y Estadística, México, 1941, tomo LV, no. 2, julio-agosto, p. 134-181. La lista la proporciona en las
páginas 139-140.
PERSONAJES
“Yo, Don. Beltrán González de la Mora, escribano público del pueblo de Apaseo, doy
fe hoy día de año nuevo, primero de enero de mil y quinientos setenta y un años, cumpliendo con
el mandamiento de su Excelencia el Señor Visorrey y Gobernador y Capitán General de estos
Reinos: después de haber oído Misa del Espíritu Santo, hasta cuarenta hombres casados fundaron
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
la Villa de Nuestra Señora de la Concepción de Zalaya, y habiendo hecho elección por mandato de
su Excelencia, nombraron Regidores Capitulares de la dicha Villa a Don Miguel Juan de Santillana,
Don Diego Pérez Lemus, Don Domingo Martínez y Don Lepe García. Entre estos cuatro eligieron
Alcalde Ordinario de primer voto a Don. Domingo de Silva y de segundo voto a Don. Juan Freire.
Y para que coste ante mí, doy fe yo Don Beltrán González de la Mora, escribano público”.
Después, el nombramiento de Ciudad fue otorgado el 20 de octubre de 1655, pero no fue sino hasta
el 7 de Diciembre de 1658, cuando el Rey Don Felipe IV se lo confirmó, con derecho a blasón.
“Mediante un donativo de 2,000.00 pesos, que se pagarían en el término de cuatro años, le fue al
fin concedida a Celaya por el Lic. Lara y Mogrovejo, la preeminencia de Ciudad, cuyo Título
aprobó el Virrey Alburquerque el 20 de Octubre de 1655, concediéndole también con autorización
real el calificativo de “Muy Noble y Leal Ciudad”, con derecho a blasón, tocándole ya al Virrey Don
Sebastián de Toledo, Marqués de Mancera, entregar el Título respectivo, que había sido confirma-
do por el Rey Don Felipe IV, el día 7 de Diciembre de 1658 (tras haber sido pagada la cantidad
estipulada), haciendo constar las palabras del Virrey Duque de Alburquerque: “Y es mi voluntad
que ahora y de aquí en adelante la Villa se llame e intitule la Muy Noble y Leal Ciudad de la Purísi-
ma Concepción de Celaya”, y que goce de las preeminencias que puede y debe gozar por ser
Ciudad…”.
Este Pedro, o don Pedro Martín del Toro, descendiente directo de los primeros
caciques de la nación otomí y poblador de varias aldeas del mezquital de Huichapan, tuvo varios
hermanos y hermanas, todos renegados y traidores a la sagrada estirpe de su sangre ña ñú; de las
mujeres se recuerdan aún sus nombres: Beatriz Inés, Clara, Jacinta, Isabel y Teresa. Lo mismo de
los hombres: Juan, Eulogio, Laureano y Tomás, quienes seguramente se habrán ido a la tumba
felices de –según ellos- haber dejado de ser indígenas u haber aprendido a hablar y rezar en el
“castilla”. En esa época de las primeras incursiones (1534) contra la Gran Chichimeca, dicho Pedro
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Historia de la Fundación
Martín del Toro, hijo de Pedro Martín de los Ángeles, se involucró a favor de los invasores acaso
como ninguno otro de su tierra lo había hecho, e invitó a otros caciques a que se unieran a la guerra
contra las tribus “sanguinarias” que se resistían a dejarse dominar. Varios le hicieron caso, otros
no. Entre quienes optaron por permitirle a España continuar su conquista, se hallaba un tal
Marcos Felipe, con título de general. Y un Sebastián Hernández, hecho todo un señor capitán
contra los inocentes de las comunidades que, sin misericordia, solían pasar a cuchillo por el solo
delito de resistirse al avance de la Corona. Otros de estos malos hermanos de su raza, fueron
Joseph Enríquez, Rafael de la Cruz, Ramón Juan, todos ellos caciques otomíes, hombres del color
de la tierra y portadores de la antigua palabra, pero rebeldes a su propio origen, por el interés de
poseer una espada, un caballo, un broche, un cinto, una ropa distinta, cruz de oro y algún día una
encomienda.
Por veredas inhóspitas y caminos abiertos a su paso, se fueron internando poco a poco
hasta lugares tan alejados de la capital de la Nueva España como El Mezquital de Apaseo, Cara-
cheo, junto al cerro Guuhmadi o de Culiacán, enfrentándose contra los guachichiles, guamares,
pames y copuces, que bajaban a hacer de las suyas desde el norte del Tunal (San Luis Potosí y Zaca-
tecas). De esta manera, entre “civilizar una nación” y exterminar a otra, de acuerdo a los intereses
de sus nuevos amos, los capitanes otomites fueron apoderándose y poniendo en orden algunas
comunidades nativas que aparentemente no estaban de acuerdo con sus expediciones. Y dicho
señor del Toro prosiguió ayudando al descubrimiento y conquista española de la Gran Chichimeca,
acompañado por quienes lo seguían, tanto de razón como indígena, y así reformaron y sometie-
ron, a su modo, los pueblos de: AntheTtehez, Mamehe, Geushma di, AnTheHuada, Xacona, San
Jerónimo, los puertos a los que los de razón llamaron El Montecillo y El Potrero, San Jerónimo, San
Pedro, Los Morales, Lerma y otros más, que en lengua otomí eran conocidos como An-dar ja-bí,
An- da-que, An-than-ttaye, (An-tta-phi, An- Ttzi y An-ta-yo-cha-do. Llegaron lejos, hasta lo que
nombraron Charco Azul (Zacatecas) y un distrito al que decidieron que se llamara Sombrerete y
otro Guadiana, y luego estuvieron más acá, donde, muchos años después, entre unos y otros sería
sellada la paz entre las tierras de San Miguel el Grande y Xichú.
Por supuesto que en estas entradas de “pacificación”, Pedro Martín guió a sus huestes
hasta la villa de Santa Fe, donde vencieron, dejando moradores de los suyos en este lugar y fue
cuando se descubrieron las novedosas minas. Y como todo, tras las hazañas, vino la recompensa:
Pedro Martín de Toro y los suyos se retiraron a habitar en los vencidos y aterrorizados pueblos
chichimecas. Por sus méritos, los hombres de razón les permitieron continuar usando ropa como
la de ellos y guardar las espadas y quedarse con los caballos y la guarnición de los arneses, así
como con el derecho de invocar a Santiago apóstol en noches de mucha estrella y lumbres raras.
Inclusive, se llegó al extremo, por parte del ambicioso hispano, de coronar como cacique o rey
imaginario al enloquecido Pedro, en un festival que se prolongó durante varios días, antes de de
que aquél, con sus hijos y una buena parte de sus tropas, se mudara a Santiago de Querétaro. Eran
los tiempos del 1534, 35 y 36, cuando el virrey Don Luis de Velasco, padre, en nombre de la España
de la expansión de la Corona, comenzó a repartir estancias de terreno para ganado mayor y menor,
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
entre los soldados españoles y los indígenas aliados, lo mismo en los mezquitales y colinas, valles
y llanuras: Natahhí, Huichapan, Querétaro, Apaseo, Huatzindeo, Izcuinapan y Tepecpan.
GENERALIDADES
Cuenta la Historia, que en épocas prehispánicas la región que hoy ocupa el territorio
del estado de Guanajuato fue habitada por grupos purépechas, otomíes, pames, guamares, guachi-
chiles, mexicas, jonaces copuces y otros. Pero hubo una leyenda de símbolos aciagos…, una profe-
cía que, finalmente, se cumplió. Después de la Conquista española, al iniciarse las exploraciones
por la tierra adentro, hacia 1522 Cristóbal de Olid y sus hombres llegaron hasta Pénjamo y Yuriria-
púndaro, el Lago de sangre en el decir de los purépechas, a los que, en señal de desprecio, aquéllos
invasores le decían “tarascos”, es decir cuñados. Al año siguiente Juan de Villaseñor y Orozco
recibió en encomienda la Estancia de Guango, que comprendía los pueblos de Puruándiro, Congu-
ripo, Abasolo, Pénjamo y Cuitzeo. Asimismo se realizaron incursiones hacia Silao y lo que hoy es
la ciudad de Guanajuato, al mando de los capitanes Juan de Jasso y Diego de Ibarra, a quienes se
les entregaron vastas tierras en todo esto que hoy denominamos el Bajío.
Pero no fue sino hasta 1533 cuando comenzaron las fundaciones de los primeros
pueblos, después del de Acámbaro (19 de septiembre de 1526), y éstos fueron Apaseo y Yuriria. En
1546 se cedió a Rodrigo de Vázquez la comarca deshabitada conocida como Quanaxhuato, Cerro de
Ranas, en lengua de la nación purembe. Y en 1522 el propio Juan de Jasso descubrió las minas de
ese lugar, y la ciudad, hoy capital, se fundó en 1557. Por otra parte, muy importantes para la
conquista y pacificación de estos cerros, llanuras y colinas fueron las expediciones y batallas de los
otomíes de Jilotepec, bajo las órdenes de Nicolás de San Luis Montañez y Fernando de Tapìa,
Conin, indígenas otomites, ambos al servicio de la Corona. Seres inolvidables por haber traiciona-
do y renegado de su gente, en la misma medida en que es y fue inolvidable el sanguinario conquis-
tador Nuño Beltrán de Guzmán, quien en 1530 arribó a tierras guanajuatenses, causando innume-
rables daños tanto a indígenas como a españoles avecindados ya en estas comarcas. Después,
debido a los continuos ataques de los chichimecas, Perros en Mecate, según el habla náhuatl (de
chichi, perro; y mécatl, lazo o mecate), o Chupadores de sangre -según algunos otros-, se fueron
fundando otras poblaciones en los alrededores del futuro paraíso, a saber: San Miguel el Grande
en 1555; San Felipe en 1562, Celaya en 1571 y la Villa de León en 1576.
EL PUEBLO OTOMÍ
Los otomíes fueron testigos del florecimiento de Teotihuacan, Cholula, Tula y México-
Tenochtitlan. Algunas veces se mezclaron con los fundadores de esos señoríos y, otras, se vieron
sometidos a ellos. Mas por encima de todo, los otomíes han mantenido hasta el presente su propia
identidad cultural. Menos abundantes que los testimonios dejados por otros grupos étnicos, han
llegado hasta nosotros algunas muestras de su paso por la historia, diciéndonos que, no obstante
sus infinitas adversidades, han sabido mantener su existencia siempre sonriéndole a la vida.
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Historia de la Fundación
AQUÉLLOS ORÍGENES
LAS NACIONES
de los actuales estados de México, Michoacán, Hidalgo, Querétaro, Guanajuato, Puebla, Veracruz,
San Luis Potosí y Tlaxcala. Antes de la llegada de los españoles, los primeros cuatro grupos eran
agricultores sedentarios con una alta productividad en maíz, frijol, huautli y chía, además de apor-
tar como tributo a la Triple Alianza una gran cantidad de textiles de algodón o de ixtle. Durante la
época prehispánica cazaban, sembraban, se movían de un lugar a otro y aprovechaban el maguey
tanto para beber como para hacer vestidos. Seguramente las tribus errantes en las llanuras donde
hoy es Celaya, entremezclaban los dulces arpegios del titibirrí y el gorrión con su propia manera
de expresarse, por algo se autonombraban o así eran conocidos los miembros del pueblo hñahñu,
como los que cantan la lengua: nian-nyu, la cual tiene variantes dialectales asociadas con los distin-
tos lugares geográficos donde ellos moraban y aún moran. Es fácil verlos, desde la imaginación,
resguardándose de las recias avenidas de los ríos, igual en lucha contra los aguerridos chichimecas
del Norte, quienes solían atacarlos en sus familias y en sus siembras, que cantándole, rezándole,
hablándole a sus señores dioses. Primero a Yocipa, su verdadero padre dios; después a Quetzal-
cóatl, la Serpiente Emplumada, pero sin olvidar jamás a Maka Xumpo Dehe, la hermosa señora
vestida de agua, acerca de sus proyectos para alcanzar las metas. Por ahí se deslizan en pos del
viento, contándole a Maka Me sobre sus penas y alegrías, pidiéndole hijos y elotes, aguaceros y
buena caza. A todas partes los acompaña Maka Hai, el dios diosa de la tierra, saben cuánto le gusta
a él-ella escucharlos hablar y decir elogios para las flores y los ríos. Pero Ramui Ra Ximbat, el Cora-
zón del Mundo, les presta su tambor para que caminen siempre en pos del viento y la victoria.
Se desconocen sus orígenes, aunque se especula que sus raíces son sefarditas (judío-
españoles). Don Martín Enríquez de Almanza fue el cuarto virrey de la Nueva España, puesto que
ejerció entre el 5 de noviembre de 1568 y el 3 de octubre de 1580. Al llegar a Veracruz, tuvo como
primer encargo combatir y desalojar un puerto que piratas ingleses habían establecido en la isla
de Sacrificios. No le fue difícil derrotarlos. Enseguida, ya en la capital de los vastos mundos de la
Nueva España, actuó como mediador para dar solución al conflicto entre el Clero Secular, repre-
sentado por los obispos, y el Clero Regular, por las órdenes religiosas, acerca de a quién correspon-
día la administración de las parroquias, lo cual casi provocó la salida de los franciscanos que goza-
ban del apoyo de los indígenas, lo que se evitó mediante el otorgamiento de varias concesiones a
los seguidores del estigmatizado Varón de Umbría, para evitar su partida y evitar el alzamiento de
casi todos los naturales de la Nueva España, quienes al verlos marchar hacia Veracruz, sonaban sus
tambores de guerra contra las autoridades virreinales. Para esas alturas, las incursiones chichime-
cas de los huachichiles habían llegado hasta Querétaro, amenazando, aparte de las múltiples enco-
miendas, estancias y fincas de españoles vascongados, los centros mineros de Zacatecas y
Guanajuato, por lo que en 1570 personalmente dirigió la campaña para alejarlos y fundó los presi-
dios de Ojuelos (hoy estado de Jalisco) y Portezuelos en el camino a Zacatecas, además del de San
Felipe, en Guanajuato, que después fue villa. Se cuenta que este virrey peleó en algunas de las
batallas libradas contra aquellos batallones en rebeldía. Y que aún estuvo presente, investido de
cota y morrión, en la región donde andando el tiempo se asentaría la Ciudad de Celaya, antigua
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Historia de la Fundación
aldea otomí, para pelear como el valiente que era y defender los intereses y las vidas de los hispa-
nos ya residentes allí de larga data, quienes le pidieron, aparte de la villa, la fundación de otro
presidio, a lo que él accedió, encargándole a su antiguo compañero de armas y letras, don Francis-
co de Santi, la nueva traza. En realidad, todos los virreyes del México del siglo XVI tuvieron que
interesarse en la defensa de la llamada “Ruta de la Plata” contra los asaltos provenientes de la
gentilidad; la mayor parte de las medidas tomadas, en las cuatro primeras décadas de la guerra,
tendieron a salvaguardar el tráfico de todos los caminos. Sin embargo, los pocos elementos de
tropa apostados en los presidios no bastaban, pues muchas veces aquellas fortalezas militares,
llenas de gente: frailes, viajeros, residentes en la región y hasta indígenas bautizados, con sólo seis
o veinte soldados, también fueron arrasadas. Desde el gobierno anterior ya se había pensado en el
acantonamiento de algunos pueblos, desde Zacatecas hasta San Miguel el Grande, Querétaro la
Capital del Reino, sólo que no pasó de ser un proyecto parcialmente llevado a cabo. Porque no es
sino hasta finales de la década de los sesenta cuando Don Martín Enríquez de Almanza lo puso en
todo su vigor, incluyendo un sistema de escolta militar entre los puntos fortificados. Correspondió
al capitán Pedro Carrillo Dávila, con algunas de las tropas de la escolta de la audiencia de México,
levantar y defender el de Ojuelos y el de Portezuelos, por ser un guerrero versado y curtido en la
guerra contra los chichimecas de la Villa de San Felipe. Él, al igual que Francisco de Sandi -nuestro
futuro trazador de la Villa de Nuestra Señora de la Concepción de Zalaya- era encarnizado perse-
guir y aniquilador de indios desde el tiempo de las campañas de Pedro de Ahumada. El fuerte de
Portezuelo estaba localizado casi a mitad del camino entre San Felipe y Ojuelos, en el paso entre la
Sierra de San Pedro y la Sierra del Pájaro cerca del actual poblado de Ocampo. Más allá de San
Felipe, Portezuelo y Ojuelos, pronto se colocaron tres presidios más en el camino de Zacatecas, aún
en marcas de la Nueva Galicia. Éstos fueron: Las Bocas, Ciénega Grande y Palmillas, levantados y
protegidos por el temible capitán Juan Domínguez, bajo la supervisión general del doctor Orozco,
administrador de la frontera de la Nueva Galicia, con igual carga de odio, o más, contra los indios
que el doctor Francisco de Sandi.
“Las Bocas fue el primer fuerte situado al norte de Ojuelos, probablemente ubicado en Las Bocas
de Gallardo, hoy en el estado de Aguascalientes. Se hallaba dentro de la alcaldía mayor de Teocaltiche en
1584, más o menos en la actual frontera de Zacatecas y Aguascalientes, ligeramente al sudoeste de la moder-
na Villa García. Palmillas se hallaba cuatro leguas al sudoeste de la ciudad de Zacatecas, cerca del actual
poblado de Ojocaliente. Ciénega Grande, más cerca de Las Bocas que de Palmilla, probablemente se hallaba
ubicado cerca de la actual Tepezala: se describió como “sobre los ríos de Tepezala”; acaso estuviera a orillas
del río hoy conocido como Gil, o Ciénega Grande, en la actual frontera entre Aguascalientes y Zacatecas,
directamente al este de la ciudad de Rincón de Romos” (escribe Philipe Wayne Powell).
Tenemos que reconocer que el mayor de todos los presidios y poblados españoles fue
Celaya, cronológicamente el primero; estratégicamente, el de mayor importancia, debido a que era
el cruce de todos los caminos y a sus inmensas llanuras regadas por el Gran Río Izquinapan o de
la Laja, para llevar desde allí los alimentos que hicieran falta en los demás presidios, pueblos,
villas, aldeas, minas y tropas en combate. Es aquí donde Don Martín llama al doctor Francisco de
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
Sandi, teniente y capitán general para la Real Audiencia de México, y a Juan Torres de Lagunas,
alcalde mayor de Guanajuato, para que se pongan de acuerdo y elijan el sitio exacto junto al río y
ante el gran cerro que los indios llamaban Abechuato y los españoles nada más la Gavia. El alcalde
mayor decide dónde será la sede de la nueva fundación y el doctor de Sandi, representante de la
autoridad virreinal y rodeando por varios españoles allí avecindados y cientos de indígenas pobla-
dores de la villa otomí, sólo la aprueba. A él también le correspondió planear la población y desig-
nar los sitios de la iglesia, la casa de cabildo, la plaza, así como las concesiones a colonos, aunque
el diseño y la construcción de los edificios del poblado se llevó a cabo, tres años después, bajo la
supervisión de Alonso Martínez, juez de comisión y visitador de Celaya y otra villas del Bajío.
IMÁGENES
En 1525, los pueblos ribereños de los hermosos ríos Apaseo, Querétaro y La Laja, desde
hacía muchos años vivían de la pesca y la cacería en los bosques que abundaban desde Querétaro
hasta el Altayahualco. Sus habitantes eran personas de diferentes etnias: pames, guamares, huachi-
chiles, purépechas, jonaces, mexicas, otomites, etc. Seguramente vivían en paz, aunque sin dejar de
sostener de vez en cuando alguna diferencia territorial. A todos estos grupos, en general, los espa-
ñoles les llamaron Chichimecas, y tal vez varios de ellos tuvieron que huir y defenderse cuando los
iberos, apoyados por tlaxcaltecas y otomítes de los alrededores de la ciudad de México, invadieron
sus territorios. La crónica de Celaya comienza el 17 de noviembre de 1526, cuando el cacique de
Xilotepec, don Nicolás de San Luis Montañez, llegó hasta la aldehuela de Nattahí, de orígenes
inciertos pero probamente otomí, de gente pacífica, cuyos moradores huyeron aterrorizados hacia
los montes cercanos, por la fama que ya traía el aliado de los invasores españoles, quien había
venido siguiendo el curso del río Grande o Lerma hasta Acámbaro, donde él y sus huestes arrecia-
ron la acometida contra todos los pueblos de allí hasta Querétaro. Los moradores de Nattahí no
esperaron a enfrentarse con las desmesuradas fuerzas del traidor; igual los de Apaseo, quienes, el
21 de noviembre, tras una breve escaramuza de defensa optaron por abandonar la plaza, haciendo
caso a los frailes franciscanos que les pidieron no pelear contra aquellos bárbaros. Una vez pasada
la tormenta, los habitantes de Nattahí y la región regresaron a sus actividades, sin imaginarse que
muy pronto regresarían los hombres blancos, apoyados por los tlaxcaltecas y también por sus
hermanos los otomites de acullá, a despojarlos de sus tierras, y hasta fundarles otras villas. Esto
ocurrió a partir de 1531, con Pedro Martín del Toro a la cabeza, indígena renegado de su sangre,
como renegados fueron sus padres y sus abuelos desde los tiempos del rey azteca Moctezuma. A
los europeos los movía su desmedida sed de riquezas, la ambición de apropiarse de territorios y
pueblos que les redituaran lo debido; a los naturales, la ilusión de llamarse con otro nombre, vestir
ropa diferente, montar a caballo y llevar una espada de Toledo al cinto. “Pacificada” la región, en
1560 el rey de España y de las Indias, Don Felipe II, expidió una Real Cédula de Reducción de Indios,
por la cual se ordenaba que todos los naturales deberían concentrarse a vivir en sus pueblos, so
pena de persecución y exterminio para aquellos que no lo hiciesen. La humilde Nattahí, que desde
1542 ya tenía una capilla construida por el franciscano fray Juan de San Miguel, pero atendida por
unos agustinos, cumplió dicha encomienda y a partir de entonces se mantuvo más cerca del actual
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Historia de la Fundación
barrio del Zapote, donde cambió su nombre por el de Pueblo de Nuestra Señora de la Asunción,
hasta el 1 de enero de 1571, en que se fundó la Villa de Nuestra Señora de la Concepción de Zalaya.
A don Pedro del Toro y sus descendientes, en recompensa por haber ayudado a la pacificación de
los pueblos se les gratificó con tierras, de ahí que para 1565, Antonio de la Cruz, viejo fundador de
la villa, en compañía de su esposa, Francisca Mercadillo y de sus hijos María Magdalena, Lorenza
y Antonio, se mudaron a Apaseo, con la merced de tres caballerías de tierra, situadas al poniente
del río Laja, justamente en las proximidades del antiguo caserío de Nattahí. Y aun se cree que este
don Antonio fue quien denominó Zalaya, en lugar de Estancia del Río, a las extensas llanuras de
mezquites, tepeguajes, huizaches y nopaleras, a la propiedad del español Gaspar de Salvago,
vecino de Apaseo y gran amigo suyo. De este modo, el 21 de julio de 1570, en su paso por tierras
del Bajío, el cuarto virrey de la Nueva España, don Martín Enríquez de Almanza, recibió a un grupo
de estancieros y labradores del Mezquital, quienes le pidieron la fundación de una villa de españo-
les, donde pudieran juntarse a vivir en comunidad, a fin de poner a salvo a sus familias de las
frecuentes y peligrosas incursiones chichimecas, la cual fue concedida el 12 de octubre y ejecutada
el 1 de enero del siguiente año, una vez que el capitán de guerra, Francisco de Sandi, hizo la traza
para la nueva Villa de Nuestra Señora de la Concepción de Selaya (O Zalaya), la cual, a partir de 18 de
noviembre de 1573, quedó bajo la administración espiritual de los religiosos franciscanos, a quie-
nes el propio virrey Martín Enríquez de Almanza les expidió un Ordenamiento para fundar monas-
terio e impartir doctrina. Sin embargo, fue hasta el 3 de febrero de 1574 cuando llegó a la Villa de
Nuestra Señora de la Concepción de Zalaya, el doctor Alonso Martínez, juez visitador de Su Majes-
tad y comisionado por el virrey Martín Enríquez de Almanza, para realizar el reparto de tierras de
labor a los fundadores de la población. Dicen que eran treinta y uno los fundadores, más tres
personas a quienes se concedieron mercedes de tierra conforme al título de fundación.
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SIGLO XVI… El ORO DE LOS TRIGOS
¡Que comience el concierto! Fue el grito real. El bramido potente. La voz altanera
alzada hasta los techos de la sobaquina y el perfume. La luz de terciopelo negro del egregio monar-
ca todo de negro hasta los pies vestido…, según sonetos de trovadores y poetas. ¡Que comience! Corrió
el río de la acerada ucase, así, imponente, déspota, cuando era necesario, y tersa igual que un fruto
del verano si había de menester. ¿Pero a quién carajos se le habrá ocurrido traerme hasta aquí la
Real cédula para la reducción de indios, este 15 de febrero de 1560, a cuatro años de haber ascendido
al Trono, tras la abdicación de mi padre Carlos V, y ser el rey ahora, emperador de Castilla, Aragón,
Cataluña, Navarra, Valencia, el Rosellón, el Franco-Condado, los Países Bajos, Sicilia, Cerdeña,
Milán, Nápoles, Orán, Túnez, Portugal y su imperio afroasiático, toda la América descubierta y
Filipinas? ¿A quién, a quién le habrá pasado por ahí, cual una nube, esta actitud de venir a pedirme
que la firme, porque ya sale el barco de Sevilla y habrá que llevar la orden hacia el Nuevo Mundo,
donde mis amigos los religioso agustinos desde 1542 se hacen ya cargo de esta evangelización
llamada Reducción de indios en el pueblo de la La Asumpción, donde los indios aman y le rezan a
Nuestra Señora, igual que a un cristo al que ellos llaman de El Zapote…. El Señor Crucificado del
Zapote… Abechuato, jocoqui, Nattahí, Nñanñú. ¡Vaya términos!... ¡Que comience el concierto! Aquí está
ya la firma…
Roncó aquel “Campeón del Catolicismo”, sin imaginarse jamás que allá lejos, muy
lejos, en algún lugar del horizonte sin fin de lo que era y sería la Nueva España, desde que su padre
Carlos Quinto lo dejaba que supliera, gobernando, sus ausencias, fray Juan de San Miguel, guar-
dián del convento de San Francisco de Apaseo, fundado en 1525, había levantado ya una capilla
para la evangelización de los indígenas en el pueblo de La Asumpción, vecino a la aldea de Nattahí,
¡vaya términos!... ¡Que comience el concierto! ¡Qué se haga ya la luz de la obertura! Insistió el sobe-
rano tras estampar la telaraña de su nombre en aquel pergamino de gamuza que sólo a alguien de
muy pocas maneras le dio por llevárselo hasta allí, cuando estaba a punto de iniciar el gran
banquete de flautines, órgano, arpas, trompas, salterios, timbales y címbalos de oro, menos corno
inglés, por aquello de nuestras relaciones marítimas, políticas, religiosas y comerciales, que las
bancarrotas del reinado han sido sólo culpa de ellos. ¡Que comience! Fue la orden y aquél estruen-
do de metales y cuerdas hechas de tripas de gato comenzó con un sonido perfecto, una percusión
de dulcamara que pasó volando sobre todos y acaso aun en la firma portentosa haya alcanzado
aquellas tierras de la Nueva España, donde se decía Apatzseo, Nat-tat-hí, San Francisco de
Chamacuero, San Miguel el Grande o Escuinapan, Atla Ya Hual ko ¡vaya términos!, Querétaro y el
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
pueblo de la Asumpción, Nuestra Señora, donde los indios venera al santo Cristo del Zapote, muy
mentado, Señor al que le crecen las barbas y las uñas como a cualquier hijo de iglesia, habría que
ver a ciertos frailes que han hecho fortuna, me han contado, a expensas de los indios y las indias.
Pero para eso están allí los agustinos, ellos serán quienes continúen en esta Reducción, es decir,
conversión, apoyo, conducción de todos los indígenas Nñan-nñús, otomites, purembes, pames,
guachichiles ¡vaya términos!
Habrá llegado hasta aquellos rincones de nopaleras y mezquites esa voz, escrita y
pronunciada en poderosos caracteres, formas alzevirianas en implacables símbolos, pensados,
dichos en nombre de los cerros dormidos bajo las escaras de sus lomos, de hierbas y de rocas, y los
estanques de silencio, los charcos de rumores que nadie imaginara allí jamás en el Gran Teatro del
Mundo de los Madriles ahora de los Austria, perdidos ecos de aves en llanos y ramajes del más allá,
hombros de montes amaneciendo mojados en nuevas tintas de verdes y morados en que se revela
la mañana, el orto, los dos crepúsculo: el de la Paloma y el del Cuervo. ¡Que comience!
Nattahí, la antigua aldea de las tribus chichimecas del Bajío, y el pueblo de la Asunción,
donde desde 1542 ya había una capilla de indios fundada, igual que la tranquila población, por fray
Juan de san Miguel, guardián del convento de San Francisco de Apaseo, amanecieron temblando
debido a la presencia del Virrey Don Martín Enríquez de Almanza, quien, investido con todo el
esplendor de un gobernante, estaba en pie de lucha contra las naciones bárbaras del norte, que
habían venido hasta el Atlayahualco, como se le dominaba a aquella inmensa región de valles y
llanuras regadas por el gran río, y se ocultaban en los bosques y barrancas, siempre con el mal
ánimo de pasar a cuchillo a quien se les pusiera enfrente, así fuese indio lerdo, fraile o soldado de
Su Majestad. A esas horas del hermoso día, pese a sus magras carnes, se le veía un poco fatigado,
pero sin doblar el recio espíritu ante el acontecimiento que le acababan de anunciar: la venida de
una silueta, la cual, a medida que se aproximaba, decía ser claramente la de un hombre herido, por
la manera de sostenerse sobre sus pasos débiles. Sólo faltaba definir si era de indígena o de “gente
de razón”, en el “piadoso” decir de todos los que allí andaban buscando hacer méritos en la repara-
ción de los arreos de las bestias que a todas partes llevaban al Señor. El hombre se veía disminuido,
sí. Ya estaba muy cerca del recientemente edificado presidio al que el doctor de Sandi bautizó
cristianamente con el nombre de San Nicolás de los Esquiros, no lejos del Gran Río de los Perros
o Río de San Miguel o río Izquinapan. Éstos habían sido los proyectos de los Virreyes anteriores
Luis de Velasco, padre, y Gastón de Peralta el marqués de Falces: armar los caminos y los vientos,
para que las carretas y las recuas que continuamente transitaban por la “Ruta de la Plata”, entre
Zacatecas y la capital del Reino, lo hicieran con singular seguridad. Los bárbaros del Norte no
cejaban en su empeño de acercarse a Madetzana…: la Ciudad de México. Por eso, aquella mañana
en que las huestes de Don Martino -como le llamaban en su séquito- vieron llegar al hombre,
temieron lo peor para los pacíficos habitantes de la aldea otomí y del otro pobladillo en el que
veneraban al Santo Cristo del Zapote. Continuaron dudando de si sería español o si sería un indio
de los muchos que servían en las estancias ganaderas de los estancieros. Sin embargo, al llegar
aquél frente a la puerta del presidio, supieron que era de Carrión de los Infante, allá en la Alta
48
Siglo xvi... El Oro de los Trigos
Castilla. El hombre, al fin, llegó, las fuertes maderas de palo de mezquite giraron sobre sus ejes
para que el mensajero entrara nada más a decirle a Su Excelencia que allá, lejos, en las estancias
agrícolas de los señores Lope García y Gonzalo Jorge, los brutos atacaban y pronto se dirigirían a
Nattahí, cuyos habitantes eran considerados torpes por el único hecho de no andar errantes como
todos aquellos grupos de cazadores y recolectores, que se movían de un lugar a otro, sin policía, ni
leyes, ni principios, sólo tumbando testas, así fuesen tales de marqués, de clérigo o de vaca fina.
La valentía de Don Martín a todos animaba, era como una lluvia de verano. Dejaron el
rústico castillo para ir a la aldea, donde recogieron cien flecheros indios y quince vecinos españoles
más, con los que esperaron la llegada de los casi “quinientos chichimecos”, provenientes de la
serrezuela por donde Juan Martín, El Gacho, tenía su estancia y la encomienda de sembrar y mante-
ner la cruz. O quizá del sombrío Abechuato, cerro de La Gavia en lengua de hombres, a cuyas faldas
un tal Jacinto Jofre, suegro de Juan Martín y el más contumaz de los concuños de Gonzalo Jorge,
había puesto su querer, cifrado en una finca y un terreno de espléndidas grandezas con más de
veinte caballerías de fondo, por unas cuarenta y tres de largo. Y larga parecía allí la vida y largo,
muy largo el tiempo ante la zozobra de no saber si eran los quinientos, o mil, o solamente cien
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
“perros en mecate”, como también llamaban los invasores a estos “brutos”. Don Martino no permi-
tía que nadie fuera al frente. Él y su séquito siempre iban adelante. La mañana ardía sobre la luz
que, de pronto, se transformó en una ancha burbuja de vidrio feble donde uno que otro trino de
pájaro se reventaba en mares de dulzura, mientras el caserío temblaba por los dos motivos: la
presencia del Poderoso y la posibilidad de un nuevo ataque.
Las tardes eran de terciopelo anaranjado, posando su oro secular sobre los mezquites
y las rocas. El combate contra las tribus chichimecas no había dejado más de cinco muertos espa-
ñoles, frente a más de cien de los rebeldes colorados. Los fortines del presidio, aquéllos altos
muros, las ballestas silbantes, los arcabuces con sus gatillos recién puestos en grasa y hasta el
nuevo cañón traído de Querétaro, dejaron bien claro cuáles eran y seguirían siendo sus funciones.
Don Martín fumaba serenamente, al ritmo de un renqueante tamborcillo que más allá de su
caravanserrallo alguien se empeñaba en hacerle sacar el alma, aporreándolo, mientras declamaba
algunos octosílabos vulgares de Los siete Infantes de Lara:
Había hecho venir a Francisco de Sandi, teniente de Capitán General, quien radicaba en
San Miguel el Grande al frente de sus huestes en perpetua guerra contra los indios bárbaros.
También mandó llamar a Juan Torres de Lagunas, alcalde mayor de Guanajuato, para que le ayuda-
ran a pensar en una solución: algunos encomenderos le pedían fundar un pueblo ¡otro!, pero ahora
sólo de españoles, allí mismo, a la vera del caudaloso río, entre el mezquital de Apaseo y el monte
al que los naturales daban el nombre de Abechuato, que enfrente aparecía cual una nave al pairo, en
solfa de azules verdes y de verdes índigos, sombras de gris aspecto y ondulaciones singulares en la
reverberación de la llanura. No era mala la idea, pero habría que discutirla, analizarla, meditarla,
medir su peso y condición. El maldito tambor no dejaba de toser bajo las palmas del artista, el cual
entre verso y verso también metía lo suyo, muy al modo de aquéllos a quienes la envidia toca y
aporrea hasta que sueltan su rumor:
Le piden a Su Excelencia
una villa bajo el cielo,
para que Dios favorezca
a la viuda de Beleño.
Cristóbal Sánchez, Juan Franco,
50
Siglo xvi... El Oro de los Trigos
Cuando los dos hombres acudieron, Su Excelencia ya había pedido que alguien, por
caridad o aunque fuese con un arcabuzazo, hiciera callar aquella necia voz. Sandi y Torres de Lagu-
nas tampoco estaban viejos, sólo maltratados por tantos soles, aires y lloviznas que tuvieron que
resistir y soportar a la intemperie o en cuevas donde se escondían cuando había que ponerse a
salvo. No todos eran vascongados; también había dos vizcaínos y un gallego, tres de Castilla y otros
más de las montañas de Trujillo, más el padre franciscano que nadie sabía en que lugar de España
lo parieron, aunque por la textura, el modo de empinar la bota y el tono albayalde de su piel, se
creía que era murciano. El Virrey les expuso el caso. Hablaron como si fuera en confesión. El
Virrey ya se iba México. En tres o cuatro días. Por lo que era necesario que ya firmara la orden, con
la conciencia de que ellos dos buscaran la manera, el dónde, el cuándo trazaran una villa. Les recor-
dó que Gaspar de Salvago vendía su estancia, la más extensa para la dicha fundación. Habría que
tratarla y pagársela entre todos lo que anhelaban vivir en una nueva villa, sin mezclarse con los
indios de la Asunción, a cuya pequeña iglesia, aunque le hicieran gestos, de todos modos iban a oír
misa. Quizá partiendo del mezquite aledaño a esa capilla, atendida aún por monjes agustinos,
fuera posible hacer la traza; de aquel mezquite de la capilla del Cristo del Zapote, al que, de acuer-
do a los murmullos, le crecían las barbas (y algunos blasfemaban que también las uñas, como a
cualquier hijo de Iglesia) y cada fin de mes el barbero Gonzalo Jorge tenía que ir a cortárselas… Ya
casi terminaban. El Virrey respiró, pero el martirio del sonsonete tamboril volvió a golpearlo y él
mismo tuvo que salir dando de gritos, para que lo dejaran rubricar el trato con el feroz de Sandi y
el no menos carnicero Juan de Torres. El doctor de Sandi le escribiría una carta, dándole detalles
de los cuarenta hombres que exigía para trazar la villa, casados todos y vecinos de allí; de las medi-
das de la tierra, que, por igual, cada uno adentro de la traza poseería, sin menoscabo de lo que ya
eran “dueños”: aquellas extensiones en las que apenas sí se ponía el sol a la hora de ese crepúsculo
del cuervo.
EL TRUENO Y EL RELÁMPAGO
“¡Uf! Ya es sábado. Me tenía que ir adonde la María Dorotea Rayón sueña conmigo,
pero tengo que darle al Virrey esta acta, para que la apruebe y la firme antes de que se marche
hacia el Palacio Episcopal, donde un cernícalo lagartijero, igual que yo, va a mostrarle la copia de
la Virgen de Guadalupe, que un indio ha realizado”.
habitarían el pueblo, adjunto a la aldea de Nattahí y a media legua del antiguo pueblo al que se le
decía de La Asumpción. A media legua, según la traza del doctor de Sandi, y sobre una suave eleva-
ción, donde ya estaba dibujada la iglesia y las casas de gobierno, amén de muchas fincas para los
hombres que desde hacía por lo menos cuarenta año cultivaban la tierra y criaban buenas vacas,
pese a los continuos arrebatos de los que ellos llamaban “Chichimecas”. “La gobernación de toda
la Nueva España está en mis manos, pero estos últimos meses he estado solo decidiendo cosas,
mientras el Virrey al frente de más de mil hombres armados recorría la tierra, con miras a darle un
escarmiento a los alzados”.
El papel ya estaba escrito, sólo faltaba que se secara un poco para pasarlo a firma.
“Tendrá que ser Zalaya, igual que aquella tierra de Ezcaray, en Pamplona, donde yo, al
igual que el doctor de Sandi, vine al mundo. Él me ha sugerido que la bauticemos como Villa de
Nuestra Señora de la Concepción de Zalaya, en honor de la imagen que allá veneran. Yo soy poco
religioso y la única María que adoro es María Dorotea Rayón, pero le hago caso”.
