El Caldero de Oro - ETA Hoffmann
El Caldero de Oro - ETA Hoffmann
Primera Velada
La desgracia del estudiante Anselmo.—De la pipa del pasante
Paulmann y las serpientes verdes
1 Los jardines de los baños de Linke, en la orilla derecha del Elba, eran uno de los sitios más frecuentados por los habitantes de Dresde.
ni en la cerveza, ni en la música, ni en la contemplación de las muchachas bonitas... Pasó de
largo por la puerta de los Baños, y por fin fue a refugiarse en el paseo a orillas del Elba, que
estaba solitario. Bajo un saúco que sobresalía de una tapia halló una sombra amable; se
sentó tranquilamente y sacó una pipa que le había regalado su amigo el pasante Paulmann.
Ante su vista, jugueteaban las ondas doradas del Elba, detrás de las cuales se levantaban las
torres esbeltas de Dresde en el fondo polvoriento del cielo, que cubría las verdes praderas
floridas y los verdes bosques; y en la profunda oscuridad se erguían las dentadas montañas,
nuncios del país de Bohemia. Mirando fijamente ante sí, el estudiante Anselmo sopló en el
aire las nubes de humo, y su mal humor se expresó en alta voz, diciendo: «¡La verdad es
que he nacido con mal sino! Que no haya sido nunca el niño de la suerte2, que jamás acierte
a pares o nones, que si se me cae el pan con manteca siempre sea del lado de la grasa..., de
estas penas no quiero hablar; pero ¿no es un hado funesto que cuando me he decidido a ser
estudiante tenga que ser siempre un kümmeltürke?3. Si estreno un traje, es seguro que el
primer día me caerá una mancha o me engancharé en el primer clavo con que tropiece. Si
saludo a una dama o a un consejero, no será sin que se me caiga el sombrero o resbale en el
suelo y me dé un golpe, provocando la risa de los presentes. ¿He llegado al colegio alguna
vez a tiempo? ¿De qué me ha servido salir de casa con media hora de anticipación y
colocarme delante de la puerta, con el libro en la mano, pensando penetrar al primer toque
de campana, si el demonio me dejaba caer sobre la cabeza una jofaina o me hacía atropellar
por uno que salía, metiéndome en un laberinto y echándolo todo a perder? ¡Ay, ay! ¿Dónde
estáis, sueños de felicidad, que yo, orgulloso, pensaba podrían conducirme a secretario
particular? Mi mala estrella me ha indispuesto con mis más valiosos protectores. Yo sé que
el consejero íntimo al que vengo recomendado no puede aguantar los cabellos recortados;
con gran trabajo colocó el peluquero una coleta en mi coronilla, pero a la primera
reverencia se me cayó el desdichado adorno, y un perrillo juguetón que caracoleaba
alrededor mío lo llevó muy contento a su amo. Asustado, me eché encima de él sobre la
mesa de trabajo en que estaba almorzando el consejero, di al traste con las tazas, los platos,
el tintero..., la salvadera, que se rompieron, ensuciando los papeles de tinta y de chocolate.
"¡Es usted el demonio!", exclamó furioso el consejero, y me arrojó de su presencia. ¿De
qué me sirve que el pasante Paulmann me haya ofrecido una plaza de escribiente, si mi
mala sombra me sigue a todas partes? Lo mismo que hoy... Quería yo celebrar el día de la
Ascensión en debida forma. Hubiera podido, como los demás mortales, entrar en los Baños
y gritar: "¡Una botella de cerveza..., de la mejor!... ". Podía haber permanecido allí dentro
hasta muy tarde, rodeado de muchachas bonitas y elegantes. Estoy seguro de que el alma
me habría vuelto al cuerpo, que hubiera sido otro hombre, y hasta si me hubiesen
preguntado "¿Es muy tarde?" o "¿Qué tocan?", me habría levantado ligero, sin tirar el vaso
ni el banco, y adelantándome unos pasos, hubiera dicho: "Esta es la obertura de
Donauweibchen4, o "Acaban de dar las seis". ¿Podía alguien haberlo tomado a mal? No, me
parece a mí; las muchachas me hubieran mirado riendo burlonas, como suelen hacer, si se
me hubiese ocurrido demostrar que yo también entendía algo de la vida y sabía conducirme
con las damas. Pero el demonio me lanzó contra el maldito cesto de manzanas, y ahora
tengo que arreglármelas solo con mi pipa».
2 Se le llamaba el niño de la suerte al que le tocaba el haba que solían tener las tortas de Reyes que se comían el 6 de enero. El agraciado
era nombrado rey y elegía una reina y un reino, etc.
3 Kümmeltürke, el estudiante que no salía de los alrededores de su pueblo y no vivía independiente.
4 Das Donauweibchen, una ópera llamada también Saalnixe, comicorromántica, de F. Kauer, letra de K. F. Hensler.
Aquí el estudiante Anselmo vio interrumpido su monólogo por un ruido inesperado que
salía de la hierba que le rodeaba, extendiéndose luego a las ramas del saúco que sombreaba
su cabeza. Parecía unas veces el viento de la noche que movía las hojas; otras, el bullicioso
rumor de pajarillos en las ramas que agitasen inquietos las alas. Luego comenzó a tintinear
como si en las ramas colgasen campanillas de cristal. Anselmo escuchaba y escuchaba; de
pronto le pareció que el murmullo y el tintineo se convertían en palabras que decían: «A
través... o derecho..., entre las ramas..., entre las flores..., rodemos; culebremos,
enredemos..., hermanita...; hermanita, da vueltas a media luz..., de prisa, de prisa..., arriba,
abajo...; el sol de la tarde nos envía sus rayos...; el viento crepuscular refresca..., agita el
rocío; las flores cantan...; movamos las lengüecillas con las flores y las ramas...; las
estrellas brillan... arriba, abajo, aquí, acullá...; rodemos, culebremos, enredemos,
hermanita».
Y así continuó una charla incongruente. El estudiante Anselmo pensó: «Este es el
viento crepuscular, que hoy me hace comprender sus palabras». Pero en el mismo momento
sintió sobre su cabeza como tres notas de campanillas de cristal. Miró hacia arriba y vio tres
serpientes de un verde dorado enredadas entre las ramas y que alargaban sus cabezas para
recibir el sol poniente. Comenzaron de nuevo a oírse las palabras sin sentido, y las
serpientes se deslizaban y se revolvían entre las ramas y las hojas, y al moverse con
rapidez, parecía que el saúco estaba inundado de esmeraldas que brillaban entre sus hojas
oscuras. «Es el sol poniente que juguetea en el saúco», pensó Anselmo. Pero volvió a oír las
campanillas, y vio que una de las serpientes dirigía la cabeza hacia él. Sintió como una
conmoción eléctrica y comenzó a temblar interiormente... Miró hacia arriba y observó un
par de ojos azul oscuro que se fijaban intensamente en él, sintiéndose entonces acometido
de una sensación desconocida de felicidad y de dolor profundo que parecía querer hacerle
saltar el corazón. Y mientras, lleno de ardientes deseos, contemplaba los divinos ojos,
resonó más fuerte, en armoniosos acordes, el ruido de las campanillas de cristal, y las
centelleantes esmeraldas subían y bajaban y le rodeaban de mil llamitas, jugueteando
alrededor suyo con hilillos de oro. El saúco se movió y dijo: «Esta es mi sombra, mi aroma
te embalsama; pero no me comprendes. Aroma es mi lenguaje cuando el amor lo inspira».
El vientecillo sopló suave y dijo: «Arrullo tu sueño; pero no me comprendes. Céfiro es mi
lenguaje cuando el amor lo inspira». Los rayos de sol rompieron las nubes, y la luz dijo:
«Te inundo de oro abrasador; pero no me comprendes. Fuego es mi lenguaje cuando el
amor lo inspira».
Y cuanto más embebido en la mirada de los ojos deliciosos, más ardientes fueron su
anhelo y su deseo. Todo se conmovió como si lo despertase una vida alegre; las flores, los
brotes le embalsamaban con su aroma, que asemejaba el cántico maravilloso de millares de
flautas, que arrastraba el eco por las doradas nubes crepusculares. Cuando desapareció tras
los montes el último rayo de sol y la noche tendió su manto sobre la tierra, una voz ronca y
lejana exclamó: «¿Qué significa ese ruido y ese murmullo allá arriba? ¡Viva, viva! ¿Quién
me busca en el rayo tras los montes? Basta de ruido, basta de cánticos. ¡Viva, viva! Por los
matorrales y por las praderas..., por las praderas y por los arroyos... ¡Viva, viva! Abajo,
abajo...».
La voz desapareció como el eco de un trueno lejano; pero las campanillas de cristal se
rompieron en una disonancia cortante. Todo quedó en silencio, y Anselmo vio a las tres
serpientes que se arrastraban, estremeciéndose, por la hierba hacia el río, y se precipitaron
en el Elba, desapareciendo entre sus ondas, y en el sitio preciso se elevó un fuego crepitante
que desapareció luego, poco a poco, en dirección de la ciudad.
Segunda Velada
De cómo el estudiante Anselmo fue tomado por borracho y por
loco.—El paseo por el Elba.—El aria del director de orquesta
graun.—el licor estomacal de Conradi y la broncínea vendedora de
manzanas
—Este señor no está en su juicio —dijo una respetable burguesa que, volviendo de
paseo con su familia, se quedó parada y con los brazos cruzados contemplando los
movimientos del estudiante Anselmo.
Se había este abrazado al tronco del saúco y gritaba, dirigiéndose a las hojas y a las
ramas:
—¡Brillad y relucid otra vez, lindas serpientes de oro! ¡Que yo oiga de nuevo las
campanillas de cristal! ¡Que me miren vuestros divinos ojos; si no, sucumbiré de dolor y de
angustia!
Y suspiraba y gemía profundamente, y sacudía con impaciencia el saúco, que, lejos de
responderle, movía sus hojas indiferente y parecía como si se burlase de las ansias del
estudiante.
—Este señor no está en su juicio —repitió la buena mujer.
Y al oírlo le pareció a Anselmo que le despertaban violentamente de un sueño profundo
o que le rociaban con agua helada para despabilarle. Vio claro dónde se encontraba y
recordó que algo muy extraño le había conmovido al punto de hacerle hablar solo. Confuso,
contempló a la mujer, y recogió del suelo el sombrero con intención de huir. Mientras tanto,
el marido había llegado junto a su mujer, y después de dejar sobre la hierba al chiquillo que
llevaba en brazos, contemplaba con curiosidad y admiración al estudiante Anselmo. Cogió
la pipa y la tabaquera de este, que estaban caídas, y dijo, alargándole ambos objetos:
—No se apure el señor ni veje a la gente, que no le falta en nada, por haber bebido un
vaso de más... Váyase derecho a su casa y échese a dormir.
El estudiante Anselmo se avergonzó mucho y lanzó un ¡ay! quejumbroso.
—Vaya, vaya —continuó el burgués—, sea razonable y no se apure, que no tiene nada
de particular el tomar una copa de más el día de la Ascensión; eso le ocurre a cualquiera. Si
me lo permite, voy a llenar mi pipa de su tabaco, pues el mío se ha acabado.
Esto dijo el buen burgués en el momento en que el estudiante iba a guardarse la pipa y
la tabaquera; y sin otra ceremonia, limpió la suya y comenzó tranquilamente a llenarla.
Algunas muchachas se habían acercado entretanto y cuchicheaban con la mujer, mirando a
Anselmo, al que le parecía estar sobre aceradas y ardientes espinas. En cuanto tuvo en su
poder la pipa y la tabaquera, echó a correr sin decir una palabra. Todo lo que viera de
maravilloso bajo el saúco había desaparecido, y sólo recordaba haber soñado toda clase de
cosas extrañas, acometiéndole una especie de terror involuntario al recordarlo. «Satanás se
ha apoderado de ti», le dijo el rector, y no le cabía duda de que estaba en lo cierto. Y tal
pensamiento no era soportable para un candidatus theologiae borracho el día de la
Ascensión.
Iba a internarse por la alameda del jardín de Kosel5, cuando oyó a su espalda una voz
que decía: «Anselmo, Anselmo, ¿dónde demonios va usted con tanta prisa?». El estudiante
se quedó como clavado en el suelo, pues estaba seguro de que le sucedería una nueva
9 Conradi era el nombre de un tabernero muy conocido en Dresde, que después estuvo en la Seestrasse.
«¡Pronto caerás en el cristal!». El estudiante se sintió acometido de un terror que le produjo
el frío de la fiebre. El cordón de la campanilla se inclinó hacia abajo, convirtiéndose en una
serpiente blanca y transparente que le rodeaba y le oprimía cada vez más fuerte en sus
contorsiones, hasta que los miembros tiernos, triturados, se rompieron en pedazos, y de sus
venas brotó la sangre, que penetró en el cuerpo transparente de la serpiente, poniéndole a él
rojo. «¡Mátame, mátame!», quería gritar en su terror; pero sólo conseguía articular un
sonido ronco. La serpiente levantó la cabeza y dirigió su lengua afilada desde la tierra al
pecho de Anselmo; entonces sintió un dolor agudísimo en el corazón y perdió el
conocimiento. Cuando volvió en sí estaba en una camita modesta, y a su lado el pasante
Paulmann, que le decía:
—Por amor de Dios, querido Anselmo, ¿qué extravagancias son esas?