52
SIGLO XVII… LOS AGUSTINOS
Unidos como marido y mujer, el viento y la noche vagaban siguiendo las pisadas de
Rodríguez, quien, tras haber dejada atrás las puertas del convento del renombrado Padre San Fran-
cisco, se dirigía, ahora afligido y pálido, hacia la calle nueva que los padres de la Merced habían
abierto para darle paso a su feligresía, no fueran a desviarse algunos acomodados adonde los
padres franciscanos eran y seguirían siendo los amos y señores de una Fe que a ratos olía más a
manteca rancia que a oración, y a ratos a esa otra crema y nata de tantos españoles avecindados en
la Villa (nombrada muy Noble y Leal Ciudad), desde los tormentosos años de la Fundación aquélla
gran mañana junto al fraile agustino que celebró la misa y luego los acompañó con su prudencia
de hombre justo mientras los estancieros ¡cuarenta o sesenta, qué más da!, con más manga ancha
que defensor de oficio, formaban el Cabildo y nombraban alcalde, cuando los Silva, los Freire, los
Martín, los Pérez Lemus, los Quesada, los Requena, los Jofre y demás hombres de lomos anchos,
unos y de mejillas marcadas a cuchillo, otros (pero todos oliendo a sepulcro abierto al quinto día),
sembraron sus afanes en surcos nunca antes caminados por balancines y colleras a las que les
amarraban cascabeles de los traídos de Flandes o acaso de Sevilla (donde lo mismo te ves en una
fiesta que en una dificultad), sólo por no sentir la tarascada del olvido allí en esa llanura inmensa
llamada Nattahí, besada por mil bocas de frescos manantiales. Nattahí junto al río de San Miguel
para derrotar a la sequía…Y secos iban adentro de él los pensamientos, tras haberle negado la
ilusión de ser un día ministro de una Iglesia que él imaginaba bondadosa, incluyente, sin culpa,
inmaculada como la Mater Admirábilis de los retablos de su vida, la madona que en 1571 los esposos
Martín Ortega y Magdalena de la Cruz hicieron traer de España en cala de velero o sollado de
alfombra berberí, acompañada de locos que tocaban tambores y atabales al estilo de Andújar,
madre de azul vestida como el aire en el cielo, como el cielo en el mar, como el mar que se hace
nube y vuela convertido en mil pájaros de lluvia. Pero no, que después de tres años se prendieron
las sañas a su inviolada carne y a tan negro fulgor brotaron las preguntas sin respuestas: que si
sería hijo natural, que si en sus predecesores no habría habido alguien que hubiese sido esclavo o
que si en su sangre no habría navegado alguna burbuja de judío, ni si en sus abuelos o sus padres
habría habido alguien que fuere hijo de padre desconocido y madre popular, pues el aspirante a tal
estado no debía provenir de lobos o coyotes, bozales o gente renegada a la manera de los que se
sirven a placer de los porrones del apóstata, ni mucho menos haber sido engendrado en noche vil
con aleteo de búhos. Todo esto más la sospecha de no ser heredero de suficiente hacienda y
solamente parecer persona de buen trato, en cuanto a la moneda se refiere. Él iba caminando,
sereno, aunque turbado como quien lleva encima algún furúnculo de los que no se curan ni con los
53
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
tocamientos del Rey de Bélgica o los besos en donde ya se sabe del heredero del Gran Khan, andró-
gino y apóstata. Ya había cruzado los lugares donde la chusma, a la manera de los piojos, pululaba
mordiendo berzas y echando la sonrisa desde una cara color de pera cocha, que no hay mejor color
para los lupanares y los lúmpenes que el repugnante del membrillo. Allí había varios ante las buho-
nerías traídas de la región del Comontuoso y los titiriteros de Apaseo, y los oracioneros de Chocho-
nes, ambos de idéntica y húmeda sonrisa y manos hábiles para dejar sin habla aun a las señoras
vestidas del satín llegado hace seis meses en la nao de China, para hacer más notable su paso por
las plazas, cuando el sol del ocaso deja caer el oro sobre esa edad lujosa de los trigales y los
cuerpos.
Durante días y días los mensajeros del Virrey habían anunciado la muerte de todos
aquéllos insolentes que se atrevieran a conspirar contra la madre España, que ya más bien era
madrastra, a como se venían dando las cosas en los ejércitos de indígenas, en las hordas de míseros
que no conocían, entre la aurora y el ocaso, más que la voz de piedra del verdugo, así fuese éste
preste bisojo que encomendero pederasta. Pero Rodríguez sollozaba en las saudades de tales
laberintos, pese a la Dama Arpía de Santobono –recién llegada del Perú-, que por allí mostraba sus
velludos pechos, faz ridícula, imaginando en su inocencia o poco oficio histriónico que iba a
impresionar a tirios y troyanos, pames, chichimecas borrachos y otros más con las partes hincha-
das a modo de lona de velero. Se movía sollozando hacia alguna colina donde sentar la sombra a
meditar o mentar madres, entre las flores y la hierba, que poco sabían de títulos y nada tenían que
ver con las noblezas y las sangres, las cédulas y los prejuicios prendidos con alfileres a argumentos
falsos. De ahí nomás, de alguna boca abierta de casa, obraje, tugurio, mancebía o cueva de tahúr,
soltaron las palabras:
Adentro de su espíritu lloraban otras voces y arriba, cerca y bajo como sus huellas sin
destino, sonaba el viento a semejanza de una puerta ciega a la que también la duda le hubiese
desvencijado las chambranas, abierto las maderas como las carnes a una mujer el arado de quien
únicamente en estos campos piensa... Y las voces narraban, ebrias o nada más por conseguir dos
reales en aquella Celaya ya con C y a veces todavía con S, según la ortografía:
Miró San Agustín y no quiso saber si era verdad la infamia. Bebió su tinto, escupió, se
hizo guarro de pronto, tal gamberro, recordando lo que murmuraban y lo que en el seminario les
enseñaban a hablar en contra de los bondadosos agustinos los otros padres que ahora mismo lo
expulsaban por el rumor que vino de Irapuato o quizá de otros valles, las Cañadas, Amoles, en el
sentido de que en sus ancestros se cometió pecado. Volvió a escupir y los maldijo por él y por
sentirse únicos, cuando todos sabían que Felipe II les entregó a los agustinos la Real cédula de reduc-
ción de indios, mucho antes de que los porquerizos y los payos, dueños de mentes chicas y de casas
grandes, en 1570 le pidieran su villa a Don Martín, el moderno Santiago, cuarto virrey, que, en
armonía de tigre, llegó aquel día suave como un verso, pese a que el pueblo de la Asunción, desde
hacía por lo menos cuatro décadas ya había sido fundado y puesto bajo los ojos y las manos de
Agustín, el águila de Hipona, de quien dicen que dijo, en otras circunstancias y otras épocas:
AQUEL AMANECER
Aquel amanecer había sido diferente, oblicuo, déspota como dicen que fue don Pedro
Núñez de la Rioja, “familiar” de la Señora y nunca bien maldecida Santa Inquisición. Hombre rico
entre los ricos. Poderoso entre los que -en la arrogante humildad de su pequeña grandeza- son
poderosos. De los que saben bien que el peso y la medida suprimen las disputas…Caballero de
Santiago con la venera del apóstol cosida en el jubón de fina felpa a un lado de la ingle… “Gente
buena, limpia y sin oficio vil, cristiano viejo y de ninguna manera descendiente de moros, judíos o
herejes”, se narraba, amén de “un excelente hijo de la Iglesia”. Su fuerte era perseguir, entregar al
“brazo secular de la justicia”, como se deletreaba en la sintaxis eufemística de entonces, a todo
aquel que oliera a trapo viejo, cebolla roja, ajo o cociera su pan sin levadura o portara sospechas
de hacer y deshacer engendros de hilo lacre en cuevas o en llanura, y regara ceniza donde se junta-
55
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
ban dos caminos. La población hispana se movía tumultuosa al paso de los heraldos que por
doquier bramaban la noticia: La villa sería nombrada Muy Noble y Leal Ciudad. Todas las clases lo
decían, a lengua suelta lo derramaban las campanas. Pero faltaba un pero: pagar dos mil pesos en
oro por el título, y, como en todo lo que reviste al ser humano, unos daban razones para juntar el
monto lo más pronto posible y otros que hasta que recibieran oficios del virrey. El colmo: había
llovido toda la semana y los canales no permitían el paso para ir a visitar a los vecinos de los
pueblos para informarles cuánto sería la suma, que, por igual, pobres y ricos pagarían. Los deshe-
redados se quejaban, y con razón, echando pestes contra todos los que ya se sentían “nobles y
leales”, y aunque los padres les decían que no se preocuparan, porque Dios tenía la costumbre de
ayudar al mísero porque los ricos pueden ayudarse a sí mismos, algunos se consolaban, tragándose
este cuento y otros, en cambio, coyotes y moriscos, lobos y hasta españoles de “padre desconocido
y madre popular”, según el habla de la plebe, sólo se carcajeaban, lanzando versos a la manera del
romance:
Era la novedad entre la gente, el hecho ilustre, acorde con la infinita devoción a la
Madona Inmaculata, que desde 1573 los franciscanos custodiaban mejor que a sus ideas, el pueblo
ya celebraba las victorias de la Fe sobre los montes neblinosos que eran la duda o las tibiezas de
muchos al rezar. Para todos semejaba aquél el día del Juicio, en medio de los ángeles, plumarios
anunciadores de la miel y los arroyos de las almas justas corriendo cantarinos hacia el Océano
Eterno de la Divina Gracia. Bastantes, de oficio humilde pero no infame, como el de los mandingas
y bozales, también cantaban y corrían al escuchar caerse el campanario de “Nuestro Padre San
Francisco”, la sede real y digna de tan hermosa Madre llegada allí por procelosos mares y vientos
del siglo XVI, cuando el virrey Martino, de los Enríquez que supieron aunar las letras con las
armas, les dio a los vascongados permiso y acta de fundar una villa a media legua de la aldea otomí
donde ya se decía Pueblo de la Asumpción, en aquel el 1 de enero de 1571, cuando se hizo merced
a Pero Muñoz, vecino de México, de un sitio de estancia para ganado en los Chichimecas, “…en una
isla que hace el río de Apaseo que se parte en dos brazos”, hechas las diligencias por Palacios Rubio,
corregidor de ese pueblo... Y el río aquella mañana tampoco se aburría de canturrear, entre juncos
que eran los sueños de la tierra, el río padre y hermano, hijo y madre de las generaciones y los
siglos que ya llevaba por allí pasando, discutiendo de arenas advenedizas y troncos muertos
traídos desde sus fuentes primigenias. El río y los ríos que se juntaban verdes en una misma piel
tendida sobre un cielo que se bañaba en ellos. El amoroso río de San Miguel recibiendo en sus
brazos de agua al de Apaseo, para ir los dos a rejuntarse con el Tololotlán.
Sólo el expediente de José Soto no podía almacenar tantas sonrisas, pues lo habían
acusado de “brujear” y practicar rituales prohibidos. Bien dicen que los perros sólo les ladran a
56
Siglo xvii... Los Agustinos
quienes no conocen: él, con doña Josefa y doña Lanza –ambas señoras con la cuca ya más dada de sí
que tragadero de marranos, se decía en habla recia- en las colinas de los cerros de Juan Martín y el
Pueblo del Rincón, se dedicaban a “curar” e invocar el alma de lo que no se nombra y hacer llover
culebras en La Gavia con sólo quemar incienso y echar signos extraños a la hora de la tarde. Ya los
habían obligado a recibir el hábito café, con áspero cordón ceñido a la cintura, y ahora sólo restaba
la confesión sincera y unos azotes para quitarles la manía de provocar al diablo. Pero no eran los
únicos. La aún Villa de Nuestra Señora de la Concepción parecía un enjambre de dichos y pócimas
muy buenas para sacarle color al niño que, por haber visto cómo el encomendero don Ramón le
arrancaba los cueros del lomo a un albañil, se había quedado mudo y no dormía. Los domingos
frente a San Agustín, donde los generosos y siempre humildes padres no decían nada, solían ir a
vender sus artes quienes no conocían otros remedios más que la hierba santa y la raíz del aire para
quitar el hipo, o la piel del conejo, tratada con ensalmos y “untos de alba”, para hacerle parir geme-
los a quien afanosamente buscaba la manera, entre oraciones y médicos de México que ya habían
dicho su última palabra, de ver crecer una familia, ausente de su hogar desde que supo, desde que
le dijeron, desde que con todo y hombres, el propio y los ajenos, no se podía, no había modo de
cómo... Y allí estaban ellos, reencarnación de Ulpiano, dándole dizque a cada quién lo suyo.
Había los que cantaban imitando carneros y los que se vestían de pájaros para atraer
incautos que quisieran saber qué día iba a morir su mal vecino. Mujeres amarradas de las sienes,
fingiéndose adivinas. Y otros que aseguraban hablar con Dios y vendían a buen precio su secreto.
El expediente de José Soto agregaba detalles, como que él y doña Lanza en otros tiempos también
habían quemado una gallina negra para desearle mal viento a un sacerdote carmelina que los había
encontrado leyendo letras indias, trazadas en un papel desconocido, orillado de imágenes nefastas.
Pero a pesar del día, ellos veían el río y lo escuchaban correr con sus campanas de cristal o risas de
seres de la luz. Hasta allá los llevaron a que dijeran su delito. Los tres: José, doña Josefa y doña
Lanza, vecinos, según unos, de Neutra; y otros que de San Francisco Chamacuero. Los habían
despojado de sus ropas para vestirlos de hábito y caminaban por la orilla en una especie de paseo,
escuchando decir al religioso, que Dios los perdonaba con una condición: renunciar al demonio y
no echar velas negras, ni alas de murciélago, ni frases pérfidas, ni envoltorios hechos con polvos de
Levante, ni hígados secos de zorrillo overo, ni “voluntades” (culos) de gallina, según la perversión
de los mulatos, que no se hablaban con la buena gente, limpia y sin oficio vil, o al de los ugandas y
los pardos, que eran irrespetuosos con los de bastante modo y suficiente hacienda, igual con los
que laboraban en honradez y agrado en el obraje que antes fuera de Teresa Bustos, y después del
caballero Félix, cuya familia lo vendió a los agustinos casi en la misma cantidad que costaría el
blasón de “Muy Noble y Leal Ciudad”, sin olvidar lo de “Purísima”.
un labrador o una vecina bronca, con tal de granjearse a la Santa Inquisición y hacerse de riquezas.
No obstante, para tener completa la visión de este espejo, conviene saber cómo aun a quienes
aspiraban a una vida espiritualmente alta con la intención de convertirse en clérigos, también se les
investigaba, en busca de manchas en su honor, huellas de antiguos hierros de marcar esclavos,
sospechas de apostasía, rumores, difamaciones o alguna otra cuestión referente a sus riquezas o
definición sexual. A la Iglesia de aquéllos tiempos le preocupaba mucho que el aspirante a religioso
tuviese de qué vivir y qué heredarle a la Orden. Acaso las fórmulas interrogativas a que los neófitos
eran sometidos tuviesen un solo propósito: dar la imagen de firmeza y honestidad aunque en el
fondo de sus recintos algunos priores mantuviesen a sus órdenes uno o dos esclavos.
En Celaya, es inevitable referirnos a la Orden del Seráfico, la cual a principios del siglo
XVII ostentaba la mayor cantidad de miembros –con votos- llegados a la Nueva España. Sin
embargo, debemos de aclarar sus reglas, vigentes durante la Colonia. Datan de 1224, por lo que
algunos referentes pudiesen parecer anacrónicos e injustos en lo tocante a la admisión y formación
de sus profesos, los cuales tenían que poseer buenas condiciones físicas (no ser feos ni poseer
defectos de malformación congénita), estar libres de deudas, ser solteros, no haber sido excomul-
gados ni venir de otra Orden religiosa, tener 18 años o como mínimo 15. Ser hijo legítimo y de
buena fama, fiel católico, sin sospechas de sodomía y simonía, aceptar los votos libremente, tener
la reputación libre de escándalo, ser letrado y de costumbres y labores muy honestas. Todo esto
dio origen a que en Celaya se supiera de casos en los que las autoridades indagaban acerca de la
vida y los milagros de más de algún postulante al noviciado o la profesión monástica. Tal fue el caso
–y sólo uno de los muchos ejemplos documentados en las propias carpetas de los archivos francis-
canos- de un tal José Francisco Cano Freire, en el año de 1773, cuando fueron realizadas las prime-
ras investigaciones en su contra, antes de que el muchacho fuera admitido como novicio en el
convento de Celaya. En dichas indagaciones –llevadas hasta el pueblo de Santa Cruz de Comontuo-
so- se menciona algo acerca de la limpieza de su sangre. Varios vecinos de aquel lugar declararon
haber oído algo respecto a los abuelos maternos del hermano Cano, que se llamaban don Agustín
Freire, natural de Celaya, y doña Rosa María Váz¬quez del Castillo, natural de Irapuato. Sostuvie-
ron que el papá, don José Cano, era hijo ilegítimo, de nombre Margarita Cano, agregaron sus
lenguas. Las pesquisas continuaron en una hacienda y otra, sin saber ni de quién ni de dónde
venían esos rumores, como lo que relató un José Landín, de 60 años, vecino de la Hacienda del
Saúz, que distaba media legua de la Congregación del Comontuoso, declarando que él conoció bien
a José Cano y a su mujer y haber oído decir que la señora tenía un defecto… De allí, el comisario
interrogador visitó a otros dos hombres viejos, los cuales sostuvieron haber conocido a José Cano,
a su mujer y a sus suegros, pero que jamás oyeron decir nada malo de ellos. Posteriormente, se le
preguntó a don José Manuel Freire y a don Agustín Freire -hermanos de doña María Trinidad
Freire, esposa de don José Cano y madre del muchacho- acerca de los papás de éste, a lo cual los
dos respondieron que fueron don José Agustín Freire, natural de Celaya, y doña Rosa María
Vázquez del Castillo, nacida y bautizada en el pueblo de Irapuato, y muerta “ya muy vieja”, a los 50
años, en el año de 1734. Revelaron el nombre de Nicolás García, del puerto purépecha del Valle,
quien supuestamente conocía más detalles del caso, pero el enviado especial optó por pasar a
58
Siglo xvii... Los Agustinos
Irapuato, donde pidió en la parroquia para ver archivos, en busca de la partida de bautismo de
doña Rosa María Vázquez del Castillo, y como no la encontró en aquel volumen, se fue al libro de
matrimonios del año 1708, en el que halló una en la que José Vázquez, mestizo de la congregación
de Jiricuicho, aparece como hijo legítimo de Juan Vázquez y de Isabel del Castillo. Con esta infor-
mación, el hombre regresó a Santa Cruz de Comontuoso, donde volvió a entrevistarse con don
Agustín Freire, quien respondió que efectivamente había conocido a su tío José Vázquez, hermano
de su mamá, y ya con estas nuevas pistas, el sacerdote comisario encontró el registro de bautismo
de José Vázquez, donde se establece que era español, hijo de Juan Vázquez e Isabel Alonso, su
mujer, oriunda de Río Grande.
Soneto
CELAYA Y LA ESCLAVITUD
Si hay algo que lastime tanto la esencia del ser humano es la esclavitud, no por algo los
libertadores lo primero que hacían era abolirla. Sin embargo, en las páginas de la historia quedan
las huellas de aquéllos que padecieron semejante infamia. El municipio de Celaya no es la excep-
59
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
ción. Aquí se ejerció esta práctica casi desde el momento mismo de la Fundación, aunque ésta vino
a consolidarse durante los siglos XVII y XVIII, lo mismo por parte de la Iglesia que entre los
comerciantes o terratenientes, quienes le daban su apellido a quienes les servían desde esa humi-
llante condición. Inclusive, estos últimos heredaban tal nombre a sus descendientes, como una
marca de que alguien los había hecho valer algo al prestarles las sílabas de un nombre, así llevasen
éste gravado con hierro de marcar o nada más estuviese escrito como un código de identificación
personal en algún libro de raya o papel de compra venta.
Las labores en que particularmente se ocupaban los esclavos eran domésticas, ganade-
ras, de arriería y de comercio, pero también en asuntos de hechicería, magia negra, herbolaria y hasta
de complacencias clandestinas. Primero fueron los primigenios habitantes del Gran Atlayahualco
quienes, al ser sometidos por la maldad y el rayo de la guerra, se vieron obligados asimismo a hacer
lo que mandaba el europeo, tan acostumbrado a ser servido como el rey mismo. Otomíes, pames,
purépechas, matlazincas y otros allí estaban a las órdenes de déspotas que se arrogaban el derecho
de sentarse a la derecha de Dios. Después trajeron a los de África, más resistentes a las bregas y
palizas. En el archivo del convento de San Francisco hay documentos que nos narran cómo era la
vida de aquellos infelices: cómo nacían, cómo se casaban, cómo iban falleciendo.
En cuanto a la población africana celayense, habrá que decir que ésta fue disminuyen-
do a medida que se mezcló con los nativos de la zona, dando origen a los afromestizos, que
también se diluyeron al mezclarse con indígenas o españoles (coyotes, mulatos, lobos y bozales)
hasta que se completó el mosaico étnico actual. Pero nadie debe olvidar las causas y los orígenes
de esta gente que ahora levanta con orgullo el acrónimo de su esencia junto al de Celaya, a la que
visualiza como su cuna, su apoyo, su refugio y toda su fortaleza. Algunos propietarios de esclavos
fueron los siguientes: Agustín Camargo, Nicolás Muñoz y Manuel García, Martín Centeno, Gonza-
lo Tello, regidor del H. Ayuntamiento; Diego de la Cruz, Pedro Lapuente, Cristóbal Cano, Felipe de
Guete, Pedro Landín, más algunos clérigos. Para darnos una idea de todo lo relacionado con la
compra y venta de esclavos en Celaya y la región, se pueden consultar las escrituras en el Archivo
Histórico de la Universidad de Guanajuato, Protocolos de Cabildo, siglo XVII, donde hallaremos
todo lo concerniente a seis seres humanos vendidos clínicamente. Por mencionar únicamente dos
de estos casos, vaya lo siguientes:
En 1629, un negro perteneciente a don Jorge Maldonado, fue vendido en 400 pesos oro
a don Fernando Ramos, ambos mercaderes del Real de Minas de San Fe de Guanajuato. Este escla-
vo, de nombre Martín, había sido comprado a un señor Vargas de la villa de Zalaya en agosto de
1624, cuando el hombre tenía apenas 22 años. No cabe duda de que a este infeliz Martincillo lo
perseguía la mala suerte, pues en el momento de su venta se hallaba recluido en la pestilente cárcel
municipal de Pánuco, de la quemante Veracruz, por haber huido de sus explotadores celayenses.
No obstante, don Fernando Ramos pagó el precio por aquella “bestia”, que para el trabajo minero
era única, y, pese a que se le advirtió que en cinco años ya se había escapado tres veces, de todos
modos pagó los montos, confiado en sus influencias y en la cooperación de las autoridades para
60
Siglo xvii... Los Agustinos
hacerlo traer en collera hasta el opulento y renombrado Real, así tuviese que atravesar cinco Huas-
tecas.
El otro ejemplo nos habla de la hermosa Ángela, mulata de 21 años de edad con un niño
de pecho, quien, con todo y su crío, en 1686 fue muy bien vendida -por ser libre de empeño o hipoteca
y sin tacha ni vicio- al precio de 460 pesos oro. Su desdichada historia nos advierte que ella había
pertenecido a una dueña sin corazón, de nombre Magdalena, solterona y vecina de Celaya, quien
le dio poderes a Francisco de Chavira, paisano e íntimo suyo para que le vendiera a Ángela. Madre
e hijo fueron comprados por Marcos Gutiérrez Mánchola, guanajuatense de la villa, el 11 de
noviembre del aquel año dicho del Señor.
Soneto
menor que la de los españoles-; sin embargo el Revillagigedo no nos proporciona cifras de la
ciudad en este sentido en virtud de que se trataba de un padrón militar. De la población integrante
de las castas sólo contamos con los datos arrojados por el padrón de 1791, en el que los castizos
suman 1024, los mestizos 2866 y los pardos y mulatos 3338, tomando en cuenta adultos y niños. Las
cifras anteriores nos hacen suponer que durante el siglo XVI y hasta mediados del XVII hubo
minoría de españoles con respecto a la población indígena. Sorprendentemente, para mediados del
siglo XVIII la población española supera -con poco margen- a la indígena, tal vez debido a las
pestes de que fuera víctima esta última, a la explotación desmedida de que era objeto o al abandono
de los pueblos de indios.
CELAYA Y LA HECHICERÍA
Soneto
63
SIGLO XVIII… CELAYA Y SUS OBRAJES
¿Qué eran los obrajes? Digamos que la industria textil de aquellas épocas. El arte, la
ciencia o la habilidad para tejer y teñir mantas y telas de lana y algodón. De esta interesante activi-
dad en la ciudad de Celaya quedan algunos testimonios, como el documento que se resguarda en
el Archivo Histórica de Celaya (carpetas 1740 y 1747, correspondientes a la venta de obrajes), y que
relata cómo doña Teresa Fernández de Ágreda vendió a don Agustín Félix, el 17 de abril de 1740, en
3,376 pesos oro, un obraje que contaba con trece habitaciones de adobe, un patio grande con dos
mezquites viejos, una noria y tres pilas de agua. La propiedad, cuyas dimensiones alcanzaban las
46 varas de frente por 77 de fondo (unos 38 metros por 64) se hallaba ubicada en la calle de la Com-
pañía, entre las casas de los señores don Miguel Cano (capitán) al Oriente, de Pedro Camargo al
Poniente, de Francisco de Ávila al Norte y de Antonio Sánchez al Sur.
El hacendoso caballero don Agustín Félix estuvo al frente de esta industria durante 7
años, hasta su muerte, ocurrida en 1747, fecha en que dicho obraje fue adquirido por los padres
agustinos, en la cantidad de 2,200 pesos oro, de acuerdo al mencionado documento histórico del
Archivo de Celaya. Con todo lo anterior, una cosa queda clara: la industria textil fue muy importan-
te para la vida económica de la ciudad. Por algo, casi a la mitad del siglo XIX, en el año de 1825, el
historiados e industrial guanajuatense Lucas Alamán -quien sabía perfectamente que la industria
textil prometía prosperidad y daba empleo a mucha gente- estableció aquí su fábrica de Zempoala,
a la orilla del riíto sobre el que don Longinos Núñez -a unos trescientos metros del lugar- el 27 de
septiembre de 1844 inauguró su famoso monumento llamado Puente de las Monas, por las dos
alegorías femeninas que su talento artístico colocó allí, y que representan: la una a la ciudad de
Celaya y la otra a la patria misma.
Soneto
Soneto
Te trajeron la fe en el castellano
-hablado más por arte que por suerte-
y aprendiste mejor a conocerte
en idioma inmortal que es fruto y grano.
67
SIGLO XIX… HIDALGO
EL 23 de septiembre, con todo el apoyo de las dolientes masas, Hidalgo, tras haber
recibido su primer nombramiento militar, se encaminó a Salamanca e Irapuato, en tanto la ciudad
observaba que con el alejamiento de sus huestes, las inquietudes y desazones parecieron por un
momento disiparse…Lo cual no iba a ser cierto… La plaza quedó bajo el resguardo de Tomás Huido-
bro, aunque el liderazgo aún era de Aldama, quien permaneció por unos días allí, tanteando la
región, mientras el grueso del ejército marchó hacia Guanajuato.
69
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
Soneto
El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve, dice Machado en uno de sus clási-
cos Cantares, y esta expresión bien podemos aplicarla a la luminosidad del arte, sea cual fuere su
creador, pero como las raíces de este viento han llegado hasta las puertas de la vida de uno de los más
notables artistas mexicanos, nacido en Celaya el 13 de octubre de 1759, vamos a referirnos a él:
Francisco Eduardo Tresguerras, oriundo de la entonces Alcaldía Mayor, fue hijo legíti-
mo del español Pedro Fernández Tresguerras, natural de Santillana del Mar, y Francisca Martínez
de Ibarra (hija de un canónigo de Valladolid), matrimonio dedicado al comercio de aceite, vinos y
abarrotes. En su adolescencia sintió el deseo de hacerse religioso, pero finalmente se decidió por
estudiar dibujo en la capital de la Nueva España. A su regresó a Celaya contrajo nupcias con
Guadalupe Ramírez, con quien procreó a María Luisa, Francisca Javiera, José María Eduardo, José
María de la Cruz y Ana María.
Soneto
EL BENEMÉRITO EN CELAYA
En las biografías de los grandes hombres siempre habrá un motivo, un rasgo, una
vivencia, una página de su historia personal para no olvidarlos. Es el caso del Presidente de México
don Benito Juárez García (1806-1872), quien en 1857 fue encarcelado por el entonces Presidente
Ignacio Comonfort, pero al ser liberado, el 11 de enero de 1858, viajó a la ciudad de Guanajuato a
asumir la presidencia de la República y pasó por Celaya donde pernoctó, casi imperceptible, en el
edificio de la Jefatura Política (antigua Casa de Cabildos y después Palacio Municipal) aquél 17 de
enero en que el ángel de su destino ya le había trazado claramente la ruta de una gloria inmortal.
71
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
En la actualidad, sobre uno de los muros del Palacio Municipal, hay una placa que narra escueta-
mente su tránsito por este suelo, al que seguramente encontró cálido y amable, efervescente y
empobrecido a causa de la inequitativa distribución de la riqueza, la injusticia, el abuso, la misera-
ble explotación hecha por los señores neofeudales. Era un día con los vientos pintados en el cielo
y los bronces de sus campanas llamando a misa. Habrá dormido, comido y conversado un poco
con los trabajadores de la Plaza, quienes lo habían visto entrar sentado en una modesta silla de
posta, en compañía de otros cuatro hombres: Manuel Ruiz, Nicolás Pizarro Suárez y Sabás Iturbi-
de, seguidos o precedidos por otro vehículo, en el que viajaba el resto de su comitiva, formada por
José María del Río, León Guzmán y Juan José Baz, escoltados todos por un piquete de tropas, perte-
necientes a las fuerzas que el gobernador Manuel Doblado envió a que lo recibieran hasta los
límites con el estado de Querétaro.
Juárez, Presidente de la República por ministerio de ley, durante 24 horas y sin ningún
alarde hizo arder la humilde claridad de su persona en el esperanzado corazón de los liberales
celayenses, quienes, tras haberlo visto continuar su viaje hacia la capital de Guanajuato el día 18,
se regocijaron de nueva cuenta el 14 de febrero de aquel año, con la llegada del Ejército Liberal
Constitucionalista, comandado por el general Anastasio Parrodi.
Soneto
72
EMETERIA VALENCIA
Aunque nació en Salamanca, Gto., el 2 de marzo de 1934, gran parte de su vida la pasó
en Celaya, adonde se había mudado con su esposo, el señor don Eusebio González López, para
administrar desde allí los vastos territorios de sus haciendas y atender más de cerca el Molino de
Soria, de su propiedad, así como la fábrica de mantas “La Esperanza”, que ambos cónyuges allí
habían puesto, al pie de la colina del cerro de la Cruz, a orillas del entonces hermoso río de la Laja,
que daba movimiento al viejo molino, construido por unos vascos en 1706, al modo de las antiguas
aceñas españolas que molían los trigos para el pan candeal de las dos Castillas, bautizándolo
únicamente como El Molino, al que posteriormente se le agregaría de Soria, al ser comprado por
el dueño de la hacienda de aquel lugar, el coronel Florencio Soria, quien años más tarde sería Jefe
Político de Celaya, y que gobernó hasta el día de su trágica muerte, acaecida el 3 de mayo de 1873,
tras haber fracasado en sus intentos por ser gobernador del estado, en lugar del general Florencio
Antillón, quien lo “derrotó”, lo cual lo orilló a suicidarse de un tiro en la cabeza, pese a haber sido
un excelente Jefe Político y una persona sumamente admirada, respetada y querida. Pudo más el
honor militar que la simple vida. En otras versiones se dice que este hombre no murió de un tiro
en la cabeza, sino por una bebida envenenada que, al modo de aquéllos tiempos, le dieron para que
no continuara en su camino hacia la gubernatura del estado. O tempora. O mores. Don Florencio
Soria dejó descendencia: en Celaya aún radica el arquitecto Francisco Valenzuela Pérez, hijo de
Francisco Valenzuela Rico, hijo de Ciro Valenzuela Soria, hijo de Ciro Valenzuela Reinoso y Julia
Soria y Gama, la cual era hija del coronel Florencio Soria, el cual, a su vez, era hijo de un español
de nombre Joseph Soria. Por otro lado, la mayoría de celayenses del siglo XX recuerdan a don Ciro
Valenzuela Soria, hombre cristianísimo, vecino del sacerdote y también poeta J. Luz Ojeda (calle
Manuel Doblado), quien alguna vez, para describirlo, le dedicó los siguientes versos epigramáticos
de pie quebrado:
“El pasado 23 de marzo del presente 1862, el joven celayense D. Antonio Leyva Estevarena murió
a manos del sanguinario “Lazarino”, cerca del Molino de Soria, mientras el joven recorría los trigales”.
El mismo diario relata la anécdota como un hecho de infinita nobleza por parte de los
hijos de Celaya, pues en realidad quien asesinó al joven ingeniero fue José Almanza, por despojarlo
de su caballo y un reloj de leontina. El muchacho volvía de medir los terrenos de la Hacienda de
San Antonio Gallardo (San Juan de la Vega), cuando se topó con la pandilla de asaltantes, comanda-
dos por el temible Ibarburen, la cual, a los pocos meses, con más de cuarenta hombres tomó
Celaya, pero fueron derrotados y algunos de ellos muertos o hechos prisioneros por las fuerzas
organizadas y al servicio de los señores hacendados. José Almanza no alcanzó a huir, sino que,
asustado y malherido, por casualidad se refugió en la casa de don Antonio Leyva y doña Antonia
Estevarena, padres de su víctima, quienes, pese a que lo reconocieron de inmediato, no dieron
parte a la autoridad, sino que lo curaron, lo alimentaron y, al final, aun le regalaron un caballo y
veinte pesos para que se alejara de la ciudad, no sin antes desearle buen camino e invitarlo a que
se arrepintiera y que cambiara.
LA BARRANCA DE METLAC
Los padres de doña Emeteria fueron los señores Patricio Valencia, castellano, y la
señora Guadalupe Ibáñez, también española, de San Sebastián. No tuvo hermanos varones, sólo
una hermana de nombre Antonia, la cual, ya grande, contrajo nupcias en Celaya con el español
Juan Canelo. En Salamanca pasaban por ser una familia sumamente católica, no faltaban ni a las
misas ni al rosario del templo de San Agustín y en su tienda atendían con generosidad y finas
maneras a sus clientes, los cuales lo mismo iban por un pilón de azúcar que a comprar camisas, un
sombrero de cuatro pedradas, huaraches, tabaco para hacer sus cigarros con las blancas hojas del
maíz: peones, mayordomos, personajes del pueblo, en general, acudían a proveerse de algún plato
de barro rojo, de los traídos de Tarimoro o unas ollas de las panzoncitas de Huandacareo, cebada,
trigo o tramos de cambaya o de aquella otra tela llamada “cabeza de indio”, muy resistente, como
la gente pobre, para las bregas del vivir. Sus dos pequeñas hijas les ayudaban hasta donde sus
74
Emeteria Valencia
fuerzas se los permitían. Esto fue muy al principio, antes de la aventura que vivió don Patricio allá
en la Barranca de Metlac, del Pico de Orizaba, a mediados de 1845. ¿Qué aventura le ocurrió a don
Patricio Valencia, digna de ser narrada por el propio Miguel de Cervantes Saavedra o algún otro de
esos claros soldados cronistas de los que –dice la fama-: supieron hermanar la espada con la
pluma? Esta es la historia:
Don Patricio Valencia cada año solía hacer un largo viaje al estado de Veracruz a traer
tabaco. Era un proceso complicado, se tardaba dos meses en ir y venir, pero valía la pena, pues él
era el único distribuidor de este producto en el Bajío, por lo que su tienda, la mejor surtida en toda
clase de mercancías de la región, siempre expendía este aromático cultivo mexicano. A él acudían
de todas partes en busca de las achicaladas (maceradas) hojas para hacer pitillos, carrujos. Y don
Patricio tenía que ejecutar el penoso viaje hasta los valles regados por los arroyos que descienden
del volcán Citlaltépetl (citlali, estrella; tépetl, cerro), Cerro de la Estrella, pero llamado popularmente
El Pico de Orizaba. Ese año de 1845, como siempre, se dispuso a marchar, despidiéndose de su
esposa y de sus dos pequeñas: Emeteria de 11 y Antonia de 9 años de edad. Eran los primeros días
de abril y antes de junio estarían de regreso, con las veinte mulas bien cargadas. ¡Veinte! Sí, en esta
ocasión llevarían cinco más, porque ahora hasta de Yuriria, Uriangato, Morelia, León y Celaya
venían a buscar el producto para fabricar cigarros, a los que en algunas partes denominaban
“churumbelas”, quizá por el tamaño y el parecido con ciertos instrumentos musicales de uso
común en Andalucía.
-Llevaré tres peones más. Ahora seremos siete –le dijo a su mujer-. Quédense tranquilas.
Todo fue inútil: el animal rodó y rodó hasta estrellarse en un invisible fondo. Los demás
estaban asustados, él se veía sereno, con el ánimo de bajar a rescatar por lo menos las tres pacas
de tabaco en hoja. Sólo que unos lugareños le advirtieron, a gritos, que no lo hiciera, que por favor
no fuera insensato, que mejor se persignara y continuara su camino, porque allá abajo reinaba
“satanás” y habitaban espíritus. Los peones tampoco se mostraban dispuestos a seguirlo en su
alocada búsqueda. Él no les hizo caso y trabajosamente inició el descenso hacia donde supuso que
estaría su mula. Los lugareños, lanzando extrañas preces y mil cruces al viento, se retiraron del
lugar, dejando solos a los siete peones, quienes también rezaban y temblaban a la espera del
patrón, quien, como si nada, descendía dispuesto a no perder lo que acababa de comprar. Ninguno
de ellos daba crédito a lo que su señor hacía. A sus cuarenta años aún era joven, pero no tanto
como para exponerse como lo estaba haciendo. Todos rezaban de rodillas, mientras don Patricio
¡todo un valiente!, ágil y decidido, continuaba bajando de roca en roca y de tronco en tronco, hasta
que se topó con un espectáculo realmente aterrador: No había demonios ni encantamientos, sino
muchas cargas de oro y plata, piedras preciosas, sedas y otros objetos que hasta allá habían llegado
tras un mal paso, pues por ahí tenían que pasar todos los animales y carrozas que iban al Puerto
de Veracruz o hacia la Ciudad de México. El suyo yacía agónico, recostado, resquebrajado, tenso,
encima de varios huesos, bolsas y cajas ya podridas por las que se asomaba el rubio resplandor de
las barras de oro, costales, ricas mantas, cráneos humanos y cofres que, igual, vomitaban por los
costillares veneros de monedas, polvos resplandecientes.
-¡Ay! ¡Ay! -exclamó don Patricio al ver al animal, como para que todos se dieran cuenta
que había llegado a fondo.
-¡Ni modo; tú te quedarás en Veracruz, pero tus compañeras volverán a Guanajuato con
todo esto! -volvió a hablar en voz alta-. ¡Quién te lo manda ser desobediente!
Inmediatamente hizo bajar a sus ayudantes y toda esa mañana la pasaron subiendo
tenates (bolsas de cuero) llenos de oro, hasta que no quedó ni una moneda, ni una figura preciosa,
ni un objeto. Descargaron las mulas, las volvieron a cargar, ahora con el preciado hallazgo. El
tabaco qué importaba. De ahí en adelanto otros lo importarían. Y así volvieron por sus pasos.
Sorteando las dificultades del sendero, pronto dejaron atrás aquella geografía hostil y,
convencidos de que cuando Dios da, da a manos llenas, se encaminaban al Bajío con aquel carga-
mento disimulado con hojas de tabaco. La ruta hacia aquél estado, tanto de ida como de regreso,
pasaba por Santa Cruz (hoy Juventino Rosas). De ahí la otra versión en la que se narra esta aventu-
ra, pero ubicando el tesoro en la barranca de un cerro ya cercano a Salamanca, donde el salmantino
Andrés Delgado, El Giro (1792-1819) ocultaba el producto de sus asaltos a las conductas que iban
de Guanajuato a la Ciudad de México, en aquellos aciagos días en que él, con Albino García y el
76
Emeteria Valencia
padre Garcilita, eran ya famosos jefes guerrilleros en lucha por la causa de la Independencia de
México.
Ya en Salamanca, don Patricio pagó como nunca a sus trabajadores, los hizo ricos y él
continuó realizando negocios en los que siempre favorecía a los más desprotegidos, creando aquí
y allá asociaciones de apoyo a las comunidades e iglesias. Fue así que súbitamente los Valencia de
Salamanca adquirieron haciendas, campos, fincas, ranchos, pueblos enteros y redoblaron su fama
de filántropos, no sólo allí, sino aun en Celaya, Irapuato, Salvatierra, Acámbaro, Santa Cruz y
tantas poblaciones más donde se hacían de posesiones. En Salamanca instalaron unos telares y
vieron que aquél era buen negocio. De todas partes venían a visitarlos, sobre todo los clérigos,
porque sabían que allí hallarían apoyo y recursos para alguna obra pía. Nacieron, así, sus fábricas
de loza fina, textiles de variados géneros, haciendas ganaderas y agrícolas, tiendas y muchos
comercios más.
Por esos tiempos llegó de España un apuesto joven de nombre Eusebio González López,
natural de Iturria (Agüera de Iturriatz), del país vasco, a trabajar en la tienda principal de don Patri-
cio, que seguía expendiendo tabaco, traído ahora por otros distribuidores. El muchacho conocía
sobre cuentas y números, por lo que don Patricio no dudó en emplearlo. La gente murmuraba que
aquél era hijo de él ¡qué casualidad que se parecían en lo güero, menos en el modo de tratar a las
personas! Era lo que algunos suponían, nada más que al percatarse de la agria manera de dirigirse
a los demás y ver cómo aquel mozo procuraba la amistad de Emeteria, se convencieron de que el
asunto iba por otro lado. Y es que Eusebio se había enamorado locamente de la señorita Eme, como
hipocorísticamente le llamaban a la hija mayor de don Patricio. Al grado que, sin ser rico y no tener
a nadie que abogara por él, deseaba casarse con ella y traerla a vivir a Celaya, donde conocía a unos
porquerizos de su tierra. Bueno, en otros puntos de la sociedad también se comentaban las reales
intenciones del mancebo, pues él bastante guapo y ella algo feíta, hacían una pareja que por lo
dispareja llamaba la atención, dando motivos para el dicho soez y la expresión sarcástica:
-Si no hubiera malos gustos, ¡pobrecitas de las feas! –largaban por ahí.
Aventuraban otros.
dinero y ropa buena para pedir la mano de Emeteria. Y el matrimonio se efectuó. A don Patricio le
caía demasiado bien aquel muchacho y lo veía como un excelente partido para su hija. Por eso,
apenas se casaron, les dejó varias de sus empresas allí en Salamanca y aun les aconsejó que expan-
dieran sus negocios hasta Celaya, pero ellos no le hicieron caso sino hasta que éste murió, ya viudo
de doña Guadalupe, y entonces sí, al pasar toda la fortuna a manos de Eusebio, éste compró moli-
nos de trigo, teatros, almacenes comerciales, líneas de tranvías y muchas otras cosas. Doña Emete-
ria se dedicaba a hacer obras de caridad entre los niños pobres, fundó escuelas, cofradías, hospita-
les, y por sus generosas donaciones fue que se construyó gran parte del templo del Señor del
Hospital, en Salamanca, todo gracias al escalofriante paso de la Barranca de Metlac y a tantos
“espíritus malignos”, salidos del averno. En 1852 se mudaron a Celaya, ya muertos don Patricio y
doña Guadalupe, desde donde controlaron el lato imperio de sus inversiones y finanzas, y aun
adquirieron el Molino de Soria con todo y tierras labrantías, casas grandes, carros, animales, gente,
todo. Desde el lugar de su residencia, ubicada en el portal poniente de la Plaza Mayor, hoy portal
Corregidora (donde posteriormente hubo una tienda denominada El Cerrojo) eran los amos y
señores de prácticamente todo Celaya y la región, hasta Salvatierra, donde don Patricio Valencia,
siguiendo el impulso de Lucas Alamán, había fundado la fábrica de hilados y tejidos a la que bauti-
zó como La Perla y Eusebio rebautizó con el nombre de la Reforma. Oh la fortuna.
Don Eusebio González López era tan rico, que, por supuesto apoyaba al emperador y
denostaba de la presidencia de Benito Juárez. En el Bajío era quizá la persona de más poder econó-
mico, déspota y cruel con las peonadas, prestamista de la mitra eclesiástica lo mismo que del
gobierno estatal y federal, cuando se ofrecía o convenía a sus intereses. Para muestra, basta un
botón: don Luis de Velasco y Mendoza, en el tomo 3 de su Historia de la Ciudad de Celaya, así lo
narra:
“En su lugar quedó Don Guillermo Prieto, y éste (durante el gobierno de José María Iglesias,
quien fue presidente de la república entre 1876 y1877) no permaneció ocioso, pues sobre el préstamo de
$80,000.00 que antes se había ya agenciado en Guanajuato, consiguió en Celaya un aumento de $10,000.00,
que fue suscrito por Don Eusebio González y algunos otros vecinos pudientes de la ciudad”.
Sin embargo no todo era felicidad: Emeteria y Eusebio Nunca pudieron concebir un
hijo propio. Se decía que él… Se murmuraba que ella… En fin… La lengua es un músculo inútil si no
lo mueve el alma a decir lo que la verdad tiene por suyo…Consultaron doctores de campo, obispos,
arzobispos, médicos, santos patrones. Nada. Por lo que se decidieron a adoptar. Y fue así que llegó
a su mundo Eusebio González Martínez, un risueño joven español, de Turcios, Vizcaya, quien era
sobrino de don Eusebio González López. El muchacho, veinteañero y farfantón, fue recibido como
un verdadero hijo por aquél matrimonio que en todo el estado gozaba de excelente fama: ella, por
su generosidad en toda clase de asuntos; él, por la autoridad que ejercía al fulgor de los metales
acumulados gracias a la intrepidez y buena suerte del recordado don Patricio. Precisamente fueron
78
Emeteria Valencia
estas virtudes las que llevaron al matrimonio González Valencia a enfrentar decididamente el
decreto del presidente de la república, Sebastián Lerdo de Tejada (1872-1876), quien, a cambio de
fuertes sumas de dinero, le había concedido a los protestantes norteamericanos los templos de
Celaya: El Carmen, la Tercera Orden y San Agustín. Los gringos, encabezados por el pastor Sam
Graver, llegaron hambrientos de tomar posesión de estas iglesias, sólo que no contaban con la
enérgica protesta de la población mayoritariamente católica, ni con la riqueza de los González
Valencia, quienes de inmediato negociaron con los extranjeros para que por sumas superiores a las
que éstos le habían entregado al Presidente Lerdo, cedieran otra vez los edificios. Y de esta manera,
doña Emeteria “compró” la Tercera Orden, Antonia, su hermana, San Agustín y el potentado
capitalista ibero el del Carmen. Claro, aprovechó para -al más puro estilo de los antiguos gachupi-
nes- quedarse con todos los terrenos pertenecientes a la huerta del convento, los que convirtió en
casas para sus negocios particulares y cuadras para su animales, aunque destinando un predio
especial para que allí se instalara el mercado público, que venía funcionando en la Plaza Mayor o
jardín principal, y al que, una vez inaugurado, la gente bautizó como “El Parián”, tal lo apunta
atinadamente don Luis Velasco y Mendoza en la obra citada:
“Era, en esos días, Jefe Político Don José María Marañón, activo funcionario que demostraba en
todas formas el interés que tenía por ver resurgir a la ciudad. Para conseguirlo, procuró atraerse la coopera-
ción de todas las clases sociales; y en esa forma pronto estuvieron remediados en gran parte los destrozos de
los edificios, reparados los templos y limpias las calles y plazas, a las que también trató de mejorar el Sr.
Marañón; pues por disposición suya y secundado por el Ayuntamiento, se trasladaron los puestos del mercado
que desde tiempo inmemorial existía en la "Plaza Principal o de la Constitución", para hacer en su lugar un
bello jardín; instalándose entonces las vendimias a un lado del ex convento del Carmen, en lo que había sido
un patio interior del mismo, que quedó libre al practicarse por allí la apertura de una calle, a la que posterior-
mente se llamó de "Tresguerras". Con el transcurso del tiempo se acondicionó debidamente este mercado, al
que el vulgo designó con el nombre de "el Parián", construyéndose, en el sitio que ocupaba, una especie de
pérgola circular con pilares de cantería que, aunque modesta, imitaba en su estilo al de la hermosa columna-
ta que adorna la plaza de San Pedro en Roma. En su parte central, rematando el cornisamiento, se alzaba un
medallón con una inscripción en la que se mencionaba la fecha en que tal mejora se inauguró: 5 de Mayo de
1874; el nombre del Jefe Político que ordenó su construcción: Corl. Don Florencio Soria (cinco años después de
que Marañón moviera los puestos del jardín principal hacia un patio anexo al convento del Carmen) el
Importe total de la obra; que permaneció en pie hasta 1906, año en que el mercado fue trasladado al moderno
edificio que en la actualidad ocupa”.
A este Jefe Político: coronel don Florencio Soria, quien, con mucha eficiencia ejerció
este cargo entre 1867 y1873, le correspondió enfrentar la impetuosa venida de los protestantes. Era
párroco de Celaya don Francisco María Góngora, el cual, asumiendo el papel de conciliador entre
las dos religiones, cometió un grave error al intervenir a favor de las huestes del predicador Samuel
Graver a quien por poco despellejan vivo al pie de la Columna de la Independencia, que entonces
se encontraba frente a la antigua Casa de Cabildos, logrando que -pese a que a los gringos ya se les
había regresado triplicado su dinero- se les dejaran tres anexos del convento de San Agustín: una
79
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
sala grande, por el lado de la calle hoy llamada de Allende, y dos salones más: uno en la esquina
que forman el Bulevar Adolfo López Mateos con Ignacio Allende y otro cerca de la actualmente
llamada “Casa del Cronista”, en el mismo Bulevar. Desde 1873 hasta la fecha, esos espacios siguen
ocupados por una iglesia no católica y comercios particulares, gracias a Sebastián Lerdo de Tejada,
pero más al virtuoso cura Francisco María Góngora, que regaló lo que no le pertenecía al clero
secular, sino a la Orden de San Agustín, flama eminente del clero regular.
En fin, aparte del molino de harina de Soria, que llevaba este nombre por el coronel
Florencio Soria, porque él lo había adquirido junto con el caserío y las tierras desde 1857, don
Eusebio se dio a la tarea de probar mejor suerte en la industria textil, al comprar toda la maquina-
ria inglesa que el historiador e industrial guanajuatense Lucas Alamán (1792-1853) había instalado
en su fábrica Cempeola, de Celaya. Con esta adquisición, don Eusebio inició en Soria una empresa
a la que bautizó, primero, como “La Providencia”, y después como “Fábrica de San Fernando”, la
cual, andando el tiempo, se convertiría en un emporio textilero nacional, con ferrocarril y luz
eléctrica propia, allí al pie de la colina del cerro de La Cruz, vecino del entonces hermoso río Laja
y del molino de harina que también ya era suyo, tal cual lo dicen las estrofas de una canción o corri-
do famoso en aquellos tiempos:
Entre otras miles de referencias alusivas a la organización capitalista del señor Gonzá-
lez, quien también influyó en el tendido de vías hasta su hacienda para enviar a todo México y los
Estados Unidos la harina de su molino y las telas de su fábrica, aparte de los sencillos versos del
corrido, hay cartas, notas, facturas y partes administrativos, de los cuales conocemos el siguiente,
tomado de la monografía Soria, publicada en 1956, en edición de autor, por el presbítero José
Zavala Paz, párroco de aquel lugar:
Adjunto a Ud. Estado No. 7 y sus comprobantes con la factura de la semana que se servirá Ud.
mandarlos examinar. También va la nota No. 1 de algodones recibidos y remitidos a Salvatierra hasta el 10
de enero próximo pasado. Si necesita continuación de esa nota puede avisarme para remitírsela.
Tres carros vinieron ayer y en ellos 10 parrillas para el vapor cuyo peso no me avisa Ud. Y como
no hay trigo disponible se ocupan en traer piedra.
La existencia de cordoncillo es toda de azul, blanco no hay nada.
Suyo de Ud. Afmo. Y S. S.
sus técnicos y asesores establecieron un dinamo para desde allí enviarla, atravesando los pueblos
de Cacalote, Panales, Cañones y la ciudad de Celaya, pero sin darles ni una chispa de su corriente
eléctrica. Pero la muerte lo sorprendió antes de hablar con Díaz, el 21 de enero de 1893, ya vencido
por aquel extraño mal que le atacaba el pecho, cortándole la respiración y poniéndole de color
morado desde la papada hasta los pómulos. Dice el historiador Luis Velasco, que ya para entonces
le había entregado a doña Emeteria el capital (dos o tres veces multiplicado) que ésta poseía antes
de su matrimonio, es decir la fortuna de la Barranca de Metlac, agregándole una considerable
suma extra para que aquélla continuara en sus donativos y obras pías. A su fallecimiento, el resto
de la inmensa fortuna lo heredó Eusebio González Martínez. Y por su parte, doña Emeteria, tras
haber sido confesada y recibir la Eucaristía de manos de un religioso franciscano, falleció en su
enorme casa de Celaya, el 25 de octubre de 1893.
Respecto al sobrino, se sabe que vivió hasta los años treinta, pues se tienen noticias de
su participación en varias obras sociales y políticas, aprovechando la envidiable posición en que
quedó. Narra don Luis Velasco y Mendoza uno de estos episodios, ilustrativo para todo aquél que
desee conocer cómo era la sociedad celayense de aquellos tiempos:
“La prensa se ocupó de publicar la reseña del viaje triunfal que venía efectuando el Jefe supremo
de la revolución, y los grandiosos cuanto efusivos recibimientos que se le hacían en todas las poblaciones que
tocaba en su trayecto hacia la capital de la República. Con esto, muy a tiempo se tuvo conocimiento en Celaya,
que el día 5 de Junio llegaría el tren maderista a la ciudad de Silao, donde le iban a presentar sus respetos y
saludos las autoridades de Guanajuato; así que desde luego, con la ingerencia del Jefe político y del H. Ayun-
tamiento, se aprestó una comisión de celayenses, en la que figuraban prominentes hombres de negocios
encabezados por el millonario Don Eusebio González, sobrino que fue de aquel filántropo fallecido desde el
año de 1893 que llevó su mismo nombre, para ir hasta Silao a encontrar allí al Sr. Madero; y también para que
le hicieran una invitación con el fin de que se detuviera en Celaya y le hiciera una visita a la población, antes
de proseguir su viaje hacia la ciudad de México”.
Más no se sabe de este español; sin embargo, a fines de la década de los veinte, todavía
se le halla involucrado con el movimiento cristero en la región. Pero no más. Hay quien afirma que
durante el gobierno socialista del General Cárdenas se embarcó en Veracruz con destino a España.
Sin embargo, el pueblo, que todo lo cree y todo lo sabe, está seguro que don Eusebio González
Martínez es ese espectro que todavía, en noches de mucho viento y golpes de llovizna, suele mirar-
se a todo galope por el puente que comunica el pueblo de Soria con el de Empalme Escobedo
(llamado anteriormente Estación de González en honor de su querido tío), gritando, carcajeándose
y cantando espeluznantemente:
UN DIPUTADO PORFIRISTA
GUANAJUATO
Durante este primer período presidencial, en Guanajuato apareció uno de los persona-
jes más queridos y recordados de que se tenga memoria en el pueblo y la región de Celaya: Valentín
Mancera, cuya tumba, en forma de obelisco, se encuentra todavía en el panteón viejo de la ciudad,
sin ninguna lápida especial que lo recuerde, pues sólo la tradición oral es la que nos cuenta que allí
yacen los restos del legendario pionero opositor al régimen de la dictadura. Y uno tiene que
recurrir al libro de los recuerdos para saber que efectivamente bajo aquel obelisco hermoso se
encuentra el polvo y el nombre de aguerrido combatiente, con un tenue letrero manuscrito con
ladrillo en una de las caras de tan singular sepultura, pues el pueblo, a partir de 1916, al término de
la Revolución que hizo pedazos toda forma de contumacia dictatorial, quiso que las generaciones
venideras también lo recordaran en esta simple frase:
LA HISTORIA
Era este caudillo originario de San Juan de la Vega, comunidad ribereña del río Laja,
ubicada a sólo diez kilómetros, hacia el noroeste de la cabecera municipal. Peón, como tantos, al
servicio de crueles y despóticos amos, en su mayoría ibéricos, cuyo desmedido poder, alimentado
por la política represora de Porfirio Díaz Mori, abarcaba la vida y la muerte de todos los pobres
nacidos y criados en las tierras de sus dominios. Los padres de familia, tras cumplir jornadas de
hasta catorce horas de labores esclavizantes, regresaban a la humildad de sus hogares con los
labios resecos y el sabor de la tristeza pudriéndoles el alma. Las esposas los esperaban, escuchan-
do llorar a los numerosos hijos, de hambre o de dolor, por causa de la extrema miseria en que
84
Vida, Esplendor y Muerte de Valentín Mancera
vivían o por alguna de las muchas enfermedades que desde el nacimiento los iban consumiendo.
Apenas se sentaban a descansar un poco, aquellos sufridos celayenses (igual que millones de mexi-
canos de esos tiempos) se le rendían al sueño. Y muchas veces, aún con el taco de frijoles (o única-
mente de sal) en la boca, eran requeridos por el clarín de la hacienda para que de inmediato se
presentaran a cumplir sus tres horas de vigilancia obligatoria alrededor de la Casa Grande, antes
de tener permiso “completo” para estar con su familia. Tal situación fue el detonante para que
rancheros valerosos estremecieran la paz porfiriana con el estallido justiciero de su coraje y
decisión, haciéndose perros del mal para los hacendados y las tropas que les brindaban protección.
Este fue el caso de Valentín Mancera, quien, tras arrebatarle el fuete a un potentado de nombre don
Jesús Farfán, con el que aquél golpeaba inmisericordemente a un muchacho de la comunidad de
Los Galvanes, con el mismo instrumento de tortura le pegó hasta derribarlo del caballo y ensegui-
da huyó hacia el silencioso caserío de San Juan, de donde más tarde partió acompañado por cinco
mozos, también del personal del agricultor y textilero don Eusebio González López, los cuales
hasta la muerte le fueron leales y anduvieron con él en todas sus justicieras correrías.
Los cinco mozos de don Eusebio González (esposo de la benefactora celayense Emete-
ria Valencia) se llamaban: Cipriano Méndez, Feliciano Albor, Bonifacio Núñez, Longinos Cuarenta
y Cenobio Alcántara, eran como sus capataces o sus mayordomos, personas de toda su confianza
en las faenas y la administración de la finca La Partida, ya que él radicaba en la ciudad. En esta
propiedad se vivía mejor que en otras haciendas, pero no dejaba de ser un lugar de humillación y
desprecio para la gente reprimida. Quizá la generosa influencia de su mujer hacía que aquel hacen-
dado fuese un poco más benigno o menos déspota con los hombres que, según frase de los tiempos
“nacieron para ser hechos leña”. Primero tuvieron que vagar de cerro en cerro, escondiéndose en las
barrancas como los coyotes y las víboras, hasta que se hicieron de más gente, como ellos, para
tomar la justicia en sus manos y recorrer los caminos y rancherías desde Celaya hasta el municipio
de Acámbaro, de donde era originario Cipriano Méndez, robando a los ricos para socorrer a los
pobres, pagándoles así a aquellos españoles que tan malamente los trataban.
Donde quiera que podían, Valentín y Cipriano, mientras sus huestes se dedicaban al
saqueo y quema de papeles en las casas de los acaudalados, invitaban a los trabajadores a unirse
al movimiento contra las leyes bárbaras de Porfirio Díaz, y no pocas fueron las comunidades que
respondieron a su llamado, poniéndose a sus órdenes tras haber asistido a la incineración de los
libros de raya, donde los crueles amos de la tierra los tenían prisioneros de por vida. Fue a partir
de entonces que comenzó a cabalgar su leyenda. En los pueblos los esperaban con ansiedad,
porque sabían que él, Valentín Mancera, les llevaría algún consuelo o noticia acerca de dónde y
dónde más las tropas de la Acordada ya habían sido derrotadas por ellos, que representaban a todo
un país en pie de de lucha contra los abusos de la política imperante. El número de sus seguidores
ya era enorme. En todas partes los respetaban y los querían, a sabiendas de que su inconformidad
85
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
era contra el gobierno, al que, por otra parte, ya se le notaban las negras intenciones de prolongar-
se, tal lo relataban los anónimos:
Mancera se había levantado en armas en 1878, y ya para 1881, durante el período presi-
dencial del general Manuel González, la orden de muerte contra él había sido dada a través de
Manuel Muñoz Ledo, gobernador de Guanajuato y gran amigo (como todos los gobernadores) de
aquel Presidente y sus adláteres.
Trescientos pesos en oro era el precio que se ofrecía por la cabeza del rebelde, y Dioni-
sio Catalán, Jefe Político de Celaya y Comandante de Policía y Capitán de Caballería del Estado
de Guanajuato desde el efímero período gubernamental de Manuel Leal, éste no hallaba cómo
quedar bien con el gobierno y con los terratenientes, la Iglesia rica y las elites que se sentían con el
derecho de sentarse a la derecha de Dios a juzgar a los hombres. Catalán era español, como espa-
ñoles eran varios de lo que le exigirían que cumpliera la orden presidencial. Se esmeraba en
quedar bien con todos, pero principalmente en salvaguardar su futuro político, ya que las habilida-
des de don Porfirio auguraban que el oaxaqueño regresaría al timón del mando. Algunos le decían
que era inútil perseguirlo, porque aquel ranchero belicoso era el mismo diablo; otros le aconseja-
ban no ceder en su empeño, abrillantándole el ego al recordarle el agradecimiento de que sería
objeto por parte del gobernador y el Presidente. Sin embargo, nadie sabía a ciencia cierta dónde se
ocultaba el tal Mancera: si en los cerros agustinos o en el cerro de Jáuregui, si en las cañadas de la
Gavia o en las estribaciones de la Sierra Madre de Michoacán. Las largas pausas de silencio que de
repente se dejaban sentir en toda la región, hacían creer que Valentín Mancera ya había abandona-
do la causa o que de plano ya estaba muerto, pero no, ni había abandonado la lucha ni estaba
muerto, sencillamente se retiraba a los montes a reorganizarse, en tanto que varios arrieros de sus
cuadrillas y curas de su mayor confianza, repartían entre los pobres el fruto de sus vistas a las
haciendas y graneros, tiendas y casas solariegas. En realidad, él nunca abandonó Celaya, aunque
con disfraces diferentes, por no ser reconocido por nadie, solía pasearse por sus calles y plazole-
tas, entraba a los templos, se sentaba en el jardín, conversaba con amigos y sacerdotes que se man-
tenían al tanto de sus bienhechoras incursiones. El resto de las personas no lo reconocían, excepto
Sanjuana Márquez, la mujer a quien tanto amó. Ésta vivía en la calle de La Humildad, del barrio de
San Juan de Dios, con su madre y una hermana de nombre Maria Virginia. En el fondo, las dos
muchachas eran ambiciosas, pues, a pesar de que Valentín no las tenía desamparadas, apenas
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Vida, Esplendor y Muerte de Valentín Mancera
conocieron la cantidad que se ofrecía por aquella cabeza, urdieron una traición para quedarse con
los trescientos pesos y ganarse, además, el respeto, la admiración y el apoyo de las autoridades y
las clases altas.
SU MUERTE
La mañana del 13 de marzo de 1882, por el rumbo de Chamacuero, las tropas federales
tuvieron un fuerte y prolongado enfrentamiento contra los más de mil quinientos campesinos que
formaban las fuerzas de Valentín, entre los que se encontraban varios curas y hasta algunos deser-
tores del general Porfirio Díaz. En esta acción murieron cincuenta y nueve hombres de Dionisio
Catalán, pero también allí perdió la vida, junto con otros doscientos, el segundo de Mancera:
Cipriano Méndez, a quien los españoles de Acámbaro habían logrado del gobernador el permiso
para ponerle también precio a su cabeza (doscientos pesos). Aunque el golpe fue muy duro, Valen-
tín no se rindió ni en ésa ni en la otra batalla del siguiente viernes, en la que sucumbieron otros
dos de sus lugartenientes. Por el contrario, convencido de que tarde o temprano las poblaciones de
todo el país se sacudirían de encima el peso de semejante esclavitud, el domingo 19 de marzo
decidió ir de nueva cuenta a Celaya para visitar a la mujer con quien pronto se casaría, según sus
planes y proyectos, y así terminar con los rumores de que se la pasaba entre concubinas y hombres
de malos tratos. Sus padres lo bendijeron, el papá lo abrazó emocionado y con orgullo, la mamá
no pudo contener el llanto, como si presintiera un triste fin para aquella vida azarosa y caminera.
Pero él los tranquilizó, despidiéndose de ellos con palabras muy sentidas y de mucho respeto,
asegurándoles que nada malo le iba a suceder. Sin embargo, Virginia, apenas lo vio llegar al Eslabón
de Oro, donde ellas trabajaban sirviendo copas y comida a los parroquianos, hizo como que salía a
un mandado, sólo para correr a la comandancia a avisarle al Jefe Político y Comandante de Policía
y Capitán de Caballería del Estado de Guanajuato, Dionisio Catalán Gachuz. Cuando éste, en
compañía de su escolta y un piquete de dieciséis soldados acudió a al lugar, Sanjuana, siguiendo las
instrucciones del propio Jefe, ya le había dado a Valentín una copa curada con ajenjo. Primero, el
propio Catalán le disparó un balazo, pegándole en el tórax; Valentín todavía pudo sacar su pistola
y trató de defenderse pero los humores de la droga ya habían surtido efecto, impidiéndole evitar la
lluvia de balas que trató de hacerlo polvo, cuando en realidad lo volvió inmortal en coplas, leyen-
das y películas como La feria de las flores, con Pedro Infante, Antonio Badú y María Luisa Zea, donde
cuentan su historia. De tal modo, el fusilamiento fue fácil e inmediato, a través de la ventana, según
aquél corrido:
87
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
LA CALLE DE LA HUMILDAD
El asesinato ocurrió en la calle de la Humildad, del antiguo Barrio de San Juan de Dios,
hoy segunda de la calle de Juárez o Juárez Sur, muy cerca del templo de San Juan. Allí era la casa y
el “negocio” de la familia Márquez, en el cual María Virginia y Sanjuana servían para todo, hasta
para traicionar a un hombre que soñaba en el amor y en un futuro mejor para su tierra.
Pero aquellos balazos hicieron que toda la ciudadanía se movilizara hacia aquel barrio
pobre, incluida la madre del alzado, a ver cómo los militares, aplaudidos por algunos, se llevaban
el cadáver para exhibirlo y retratarlo, de acuerdo a la costumbre impuesta desde México, en la
Plaza de San Francisco, donde aún no había “Bola del Agua”, sólo flores y árboles que en las tardes
de abril derramaban perfumes y le daban sombra al peón o a la afligida esposa, que iban a pedirle
a la Virgen Inmaculada su amparo y su perdón. Las dos mujeres jamás fueron llamadas a recibir la
codiciada recompensa, ni las admiraron los personajes de la alta sociedad, ni obtuvieron el respeto
de las autoridades. Nada de lo que ellas suponían y esperaban sucedió. No fueron reconocidas por
nadie. Apenas lavaron aquella noble sangre derramada, el olvido se apoderó de sus personas. Y
nadie supo ni sabe qué fue de ellas. En cambio, manos anónimas señalaron con piedras blancas el
lugar donde a la quinta noche sepultaron aquel cuerpo relleno de cal viva. Allí fueron a llorar sus
padres, sus amigos, sus admiradores, mucha gente del pueblo. Se dijo misa, se guardó silencio para
que nadie se quedara sin pensar en que desde aquel momento todo el país ya sabía de los afanes
opositores a la dictadura, mucho antes de los pronunciamientos minero y cañero, respectivamente,
de Cananea (1906) y Río Blanco (1907), que empujaron al estallido de la Revolución.
Algunos años después, a finales de 1890, alguien mandó erigir el actual monumento al
que se le conoce como el Obelisco, pero sin ponerle lápida ni nombre alguno, cual si con esto se
quisiera honrar y desafiar, al mismo tiempo, la memoria del pueblo, que jamás olvida.
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Siglo xx... Luis del Castillo Negrete
El celayense Luis Felipe Carlos Alejandro del Castillo Negrete y Von Bhen, como se
llamaba completo aquel revolucionario de leyenda, había nacido en 1888, en la ciudad de México,
pero desde muy pequeño fue traído a radicar aquí, donde convivió y compartió el arte de la orato-
ria y la poesía con personalidades de la época, como José Nieto y Aguilar, Benjamín Arredondo,
Liborio Crespo, Cayetano Andrade, Baltasar Pineda y Jesús Zárate Damián. Fue hijo de Luis del
Castillo Negrete y del Castillo Negrete, y nieto del historiador de la Reforma don Emilio del Casti-
llo Negrete. Su madre era la alemana Carlota Von Bhen. Militar de academia con el apoyo de don
Porfirio Díaz, quien lo mandó a estudiar a West Point, Nueva York, ya que Felipa del Castillo
Negrete, tía de “Luisito”, estaba casada con Eduardo Darío Romero Rubio, hermano de Carmelita,
la esposa del Presidente de la República. La vida de Luis del Castillo Negrete y Von Bhen estuvo
llena de aventuras sorprendentes: fue cadete, guardia presidencial, combatiente en Zacatecas,
valeroso villista y candidato a diputado al Congreso Constituyente de Querétaro, en 1917, mismo
año en que fue asesinado por el coronel Agustín F. Azcarate, en la hacienda del cerro de La Gavia,
propiedad de su tía Felipa, la cuñada de Porfirio Díaz. Como intelectual destacó sobremanera,
obteniendo el primer lugar en el concurso de poesía organizado en toda la república en protesta
por la invasión norteamericana al Puerto de Veracruz en agosto de 1914. Aquí en Celaya, en el
kiosco del jardín principal, ganó el aplauso del público congregado a escuchar a los poetas que, por
turnos, iban diciendo su trabajo. Luis leyó Barras y estrella, y desde la primera estrofa se vio que
derrotaría a todos los demás:
BARRAS Y ESTRELLAS
Existe un viejo corrido en el cual un autor anónimo da razón de los valores cívicos y
humanos de aquel celayense que se hizo célebre por no aceptar la amistad del jefe militar que
Álvaro Obregón había impuesto en esta plaza. Don Luis mantenía sus ideales villistas en la ciudad
y en la hacienda donde cultivaba el campo mientras su mujer Enriqueta Molina, maestra normalis-
ta, daba clases a los niños y a las mujeres. Hasta allá subieron a matarlo. Y desde allá lo bajaron,
desnudo y destazado sobre el lomo de una burra, para exhibirlo en la placita de la Bola del Agua,
frente al cuartel militar del desalmado Azcárate, quien ya tenía prisionero allí al poeta José Nieto
y Aguilar, compadre de Luis, como para demostrar con esto su odio al renombrado e inteligente
guerrero del general Francisco Villa.
En los años ochenta, Ricardo Perete le hizo una entrevista al genial Cantinflas, en la
cual éste le confesaba que su nombre artístico nació en Celaya. La charla fue publicada en el diario
Excélsior, donde Perete era funcionario y cada semana le escribía un reportaje a un cantante o un
artista. Durante la conversación, don Mario Moreno recuerda con ternura y nostalgia la tarde en
que, habiendo arribado a la “bella ciudad de Celaya”, muy joven y lleno de hambre y frío, una
señora que vendía tamales en la esquina del templo de San Agustín le dio el nombre que, años
después, lo encumbraría hasta lo más elevado de la gloria. Quién se iba a imaginar que de esta
palabra hasta un nuevo verbo y un adjetivo calificativo nacerían para el diccionario del idioma:
Cantinflear, cantinflesco, para designar precisamente aquello que es confuso o incoherente en sí,
aplicado a ciertos discursos que no dicen nada, o personas de aspecto ridículo y habla bufa. “Aque-
lla tarde llegamos al Bajío. Era el año de 1927.Yo me había fugado de mi casa para irme en la carpa
“Ofelia”, que me invitó a actuar de lo que yo quisiera. El empresario nos había dicho: muchachos,
cuando lleguemos a Celaya, que es adonde vamos, me van a dar el nombre con el que van a querer
que se les reconozca en el negocio”. Palabras más, palabras menos. Don Mario debió haber sido
muy joven, 17 o 18 años. En la entrevista contó cómo, un poco antes del inicio de la función de
estreno, mientras se moría más de hambre que de nervios, se acercó adonde una señora vendía
tamales y gorditas, con la intención de pedirle que le regalara algo con qué mitigar aquella tortura
de su estómago. “Había perros junto a mí, tan flacos y urgidos como yo. Iba a dar inicio la función
y yo ni siquiera había pensado aún en el nombre con el que me anunciarían el elenco. Estábamos
junto a una iglesia, creo que San Agustín, entre la gente que ya iba hacia la carpa”. Igualmente,
debió de haber sentido mucha confianza en la mujer, quien, al verlo allí delante de ella, cabizbajo
y atento a sus ollas y comales, le regaló unas gorditas y un vaso de atole de cajeta, diciéndole: Anda,
ya vete de aquí, Cantinflas....Y Cantinflas se llamó desde entonces y para siempre, de acuerdo a la
entrevista de Perete, pues apenas consumió el apetitoso obsequio, le comunicó al rudo empresario
que su nombre era y sería Cantinflas. Quién lo diría, vino a Celaya huyendo de la desaprobación
de un riguroso padre y aquí encontró el vocablo que lo haría famoso. Sobre el origen del término
poco se sabe y mucho se especula: que si es un apócope de las voces “cantina” e “inflas”, en la canti-
na inflas “cantin…flas”. Cuando la realidad es otra, contada por él mismo, dándole su lugar a quien
en aquella lejana tarde de un otoño ya fresco, lo bautizó con una palabra que seguramente ella, la
mujer, usaba coloquialmente en su familia, uno de esos términos que el sabio pueblo inventa, crea
y distribuye con el sabor de su agudeza.
97
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
El 17 de junio de 1944 vino a México el ingeniero Lee Forest, a realizar estudios de suelo
y aire para el montaje de la primera planta de televisión en la república mexicana, la radio ya era
una regocijante realidad, sólo faltaban las imágenes, la aldea planetaria iba haciéndose más peque-
ña. La noticia anidaba en los corazones, provocando ensueños por ver un día en todas las ciudades
tan maravilloso invento. Mientras tanto, en Celaya, la entonces poderosa Negociación Nieto y
Compañía, S. A., continuaba vendiendo radios, para que nadie se quedara sin escuchar el desenla-
ce del drama conocido como “Programa romántico Westinghouse”, transmitido por la XENC. A
finales de 1953 ya se hablaba de que sería un hecho tal milagro, con la instalación de una antena
ubicada en la cima del Cerro de Culiacán, de casi tres mil metros de altura. Se comentaba en las
reuniones y en la plaza. El Bajío aún era muy oscuro. Pero ya se vivía con la esperanza de que
pronto la gente sintonizara y viera personajes en una caja luminosa, comprada aquí o allá. Final-
mente, el 4 de agosto de 1955, los lectores del periódico El Sol del Bajío se desayunaron con el
comentario de que ahora sí en Celaya habría televisión. Y fue don Pedro León Chau (hoy también
profesor de la Universidad de Guanajuato), talentoso periodista formado en las humanidades y el
arte de escribir bien en la Legión de Cristo, allá en España, adonde había ido con el ánimo de hacer-
se religioso y tal vez santo, quien así lo redactó en su famosa columna Microsol. La gente hablaba
de lo adelantados que iban ya los trabajados de la instalación de la antena y demás tecnologías
propias de tan grandiosa empresa. Inclusive se aseguraba que para la próxima Navidad los
celayenses ya contarían con el novedoso y ardiente ojo de cíclope que ya se asomaba a casi todo el
mundo. Pero en 1955 no sucedió tampoco nada. Fue hasta 1956 cuando regresaron los rumores de
que ahora sí, en dos meses, los hogares de la radiante Puerta de Oro del Bajío tendrían televisión
gracias a una potente antena que se instalaba no en el Cerro de Culiacán, sino en el Zamorano, del
estado de Querétaro. El 12 de mayo de aquel año, fue el propio magnate Emilio Azcárraga Vidau-
rreta quien hizo el anuncio de que la torre retransmisora del nuevo Canal 3 sería inaugurada el 16
de junio, para que el Bajío disfrutara del sistema de video a partir del 10 de julio. Habló de su socio
Rómulo O'Farril Jr., de las últimas pruebas y de cómo la torre, de 74 metros de altura, desde aquella
cima iba a estar enviando la señal a todo el centro de México a través de los canales 7 y 9 del Distri-
to Federal, durante 12 horas diarias, de 10.15 a 14.00 horas y de 16.00 a la una del día siguiente.
Explicó que el nuevo canal oficialmente llevaría las iniciales de XEWA TV 3, y que había tenido un
costo real de 5 millones de pesos, "con la participación exclusiva de técnicos mexicanos", de acuer-
do a las declaraciones que le hizo al Sol... La fecha se cumplió y el 12 de julio de aquel llovedor año,
desde un aparato de 10,000 wats, comenzaron a fluir sonidos e imágenes de prueba hacia toda la
región. Fueron tres días de expectante espera. Hasta que el día 15, en Celaya y el Bajío se pudo
disfrutar de la televisión durante cinco horas, dando pie para que las tiendas se vieran muy concu-
rridas a partir de las dos de la tarde, para ver a sus artistas favoritos o escuchar una bella canción,
sin imaginar siquiera que a los dueños de las mueblerías y demás negociaciones comerciales donde
hubiese un aparato receptor, se les iban a despertar las ambiciones de cobrar por ver, lo cual obligó
a las autoridades del Municipio a decirle a cada propietario que de ser así, entonces habría que
pagar un impuesto extra, con lo que se frenaron los avances que ya habían hecho, condenando a la
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Aquélla Carpa “Ofelia”, año de 1927
mayoría de los pobres a sólo imaginar lo que, desde las banquetas y las calles, se podía ver en los
novedosos aparatos. Era Oficial Mayo el profesor Raúl Macías Muñoz; alcalde, Jesús Gómez de la
Cortina, y ambos tuvieron que intervenir para frenar un poco los alardes de quienes en todo siem-
pre han de ver el logro personal.