Tercera Velada
Noticias sobre la familia del archivero Lindhorst.—Los ojos azules
de Verónica.—El registrador Heerbrand
—El espíritu miró fuera del agua, que se conmovió y saltó en ondas espumosas; estas
se precipitaron en el abismo, cuyas fauces negras se abrieron ansiosas de engullirlas. Como
vencedor triunfante, la roqueda de granito elevó su cabeza coronada
de picachos, protegiendo el valle hasta que el sol lo acogió en su seno maternal y lo rodeó
con sus rayos como brazos ardientes, calentándolo e iluminándolo. Entonces miles de
gérmenes que dormían bajo la arena despertaron de un sueño profundo, y estiraron sus
hojillas y sus tallos para saludar a su madre, y como niños alegres que juguetean en una
pradera, asomaron sus botones, que se abrieron al fin, acariciados por la madre y
coloreados por miles de matices a cual más lindo. En el centro del valle se erguía una colina
negra que se agitaba como el pecho del hombre cuando le conmueven las malas pasiones.
Del abismo subían las emanaciones, y reuniéndose en masas enormes se esforzaban en
ocultar el rostro de la madre; pero entonces estalló la tormenta y las alejó de allí, y cuando
el rayo límpido volvió a iluminar la colina negra brotó una azucena roja, la cual abrió sus
hojas como labios que fueran a recibir el beso de la madre. En el valle apareció una
lucecilla brillante: era el joven Fósforo, y al verlo, la azucena exclamó llena de ansiedad:
«Sé mío para siempre, hermoso joven. Te amo y moriría si me abandonases». El joven
respondió: «Seré tuyo, linda flor; pero tendrás que abandonar a tu padre y a tu madre como
un hijo bastardo; no volverás a ver a tus camaradas; querrás ser más grande y más fuerte
que todo lo que ahora te alegra y regocija. El anhelo que llena tu ser te servirá de tormento
y martirio, pues el pecado dará origen a otros pecados, y la alegría grande que enciende la
chispa que yo vierto en ti es el dolor sin esperanza, en el que te sumirás para renacer en una
forma extraña. ¡Esta chispa es el pensamiento!». «¡Ay! —exclamó la azucena—. ¿No podré
ser tuya en el ardor que me abrasa? ¿Puedo amarte más aún y puedo contemplarte si tú me
aniquilas?». Besó al Fósforo, y como penetrada de su luz, se vio rodeada de llamas, de las
que salió un ser nuevo, que no tardó mucho en revolotear por el valle, sin preocuparse de
los camaradas jóvenes ni del joven amante. Este se lamentaba por su amor perdido, pues
continuaba amando a la azucena en el valle solitario, y las rocas de granito inclinaban sus
cabezas tomando parte en los lamentos del joven. Una de ellas abrió su seno, y de él salió
un dragón de negras alas que dijo: «Mis hermanos los metales duermen ahí dentro; pero yo
estoy alegre y despierto y quiero ayudarte». Subiendo y bajando atrapó el dragón al ser
extraño nacido de la azucena, lo llevó a la colina y lo rodeó con sus alas; volvió a ser la
azucena; pero el pensamiento le destrozaba por dentro, y el amor por el joven Fósforo era
un lamento cortante, ante el cual, con el aliento emponzoñado, se marchitaban las
florecillas que antes alegraban su vista. El joven Fósforo se puso una armadura brillante,
que relucía con mil colores, y luchó con el dragón, que con sus alas negras chocó contra la
armadura, haciéndola resonar, y entonces las florecillas volvieron a la vida y rodearon al
dragón como pájaros maravillosos, haciéndole perder fuerzas y ocultarse en el fondo de la
tierra vencido. La azucena estaba libre; el joven Fósforo la abrazó con amor celestial, y las
flores y los pájaros y hasta las mismas rocas de granito cantaron un himno de alegría,
proclamándola reina del valle.
—Señor archivero —dijo el registrador Heerbrand—, eso es completamente oriental, y
ahora deseamos que nos cuente algo, como ha hecho otras veces, de su vida, de sus viajes,
algo que sea verdad.
—Lo que acabo de contarles —respondió el archivero Lindhorst— es de lo más
verídico que puedo referirles de mi vida, pues yo procedo de ese valle, y la azucena que
reinó en él era mi tatarabuela en no sé qué grado, por lo cual, yo también soy príncipe.
Todos se echaron a reír ruidosamente.
—Bueno, ríanse ustedes cuanto quieran —siguió el archivero—. Pueden tomar por
insensato todo lo que acabo de contarles, pero no por eso dejará de ser rigurosamente
cierto. De haber sabido que la historia de amor a la que debo mi nacimiento les agradaba
tan poco, les habría contado algo nuevo que me ha referido mi hermano.
—Cómo, ¿tiene usted un hermano? ¿Dónde está? ¿Dónde vive? ¿Sirve también al rey,
o es algún sabio independiente? —le preguntaban todos.
—No —repuso el archivero, tomando una pizca de rapé con suma tranquilidad—; se
colocó en la parte mala y está bajo el dominio del dragón.
—¿Bajo el dominio del dragón? —se oyó como un eco por todas partes.
—Sí, bajo el dominio del dragón —continuó el archivero Lindhorst, en realidad en la
desesperación—. Ustedes saben, señores míos, que mi padre murió hace poco tiempo, hace
unos trescientos ochenta y cinco años, por lo cual aún llevo luto. Yo era su preferido, y me
dejó un ónice que también quería poseer mi hermano. Nos peleamos delante del cadáver de
una manera muy poco cortés, hasta que el difunto perdió la paciencia, se levantó y arrojó
por las escaleras al hermano malo. Le tocó a mi hermano, y fue a parar a los dominios del
dragón. Ahora está en un bosque de cipreses cerca de Túnez, donde tiene a su cargo el
cuidado de un renombrado carbunclo místico, el cual es buscado por un demonio de
nigromante que tiene su residencia de verano en Laponia, y sólo puede aprovechar para
venir a verme el cuarto de hora que el nigromante se dedica a cuidar de sus salamandras,
aprovechando esos momentos para contarme a toda prisa lo que ocurre de nuevo en las
fuentes del Nilo.
Por segunda vez, los presentes se echaron a reír; pero el estudiante Anselmo comenzó a
sentirse inquieto y apenas se atrevía a mirar los ojos grandes del archivero, sin que le
invadiera cierto malestar interior. La voz de archivero Lindhorst tenía algo metálico e
impresionante que le hacía estremecerse hasta la médula. El objeto que impulsó al
registrador Heerbrand a llevarle consigo al café no parecía fácil de alcanzar por aquel día.
Después de lo que ocurriera al estudiante Anselmo a la puerta del archivero, no se
atrevió a intentar la visita por segunda vez, pues tenía el convencimiento de que sólo la
casualidad le había librado, si no de la muerte, por lo menos de un gran peligro. El pasante
Paulmann acertó a pasar por aquella calle cuando él yacía sin sentido delante de la puerta
de la casa del archivero, y a su lado una vieja que para atenderle había dejado un cesto lleno
de bollos y manzanas. El señor Paulmann había requerido una camilla y lo hizo trasladar a
su casa. «Pueden creer lo que quieran de mí —decía el estudiante Anselmo—, pueden
tomarme por loco o por... lo que quieran; pero yo estoy seguro de que en el llamador de la
puerta me hacía guiños la maldita cara de la bruja de la Puerta Negra. De lo que sucedió
después, no quiero hablar; pero si yo llego a recobrar el conocimiento y veo a mi lado a la
vendedora de manzanas, que no era otra la vieja que estaba junto a mí, estoy seguro de que
me da un ataque o me vuelvo loco.»
Ni las reflexiones del pasante Paulmann, ni los discursos del registrador Heerbrand, ni
los de Verónica, acompañados de las miradas de sus ojos azules, lograron sacarle del
ensimismamiento en que cayó. Lo consideraron mentalmente enfermo y comenzaron a
pensar en un medio de distraerle, decidiendo el registrador Heerbrand que nada más a
propósito que la ocupación de copiar los manuscritos del archivero. Pensaron, por lo tanto,
en el modo de ponerlos en comunicación, y como el registrador sabía que el archivero
acudía casi todas las noches a cierto café, invitó al estudiante Anselmo a frecuentarlo a
costa suya y tomar una cerveza y fumarse una pipa, hasta que se presentase ocasión de
conocer al archivero y tratar con él del asunto de las copias, a lo cual el estudiante accedió
de buen grado.
—Merecerá usted bien de la posteridad si consigue volver a la razón al pobre joven,
amigo Heerbrand —dijo el pasante Paulmann.
—Sí, es verdad —confirmó Verónica, elevando sus lindos ojos al cielo con expresión
piadosa y pensando que el estudiante Anselmo era un joven muy simpático aunque
estuviera trastornado.
En el momento en que el archivero Lindhorst se disponía a salir, armado de bastón y
sombrero, el registrador tomó a Anselmo de la mano y, cortando el paso al archivero, le
dijo:
—Estimado señor archivero: aquí tiene usted al estudiante Anselmo, que es una
eminencia en trabajos de pluma y quiere copiar sus manuscritos.
—Me alegro extraordinariamente —respondió el archivero Lindhorst, apresurado.
Se puso el sombrero de tres picos y, apartando al registrador y a Anselmo, echó a correr
escalera abajo, quedándose los otros parados y mirando a la puerta, que el primero cerró de
un portazo, haciendo rechinar los goznes.
—Es un viejo extraordinario —dijo el registrador.
—Un viejo extraordinario —repitió Anselmo, sintiendo como si le corriera por las
venas una corriente de agua helada capaz de convertirle en estatua de mármol.
Todos los asistentes al café se echaron a reír, y dijeron: —El archivero estaba hoy de
humor; mañana seguramente estará tranquilo y no hablará una palabra, sino que se pasará
las horas mirando las volutas de humo de su pipa o leyendo periódicos; no hay que hacerle
caso.
«Es verdad —pensaba el estudiante Anselmo—, no hay motivo para preocuparse. ¿No
ha dicho el archivero que se alegraba mucho de que yo quisiera copiar sus manuscritos?
Pero ¿por qué ha cerrado el paso al registrador cuando ha visto que se dirigía a su casa? El
archivero es en el fondo una buena persona y generoso en extremo..., pero un poco extraño
en sus discursos. En todo caso, ¿a mí qué me importa? Mañana a las doce en punto me
presentaré en su casa a pesar de todas las brujas de bronce.»
Cuarta Velada
Melancolía del estudiante Anselmo.—El espejo de esmeraldas.—De
cómo el archivero Lindhorst voló como un milano y el estudiante
Anselmo no encontró a nadie
Tengo que preguntarte, amable lector, si en tu vida no has tenido horas y días y
semanas en los cuales se te ha presentado todo lo hecho a diario como un verdadero
tormento, y en los que todo lo que has considerado como digno de tu esfuerzo te parece
estúpido y sin objeto. En esos momentos no sabes qué hacer ni adonde dirigirte; en tu
pecho se esconde el sentimiento de que en alguna parte y alguna vez habrá ocasión de
llenar cumplidamente todos tus deseos, que el espíritu, como un niño temeroso, no se atreve
a formular; y en este anhelo por lo desconocido, algo que flota por dondequiera que vayas y
dondequiera que estés se te aparece como un sueño en el que figuran seres translúcidos que
te hacen enmudecer para todo lo que aquí te rodea. Diriges tu mirada turbada en derredor
como un amante sin esperanza, y todo lo que los hombres hacen en abigarrado revoltijo te
produce dolor y mucha alegría, como si no pertenecieses a este mundo. Si te ha ocurrido
alguna vez esto, querido lector, conoces por experiencia propia el estado del estudiante
Anselmo. Lo que más deseo es haber conseguido pintarle con colores vivos ante tus ojos,
pues en realidad en las vigilias que he dedicado a escribir su historia peregrina he
procurado hacerlo con toda exactitud, relatando lo maravilloso como si fuera un cuento de
aparecidos, al punto que hay momentos en que temo que no creas ni en el estudiante
Anselmo ni en el archivero Lindhorst, y que hasta llegues a dudar de la existencia del
pasante Paulmann y del registrador Heerbrand, o por lo menos pasen inadvertidos para ti
estos estimables señores, que aún se pasean por Dresde. Intenta, estimado lector, penetrar
en el mundo de las hadas, lleno de maravillas que provocan las grandes alegrías y los
grandes terrores, donde las diosas levantan sus velos para que podamos contemplar sus
rostros; pero una sonrisa de incredulidad asoma a todos los labios, la burla con que se acoge
siempre todo lo fabuloso, como los cuentos de las madres a sus hijos pequeños. Bien; pues
en este reino, que por lo menos en sueños se nos abre algunas veces, trata de penetrar,
querido lector, y de reconocer las figuras tal y como las ves en la vida diaria. Entonces
creerás que el tal reino está más cerca de ti de lo que te figuras; esto lo deseo con todo mi
corazón, para que te puedas hacer más cargo de la historia del estudiante Anselmo.
Como ya hemos dicho, el estudiante Anselmo, desde la noche en que vio al archivero
Lindhorst, cayó en una apatía somnolienta que le hacía insensible a todas las emociones de
la vida corriente. Sentía en su interior algo desconocido que le conmovía y le producía una
especie de dolor agradable, que es la consecuencia del anhelo que a los hombres promete
otro ser más alto. Donde se encontraba más a gusto era en las praderas y en los bosques, en
los que podía contemplar a sus anchas la naturaleza y la vida y sumirse en reflexiones
interiores. Y ocurrió que volviendo un día de un largo paseo, acertó a pasar por delante de
aquel saúco donde fue acometido por las hadas y vio cosas tan raras; se sintió atraído por la
alfombra verde del césped, y apenas se había sentado, cuando todo lo que en un día
contemplara como en éxtasis, y cuyo recuerdo conservaba en el fondo de su alma, volvió a
aparecérsele como si lo viera por segunda vez. Y aún más claro que entonces, vio los ojos
azules de las serpientes doradas que en el centro del saúco se erguían, y las campanillas de
cristal que brotaban de su contorno, llenándole de encanto y alegría. Lo mismo que el día
de la Ascensión, se abrazó al saúco, que dirigiéndose a las ramas y a las hojas, exclamó:
«Deslízate e inclínate, serpiente dorada, en las ramas, para que yo pueda contemplarte.
Mírame una vez más con tus divinos ojos. Te amo y moriré de pena y de dolor si no
vuelves». Todo quedó en silencio, y, entonces, el saúco sacudió sus ramas y agitó sus hojas.
Pero el estudiante Anselmo comprendió lo que le inquietaba y conmovía, y que no era otra
cosa que el dolor de un anhelo sin fin. «Estoy seguro —dijo— de que te amo con toda mi
alma y hasta la muerte, deliciosa serpiente verde; sin ti no puedo vivir, y pereceré
miserablemente si no te veo, si no te tengo junto a mí, como la amada de mi corazón...;
pero ya sé que eres mía y que ha de llegar un día en que vea realizados mis deseos de otro
mundo.»
El estudiante Anselmo iba todas las tardes, cuando el sol se filtraba por entre los
árboles, a colocarse bajo el saúco y dirigía sus endechas amorosas a las hojas y a las ramas,
pensando que llegarían a la serpiente. Una vez que repetía las mismas quejas se le apareció
de repente un hombre seco, envuelto en una vestidura gris claro, y le dijo, mirándole con
ojos de fuego:
—¿Qué te pasa y por qué te lamentas? ¡Ah!, eres el estudiante que quiere copiar mis
manuscritos.
El estudiante se asustó mucho ante la voz estentórea, que era la misma que le dirigiera
la palabra el día de la Ascensión. De asombro y miedo, no pudo articular palabra.
—Vamos a ver, Anselmo —continuó el archivero Lindhorst, que no era otro el hombre
de la vestidura gris—. ¿Qué quiere usted del saúco y por qué no ha ido usted a mi casa a
iniciar el trabajo?
Ciertamente, el estudiante Anselmo no se había vuelto a ocupar de ir a casa del
archivero; pero ahora, vuelto en sí de su agradable sueño por la misma voz que en otra
ocasión le robara a su amada, se sintió acometido de una especie de desesperación y
comenzó a decir:
—Señor archivero, puede usted tomarme por loco o por lo que quiera, me es igual; pero
aquí, bajo este saúco, contemplé por primera vez el día de la Ascensión a la serpiente
dorada y verde... la amada de mi corazón, y me habló con voz de cristal, y usted..., señor
archivero, la llamó gritando desde el agua.
—¿Cómo es eso, amigo mío? —interrumpió el archivero sonriendo, mientras tomaba
un poco de rapé.
El estudiante Anselmo sintió que su corazón se libraba de un peso al poder explicar
aquella aventura extraordinaria, y le pareció una gran idea el achacar al archivero la culpa
de haberle interrumpido con su voz, que tronó a distancia. Se tranquilizó y comenzó su
relato.
—Voy a contarle todo lo que me ocurrió el día de la Ascensión, y después puede
decirme y hacer y, sobre todo, pensar lo que quiera de mí.
Le contó, punto por punto, todos los sucesos, desde el desgraciado tropezón con la
cesta de manzanas hasta la huida por el agua de las tres serpientes doradas y verdes, y le
dijo que la gente le había tomado por loco o por borracho.
—Todo lo que le he dicho —terminó el estudiante— lo he visto realmente, y en el
fondo de mi corazón conservo el recuerdo de las adorables voces que me hablaron; no fue
en modo alguno un sueño, y para no morirme de ansiedad y de amor tengo que creer en las
serpientes doradas, a pesar de que en su risa, señor archivero, comprendo que usted también
toma a las tales serpientes como una imagen de mi mente calenturienta.
—No lo crea usted —repuso el archivero con gran tranquilidad y calma—. Las
serpientes doradas que usted, Anselmo, vio en el saúco, eran mis tres hijas, y está
perfectamente claro que se enamoró usted de la más joven, que se llama Serpentina. Ya lo
sabía yo desde el día de la Ascensión, y como estaba trabajando y me molestara el ruido y
el estrépito, llamé a las locuelas para que se fueran a casa, pues el sol se había puesto y ya
se habían divertido bastante cantando y tomando el sol.
Al estudiante Anselmo le pareció que le decían algo que esperaba hacía mucho tiempo,
y que el saúco, las tapias y la hierba se movían en derredor suyo. Quiso decir algunas
palabras, pero el archivero no le dejó hablar, sino que, quitándose un guante y mostrando a
Anselmo la piedra de una sortija que brillaba con destellos de fuego, dijo:
—Mire aquí, querido Anselmo; seguramente se alegrará de lo que vea.
El estudiante miró la piedra, y, ¡oh maravilla!, esta se abrió como un gran foco,
lanzando rayos en derredor, y los rayos se convirtieron en un espejo de cristal, en el que
haciendo mil piruetas, ora huyendo unas de otras, ora entrelazándose, las tres serpientes
saltaban y bailaban. Y cuando se tocaban, los cuerpos esbeltos entrechocaban, lanzando
chispas brillantes, sonaban los acordes de campanillas de cristal, y la que estaba en medio
alargaba la cabeza fuera del espejo y los ojos azul oscuro decían: «¿Me conoces?... ¿Crees
en mí, Anselmo?... En la confianza está el amor... ¿Sabes amar?».
—¡Oh Serpentina, Serpentina! —exclamó el estudiante, loco de entusiasmo.
Pero el archivero Lindhorst echó el aliento en el espejo y con la rapidez del rayo
desapareció el foco, y sólo quedó en su mano una pequeña esmeralda, sobre la que se puso
el guante.
—¿Ha visto usted a las serpientes doradas, amigo Anselmo? —preguntó el archivero.
—¡Ah, sí —respondió el estudiante—, y a la adorable Serpentina!
—Bueno —continuó el archivero—, basta por hoy. Además, si está usted decidido a
trabajar conmigo, podrá usted ver a mis hijas con frecuencia, es decir, le recompensaré a
usted con este placer si trabaja bien; esto es, si copia con fidelidad y limpieza todos los
signos. Pero usted no ha ido a mi casa, a pesar de que el registrador Heerbrand me aseguró
que iría en seguida, y le he estado esperando inútilmente varios días.
En cuanto el archivero nombró a Heerbrand, le pareció a Anselmo que volvía a hallarse
sobre el suelo y que en realidad era el estudiante que estaba delante del archivero Lindhorst.
El tono indiferente en que hablaba este contrastando con las apariciones maravillosas que
provocara, como verdadero nigromante, tenía algo de siniestro, aumentado aun por las
miradas penetrantes que salían de las órbitas huecas de aquel rostro arrugado y huesudo, y
el estudiante se sintió acometido de la misma sensación de inquietud que le acometiera en
el café la noche en que oyó al archivero relatar aquellas aventuras extraordinarias. Con
mucho trabajo logró rehacerse, y cuando el archivero le preguntó de nuevo: «¿Por qué no
ha ido usted a casa?», se decidió a contarle todo lo que le había ocurrido el día en que
estuvo llamando a su puerta.
—Querido Anselmo —dijo el archivero cuando el estudiante terminó su relato—,
querido Anselmo: conozco perfectamente a la vendedora de manzanas de que usted cree
hablar; es una criatura fatal que me juega toda clase de malas pasadas y que se ha
convertido en bronce, en forma de llamador, para asustar a todas las visitas agradables, lo
cual ya me va resultando insoportable. Si usted quiere, mañana, cuando vaya a casa y se le
presente el rostro repugnante de la dichosa mujer, échele unas gotas de este licor en las
mismas narices y en seguida desaparecerá. Y ahora, adiós, querido Anselmo, tengo algo de
prisa; por eso no le quiero molestar diciéndole que me acompañe de vuelta a la ciudad.
Adiós y hasta la vista; mañana a las doce.
El archivero entregó a Anselmo un frasquito con un líquido amarillo y salió corriendo
tan de prisa, que en la oscuridad sobrevenida entretanto más bien parecía volar que andar.
Al rato estaba junto al jardín de Kosel; entonces el viento abrió los dos lados del manto, de
modo que flotaron en el aire un par de alas gigantescas, y el estudiante, que lleno de
asombro miraba al archivero, creyó distinguir un gran pájaro preparándose a levantar el
vuelo. Estaba Anselmo mirando a la oscuridad cuando se alzó con gran estrépito un milano
blancuzco, y comprendió que el aleteo que él creía que procedía del archivero, debía de ser
de aquel milano, aunque no se había dado cuenta de cómo había desaparecido el archivero.
«Probablemente será el mismo archivero que vuela —dijo para sí Anselmo—, pues ahora
advierto que todas las maravillas que he visto, suponiendo que pertenecían a un mundo
extraño que yo tomaba por sueños, tienen vida verdadera y juegan conmigo...; pero, sean lo
que quieran, tú vives y alientas en mi pecho, adorada Serpentina; sólo tú puedes calmar la
ansiedad que me destroza el corazón... ¡Cuándo podré contemplar tus divinos ojos, querida
mía!» Así suspiraba el estudiante Anselmo en alta voz. «¡Qué nombre más raro y más poco
cristiano!», dijo una voz junto a él, que resultó ser la de un individuo que pasaba por allí. El
estudiante se acordó a tiempo de dónde estaba y se apresuró a salir de aquellos contornos,
pensando para sus adentros: «La verdad que sería una auténtica desgracia el que ahora me
encontrase con el pasante Paulmann o con el registrador Heerbrand». Pero no se encontró a
ninguno de los dos.
Quinta Velada
La consejera.—«Cicero de officiiS».—Macacos y otras alimañas.—
La vieja Elisa.—El equinoccio
—No es posible hacer carrera de Anselmo —decía el pasante Paulmann un día—; todos
mis esfuerzos y mis esperanzas son infructuosos; no se quiere aplicar a nada, a pesar de que
ha hecho estudios brillantes que son base suficiente para todo.
El registrador Heerbrand respondió, riendo sutil y misteriosamente:
—Déjele espacio y tiempo, mi buen amigo. Anselmo es un sujeto curioso y hay en él
madera para muchas cosas; quiero decir que lo hemos de ver secretario de Estado o
consejero.
—¿Consejero? —dijo el pasante Paulmann sin acabar casi de articular la palabra por el
asombro.
—Poco a poco —continuó el registrador—. Yo sé lo que sé. Ya hace unos días que va a
casa del archivero Lindhorst y trabaja en las copias, y este señor me ha dicho anoche en el
café: «Me ha recomendado usted un hombre de mérito, que llegará a algo». Y si tiene usted
en cuenta las relaciones del archivero..., ya veremos lo que pasa dentro de unos años.
Dichas estas palabras, el registrador se marchó con su risita misteriosa, dejando al
pasante, lleno de curiosidad y de asombro, mudo en su silla.
Sobre Verónica la conversación hizo un gran efecto. «¿No he creído yo siempre —
pensaba— que el estudiante Anselmo era un joven muy listo y agradable del que se puede
esperar algo grande? ¡Si yo estuviera segura de si me gusta en realidad! Aquella noche del
paseo por el Elba me apretó dos veces la mano; y luego, mientras cantábamos a dúo, me
dirigió unas miradas extrañas que penetraban hasta el corazón. Sí, sí..., me gusta..., y yo...»
Verónica se representó, como suelen hacerlo muchas jóvenes, los dulces sueños de un
futuro agradable: era la señora del consejero; vivía en una casa espléndida en la calle
principal, o en la plaza Nueva, o en la Moritzstrasse... Los sombreros de última moda y los
chales turcos le sentaban de maravilla... Desayunaba en una elegante negligé en su
gabinete, dando órdenes a la cocinera para el servicio del día: «Pero cuidado con echar a
perder la terrina, que es el plato favorito del señor consejero». Los elegantes que pasaban,
la miraban a hurtadillas, y a sus oídos llegaban palabras como estas: «¡Qué mujer más
admirable es la consejera! ¡Qué bien le sienta la cofia de encaje!». La consejera X enviaba
a su criado a preguntar si la señora consejera quería ir con ella a los baños de Linke. «Lo
siento muchísimo, pero ya estoy comprometida para tomar el té con la presidenta T.» El
consejero Anselmo volvía temprano de sus quehaceres; iba vestido a la última moda. «¡Ya
las diez!», decía al oír el reloj de repetición, que daba la hora; y besando a su mujercita:
«¿Qué tal te va, mujercita? Mira lo que te traigo». Y sacaba una cajita en la que guardaba
un par de pendientes de un trabajo modernísimo, que ella se ponía en seguida en lugar de
los que llevaba, ya usados.
—¡Qué lindos pendientes! —exclamó Verónica en alta voz y levantándose de un salto
de la silla en que estaba cosiendo, dejando caer la labor, para colocarse ante el espejo, como
si realmente tuviese puestos los pendientes.
—¿Qué es eso? —preguntó su padre, a quien, absorto en la obra Cicero de officiis, por
poco se le cae el libro de las manos—. ¿Tenemos también ataques como Anselmo?
En aquel momento entró en la habitación el estudiante, que, contra su costumbre, hacía
varios días que no aparecía por allí, con gran asombro de Verónica y no menos susto por el
cambio que se operaba en él. Con gran aplomo, cosa no habitual en él, habló de la nueva
tendencia de su vida, del brillante porvenir que se le abría y que muchos ni siquiera podían
presumir.