Aquél había sido un año de pocas lluvias, al principio, porque en los primeros días de
agosto se dejó venir un temporal que no paró sino hasta que se llenaron las presas y ocurrieron las
inundaciones en Celaya y varias poblaciones ubicadas aguas abajo del embalse “Ignacio Allende”,
con una capacidad de 150 millones de metros cúbicos, ubicado en el Municipio de San Miguel de
Allende. Las lluvias se había ya tardado, mas, de repente, comenzó una temporada en la que ni de
día ni de noche cesaban las copiosas precipitaciones. Todo el Bajío era una inmensa esmeralda
bajo un paraguas de llovizna. Desde Irapuato hasta Querétaro, León y San Felipe, Acámbaro y
Celaya, el verano se deshacía en fuertes tormentas tejidas con hilos gruesos. Las montañas que nos
vigilan: Culiacán y la Gavia, no se quitaban el uno su sombrero ni la otra su rebozo, siempre nubla-
dos, con las quijadas en la sombra. En esos años, por el Oriente, Celaya terminaba prácticamente
en las vías del tren y por el Poniente, antes de la glorieta de la Pepsicola. Hacia el Sur, la colonia
Las Flores era nueva y la última de la mancha urbana. Y hacia el Norte, ni hablar, llegaba: hasta el
Tecnológico y acaso un poco más allá, donde ya se organizaba la colonia Valle Hermoso, a la que
el pueblo denominaba “Valle Lodoso”.
Ojeda; por la Paz llegaba hasta Coahuila, por Altamirano hasta Riva Palacio y por la Alameda
Norte el agua cubría todo el territorio hasta la avenida Irrigación. Ese día, a las 2.00 a m, la Secre-
taría de Recursos Hidráulicos, con maquinaria pesada, rompió la carretera Panamericana a la
altura de las vías, para dar salida al agua que inundaba las colonias Las Insurgentes y Jardines de
Celaya y evitar, de paso, que las aguas arrasaran con el Centro Histórico, sin imaginar el daño que
se causaría a las colonias del Poniente y el Sur de la ciudad, pues al desviar los desatados cauces
hacia los llanos de las hoy colonias Ejidal y Monte Blanco, estos recularon hacia Allende, barrio de
San Juan, colonia Residencial, Arboledas y parte del barrio de San Miguel. Debido a esto, el amane-
cer del sábado 18 fue el día más triste y desastroso para muchos ciudadanos de estos rumbos. Toda
la mañana y la tarde fue un ir y venir en lanchas y tractores arrastrando familias enteras hacia los
lugares más seguros. Las pérdidas fueron vastas, las lágrimas incontables, el asombro mayúsculo.
Vuelvo a ver a algunos ciudadanos, allí en Allende esquina con José Rosas Moreno, intentando
detener, con lo que pudiese, las furias del torrente. Allí está el entonces estudiante Eugenio Mance-
ra Rodríguez, hoy maestro y doctor en letras, poeta, ensayista, narrador y ejemplar catedrático de
la Universidad de Guanajuato. Desde entonces ya éramos amigos y solíamos pasar las tardes
leyéndonos poemas en una casa que yo rentaba entre los lodazales de la calle 10 de Mayo del
Barrio de San Miguel.
Un mes después, cuando las aguas descendieron, las personas encontraron en sus
patios y aun en las recámaras y cuartos de servicio, toda clase de víboras, arañas y alacranes de los
cerros. Pérdidas incalculables: camas, colchones, muebles, animales y recuerdos.
Soneto
Ese domingo amaneció más azul que ningún otro día del verano. La luz parecía fluir a
raudales de las entrañas de la tierra. Nadie se lo esperaba, los relojes iban a marcar el inicio de las
horas más negras de la historia reciente. La primera de dos explosiones ocurrió unos segundos
antes de las once, cuando en la Abarrotera Celaya, propiedad de los comerciantes Ignacio Ojeda y
Angélica Vargas –aledaña a la central de abastos- ocurrió el gigantesco estallido de millones de
cohetes y demás artefactos pirotécnicos ilícitamente allí almacenados. La segunda vino unos minu-
tos después, causando daños y muertes como nunca antes se había visto en la región, por esta
causa. Las ambulancias se dejaron escuchar, lúgubres y constantes, por toda la ciudad, en las homi-
lías y a la salida de los templos, la gente sólo hablaba de esto. Las especulaciones iban de boca en
boca y de dimensión en dimensión, sin que la hipérbole hiciera falta, pues pronto veríamos cómo
la realidad era más grande que lo que se pudiera suponer. De golpe, se supo que fueron 38 los
muertos, después que 55. Pero en 2007, la cifra se cerró en 78, más 5 mutilados de por vida y un
número no determinado de desaparecidos. Desde el principio, las causas se hicieron evidentes:
corrupción, descuido, tolerancia gubernamental, aparte de la irresponsabilidad y voracidad de
quienes guardaban toneladas de estos artefactos en los sótanos. Mas la memoria retoma el camino
del vuelo para volver a aquel día señalado: La gente no cabía en los hospitales, preguntando por un
familiar, algún amigo, un conocido. El ojo del recuerdo observa cómo súbitamente el aire se llenó
de un espeso aroma a pólvora, el mismo que respiraban las personas cuando se tropezaron con la
novedad de la tragedia. Toda la calle Antonio Plaza, desde la Avenida de los Constituyentes hasta
el boulevard Adolfo López Mateos, era un río de lamentos, un corredor por el que transitaban las
ambulancias y los grupos de voluntarios en busca de sobrevivientes o de muertos. El cráter del
trueno se veía a distancia, las ruinas de la periferia eran estremecedoras: cortinas de acero retorci-
das, fuertes muros de concreto derrumbados, cuerpos mutilados aquí y allá. Como en todas las
ciudades de México y aun del mundo, el área de las estaciones o paraderos de autobuses es zona
comercial, porque la gente acude allí a comprar o vender, comer o sencillamente pasear mirando
los comercios. Allí se encontraba la Abarrotera de Celaya, entre las calles de Felipe Ángeles y Anto-
nio Plaza, tienda dedicada a la venta de alimentos, pero que en su apariencia, no era sino una
enorme distribuidora de juegos pirotécnicos de procedencia incierta, los cuales mantenía escondi-
dos debajo de la tierra, en espera de mejores tiempos para su ilegal comercialización. Entonces,
era presidente municipal el señor Ricardo Suárez Inda, gobernador de Guanajuato, el abogado
jalisciense Ramón Martín Huerta, quien sustituía en el cargo a Vicente Fox Quesada, por andar éste
en campaña de proselitismo para alcanzar la Presidencia de la República. Sin embargo, aunque las
leyes son muy claras en el sentido de quién es responsable de los permisos para venta de materia-
les explosivos, ninguno de los funcionarios aludidos, a excepción del alcalde celayense, jamás fue
llamado a declarar. Prefirieron el silencio a hacerle frente a la responsabilidad; la comodidad de un
puesto público a tenderle la mano a quienes todo lo perdieron.
101
Las Raíces del Viento
Soneto
(5 de julio de 2007)
Sucedió la madrugada del jueves 5 de julio. Estaba lloviendo y el aire olía a hierba flore-
cida en campo nuevo, a hojas recientes y tierra removida. Pero de pronto todo empezó a arder, es
decir, el cielo y las nubes se tiñeron de un color encendido que no era el amarillo pero tampoco
completamente el rojo. A la distancia y cerca era lo mismo: un extraño zumbido se había apodera-
do del entorno, haciendo pensar a cualquiera, que seguramente un enorme aerolito estaba a punto
de estrellarse contra la superficie del planeta. La atmósfera, el sonido, hacían pensar que una espe-
cie de Armagedón había llegado. Varios así lo supusieron, ajenos a la página de aquella realidad,
recientemente escrita con las intenciones de golpear al gobierno del michoacano Felipe Calderón
Hinojosa, electo Presidente de los Estados Unidos Mexicanos en una polémica jornada que, al
final, casi el mismo número de dudas y certezas dejó flotando en los ambientes sociales y políticos
de México. A esas horas del alba, la gente buscaba en los noticieros algo que la sacara de la duda,
alguna pista de lo que veían y escuchaban, fuera de las imaginaciones de leyenda que caminaban
como todo un ejército de hormigas, hasta que se escuchó, lejana y densa, la segunda explosión,
confirmando la sospecha de que aquel zumbido no era otra cosa sino el gas escapándose de los
conductos de Petróleos Mexicanos. La llamarada fue imponente, tal vez como un volcán. Una
aterradora imagen se levantó de la llanura, visible a más de setenta kilómetros. Y otra vez el pánico,
la angustia de la aterrada población, tan hecha ya a las desagradables situaciones. A esas horas, dos
trabajadores del periodismo radiofónico: José Meza y Linneth Rubio, transmitían a todo el Bajío lo
que estaba sucediendo. Pero también el Internet ya daba cuenta de que no sólo había sido Celaya,
102
sino también las no muy distantes ciudades de Valle de Santiago y Salamanca, donde habían
ocurrido similares fugas de gas, sin imaginarse nadie que lo mismo ocurriría al día siguiente en el
estado de Querétaro y posteriormente en Veracruz e Hidalgo. La lluvia no cesaba, a ratos parecía
rodar más fría desde aquellos ojos de agua de la aurora, entumecidos de tal manera sobre los habi-
tantes y las cosas de la antigua aldea de Nattahí. Las personas se amontonaban sobre los grandes
puentes, de los que la ciudad en los últimos años ha sido dotada como ninguna otra del centro del
país. Todo el mundo quería ver el punto exacto donde esplendían las llamaradas, echando a rodar
hipótesis y otras fantasías sobre la verdad del estallido. El cuadro era del poeta Dante, único. Por
fortuna, en esta ocasión, la tragedia no dejó víctimas humanas. El mal se limitó a las instalaciones
subterráneas y el daño al entorno natural.
Soneto
En 1804, las autoridades eclesiásticas celayenses, a través del Real Patronato encabeza-
do por el virrey José de Iturrigaray -apegadas a la normatividad- le solicitaron al rey de España la
creación de la diócesis de Celaya, pero en aquellos momentos el gobierno de la Corona andaba
muy nervioso por los acontecimientos sociales ocurridos en Francia y, por si fuera poco, acababa
de declararle la guerra a la Gran Bretaña, por lo que tal petición quedó archivada en el olvido sin
haberse turnado jamás a Roma con el debido aval del Católico Monarca Don Carlos IV. Tuvieron
que transcurrir casi dos siglos para que Su Santidad el Papa Paulo VI, mediante la bula Scribae illi
Evangelico, dada en Ciudad del Vaticano el día 13 de octubre de 1973, erigiera la diócesis de Celaya
en 8,768 kilómetros cuadrados, quitados, una parte, a la arquidiócesis de Morelia y la otra a la
arquidiócesis (entonces solamente diócesis) de León. Le correspondió al Delegado Apostólico
Mario Pío Gaspari (aún no había Nuncio) ejecutar el mandamiento pontificio y darle posesión
canónica al primer obispo Victorino Álvarez Tena, el 18 de abril de 1974, quien había sido nombra-
do el 12 de febrero de 1974. Álvarez Tena, nacido en Puruándiro, Michoacán, el día 10 de marzo de
1920, administró esta diócesis hasta el 4 de noviembre de 1987, cuando, tras una larga agonía,
falleció en su casa, dejando la sede vacante hasta el 5 de mayo de 1988, cuando el día 5 de mayo de
1988, L'Osservatore Romano publicó el nombramiento que Juan Pablo II hizo en la persona del
sinaloense Jesús Humberto Velázquez Garay (Culiacán, 16 de mayo de 1940) para sustituir a Victo-
rino Álvarez Tena. Sin embargo, la mañana del 26 de julio de 2003, por la ciudad de Celaya corrió
la noticia de que el segundo obispo Jesús Humberto Velázquez Garay, sorpresivamente había
renunciado por motivos de salud. Hasta que el mismo Romano Pontífice Juan Pablo II designó a
Lázaro Pérez Jiménbez como tercer obispo para la diócesis de Celaya, de cuya sede tomó posesión
el 9 de septiembre de 2003. Desde el principio, Lázaro (Tizimín, Yuc. 9 de septiembre de 1943) se
convirtió en un crítico de las autoridades celayenses, a las que un día sí y otro también, les señalaba
sus errores, pidiéndoles más atención para los pobres, mayor seguridad, más trabajo en pro de los
marginados y la sociedad en general, sin despilfarros ni acciones más de partido que de amor al
prójimo. La historia de Celaya recordará, por ejemplo, su polémica postura ante la iniciativa de
alargar el nombre de la ciudad, es decir, como se usó durante algún tiempo para signar los docu-
mentos y las actas oficiales, no sólo de los templos, sino probablemente también algunos de Cabil-
do del siglo XVIII: Celaya de la Purísima Concepción. Cuando se esperaba que el señor Lázaro Pérez
Jiménez se pusiera del lado de la propuesta oficialista, sorpresivamente le pidió a los comités
respectivos que pararan aquel asunto, debido a que él percibía que la sociedad celayense se estaba
dividiendo. A pesar de que había sido el propio Nuncio Apostólico Giuseppe Bertello quien, el 8 de
diciembre de 2006, durante la homilía en el Templo de San Francisco, con motivo de las celebracio-
105
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
nes de la Inmaculada Concepción, fue quien lanzó la polémica idea de cambiarle el nombre a la
ciudad, él, don Lázaro, se mantuvo firme con la filosofía de respetar las decisiones y las ideologías
que forman el mosaico social donde nació Celaya. Cualquiera se da cuenta que para el líder religio-
so de un pueblo, aun cuando en su mayoría no sea católico, no es fácil asumir una actitud ni a favor
ni en contra de algo que, si bien parecía romántico y tal vez generoso, no iba a contribuir cabalmen-
te a la reconciliación de temas ya ampliamente debatidos y cancelados, acaso para siempre, en las
antiguas páginas de una historia que le costó odio, sangre y enfrentamieto a México, en la segunda
mitad del siglo XIX, cuando las Leyes de Reforma dieron pie para lo uno y lo otro, respecto a las
luchas por imponer una postura, una manera personal de ser Gobierno. El obispo Lázaro sencilla-
mente hizo lo que tenía que hacer: escuchar la voz de la prudencia, preguntarle una y mil veces al
silencio acerca de su postura frente a tan delicada situación. Entonces habló fuerte, como cuando
reclamaba seguridad a través del noticiero Así sucede, creando otra vez polémica, haciendo que
algunas personas, empeñadas en aquella causa como si fuera la única razón de la existencia, se
desalentaran, dejando lo del nombre de Celaya para mejores tiempos. Sin embargo, su actividad
no cesó allí, él continuó utilizando los medios a su alcance para dar opiniones de una y otra índole,
con lo cual atrajo la atención. Su elocución tan clara, didáctica y política en que abundaba desde su
condición de ciudadano y hombre, fue escuchada, seguida con el respeto y la atención que se
merece quien ha leído mucho. Era fama que en su biblioteca había la suma de cuatro o cinco mil
libros bien estudiados y leídos desde sus años de estudiante universitario en Roma. Simpático, de
baja estatura, regordete, con la mirada firme, a nadie le dejaba dudas de que su inteligencia se
hallaba respaldada por una cultura académica paseada desde Yucatán hasta Jalisco, Latinoamérica
y casi toda Europa. La ciudadanía ya hasta se había acostumbrado a esa “campechana” claridad del
yucateco, cuando de pronto, el domingo 17 de febrero del año 2008, a través de El sol del Bajío, anun-
ció que no hablaría más de cuestiones políticas, porque en dos años de dedicarse a hacerlo, la cosa
pública continuaba igual o peor; nada había cambiado, todos los días era la misma inseguridad, la
misma zozobra, el mismo caudal rasposo de la angustia a que la feligresía tenía que enfrentarse
cada día: robos (aun a las iglesias), crímenes, asaltos, pandillerismo, riñas entre tribus urbanas,
discriminación, “levantones”, secuestros, extorsiones telefónicas, más la supina intolerancia de
unos y otros contra quienes se mostraran diferentes. Pidió perdón a quienes en sus comentarios
escritos y radiofónicos pudo haber ofendido y dio las gracias por haberlo escuchado hablar así
durante tanto tiempo, tras reconocer que en no pocas ocasiones lo traicionó la lengua. Pero ¿a
quién no le juega una trastada este sobado músculo? Ningún ser humano nos escapamos de sus
bromas. Pero en cuanto a la Iglesia y la Política (más en esta última), muchos deberían de seguir el
loable ejemplo de don Lázaro, pues aún hay líderes, ex presidentes, ex diputados, ex alcaldes, ex
senadores, ex “Padres de la Patria”, a quienes en el ocaso de sus días les pasa lo que a los barriles
viejos: sólo les quedan los aros y el mal olor.
sí le respondieron en el mismo tono, pidiéndole no meterse más en los asuntos de la tierra, que
mejor se dedicara al pastoreo (sic) de su rebaño, que era donde lo necesitaban y no en los asuntos
de la autoridad municipal. Por levantar la voz, lo censuraron. Por defender a quienes todo lo sopor-
tan, lo acusaron de entrometido, arrogante, hipócrita, déspota. Todo esto fue la causa de que el 27
de abril de 2008, el Presbiterio de Celaya, en un desplegado a la Opinión Pública, avalara y defen-
diera la postura crítica del obispo por sus múltiples señalamientos contra la corrupción, la injusti-
cia, el desempleo, la inseguridad y todos los estragos del imperio de la soledad y la tristeza.
Soneto
En marzo de 1962, dos celayenses: don Antonio del Olivar y el periodista don Francisco
Jaramillo Borrego, viajaron a Sevilla, España, porque querían conocer, de cerca, cómo los españo-
les el Viernes Santo realizaban la Ceremonia del Silencio. Y fue al año siguiente que, junto con los
padres carmelitas lograron que por primera vez se viera también en Celaya una procesión de
personas vestidas ex profeso para velar y acompañar a la Virgen María en su dolor. Casi como en
Sevilla, Toledo y Valladolid, la procesión inicia en el crepúsculo, con la aparición de un enlutado
heraldo, el cual invita al recogimiento espiritual. Después, comienza el largo recorrido por las
calles, de una doble columna de devotos agrupados por cofradías, hasta que terminan a las puertas
de donde partieron, en silencio, por respeto al drama universal que allí se representa. A la fecha,
se ha convertido quizá en la tradición más concurrida y admirada de todas las tradiciones religio-
107
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
sas celayenses. Sin faltar, por supuesto, el ingrediente de los comerciantes, que, con el mismo
respeto, en las plazas y esquinas ofrecen algo de beber o de comer, estampas, velas, veladoras o
algún otro recuerdo. El tema no es nuevo ni único de Celaya, ya en San Luis Potosí y Taxco, Gro.se
llevaba a cabo desde los años cincuenta, mientras que en Europa data del siglo XII. Lo trascenden-
te del asunto es que cada comunidad lo realiza a su manera, mezclando algunos elementos sincréti-
cos para darle estilo y originalidad a la historia. En este sentido, la de Celaya es una Procesión del
Silencio, digamos, normal, o casi normal, a diferencia de la de Taxco, que es realmente cruenta.
En 1977, el segundo domingo del mes de agosto, tras una noche de tormenta y vientos
tristes, una noticia recorrió Celaya, sacudiéndola desde las raíces hasta la última flor de su llanura
inmensa: el nacimiento de una extraña grieta en los terrenos aledaños a la Escuela Secundaria
Nattahí, en Las Insurgentes. Muchas personas acudieron a mirar aquéllo, que, de verdad, impresio-
naba por la manera como la tierra se había partido en dirección de sur a norte, con una longitud
de casi dos kilómetros y una profundidad de seis a siete metros, en algunos tramos, por tres, cuatro
y hasta seis de ancho. Pero nadie imaginó que eso era sólo el principio de una serie de fracturas
que a partir de entonces se registrarían en toda la ciudad, principalmente en el oriente. En los años
siguientes, poco a poco se fueron reportando nuevas fracturas del terreno, afectando casas, calles,
edificios, colonias, no nada más Las Insurgentes. Definitivamente, Celaya en muchos aspectos dejó
de ser aquella luminosa planicie que hasta en los solares y jardines de sus casas producía hortali-
zas. La desmesurada explotación de sus acuíferos -a través de pozos -iniciada en 1955-, fue el deto-
nante principal de esta nueva era, la cual ha traído como consecuencia que, en la actualidad, los
niveles del agua subterránea se hallen a más de doscientos y hasta trescientos metros de hondo,
cuando en los años 20, 30 y 40, con sólo rascar el suelo con un palo de escoba brotaban manantia-
les. Naturalmente que aún no había la presa Ignacio Allende, inaugurada por el presidente de
México Gustavo Díaz Ordaz, en el año de 1968. De alguna manera, el río Laja servía para estar
alimentando los huecos que hay debajo, pero a partir de entonces dejó de llevar agua todo el año
y se le abrió el camino a la catástrofe. Dicen los especialistas que la Ciudad de Celaya se encuentra
en el borde suroccidental de una fosa tectónica alargada, en dirección de norte a sur, con una longi-
109
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
tud de 20 o más kilómetros, un ancho medio de 6 y una profundidad no menor de 242 metros. Y
que lo fallido se atribuye a la perforación de pozos, por lo que el agua ha descendido hasta las
rocas, sepultándose bajo los materiales granulados. El hecho es que cada año se abren nuevas
grietas, y que ya han sido dañados algunos monumentos arquitectónicos, como el exconvento
franciscano. Aparte de los visibles y casi incomprensibles desniveles que por todas partes tiene la
ciudad.
110
AL FULGOR DE LAS PALABRAS…
LUIS VELASCO Y MENDOZA
Esta historia comienza donde acaban los libros…En medio de cajas de agua, flores,
alfalfares, frescos patios y haciendas seculares, Luis Velasco y Mendoza se inscribió en la lista de
los nacidos aquí donde se halla la Puerta del Oro del Bajío… Su nombre suena a virrey. Casi es
homónimo –por lo homófono- de aquellos dos gobernantes, padre e hijo, que tuvo la Nueva
España en el siglo XVI. Pero no, este Luis Velasco y Mendoza (no de Velasco, como aquéllos espa-
ñoles), nació en Celaya, Gto., el 9 de diciembre de 1901, y falleció en la Ciudad de México el 21 de
septiembre de 1961. Se dice que se despidió de la tierra, en paz, reconfortado por la familia que
jamás lo abandonó: los hijos de sus hermanos, Beatriz, Aurora, Columba y José, por quienes prefi-
rió no tener los propios, con tal de darles a ellos lo que más necesitaban en los tristes años de su
infancia huérfana. Esta fue su nobleza: dejar para otros tiempos la opción de formar una familia,
de darle descendientes a su estirpe de humanista y amante de las buenas letras. Al nacer, Celaya
era un solar iluminado por la sonrisa del mezquite y aquellas primaveras vestidas de juncos amari-
llos y Semana Santa. Pero él apareció en diciembre, al día siguiente de las fiestas de la Inmaculada
Concepción, icono que llevaría por siempre grabado en sus recuerdos. Las casas refulgían de flores
rojas. La Nochebuena no se hallaba lejos. Eran los tiempos previos a las posadas y la Navidad,
cuando Luis Velasco y Mendoza abrió los ojos a su primera luz. Celaya era un encanto. Limpia
ciudad en la que nadie imaginaba una revolución ni unas batallas derramando la sangre de miles
de congéneres entre los mezquitales, las acequias y tantos prados donde jugaba el aire con los
pétalos. Iniciaba el siglo XX. La república mexicana tenía sólo diez millones de habitantes. Era un
desolado edén donde la lluvia aún reinaba airosa sobre los páramos y las montañas, donde la paz
porfiriana aún parecía irresistible, pese a que en varios estados ya se respiraba la inconformidad
con su martirio. En aquélla Celaya, pequeña e íntima, cálida y generosa, vino al mundo el más
grande historiador que ha habido en la ciudad. El más responsable y culto, congruente y lleno de
amor por esta Tierra Llana.
DIVINO TESORO
Tresguerras, que también se formó en una aula eclesiástica, le tocó en suerte estar allí “encerrado”
un buen tiempo. Si embargo, mientras él adquiría conocimientos, afuera proliferaban las represen-
taciones de zarzuelas; adentro, los retiros espirituales, las oraciones, pero sobre todo, los libros, las
traducciones del latín y el griego, muchas obras, clásicas por la misma razón de su hermosura. El
adolescente armaba su corazón y su espíritu con la filosofía de tantos autores importantes que han
hecho sublime y digna la esencia de la controvertida humanidad.
Debido a su reciente orfandad, él tenía que ganar el sustento para ayudar a su madre y
la familia. Pero a veces frecuentaba el teatro Abreu para ver alguna obra clásica. Tenía 20 años. Era
alegre, bien parecido y muy educado, distinguiéndose por el tono de sus conversaciones y la sereni-
dad con que mantenía una relación amistosa. De esta manera, en tales circunstancias poco a poco
iba madurando el futuro autor de los cuatro magníficos volúmenes de la Historia de la ciudad de
Celaya, indispensables para el conocimiento y la investigación de la cultura, orígenes e historia de
esta región del Bajío guanajuatense. Además, de una cultura tan basta y profesional, adquirida en
sus años de estudio, pero también en su biblioteca personal de más de seis mil volúmenes (hoy
resguardados en las instalaciones de la Fundación “Miguel Alemán Valdés”· de la Ciudad de
México) brotaron otras publicaciones, a saber:
La repoblación de Tampico
Estampas del estado de Veracruz
Un mexicano en Europa
Libros dedicados a las tres ciudades que, por distintas razones, más amó… Se cree que
dejó también por ahí un libro de versos Tú es Petrus…, según unos, dedicado a la visita que realizó
112
Al Furor de las Palabras
al Vaticano en la época de Pío XII; según otros, en honor y a la memoria de un amigo celayense,
con quien solía charlar y pasear mucho, en la década de los cuarenta, cuando escribió su Historia
de la ciudad de Celaya. De ser verdad este libro, seguramente se dan en él grandes noticias del espíri-
tu amoroso y amable, luminoso y sensible, culto e inquieto como el mismo temporal, que, como un
rumor de vidrios en el agua, habitaba en el: Todo esencia. Todo luz. Todo constancia para las cosas
que trascienden.
LITERATURA Y ORFANDAD
A los 21 años perdió a su padre, el guanajuatense (de Acámbaro) don José María Velas-
co, homónimo del gran paisajista mexicano de Temascalcingo, Edo. de México, tío del también
reconocido locutor, periodista y conductor de televisión, Raúl Velasco. Luis estudiaba para sacer-
dote, en Tlalpan, y tuvo que dejar la teología para dedicarse de lleno a trabajar, pues su familia lo
necesitaba demasiado, se habían quedado sin aquel brazo fuerte; sin aquélla columna, la casa fami-
liar se derrumbaba y él tuvo que sustituir a don “Chemita”, como cariñosamente en toda la colonia
llamaban a aquel hombre. Entonces ingresó a la compañía alemana Sínger, de máquinas de coser,
donde fue el mejor agente vendedor, y su hermano José a una institución bancaria, y posteriormen-
te también metieron allí a su cuñado Eduardo Iglesias (casado con Aurora), sólo que el banco los
mandó a estos dos últimos al Puerto de Veracruz, mientras Luis rodaba por las colonias y los
pueblos, ofreciendo las novedosas máquinas, aunque nunca abandonó su regusto por la buena
literatura y aquella pasión insólita por la pintura y el teatro clásico, que, como la luz al fuego, lo
envolvía; como el aroma al fruto, lo alentaba. Sonriente y serio; amable y nunca dispuesto a dejar
nada para después, se abrió camino a lo largo de toda la república. Era una especie de geógrafo
ambulante, de poeta, de místico, que, mientras colocaba algún pedido o arreglaba él mismo el
caracol, una bobina, la barra, el pedal, la banda, la cabeza de las máquinas, iba trazando los cami-
nos que posteriormente recordaría para escribir sus libros. Cuántas amistades debió haber hecho
entonces: en casas modestas y en mansiones, comiendo en los mercados y en las fondas, durmien-
do en humildes posadas o a veces no durmiendo por pasarse la noche en algún libro.
Cuando apenas contaba con diez años, sus padres: doña Columba Mendoza y don José
María Velasco, junto con sus otros cuatro hijos: Beatriz, José, Aurora y Columba, decidieron
mudarse a vivir a la Ciudad de México, cerca de la colonia Santa María la Ribera, la de la alameda
del hermoso kiosco morisco, la de los enamorados y los artistas soñadores, la que sirvió, también,
como marco para que un futuro presidente de México se casara con su hermana Beatriz, enloqueci-
do por aquellos incomparables ojos del color del cielo. Allá se fueron a radicar, con la ilusión de
darles a sus hijos un mejor futuro. Los muchachos crecían y doña Columba y don Chema pensaron
que era lo mejor: dejar Celaya, acaso para siempre. Luisito iba muy serio en el tren que pitaba y
echaba mucho humo en cada estación. Era como si de pronto lo hubiera agarrado la tristeza. Una
extraña tristeza o melancolía por lo que atrás, quién sabe qué tan lejos, se le fue quedando. Allí
113
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
pasó una parte de su niñez y allí consolidó también aquel secreto deseo de ingresar, un día, al semi-
nario conciliar, donde conoció al simpático y culto arzobispo de la Ciudad de México don Luis
María Martínez, quien lo impulsó a los conocimientos y la cultura universal que siempre lo acom-
pañó, y que lo mismo lo hacía traducir del griego que del latín. ¡Cuánto amaba los libros! Él los
buscaba y ellos lo buscaban a él, para que los tradujera y los leyera, los comentara y los amara, los
cuidara y acariciara en tardes de lluvia o en noches de reflexión y de desvelo. Por supuesto que no
le había sido fácil deshacerse de los recuerdos de Celaya, ¡qué va! Diez años entre las enredaderas
y los caños de agua nunca se le iban a borrar. Además, los amigos, ésos que no se olvidan, porque
son los primeros que el alma entiende. La primera escuela, aquéllas travesuras, la ciénaga de la
alameda, el riíto, las posadas, los dulces, el jardín. Luis Velasco y Mendoza, pese a que su hermana
Beatriz llegó a ser la esposa del licenciado Miguel Alemán Valdés, Presidente de México, con quien
se casó el 17 de enero de 1931 en la vieja iglesia de San Cosme, siempre se mantuvo al margen del
poder, trabajando, como toda la vida lo había hecho, al lado de su madre. Y aunque no se casó,
jamás se despegó de aquéllas amistades de su primera infancia, como Pedro Espinosa, en cuya casa
vivía los fines de semana y aun temporadas enteras, cuando se dedicó a escribir febrilmente la
Historia de la ciudad de Celaya, de amplísimo reconocimiento entre unos y otros.
EL ARRA DE ORO
Alegre, jovial, de un carácter dulce, pasaba por ser una persona de gran erudición y
calidad humana. Además del latín y el griego podía traducir y escribir el francés, sin que jamás
pecara de pedante, pues un alma sencilla y noble es más sencilla y noble en cuanto más conoce. Le
gustaba divertir a sus sobrinos, los hijos del presidente Miguel Alemán Valdés: Jorge, Miguel y
Beatriz., representándoles pequeñas obras en las que él la hacía de todo: lacayo, espadachín,
sacristán, cura, cómico de la legua, declamador y hasta de Luis XIV, rey de Francia. El “Tío Bis”, le
llamaban ellos a aquél dulce ser y honorabilísimo intelecto, que no tuvo hijos propios, pero sí amó
en demasía a los de sus hermanos, tanto como a sus propios padres. “Bis”, en la media lengua de
los niños. “Bis”, en la imaginación de aquellos inocentes que lo veían como una fortaleza y un
consuelo. Les contaba cuentos, les cantaba canciones, impulsándolos con buenos consejos a ser
ciudadanos honestos y valientes, frente a un mundo mexicano que había vivido ya una sangrienta
revolución, la cual él había pasado metido entre los libros y las oraciones del seminario conciliar.
Pero no sólo con los pequeños, Luis Velasco se comportaba como el más ejemplar de los seres de
razón, con sus hermanos hacía lo mismo, preocupándose por ellos, atendiéndolos, cuidándolos,
procurando que nada les faltara, casi con la misma devoción que lo hacía con su mamá. Tal fue el
caso de su hermana Beatriz, con quien vivió la siguiente anécdota: El día de la boda, mientras el
nervioso Miguel Alemán y las demás personas esperaban a la novia en la iglesia de San Cosme, un
agente de tránsito detuvo el auto en el que Luis conducía a su hermana para entregársela al radian-
te novio. Era el 17 de enero de 1931. Todo el mundo se preguntaba qué habría sucedido con Beatriz,
y aun el párroco dudaba de que aquella ceremonia fuese a llevarse a cabo.
ALAS ROTAS
Así era Luis Velasco y Mendoza: hombre de gran respeto y cariño por el suelo que lo
vio nacer y por toda la geografía e historia del territorio mexicano; agradecido con la vida y acepta-
do por todos los que lo conocieron y trataron. Nunca nadie acudió a él en busca de un consejo o
un apoyo sin obtener una palabra de consuelo. La bonhomía era su signo. La discreción su emble-
ma. Admirador de Napoleón, a quien buscaba y seguía con denuedo en sus lecturas y relecturas de
la inmortal obra de Víctor Hugo Los miserables, así como en la de Stendal, La cartuja de Parma, piezas
de arte histórico y literario mayor, donde los personajes y los rostros, las luces y las sombras, -a
todos los que por los caminos de la humanidad no van vacíos de lo bello- suelen causar asombro y
novedad. Devoto del emperador de los franceses, pero también de Hidalgo, Allende, doña Josefa,
Guerrero y el Siervo de la Nación José María Morelos. En este complicado mar de termas, que son
los sentimientos, trabó amistad con (el hoy) San Rafael Guizar y Valencia, obispo de Jalapa, y el
dicharachero, jocoso, inteligentísimo arzobispo primado de México don Luis María Martínez, de
quien se afirma que le regaló este epigrama, cuando Luis Velasco le confesó acerca de ciertas actitu-
des de la compañía para la que había trabajado y servido durante muchos años:
No te aflija su desdén
ni tales ingratitudes,
en la tierra cada quién
siembra o no siembra virtudes.
A las regiones del cielo,
hondas, lejanas, remotas,
nadie llevará una Sínger,
no hay que coser alas rotas.
Era tanta su honradez, que no se atrevía a pedirle nada a nadie, ni siquiera al Presiden-
te de México, con todo y que éste era el esposo de su hermana Beatriz, y que él personalmente con
frecuencia se ponía a sus órdenes para lo que se le ofreciera. Aparte de que ambos eran muy
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
buenos amigos desde antes de emparentar civilmente, cuando se conocieron en Veracruz, mientras
Luis recorría la república promoviendo las famosas máquinas de coser. Pero al parecer a Luis
nunca se le ofrecía nada, jamás se le ocurriría ninguna cosa de esta índole, hasta que llegó ese día…
-Oye, Miguel –le dijo aquélla tarde, en Los Pinos-, en reiteradas ocasiones me has preguntado que
por qué no te pido nada, que por qué no le agarro la palabra al Presidente de México cuando se
pone a mis órdenes en todo lo que se me ofrezca.
-Válgame –exclamó el personaje- Yo llevo aquí meses, tratando de entregarle esta carta. Hágame
usted ese favor… Usted que lo ve todos los días, es una petición que le hago para que nos ayude a
resolver un problema agrario allá en mi pueblo.
Y fue así como don Luis se convirtió en el cartero oficial de quienes querían hacerle
llegar al Presidente sus solicitudes pero no podían. Cada mañana, a la salida de Palacio, recogía en
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Al Furor de las Palabras
una bolsa todos los recados del pueblo y por la noche se los llevaba al Presidente, con el pretexto
de ver y hablar con su querida hermana. Inclusive los analizaban, leían y valoraban juntos,
haciéndolos llegar a las instancias respectivas, con la tajante disposición presidencial de que se
atendieran de inmediato. Cuando don Luis comprendió que esta misión había sido cumplida, dejó
de viajar en el vehículo oficial, porque se dispuso a contarle a su cuñado su segundo sueño.
EUROPA
No fue sino hasta el 18 de marzo de 1949, cuando pudo realizarlo: conocer Europa. Y ni
siquiera tuvo que contárselo al Presidente. Alemán, astutamente, se lo había adivinado durante una
cena en los Pinos, al analizar documentos y hacer memoria de los años de la juventud.
-¿Verdad que quieres ir a Europa, Luis? –le preguntó, aspirando hondamente el humo de su aromá-
tico cigarrillo-. ¿No es verdad que ése es tu segundo sueño?
-Bueno, no te lo quería decir, pero…
-¡Nada! ¡Nada! Irás allá, ya está todo dispuesto. Beatriz y yo así lo hemos decidido. Has hecho
tanto por los demás, que ahora tú mereces ir adonde has soñado.
-Pero es que…
-No se hable más. ¡Irán a Europa…! Te acompañará nuestra hija Beatriz y el empresario Pasquel.
Era la última semana de febrero de aquel año. Hacía frío y soplaba la ventisca proveniente del
Ajusco, pero tras la noticia, pareció que a todo el valle de México descendió la primavera.
-¿A Europa? –todavía dudó-. Las bibliotecas, los museos, París, Roma, Londres, Berlín, Bruselas…
¡Hombre!
-Sí, Luis, a Europa. Y a España, y al Vaticano, ya arreglamos una audiencia con Su Santidad.
-¿Yo?
-Sí, hombre, tú, ¡despierta! -le dio una palmadita. Beatriz reía, contemplándolo.
- Pensé que nunca iba a llegar este momento. Gracias.
-Pues ya llegó. Y a tu regreso veremos eso del Tecnológico de Celaya, yo también estoy muy intere-
sado en que le demos al Bajío un tecnológico regional, ya Beatriz me ha hablado de tus conversa-
ciones con los ingenieros que impulsan el proyecto.
EL HOMENAJE
A Luis Velasco y Mendoza, Celaya le debe no sólo la primera gran historiografía, sino
también obras como el Instituto Tecnológico y los dos estadios, pues fueron sus oficios ante la
117
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
hermana y el cuñado los que lograron concretar esta inversión en beneficio de la comunidad y toda
la región. Fue un hombre grande, porque pensó primero en los demás. No se aprovechaba del
poder, sino que ayudaba a que el poder sirviera a quienes no podían acercar al Presidente. Su
sincera humildad al escribir la monumental e indispensable Historia de la ciudad de Celaya, en 4
volúmenes, nos presenta a un hombre completamente despojado de protagonismos y actitudes
más propias de la soberbia que de la condición del ser humano. Poseía el talento no sólo para
redactar, aunque él continuamente lo negase, sino también para agradecer a quienes reconocía
como maestros o al menos informantes, plasmando claramente sus nombres y apellidos: Fulgencio
Vargas, Ignacio Herrera Tejeda, Gustavo A. Rodríguez, Odorico Peñaflor, Benjamín Medina, Pastor
Bañuelos Cano, Pedro Espinoza e Ignacio Velasco. Pero no sólo eso, advierte que su empeño y
amor por la ciudad donde un día vino al mundo, lo ha llevado a investigar, leer, acumular y ordenar
datos para “facilitar a los futuros cronistas la prosecución del registro de acontecimientos que deben compo-
nerla en el porvenir”. Es lo que anota en el prólogo de su obra, sin ánimo de sentirse superior, más
bien con el espíritu ardiente de quien procura darle un poco de felicidad al prójimo. ¡Tanto hizo
por su Tierra Llana!... A él se debe que los franciscanos hayan recuperado el convento, ocupado
desde la Revolución por las fuerzas militares. Y el monumento a la Fundación de Celaya, en el atrio
del templo del Zapote, así como la demolición de la fea escultura de Francisco Eduardo Tresgue-
rras, hecha en cemento en 1933 por Salvador Zúñiga, para ser sustituida por el monumento de
bronce, actual, a cuyo develamiento asistió don Luis el 5 de febrero de 1951, para recibir, de paso,
un merecido reconocimiento que se le entregó por todo lo que había hecho por esta ciudad. Su
nombre, así como el de José su hermano, y el de su gran amigo Pedro, quedaron inscritos para
siempre en la placa metálica colocada a espaldas de la gigantesca escultura.