El pasante Paulmann, recordando las palabras del registrador, se sintió aún más
confuso, y apenas si pudo articular una sílaba cuando el estudiante, después de decir que
tenía mucho trabajo y muy urgente en casa del archivero y de besar la mano de Verónica de
una manera muy elegante, salió de allí. «Así sería el consejero —pensó Verónica—; y me
ha besado la mano sin resbalar ni pisarme, como suele hacerlo. Me ha dirigido una mirada
tan dulce... Decididamente, me gusta.»
Verónica se ensimismó de nuevo en sus sueños, en los que siempre creía ver una figura
enemiga mezclada con las apariciones agradables que le hacían imaginarse ya consejera y
en su casa. La figura reía burlona y decía: «Todo lo que piensas es una tontería y un puro
engaño, pues Anselmo no será nunca consejero ni tu marido; no te ama, a pesar de tus ojos
azules, de que eres esbelta y tienes las manos bonitas». Sintió Verónica como si le echaran
un jarro de agua helada, y el terror sustituyó a la satisfacción con que pensara en la cofia de
encaje y en los pendientes. Las lágrimas asomaron a sus ojos, y en alta voz dijo:
—Es verdad, no me quiere, y nunca seré consejera.
—Romanticismo, romanticismo —exclamó el pasante Paulmann.
Y cogiendo el bastón y el sombrero, se marchó de allí.
—Lo que me faltaba —suspiró Verónica, enfadándose con su hermanilla de doce años,
que, indiferente, estaba sentada delante de su bastidor bordando.
Eran casi las tres y tiempo ya de arreglar la habitación y de preparar el café, pues las
señoritas de Oster habían anunciado su visita. Detrás de cada armario que Verónica movía,
detrás de los libros de cubierta roja que estaban sobre el piano, detrás de todas las tazas,
detrás de la cafetera que tomara del armario, se le aparecía la misma figura, como un
duende, riéndose burlonamente, castañeteando los dientes y gritando: «¡No será tu marido,
no será tu marido!».
Y después, cuando todo estuvo en su sitio y Verónica en medio del cuarto, la vio
aparecer con unas narices muy largas detrás de la estufa y repitiendo la frasecilla: «¡No será
tu marido!».
—¿No oyes nada, no ves nada, hermana? —exclamó Verónica, que no se atrevía a
moverse, temblando de miedo.
Francisca se levantó muy tranquila de su bastidor y dijo:
—¿Qué te pasa hoy, hermana? Todo lo revuelves y estás haciendo un ruido atroz; voy a
ayudarte.
En seguida entraron las amigas, muy alegres, y en el mismo momento comprendió
Verónica que había tomado la tapa de la estufa por una figura y el chirrido de la puerta mal
cerrada por las palabras odiosas. Descompuesta por el miedo, no se pudo rehacer tan pronto
como para que sus amigas no notasen su tensión y la palidez de su rostro descompuesto.
Cuando hubieron mencionado todas las cosas alegres que tenían que contar, insistieron para
que su amiga les dijera qué le pasaba, y Verónica no tuvo más remedio que confesar que se
sentía acometida por ideas extrañas y que en pleno día la invadía un terror a los espectros
que no lograba dominar. Les contó cómo veía en todos los rincones la figura de un
hombrecillo que se burlaba de ella, hasta que las señoritas de Oster, inquietas, empezaron a
mirar a todas partes, y a sentirse incómodas.
Entró Francisca con el café humeante, y las tres se rieron de las tonterías que habían
hablado. Angélica, así se llamaba la mayor de las Oster, era novia de un oficial que estaba
en la guerra y del cual no había tenido noticias hacía mucho tiempo; tanto, que habían
llegado a temer que le hubieran matado o, por lo menos, herido gravemente. Esta idea había
preocupado hondamente a Angélica, pero hoy estaba muy tranquila; Verónica se extrañó
mucho, y así se lo manifestó.
—Querida mía —dijo Angélica—, ¿crees tú que no quiero a mi Víctor y que no tengo
siempre presente su imagen? Por eso, precisamente, estoy tan contenta y me siento tan
feliz, pues mi Víctor está bueno y sano y pronto le veré de capitán de Caballería, adornado
con las cruces ganadas por su valor. Una herida, no muy grave, en el brazo derecho,
causada por un sablazo de un húsar enemigo, le impide escribir, y el continuo cambio de
residencia de su regimiento, que no quiere abandonar, le hace imposible darme noticias
suyas; pero hoy por la noche recibirá la orden de ponerse en tratamiento. Mañana
emprenderá el camino hacia aquí, y cuando vaya a subir al coche tendrá noticia de su
nombramiento de capitán.
—Pero, querida Angélica —dijo Verónica—, lo sabes todo.
—No te rías de mí, amiga mía —repuso Angélica—, porque si te ríes, el hombrecillo te
hará guiños desde detrás del espejo. Yo no puedo librarme de creer en ciertas cosas ocultas,
que algunas veces han sido para mí más que visibles, y creo positivamente que hay
personas que poseen un don de vista especial que les permite poner en movimiento medios
infalibles para averiguar todas las cosas. En esta ciudad hay una anciana que posee este don
en alto rango. No echa las cartas como otras, ni profetiza con plomo derretido ni con flores
de café, sino que hace ciertos preparados a los que dirige sus preguntas, tomando parte la
persona interesada, y en un espejo pulimentado aparece una colección de figuras que la
mujer va nombrando y que le responden a todas las preguntas que les dirige. Ayer tarde
estuve en su casa y me dio las noticias que acabáis de oír sobre mi Víctor, de las cuales no
dudo ni un momento.
El relato de Angélica produjo impresión en el ánimo de Verónica, que pensó en seguida
ir a consultar a la vieja sobre Anselmo y sus esperanzas. Supo que la buena mujer se
llamaba la señora Rauerin y que habitaba en una calle apartada en la Seethor 10; que se la
podía ver los martes, miércoles y viernes desde las siete de la tarde, y además toda la noche,
hasta el amanecer, y que recibía con más gusto a los clientes si iban solos. Era miércoles, y
Verónica decidió ir a acompañar a las de Oster y después a buscar a la vieja. En cuanto se
separó de sus amigas, que vivían en la ciudad nueva, en el puente del Elba, se dirigió
volando a la Seethor, y a poco entraba en la calle indicada, a cuyo extremo vio una casita,
en la que vivía la señora Rauerin. No pudo dominar cierta emoción al verse delante de la
puerta. Se repuso al fin, a pesar de la inquietud que sentía, y llamó a la campanilla, la puerta
se abrió y Verónica entró en un corredor oscuro que conducía a la escalera, que la llevó al
piso superior, como le indicara Angélica.
—¿Vive aquí la señora Rauerin? —preguntó en el umbral de la puerta, sin ver a nadie.
En vez de respuesta sonó un prolongado maullido, y ante su vista se presentó un gatazo
negro con el lomo erizado y la cola oscilante en alto, el cual la guió hasta la puerta de un
aposento, que se abrió a otro estentóreo maullido.
—Hijita, ¿estás aquí ya? Entra..., entra.
Así habló una figura que se adelantaba, ante cuyo aspecto Verónica quedó como
clavada en el suelo. Era una mujer flaca, envuelta en andrajos negros; al hablar movía la
barbilla puntiaguda, abría una enorme boca sin dientes, a la que daba sombra una nariz
parecida al pico de un ave de rapiña, y sonreía de un modo horrible, lanzando chispas de
sus ojos de gato, cubiertos por unas grandes gafas. Llevaba un pañuelo de colorines a la
cabeza, del que salían mechones de cabellos negros enmarañados, y para hacer aún más
espantoso su aspecto, tenía dos grandes quemaduras en la mejilla izquierda que le llegaban
hasta la nariz.
Verónica se quedó sin respiración y quiso lanzar un grito, que se convirtió en un
profundo suspiro, cuando la bruja la cogió con su mano sarmentosa para conducirla a un
aposento interior. Allí todo era ruido y confusión: se oían maullidos, chirridos, pitidos y
gritos agudos. La vieja dio un puñetazo en la mesa y dijo:
—Quietos, canalla.
Los macacos treparon a lo alto del dosel de la cama, las ratas de Indias se escondieron
detrás de la estufa, los cuervos revolotearon alrededor del espejo; sólo el gato negro, como
si con él no fuera la cosa, permaneció tranquilo en una butaca, a la que saltara al entrar.
Cuando todo quedó en silencio, Verónica cobró ánimos y no se sintió tan asustada como en
el corredor; hasta la misma vieja le pareció menos repulsiva y tuvo valor para mirar lo que
había en el aposento. Del techo colgaba toda clase de animales disecados; en el suelo se
veían infinidad de cacharros raros y desconocidos para ella, y en la chimenea ardía un
fuego azulado y mortecino, que, de cuando en cuando, producía alguna chispa y retrocedía,
haciendo que los asquerosos murciélagos que revoloteaban por el techo lanzasen gemidos
casi humanos, que hicieron estremecerse a Verónica.
—Con permiso, señorita —dijo la vieja sonriendo; cogió un gran mosquero, y
metiéndolo en una caldera, lo sacudió sobre la chimenea.
El fuego se apagó, y, lleno el aposento de humo negro, se quedó completamente a
oscuras; la vieja sacó de una camareta una luz encendida y Verónica no vio más los bichos
Sexta Velada
El jardín del archivero Lindhorst con sus pájaros.—El puchero de
oro.—La letra inglesa cursiva.—Patas de mosca Insultantes.—El
príncipe de las tinieblas
«También puede ser —decía para sí el estudiante Anselmo— que el licor estomacal que
tomé con tanta avidez en casa de Conradi fuese la causa de todas las fantasías que me
acometieron a la puerta de la casa del archivero. Hoy no voy a tomar nada y veremos lo que
me ocurre.»
Lo mismo que el primer día, se metió en el bolsillo los dibujos y los trabajos
caligráficos, la tinta china, las plumas de ave bien afiladas, y cuando se disponía a salir en
dirección a la casa del archivero Lindhorst vio el frasquito con el líquido que le diera el
mismo personaje. Todas las aventuras extraordinarias que le habían ocurrido volvieron a
representársele con vivos colores, y se sintió acometido de una sensación mezclada de
alegría y dolor. Sin poderlo remediar, comenzó a decir en alta voz: «¡Ah! ¿No voy a casa
del archivero sólo para verte, adorada Serpentina?». Se imaginó que Serpentina sería el
premio de un trabajo grande y peligroso que había de emprender, y que este trabajo no era
otro que las copias de los manuscritos del archivero Lindhorst. Estaba convencido de que
en la puerta le ocurrirían otra vez las mismas cosas extrañas que el día anterior. No pensó
más en la bebida de Conradi, sino que se metió en el bolsillo el frasquito, con intención de
seguir al pie de la letra las instrucciones del archivero si la vieja vendedora de manzanas
comenzaba de nuevo a hacerle gestos. En efecto, cuando al sonar las doce quiso coger el
llamador, las narices afiladas le amenazaron y le miraron los brillantes ojos de gato; pero él
cogió el frasquito que llevaba en el bolsillo, y sin pensarlo más arrojó su contenido sobre la
cara burlona, que se alisó y suavizó al instante, volviendo a su estado de llamador corriente.
La puerta se abrió; la campanilla resonó alegremente en toda la casa: tilín, tilín, tilín. Subió
la hermosa y amplia escalera y aspiró con delicia el olor raro del humo que inundaba la
casa. Indeciso, se quedó parado en el recibidor, sin saber a cuál de las puertas dirigirse,
cuando apareció el archivero envuelto en un batín de damasco y dijo:
—Cuánto me alegro, Anselmo, de que al fin haya usted cumplido su palabra; sígame
usted, que le voy a llevar al cuarto de trabajo.
Echó a andar por el amplio recibidor y abrió una puertecilla lateral que daba a un
pasillo. Anselmo entró en él tras el archivero; llegaron a una sala, o más bien a un
invernadero, que desde abajo hasta arriba estaba lleno de las plantas más raras y de grandes
árboles con hojas y flores de formas extrañas. Una luz mágica lo iluminaba todo, sin que se
supiera de dónde salía, pues no había ventana alguna. Cuando el estudiante Anselmo estuvo
entre las plantas y los árboles le pareció que los paseos se extendían a gran distancia. Entre
los oscuros cipreses distinguió estanques de mármol, de los que salían figuras fantásticas
haciendo brotar rayos de cristal que al caer se estrellaban con los cálices de los lirios; en el
bosque, inundado de aromas embriagadores, se escuchaban voces extrañas. El archivero
había desaparecido y Anselmo vio delante de sí un arbusto gigantesco de azucenas rojas,
cuyo aroma mezclado con los otros, unido a la contemplación de todas aquellas maravillas,
le dejó como extasiado. De pronto comenzó a oír risas sofocadas y vocecillas que, burlonas,
decían: «Señor estudiante, señor estudiante: ¿De dónde viene usted? ¿Por qué se ha puesto
tan majo, señor Anselmo? ¿Quiere usted charlar con nosotros de cómo la abuela aplastó un
huevo con la espalda y el gentilhombre se echó una mancha de tinta en el traje de los
domingos? ¿Se sabe usted ya de memoria el aria nueva compuesta por el papá Starmartz?
Está usted muy postinero con su peluca de cristal11 y las botas altas de papel de cartas». De
todos los rincones salían las mismas palabras burlonas aturdiendo al estudiante, que de
pronto se dio cuenta de que estaba rodeado de toda clase de pájaros que se reían de él sin
compasión. En el mismo momento vio avanzar el arbusto de las azucenas rojas, que resultó
ser el archivero Lindhorst, al que había confundido a causa de su batín de flores encarnadas
y amarillas.
—Perdóneme, Anselmo —dijo el archivero—, que le haya dejado solo; pero es que al
pasar me he fijado en el cacto, que esta noche va a abrir sus flores... ¿Le gusta a usted mi
jardín?
—Es realmente precioso, querido señor archivero —respondió el estudiante—; pero los
lindos pájaros se han burlado no poco de mi pequeñez.
—¿Qué significa esto? —exclamó el archivero indignado, dirigiéndose a la espesura.
Entonces salió un gran papagayo gris y, colocándose en una rama de mirto junto al
archivero y mirándole muy serio a través de unos lentes que tenía colocados en el pico, dijo
con voz ronca:
—No lo tome a mal, señor archivero; mis chicos han sido un poco locos y
desvergonzados; pero el señor estudiante ha tenido parte de culpa, pues...
—¡A callar, a callar! —le interrumpió el archivero—. Conozco a los sinvergüenzas;
pero los debes tener mejor acostumbrados, amigo mío... Vamos adelante, Anselmo.
El archivero le condujo a través de una serie de aposentos decorados de un modo
extraño, sin que el estudiante pudiese, por la prisa con que los atravesaban, hacerse más que
una ligera idea de sus muebles y adornos. Al fin llegaron a una habitación grande, en la cual
el archivero se quedó parado con la vista en el techo, y Anselmo tuvo tiempo de contemplar
el aspecto de aquel salón, sencillamente adornado. De las paredes, azul cielo, salían los
troncos de unas palmeras de bronce, cuyas hojas, brillantes como esmeraldas, formaban
bóvedas en el techo; en medio del aposento, sobre tres leones egipcios de bronce,
descansaba una plancha de pórfido, en la que se veía un sencillo puchero de oro, del cual
Anselmo no lograba apartar la vista. Le parecía que en su superficie pulida se reflejaban
toda clase de figuras...: hasta llegó a verse a sí mismo, con los brazos abiertos, junto al
Séptima Velada
De cómo el pasante Paulmann sacudió la pipa y se fue a la cama.—
Rembrandt y Brueghel12.—El espejo encantado y la receta del
doctor Eckstein contra una enfermedad desconocida
12 Pintores flamencos los dos: Rembrandt Harmenszoon van Rijn (1606-1669) y Pieter Brueghel (1564-1638), llamado «Brueghel del
Infierno» por las escenas que pintara.
haremos todo lo que sea útil y necesario en esta noche que ha de coronar de éxito nuestros
trabajos.
Así hablando, tomó de la mano a Verónica, a la que hizo cargar con el cesto, mientras
ella cogía una caldera, unas trébedes y una pala. Cuando llegaron al campo ya no llovía;
pero la tormenta era más fuerte y sonaba en el aire con ruido espantoso. Un lamento terrible
salía de las nubes, que se agrupaban, sumiendo todo en la más absoluta oscuridad. La vieja
andaba de prisa y exclamaba con voz estridente:
—¡Brilla..., brilla, hijo mío!
Entonces los relámpagos lucían y se entrecruzaban, y Verónica vio cómo el gato saltaba
delante de ellas lanzando chispas, y oyó su maullido agudo en un momento en que la
tormenta amainó. La respiración le faltaba; le parecía que unas garras de fuego le oprimían
la garganta; pero logró rehacerse y, agarrándose a la vieja, exclamó:
—Ahora haremos todo lo que sea preciso, y ocurra lo que ocurra.
—Muy bien, hija mía —repuso la vieja—; sé constante, y al fin lograrás algo bueno y
conseguirás el amor de Anselmo.
Luego se calló, y al cabo de un rato dijo:
—Ya estamos en el lugar preciso.
Abrió un agujero en el suelo, lo llenó de carbón, colocó encima las trébedes y en ellas
la caldera. Todo ello acompañado de gestos extraños y con el gato dando vueltas a su
alrededor con la cola erizada, de la que salía un círculo de chispas de fuego. Al momento
los carbones comenzaron a arder y no tardaron en salir las llamas azuladas por debajo de las
trébedes. Verónica tuvo que quitarse el velo y la capa para agacharse junto a la vieja, que le
cogió las manos, apretándoselas fuertemente y mirándola a los ojos sin pestañear. Las cosas
raras que la vieja echara en la caldera —flores, metales, hierbas, animales, no se sabía
distinguir bien— comenzaron a derretirse y a hervir. La vieja soltó la mano de Verónica y
cogió una cuchara de hierro, con la que meneó la masa extraña, mientras la joven, por
orden suya, fijaba su mirada en la caldera pensando en Anselmo. Luego echó más metales
en la caldera, junto con un rizo de Verónica y un anillo que llevaba puesto hacía mucho
tiempo, lanzando gritos, que sonaban de un modo lúgubre en el silencio de la noche,
mientras el gato maullaba y corría sin cesar de un lado para otro.
Quisiera, caro lector, que hubieses estado de viaje hacia Dresde el día 23 de septiembre;
en vano tratarías de arrancar de la última parada si la noche se había echado encima; el
hostelero te dice que llueve mucho y que amenaza tormenta, y, sobre todo, que es peligroso
viajar en la noche equinoccial. Si no le haces caso y dices: «Bueno, yo daré un duro de
propina al postillón si me lleva a Dresde antes de la una, pues me espera una buena comida
y una mullida cama en el Goldnen Engel o en Helm», quizá le decidas a ponerse en camino.
Marchando a través de la oscuridad, ves de repente, a lo lejos, unas luces extrañas. Te
acercas, y distingues un círculo de fuego y en medio una caldera de la que sale un humo
espeso, y chispas y rayos rojos, y junto a ella dos figuras humanas. El camino pasa
precisamente por donde está la hoguera; pero los caballos se espantan y se encabritan... El
postillón jura y reza... y fustiga a los caballos, que no se mueven. Sin poderlo remediar,
saltas del coche y adelantas unos pasos. Entonces distingues con claridad a la esbelta joven,
que en traje de noche, blanco, se arrodilla junto a la caldera. La tormenta ha destrenzado su
cabello, que flota al viento en desorden.
Completamente iluminado por el fuego cegador, que sale de debajo de las trébedes,
aparece el rostro angelical pálido de terror, que todo lo hiela; en la mirada sin expresión, en
las cejas arqueadas, en la boca abierta, como queriendo lanzar un grito de muerte, que, sin
embargo, no logra arrancar de su pecho, invadido de indecible tortura, se pinta el terror, el
espanto; las manitas, cruzadas, se dirigen hacia el cielo, como implorando al Ángel de la
Guarda para que la proteja contra los monstruos del infierno, que, obedeciendo a un conjuro
poderoso, han de presentarse en seguida.
Allí está, inmóvil como una estatua de mármol. Frente a ella, acurrucada en el suelo,
una mujer larga y seca, de color de cobre, con narices de ave de rapiña y brillantes ojos de
gato. De debajo del manto negro que la envuelve salen los brazos sarmentosos que menean
el cocimiento infernal, y riendo grita a la joven con voz chillona, que sobresale del ruido de
la tormenta.
Yo creo, querido lector, que, aunque no conozcas el miedo, no podrías por menos de
sentir erizársete el cabello ante la contemplación de un cuadro vivo digno del pincel de
Rembrandt o del de Brueghel. Tu mirada no lograría apartarse de la infeliz joven presa en
las redes infernales, y la conmoción eléctrica que sentirías en todos tus miembros y nervios
te inspiraría la idea de desafiar el círculo de fuego; con ella desaparecerían tu miedo y tu
terror, que puede decirse serían los productores de tan arriesgado pensamiento. Te parecería
que eras el ángel protector de alguna joven condenada a muerte que implorase auxilio, y se
te ocurriría sacar la pistola y descerrajar un tiro a la vieja sin más preámbulo. Pensando en
esto gritas: «¡Hola! ¿Qué es eso?»; o bien: «¿Qué os pasa?».
El postillón toca el cuerno; la vieja se hace una bola dentro de la caldera, y todo
desaparece en una humareda espesa. Si has encontrado a la joven a la cual buscabas
ávidamente en la oscuridad, no lo sé; pero lo cierto es que habrás deshecho al fantasma de
la vieja y que habrás librado del encanto a Verónica.
Pero ni tú ni nadie pasó el día 23 de septiembre por la noche, en medio de la tormenta,
por el camino embrujado, y Verónica tuvo que permanecer junto a la caldera, muerta de
miedo, hasta que finalizase la obra. Oía perfectamente el estruendo que resonaba en
derredor suyo, las voces que, riñendo, mugían y gritaban; pero no abría los ojos, pues
comprendía que la contemplación de los horrores que la rodeaban le hubiera hecho perder
el sentido irremisiblemente. La vieja había cesado de menear el contenido de la caldera; la
humareda se hacía menos espesa, hasta que al fin sólo quedó debajo del fondo de aquella
una llamita como de espíritu de vino... Entonces la vieja exclamó:
—¡Verónica, hija mía, querida mía, mira al fondo!... ¿Qué ves?... ¿Qué ves?...
Verónica no estaba en estado de responder, pareciéndole que en la caldera se movían
toda clase de figuras mezcladas, que poco a poco fueron haciéndose más nítidas, y al fin
salió, alargándola la mano y sonriendo alegremente, el estudiante Anselmo. Entonces
Verónica dijo en alta voz:
—¡Ah Anselmo..., Anselmo!
La vieja abrió una espita que tenía la caldera y el metal hirviente salió chirriando y
crepitando al caer en un molde que tenía allí mismo. La vieja se levantó de un salto, y con
gestos salvajes, horribles, danzando en círculo, comenzó a gritar:
—¡Ya está la obra terminada!... ¡Gracias, hijos míos..., habéis vigilado bien!... ¡Huy...,
huy..., ya viene! ¡Matadle de un mordisco..., matadle!
En el aire sonó un ruido como si se cerniera un águila gigantesca agitando con fuerza
las alas, y se oyó una voz terrible que decía: «¡Canalla!... ¡Fuera de aquí..., a casa..., a
casa!...». La vieja se tiró al suelo aullando y Verónica perdió el sentido.
Cuando volvió en sí ya era de día; estaba en su cama, y Francisca a su lado con una
taza de té en la mano le decía:
—Vamos, hermana, dime lo que te pasa, que hace más de una hora que estoy aquí y tú
no me atiendes, como si tuvieras el conocimiento perdido por la fiebre, y nos tienes en gran
cuidado. Padre no ha ido a clase a causa de tu estado y ha salido a buscar al médico.
Verónica tomó el té en silencio, y mientras lo tomaba tenía ante la vista todas las
terribles imágenes de la noche anterior. «¿Habrá sido todo un sueño que me ha
atormentado?... Pero yo estoy segura de haber ido anoche a casa de la vieja Elisa, y
estábamos a 23 de septiembre. ¿Será que ayer me puse enferma y todo es producto de la
fiebre? Entonces es que me ha enfermado el pensar constantemente en Anselmo y en la
hechicera que ha fingido ser la vieja Elisa para engañarme.»
Francisca, que había salido de la habitación, volvió a entrar con la capa de Verónica
chorreando agua.
—Mira, hermana —dijo—, lo que ha pasado esta noche: se ha abierto la ventana con la
tormenta; el viento ha derribado la silla en que estaba tu capa y el agua que ha entrado la ha
empapado.
Aquello impresionó profundamente a Verónica, que vio bien claro que no había soñado,
sino que en realidad había estado con la vieja. El miedo y el espanto se apoderaron de ella,
y el frío de la fiebre le hizo temblar. Tiritando, se arropó con la colcha de la cama, y sintió
que una cosa dura tropezaba contra su pecho, y al tratar de averiguar lo que era le pareció
que se trataba de un medallón; lo sacó cuando Francisca se fue con la capa, y resultó ser un
espejito de metal pulido. «Esto es un regalo de la vieja», dijo para sí, y le pareció que del
espejo salían rayos de fuego, que penetraban en su ser y le producían inefable bienestar. El
frío de la fiebre desapareció y se sintió perfectamente. Sólo se le ocurría pensar en
Anselmo, y cuanto más pensaba en él, veía representarse su imagen en el espejito como si
fuera una miniatura viva. De pronto le pareció no ver la imagen..., no..., sino al mismo
estudiante en persona. Estaba sentado en un aposento adornado de una manera extraña,
escribiendo afanosamente. Verónica sentía deseos de dirigirse a él, diciéndole: «Anselmo,
mire en derredor suyo, estoy a su lado». Pero no lo hizo porque sintió como si le rodease
una gran hoguera; y cuando Verónica pudo volver a verle, sólo distinguió grandes libros
con cantos dorados. Al fin, sin embargo, logró que Anselmo la viera, y entonces creyó que
la veía después de estar pensando en ella, pues se sonrió y dijo: «¡Ah! ¿Es usted, querida
señorita de Paulmann? ¿Por qué toma usted el aspecto de una serpiente algunas veces?».
Verónica se echó a reír ante aquellas palabras; y entonces despertó como de un profundo
sueño, escondiendo rápidamente el espejito al ver que se abría la puerta y entraba en la
habitación su padre con el doctor Eckstein. Este se dirigió en seguida a la cama, tomó el
pulso a Verónica muy pensativo y dijo:
—¡Hum..., hum!...
Luego extendió una receta, volvió a tomarle el pulso, repitió el «¡Hum..., hum...!» y
dejó a la enferma. De las expresiones del doctor Eckstein el pasante Paulmann no pudo
deducir lo que le ocurría a su hija Verónica.