SONETOS
1
¿No se te antoja el Viento que yo puse
a circular por tu natal Celaya?
No se te antoja, dime, la batalla
que ya ganó entre todo lo que luce?
2
En los hechos narrados por tu prosa
habla el tiempo en ayeres que son gemas,
las edades se funden con poemas
y los años florecen en la rosa
3
Los clásicos te hubieran inventado
para que les acomodaras la alborada,
y es que tuviste la mejor pisada
para andar por los reinos del pasado.
4
Hagan mares de verbos las edades
celayenses en todos los rincones,
119
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
5
¿Se te llenó de lobos la mañana?
Supongo lo difícil que habrá sido
escribir entre y el tiempo y el olvido
y al ritmo de la prosa castellana.
6
Qué extraño es el metal de los abismos
donde el hombre se forja el personaje
que va a representar en el paisaje
de humildad o profundos egoísmos.
120
Al Furor de las Palabras
121
DE CÓMO A JUAN RULFO, AUTOR DE LOS LIBROS
PEDRO PÁRAMO Y EL LLANO EN LLAMAS,
NO LO DEJARON ENTRAR A CELAYA
Corrían los tiempos en que, en todos los órdenes de la vida nacional, el presidente de
la república era, después de Dios, el más temido. Rafael Ramírez Heredia y yo habíamos convenci-
do a Juan Rulfo de que aceptara que un Premio Nacional de Novela llevara su nombre, y él, por la
sencilla amistad que nos unía, aceptó. Nació así el Premio Nacional “Juan Rulfo” para Primera
Novela, con sede en la Casa de la Cultura de Celaya, de la cual, en ese tiempo era director don José
Luis Torres Lemus, músico y maestro muy reconocido. Se lanzó la convocatoria, los jóvenes creado-
res no cabían de gusto, se buscó el jurado calificador, se organizó la ceremonia de la entrega, lo cual
ocurriría durante las Fiestas de Navidad y Nochebuena. Pero cuando ya estaba todo listo, Mauricio
Clark Ovadía, alcalde Celaya, llamó a mi casa, de parte del gobernador de Guanajuato, para pedir-
me que le dijera al hombre que el señor presidente de la república no vería muy bien que él viniera
a Guanajuato. El gobernador se llamaba Enrique Velasco Ibarra y el presidente era José López
Portillo. Y es que Juan Rulfo había hecho unas declaraciones acerca del ejército, las cuales enfure-
cieron sobremanera al mandatario, quien lanzó una ola de ataques en contra del inmortal autor de
Pedro Páramo. Quizá el exceso de veneración al Presidente por parte de los gobernantes o la falta
de libertad del expresión que había en el régimen, hacían que nadie se sintiera seguro en su puesto
con la visita de Juan Rulfo, por eso prohibieron que entrara al municipio de Celaya quien se había
expresado -según el gobierno federal- mal e irónicamente de los altos mandos del ejército, sujetos
a los caprichos y veleidades del Supremo… Eran esos tiempos. Tiempos en que el Jefe del Ejecutivo
encarnaba, en la práctica, todos los poderes fácticos de México y ciegamente se le obedecía.
Porque al Señor Presidente se le veía como al Padre de la Patria, es decir, nada más una rayita abajo
de la inmortalidad que porta este concepto: césar y demiurgo, dios y profeta, emperador e imperté-
rrito. Basta recordar el recorrido que cada primero de septiembre el hombre realizaba de la
Cámara de Diputados a Palacio, donde, tras su aburridísimo informe de gobierno, era venerado
entre músicas, cantos, risas, aplausos, flores, guirnaldas, bocadillos, vinos, felicitaciones y luces
que hacían más ostentosa aquella ceremonia llamada el “besamanos”. Por esto se suspendió el acto
literario en el que el yo participaba únicamente como mediador de buena voluntad ante los funcio-
narios de la cultura pública. Al último, nadie vino, ni Rulfo, ni el jurado calificador, ni el alcalde, ni
el director de Bella Artes. El poeta Víctor Sandoval era entonces director del INBA. De México
mandaron a Saúl Juárez a entregar el cheque del premio y ni siquiera la autora ganadora Livia
123
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
Sedeño (q.e.p.d) acudió a la ceremonia. La ausencia de los artistas e intelectuales fue una protesta
por el hecho; la de los demás, por lo que ya se sabe. Aún recuerdo que la noche anterior me llamó
Juan Rulfo para disculparse: “Tú no te tienes la culpa –murmuró por la bocina negra-, dile al alcalde y
al gobernador que de mejores lugares me han corrido”. Al año siguiente, el Premio “Juan Rulfo” para
Primera Novela cambió de sede: lo tomó la Casa de la Cultura de Hermosillo. Hoy está en la de
Tlaxcala y ya alguna vez fui miembro del jurado, cuando, junto con José Ángel Palou y Jorge
Fernández Granados, premiamos por unanimidad el libro Si volvieran sus majestades (ninguna
alusión) de Ignacio Padilla. Hoy todo este asunto forma parte del vendaval de los recuerdos.
124
FLORECIÓ EL VERGEL… SARITA MONTOYA
Guadalupe Montoya tenía 24 años de edad cuando comenzó el nuevo siglo. Había
nacido en 1876, en Cerano, municipio de Yuriria, y se casó, ya grande, con Cesarita Patiño, sencilla
mujer del pueblo de Huapango, a la que le llevaba con 21 y con quien sólo alcanzó a procrear dos
hijas: María Guadalupe y Sara Montoya Patiño... Sarita dice que vino al mundo el 15 de marzo de
1937, en la hacienda del San Antonio (Rincón de Tamayo), cuya historia se hunde hasta los inicios
del siglo XVII cuando el pueblo se llamaba San Bartolomé y era gobernado por un señor de horca
y cuchillo de nombre Antonio Tamayo, con cuyo apellido se le denominó posteriormente a todo
este pueblo donde la agricultora y poetisa también conoció el aire fresco del Peñón o el Peñero, el
rumor del arroyo del Varal, la trágica sonrisa del mezquite y aspiró por vez primera la fragancia de
las “huellitas de San Juan” y los “mayitos”· al escuchar, tal vez llorando, el dulce canto del titibirrí,
el gorrión, el llamahielo el huitlacoche, el tarengo y las demás aves habitantes de las barrancas y
los llanos. Don Guadalupe Montoya García murió a los 88 años de edad, en 1960, legando a sus
hijas el infinito amor a la tierra que, desde pobre, él siempre cultivó y amó como a la propia vida,
la cual le había concedido el privilegio de existir en medio de algunos de los acontecimientos más
destacados de nuestra historia, a saber: el Porfiriato, la Revolución, los Combates de Celaya, la
Guerra Cristera, el Agrarismo, las dos guerras mundiales. La niña hablaba demasiado, ¡uf! Por eso
doña Cesarita decidió enviarla a Celaya a los 7 años. Corría sonriente y bello el año de 1944 y Sarita
fue recibida en el colegio de las madres Guadalupanas, que entonces se hallaba en una casa de la
calle Juárez (hoy sucursal Banorte), casi esquina con Colón, y no se llamaba “Margarita”, como hoy
se nombra allí en su domicilio de la colonia Alameda. La suya fue una infancia de sueños felices y
trajecitos color de rosa, azules y amarillos, según las circunstancias, verdes y combinados con
tafetanes lilas al estilo muy peculiar de nuestra gente. Agricultora como nadie, pero también
creadora de sentidos poemas dedicados ya a la madre naturaleza, ya a la Virgen Santísima, a Cristo,
al Papa, a la amistad o a la celebración de algún jerarca, eclesiástico o político. Mujer que, desde
aquella luminosa infancia, nunca se calló. Ha hablado de todo y con todos, siempre en defensa de
algún prójimo, sea perro, gato, ave o ser humano. Con decir que hasta a un juez lo zarandeó de las
solapas en defensa de unos campesinos pobres de Canoas, a quienes habían echado presos acusa-
dos de un asesinato:
que lo agarran, acusándolo de haber sido el autor del homicidio. Y no sólo cargaron con él, se lleva-
ron también a Donaciano Lara Escamilla y los hermanos José y Guadalupe Paredes Mandujano, a
los que torturaron para que aceptaran el delito. Pero, gracias a la defensa que de ellos hizo el licen-
ciado Arturo Nieto Lámbarri, quien años más tarde fuera alcalde de Celaya (1974-1976), se descu-
brió que al difunto lo había ejecutado el amante de su mujer, en el mismo instante en que aquél lo
encontró, a ella y a él, haciendo de las suyas... Yo sabía que eran inocentes, por eso metí abogado
y alegué donde tenía que alegar. Cuando nos enteramos de que el juez Antonio Pérez Méndez los
sentenció a 23 años de prisión, mi mamá y yo nos le fuimos a parar allí en la cárcel de Celaya, y no
digo, nos escuchó porque nos escuchó, más a mí, que le dije hasta lo que ya no por haberlos senten-
ciado injustamente gracias a la golpiza de los malditos judiciales. Me acuerdo que me le eché
encima como una fiera, gritando -para que todos me oyeran-: ¡Ay, me viola, me viola!... Fue una
manera de llamar la atención, para que aquel hombre injusto entendiera que se había equivocado.
El martes 11 de junio de 1963, finalmente se conoció la noticia de que aquellos campesinos no
habían cometido ningún crimen y hasta yo salí en la foto, al lado de ellos y el licenciado Nieto
Lámbarri, dejando atrás las bartolinas de la cárcel de San Agustín. Mi mamá, ¡la pobre!, fallecida
en 1964, a los 68 años de edad -en esta misma casa de la calle Emeteria Valencia donde vivo desde
los cuarenta- se asustó mucho, porque creyó que lo de la violación había sido cierto”.
Genio y figura, coraje y entrega diaria, solidaridad y sencillez, además del candoroso
talento para hacer versos, como estos, cuando en la época del alcalde Jesús Ortiz (1942-1943) fue
inaugurado el puente de la Victoria, sobre el río Laja:
Todos la conocen por su bondad y por las flores de varia poesía con que a diario borda
los secretos jardines de su inspiración y de su magia. Nadie como ella para componer estrofas en
honor de Cristo Rey, el Papa, María, una flor, un tordo o alguna paloma mensajera. Luchadora
incansable, guerrera de los que menos pueden, defensora por igual de humanos y animales, clara,
directa y con una serenidad que le arranca preguntas a cualquiera. Cuando joven, manejó su
primera trilladora marca John Deere. Brillaban sobre las llanuras de Celaya los años cincuenta,
soleados, floridos, con sus cajas de agua y aquéllos alfalfares en los que se sentaba el día como un
príncipe investido con sus atuendos de oro. La vida era respeto y respiración de apoyo mutuo. En
la ciudad se percibían aromas de dalia y patios de ladrillo rojo, había unas fuentes con alegorías
originales en el jardín de la alameda: estatuas de bronce que alguien “se llevó” y en su lugar colocó
otras, es lo que afirma el viento. La muchacha tenía que atravesar toda la mancha urbana, de Norte
a Sur, procedente de San Cayetano, allá por la salida a San Miguel, montada como un hombre en
126
Floreció el Vergel... Sarita Montoya
aquella bestia de fierro, aspas, ruedas y un motor del tamaño de un buey grande. A veces, en
domingo; a veces a principio de semana. Pero los domingos era cuando casi todos se fijaban en
aquella rancherita blanca, con su sombrero y sus botas de labriego, porque los domingos era
cuando la sociedad celayense, dividida en “los de arriba y los de abajo”, paseaba en el jardín,
después de que en los templos se había dicho ya la última misa. Los de arriba eran los ricos, con
derecho a caminar alrededor del jardín bajo la lluvia blanquecina con que las urracas protestaban
por las discriminaciones de este mundo; los de abajo, los pobres, que sólo podían estar allí a los
lados, pero abajo de las baquetas de mosaicos grises sobre los que resonaban los finos zapatos de
la gente bien, casi todos jóvenes novieros, amén de presumidos.
SURCOS Y LIBROS
“Y mientras la muerte llega, ¿qué hago aquí, de floja? ¿Qué voy a hacer o qué va a ser
de mí? -ha comentado por ahí, en la crónica de todos sus prodigios, en la realización de todas sus
mañanas, en la ruta continua hacia el Infinito Bien, del cual ella es sacerdotisa y celadora, jardinera
y luz de la voluntad de Dios-. ¿Qué diablos voy a hacer? Pues trabajar y tejer esta camisa de amor
con que me han de vestir los años cuando me bajen a la tumba. De sol a sol y de luna a luna. De
claridad a claridad, como esas estrellitas que viven en el cielo. Desde el rosario hasta la misa de las
siete, en la Merced, a cuya orden han pertenecido ya diez frailes hijos de la familia, muchachos de
Canoas o de por allí, de donde por parte de mi mamá nosotros procedemos. A lo mejor en algún
pedacito de esas criptas algún día van a meter lo que ha de quedar de este cuerpo mío, madrugador
y alebrestado, cuando lo reduzcan a cenizas. Así me lo propuse y así lo estoy cumpliendo: trabajar
y ver por los demás como una gallina ve por sus pollitos, como una nube de agua anda por las
veredas de la tierra. Así yo, todos los días reparto pan entre los pobres: pan de dulce y pan de sal,
a imitación del Maestro que en la montaña alimentó a más de cinco mil. Atiendo ancianos y niños
huérfanos, mientras me muero, digo, para no aburrirme ni cansarme de darle gracias a Dios por
haber nacido y ser como él quiso que fuera: piscis, es decir alegre, sincera, cantadora, franca,
parrandera, inquieta, incansable y siempre fiel a la verdad del Evangelio”.
Recuerda, con vehemencia, el tiempo de aguas, cuando llovía en abril y en mayo los
aguaceros retumbaban como cazuelas rotas, como comales al quebrarse pisados por un burro.
Parecían trenes descarrilándose en el cielo, ante los ataques de un poderoso ejército de nubes.
Recuerda y casi llora al volver a ver aquéllos surcos donde crecían las rosas, junto a las más de cien
hectáreas de maíz sorgo, trigo, cebada o maíz blanco, del que en la literatura maya fue hecho el
hombre, y las otras de pastizales, monte, colinas y laderas a las que por las noches la luna descen-
día con su jardín de nardos para que no estuvieran tristes los fantasmas. Recuerda a su mamá,
advirtiéndole que ya no platicara con las flores, ni se perdiera por los arroyos hablando con el
agua. Y es que, de verdad, la niña Sara sentía en su ser el campo. Imitaba el chasquido de las rocas
golpeadas por el vendaval y la llovizna, el arrullo de las torcazas y hasta el oscuro aleteo de las
lechuzas que regresaban a la hacienda entre cinco y seis de la mañana. Sus ojos eran grises o acaso
como esas olas a la hora en que el mar sueña con una tarde verde.
127
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
“Mientras viva hay mucho qué hacer por los demás: sea perro fiel o niño pobre; ancia-
no desvalido o ser enfermo. Mi obligación es tenderle la mano a quien el Señor me ponga enfrente.
Por eso, allí voy con mis canastos de bolillos, lo mismo hacia las colonias populares que a las comu-
nidades de Celaya: sea San Juan de la Vega o La Moncada, Canoas o San Miguel Octopan, Rincón
de Tamayo o Roque. Se siente un cosquilleo en el alma, el bien es como una mariposa de colores
que revolotea cuando alguien lo lleva muy adentro. Somos la jaula de los ángeles, el terreno donde
el Señor cosecha lo que sembraron nuestras obras. Somos canción y abrazo de la aurora, fuerza del
tiempo y espíritu que se levanta a la hora en que se prenden las lamparitas del rocío. ¡Sea declarado
el día del sembrador! ¡El día de los que se levantan a la aurora!... Alguien escribió… Ya no recuerdo si fue
el padre Alberto Suárez Inda, hoy señor arzobispo de Morelia, quien me dio unas hojitas donde leí
estas frases”.
La nostalgia por los otros tiempos, menos contaminados, sin botellas de plástico, sin la
presa Ignacio Allende que mató al río y hundió a todo Celaya en espantosas grietas, le llegan a los
ojos en indescriptibles imágenes de paz y de armonía, que ni siquiera le hacen correr el maquillaje.
Abre el estilo y brota algún poema, como el que le hizo al 15 de agosto, día en el que los celayenses
acudían al puente del Río Laja, el antiguo Izquinapan, Río de San Miguel, a ver pasar el agua, y
comer, y reír, y divertirse hasta caer la tarde.
Claro, aquí se refiere al año 1971, cuando la señora Milagros Fernández, esposa del
alcalde don Ernesto Balderas Lomelín (1970-1972), todavía acostumbraba organizar idas al río,
pese a que la presa de San Miguel de Allende, inaugurada por el presidente Gustavo Díaz Ordaz
en 1968, ya retenía las broncas aguas venidas de San Felipe Torres Mochas y, por su causa, pronto
las fallas y los valles muertos cubrirían la tierra.
Guadalupe Montoya fue uno de esos hombres que se dicen fuertes, no por la arrogan-
cia o su poder, sino por la humildad de su persona al cultivar la tierra y desgranar el agradecimien-
to a quien todo lo da: nubes, granos, caminos, una mujer, los hijos. Sus padres fueron don Petronilo
y doña Antonia, un matrimonio pobre, oriundo de Cerano, allá por Puquichapio, entre las Puertas
de Andaracua, Cuerúnero y el municipio de Puruándiro, éste último ya de Michoacán. De allá eran
los Montoya y los García, del pobrerío de aquella Ciénaga: Cerano, nombre que huele a peón y a
sangre del Imperio, a pólvora villista, a luz y a manos de quien se levanta con la aurora. Un día
llegó el patrón don Petronilo, procedente de donde radicaba: la hacienda de Tamayo, del municipio
de Celaya, a ver sus tierras y saber de los rendimientos habidos aquel año. Andaba por allí un
128
Floreció el Vergel... Sarita Montoya
adolescente tímido, cosechando y cargando costales hacia una troje vieja, cuando lo descubrió
aquel “amo”.
-Oye, Enedino, ¿quién es ese muchacho flaco que así le mete el lomo a la cosecha? –le preguntó a
su mayordomo.
-Se llama Guadalupe, amo. Guadalupe Montoya. Está tiernito pero es muy bueno para sembrar y
para cosechar. Trabaja sus diez horas...
-Me lo voy a llevar de aquí para la hacienda de Tamayo, échamelo a las enancas de Relámpago, voy
a hablar con sus padres. Mañana, cuando termine el recorrido, volveremos a San Antonio del
Rincón.
Petronilo Montoya, el pobre, homónimo del otro Petronilo, tenía un jacal junto a una
cerca y un pirul. Allí vivía con sus hermanos y su mujer Antonia. Vieron venir al amo y de inmedia-
to doña Antonia se puso a especular:
-¡Ave María Purísima! -le dijo a su marido-, ¿qué habrá hecho Guadalupe que ya lo vienen a entre-
gar? ¡Dios mío!
Era 1888. Guadalupe andaba por los 16 años: delgadito, esbelto, muy pobre, callado,
analfabeto pero ya maduro, tal vez por la tristeza que significaba, entonces, asumir responsabilida-
des muy pesadas y tareas para enriquecer aún más a los terratenientes como Petronilo el poderoso
y el padre de éste, don Tomás Martínez, Soledad Orozco, Jesús Villaseñor y don Francisco Mala-
gón, hijo de don Joaquín, dueño y señor de Santa Mónica y Cuerúnero.
Guadalupe era un chiquillo, pero con un corazón que le subía hasta el cielo. Nunca se
había montado en una “chispa”, como la del señor amo, de nombre Catarina (la chispa, no el
sujeto), jalada por dos caballos petacones y conducida magistralmente por los caminos de su
mundo por Bonifacio Retes, hombre de todas sus confianzas. De esta manera, aquélla raíz de los
Montoya se hundió para siempre en la bendita tierra de Celaya. Lupe se convirtió en uno de los
trabajadores de aquel rico. Entraba y salía a la casa. Pese a su juventud, podía con los encargos más
difíciles y al poco tiempo logró traerse a sus papás y a los hermanos de su papá a vivir y trabajar
con él: Ramón, José María, Isaac, Aurelia, Luisa y Adelaida. Chepa la cocinera los quería mucho, en
129
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
lo que se acomodaban les daba su taquito, pero todos habían llegado a trabajar, a entrarle duro al
surco, fincar jacales, mejorcitos que los que habían dejado allá en la Ciénaga.
Al comenzar el siglo XX, los potreros de Rincón de Tamayo eran espléndidos, como
espléndida la gente que en ellos trabajaba. Espléndida en regalar su esfuerzo para que a los amos
no les faltara nada ni los tocara nadie. Vino la Revolución, México en llamas lanzó su grito de
batalla. Petronilo Martínez iba perdiendo sus haciendas, primero las del municipio de Yuriria,
unas de Salvatierra y Tarimoro; ya había vendido Caracheo a don Pancho Malagón. Después de los
Combates de Celaya del 15 de abril de 1915, la cosa se calmó, pero él, como todo hombre desconfia-
do, se puso a rematar sus bienes. En los 20 ya sólo le quedaba Cacalote y Cañones, más la de San
Antonio del Rincón. Guadalupe Montoya, a los cincuenta años, le seguía siendo leal a aquel buen
hombre que, como a los demás trabajadores, le tenía un ahorro con lo que cada semana, cada mes,
cada año, él les iba guardando para un día…
EL REPARTO AGRARIO
Fue el propio Petronilo quien, tanto a Guadalupe como a los demás trabajadores, les
dio el consejo de que compraran una parte de las más de dos mil hectáreas de la hacienda, porque
un militar de la ciudad de México, compadre suyo, le había confesado cuáles eran las verdaderas
intenciones del Gobierno Federal, respecto a las haciendas. Se venía el agrarismo, por eso lo
convenció de que mejor vendiera antes de que llegaran a quitárselas. “Compadre –le advirtió-:
deshágase de todo, fracciónelo, véndalo, los cascos de los caballos de esas Leyes ya se oyen por
ahí”. Para eso los reunió, a todos, a las afueras de la finca y les narró lo que ya todos esperaban.
-Mira, Guadalupe –se dirigió al otrora adolescente flaco y con el arco iris del hambre tejido en la
mirada-. Yo sé que tú respetas y amas a tus padres y que en tu vida todavía cuenta mucho su
opinión, ve y coméntales que te voy a dar doscientas treinta hectáreas, más la finca San Antonio,
por los doscientos pesos oro que te tengo guardados por ahí.
A los demás también les ofreció sus tierras a cambio de lo que les había ahorrado, pero
unos aceptaron y otros no. La mayoría quiso su dinero, contante y sonante, entre ellos los herma-
nos y los sobrinos de Antonia y Petronilo el pobre… Sarita recuerda las palabras de su abuelo (ya
muy viejito), cuando Guadalupe fue a preguntarle su opinión: “¿Qué le parece, apá?”…
“¡Cómpralas, tarugo! –le respondió-. Cuando venga la caballada del gobierno, lo único que dejarán
aquí será la tierra. Ésta sí vale. Lo demás arderá o será arrebatado de manos de los ricos; hazle
valer al amo tus derechos sobre los doscientos pesos oro que ya tienes ahorrados. Han sido
muchos años de estar dejando una parte de tu sueldo. ¡Agárrale la palabra a ese cabrón!”…
Era un modo de hablar, porque don Petronilo, el amo, no era como otros potentados.
Él, desde que conoció a Guadalupe y a los demás Montoya, siempre se comportó de una manera
generosa. Comía con todos, a la casa entraban los trabajadores sin demasiadas ceremonias. Inicia-
130
Floreció el Vergel... Sarita Montoya
ba la década de los treinta. Por todas partes se proclamaba la Revolución del Socialismo. Cárdenas
se dirigía a todos los desheredados del país con la bondad de un padre, un líder, un libertador. Fue
gracias a este impulso que Guadalupe Montoya pasó de sus jacales a ocupar las diez habitaciones
de la hacienda y hasta pensó en casarse, una vez que don Petronilo Martínez se mudó a su otra
casa, en el jardín, donde, solo y con el padecimiento de la gota y los cuidados de la sirvienta Chepa,
dejó este mundo un poco antes de que Guadalupe y Cesarita se dieran el sí definitivo. Cesarita
Patiño, como otras mujeres de Huapango, tuvo que venirse a refugiar a una casa de Tamayo. Sus
padres, Adalberto y Francisquita, prefirieron abandonar sus tierras a exponer a la familia a las
tropelías de todos los partidarios del ejido. Los domingos iban a la misa de las cinco de la mañana
a la parroquia de San Bartolomé, y fue en una de esas ocasiones cuando Guadalupe la descubrió
como a una de esas calabacitas que lloran con la uña…, seria, bonita, como una luna llena de rocío,
con algo que le bañó de luz el alma… Al irse de la hacienda el viejo amo, toda la servidumbre
permaneció en sus puestos. Fue allí donde don Guadalupe pensó en sentar cabeza, aunque para tal
menester ya fuese un poco tarde, pues acababa de cumplir 64 años. No obstante, Cesarita lo aceptó
y hubo romance, del cual nació como una flor purísima la niña de los versos, heredera de un
ingenio que seguramente llegó a Tamayo en la persona del abuelo: aquel ser de huaraches, calzón
blanco y patío, sombrero de vuelta y vuelta, pero sencillo y portador de buenos ríos de historias,
los cuales a la postre desembocaron en la genética de aquel candor abierto en primavera un mes de
marzo. Qué destino el del abuelo y la abuela de Sarita y Guadalupe: don Petronilo y doña Antonia,
que, en su tiempo escucharon hablar de los franceses durante la Intervención, y de Maximiliano, y
de Carlota, y de toda la vida de Benito Juárez. En su época, la ciudad de Celaya era romántica; las
mayorías empobrecidas como en casi todo México. Se dependía de las haciendas y algunas fábri-
cas textileras, de alcoholes, de cigarros y dulces. Se habían mudado de Salamanca a esta ciudad
doña Emeteria Valencia y su marido Eusebio: personas prominentes, sin saber don Petronilo y
doña Antonia, que su nieta Sara alguna vez iba a ser habitante de la casa en la que por primera vez
ellos moraron, antes de mudarse a la otra finca, la del portal, que sería durante muchos años su
mansión.
Petronilo Montoya con Antonia García fueron los padres de tal hijo, de tal batallador
de rocas y animales a lo largo y ancho de las dos mil hectáreas. Ya desde entonces se sabía de quién
y durante cuántos años había sido la hacienda. Por qué se llamaba San Antonio y por qué Rincón
de Tamayo en lugar de San Bartolomé, como antes, patrono suyo al que cada 24 de agosto le hacen
fiesta. Don Guadalupe heredó de sus padres la fatalidad de haber nacido peón entre los peones,
humilde entre los más humildes, empleado de la fatiga y su silencio, sólo que en 1932 fue partícipe
del modo como el amo quería vender la hacienda, y esto hizo la diferencia en su destino. Don
Guadalupe, que, aparte del ahorro forzoso, tenía además quince onzas de oro, pudo reorganizarse
e invertir en lo que más le prometía jugosos dividendos, dándoles trabajo aun a aquéllos que
habían decidido recoger en metálico el fruto alegre de su angustiante esfuerzo. Tal fue el caso de
su propio tío José, quien con el dinero recibido compró algunas acciones de la compañía petrolera
131
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
El Águila, con sede en Tampico, Tamaulipas, las cuales hasta la fecha continúan sin haberse hecho
efectivas, pues nunca las cobraron y ahora su poseedora es Sarita. Es ella quien explica cómo fue
que llegaron a sus manos y de qué manera el tío de su papá las adquirió:
“Por esos tiempos Lázaro Cárdenas mandó personas a recorrer los pueblos, ofreciendo
inversiones en las compañías petroleras para acabalar de liquidar a los antiguos dueños. Vinieron
a Celaya, la gente se enteró que unos ingenieros se hallaban hospedados en el hotel Gómez y
algunos acudieron a informarse acerca de cómo meter allí sus centenarios. Fue así como mi tío José
compró sus cien acciones, metió las cien monedas de oro que hoy conservo convertidas en papel.
Quién sabe si aún sean valederas. Alguna vez Cuauhtémoc Cárdenas, andando en su campaña por
el PRD, me dijo que sí, que abriera un juicio. Lo iba a hacer, pero se me atravesó en el camino aqué-
lla otra apuración de la que todos se enteraron: mis diferencias con el padre Parra, quien despojó
de todos sus haberes a mi prima Luisa, para llenar de lujos a la mujer con la que procreó cinco
hijos… En cambio, mi papá le entró a un mejor negocio y pudo hacerse del casco de la hacienda,
más doscientas treinta y tres hectáreas. Él, aconsejado por su padre, le hizo caso al amo y gracias
a él pudo hasta casarse y tener todavía hijos: primero a mí, después a Guadalupe, ya en la hacienda,
en la que a los seis años yo me sentaba junto a una fuente y una camelina, donde la maestra Bernar-
dita me enseñaba a leer y escribir, un poco antes de que escucháramos decir a mi mamá, secándose
las manos húmedas en un mandil blanco, un día, a la hora de comer:
-Tenemos que mandar a esta niña a una escuela de alcurnia, fuera de aquí, a una que sí
sea colegio…, a Celaya, donde aprenda que la vida no es sólo andar de vaga, paseando a su gata
Cuca en esa carreolita de madera, ni subirse a los mezquites a buscar nidos ni andar por el arroyo
del Varal cabestreando palabras, con peligro de que hasta le caiga una centella a la marota”.
Fue el amo quien convenció a Guadalupe de que se hiciera de una parte de aquel
mundo dorado, donde las espigas y las tardes olían a cuervos y crepúsculo. Pero también a
antiguas lluvias y no pocas cosechas. Le sembró en la alegría aquel comentario, para que no fuera
otro el que viniera a poseer la casa y esas tierras…
Le había recitado, a su manera, aquel militar, del que nadie jamás supo explicar quién
era, ni cómo se llamaba, ni por qué visitaba a Petronilo… Algunos murmuraban que era hijo natural
de don Tomás Martínez, que se había involucrado en el ejército villista, y que, durante los Comba-
tes de Celaya, tras la derrota del Centauro, se fue a esconder a la hacienda de San Antonio del
Rincón. Que él y el hacendado se decían compadres porque en la plaza de Celaya había Gobierno
Federal. Que era mejor así… Otros aseguraban que era alguien de la familia Caballero, la cual, antes
132
Floreció el Vergel... Sarita Montoya
de los Martínez, le había comprado la propiedad a don Joaquín Velásquez de León, cuyo último
antepasado la había heredado directamente de un descendiente del español Tamayo, el cual habrá
llegado a la región con una mano atrás y otra adelante, como tantos señores que después se dijeron
marqueses y hasta príncipes, y que, cuando mucho, sabían trazar su nombre con un pedazo de
carbón sobre una piedra blanca.
Fueron fundados en el mismo mes, en el mismo año: mayo de 1721. Sus antiguos nom-
bres eran: El Guaje, Amoles, Comontuoso y San Bartolomé del Rincón). Pero de los cuatro, sólo
uno no llegó a ser municipio libre.
Los demás sí alcanzaron esta autonomía. La orden de fundación había sido dada por el
virrey Don Baltasar Zúñiga Sotomayor y Mendoza, cuando en España reinaba Felipe V, quien
gobernó hasta 1724. Pero esta historia parte de más atrás, desde que don Francisco Fernández de
la Cueva, entre los años de 1653 y 1660, era virrey de México y, aparte de haberle concedido a
Celaya el título de Muy Noble y Leal Ciudad con derecho a escudo y blasón, quiso, además, fundar
estos pueblos para darles autonomía, tanto económica como religiosa, sólo que los encomenderos
y estancieros de la región, en contubernio con el alcalde mayor de Celaya, no lo permitieron, por
no convenir a sus intereses de ricos explotadores de la gente humilde. En esos tiempos, gran parte
de estos territorios le pertenecían a don Diego de la Cruz Saravia, descendiente del renegado
cacique otomí don Juan de la Cruz Saravia, a quien la Corona le había premiado sus favores,
prestados al gobierno virreinal, con latas encomiendas y permisos para el uso de ropa, dioses y
nombre cristianos. Dicho don Diego era dueño de la hacienda de La Labor, en Apaseo, y poseía un
molino para trigo en el Guaje (hoy Villagrán), donde a su vez había fundado la hacienda de San
Andrés Zamorano. Por supuesto que todos los terratenientes se oponían a la fundación de estos
pueblos y pugnaban porque el virrey no se enterara de las peticiones que le hacían los naturales,
mismas que afectaban sus proyectos expansionistas, pues, de llevarse a cabo las fundaciones, se
perderían las inmensas rentas anuales que ellos obtenían allí de una manera cómoda y sencilla.
Toda la segunda mitad del siglo XVII había sido el ruego común de los indios y los religiosos, sin
que nadie les hiciera caso, debido al secuestro de la documentación respectiva por parte del alcalde
mayor y sus cómplices en el negocio del engaño y el desprecio a quienes aspiraban a una vida más
digna y libre de gabelas y demás cargas. Para 1711, los naturales, aconsejados y apoyados por los
religiosos de San Francisco, seguían insistiendo en su petición al virrey, ahora don Fernando de
Alencastre Moroña y Silva, Duque de Linares y Marqués de Valdefuentes, quien se hizo cargo del
gobierno de la Nueva España de 1711 a 1716. A los sacerdotes de la Villa de Celaya les convenían
las fundaciones porque al levantarse iglesias en esos parajes, la influencia evangelizadora sería
más efectiva y ellos ya no tendrían que caminar largas jornadas. Pero pasó el tiempo del Marqués
de Valdefuentes sin que hubiera eco alguno a tan injustas y reiteradas solicitudes, hasta que vino
don Baltasar Zúñiga Sotomayor y Mendoza, Marqués de Valero, Duque de Arión, en 1716, y antes
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
de 1722, fecha en que terminó su mandato, fue enterado del pedimento que hacían los naturales de
“las llanuras regadas” “Atlayahualco” o “Bajío”, y dio la orden de fundación en el año de 1718. Sin
embargo, los amos y señores de la tierra aún se opusieron, con la fácil excusa de que los parajes en
cuestión estaban “rancheados”, es decir, rentados; pero el virrey no aceptó sus argumentos y citó
a dueños y abusivos renteros a comparecer ante la autoridad dentro de un plazo establecido de 15
días, para que se les comunicara su determinación, con la sentencia de que quienes no la obedecie-
ran se buscarían un grave mal. Así, en la sede de la alcaldía mayor de la ya para entonces Muy
Noble y Leal Ciudad de Celaya de la Purísima Concepción, comparecieron el capitán don Manuel
de la Cruz Saravia y Vergara, dueño del Aguaje o Guaje (Villagrán), doña Margarita Cano, dueña de
la Hacienda de Comontuoso (hoy Juventino Rosas), don Agustín de Ocio y Ocampo, dueño del
Ajolote o Los Amoles (hoy Cortazar) y don Antonio de Tamayo, dueño de la hacienda de San Barto-
lomé del Rincón. Por supuesto que no les gustaron los motivos de la junta, pero con la amenaza
venida de la capital del Reino tuvieron que aceptarla, y fue así que el virrey se curó para siempre
de sus dolores de cabeza y le pidió al obispo de Michoacán que mandara a sus vicarios de Celaya
a colocar la primera piedra para que levantaran sus capillas y atendieran espiritualmente a los
naturales en cada uno de los cuatro sitios. Mas el ladino alcalde celayense hizo un último esfuerzo
por mantener bajo su control aquellas tierras y no permitió que nadie entrara a la región: ni curas
ni agrimensores. Don Baltasar Zúñiga, al ser enterado del desacato, mandó al alcalde de León y al
teniente general destacado también en aquella villa, aparte del veedor de Su Majestad y del
reverendo padre fray José María Ausquerque, también establecido en León, para que “en nombre
de Dios o del diablo”, ¡de una vez y para siempre jamás ejecutaran esta orden!
Para esto ya corría el año 1721. Pero no importaba, los nuevos pueblos ad ovo habían
de ser fundados, y los naturales ya no tendrían que recorrer largas distancias en pos del auxilio
físico o espiritual, por caminos fangosos, cuando la enfermedad o su condición natural de miseria
los empujaba a ir en busca de comida o de justicia humana. Y así, con todas las de la Ley, el lunes
3 de mayo se realizó la fundación de Comontuoso con la advocación de la Santa Cruz, y al siguiente
día, 4 de mayo, se realizó el trazo del Aguaje con la advocación de la Purísima. El día 5 del mismo
mes le correspondió a Amoles con su advocación de San José, seguramente después de una misa
en que se elevó al Santísimo, como era la costumbre. Y, finalmente, el 16 se trazó San Bartolomé del
Rincón, el más grande de los cuatro, pero el único que nunca pudo independizarse ni de la alcaldía
mayor ni de las alcaldías ordinarias de antes y de ahora. Permaneció y ha permanecido como una
delegación en el destino manifiesto de los que menos tienen. Lo que es la burocracia, habían trans-
currido 60 años en que hubo 14 virreyes, once terremotos de regular intensidad, cincuenta y dos
años de muchas lluvias, dos prolongadas erupciones del Popocatépetl, epidemias y algunos inten-
tos de alzamientos nacionales encabezados por la sufrida gente de las castas, como el negro Yanga,
en Veracruz, continuada, años después, por Jacinto de los Santos Canek, en Yucatán. Pero, final-
mente, los nobles intereses de las mayorías prevalecieron sobre la mezquindad de los terratenien-
tes y hubo fundación. Aunque en cuanto al San Bartolomé del Rincón, el Rincón de Tamayo tan
querido por la memoria de nuestra poetisa, el dueño de la “casa grande”, aconsejado por adláteres
y prevaricadores a destajo, nunca estuvo de acuerdo en otras relaciones que no fuesen las indispen-
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Floreció el Vergel... Sarita Montoya
sables entre los religiosos y las autoridades, pagándoles muy bien por esa complicidad que es el
silencio.
“Fue mi descubridor, un gran hombre: culto, educado, muy cortés y hasta un poco
pizpirieto… Muy joven daba clases en la preparatoria y en la secundaria, que estaban en la escuela
que hoy se llama Morelos, pero también iba al guadalupano a darnos enseñanzas de gramática.