Octava Velada
La biblioteca de las palmeras.—Suerte de una salamandra
desgraciada.—De cómo la pluma negra acarició a una zanahoria y
el registrador Heerbrand cogió una gran borrachera
El estudiante había trabajado varios días en casa del archivero Lindhorst; las horas de
trabajo eran para él las más felices de su vida, pues siempre rodeado de las palabras
armoniosas y consoladoras de Serpentina, acariciado a veces por un hálito suave, se sentía
invadido de un bienestar que a ratos llegaba a una verdadera delicia. Los cuidados y
preocupaciones diarios desaparecían para él, y, la nueva vida en que se internaba como en
un mundo iluminado por el sol, le hacía comprender todas las maravillas que en otra
ocasión le habrían hecho asombrarse y cavilar. Las copias adelantaban mucho, le parecía
que sólo escribía rasgos conocidos sobre el pergamino, sin tener necesidad apenas de mirar
al original para hacerlo con más facilidad. Aparte de a la hora de comer, el archivero
Lindhorst se dejaba ver rara vez; pero siempre aparecía en el preciso momento en que
terminaba un manuscrito, para entregarle otro, y se marchaba sin decir una palabra, después
de haber removido la tinta con un palito negro y de sustituir las plumas usadas por otras
nuevas y muy afiladas. Un día en que Anselmo, a las dos en punto, subía por la escalera se
encontró cerrada la puerta por la que solía entrar, y el archivero apareció por el lado
opuesto con el batín de flores de colorines. En alta voz le dijo:
—Hoy, querido Anselmo, tiene que entrar por aquí, pues tenemos que ir al aposento en
que esperan los críticos del Bhagavata-Guita13.
Echó a andar por el corredor, guiando a Anselmo a través de los mismos aposentos y
salones por donde pasaran la vez primera.
El estudiante Anselmo se maravilló nuevamente de la magnificencia del jardín; pero
vio con asombro que algunas de las flores raras que adornaban los oscuros arbustos eran
insectos de colores vivos que agitaban las alas y subían y bajaban danzando y parecía que
se acariciasen con los aguijones. Por el contrario, los pájaros color de rosa y azules eran
flores olorosas, y el aroma que esparcían salía de sus cálices en una especie de sonido
agradable, que se confundía y mezclaba en armoniosos acordes con el murmullo de las
fuentes lejanas y con el susurro de las hojas de los arbustos y de los árboles, que producía
una inquietud dolorosa. Las urracas, que tanto se burlaron de él la primera vez, volvieron a
revolotear en derredor de su cabeza, gritando sin cesar con sus vocecillas chillonas: «Señor
estudiante..., no corra tanto...; no vaya mirando a las nubes... que se va a caer de narices...
¡Eh!... ¡Eh, señor estudiante!... Póngase la bata..., el padre búho le rizará el tupé». Y así
continuaron diciendo tonterías hasta que Anselmo salió del jardín. El archivero Lindhorst
entró al fin en el salón azul cielo; el pórfido con el puchero de oro había desaparecido, y en
su lugar había una mesa cubierta de terciopelo violeta, en la que Anselmo descubrió los
conocidos utensilios de escribir, y ante ella un sillón.
—Querido Anselmo —dijo el archivero—: ha copiado usted ya un buen número de
manuscritos con gran habilidad y prontitud y a completa satisfacción mía; se ha ganado mi
confianza. Pero aún queda por hacer lo más importante, que es copiar, o, mejor dicho,
calcar, ciertas obras escritas en signos especiales que guardo en este recinto y que tienen
que ser copiadas aquí mismo. En lo sucesivo trabajará usted aquí; pero debo advertirle que
ha de tener mucho cuidado, pues una equivocación o, lo que el cielo no permita, un borrón
en el original le traería a usted una desgracia.
Anselmo observó que de las ramas de las palmeras salían unas hojitas verde esmeralda;
el archivero cogió una de ellas, y a Anselmo le pareció ver que se convertía en un rollo de
pergamino, que el archivero desenvolvió y puso encima de la mesa. El estudiante se
maravilló no poco de los signos entrelazados de manera extraña y de los puntitos, rasgos y
13 Bhagavad-Gita, el Amor Santo, o el Amor de la Divinidad, es el título de una poesía filosoficorreligiosa hindú inspirada en un
episodio de la gran epopeya Mahabharata.
adornos, que representaban plantas, musgos, animales, y casi se sintió capaz de llegar a
copiarlo bien, quedándose un rato pensativo.
—¡Ánimo, joven! —exclamó el archivero—. Si crees firmemente y amas de verdad,
Serpentina te ayudará.
Su voz tenía un sonido metálico, y cuando Anselmo levantó la cabeza, sobrecogido de
miedo, vio ante sí al archivero Lindhorst con los atavíos reales, como se le apareciera en la
primera visita a la biblioteca. El estudiante sintió impulsos de caer de rodillas ante aquella
respetable figura; pero de repente esta se subió en el tronco de una palmera y desapareció
entre las hojas verde esmeralda.
El estudiante Anselmo comprendió que le había hablado el príncipe de las tinieblas,
yéndose luego a su cuarto de trabajo para conferenciar con los rayos que algunos planetas
enviaban como embajadores, sobre su suerte y la de Serpentina. «También puede ser —
continuó pensando— que le esperen noticias de las fuentes del Nilo o que le visite algún
mago de Laponia... A mí no me corresponde más que ponerme a trabajar con afán.» Y se
puso a estudiar los signos enrevesados del pergamino.
La música maravillosa del jardín resonaba en derredor suyo, inundándole de aromas
deliciosos; también oía a las urracas charlar, aunque no podía distinguir sus palabras, de lo
cual se alegraba. A ratos le parecía que se agitaban las hojas esmeraldinas de las palmeras y
que luego brillaban por toda la habitación las campanillas de cristal que oyera aquel famoso
día de la Ascensión debajo del saúco. El estudiante Anselmo, reconfortado con aquellos
sonidos y aquellas imágenes, trabajaba con mucha atención en descifrar el pergamino,
advirtiendo en su interior que las palabras no podían significar otra cosa que «el casamiento
de la salamandra con la serpiente verde».
En el mismo momento se oyó un triple sonido de campanillas de cristal. «Anselmo,
querido Anselmo», se escuchó entre las hojas, y ¡oh maravilla!, del tronco de la palmera se
separó la serpiente verde.
—¡Serpentina! ¡Querida Serpentina! —exclamó Anselmo como loco de entusiasmo.
Y conforme la miraba la veía convertirse en una joven de ojos azul oscuro, como los
que él contemplaba en su interior, que le miraba con una expresión indescriptible de
ansiedad y se dirigía hacia él. Las hojas se bajaron y se ensancharon; por todos los troncos
asomaron pinchos; pero Serpentina se escurrió y se deslizó a través de ellos, envolviéndose
en su vestidura de colores chillones, de modo que, adhiriéndola perfectamente a su esbelto
cuerpo, no quedase nada enganchado entre los pinchos de las palmeras. Se sentó junto a
Anselmo en el mismo sillón, rodeándole con su brazo y estrechándose contra él, de modo
que sentía el aliento en sus labios y el calor eléctrico de su cuerpo.
—Querido Anselmo —comenzó a decir Serpentina—, ya eres casi mío. Por tu fe y tu
amor me has ganado, y te traigo el puchero de oro, que nos ha de dar eterna felicidad.
—¡Oh querida, adorada Serpentina! —repuso Anselmo—. Si te tengo a ti, poco me
importa lo demás; si tú eres mía, penetraré de buena gana en todo lo fantástico y
maravilloso que me rodea desde el primer momento en que te vi.
—Ya sé —continuó Serpentina— que lo desconocido y maravilloso con que mi padre
te ha inquietado por divertirse te ha producido miedo y terror; pero yo creo que esto no
volverá a ocurrir, pues he venido para contarte, punto por punto, todo lo que debes saber
para conocer por completo a mi padre, y, sobre todo, para que te des cuenta exacta de su
situación y de la mía.
A Anselmo le parecía que estaba cercado por la amable aparición y que no podía
moverse sin ella y que el latido de su pulso era precisamente el que hacía estremecerse sus
nervios y sus fibras; escuchaba sus palabras, que le llegaban a lo más profundo del alma,
como una luz brillante encendida dentro de él por el mismo cielo. Tenía el brazo puesto
sobre su cuerpo, más esbelto que todos los esbeltos; pero la tela brillante y reluciente de su
traje era tan escurridiza, tan suave, que daba la sensación de que se le iba a escapar de entre
las manos sin que le fuera posible detenerla, y sólo aquella idea le hacía estremecer.
—¡No me abandones, querida Serpentina! —exclamó involuntariamente—. ¡Eres mi
vida!
—Hoy no me marcharé —dijo Serpentina— sino después de haberte contado todo lo
que puedas comprender en tu amor hacia mí. Has de saber, amado mío, que mi padre
procede de la especie maravillosa de las salamandras y que yo debo mi vida a sus amores
con la serpiente verde. En tiempos remotos, reinaba en el reino de Atlantis el poderoso
príncipe de las tinieblas, Fósforo, al que servían todos los espíritus elementales. Una vez
fue la salamandra, a la que quería más que a ninguno —era mi padre—, al magnífico jardín
que la madre de Fósforo había adornado, y paseándose por él oyó a una azucena que
cantaba con voz suave: «Cierra los ojos hasta que mi amado, el viento de la mañana, te
despierte». Se acercó; con su aliento abrasador mustió las hojas de la azucena, y vio a la
hija de esta, la serpiente verde, que dormía en el cáliz de la flor. La salamandra se enamoró
súbitamente de la hermosa serpiente y se la robó a la azucena, cuyo aroma se esparció por
todo el jardín lanzando lamentos y llamando a la hija perdida. La salamandra llegó al
palacio de Fósforo y le dijo: «Cásame con mi amada, que ha de ser mía para siempre».
«¡Loco! ¿Qué pretendes? —dijo el príncipe de las tinieblas—. Has de saber que una vez la
azucena fue mi amada y reinó conmigo; pero la chispa que yo vertí en ella amenazó con
abrasarla, y sólo la lucha con el dragón, encadenado ahora por el genio de la tierra, logró
salvar a la azucena, cuyas hojas fueron bastante fuertes para encerrar dentro de sí la chispa
y conservarla. Pero tú abrasas a la serpiente verde, tu amor consumirá su cuerpo y
germinará un nuevo ser que se te escapará.» La salamandra no hizo caso de las advertencias
del espíritu de las tinieblas; llena de entusiasmo estrechó entre sus brazos a la serpiente
verde, que desapareció convertida en cenizas, de las cuales surgió un nuevo ser alado que
rápidamente desapareció en el aire. La salamandra sintió arder dentro de sí el fuego de la
desesperación y, lanzando llamas, echó a correr por el jardín, destruyéndolo todo en su furia
salvaje, y las lindas flores y los capullos cayeron abrasados, llenando con sus lamentos el
espacio. El espíritu de las tinieblas, enfurecido contra la salamandra, dijo: «Tu fuego ha
disminuido..., tus llamas se han apagado..., tus rayos se han oscurecido... Ve a lo profundo
de la tierra, para que el genio de ella se burle de ti y te haga prisionero hasta que la materia
ígnea vuelva a encenderse y salga contigo el mundo en forma de nuevo ser». La pobre
salamandra cayó apagada; pero el gnomo viejo y gruñón, que era jardinero de Fósforo,
exclamó: «Señor: ¿quién tiene más motivos de queja que yo contra la salamandra? ¿No
había adornado con mis mejores metales las lindas plantas que me ha estropeado? ¿No he
cuidado con amor su crecimiento, matizándolas de los más brillantes colores? Y, sin
embargo, tomo bajo mi protección a la pobre salamandra, a la cual el amor, del que tú,
señor, no pocas veces te has sentido dominado, ha empujado a cometer tan grandes
destrozos. ¡Levántale un castigo tan tremendo!». «Su fuego se ha extinguido por ahora —
dijo el príncipe de las tinieblas—. En la época desgraciada en que el lenguaje de la
naturaleza no le sea comprensible al bastardo género humano; cuando el espíritu elemental,
encadenado a su reino, hable a los hombres a gran distancia en sordas resonancias; cuando,
escapado al armonioso círculo, un ansia infinita le dé idea de las maravillas del reino en que
de otra suerte le sería permitido vivir; cuando la fe y el amor vivan en su alma..., en esa
desgraciada época, volverá a encenderse la materia ígnea de la salamandra; pero sólo para
dar vida a los hombres y teniendo que entrar por completo en la vida indigente cuyas penas
habrá de sufrir. Y no sólo tendrá el recuerdo de su situación original, sino que vivirá en
armonía con la naturaleza, comprenderá sus maravillas y estarán a sus órdenes las fuerzas
de los espíritus unidos. En una planta de azucenas volverá a encontrar a la serpiente verde,
y el fruto de su unión con ella serán tres hijas, que se aparecerán a los hombres en la forma
de su madre. En primavera se enredarán en las oscuras ramas del saúco y harán sonar sus
vocecillas de cristal. Si en la época triste y desgraciada de la insensibilidad interior se
encuentra un joven que comprenda su canto; si le mira una de las serpientes con sus lindos
ojos; si esta mirada despierta en él la nostalgia de un país maravilloso, al cual se elevaría
con gusto cuando se desprendiera de la carga de lo vulgar, y con el amor por la serpiente
naciese en él la fe en los prodigios de la naturaleza y en su propia existencia en tales
maravillas, lograría ser dueño de la serpiente. Pero sólo cuando hayan aparecido tres
jóvenes de esta clase que se casen con las tres hijas podrá la salamandra librarse de su
pesada carga y reunirse con sus hermanos.» «Permite, señor —dijo el gnomo—, que yo
haga un regalo a estas hijas para alegrar sus vidas con sus esposos. Cada una de ellas
recibirá un puchero del más hermoso metal que yo poseo, el cual puliré con rayos tomados
del diamante; en su superficie se reflejará nuestro maravilloso mundo en perfecta armonía
con la naturaleza toda, y en su fondo, en el momento de la boda, nacerá una azucena roja,
cuya flor imperecedera aromará para siempre al enamorado y fiel esposo. Luego este
comprenderá su lenguaje y las maravillas de nuestro reino y podrá vivir con su amada en
Atlantis.» Ya ves, querido Anselmo, que mi padre es la salamandra de que te he hablado. A
pesar de su alta alcurnia, tiene que someterse a las pequeñeces y sinsabores de la vida
corriente, y de aquí procede su carácter, agrio a veces, y la ironía con que suele burlarse de
las gentes. Me ha dicho en muchas ocasiones que, para indicar el estado de espíritu que en
tiempos remotos pusiera como condición el príncipe de las tinieblas para el casamiento
conmigo y con mis hermanas, se usa ahora una expresión que se ha empleado, sin embargo,
generalmente mal, a saber: el sentimiento poético. Es muy frecuente hallar este sentimiento
en los jóvenes, los cuales, a consecuencia de la sencillez de sus costumbres y de su creencia
de refinamientos mundanos, suelen ser objeto de las burlas del pueblo bajo. ¡Ah querido
Anselmo!... Tú comprendiste mi canto bajo el saúco... y descubriste mi mirada... Tú amas a
la serpiente verde, tú crees en mí y quieres ser mío eternamente... La hermosa azucena
florecerá en el puchero de oro y viviremos benditos y felices en Atlantis. Pero no te puedo
ocultar que en la lucha terrible entre los gnomos y las salamandras el dragón negro quedó
en libertad y salió bramando por el aire. Fósforo lo volvió a sujetar, es cierto; pero de las
plumas negras que se le cayeron en la lucha y volaron por la tierra nacieron espíritus
enemigos que por doquier atacan a los gnomos y a las salamandras. Esa mujer, querido
Anselmo, que tan mal te quiere y que, como mi padre sabe muy bien, ansia la posesión del
puchero de oro, debe su existencia al amor de una de esas plumas desprendidas de las alas
del dragón por una zanahoria. Ella sabe su origen y su fuerza, pues en los gemidos y en los
estremecimientos del dragón prisionero le han sido revelados los secretos de algunas
constelaciones, y emplea todos los medios a su alcance para obrar de fuera adentro, contra
lo cual mi padre combate con los rayos que brotan del interior de la salamandra. Todos los
principios enemigos que residen en las plantas venenosas y en los animales dañinos los
recoge la tal mujer, los mezcla en el momento propicio de la constelación y consigue
algunas apariciones, que llenan de espanto y de terror la imaginación del hombre y somete
a él a los genios que el dragón vencido engendró. Guárdate de la vieja, querido Anselmo; es
enemiga tuya, pues tu ánimo infantil aniquila algunos de sus malos conjuros... Permanece
fiel..., fiel... a mí, y pronto tendrás el premio.
—¡Oh querida Serpentina! —exclamó Anselmo—. ¿Cómo podría abandonarte? ¿Cómo
podría no amarte eternamente?
Un beso le abrasó la boca; se sobresaltó como si se despertara de un sueño profundo;
Serpentina había desaparecido. Daban las seis, y pensó con tristeza que no había copiado
nada; miró, preocupado de lo que diría el archivero, la hoja, y, ¡oh maravilla!, la copia del
misterioso manuscrito estaba terminada; y fijándose bien, le pareció haber escrito la historia
que Serpentina le contara del predilecto del príncipe de las tinieblas, el príncipe Fósforo,
del maravilloso país de Atlantis. En aquel momento se presentó el archivero Lindhorst, con
su sobretodo gris, el sombrero puesto y el bastón en la mano; miró el pergamino que
Anselmo copiara, tomó una pizca de rapé y dijo sonriendo:
—Ya me lo figuraba... Aquí tiene usted su ducado, Anselmo, y venga ahora conmigo a
los baños de Linke... Sígame.
El archivero atravesó de prisa el jardín, en el que se oía un ruido confuso de cantos,
silbidos y charla; tanto, que el estudiante Anselmo se sintió mareado, y dio gracias a Dios
cuando se encontró en la calle. Apenas había andado unos pasos cuando se encontraron al
registrador Heerbrand, que se unió a ellos muy satisfecho. En la puerta rellenaron las pipas;
el registrador Heerbrand se lamentó de no llevar consigo fuego, y el archivero Lindhorst
exclamó involuntariamente:
—¡Fuego! Aquí hay todo el que usted quiera.
Y al decir estas palabras chasqueó los dedos, y salieron chispas, que en un instante
encendieron las pipas.
—Vea usted los trucos de la química —dijo el registrador.
Pero el estudiante no pudo menos de pensar con cierta emoción en la salamandra.
En los baños, el registrador bebió tantas jarras de cerveza que, a pesar de que era un
hombre tranquilo y callado, comenzó a cantar con voz chillona de tenor canciones de
estudiantes y a preguntar a todos si eran amigos suyos o no, y al fin Anselmo tuvo que
acompañarle a su casa, mucho después de que el archivero les dejara.
Novena Velada
De cómo el estudiante Anselmo llegó a ciertos razonamientos.—La
sociedad de bebedores de ponche.—De cómo el estudiante Anselmo
tomó al pasante Paulmann por un búho y de la indignación del
pasante.—La mancha de tinta y sus consecuencias
Todas las cosas raras y maravillosas que le sucedían a Anselmo le tenían fuera de sí. No
veía a sus amigos, y todas las mañanas esperaba impaciente que diesen las doce para que se
le abriese el paraíso. Y, sin embargo, mientras todo su ser se dirigía a la hermosa Serpentina
y al reino de hadas de casa del archivero, a veces involuntariamente pensaba en Verónica, y
hasta le parecía que en algunos momentos se acercaba a él ruborizándose para decirle lo
mucho que le amaba y sus esfuerzos para desvanecer los fantasmas que se burlaban de él
sin reparo. En ocasiones sentía una fuerza irresistible y desconocida que le arrastraba hacia
la olvidada Verónica, y no tenía más remedio que seguirla hasta verse encadenado por la
joven. La misma noche en que por primera vez se le apareciera Serpentina en la forma de
una muchacha hermosísima y le contara el casamiento misterioso de la salamandra con la
serpiente verde, se le presentó Verónica con más claridad que nunca. Claro que al despertar
vio que había soñado, pues estaba convencido de que Verónica había estado realmente en
su casa, quejándose amargamente, con expresiones que le llegaron al alma, de que
sacrificaba su amor verdadero a las fantasías de su imaginación perturbada, lo que le
conduciría a la perdición. Verónica estaba más amable que nunca; apenas si podía apartar
de ella su pensamiento, y esto le causó cierto malestar, que esperaba disipar con el paseo
matutino. Una fuerza mágica le llevó hacia la puerta Pirnaer, y cuando trataba de meterse
por una callejuela sintió tras de sí al pasante Paulmann, que le decía a gritos:
—¡Eh, eh, querido Anselmo!... Amice..., amice. ¿Dónde demonios se mete usted? No se
deja ver por ninguna parte... Ya sabe usted que Verónica está deseando cantar otra vez con
usted; así que no tiene más remedio que ir a casa. Véngase ahora mismo conmigo.
El estudiante Anselmo fue a la fuerza a casa del pasante. Cuando entraban en ella les
salió al encuentro Verónica, vestida con mucho esmero, lo cual despertó la curiosidad de su
padre, que le dijo:
—¿Cómo tan compuesta? ¿Es que esperabas visita?... Aquí te traigo a Anselmo.
Cuando el estudiante besó la mano a Verónica, muy comedido y tranquilo, sintió una
ligera presión que le hizo estremecerse como si hubiese tocado fuego. Verónica fue la
alegría, la gracia en persona, y cuando el pasante se marchó a su despacho supo entretenerle
con bromas y astucias de todas clases, de modo que llegó a olvidar sus debilidades, y al fin
se puso a jugar por la habitación con las alegres muchachas. El demonio de la torpeza
volvió a apoderarse de él: tropezó en la mesa y dejó caer al suelo el cesto de la costura de
Verónica. Anselmo la recogió; la tapa se había levantado, dejándole ver un espejito
redondo, en el que se puso a mirar muy contento. Verónica se colocó detrás de él; le puso la
mano en el brazo, apoyándose bien en él, y miró al espejito por encima de su hombro.
Entonces le pareció a Anselmo que se entablaba una lucha en su interior... Ideas...,
imágenes... se reflejaban y desaparecían...: el archivero Lindhorst..., Serpentina..., la
serpiente verde... Al fin, todo quedó tranquilo y lo confuso se hizo más claro y
comprensible, y se dio cuenta de que en realidad sólo había pensado en Verónica, que hasta
la figura que se le apareció en el aposento azul era la misma Verónica y que la fantástica
leyenda del matrimonio de la salamandra la había escrito, pero de ninguna manera se la
había contado a nadie. Se asombró de sus sueños y se atribuyó a su exaltación, producida
por el amor de Verónica juntamente con la propia del trabajo en casa del archivero
Lindhorst, en cuyos aposentos había siempre un olor especial y muy fuerte. Se rió de buena
gana de la tontería de creerse enamorado de una serpiente y tomar a todo un señor archivero
por una salamandra.
—¡Sí, sí..., es Verónica! —exclamó en alta voz.
Al volverse miró a los ojos azules de Verónica, en los cuales se reflejaban el amor y la
ansiedad. Un «¡Ah!» sordo se escapó de los labios de la joven, que en el mismo momento
se unieron abrasadores a los de Anselmo.
—¡Qué felicidad! —exclamó el entusiasmado estudiante—. Lo que ayer soñé se ha
convertido hoy en realidad.
—¿Y te casarás conmigo cuando seas consejero? —preguntó Verónica.
—De todos modos —repuso el estudiante.
En esto rechinó la puerta, y el pasante entró en la habitación diciendo:
—Hoy, querido Anselmo, no le suelto; se queda usted a tomar la sopa conmigo, y luego
Verónica nos preparará un buen café, que tomaremos en compañía del registrador
Heerbrand, que me prometió venir.
—¡Ah, señor pasante! —respondió Anselmo—. ¿No sabe usted que tengo que ir a casa
del archivero Lindhorst a lo de las copias?
—Vea usted, amice —dijo el pasante, mostrándole el reloj, que marcaba las doce y
media.
El estudiante Anselmo vio que era demasiado tarde para ir a casa del archivero y
accedió a los deseos del pasante Paulmann, con tanto más gusto cuanto que así podría
contemplar a su antojo durante todo el día a Verónica y recibir a cambio alguna mirada,
algún apretón de manos y tal vez un beso. A esta altura llegaban los deseos del estudiante
Anselmo, y se sentía cada vez más contento conforme adquiría el convencimiento de que se
iba a librar de las imágenes fantásticas, que en realidad le podían haber llegado a volver
loco. El registrador Heerbrand se presentó, efectivamente, después de la comida; y cuando
hubieron saboreado el café y la tarde avanzó, dio a entender, frotándose las manos, que
traía algo que, mezclado por las lindas manos de Verónica y preparado convenientemente
—foliado y rubricado, por decirlo así—, a todos les alegraría mucho en aquella fresca
noche de octubre.
—Vaya, saque ya eso tan misterioso que trae en el bolsillo, señor registrador —
exclamó el pasante Paulmann.
El registrador se metió la mano en el bolsillo de su gabán de mañana y sacó,
sucesivamente, una botella de arrak, limón y azúcar. Apenas había transcurrido media hora,
un sabroso ponche humeaba sobre la mesa del pasante Paulmann. Verónica probó la bebida,
y entre los amigos se entabló una animada conversación. Conforme al estudiante Anselmo
se le fue subiendo a la cabeza el espíritu de la bebida, volvieron también todas las imágenes
de lo maravilloso y extraño que le ocurriera en aquellos días. Vio al archivero Lindhorst
con su batín de damasco, que brillaba como el fósforo... Vio la habitación azul, las palmeras
doradas, y todo lo tuvo tan presente, que le pareció que debía creer en Serpentina... En su
interior advertía un tumulto y una confusión grandes. Verónica le sirvió un vaso de ponche,
y al dárselo le rozó suavemente con la mano.
—¡Serpentina! ¡Verónica!... —suspiró en voz baja.
Quedó sumido en una somnolencia profunda; pero el registrador Heerbrand dijo en voz
muy alta:
—El archivero Lindhorst es un viejo extraño, al que nadie puede llegar a entender.
Brindemos por él, Anselmo.
El estudiante salió de su ensimismamiento y dijo mientras chocaba su vaso con el del
registrador:
—Todo consiste en que el archivero es propiamente una salamandra, que destrozó el
jardín de Fósforo en un momento de ira porque se le escapó la serpiente verde.
—¿Cómo es eso? —preguntó el pasante.
—Sí —continuó Anselmo—. Por eso tiene que ser archivero y vivir en Dresde con sus
tres hijas, que no son otra cosa que serpientes doradoverdosas, que cantan en el saúco y
atraen a los jóvenes como las sirenas.
—Anselmo, Anselmo... —dijo el pasante Paulmann—, ¿está usted en su juicio?