¡Qué maestro! Tan respetuoso, tan alegre. Un día me dijo: a ver niña, usted la de la sonrisa de rosa,
pase a declamar… Ese fue mi despegue literario; de ahí en adelante sólo he volado por los cielos
azules de la inspiración, haciendo versos, a los pajarillos y a las demás cosas de Dios; a la madre
Teresa de Calcuta y a Juan Pablo II... Corrían los años….cincuenta, sí, o acaso en el final de los
cuarenta, porque si mal no recuerdo todavía no se accidentaba Pedro Infante y a mi papá le gustaba
que le cantara esta canción que le traía recuerdos:
O aquélla otra que tanto amaba, solo o acompañado, triste o alegre, sentado o de visita
por los campos, en tiempo de lluvias o en las secas:
El novillo despuntado
del rancho del garambullo
pero ay, ay, ay,
a más de cuatro vaqueros
les ha bajado el orgullo,
pero ay, ay, ay,
qué risa me da…
Mi papá, don Guadalupe, a su muerte me dejó las dos haciendas: la de San Antonio y la
de San Cayetano, cuyo casco tiene la forma de un castillo, más todas las acciones petroleras de su
hermano, que, hasta la fecha, de nada me han servido… Mas estábamos con el maestro Guiza Fuen-
tes, ¡uf!, cuánto lo recuerdo: delgadito, no muy alto, con su bigotito negro, siempre amable aunque
enérgico en sus clases, de zapatos finos, trajeado. Yo aprendí mucho de él; él me enseñó lo que es
y lo mucho que vale la gramática, la rima y las metáforas… Entonces yo era una muchacha jovenci-
ta, de pueblo, en la que él se fijó por las cualidades que Dios puso en mi alma. Decía que yo era
como una luna o blanca flor bañada de rocío... Poco a poco fue abriéndome este mundo en el que
he escrito mis versos. Él mismo me hizo una semblanza, un como elogio, que le agradezco mucho.
Ya desde entonces algunas personalidades como él veían en mí la gracia del artista, haya nacido en
135
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
“Cuando niña, cuidaba ovejas en la heredad de su abuelo, pero su padre, viendo su sencillez, la
tomó de la mano y la llevó a la escuela de su pueblo, donde aprendió el alfabeto. Cuando la conocí vestía aún
uniforme y calceta blanca, estudiaba en un colegio de monjas, en la calle Juárez. Su poesía llegó a mí, la
busqué y al platicar con ella encontré en un alma demasiado joven una gran sensibilidad, una manera muy
clara y firme de dar al exterior la grandeza de su espíritu y de la vida campirana, donde pasó la primera
etapa de su vida… Su infancia entonces llena de la frescura de los campos, de la libertad de las flores y del
canto de los pájaros. Auguro a su futuro un gran éxito en las letras, para llevar por el mundo el mensaje de su
poesía hecha flor, canto y arrullo”.
En verdad, hasta parece que lo vuelvo a ver, observándome a la hora en que le declama-
ba mis estrofas, escuchándolo decirme: tú vas a volar muy alto, paloma del trigal, alondra de los
campos, espiga de oro de la llanura inmensa, mariposa color de rosa de los cielos, blanca azucena
bañada de rocío, algún día, tal vez pronto, muchos sabremos que en Celaya floreció el vergel”.
SUCEDIÓ EN TAMAYO
Guadalupe Montoya se hizo rico, compró ranchos, casas, maquinaria. Todo por su
inmenso amor al trabajo. No obstante, jamás se sentó a sombrear mientras sus peones laboraban.
Con la imaginación que Dios le dio y el don de saberla relatar, Sarita conserva en su memoria la
siguiente anécdota: Un día, y sólo por darle una lección a un trabajador que era medio flojo, le dijo
a aquél:
-Oye, Jimeno, veo que te pasas la vida debajo del sabino, mirándote en un espejo. ¿Qué no te
duelen tus tres hijos? Te voy a pagar diez pesos para que esta misma noche vayas al cerro Pelón y
allí, junto al Peñero, le grites a mi suerte.
-Sí, hombre –continuó don Guadalupe-. Te vas antes de la media noche. Le gritas y le dices que digo
yo que hasta cuándo va a dejar de darme dinero, que ya he juntado más de seiscientas onzas de
oro…
-Pero patrón… –se quejó Jimeno-. Subir hasta allá no es fácil, y por diez pesos…
-Bueno, pues si te animas, ya no te voy a dar diez, ahora van a ser cinco.
-¿Cinco?... Entonces mande a otro –murmuró el hombre, regresando a su sueño debajo del sabino.
Sin embargo, dos días después Jimeno regresó a la hacienda para comentarle a don Guadalupe que
estaba de acuerdo en subir al monte y hacer lo que le había pedido.
-De acuerdo, irás esta noche, sólo que en lugar de cinco pesos te voy a pagar nada más dos.
-Sí, dos pesos. Y ya no alegues, porque puedo bajarme a uno solo, o hasta cincuenta centavos.
De esta manera, Jimeno Juárez subió el pequeño monte, hacia las rocas llamadas El
Peñero y allí esperó la media noche. A la última campanada del reloj se puso a gritar: “Suerte de mi
patrón Guadalupe Montoya, suerte de mi patrón Guadalupe Montoya”. Y no bien había terminado
estas frases, cuando vio venir por el aire una hermosísima carroza tirada por caballos blancos, de
la cual descendió una extraña mujer, llena de joyas e iluminada como si de su interior brotaran
torrentes de diamantes. “¿Perdone, señora –le habló Jimeno- ¿Es usted la suerte de mi patrón?”…
“Sí –le respondió ella-: soy la suerte de tu patrón”… “Bueno, pues me manda a que le pregunte que
hasta cuándo va a dejar de darle onzas de oro… Que ya no tiene dónde echar tanto dinero”…. “Dile
que hasta que deje de trabajar”, murmuró la dama, desvaneciéndose en la oscuridad con todo y
caballos blancos. “¡Caramba! –pensó el sorprendido hombre-, ahora mismo llamaré a mi suerte,
para reclamarle por qué no me ha hecho rico a mí”... Y se puso a gritar: ¡Suerte mía! ¡Suerte mía!
¡Suerte mía!... E inmediatamente, de entre unos matorrales espinosos, vio salir a una vieja chanclu-
da, mugrosa, despeinada, que iba arrastrando sus cadenas. Tampoco tenía dientes y le faltaba un
ojo. “¿Tú eres mi suerte?”, se asustó Jimeno… “Sí. Soy tu suerte”, respondió ella, moviéndose como
una sombra. “¿Y por qué no me das dinero como lo hace la de mi patrón?”, le reclamó al instante.
“¡Ay Jimeno! ¿Cómo quieres que te lo dé si tú no haces nada por mí? Mira cómo me tienes”, le
respondió. “¿Yo?”, se admiró. “Sí, tú”... “No entiendo”..."Sí entiendes, no te hagas. ¿Por cuánto ibas
a venir...?”… “Por diez pesos”. “¿Te das cuenta?.. ¿Y por cuánto viniste?”. “Nada más por dos”...
“¡Pues entonces lo que te voy a dar es una chinga con estas cadenas, por güevón!". Y lo agarró a
cadenazos, dejándolo tan mal, que a la mañana siguiente tuvieron que bajarlo en una parihuela de
pochote, a quéjese y quéjese por el mal trato que la había dado su fantasma.
UNA ENTREVISTA
De todas las entrevistas que le han venido a hacer hasta su casa de Celaya, la misma
casa donde vivieran por unos meses o años doña Emeteria Valencia y don Eusebio, hay una que
recuerda en especial, allá por los setenta. Una que la resume tal cual es, sin “pelos en la lengua”, ni
hipocresías, ni falsedades. Fueron dos reporteros y un fotógrafo: del diario Excélsior y la revista
Siempre.
Así la imaginaban y así la hallaron: igual que una obra viviente del barroco, hecha por
artesanos y habitada por el espíritu fragante de las flores. Ella les abrió las puertas para recibirlos
con una amabilidad de cincuenta años y un perfume de lima casado con el heliotropo y con la ruda.
Les impresionó su tamaño de colcha matrimonial humedecida por aguas de Colonia, pero también
su juventud resanada con tinturas de almizcle y extracto de romero o de jazmín. Ahí estaban el
espliego, el nabo y el rosal. La valeriana, el chisme y las begonias. Les dio el golpe de la pomada
del benjuí y también el de los vapores de la mirra. Los estrechó contra la esencia pura de los lirios
y contra la frescura azul de la genciana. Inmediatamente supieron a qué olían sus patios, sus
muebles y hasta la luz que se confundía con los racimos de las adelfas y los plúmbagos. Conocie-
138
Floreció el Vergel... Sarita Montoya
ron ¡por fin! sus columnas y sus bóvedas, por las que el polvo descendía en una suave llovizna de
polen nacarado a través de aquel corredor oloroso al regaliz y a la cantárida, por el que ellos iban
con el corazón hecho un pollo mojado en el rocío de los gladiolos. Allí estaban las sandalias de
Cristo, las magnolias y las petunias. Las perlas de Salomón, el tul y las doncellas de Abisinia. La
corona de María, la cuna de Moisés y el velo de la reina Ana. Ella les decía versos, que también
destilaban un vaho que no era otro que el de la cera derretida. Y ellos detrás, oyendo andar el
tiempo en el reloj musical de la escalera…Una paloma que sonríe y hace reverencias, observa con
atención la jaula de su vecino el tordo, que tampoco deja de mirarla, mientras ellos atraviesan el
porche invadido de fotos de presidentes y de pavos reales abstraídos. Después una recámara
tapizada con óleos memorables y tres más con repisas de la época del emperador Maximiliano,
antes de llegar a los aposentos reales de quien va con ellos, dándoles explicaciones y perfumando
la casa con sus encantos rosal.
-La paloma se llama Sonrisas -les dice-. Yo misma la enseñé a ser educada, pegándole golpecitos en
la cabeza con un pedazo de periódico. La conocen grandes personalidades, como el embajador del
Papa, al que se le arrodilló una vez que vino a consagrar la nueva iglesia de Huapango. Mi primo
José María, que es el cura más bueno que conozco, se cansó de rogar en la arquidiócesis de Morelia
para que hicieran algo con motivo de la inauguración. "¡A tu arzobispo le faltan pantalones!...
¡Veremos si, como te comentó, es cierto que se sienta en el cerro más picudo de la Sierra de los
Agustinos si logramos hacer que el nuncio apostólico venga a este rancho!", le dije la última vez que
lo vi llegar de aquella ciudad, triste y como descolado. Entonces moví palancas. Oré y motoconfor-
mamos cuarenta kilómetros de terracería para que pasara el vehículo que especialmente mandé
acondicionar a la ciudad de Cuernavaca. Hubieran visto qué misa oímos y qué órgano estrenamos.
Cuántas banderas blancas y qué de porras al paso de la comitiva episcopal, pero principalmente
qué ofrendas a la hora de la consagración. Yo misma presenté, vestida de sulamita, una gallina de
oro con los huevos de azúcar y dos borreguitos de Canosa. Esa fue la oportunidad que tuvo Sonrisas
para carcajearse de lo lindo ante monseñor, y él también se rió de las gracias del animalito…
Abriendo y cerrando puertas relata cómo conoció al alto dignatario. Afirma que fue en
Celaya, durante una concelebración. Cuenta que el hombre de Dios anduvo preguntando que
quién había sido la joven que se culimpinó a besarle las puntas de los zapatos a la hora de la comu-
nión, y que todavía en el banquete seguía buscándola, no siendo sino hasta los postres cuando dio
con ella.
-Yo también iba como reportera -murmura rodeada de diplomas, en los que se dice que ha sido
presidenta de muchos clubes y círculos sociales; peñas literarias y asociaciones filantrópicas-. Un
periódico local me hizo el favor de proporcionarme la credencial. A veces se ofrece, ustedes saben.
Por eso entiendo bien su trabajo. ¡Sé por las que tienen qué pasar para las entrevistas!... -exclama.
Percheros, paisajes con castillos, espejos biselados, imágenes de bronce, esculturas de plata, mace-
tas y muchas fotografías con gente del gobierno y de la fama, cuelgan en todos los muros color de
rosa de su casa. Es un mundo lleno de sí mismo, desparramándose en continentes de talco, barniz,
rímel y espumas olorosas.
-¿El momento más feliz de mi vida? -suspira tras la pregunta de uno de los hombres-. Fue cuando
hice mi primera comunión. Ese día estrené un vestido blanco con holanes y alforzas en forma de
clavel. ¿Mi color favorito? -titubea- Bueno…, es el color de rosa. También el azul. Pero más el blanco
porque representa la pureza. Para la inspiración prefiero el crepúsculo, por ser la hora de dar
gracias... ¿Que qué haría si supiera que dentro de media hora me voy a morir?... ¡Sencillo! Irme al
curato y pedir que me dijeran mi última misa, pero que estuviera llena de cantos, como ese que
dice: "Toda hermosa eres, María", y después abrazarme al Evangelio, para así morir.
Puse una rosa en tu camino, El canto de los trigales, Bouquet de nardos, Yo soy esa alondra, El
cuento del gorrión, son sólo algunos de los títulos que componen la Suma Poética de los libros de este
personaje.
La tarde cayó a los corredores antes de que los periodistas encontraran la palabra final.
La última. La decisiva. Hicieron un esfuerzo enorme por descubrirla en aquel laberinto de persona-
jes hagiográficos. Infructuosamente trataron de adivinarla en las enredaderas y en las lámparas. La
buscaron en las repisas y en los tréboles; en los taburetes de berilo y en las peinetas de marfil,
traídas, ellos pensaron que del África, aunque en realidad eran españolas, de alguna tienda de
Ávila. En los tapices de unicornios rendidos ante el seno desnudo de una doncella medieval. En las
mascadas carmesíes que en su juventud usara la anfitriona. En los vinos que les supieron a Francia,
en los caramelos que, al saborearlos, dejaban en la boca un lejano sabor de mieles orientales y en
tantos libros de novenas, triduos, trisagios y alabanzas, hojeados por la fuerza de los vientos. La
buscaron, sin percibirla, en las cuatro fuentes de fruta picada que durante la entrevista consumie-
ron. En los cortinajes de seda y en los pájaros que observaban al tordo, imaginándolo, posiblemen-
te herido por el amor de la paloma. Los tres se revolvieron, buscándola, en un mundo de estatuas
de perfil y sonrientes imágenes puestas en marcos de oro, colgadas de las paredes o simplemente
descansando sobre alguna mesa de laca, pero no la hallaron ni en los cubiertos con los escudos
vaticanos, ni en las servilletas con frases de la Biblia, en las que se exhortaba a no dejarse llevar por
el pecado de la gula. No la encontraron ni en las pinturas ni en los platos de buena porcelana.
Tampoco en el compás del clavicémbalo que una niña tocó debajo de una acacia. Ni en los floreros
de rosas amarillas que había en el comedor. Ni entre los muebles desvencijados, hechos montón en
una bodega tenebrosa. No la encontraron en el reflejo oscuro de la evocación ni frente a un grupo
de bellos mártires con busto y caderas tornasoles de mujer; ni en los licores de canela que antes de
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Floreció el Vergel... Sarita Montoya
la comida les sirvieron, acaso para matar un poco el tufo a esperma de las mil veladoras de la sala
contigua, que era el oratorio particular de la escritora. La buscaron entre los gatos y las Vírgenes.
En los tallos del rododendro y la magnolia. En un rumor de helechos desgobernados por el poder
del aire. Lucharon por hallarla en los efluvios. Y en una pared de láudano, invisible y altísima,
frente a la que ella se sentía feliz como una giganta inmune al matrimonio. En los naranjales y atrás
de cada trasto. Se les perdió en el alma de los albaricoqueros derramados. Se la comieron los
baúles... Se la bebió la intimidad. La amordazó el silencio. Les fue prohibida esa palabra en cada
arco donde los liquidámbares eran fúlgidos. En los ojos humildes de los huérfanos. En cada perro
San Bernardo ladrándole a las lunas de todos los roperos. En el iris salpicado de rayitas azules de
José, su colaborador y amigo, administrador y mayordomo. Pero por ninguna parte la encontraron.
En ningún cuadro de ella con el gobernador. De ella con el alcalde. De ella con el obispo. De ella
con el príncipe. De ella con el rey. De ella con la primera ministra. De ella con los locutores. De
ella con los cantantes de ranchero. De ella con los líderes. De ella con los políticos. De ella con los
académicos. Les fue vedada. Se ahogó en el pozo o se la robaron los fantasmas que viven con los
murciélagos donde los siglos y los sillones se acumulan, mientras ella, Sarita, antes de acostarse
recorre esos imperios en perfecto estado de sus facultades estrambóticas.
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LA TARDE DE LA MUJER ENDEMONIADA
La tarde del 17 de mayo de 1978 fue diferente a todas las demás tardes habidas en aquel
tiempo de una ciudad que no pasaba de los ciento veinte mil habitantes. Era alcalde Manuel
Orozco Irigoyen. Celaya, la apacible Puerta de Oro del Bajío, dulce y cálida, serena y hacendosa
por el buen vivir que siempre ha proporcionado a quienes aquí radican en paz o a quienes por aquí
solamente pasan, vivió un suceso que, por lo increíble, causó pánico, angustia y aglomeración de
vecinos y aun habitantes de las demás comunidades. Las escuelas habían iniciado el turno vesperti-
no unas horas antes. Cuando por la radio dijeron la noticia, todo el mundo se alarmó: A las seis
llegaría a la iglesia del Carmen una mujer encadenada, alguien a quien, en una comunidad del
municipio de Salvatierra, se le había metido el diablo, y, por fin, los policías y los frailes carmelitas
lograron someterla: los unos, a macanazos y empujones; los otros, únicamente con el hisopo y la
oración. El hecho es que esa tarde llegó a la ciudad, primero, el desorden causado por aquella voz
de alarma; después, la camioneta, con la supuesta muchacha poseída, sometida entre dos agentes
de la ley y tres piadosos frailes, que, con las capuchas sobre sus cabezas y el hilos de los rosarios
en los dedos, no dejaban de rezar. Quien lo recuerda, describe la valla humana que se formó a lo
largo de toda la calle Ignacio Allende hasta el centro histórico, como cuando desfilan las escuelas,
el 16 de septiembre y el 20 de noviembre. Personas de todas las edades: niños con el susto brincán-
doles a la mitad del corazón, curiosos que ya volvían de trabajar y se quedaron a ver en qué paraba
todo aquel barullo. Los estudiantes y los profesores también se habían revuelto con la turba, que,
desde el Cine las Américas, esperaba el paso del vehículo en que traerían a la posesa.
-Y que la traen encadenada de los pies, porque en los talones le salieron garras… -murmuraban
otros.
El hecho es que muy pocos la vieron entrar y, hasta donde se sabe, nadie la vio salir. Sin
embargo, en el periódico El sol del Bajío del día 20 de mayo, se publicó la nota y una fotografía de la
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
“endiablada”, la cual no era sino una pobre mujer joven, con aspecto de quien padece esquizofre-
nia, con los cabellos desordenados y araños, y golpes contusos en la piel. Así la describieron quie-
nes, con mayor suerte, lograron estar cerca del zaguán del atrio por donde la metieron a una
mazmorra del convento, dejando que la imaginación especulara.
La mañana del 18 aún permanecía la gente a la espera de verla salir hacia “Roma”,
enjaulada, maniatada, adormecida por las anestesias que seguramente le habrían aplicado todos
aquellos médicos que entraban y salían maletín en mano, custodiados por las fuerzas públicas.
La expectación continuaría hasta las tres de la tarde del día siguiente, cuando la gente
se convenció de que la mujer endemoniada ya no se hallaba en el convento, porque, extrañamente
-se sabría después- huyó de sus guardianes, perdiéndose en la noche infinita de la leyenda de los
túneles. A propósito, narra don Luis Velasco y Mendoza, en el tomo 3 de su monumental Historia
de la ciudad de Celaya, que en 1885 vino a hacerse cargo del gobierno municipal un coronel de
nombre Francisco Ruiz, el cual se destacó por la serie de grandes obras emprendidas y terminadas
en los siete años que duró su administración (1885-1892). Escribe que en una de estas obras, llevada
a cabo en el año de 1885, mientras empedraban la calle del beaterio (hoy Madero), se descubrió el
gigantesco túnel que durante tantas generaciones ha alimentado la fantasía de chicos y grandes.
Así lo explica él:
“Al estar trabajando en el empedrado de las calles, cuando se practicaban algunas excavaciones
en la calle del "Beaterio", que actualmente lleva el nombre de "Madero", se descubrió, cegándolo en seguida, el
subterráneo que partiendo del Carmen, ponía en comunicación a la mayor parte de los templos de la ciudad;
el cual, como se recordará, fue construido en el curso de la guerra por la Independencia, para que sirviera
como camino de ronda y pasaje secreto a las fuerzas virreinales que defendían los puestos fortificados de la
plaza, o sea los templos y conventos, de los repetidos asaltos que lanzaban los insurgentes. Y al ponerse ahora
al descubierto este camino bajo tierra, corrieron muchas consejas entre la población, encargándose los
elementos que se decían liberales, de enderezar sus ataques a la Iglesia Católica, atribuyéndoles fines aviesos
a las diferentes órdenes religiosas, en el uso del mencionado túnel”.
Pues bien, al paso de los meses y de los años, en una de las bocas de uno de estos “cami-
nos subterráneos, la cual se abre a un lado de la Central de Abastos, se escuchaban lamentos,
gritos, maldiciones. Y aun hubo quien llegó a ver entrar y salir corriendo a una mujer de cabellera
enmarañada, destrozando a mordidas el cuerpo de algún gato o terminando de devorar la pardo
figura de una rata muerta. Aún hay quien cree que aquella muchacha “poseída” no era sino una
loca, y que esa noche, tras exorcizarla y torturarla, logró burlar a sus verdugos y se escapó por
aquél túnel interconectado con muchos otros de los que habla el historiador Velasco. Y que durante
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La Tarde de la Mujer Endemoniada
algunos años allí sobrevivió, yendo y viniendo por los laberintos subterráneos, de los cuales, el 19
de septiembre del año 2008, durante la administración municipal del señor Gerardo Hernández
Gutiérrez, se hallaron dos entradas: una, en la acera de Pinturas Vegmar, en pleno Bulevar Adolfo
López Mateos, frente al mercado Hidalgo; la otra, en la calle de Sóstenes Rocha Núm. 203, propie-
dad del señor Raúl Arreola Caracheo, hasta donde entraron las cámaras de los diarios y las televi-
soras de aquí y de allá. Y sí, bajo aquellas Bóvedas de ladrillo rojo, aún parecía dejarse venir el
oscuro grito de la “mujer endemoniada”.
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TIBURCIO CHIMAL… MAESTRO ALBAÑIL CONSTRUCTOR
DE LA VIEJA PLAZA DE TOROS DE LA CALLE ALDAMA
Con adobes, agua y paciencia, el maestro Tiburcio Chimal erigió aquella memorable
plaza de toros. Probablemente la haya comenzado hacia 1795, a espaldas del templo de la Merced.
Obra única, que con los años fuera la admiración de miles de habitantes del Bajío venidos a Celaya
a ver los toros o escuchar y conocer a los cantantes de ranchero.
Pedro González, en su Geografía local de Guanajuato nos describe los edificios impor-
tantes de Celaya en 1903, sin contar los templos, dice: “Hay una plaza de toros, hecha de adobe,
construida por don Tiburcio Chimal, en el barrio de la Merced; un mercado semicircular, que está en la
plazuela del Carmen y el que ahora sé está construyendo en la plazuela de la Cruz, (mercado Morelos), el
cuartel de policía frente a la Casa Municipal, donde están las oficinas públicas, el cuartel de la espalda de
San Francisco, seis mesones o posadas para carruajes y peatones y el moderno, amplio y hermoso Hospital
Municipal de la calle de Parra…”.
Es fácil imaginar a don Tiburcio: hombre no muy alto ni gordo, más bien reseco, como
enjuto, de piel morena, con su sombrero de alas anchas, manos grandes y callosas, siempre callado,
aunque enérgico al dirigir la obra. Se pueden ver las montañas de adobes, ya hechos, circundando
los terrenos de aquella huerta donde se levantaba el ruedo de la futura plaza. Y un arroyo cantarino
al lado, procedente de la ciénaga donde en 1724 habían construido el templo de la Virgen de
Guadalupe.
El viernes 27 de agosto de 1943, a las siete en punto de la tarde, se abrieron las puertas
para los invitados a la solemne inauguración del equipo transmisor, oficinas y teatro estudio de la
estación radiodifusora XENC (calle Hidalgo 108), el cual, tras la bendición a del párroco Rafael
Lemus, comenzó operando en la banda sonora de los 1540 kilociclos y con 250 watts de potencia.
Era gerente general don Luis Pantoja, quien se esmeró porque la inauguración luciera como toda
una obra de arte, por eso, los celayenses allí reunidos pudieron disfrutar de las famosas y admira-
das voces de Lupita Palomera y Miguel Aceves Mejía, artistas exclusivos de XEW, quienes, de
147
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
verdad, se llevaron la noche interpretando lo mejor de su repertorio, desde Vereda tropical hasta
Rogaciano el Huapanguero. Ya en otra ocasión, en los años treinta, durante la cena de coronación de
la Reina de Navidad, la señorita Irma Chapa, había visitado Celaya un cantante y actor desconoci-
do de nombre Pedro Infante, el cual, por cobrar poco, estuvo al alcance de las posibilidades del
grupo de apoyo de la reina. Y más antes, en la década de los 20, en la Plazuela de San Agustín de
Celaya, el joven Mario Moreno Reyes recibió el apodo de “Cantinflas” cuando una humilde mujer
vendedora de tamales y atole así le llamó al verlo tan flaco y tan simpático, de acuerdo a lo que el
propio mimo le narró al periodista Ricardo Perete, para el diario Excélsior. Pero no fue la única vez
que grandes figuras vinieron a Celaya. Tanto al escenario de la XENC, como al posteriormente
famoso Cine Colonial del Circuito Montes del Bajío, S.A. La Sala de Espectáculos de este grandioso
teatro cine fue inaugurada el 24 de noviembre de 1945, con la luminosa presencia nada menos que
de Pedro Vargas, Chelo Flores, Pepe Agüeros y el Trío Tariácuri. Era alcalde la ciudad don Salvador
Montes y gerente de cine el señor Vicente Álvarez. Desde el primer momento, la iluminación causó
asombró; especialistas de la Casa Neón Occidental, S. de R. L., de Guadalajara, habían tenido bajo
su responsabilidad esta encomienda. Se dice que el equipo sonoro correspondió a la marca R. C.
A. Víctor, de alta fidelidad, el cual fue vendido por la casa del señor Adrián Díaz Córdoba, ubicada
en el Portal Progreso Núm. 13; y que las obras de readaptación fueron realizadas por el arquitecto
Carlos Crombé y el Ing. Antonio Estefan. En cuanto a la decoración, ocuparon los sitios más desta-
cados, al fondo, dos carabelas, como simbolizando un sueño: el sueño de la imaginación y la locura
de descubrir la noche, que es arte, grito, imagen, redención. A la entrada, sobre la taquilla, destaca-
ba un enorme escudo de la ciudad, elaborado por el artista Salvador Zúñiga Cardona, director de
la Escuela de Artes Plásticas de Celaya. También se develó una placa metálica con la siguiente
leyenda:
"La sociedad y el público celayense encontrarán en este Teatro el esparcimiento honesto y digno
de su cultura y que ha menester su espíritu para continuar con ánimo de lucha cotidiana. Aceptadlo como un
Templo de Arte para solaz, recreo e ilustración de sus habitantes, teniendo en cuenta el esfuerzo que significa
la realización de una obra de esta naturaleza".
Heredero del romance español y los cantares de gesta del siglo XII, el corrido mexica-
no sentó sus reales en la memoria de los pueblos, con estilo y rostro propios. ¿Qué sería de su
cultura sin este recurso narrativo con que ahora cuentan los municipios de toda la nación? Gracias
a los corridos, la mayoría de las veces anónimos o escritos por el mismo viento, se puede recordar
y reconstruir la historia, por difícil o increíble que parezca, y hasta exponerla diferente, sin haber-
le tocado el corazón, ante los ojos de la vida. Los grandes maestros de esta ciencia, que a la vez es
arte, no hicieron otra cosa que recurrir a lo que decían los sobrevivientes de las guerras o los senci-
llos habitantes de todas las regiones, porque allí, ante el fresco torrente de las imágenes que ellos
retuvieron, hallaron los hechos en estado puro, por la limpieza con que fueron conservados. Sea
Plutarco en sus Vidas Paralelas o Jenofonte en su Anábasis (o la retirada de los diez mil), Tito Livio,
Plinio el viejo o Herodoto, ellos nos legaron su ejemplo de escribir como si crearan una historia,
sin dejar de mirar el rostro de la Historia. Lo demás, es soberbia. Actitudes que opacan la calidad
de la persona humana que quiere encontrar, sin conocer el camino de su búsqueda.
abrieron fuego contra los manifestantes y resultaron muertos otros siete sinarquistas, uno de ellos,
la lideresa obrera Teresa Bustos, que había encarado a uno de los represores, de apellido Alfaro:
todo un cobarde –según los sinarquistas-, quien por su alta felonía mereció la infamia que pregona
este corrido, dedicado en el título no a Teresita Bustos, mujer mártir de aquellos días agrarios, sino
al ejido y la ciudad donde comenzaron los hechos y cayeron las otras víctimas. El caso se tornó tan
grave, que obligó al presidente Lázaro Cárdenas del Río a viajar a Celaya y enfrentar los reclamos
de justicia. Ante una multitud de doce mil personas, el Primer Mandatario tuvo que declarar que el
sinarquismo era una doctrina social y humana, y que los culpables tendrían que ser castigados.
Ofreció, además, que el jefe sinarquista Manuel Zermeño, sería director del Departamento Agrario
del país, pero aquél lo rehusó. Los veteranos de la aguerrida hueste seguramente recordarán si los
culpables fueron o no castigados, según lo prometió Lázaro Cárdenas, al ver la furia que desató la
muerte. Esta es la historia, así el anónimo trovador narra los hechos:
El entierro lo formaron
miles y miles de gentes,
y un gran letrero decía:
“Honremos a los valientes”.
El cobarde Ruiz Alfaro
se puso con las mujeres,
y Teresa le decía:
Dispara, si eres valiente.
Por toda contestación,
este asesino canalla
disparó sobre Teresa
el fuego de su metralla.
Luego corrió a refugiarse
en una carnicería
y con su ametralladora
mataba con cobardía.
Tembloroso, el gran cobarde
le gritaba al presidente:
¡No me dejes, no me dejes,
porque me mata la gente!
Hombres, mujeres y niños
allí su sangre regaron,
y con un valor a prueba
un ejemplo nos dejaron.
Nuestra Teresita Bustos,
nuestro Gonzalo Escobar,
presentes siempre en sus puestos
del sinarquismo estarán.
Ya les doy la despedida
con un Requiescat in paz.
¡Viva México, cabrones!
Y ya no hay más que alegar.
151
AFANES DE RECIENTE DATA...
Hubo un día en el tiempo en que José Antonio Martínez Álvarez llegó a este municipio,
a la hora sin sombra pero la que más llena está de claridad. Desde niño lo acompañó el espíritu, la
fe en la historia de los hombres. Su imaginación se nutrió con aquellos trenes que le traían el alba,
distantes, íntimos, y la Revolución y cuantas guerras hubo en Guanajuato y México, de pólvora o
trabajo, arte y ciencia, humillación y redención. Originario de Silao, donde nació en 1944, vino a
Celaya a darle y darnos dignidad en el concierto de las páginas que la historia escribe o en esas
otras crónicas que la eternidad tiene por suyas. Nadie como él para ser un cronista de sucesos y
acciones habidas en las dimensiones temporales que se han ido y que de vez en cuando se recuer-
dan. Él hace su tarea como el fulgor a mano labra su presencia en cada gota de agua, cáscara de
virio, piel de álamo o nube aventurera. El silencio es su cómplice, entiende la importancia de este
ruido callado que es la virtud central de las personas que trabajan. Sube y baja las escaleras de los
años, vehemente, anhelante, cargado de prodigios. Él sabe bien que las ideologías y las religiones
nos separan, mientras los sueños y el sufrimiento nos acercan. Por eso se mantiene separado de los
colores y las cruces, que se odian en un tablero imaginario. Nunca nadie como él hizo tanto por el
rescate de un pasado que se antojaba intangible; casi imposible de ser retratado de cuerpo entero
en las imágenes del canto que es el ahora, el hoy, el hasta siempre. Los libros de José Antonio lo
lograron. Escribió tantos, que ahora nos sentimos orgullosos de él y su proeza. Yo nunca conocí a
ningún otro escritor con semejante ahínco para la investigación de la memoria que es el pueblo, la
sociedad, la tierra. Historiador en serio, por no decir en grande. Su metodología es la certeza con
la que va desenterrando sociedades, acontecimientos, números, sin buscar los torbellinos del
aplauso, porque el reconocimiento ya lo tiene. ¿Y quién no con tal cantidad de páginas escritas con
la pulcritud, la imparcialidad y la paciencia con que sólo un Herodoto o un Tucídides lo harían?
Celebro su presencia. Admiro su coraje. Todos los días subrayo su inteligencia y su cultura, pero
más su generosidad y este valor humano.
Desde sus inicios, la historia lo sedujo; fue zarandeado por este polvo de oro de los
atardeceres de la fábula. Los temas griegos lo alentaron a caminar por las veredas del asombro. La
mitología y la literatura nutrían su esencia de investigador infatigable. Todo un ejemplo vivo. Mil
veces lo recuerdo buscándome aquí, allá, con un libro en la mano y un extraño esplendor en las
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Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
pupilas: el gozo del artista; la felicidad de haber cumplido con la verdad y el verbo que la nobleza
impone, el inocente don de compartir hallazgos. Desde él y en él, Celaya se ha beneficiado como
nadie: la población, que nace, sufre, se reproduce y al morir trasciende, está en deuda con su alma.
La autoridad ha hecho su tarea: invertir dinero para que el talento de este maestro reluzca y saque
de la ociosidad los hechos que ya habíamos olvidado, porque, como desde su luminosidad en las
tinieblas dijo un gran poeta:
Hijo de un profesor rural cardenista, miembro de una prole de las que ya no hay o ya
poco hay en México, hermano de una legión de artistas, entre los cuales cabe destacar al extraordi-
nario grabador Jesús y al dramaturgo José Luis. José Antonio, el gran historiador, trabajó como
linotipista en periódicos de Celaya, como El sol del Bajío, y en San Luis Potosí, El sol de San Luis. Estu-
dió en la Escuela de Derecho de la Universidad de Guanajuato, donde obtuvo su título de licencia-
do. Fue líder estudiantil en los ciclos secundario, preparatorio y profesional, pero también fundó
varias publicaciones informativas y de análisis, entre ellas "Movimiento", y el Círculo de Estudios
de Derecho. En la Ciudad de México fue investigador asociado del Instituto Nacional de Investiga-
ción Educativa de la S.E.P., analista del Centro de Documentación e Informática de la Gran Comi-
sión de la Cámara de Diputados y colaborador de la Revista "Hoy". Asesor de la Coordinación de
Comunicación Social de Leche Industrializada CONASUPO, S.A. de C. V. y asesor del Congreso del
Estado de Michoacán. Ha obtenido innumerables reconocimientos de carácter cultural, incluido el
segundo lugar en el concurso de crítica teatral convocado por la embajada de Italia en México y la
Universidad de Guanajuato, por su texto La reina y los insurgentes, de Ugo Betti, dentro del II Festi-
val Internacional Cervantino. Más el primer premio en el concurso convocado por el Comité Orga-
nizador de dicho Festival (9a. edición), por su obra La antorcha de Ulises, 1981, la cual tuve el honor
de presentar ya hecha un bello libro de portadas duras, como dura debe de ser la actitud de los
artistas cuando los envidiosos y los imbéciles los cercan. Fue en la Facultad de Derecho y Adminis-
tración Pública de mi universidad, una tarde, con Jaime Maya Camarena, entonces diputado de
Michoacán. Hablé de Antonieta Rivas Mercado, pero también de la belleza del lenguaje con que
José Antonio Martínez Álvarez narró aquel singular duelo entre esta mujer y el mal correspondido
amor de un José Vasconcelos temeroso, infiel, desobligado, que la llevó a la muerte ante la propia
imagen de la Virgen en la catedral de Nuestra Señora de París. Las veces que he estado allí, llenán-
dome con las imágenes de Dios en los vitrales de ese lluvioso gótico y un poco alerta por las gárgo-
las del diablo que afuera sobre los muros nos vigilan, me acuerdo de José Antonio y, sin querer,
vuelvo a vivir el drama.
teatral, que es abundante, ha escrito varias de corte historiográfico y ensayos sobre temas diversos,
al igual que compilaciones. Conocido también como Antonio del Bajío, desde muy joven eligió esta
tierra para radicar aquí por temporadas más o menos largas, moviéndose entre las ciudades de
Guanajuato, Salamanca, Silao, León, Morelia, la Ciudad de México y La Piedad. Como el mar, que
es hacedor de imperios, él es autor de un mundo de obras: teatro, cuento, narrativa, novela, poesía,
ensayo:
155
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
Al inicio de la administración 2006-2009, José Antonio Martínez o Antonio del Bajío fue
contratado para que se integrara al equipo de investigadores de la Historia de Celaya y la región,
en apoyo al Cronista de la Ciudad, y en este carácter ha desempeñado una labor cristalizada en
varios títulos, sellados con un esplendoroso ahínco (rigor histórico) en el que, con inteligencia y
humildad, le ha dado a nuestra Puerta de Oro del Bajío la fortaleza suficiente para que nunca nada
ni nadie la borre de los tiempos.
Sonetos
1
Aquellos linotipos del progreso
echaban sus raíces de escritura,
amasando la noche y la cultura
al redactar, tecleando, algún suceso.
2
Aquellos personajes del detalle,
hijos del pueblo pobre, siempre atentos
en corregir imágenes, fragmentos
de la ciudad, los barrios y la calle.
3
De aquéllos linotipos, de aquel pozo,
-metales en ardiente desafío-
surgió a Celaya Antonio del Bajío,
hecho de sueños en su tiempo mozo.
4
Y es Celaya su pródiga ladera,
Celaya de la miel y la cultura;
Celaya que es planicie y es altura
de miras en invierno o primavera.
¡Válgame Dios con este niño, muchacho de porra, curtido, vago, ven acá!... A menudo
expresaba su mamá, al verlo metido entre las nubes o encaramado en la cresta de una camelina
imaginando cosas: lluvias, mundos, ángeles. “¿Será esto un camello florecido? –se preguntaba
Octavio- ¿La casa de las mariposas heridas por los colores de la vida?”. Doña Octaviana sabía lo
que había traído al mundo. Desde que el niño se movía en su vientre, como un pez en el agua, ella
sintió que el arte lo esperaba, que la emoción estética sería el otro yo del ser que iba a nacer.
Muchacho hecho de pétalos, criatura construida con luz, besos y lágrimas. Raíz de viejos árboles
que fueron a la historia durante los combates de Celaya. Su abuelo, don Gregorio, papá de su papá,
era de Salvatierra; médico que le curó algunas heridas a los Dorados de Francisco Villa y luego se
enamoró, en Celaya, de Juana Arroyo y se hizo amigo de Álvaro Obregón. A su hijo –el papá de
Octavio- le llamaron Ángel para que cuidara del artista enviado por el cielo. Cuando pasaron los
combates vinieron los cristeros y el joven Ángel solía ir a ver a los colgados que éstos iban dejando
a ambos lados de las vías del tren. ¿Será que alguna vez Octavio escuchó narrar estas historias?...
¡Válgame Dios con este niño vago! ¿Verdad, doña Octaviana? Criatura lloviznada por los sueños,
figura con el pellejo de la tarde amarrado al abismo que usted le abrió en los ojos para que viera el
mundo desde esa forma que forma la forma de todas las formas de la forma. Muchacho hecho de
vientos, como el muro y el canto de la memoria y el olvido, tejido a mano por el trigal que es oro y
mar de atardeceres para la torre donde el relámpago se achata. Muchacho hecho de besos y
tormentas para que el sol repose desde el otoño hasta el verano en un retrato de islas y palomas.
Mas hagamos un alto aquí para buscar la historia…
Desde los turbulentos siglos XVIII y XIX, la cantera celayense ha sido pródiga en cada
una de las cinco bellas artes. De eso a nadie, de aquí o de acullá, nos queda la menor duda: Francis-
co Eduardo Tresguerras, Longinos Núñez, Bernardino Lira y Gama, José Nieto y Aguilar, Alfonso
Sierra Madrigal, Benjamín Arredondo, Rafael Gaona Zamudio, Alfredo Ojeda Villagómez, Eric del
Castillo Galván, Jesús Oñate Moreno, Silvino Ramos, Isaías Barrón, Ángel Ocampo, José Luis Soto
González, Luis Garcidueñas Castro, Salvador Jaramillo, José Luis Jáuregui, Octavio Ocampo, Gerar-
do Sánchez, Ulises Ascensio, Eugenio Mancera, etc. De esta pléyade se destaca el arte metamórfico
o polifórmico o metaforimórfico del enorme artista plástico Octavio Ocampo, nacido y crecido en
la ciudad de Celaya, cuyas calles y plazas plasmó en su corazón para no olvidar jamás su origen, ni
dejar de sentir amor por esta tierra. En Celaya, el niño Octavio se le incrustó a las múltiples formas
del planeta aquel año de 1943, cuando doña Octaviana le dio la luz del valle de oro, entre las flores
159
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
del jardín y la tragedia revolucionaria del mezquite. Don Ángel llevó a sus hijos Ángel, Octavio,
Eduardo y Gregorio a la Escuela de Artes Plásticas del profesor Salvador Zúñiga Cardona, y con él
o a través de él, Octavio supo de qué color era el mundo y cuál su rostro y cuál su polifacética
hermosura. Nació en Celaya, aquel 28 de febrero, de un año no bisiesto. Y se fue a estudiar a La
Esmeralda, junto con su hermano, entre 1961 y 1965. Después, ya solo, a San Francisco, California,
al Art Institute, entre 1972 y 1974. La palabra precisa y preciosa de María Luisa, la China Mendoza,
había surtido efecto en aquel buen hombre, cuando tornasoladamente la escritora le advirtió que
si no dejaba que Octavio estudiara en México o donde él quisiera, irremediablemente el mundo se
quedaría huérfano de un gran creador. Todos lo querían. Octavio poseía ese don: se hacía admirar
desde todos los ángulos y universos del cariño… Por supuesto, ya metido en la dinámica del apren-
dizaje y la elevación espiritual desde su cuerpo de hombre, también realizó la escenografía de más
de 120 películas mexicanas y norteamericanas, así como los diseños para numerosas obras de
teatro. Él mismo había sido actor allá en su amada preparatiria de Celaya. Las salvajes criaturas, de
Salvador Jaramillo, más otras piezas de aquellos tiempos, lo empujaron a girar en esos círculos del
alma que hacen el arte de la existencia, a la que “mal hacemos cuando al querer medirla le asignamos la
cuna y el sepulcro por extremos”…
Aquí nació o, dicho de otro modo: en esta hectárea herbosa fue fundado como se funda
un pueblo, una ciudad, el mundo, una basílica, las bóvedas del cielo... Y desde aquí subió hacia los
andamios de la infancia, pintando con sonrisas su destino. Asistió a la preparatoria y allí creó, en
1959, su primer mural, compuesto por rostros, nombres y ojos de muchachos, nacidos, como él,
aquí donde alguna vez ardieron los cañones y retumbó la guerra mexicana. El 17 de septiembre de
1960, auxiliado por su hermano Ángel, terminó el segundo, titulado la Independencia, en el Palacio
Municipal, cuyos costos fueron cubiertos totalmente por él, y fue inaugurado con toda la solemni-
dad política, el 25 de diciembre del mismo año. Era alcalde de Celaya Jesús Gómez de la Cortina,
diputado federal Javier Guerrero Rico y profesor de aquellos jóvenes que ya pintaban para gran-
des, Salvador Zúñiga Cardona.
Ningún otro artista hace lo que Octavio Ocampo. Nadie pinta como él. Pueden contar-
se historias duras, arrastrarse las lenguas a derramar sus hieles, desgarrarse las ropas del incendio,
hervir la alevosía y la ventaja en los pechos donde la pequeñez puso su trono, romperse las
palabras, volcar la cosa triste de alguna mala sangre, Octavio Ocampo es único. El arte de su estilo
es el espejo de una verdad que duele de tan bella, y aunque haya habido otros artistas que trabaja-
ron parecido a él, la hermosura que el reinventa sólo es hija de él, porque es hija del tiempo que
tiene muchos rostros, manos y figuras pariendo más figuras sobre la eterna figura del asombro.
160
El Arte de llamarse Octavio Ocampo
Celaya nació en él. En su talento el llano aprendió a respirar la luz, y el viento a besar los labios del
color. A ser y decidir formar imágenes para alcanzar la gloria de ser uno y multitud de voces y de
trazos tejiendo lluvia a mano.
Le gusta jugar con el silencio. Le siembra pasto para que bajen a comer los ángeles y
los esqueletos de las lágrimas dejen su polvo y brillen con la fragancia de las rosas.
Su obra es ya un edificio en el que habita el sol, la luna, la noche y casi todas las estre-
llas. Sus manos aprendieron a ser ángeles para regalarnos la mansión del cielo, decorada por él,
sellada con imágenes y esa sonrisa que nace como un arroyo luminoso en él. Alguna vez, ya no
recuerdo en dónde ni cuántos años han transcurrido, me pidió unas palabras para una invitación.
Iba a exponer en Guanajuato o en Japón, para el caso es lo mismo. Entonces yo le dije en el papel:
“Si yo fuera Dios, contrataría a Octavio Ocampo para que me decorara las bóvedas del
cielo y así pasarme toda la eternidad admirando su obra...Pero como soy un simple mortal, como
usted, como todos, me resigno a admirarlo, respetarlo, quererlo y gozar de ese talento de que
dispone para hacernos felices, muy felices, con sus ríos de frescos rostros, llenados por la lluvia y
las hojas, sus imágenes de colores que cantan y sus mares de sombra suspirando al oído del
tiempo. Cuando me detengo un instante frente a los cuadros de Octavio Ocampo, tengo la impre-
sión de andar despierto en un sueño... Y no quisiera despertarme nunca, nunca, nunca... Para no
salirme jamás de sus calles, sus edificios que hablan con la noche y con los astros. Ni perder esas
puertas que se abren hacia donde la imaginación nos mira colgada de una rama de árbol o desde
las alas de una persona, que vuela buscándonos entre un criadero de ojos que parecen planetas
girando alrededor de un grito que es la luz asombrada de sí misma. Sin embargo necesito regresar
a la realidad, porque en ese maravilloso mundo hecho por él, donde las cosas son tan distintas y
tan bellas, por desgracia no se puede quedar uno a vivir para siempre”.
Pero la famosísima Elena Poniatowska, en “Octavio Ocampo y las Nubes”, texto tomado
del libro La Magia Óptica. Octavio Ocampo, así derramó la admirable sinceridad de sus palabras
para celebrar la gloria de un talento en el que el infinito bebe rostros:
“Las madres nunca saben lo que pueden suscitar cuando les dicen a sus hijos que vean
las nubes por la ventanilla del automóvil: Mira, ésta tiene forma de árbol, aquella nos sigue como
perro. Allá en Celaya, doña Octaviana, artista por derecho propio (textiles y teatro), no imaginó
que al señalarle las nubes a su hijo Octavio estaba sembrando en él la semilla del arte metamórfico.
El niño siguió viendo mujeres jarrón, mujeres ave, jarras vaca, bocas flor, casas como manzanas,
rostros como surcos. Introducir el misterio en los objetos cotidianos era un afán natural. Dentro
de la piel humana el niño dibujaba paisajes mentales; cubría un labio superior de trigo, un cráneo
de helechos. En realidad el Iztaccíhuatl que todavía podía verse sobre el cielo azul no era un volcán
sino una mujer dormida. Octavio veía sirenas botella, muebles aguitarrados y encontraba figuras
asombrosas en las manchas de los mármoles, en las formas de la piedra, en los cerros que se
161
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
vuelven sillas y en los árboles que entretejen sus ramas. Muy pronto, Octavio se dio cuenta que
aprovechar los accidentes del camino para fines pictóricos se remontaba al tiempo del hombre de
las cavernas, que sabía dibujar el vientre de una vaca sobre una protuberancia de la piedra y de las
grietas sacaba los cuernos, la cola y las pezuñas; de allí la metamorfosis hasta llegar al rebaño de
bisontes rojos en la cueva de Altamira
Una vez cuando una de sus maestras (que le enseñó sus primeras letras) lo pasó al
pizarrón para que escribiera la palabra “vaca”, el niño solicitó: “mejor la dibujo”. El niño Octavio
dibujó una vaca, pero en la vaca veía otras cosas que los demás no sabían ver. La rugosa corteza de
los árboles ofrece perfiles sorprendentes, los ojos del amado son un jardín. En la escuela se la
pasaba dibujando y si no cantando y bailando. Era el primero en ofrecerse para la fiesta de fin de
año:
“Yo salgo, maestra”, “yo pinto el decorado, maestra” o “yo barro, maestra”, todo con tal
de no memorizar las tablas de multiplicación, sobre todo la del 3 que es horrible y se nos atora a
todos.
Internado con los legionarios de Cristo en Tlalpan, el joven Octavio quiso ser santo,
pero pronto desistió. También allí destacó en los celestiales trabajos de decoración de la capilla.
Allí si lo hubieran beatificado: “Santo Niño Octavito de los Altares Barrocos”. Pero también le
gustaban otras fiestas más terrenales como decorar el salón de juegos y convertirlo en un esplen-
doroso salón de fiestas, terrestre y apetitoso; y este afán por embellecerlo todo nada tenía que ver
con la frugalidad monástica que se le exige a los santos. De aspirante a seminarista a hombre de
teatro hay más que un paso y Octavio lo dio con éxito. Del altar y del incienso, los reclinatorios y
los ramos de azucenas, de la voluptuosidad contenida de los rituales conservó la teatralidad y el
impacto. Nada más evocativo que un negro confesionario. Escenógrafo, actor junto a doña Octavia-
na, su madre, participó en la obra “Las Salvajes Criaturas” entre otras.
162
El Arte de llamarse Octavio Ocampo
Sin embargo, para Octavio lo más importante fue pintar en la escuela su primer mural.
Éste le permitió más tarde pintar la escalera de acceso a la Presidencia Municipal de Celaya. De ahí
al reconocimiento dio otro paso con la ayuda de Ruth, la hija más querida de Diego Rivera, quien
le consiguió una beca para estudiar en la capital. María Luisa, la China Mendoza, y Eduardo
Deschamps admiraron esos primeros murales y la China, con la vehemencia que la caracteriza,
conminó a don Ángel: “Usted tiene una responsabilidad con México y con la humanidad entera. Su
hijo debe ir a México D. F. a estudiar arte”. Dicho y hecho. Impresionado por la China, envió no
sólo a Octavio a La Esmeralda sino a Ángel, el mayor, a aprender diseño y artesanías en la Escuela
de la Ciudadela. Allí sí Octavio sacó las mejores calificaciones guiado por sus maestros Feliciano
Pea, Santos Balmori, Fernando Castro Pacheco, Jorge González Camarena y Antonio Rodríguez.
Terminó su carrera en cinco años. A los dos hermanos Ocampo todavía les dio tiempo de trabajar
con Héctor Azar y la escenografía mexicana ganó entonces a dos extraordinarios diseñadores. Y
no sólo eso, también a dos actores a las órdenes de José Luis Ibáñez, Juan José Gurrola, Miguel
Sabido, André Moreau y sobretodo, Julio Castillo. El cine también atrajo a los hermanos y Octavio
dirigió el departamento de escenografía de los estudios América. Ciento veinte películas se filma-
ron en cuatro foros y un pequeño backlot. Entre 1966 y 1969 junto con Luis Alcoriza, Manuel
Michel, Jorge Fons, Juan Ibáñez y Archibaldo Burns empezaron a hacer películas como Los Caifa-
nes, compitiendo con Roberto Gavaldón, Emilio Gómez Muriel y Servando González. ¡Ah qué
tiempos esperanzados para el cine! Los estudios América no paraban y se filmaban al mismo
tiempo cuatro películas. Octavio se cansó de ese pandemonium; como Carlos Fuentes, estuvo a
punto de contraer úlcera y para que no le diera escogió zarpar hacia Europa.
Al regreso, Octavio adicto a la metamorfosis, tomó danza con Guillermina Bravo, Ofelia
Medina y Rosa Bracho, cantó con Mónica Miguel, hizo teatro con Julio Castillo y José Luis Ibáñez
y actuó para teatro y televisión, hasta que decidió visitar a su amigo, en San Francisco, David
Wiznievits. Cayó parado en medio de los días fervorosos de protesta contra la guerra de Vietnam
y las bases nucleares, los hippies en Berkeley y las muchachas de piernas largas y doradas que
ofrecían flores en vez de balas en las plazas públicas. Tomó cursos en el Instituto de Arte de San
Francisco y maestros y alumnos se sorprendieron del realismo de sus composiciones. Todavía no
surgía el hiperrealismo en los Estados Unidos. La infancia es raíz y origen. En la infancia se
encuentra todo lo que seremos de grandes. La infancia es catalizadora. Octavio volvió a sus obse-
siones de los primeros años, encontrando formas inesperadas, sortilegios y milagros en su camino,
aportando nuevas soluciones.
Metamorfosear.
Todos somos múltiples, nadie es uno solo.
Cambiamos de la noche a la mañana.
Envejecemos, nos alteramos, nos transmutamos.
Mientras líneas antes apacibles hacen surgir al otro yo.
Gatos por liebres. Un hombre y una mujer que se aman tienen un rostro por ellos conocido.
163
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
No es que Ocampo despreciara la realidad. Es que deseaba ir más allá. Para demostrar
que no la despreciaba, pintó potentados, Carter, Alemán, De la Madrid (a López Portillo también
aunque él se pinta solo). Captó a luminarias como Dolores del Río, Gloria Marín, María Douglas e
hizo tres retratos de una sola Jane Fonda, quien le encomendó al líder César Chávez.
De esa pintura se hicieron carteles para recaudar fondos para la causa del guía campe-
sino y sus seguidores, en su mayoría mexicanos pobres. Octavio siguió haciendo experimentos
ópticos y se dio cuenta que aparecían cada vez más elementos que metamorfoseaban sus composi-
ciones.
¿A qué mujer no le llenaría de gozo tener un charro en el ojo derecho y un torero en el izquierdo,
en vez de un glaucoma?
Octavio hacía sus dibujos dormido. En el aire componía candelabros que eran narices
y senderos hacia la cueva de Alí Babá en las cejas de un joven marino. “No sólo soy figurativo, sino
multifigurativo polimórfico. Me gusta. Me gusta invitar al espectador a jugar y con esto capto su
atención al dar una impresión de belleza o de horror en la primera imagen; otra al descubrir que
hay una segunda y hasta una tercera imagen.
Entre el frágil paso de una a otra existe un momento mágico en el cual me comunico
con el espectador a otro nivel por medio del subconsciente y del espíritu”.
Desde muchacho ya soñaba con exponer. Mas nunca imaginó que lo haría de la manera
tan prolífica como lo ha venido haciendo desde que ya es grande y juega con el tiempo, que es
circular y está sembrado de constelaciones con la mirada triste porque en la tierra ya no llueve
mucho.
En realidad, Octavio desde niño ya era inmenso, porque imaginaba las cosas a las que
les daría un nombre falso para que el verdadero no lo supiera nadie. Y muchos rostros en los que
nos viéramos cada quien tal como somos. Los pequeños viajes a las riberas del río Laja, con sus
padres o amigos, lo iban poniendo fuerte para cuando arreciaran las tormentas en medio de tantas
caras, sombras, luces y formas donde la forma se disfruta hecha por él, a su manera, con arte y
lucubraciones metafóricas. Tal vez los buenos sentimientos del corazón de sus hermanos, el infini-
to amor de don Ángel Ocampo Arroyo y doña Octaviana González Díaz por sus hijos, lo hicieron
florecer a las orillas de ese mar amargo por el que navegan los mensajeros de la envidia. Tal vez el
164
El Arte de llamarse Octavio Ocampo
buen estilo de humildad de Octavio lo ayudó a superar las ocasiones en que las pieles ásperas de
alguna descalificación lo cobijaron con la intención de verlo perecer ahogado en sus espumas,
pequeñas y del indeterminado color de lo frustrado. Seguramente fueron esos momentos de
reconocerse junto a Dios, en Tlalpan, donde estuvo con los Legionarios de Cristo, los que lo arma-
ron de grandeza para resistir a unos y otros. Hoy ya se encuentra lejos de cometer ese pecado, el
de ponerse al tú por tú con el que empieza y muerde y no perdona. ¡Qué poca cosa es ser tan poca
cosa!
A veces, allá en Tepoztlán, Morelos, donde amanece con la emoción de una nueva obra,
suele acordarse de Celaya. Suspira lleno de color por el solar nativo y regresan los rostros de los
compañeros de colegio, de sus padres, de sus hermanos, de sus amigos a los que visita siempre que
viene a esta ciudad, donde hay mucha obra suya, tanto en colecciones particulares como en edifi-
cios públicos. Inclusive, hasta existe por ahí la idea de crear un museo con su nombre, donde tanta
gente que lo busca, pase a ver su obra y crea que lo que Dios puso en la sensibilidad de Octavio,
fue un pedacito de su propia inteligencia, para que le ayudara a terminar de ver y dibujar lo que
en los siete días de la Creación haya olvidado.
María Luisa Mendoza con la palabra China y algunos derivados: chinita, chinaca, Chinota, chinám-
bula, chinófila, chinafóbica, chinafórica, chinabamba, chinateca, chinaloa, chinajuata, el cual la
editorial Joaquín Mortiz plasmó en la cuarta de forros del libro Con él, conmigo, con nosotros tres, de
la afamada narradora, en la década de los ochenta. O el de Margarita López Portillo, hecho sólo de
blancos pétalos, que una mañana de noviembre de 1980, yo pude admirar a solas, mientras llegaba
el presidente de la república, José López Portillo, al salón Venustiano Carranza, de Los Pinos,
donde este cronista recibiría de sus manos el Premio Nacional de Literatura “Rosario Castellanos”.
En pocos años, su renombre también lo ha señalado como un excelente muralista con obras que
son ya íconos de la nueva grandeza mexicana:
¿Cuáles son las palabras de la crítica de arte María Helena Noval acerca de Octavio Ocampo?:
“Para Octavio Ocampo, la pintura es una fuente de placer no sólo intelectual, sino
plástico, pues no duda en afirmar tras su mirada profunda y verde, que antes que nada está intere-
sado en ser generoso con el espectador de sus metamórficas figuras; tal parece que intenta a toda
costa que quien mira su obra se olvide del hastío. A Partir de sus inicios académicos, Ocampo
transitó hacia la creación de un estilo pictórico propio sin grandes crisis, dejándose llevar por su
natural inclinación lúcida hacia los ámbitos misteriosos y las ilusiones ópticas que le fascinan
desde temprana edad, desde que se dio cuenta de que las gestálticas formas son inestables, capri-
chosas. Por eso fue escenógrafo, por eso es muralista, porque le embelesa la trampa, el juego
visual... Por eso cuenta con una larga lista de exhibiciones alrededor del mundo.
El simulacrum
cio que hasta cierto punto es antipictórico en este caso. A partir de ello, podemos considerar la
pintura de este maestro como una verdadera aportación al arte de nuestros días.
Octavio es un ser con los colores llenos de alas. Lleva el rumor del mar en cada paso y
la amplitud del viento en cada camino de olas que se desprende de sus pasos. Vino al planeta nave-
gando por el torrente de una madre que lo inventó cantando y numerándole la transparencia en
multitud de símbolos e íconos, rastros de lo que fueron líneas rectas, pedacería de panoramas entre
horizontes húmedos, como el amor y el habla de la tormenta a la hora en que se nubla el verbo. Ha
visto la vegetación de las ciudades del Oriente, antes de ir a comer entre los elefantes y sus trompe-
tas que anuncian la cantidad de peso que puede guardar la forma de sus arrugas cuaternarias entre
las flores y las víboras.
Vuela con el lenguaje imaginario de sus sílabas sin ver el tronco anciano o la reciente
rama donde ha de hacer el nido para poner el ovalado aspecto de lo que ha de nacer ya trasforma-
do en lágrima y especie galopante con un sabor a sal en la pupila donde se ve crecer pasto que ríe,
hojas con labios rojos y alma para que el Hijo de la Virgen juegue con las mariposas y la luz que
en cada pómulo tiene una casa abierta. Ha escuchado el relámpago, cuando éste abre las cajas de
madera donde se guarda el tiempo. Y ya se vio en la necesidad de abrir un astro para mirar su
huevo y escuchar el latido vidrioso de algo que, de no ser corazón, sería la mente cósmica retratada
en una de tantas definiciones estelares. Conoce a los arrieros de la lluvia que portan la frescura
para trasladarla al otro lado de un espejo roto. Y todos los caballos sin cabello, sobre los que
recorren la ansiedad los ángeles. Sabe de los crepúsculos, que son dos: el de la paloma y el del
cuervo; uno, la compañía; otro, la soledad con su legión de imágenes. Se ha bañado en los fondos
de los océanos donde se sienta el nombre de Dios con las vocales desgarradas y la memoria triste,
con sonrisa de huérfano. Ha llenado su vaso con la claridad de las estrellas, para que el entusiasmo
no se le vaya a perder en los recovecos del espíritu, donde los sentimientos crean una canción,
167
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
pintada con el oro nocturno de algún trigal del sueño. Octavio es un lugar donde se ven las almas,
buscándose el atardecer en algún ojo, el árbol en el que el alba cuelga sus racimos de astros y se
escucha crecer la hierba de la bondad en hojas de armonía y música que se dirige a pie hacia los
oídos de la aurora. Octavio es un principio de libertad con las mejillas tormentosas. Una casa de
líneas donde los círculos sollozan. Una terraza de rocío para que bajen a descansar los ánimos de
quienes van y vienen cargados de sufrimientos por la tierra. Alguna vez, al regresar de sus periplos,
fue víctima de los delincuentes en el Aeropuerto de la Ciudad de México. Pero el fruto de su sereni-
dad derramó sobre esta mala suerte todo el poder de una dulzura insospechada, y pudo continuar
en la existencia, haciéndonos el bien de decorarnos las palabras con el inconsumible sol de sus
pinceles. Octavio Ocampo es único. Octavio Ocampo no se parece sino a su propia vida, que ha
caminado sin dormir, pero soñando en lo que le sobra a la realidad que nos contiene. Una vez, en
Celaya, se amarró a la cintura todo el color del fuego verde del mezquite cantado. Y la sonrisa del
aire del Bajío se la embarró en sus labios. Desde entonces se puso a caminar y a contemplar las
huellas del estío en el fulgor del agua. La Virgen le ha prestado sus caricias para que se haga niño,
como Jesús, en cada nacimiento. Y Miguel de Cervantes todas las hojas viejas del calendario del
Quijote, para que no se enfrente más que a los molinos de la Mancha.
Los Presidentes posaron ante él sus páginas de historia; unos, con dientes de burro a la
mitad de su tamaño; otros, con el resplandor de quienes supusieron que la inmortalidad se hallaba
en su conciencia, rezándoles, hablándoles, mimándolos como una madre a su cordero. Los herede-
ros de la facilidad de hacer felices a quienes los miran un instante, alzan la frente ante la voz calla-
da del impacto que este creador, sin prisa, eleva entre pinceladas y paladas de luz en sombra y
sombras de luceros para que las camelinas resplandezcan como un criadero de ojos sobre el muro
sobre el que alguna vez sentaron los cimientos de la imaginación, antes de que ésta se volviera loca
y anduviera por toda la casa como el viento que va azotando cosas.
CANTATA ENDECAMÓRFICA
PARA EL PINTOR OCTAVIO OCAMPO
1
De qué color, Octavio, es la memoria
de Dios en esta forma del barbecho
donde el arte profundo de su lecho
se abraza con la imagen de tu historia?
168
El Arte de llamarse Octavio Ocampo
6
Las ciudades, los tonos, la querencia
acodada al alfeizar del olvido,
son la llama de todo lo perdido
pero hallado en tu insólita existencia.
7
Ay, Ocampo, don Ángel lo sabía,
que te ibas a meter en una grieta,
donde pulsa su cólera el profeta
pero sabe a color la fantasía.
8
Octaviana, mujer, la fruta aquélla
que te puso a vagar por sus olores,
cosechó los primeros resplandores
para darle vestuario a tu alma bella.
9
A Celaya le diste todo el vasto
horizonte de ser tu casa eterna,
donde a veces la suerte se te invierna
pero vuelve a crecer en ti su pasto.
10
Octavio de Celaya y del Bajío,
Octavio de la arteria levantada
172
El Arte de llamarse Octavio Ocampo
11
Así camina a pie tu amor, el grito
que pinta con la voz de los colores:
prados, risas, momentos y dolores,
metales con mejillas, fuego ahíto.
12
Me gusta suicidarme en la quebrada
donde el mar de tus formas trae el cielo
de la mano y lo monta en cada vuelo
de la tarde que es ave anaranjada.
173
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
174
LUIS GARCIDUEÑAS CASTRO,
UN ARTISTA QUE RECREA LOS ABISMOS DEL TIEMPO
Por enésima vez me vuelvo a hundir en los abismos durmientes de Luis Garcidueñas. Y
no es cosa fácil salir de ellos cuando la eternidad se torna mansión del cuerpo. Es más, ni quiere
uno moverse de este estado mental a que nos somete el sueño del arte, el cual, es también el sueño
de la vida, la garra de un rumor desconocido que se nos clava en el pecho hasta sacarnos amor. Por
enésima vez caigo a este teatro de máscaras propias y sonrisas ajenas, entre colores hechos pájaros
vivos y ángeles que parten montados en una línea para no llegar nunca a donde tú quisieras. Luis
Garcidueñas tiene la virtud de atraernos a su alma, donde la creación es un libro que lucha contra
el viento y la sombra. En este mundo insólito ahora nos encontramos. Yo vuelo con el pecho encen-
dido de soledad. Tú deambulas por los corredores de tu propia conciencia. Ella se mueve, grácil y
aleve, como un gramo de luz resbalando sobre el ala de una mariposa o los ojos de un gato. Y ellos
son sólo señales que va dejando la lluvia a lo largo del tiempo que no encontró el ojo de la muerte
para sacar a pasear la tarde, o un hombre libre para verle a los ojos y admirarse en él su última
lágrima. Son los abismos durmientes de Luis Garcidueñas los que me hacen pensar y temer que
soy una hoja más cayendo del árbol de otoño, que también es un sueño.
Sonetos
1
Del azul de los mares del olvido,
al azul de los sueños no soñados,
anda el ángel de Luis con sus tornados
de criaturas e imágenes del ruido
2
Déjame ver atrás de los cerrojos
para saber qué ven en tus miradas
las tardes y también las madrugadas,
el verde amanecer, los años rojos.
3
Y así, en el vuelo aleve de tus brisas,
estados donde el tiempo es una llama,
una hoja moribunda en una rama,
me apoyaré en un árbol de cenizas.
4
¿Qué nacerá de tu alma? Me pregunto
con las manos del viento en la cintura,
y en los muslos, la boca y la cultura,
la palabra y la piel de cada asunto.
“Vientos de tenues sonoridades, sueños que se fueron más allá del ocaso y regresan a
descansar en las hendeduras de la noche, murmurios de rítmicos vegetales, así son los colores y
las formas que Luis Garcidueñas Castro va sembrando en el enigmático espacio de sus telas, telas
inundadas de magia que trasmiten sugerencias tan bellas y sutiles como los primeros rayos de la
luna platinada”, Guillermo Monroy B., Instituto de Bellas Artes, Cuernavaca, Mor.
177
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
“Pienso que pronto el nombre de este artista pintor sonará muy fuerte, pese a los cerra-
dos círculos y a los interese creados”, Rafael Ramírez Heredia, El heraldo de México.
“Pone en juego y mantiene en constante y viva coalición todos los elementos disponi-
bles y deja que por su propio peso marquen el valor intrínseco en el resultado de su obra”, José
Peralta Castañeda, Arte nacional.
“Su obra expresa muchos mensajes inconscientes, en los cuales se nota la incisión
agresiva y la asociación vital hombre-naturaleza”, Adrián Santamaría.
“La imperiosa búsqueda del artista con convicción que hurga en el origen tratando de
reencontrar con su arte la pureza remota que necesita también el hombre nuevo”, Paula de Allende,
Casa de la Cultura, Santiago de Querétaro.
“Las obras de Luis Garcidueñas Castro son mensajes de alegría, muestra de perfeccio-
nismo, admiración a la belleza de la mujer, en total, un conjunto de cosas bellas, inherentes en el
arista, que son fantasías, color, luz y contenido… Fantasías de ver a la mujer que se traduce en el
trazo de sus líneas perfectas al que le hace agregados que crean, precisamente su fantasía tan pecu-
liar… Color en este aspecto, el artista lo maneja con una propiedad envidiable, pues tiene la sensibi-
lidad de combinarlos sin que se produzca una brusquedad, no obstante estar en surrealismo con
tintes oníricos, nos lleva de la mano suavemente al clasicismo o sea al pasado conservador y al
presente innovador, sin que nuestro espíritu se desequilibre... La luz la proporciona al impregnar,
según el ángulo de sus figuras, encontrando el espectador el secreto del artista que sabe ubicar los
correctos cánones del creador de la obra... El contenido nos lo deja a la interpretación de quienes
admiramos la obra, la mujer contemplando una efímera pompa de jabón que se deshace, la mujer
178
Luis Garcidueñas Castro, un Artista
frente a unas transparentes gotas que tal vez signifiquen muchos estados de ánimo, la mujer con
fantasías de la vida, ese es el mensaje que el artista nos entrega con gran sinceridad para que noso-
tros lo podamos ubicar en la realidad del tiempo. Siempre he admirado la obra de este artista cien
por ciento celeyense por nacimiento y universal por derecho”, Abigail Carreño de Maldonado.
“Luis Garcidueñas, su obra es universal porque retrata los sueños en los orígenes o en
la perfección del hombre, omite el difícil tránsito de la humanidad de un estadio a otro, pero no por
ignorancia o miopía, sino porque esa no es su misión. A Luis le fue dado el don de anunciar los
sueños en un estado de pureza, sin complicaciones existenciales, sin necesidad del diván del analis-
ta. Los sueños de Luis están exentos de las tribulaciones que aquejan al hombre, gozan del pecado
de la inocencia. En los sueños de Luis se da una lectura distinta de la realidad, pues detiene la verti-
ginosa rutina en la que estamos inmersos para enseñarnos a contemplar la verticalidad de los
alfileres, la humilde presencia de los hilos, la sensualidad ondulante de sus telas, la misteriosa
forma de los caracoles, la elocuencia de las manos, el cosmos de las perlas, el caleidoscopio del
rostro femenino; todo emerge en la obra de Luis pero sin el pragmatismo que conduce al anonima-
to. En la obra de Luis no hay denuncia, ni actitud contestataria, ni panfleto, pero tampoco se
asume conformista; hay intrínseco un grito de rebeldía ante la perdida de capacidad de asombro
que insensibiliza al género humano y lo vuelve proclive a los excesos. El paraíso onírico de Luis
Garcidueñas no es una quimera, pues los elementos que lo habitan son objetos ordinarios y
rostros humanos retozando en la lógica del inconsciente. Es la idea misma, libre de ataduras del
sufrimiento, esperando ser descubierta”, Salvador Pérez Melesio.
“Luis Garcidueñas Castro, este surrealista, propone que avancemos contra la corriente,
si es preciso, y saltemos de ese mar de arena gobernado por un tiempo y angustia calcinantes, al
mar de nuestros sueños para cazar en él, para recolectar en él, para crear en el mundo más justo y
mágico en el que reyes de toda índole y de todas latitudes rompan sus ataduras y bajando de su
pedestal se sienten con nosotros a la vera del camino a disfrutar del dulce frescor de una sandía
mientras juntos develamos el arcano en las esferas de cristal de Luis”, José Gregorio León.
179
LOS ROSTROS Y EL RELÁMPAGO
EN LA PINTURA DE ULISES ASCENCIO
Nació en Celaya, Gto., en 1972. El silencio es su mejor sonrisa, una máscara inmune a
todos los artificios del lenguaje, tal vez un arma de cristal, pero la deja estampada en cada ojo que
lo escucha ver hacia donde sólo los elegidos han de asomarse a la memoria: esa casa de sombras,
a veces con las habitaciones llenas de un resplandor de golondrinas, a veces derrumbándose entre
el dolor de una caricia y el manantial del alba, hasta donde jamás se han acercado con su mercado-
tecnia los políticos.
Se mueve por el aire al ritmo de la tierra. Huérfano de vacío camina por los escalones
de la imagen verde y anaranjada de la noche, que en él nunca es oscura. Sabe de la fragilidad de la
fragancia, a la hora en que la sueltan a conocer el aire, y mejor se retira a retratarla en unas mejillas
de mujer de pechos a la aurora, en un dorso desnudo antes de que el rocío cruce la eternidad
lámpara en mano.
Sabe de los ladridos con que determinadas sombras agreden a quienes van a la monta-
ña; las conoce y las busca en el vocabulario de los perros, sólo para guardarse un tema más en la
valija de su asombro, que no es azul ni pálido, donde el amanecer puso sus huevos de oro y el ocaso
sangró toda la tarde.
En una piel, un día escribió (amarillo): “Este es el sol”, y una muchacha, a pie, bajaba
del corazón de un piano en busca de la lluvia. También dijo otra vez, quitándose los pómulos: “El
hombre es lo que pinta y lo que siente”, y una canción con hombros de muchacho, que se ha carga-
do el universo en lágrimas, atravesó los muros del instinto y se instaló ante el Papa y sus murallas,
a maldecir conceptos y elefantes.
Oh mundo de alas en el que Ulises Ascencio aprendió a ser ángel, no para estar con
Dios, sino para soñar todo el otoño en una mariposa, y arrancarle una antena como se arranca un
brazo, y atravesarle la luz con una espina, un diente, una línea afilada en el pico del cuervo del
crepúsculo.
Ulises pinta en el corazón del mar de sus recuerdos lo que la vida, envuelto en bosques
de colores, le regala. Ante sus muros y sus lienzos, sus trazos y esas bocas, abiertas o cerradas, a
181
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
pétalos o besos, parodiando y citando al gran al poeta, a uno no le queda más que preguntarle:
“¿Irías a ser mudo, que Dios te dio esos ojos?... Irías a ser ciego, que Dios te dio esas manos”.
Tendría que ser poco menos que imposible que un artista nacido en la década de los
setenta recordara el ambiente de la bohemia de finales del siglo XIX y principios del siglo XX en
México. Nada de esa vida afrancesada y contrastante, que proveyó a algunos artistas de sordidez,
de espacios y atmósferas decadentes, debieran serle familiares a nuestros artistas a un siglo de
distancia en el que, al parecer, todo ha cambiado. Sin embargo, hay teóricos de varias disciplinas,
incluyendo las artísticas, que hablan de un concepto que va en la actualidad ganando presencia
en textos sobre arte, el de memoria colectiva. De manera general este concepto se refiere a que un
grupo humano guarda, consciente o inconscientemente, ciertos recuerdos. Así, la obra de Ulises
Ascencio es, de entrada, memoriosa. En su pintura ha fragmentado imágenes de cuadros del
pasado y de su memoria personal para construir, al unirlas, un nuevo sentido. Así, la imagen se
vuelve compleja dado que lo codificado en el pasado al situarlo en el presente adquiere otras
posibilidades de interpretación y produce estados emocionales que podemos relacionar con la
incertidumbre, con el desasosiego al no tener la certeza de saber a qué nos enfrentamos
La pintura de Ulises Ascencio da valor principal a la imagen a través del valor pictóri-
co, al mismo tiempo que refleja que el mundo contemporáneo es una mezcla de fragmentos en los
que la identidad es cada vez menos perceptible. Su presencia plástica levantará sin duda nuevas
reflexiones en torno al arte como instrumento que nos permite hacer filosofía del ser.
Exposiciones individuales
2008, De dientes pa’ fuera, Museo Olga Costa y José Chávez Morado, Guanajuato, Gto.
2007, Un día como cualquier otro, Museo Histórico de San Miguel de Allende, Gto.
182
Los Rostros y el Relámpago
Exposiciones colectivas
Premios y distinciones
2006, Mención Honorífica, II Bienal Nacional de Pintura ”Julio Castillo”, Santiago de Queré-
taro, Qro.
2003, Mención Honorífica en pintura, Cuarta Bienal Alfredo Zalce, Museo de Arte Contem-
poráneo, Morelia, Mich.
2001, Becario del FONCA en el Estado de Guanajuato, Jóvenes creadores.
183
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
2000, Primer lugar en la III Bienal Estatal de pintura Olga Costa, Celaya, Gto.
1998, Becario del FONCA en el Estado de Guanajuato, Jóvenes creadores.
Murales
184
CRÓNICA DE LOS NIÑOS ASESINADOS:
UNA HISTORIA PARA LA POSTERIDAD
Y LA VERGÜENZA
El miércoles 19 de diciembre del año 2007, en Celaya, Gto., el mundo entero se estreme-
ció tras la noticia del asesinato de dos niños: Georgina Corona San Antonio, de 12 años. Y Luis
Enrique Corona Betancourt, de 13. El estallido del rumor iluminó todas las puertas, movió los
labios, la sociedad se condolió. El doble crimen sucedió a manos de Juan José Esquivel Hernández
y Gustavo Campa Hernández, primos hermanos, albañiles de 21 años de edad y compañeros del
alcohol y la droga en aquella noche. Los por nadie jamás imaginados hechos que han abierto una
herida muy grande a la mitad del corazón de todo un pueblo ansioso de vivir en paz, rasgaron la
tela de ese oscuro velo tras el cual los hombres de ayer y hoy hemos vivido. Se cree que iban ebrios.
También se supone que drogados. La tarde era la noche en que escribieron con sangre, y en mayús-
culas, el nombre del horror. Los niños habían asistido, el martes 18 por la tarde, a una fiesta navide-
ña en la colonia de Las Flores. Y a la salida, acompañaron a un amigo hasta su casa y fue en ese
tránsito cuando, a las afueras del centro comercial ubicado en la salida a Salvatierra, los jóvenes
asesinos los estaban mirando, con la hipócrita baba de la crueldad y la lascivia chorreándoles por
dentro: su moral, ésa, la única... Reinaba ya la oscuridad. La madrugada del 19 encontraría los
cuerpos desangrados. La brutalidad de una conducta inexplicable, de esas que no se aprenden en
ningún hogar, ni escuela, acaso sólo en la televisión o en el silencio. El maestro Daniel Federico
Chowell Arenas, Procurador de Justicia del estado de Guanajuato, no durmió. Sólo tenía una meta:
hallar a los culpables lo más pronto posible, en coordinación con los elementos de la Guardia
Municipal y su director, el mayor Prisciliano Mandujano. Todos respiraron cuando una llamada de
emergencia al 066 puso en alerta a los elementos, quienes de inmediato se trasladaron hasta el
domicilio, hacia el norte, donde se pedía una ambulancia para el joven que se quería matar. Alguien
lloraba por teléfono, insistiendo en que su hijo Gustavo Campa Hernández estaba a punto de
morir. La noche ardía en los colmillos y las lenguas de los lobos de las miradas asesinas. ¿Qué
cuervo los empujó a cometer su fechoría? Sólo Dios, que es universo y mente, nos lo podría decir
o escribir en un tren de blancas nubes el próximo verano. Los niños eran estudiantes en la secunda-
ria Núm 5 “Salvador Zúñiga Cardona”. Ambos ajenos y lejanos a lo que su suerte o el destino les
había reservado de la manera más cruel y despiadada. De sus asesinos poco se sabe, sólo que eran
primos y que uno de ellos, Gustavo, la noche del 20, atormentado por el dolor de la conciencia, se
185
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
quería suicidar. Y que su madre, María Victoria Campa Lorenzo, llamó a la policía para que impi-
dieran que aquél atentara contra su propia vida. Al parecer, Juan José Esquivel Hernández, conoci-
do en el vulgo como Juan José El Nalgón, fue quien planeó todo; aunque quién sabe, en esas condi-
ciones ese primer paso lo dan al mismo tiempo quienes son poseídos por la desolación del mismo
mal. Gustavo Campa Hernández, el Tete, fue la persona que quería matarse, atormentado segura-
mente por lo que la depravada bestia del instinto había hecho allí en los campos deportivos, a la
salida a Cortazar, hasta donde, supuestamente, condujeron a bordo de sus bicicletas a los dos
menores. El recuerdo voraz de la niña herida, mancillada, indefensa, inerme, lo llamaba, lo urgía a
cegar para siempre una existencia que así lo atormentaba: víbora venenosa metiéndose a sus
articulaciones, hincándole sus dos colmillos en los nervios, ya pasado el instante: ese furor que los
volvió dementes. Oía la voz lastimada del chiquillo, suplicando, rogando, insistiendo en salir,
correr, zafarse con aquella enorme herida en la cabeza… Luis Enrique, el amado hijo del policía
Enrique Corona y Elvira Betancourt, el más chico de cuatro, hermano de Viviana, Érika y Esteban,
el mayor. El amable, el dulce niño que se iba a la escuela con su cachucha roja y soñaba, algún día,
ser doctor, pero antes estrella de las grandes ligas. Fue lo que lo hizo desistir de continuar viviendo,
de fingir, de aparentar moverse adentro de un infierno de inmoralidad y de basura.
Al principio hubo una manifestación contra el alcalde. Habló fuerte el obispo Lázaro.
Después se arrepintió al enterarse de cómo aquella caminata de protesta se convirtió en un mitin
en el que los intereses de quienes sólo buscan el poder político, ondearon sus banderas, exigieron
justicia, asolearon discursos ya usados en otras ocasiones similares. Hombres que no conocen la
bondad, pues sólo anhelan destaparse como los “verdaderos” redentores. El dolor, el cariño, la
sinceridad no suelen acampar en esos pechos. Las ambiciones son la careta de su género, la más
oscura vanidad los embarnece de algo muy parecido a la persona, pero son los voceros de una
legión que anhela repartirse el pueblo, invocando al obispo, a Dios, al cardenal, al papa y a sí
mismos. El alma los abomina. La inteligencia se sonroja al verlos venir y escucharlos... Un hombre:
Gerardo Hernández Gutiérrez, allí estuvo, escuchándolos, mirándolos, sintiéndolos gritar, decir
que él y solamente él, por ser el presidente, era quien tenía que responder por tan “sentidas” muer-
tes. De la calle Azucena de la colonia El Paraíso salió aquella llamada. De allí partió la angustia de
quien creía que iba morir el hijo delincuente, tal vez ya muerto por el demonio que lo llevó a matar,
a ultrajar, a enfurecerse, a crecer entre las raíces de esas especias levantadas en bosques de frondo-
sa actitud donde la noche es rama, hojas y fruto amargo. El maestro Daniel Federico Chowell dio
la noticia. Todo México entendió que a los enajenados ya los habían cogido. Que estaban en la
cárcel, acaso sorprendidos, probablemente con el trauma que se conoce al estar consciente de
haber hecho algo indebido. Luis Enrique, el sonriente… Georgina, la de los dientecillos ralos...
Cada uno perteneciente a una estirpe diferente de ángeles.
“¿Por qué se la tuvo que llevar el Señor de esta manera? –preguntó la madre-. No lo
comprendo, pero supongo que está bien; ¡se la regalo! Todo es de él…. Está bien que se lleve a los buenos
para que le pidan por los malos. Geo no se merecía esta suerte… Siempre la recogíamos, iba al catecis-
mo, a la escuela. Nunca la dejábamos ir sola. Fue la primera vez”. Narraron ambos cónyuges.
186
Crónica de los niños asesinados
Después, María Eugenia San Antonio, la destrozada madre, con su esplendor al hombro, continuó:
“Mi Geo se fue con la ilusión de conocer el mar… Hoy cumplo 41 años, pero es como si
de golpe hubiera llegado a los noventa. Este puñal me envejeció. ¿Qué voy a hacer ahora? Vivir por
los tres que aún me quedan. ¿Pero cómo? Ahí está su bicicleta, ¡su mascota!, Nerón…, el pobre ya no
come ni bebe, se ha puesta tan triste como yo. Se va a morir como ella. Se adoraban… Veo sus
fotografías y su ropa, hoy dos veces le servido la sopa que tanto le gustaba”. Y Roberto Corona, el
padre, se agachó: “El pasado 20 de noviembre hicimos un esfuerzo por ir al mar. Georgina no
quería fiesta de quince años, sino conocer el mar. Bueno, dijimos, aunque sea anticipado, démosle
ese gusto, y ya nos íbamos a ir, pero el autobús no se llenó y se pospuso. Ya no tendrá sentido…
Sin ella… Ahora ya está en ese otro mar”. María Eugenia San Antonio vuelve a recordarla, sin soltar
el llanto, ese hilo del sollozo, que se enreda y engrandece el alma. Saca de su memoria las palabras
de una carta que Georgina le dio a leer, en la que sólo le decía: “Mamá, hemos pasado momentos muy
difíciles, pero los habremos de superar para pasar una Navidad feliz, todos unidos”. Tampoco esto pudo
ser. Partió antes, se la llevó el último lucero. Sin embargo, Sergio, el hermano mayor, puso un
nacimiento, allí en el departamento de la calle Araucarias, para sentir a Dios más cerca de ellos.
Mientras tanto, los padres de Luis Enrique se resignan. Elvira Betancourt, en su infinita
pena, compadece a los padres y los familiares de los jóvenes. “Ellos, igual, se estarán muriendo de
dolor… Pobre de su mamá, de veras, compadezco a la señora. Como madre la entiendo. Quiero que
sepan que no les guardaremos ninguna clase de rencor”. Lo único que lamenta es que su hijo no
haya muerto de otra forma, por ejemplo, dormido –dice-, pero no con el sufrimiento que habrá
sentido al recibir los golpes de la roca que le partió la frente, las mangas del suéter ahogándolo,
asfixiándolo, privándolo de toda esa luz que es la inocencia. “Nunca vamos a olvidar esa sonrisa
–comenta el padre-. Era un niño muy estudioso, serio, alegre y feliz… Somos católicos. Dios nos
mandará pronto un consuelo. Aquí en la tierra el resto ha de hacerlo la justicia, las leyes”. Celaya
piensa, Celaya opina. Celaya se pregunta: ¿Por qué?... A lo lejos las nubes también van derramando
pensamientos.
La prensa escribe que serán 40 años o cincuenta. Da lo mismo que fueran cien o mil
años de cárcel. Nada justifica que dos niños hayan sido las víctimas de una violencia irracional, que
puede andar en auto, en bicicleta, a pie, ser albañil o médico, abogado, policía, notario, tener
veintiuno, quince o cuarenta años.
nuestros hermanos. Los Punketos, los Darketos o Skatos, contra los Emos. La oscuridad contra la luz.
Lo diferente ante lo indiferente. Lo tolerante ante lo intolerante. Pudiera ser, pero tal vez no sea así.
Tanto unos como otros son hijos del desaliento. Sí, de este extraño aire de orfandad y de vacío que
a todos y por todas las hendiduras del presente nos acecha. Hijos del abandono y del olvido. De la
discrepancia y la pobreza a la que nos ha fundido la política. También la religión. También los
pocos libros y la mucha necesidad que hay en la casa. En el Congreso, los diputados sólo se pelean,
por su partido y el buen sueldo, al que defienden aun escupiéndose en el rostro o haciendo campa-
mentos en la Tribuna de la patria. En tanto acá, en una esquina del Jardín, cada noche suelen estar
juntos los Emos, muchachos delgaditos como el mismo hilo de la vida. Niños y adolescentes sin más
creencia que su propia bondad tatuada en un rostro cubierto un poco con cabello y noche. El alcal-
de de Celaya, Gerardo Hernández, habló en la prensa del mal aspecto que dan estas criaturas. Dijo
que deben irse a otro lugar, a otra colonia, quizá otro municipio. Pero después se disculpó, segura-
mente porque le aconsejaron que hablar así no era correcto; igual que cuando, al inicio de su
gobierno (2006), se declaró enemigo de los homosexuales, esos entes que pueblan la soledad y van
entre golpes por los caminos de los bares. Sus palabras, al fin aves fonéticas, volaron alrededor de
todo el mundo.
En la sociedad celayense hay anti Emos, es verdad; se hace mofa de sus maneras “ridí-
culas” y comentarios discriminatorios hacia sus características de vestir y actuar, de asumir el
riesgo de la existencia compartida y en algunos de los alardes cibernéticos se invita a los usuarios
a agredirlos, tal ya ocurrió en Querétaro, en Monterrey, en Tamaulipas y en el Distrito Federal...
Los Emos, los Punketos, los Darketos y los Skatos, aparecieron no hace muchos años, paridos por sí
mismos, pero es la misma luz de su verdad la que a nosotros nos alienta en las subidas de la histo-
ria. Nada los hace ajenos a lo humano. Son hijos de la generosidad y de la luz. También hay Dios
en ellos, hecho alma y mente en la sonrisa de su angustia. Igual que en todos, su esencia es luz del
cosmos; el mismo impulso sentimental nos puso el amor a la mitad del pecho, qué importa que
unos abran los ojos únicamente para seguir a la tormenta, y otros hagan familia con la generación
de las metáforas.
De 14 a 20 años, qué más da. Su extrema delgadez y ropa color negro no los afea ni los
aparta del diapasón social en que cantamos nuestra dicha. Pantalón entubado igual que el agua
para la gente rica, ajustado al milagro de su esencia, cinturones en llamas y sudaderas en penum-
bra, el pelo planchado con un fleco neopunk, como una franja de neblina lamiendo la montaña.
También utilizan percings o un arete en el labio, delineador negro en los párpados o labios y tenis
tipo Vans. Tienden a una conducta depresiva o melancólica y, por ello, no son bien vistos por los
otros grupos. Es lo que narran quienes más y mejor saben de ellos.
El domingo 13 de enero del año 2008, la prensa local publicó en sus primeras planas la
noticia de un “nuevo túnel” encontrado en el Jardín Principal, frente al Portal Guerrero. La ciudad
188
Crónica de los niños asesinados
volvió a estremecerse al influjo de los misterios que habían ido apareciendo con motivo de las
obras que el H. Ayuntamiento llevaba a cabo en muchos puntos de la mancha urbana: gigantescos
puentes, modernos pasos a desnivel, amplias avenidas. Hacía apenas tres meses que los medios de
comunicación locales, estatales y aun nacionales, daban cuenta del hallazgo de un túnel descubier-
to en el Bulevar Adolfo López Mateos, casi frente al mercado Hidalgo y muy cerca de la Plaza del
Cronista, del cual se dijo que sería rescatado para instalar allí algún museo de arte. El del jardín
principal iniciaba en un arco de unos dos metros de diámetro, hecho con tabiques rojos, orientado
de Norte a Sur, dando pie a pensar que fuera el mismo que, a cuatro metros de profundidad, atrave-
saba todo el jardín hacia la esquina de Zaragoza, donde se halla una tienda departamental con
nombre en lengua inglesa. Este cronista recuerda que donde hoy está Electra, allí en el Portal
Guerrero, hace tiempo había una casa de huéspedes llamada “Mercedes” y precisamente allí, en el
piso donde hoy está la tienda y un banco, había una entrada a ese camino subterráneo, que, en el
otro extremo, fue cortado cuando se construía el sótano de la tienda departamental, esquina con
Hidalgo y Zaragoza. Sabemos, por referencias históricas, que las “zanjas abovedadas” fueron cons-
truidas durante la Guerra de Independencia, de 1810 en adelante. Y que su objetivo era dar refugio
a la población e intercomunicar los templos. En realidad, Celaya está sentada en una red de túne-
les, grandes y pequeños, que corren desde la hacienda la Favorita hasta la salida a Salvatierra. Y no
hay celayense que no haya oído hablar de alguna entrada a estos sótanos. Verdaderamente es un
orgullo el tener motivos para querer cada día más esta tierra llana, y cuidarla y presumirla por
tantas cosas bellas e interesantes que continuamente nos revela. No hay que descartar la posibili-
dad de que tales conductos pudieron, además, haber servido para desalojar las grandes aguas que
entonces inundaban la parte norte de la ciudad, precisamente donde hoy es la colonia Alameda,
donde la gente coloquialmente le llamaba la “Ciénega” (ciénaga), hacia el riíto y también hasta el
río Laja, en su curva que hace rodeando a la ciudad a la salida a Salvatierra.
189
HISTORIA DE LA BANDA MUNICIPAL, 1826-2007
EN EL PRINCIPIO
Las raíces de este árbol de melifluas hojas y frondosas emociones se hunden hasta el
año 1826, cuando en Celaya hubo ya una pequeña banda de músicos callejeros o murgas –como
191
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
solía llamarse a quienes se dedicaban al arte de entonar y componer melodías-, formada por el
maestro Plácido Medina, de Rincón de Tamayo, hijo del también músico famoso don José María
Medina. Ambos, padre e hijo, tocaban en las misas, conventos, casas principales, haciendas, fiestas
de rancho, bodas, santos, aniversarios, esquinas y plazas públicas, por cuya actividad lograron
hacerse de ahorros suficientes como para pensar en dar un primer paso hacia la integración de lo
que, andando el tiempo, sería el primer modelo o el primer ensayo de una banda municipal en
forma. Cabe señalar que a este grupo de don Plácido Medina fueron invitados de igual manera
músicos “más de oído que de nota”, de las comunidades de Canoas, El Saúz, Rincón de Tamayo y
Celaya. En su pueblo no pudieron desarrollar aquel universo de creatividad y sensibilidades
nacidas y forjadas en su talento natural, por lo que buscaron la ciudad, a la que don José María
emigró “con todo y mata”, seguro de que aquí sí triunfaría. Abandonar aquel risueño rincón, el cual
ya era pueblo hecho y derecho desde el 16 de mayo de 1721, no le fue fácil, sobre todo porque allá
se quedarían muchos familiares suyos, dedicados, como la mayoría de los habitantes, a las labores
de la hacienda y hacer carbón para traerlo a vender a la ciudad de Celaya o llevarlo en sus burros
aun a las lejanas poblaciones de Salvatierra, Tarimoro y Apaseo. El hijo, más inquieto que el
padre, de inmediato buscó amigos que quisieran tocar con él y así, con Cenobio Paniagua y Zenón
Mancera, formó el conjunto, patrocinando él mismo los instrumentos. Pero su padre, “don
Chema”, no le dio la importancia debida, ya que a él le interesaba más tocar en las iglesias y
componer arpegios a Dios, la Virgen y todos los santos, que andar volando de plaza en plaza y de
pueblo en pueblo “como pájaro sin rumbo”. El grupo deambuló un tiempo por ahí, componiendo
y tocando al aire, a la sombra de los mezquites, o cuando alguien les solicitaba el servicio, fuera
gente de iglesia o de mundo. Sus temas eran el campo, la lluvia, las muchachas, alguna calamidad.
Pero pronto comprendieron que tocar una vez a la semana en el Jardín, les redituaba prestigio y
admiración de los paseantes, quienes poco a poco fueron acudiendo a los conciertos de los lunes y
los fines de semana, a escuchar las melodías que tanto les gustaban, como El Jarabe gatuno,de 1802,
o las Coplas del Chuchumbé, de 1766, y hasta El torito, que ponía en movimiento a todo el mundo,
sobre todo cuando los metales resonaban con ímpetu, acompañando aquello de:
Y así se fueron haciendo viejos, como las cosas y la vida misma, sin lograr más éxito que
el de haber dado este primer paso en la integración de una banda o conjunto que no sólo le rindiera
culto a Dios y sus ministros, sino que fuera más allá de los atrios y las celebraciones de liturgia. De
alguna manera, ésta era ya la primera imagen de una organización musical en forma. Pero, como
sucede en todo lo que se anuncia victorioso, aún faltaba la prueba principal: perseverar en el
empeño, lo cual no fue posible debido a la muerte de don José María y a un desbordamiento del
río Laja, que arrastró los instrumentos y a tres de los músicos una mañana en que ensayaban a
orillas del viento, por el camino de Galvanes.
LA PRIMERA ESCUELA
En 1846, viendo y sintiendo las nostalgias con que algunas personas recordaban a los
Medina de Tamayo, sobre todo a Plácido el “Director” de quien la gente jamás olvidaría aquéllos
conciertos, don Miguel de la Canal, gran maestro y músico respetable que moraba en el callejón de
La Cabecita o Calle Nueva, muy cerca de la iglesia de la Merced, puso una escuela para enseñar el
arte de la música, y él mismo compró los instrumentos, 35 en total, para que don Francisco J. Nava-
rro (discípulo suyo), siguiendo el noble ejemplo de su paisano tamayense Plácido Medina, integra-
ra una banda. Sólo que el carácter irascible de don Miguel de la Canal, organista de San Agustín y
medio compositor a ratos, lo orilló a un conflicto “profesional” con don Francisco, al ver cómo éste
triunfaba entre los alumnos y componía y dirigía mejor que nadie, lo cual desembocó en el cierre
de la escuela y en la pérdida de los instrumentos con que contaba la incipiente pero ya exitosa
banda. Ocho meses le habían bastado a Francisco J. Navarro para demostrar de lo que era capaz
su genio artístico, y –pese a que era el mejor alumno de don Miguel- tuvo que dejar la escuela y
abandonar la banda, la cual quedó desintegrada y sin saber adónde ir ni qué hacer con tanta triste-
za adentro. Los 35 elementos, más don Francisco, desorientados por la actitud asumida por el
maestro de todos ellos, no tuvieron otra alternativa que abandonar la casa y esperar la vuelta de los
tiempos para saber qué nuevas les vendrían en el próximo invierno o las siguientes aguas. Tuvieron
que transcurrir más de treinta años antes de que algunos de ellos vieran venir la nueva y definitiva
oportunidad, pues en la década de los setenta volvieron a reunirse algunos de ellos, y con nuevos
elementos dieron inicio otra vez al esfuerzo de integrar un grupo que tocara para la gente, amén de
los clásico por algunos conocido, lo que para esa fechas se había puesto de moda: Hermosas fuentes,
La malagueña, La negra, La llorona y hasta el Barzón... Pero para esto tenía que haber un mecenas, un
animador, y tal fue el provincial de los padres de San Francisco, quien, echando mano de su buena
voz (para cantar, predicar y convencer aun a los más duros), logró reunir los fondos suficientes
para que aquellos hombres lograran el sueño de su vida: unirse, entenderse, tener un salón para los
ensayos y nunca más desintegrarse ni permitir que la banda municipal muriera por alguna de esas
causas.
193
Las Raíces del Viento, Monografía de Celaya
LA SEGUNDA ESCUELA
En 1879, doña Emeteria Valencia –cónyuge del poderosísimo Eusebio González López-,
viendo la aceptación que había tenido la nueva banda en la población, mandó fundar una escuela
de música, la segunda en la historia, y le pidió a don Francisco J. Navarro que se hiciera cargo de
la dirección. Don Francisco, al no poder atender las dos responsabilidades, tuvo que renunciar a la
de la banda, tras encomendársela encarecidamente a su alumno favorito don Alberto Herrera, once
años menor que él, quien ejerció el cargo de director hasta la primavera de 1905, año en que ya
había muerto su recordado maestro y era Jefe Político de Celaya don Perfecto Aranda, quien, a su
vez, muerto el maestro Herrera -a tan sólo dos meses del deceso de don Francisco-, en ese mismo
año de 1905 puso en manos de Isaías Barrón Rosas, con apenas 23 años de edad, la responsabili-
dad de dirigir la todavía hoy existente banda, que los jueves, en el kiosco del Jardín, se da vuelo con
lo que está de moda o lo que nunca ha sido derrotado por lo que va y viene en las ventoleras comer-
ciales del oportunismo. El célebre maestro y compositor don Isaías Barrón Rosas, autor de la
memorable Marcha Celaya, compuesta en 1937, y un sinnúmero de hermosos villancicos que año
tras año cantaban los coros durante las navidades de aquellos tiempos, había nacido en Cortazar,
pueblo que, al igual que Rincón de Tamayo, Juventino Rosas y Villagrán, desde mayo de 1721 fuera
fundado por decreto real, con derechos propios a elegir a sus gobernantes y tener iglesia y tierras
para los indígenas. Don Isaías nació el 16 de septiembre de 1882, en aquel municipio, pero se mudó
a Celaya, donde, con singular maestría, dirigió la banda que, todos los jueves, por la tarde, en la
Plaza Cívica, y los domingos por la mañana en la Alameda, alegraba a la población, hasta que en
1915 se interrumpieron sus labores artísticas debido no tanto a los dos combates que aquí se libra-
ron entre los ejércitos revolucionarios de los generales Francisco Villa y Álvaro Obregón, sino antes
bien porque tanto uno como otro jefe militar querían llevarse a los músicos (y a él mismo) para que
sirvieran de soldados y les alegraran la vida por los caminos de la patria en los que aún no se veía
venir para nadie el fin de los conflictos, y sólo sonaban balas, relinchos, cañones y alguna que otra
pieza musical, como Me voy de soldado raso y La Adelita. Los interrumpió para salvaguardar la vida
de los integrantes de su banda, que tanto había ya hecho diferentes las tardes y las noches de una
población venida al mundo de la llanura desde el siglo XVI, y que, aparte del ya muy conocido
repertorio musical revolucionario, se extasiaba escuchando: Poeta y campesino o Caballería rusticana,
Caballería ligera, Los bosques de Viena, Aída y muchos valses. Todos se fueron a sus casas: el profesor,
a prepara los arrullos para los nacimientos en San Francisco y a enseñar clases particulares tanto
en la ciudad como en su lugar de origen. Y los otros señores, igual o a esperar la vuelta de mejores
tiempos, mismos que terminaron de pasar en 1923, cuando de nueva cuenta fueron llamados a
alegrar los jueves de una Celaya adolorida por los recientes cañoneos y la inmensa pérdida de
miles de seres humanos en sus campos de guerra, pero ahora bajo la dirección del increíble músico,
de Rincón de Tamayo también, don Francisco Maldonado, en cuyo lugar de origen la población le
ha levantado un monumento, debido a su capacidad y la fama y prestigio que le dio al pueblo natal
tanto aquí en Celaya, como en los Estados Unidos, adonde se fue a radicar y a componer música
que seguramente allá le pagaron mejor.
194
Historia de la Banda Municipal
AÑOS DE GLORIA
A partir de 1923, la banda municipal, tras haber estrenado uniformes, dio inicio a una
etapa de su existencia que pudiéramos considerar como de gloria por los grandes éxitos que alcan-
zaría, interpretando asuntos tanto de la Revolución como de la naturaleza. Sobre las olas, de Juventi-
no Rosas. Y otros valses, como Danubio azul, de J. Strauss nunca faltaban. Las abochornadas tardes
del estío se hacían menos pesadas. Las bullangueras mañanas de los domingos brillaban más
cuando don Francisco Maldonado mandaba ejecutar, a su muy peculiar estilo, algo del ruso Igor
Stravinski, como La consagración de la primavera. Y algo más para la gente “curra” que por allí
vagaba, con el ojo en las hijas o presumiendo un buen corte inglés, un fino bastón o uno de aque-
llos sombreros que tenían la forma de grandes cubos negros, se fueran con un mejor sabor de boca,
lástima que tan estimado músico sólo haya estado en Celaya unos meses. Su efímero paso por aquí
marcó el destino de varios que después lo siguieron en el destino de componer y dirigir. Don Fran-
cisco Maldonado se deleitaba dirigiendo lo mejor que podía aquella famosa banda, frente a la
presidencia municipal y -a imitación de don Isaías Barrón- también en la Alameda, que para enton-
ces era un bucólico lugar rodeado de arroyos, huertas y manantiales primorosos, con flores, perfu-
mes y nidos de pájaros por todas partes. Pero don Francisco tuvo que emigrar a los Estados
Unidos, en pos del eterno sueño de una vida mejor y el mando se le quedó, en el mismo año de
1924, al maestro José Vallejo, quien no dio tregua a la racha de victorias obtenidas bajo las célebres
batutas, tanto de don Isaías como de don Pancho, a quien recordarían con cariño y nostalgia duran-
te muchos años por tantos jueves juntos, por tantas ocasiones de tocar aun bajo un paraguas de
llovizna o delante de una procesión con el Santísimo, la Virgen del Carmen, la de la Merced y la
misma Inmaculada. Se cuenta que esta banda estuvo tocando como nunca, una noche de 1934,
mientras varios hombres -agazapados en las sombras y en sus órdenes- se preparaban para derri-
bar el antiguo templo de la Cruz para complacer a cierto comerciante poderoso a cuyo negocio le
tapaba la visión la arquitectura de este templo, es lo que dice el vulgo. Y que lo mismo hacía cuando
el padre Pastor Bañuelos acudió al cementerio a conjurar a un muerto que, en cuanto se ocultaba
el sol, se salía de la tumba a suplicar que por caridad cristiana edificaran otra vez la iglesia, más
adelante, para que su alma pudiera descansar en paz. Relatan que acudió mucha gente siguiendo
al sacerdote, pero que nadie pudo ver ni oír a aquel difunto, sólo el ministro del señor, quien dialo-
gó con la criatura de la noche, prometiéndola la anhelada construcción… Se cuenta que aun los
presos de la casi vecina cárcel de San Agustín se mantenían atentos al flujo y el reflujo de los arpe-
gios que por allá, sobre el caserío y los árboles, los domingos y cada jueves les llegaban, en las
manos del viento, en las alas de la ilusión, hasta sus oscuras celdas o los soleados patios de su “mal-
dita suerte”, tal lo relataba la estrofa, que en una de las paredes alguien había compuesto con buen
oído poético y profundamente musical:
DIRECTORES
Al final de todo, lo único que nos queda es el nombre, si bien nos va. Los años corren
pero la vida crece; crece en otras personas y en otros patios, en otros afanes y en otras dimensiones,
en otras ciudades y en otros países. Lo propio se termina cuando el maestro nos dice que terminó
el concierto. En fin. Esta es la nómina de quienes dirigieron, en su momento y a su modo, la banda
municipal:
En 1964 hubo dos directores debido a que don Julio González, originario del municipio
de Apaseo el Alto, estando ya al frente de la banda el maestro celayense don Mariano Ramírez
Bañuelos, trajo de Guanajuato un papel firmado por el propio gobernador Juan José Torres Landa,
con el nombramiento para él. Cada uno duró medio año. Hasta que el 14 de mayo de 1965, el cargo
recayó en el maestro don José Vásquez Sosa, originario de Santo Tomás Huatzindeo, municipio de
Salvatierra, donde nació el 8 de febrero de 1929, pero habitante de Rincón de Tamayo desde los dos
meses de edad. Hijo del gran maestro Mario Vásquez Guzmán, ¡también de Rincón de Tamayo! Y
196
Historia de la Banda Municipal
de María Guadalupe Sosa Palacios, hermana del maestro J. Isabel Sosa Palacios (don Chabel),
fundador de más de 45 bandas de música en todo el Guanajuato. Don José Vásquez Sosa (hasta la
fecha), continúa al frente de la banda municipal, a la que pertenece desde hace 55 años, y de la que
dolorosamente se expresa y teme por su permanencia: “Los tiempos han cambiado. Ya nada es
como antes. A los políticos de ahora les importa poco la música. La banda está a punto de perder-
se, la veo quebrada, triste como una cara de caballo viejo... Yo me podría ir ahora mismo, dejarla
que se la acabe de llevar el viento, pero pienso que si me voy, definitivamente muere, y morir para
siempre no es cualquier cosa. Figúrese, con don Isaías (Barrón) eran 37 elementos, hoy sólo queda-
mos 17, menos tres que ya se fueron y otros tres o cuatro que están por irse, vamos a quedar en
nada. Ni con diez, ni con once se puede uno parar a decir: soy músico, escúchenme. Tampoco
tenemos uniforme, nunca me había sentido así, es como si tocáramos desnudos. Yo creo que la
Casa de la Cultura es la culpable, no la de ahora, sino la de antes. Desde que pusieron allí mismo,
en el jardín, el danzón y los bailables, a la misma hora de los conciertos de los jueves, la gente se
enfadó, se fueron. Han de haber dicho: váyanse mucho a la tiznada, yo vine por escuchar a Verdi,
a Berlioz, venía por la Quinta de Beethoven, no por estos escándalos. Quería escuchar a Juventino
Rosas, a Brahms, a Mozart, a Mendelssohn, no a estos… No, lo nuestro ya pasó, se fue, la banda es
un espíritu, un muerto que no halla sepultura”.
Hay un llanto adentro del teléfono. Algo que le canta a una institución que ya pocos
frecuentan o a la que los tiempos definitivamente han derrotado. Como sea, como haya sido, la
Banda del Municipio de Celaya ya es historia, forma parte del corazón del pueblo y bien merece
recordarse, escribirse, guardarse en lo más profundo del amor y de las lágrimas.
197
EPÍLOGO…
1
De la ciudad del Lerma hasta Celaya
no hay más que dos abrazos y un sollozo,
no está cerca ni lejos, todo es gozo
sembrando la belleza en una raya.
EL MURALISMO RELIGIOSO
DE ALFREDO OJEDA VILLAGÓMEZ (1922-2005)
“EL TEMA RELIGIOSO en la pintura, es tan antiguo como el género humano. Recurrir
con plegarias a un Ser superior es algo innato en el hombre. Darle imagen visual a una divinidad,
a un santo o a un paraíso, es papel del pintor, procurando que la colorida representación irradie
bondad, caridad, tristeza, sufrimiento, la gloria o el averno… Uno de los temas religiosos más
procurados en la era cristiana por frailes y artistas plásticos, fue el de Jesús, José y María de Naza-
ret. Alfredo Ojeda vació su retórica colorística en poblaciones como Juventino Rosas, Gto, en el
franciscano templo de la Santa. Cruz en 4 monumentales murales. Ahí, en el presbiterio del lado
de los ocasos, se puede admirar al santo de Asís en acción mítica, bajando a Jesús de la Cruz ya
muerto. En otro, pintó también a Francisco pero ahora en gran comunión con Dios, en espiritual
escena nocturna, preñada de gran dosis de misterio que arrebata por sí mismo con su claroscuro
intenso. Los otros dos murales santacrucenses platican amplio de otro calvario: el andado por la
Cruz, poco después que bajaron de ella al hijo de Dios ya difunto. EN CORTAZAR, GTO, en el
santuario de San José, mora un par de murales con temática del padre putativo de Jesús. Uno, del
lado de las auroras, narra la revelación que un ángel le susurró en sueños para enterarlo de los
planes de Dios al elegir a su esposa María para madre de su unigénito, Jesús, sin mediar varón, sólo
por intercesión del Espíritu Santo. Al lado poniente del presbiterio, se engalana otra vieja pared
con una bien lograda escena de “La Huida a Egipto”, en una interpretación de aquel sobrecogedor
drama, estrujante momento en tiempo y espacio, mostrado con maestría en el todo y en sus
fragmentos. OCHO MURALES ojedistas más, yacen en yeso vertical, también con argumentos
religiosos, presencia espiritual y, por supuesto, gran puñado de visión plástica. Todos desperdiga-
dos por diferentes rumbos del terruño guanajuatense, resguardados por estrictos ojos francisca-
nos. EL PINTOR OJEDA, además de narrar en grandes espacios, también caminó fuerte la vereda
del caballete con variados asuntos, en particular, el retrato, en el que por costumbre capturó en
lienzo con singular óptica, ingenio y destreza, no sólo la geometría de un rostro, también la idiosin-
crasia, la imagen interior, los anhelos y temores, a manera de involuntaria radiografía del alma,
escarbados en algunos de los más recónditos pensamientos del retratado…” (Jorge Ojeda Guevara).
impusieron el nombre de Alfredo. Su progenitor, don David Ojeda Rivera; su madre, doña Ma.
Guadalupe Villagómez Ríos. Ellos lo criaron con esmero al parejo que su numerosa prole. Con el
andar de los tiempos, el chaval mostraría inquietudes y aptitudes artísticas premonitorias, que al
corto plazo lo llevarían a conquistar grandes espacios y escalar los más altos peldaños rumbo a sus
más dorados sueños. Para ello, y apenas cargando 16, metamorfoseó sus saberes empíricos en
académicos: pasó 2 calendarios inmerso entre ideas, telas, pinceles y pigmentos en la Escuela
Nacional de Pintura y Escultura de la ciudad de México, mejor conocida como ‘La Esmeralda’,
donde enseñaban por esos días dibujo, composición y pintura, maestros como Diego Rivera y
Frida Khalo. En ese lugar, el joven salvaterrense conoció al también pintor guanajuatense José
Chávez Morado. Y de ese crisol de artistas emergió Alfredo, en 1940, cargando un costal de juveni-
les ilusiones, con un grupo de pujantes camaradas generacionales denominado “La Cuña”, con
quienes expuso sus trabajos en el vestíbulo del Palacio de Bellas Artes. Ojeda mostró once telas de
varios temas, tanto al óleo como al temple… Enseguida y mientras terminaba de fraguar el artista,
sucedieron otros asuntos en el transcurrir de su primera etapa adulta: casó, fue jugador de fútbol,
cantador, ranchero, constructor, arrendador de inmuebles y comerciante exitoso... Después, frente
a la necesidad que sus retoños brincaran a un peldaño superior de educación, mudó prole, casa e
ilusiones del rumbo salvaterrense del Lerma al celayense tresguerrista, donde abrazó con su habi-
tual tesón menesteres varios que incluían, por supuesto, el pintar en caballete temáticas variadas,
que hacía tiempo ya ejercía con oficio, solvencia, eficiencia y el desparpajo propio de los versados
en ese esquivo oficio artístico. Pero sus mejores talentos y sentimientos los vaciaría el pintor Ojeda
en su esencial tarea de vida. Sería al finalizar los años 50 que el destino que todo lo ve, teje, desteje
e hila, le lanzó un reto que ya le tenía reservado, el cual, si para la mayoría de los mortales sería un
atemorizador asunto, no lo fue para él, quien, emocionado, puso manos a la obra, y sin proponér-
selo, de esa manera lo encaminaría a un nicho de inmortalidad: El artista fue requerido para afron-
tar el gran desafío de plasmar, en añejos muros, varios pasajes medulares del Nuevo Testamento,
que incluían una mítica imagen de Francisco de Asís bajando de la Cruz a Jesús ya muerto. Diez
murales marcarían su vida para siempre. El templo franciscano de La Santa Cruz en la ciudad de
Juventino Rosas, Guanajuato, sería el primer lugar en que crearía, en gigantesco formato, cuatro
monumentales temas bíblicos. Así, y luego de haber aceptado el gran reto muralístico, de un día
para otro y ante la mirada curiosa de la rezadora feligresía mañanera, se le vio inmerso en diversos
menesteres, madrugándole al gallo, adelantándose a los pesarosos tañeres, trepando y bajando
andamios, ideando, hurgando historia, dibujando, resolviendo, trazando, aplicando color, borran-
do, corrigiendo y volviendo insistentemente a colorear… Todo ello salpicado de largas y profundas
cavilaciones y reflexiones en las que sólo se escuchaba el silencio. De ese modo, fueron tomando
forma las ideas a manera de mensajes: el cielo, las nubes, los cerros, los árboles y, en ese ambiente
impresionantemente místico, Francisco de Asís abrasado de serenidad mística, bajando de la cruz,
en el Monte Calvario de Jerusalén, el cuerpo inerte de Jesús de Nazaret, hijo de Dios…Corría presu-
roso el ya lejano año del 1959. Concluido este primerísimo monumental mural, los geniales pince-
les siguieron al hilo y con el mismo entusiasmo, ritmo y frenesí, casi sin pausa los temas de: “Ora-
ción nocturna de Francisco de Asís”, “Sta. Elena encuentra la Santa Cruz en el Monte Calvario,
Jerusalén” y “La Sta. Cruz es recuperada de los Persas e introducida a Jerusalén por el emperador
Heraclio. Año 630”. (Jorge Ojeda Guevara).
201
ÍNDICE DE TEMAS
ACTA DE FUNDACIÓN
MONOGRAFÍA
OROGRAFÍA
BREVE HISTORIA
ALGUNAS PRECISIONES
PARA EL NOMBRE DE LA CIUDAD DE CELAYA
LA INDEPENDENCIA
SIGLO XIX
PORFIRIATO
PERÍODO REVOLUCIONARIO
SIGLO XX
LA EXPLOSIÓN DE CELAYA
EL AUGE
GEOGRAFÍA
203
ECONOMÍA
DEMOGRAFÍA
EDUCACIÓN
DEPORTES
LOS FUNDADORES
AQUELLOS HOMBRES
GENERALIDADES
EL PUEBLO OTOMÍ
AQUÉLLOS ORÍGENES
LAS NACIONES
IMÁGENES
EL TRUENO Y EL RELÁMPAGO
AQUEL AMANECER
204
CELAYA Y LA ESCLAVITUD
CELAYA Y LA HECHICERÍA
EL BENEMÉRITO EN CELAYA
EMETERIA VALENCIA
LA BARRANCA DE METLAC
UN DIPUTADO PORFIRISTA
GUANAJUATO
LA HISTORIA
SU MUERTE
LA CALLE DE LA HUMILDAD
205
CORRIDO DE VALENTÍN MANCERA (1882)
BARRAS Y ESTRELLAS
DIVINO TESORO
LITERATURA Y ORFANDAD
EL ARRA DE ORO
ALAS ROTAS
EUROPA
EL HOMENAJE
206
SONETOS
SURCOS Y LIBROS
EL REPARTO AGRARIO
SUCEDIÓ EN TAMAYO
UNA ENTREVISTA
EN EL PRINCIPIO
LA PRIMERA ESCUELA
LA SEGUNDA ESCUELA
AÑOS DE GLORIA
DIRECTORES