¿Cuántas tonterías está usted diciendo?
—Tiene razón el mozo —repuso el registrador Heerbrand—; el archivero es una
salamandra maldita que saca de los dedos chispas que hacen quemaduras en la ropa como
una esponja de fuego... Sí, sí, tienes razón, hermano Anselmo, y el que no lo crea es mi
enemigo.
Y el registrador dio un puñetazo en la mesa que hizo temblar los vasos.
—Registrador, ¿está usted loco? —exclamó el irritado pasante.
—Señor estudiante..., señor estudiante, ¿qué está usted ideando ahora?
—¡Ah! —dijo Anselmo—. Usted no es más que un pájaro..., un búho, que se dedica a
rizar los tupés, señor pasante...
—¿Cómo?... ¿Yo un pájaro?... ¿Un búho?... ¿Un peluquero?... —gritó el pasante lleno
de ira.
—Usted está loco..., loco... Pero ya caerá sobre él la vieja —dijo el registrador
Heerbrand.
—Sí, la vieja es poderosa —repuso Anselmo—, aunque procede de un origen bajo,
pues su padre es una pluma vieja y su madre una zanahoria despreciable, y su fuerza la
debe principalmente a seres innobles..., canalla malvada y venenosa, de los cuales se rodea.
—Eso es una mentira indigna —exclamó Verónica con los ojos echando chispas—. La
vieja Elisa es una adivinadora y el gato negro no es una criatura infernal, sino un joven
distinguido de buenas costumbres y primo suyo.
—¿Puede la salamandra comer sin quemarse la barba y desaparecer miserablemente?
—preguntó el registrador Heerbrand.
—No, no —exclamó-Anselmo—, no puede ni podrá jamás; y la serpiente verde me
ama porque soy inocente y he contemplado los ojos de Serpentina.
—Los cuales le sacará el gato —dijo Verónica.
—¡La salamandra, la salamandra triunfa en todo, en todo! —gritó el pasante Paulmann
muy excitado—. ¿Pero estoy en una casa de locos? ¿Es que yo también estoy loco? ¿Qué
tonterías se me están ocurriendo?... Sí, es que estoy loco, completamente loco.
Al oír estas palabras el pasante se levantó, se quitó la peluca y la lanzó contra la tapa de
la estufa, haciendo que los retorcidos tirabuzones chirriasen y los polvos se esparciesen por
la habitación. Entonces el registrador y Anselmo cogieron la jarra del ponche y los vasos, y
gritando alegremente los lanzaron contra la estufa, rompiéndolos en mil pedazos, que
cayeron al suelo armando gran estrépito.
—¡Viva la salamandra!... ¡Abajo, abajo la vieja!... ¡Romperemos el espejo de metal!
¡Sacaremos los ojos al gato! ¡Pajaritos, pajaritos del aire, viva, viva la salamandra!
Y los tres gritaban y aullaban como demonios.
Llorando a lágrima viva se marchó de allí Francisca, y Verónica quedó echada en el
sofá, angustiada y dolorida. La puerta se abrió; todo quedó en silencio de pronto y apareció
un hombrecillo con una capa gris. Su rostro tenía cierto aire de dignidad, y en él sobresalía
la nariz ganchuda, en la que cabalgaban unos grandes lentes. Llevaba una peluca extraña,
que más bien parecía una gorra de plumas.
—Muy buenas noches —dijo el cómico hombrecillo—. Está aquí el estudiante
Anselmo, ¿verdad? Muchos recuerdos del archivero Lindhorst, que ha estado esperando
inútilmente al estudiante y que le ruega no falte mañana a la hora de costumbre.
Y diciendo esto volvió a salir por la puerta, y todos vieron perfectamente que el grave
hombrecillo era un gran papagayo. El pasante Paulmann y el registrador Heerbrand
lanzaron una carcajada que resonó por toda la habitación, y Verónica lloraba y gemía como
poseída de profundo dolor, y el estudiante Anselmo, estremecido por la locura de su terror
interior, salió corriendo por las calles. Mecánicamente encontró su casa y su habitación. A
poco se presentó en ella Verónica, que muy amable y tranquila le preguntó por qué había
salido tan precipitadamente y le dijo que tuviera cuidado con los fantasmas mientras
trabajaba en casa del archivero Lindhorst...
—Buenas noches, buenas noches, mi querido amigo —susurró Verónica a su oído,
dándole un beso.
Anselmo quiso abrazarla; pero la figura desapareció instantáneamente y se despertó
alegre y descansado. Se rió para sí del efecto del ponche y, mientras pensaba en Verónica,
se sintió invadido por un sentimiento agradable. «A ti sola —se dijo a sí mismo— tengo
que agradecer el haber vuelto en mí de mis locuras... Realmente no estaba mucho más
cuerdo que aquel individuo que creía ser de cristal, o aquel otro que no salía de su
habitación por miedo a que se lo comiesen las gallinas, porque suponía que era un grano de
cebada. En cuanto sea consejero, me caso con la señorita de Paulmann y seré
completamente feliz.»
Cuando al mediodía pasaba por el jardín del archivero Lindhorst no pudo menos de
asombrarse de haberlo encontrado tan raro y maravilloso. Sólo veía tiestos de plantas
vulgares, geranios de todas clases, ramas de mirto, etc. En lugar de los pájaros de colorines,
que tanto se burlaron de él, vio un grupo de gorriones, que armaron un gran alboroto en
cuanto advirtieron su presencia. El aposento azul se le representó asimismo de muy distinta
manera, y no podía comprender cómo es que aquel azul chillón y aquellos troncos de
palmeras artificiales con sus hojas mal dibujadas habían podido gustarle en algún momento.
El archivero le recibió sonriendo de un modo irónico y le preguntó:
—Vamos, Anselmo, dígame qué tal le supo el ponche de ayer.
—¡Ah! Seguramente el papagayo le ha dicho... —comenzó a responder Anselmo, muy
avergonzado; pero se calló, porque recordó que el papagayo precisamente fue lo que causó
la desaparición de su locura.
—No; es que yo estaba en la reunión —repuso el archivero—. ¿No me vio usted? Y por
cierto que por poco salgo mal parado por el monstruo que se apoderó de ustedes, pues
precisamente estaba sentado en la jarra del ponche en el momento en que el registrador
Heerbrand la cogió para arrojarla contra la estufa, y tuve que esconderme más que de prisa
en la pipa del pasante Paulmann. Y ahora, adiós, Anselmo; apliqúese. Le pagaré también el
día de ayer, teniendo en cuenta lo bien que ha trabajado hasta ahora.
«¿Cómo puede el archivero decir tales tonterías?», dijo para sí el estudiante Anselmo,
sentándose a la mesa para comenzar la copia del manuscrito que, como de costumbre, el
archivero había extendido ante su vista. Vio sobre él tanto signo enrevesado y tanto rasgo
raro, sin que hubiese un solo punto en que descansar la vista, que le pareció imposible
llegar a conseguir copiar bien aquel jeroglífico. Le daba la sensación de un mármol lleno de
miles de vetas o de una piedra en la que hubiera brotado el musgo. A pesar de todo, quiso
hacer lo posible por terminar el trabajo, y mojó la pluma muy confiado; pero la tinta no
corría; sacudió la pluma, impaciente, y..., ¡oh cielos!, un gran borrón cayó en el extendido
original. Silbando salió un rayo de la mancha y culebreando subió hasta el techo. Entonces
comenzó a brotar de las paredes un vapor espeso; las hojas susurraron con furia, como
agitadas por la tormenta, dejando paso a basiliscos ardiendo, que incendiaron el vapor,
rodeando a Anselmo una masa de llamas. Los dorados troncos de las palmeras se
convirtieron en gigantescas serpientes, que, al entrechocar sus cabezas, producían un ruido
estridente y que se le enroscaban a Anselmo con sus cuerpos cubiertos de escamas. «¡Loco!
Recibe el castigo que mereces por tu crimen temerario!», exclamó la voz terrible de la
salamandra coronada, que apareció por encima de las serpientes como un resplandor
cegador, y sus fauces abiertas comenzaron a lanzar cataratas de fuego sobre Anselmo, que
sintió que se enfriaban alrededor de su cuerpo, formando como una masa de hielo. Y al
tiempo que sus miembros se entumecían más y más, perdió el conocimiento. Cuando volvió
en sí, no se podía mover y le parecía estar rodeado de un resplandor brillante, contra el que
tropezaba en el momento en que trataba de moverse o de levantar una mano.
—¡Ah!, estaba metido en un frasco de cristal, muy bien tapado, encima de un estante de
la biblioteca del archivero Lindhorst.
Décima Velada
Los sufrimientos del estudiante Anselmo en el frasco de cristal.—La
vida feliz de los escolares de la Santa Cruz y de los pasantes de
pluma.—La batalla de la biblioteca del archivero Lindhorst.—
Victoria de la salamandra y libertad de Anselmo
Tengo mis razones para dudar, querido lector, de que alguna vez te hayas visto
encerrado en un frasco de cristal, a no ser que en sueños un monstruo mágico te haya
aprisionado de esa manera; de ser así, fácilmente te darás cuenta de la tristeza del
estudiante; pero si no has soñado nada semejante, entonces por unos momentos encierra tu
fantasía conmigo y con Anselmo dentro del cristal.
Te sientes bañado por una claridad cegadora; todos los objetos te parecen iluminados
por los brillantes colores del arco iris...; todo tiembla y oscila y vibra en esa claridad...;
nada inmóvil y como en un éter helado, que te oprime de manera que el cuerpo, muerto, no
obedece a las intimaciones del espíritu... Cada vez más pesada, sientes sobre tu pecho la
abrumadora carga...; los suspiros consumen más y más el cefirillo que llena el estrecho
recinto...; tus venas se hinchan... y, atravesados de terror espantoso, tus nervios saltan,
reventando en una lucha a muerte.
Compadécete, querido lector, del estudiante Anselmo, que tiene que sufrir este
inenarrable martirio en su prisión de cristal, comprendiendo que la muerte no habría de
liberarle, pues apenas volvió en sí del desmayo en que le sumió su desgracia, comenzó a
dar en el cuarto el claro sol de la mañana y empezó nuevamente su martirio. No podía
mover ningún miembro, y sus pensamientos se estrellaban contra el cristal, ensordeciéndolo
con sus sonidos estridentes y, en lugar de las palabras que otras veces le solía dirigir el
espíritu, sólo escuchaba el rumor de la locura.
Entonces, en medio de su desesperación, comenzó a gritar:
—¡Serpentina, Serpentina, sálvame de este tormento infernal!
Le pareció como si a su alrededor sintiera suspiros suaves que se colocaron en el frasco
como hojas verdes y transparentes de saúco; los sonidos se apagaron, el brillo cegador se
oscureció y respiró libremente.
—¿No soy yo el culpable de mi desgracia? ¿No he cometido un crimen contra ti,
hermosa Serpentina? ¿No he sido capaz de dudar de ti? ¿No he perdido la fe y con ella todo
lo que me podía hacer feliz?... ¡Ah, nunca serás mía; para mí está perdido el puchero de
oro; no volveré a contemplar ninguna maravilla! ¡Ah, si se me permitiera verte una sola
vez, querida Serpentina!
Así se lamentaba el estudiante Anselmo, profundamente emocionado; entonces oyó
decir a su lado:
—No sé lo que quiere usted, señor estudiante. ¿Por qué se lamenta usted de esa
manera?
El estudiante advirtió que junto a él, en el mismo estante, había cinco frascos, en los
cuales vio a tres alumnos de la Santa Cruz14 y dos pasantes de abogado.
—¡Ah señores míos y compañeros de desgracia! —exclamó—. ¿Cómo es posible que
estén ustedes tan resignados y tan contentos como parece por sus rostros? Están ustedes, lo
mismo que yo, encerrados en un frasco de cristal, y no se pueden mover, ni siquiera pensar
en algo alegre, sin que se arme un ruido endemoniado y sin que les suene la cabeza de un
modo terrible. Pero seguramente no creen ustedes en la salamandra y en la serpiente verde.
—Ha dado usted en el clavo, señor estudiante —repuso uno de los alumnos de la Santa
Cruz—. Nunca hemos estado mejor que ahora, pues el ducado que nos da el chiflado del
archivero por las copias confusas de todas clases nos viene muy bien; no tenemos que
aprendernos de memoria ningún coro italiano; vamos todos los días a casa de José o a otra
taberna, donde saboreamos encantados las jarras de cerveza, miramos a las muchachas
bonitas, cantamos como verdaderos estudiantes gaudeamus igitur, y lo pasamos
divinamente.
—Estos señores tienen razón —afirmó uno de los pasantes—. Yo también tengo
ducados de sobra, lo mismo que mi colega, y prefiero pasear por el Weinberg a escribir
actas entre cuatro paredes.
—Pero, señores míos, muy respetables —dijo el estudiante Anselmo—, ¿no advierten
ustedes que están todos y cada uno encogidos en frascos de cristal sin poder moverse y,
que, por tanto, menos aún han de poder pasear?
Los alumnos de la Santa Cruz y los pasantes soltaron una sonora carcajada, diciendo:
—El estudiante está loco; se figura que está metido en un frasco de cristal, y está en el
puente del Elba mirando el agua. Vámonos de aquí.
—¡Ah! —suspiró el estudiante—. Esos no han visto nunca a la bella Serpentina; no
saben que la libertad y la vida están en la fe y en el amor; por tanto, no sienten la opresión
del encierro en que los ha metido la salamandra a causa de su tontería, de su inteligencia
vulgar; pero yo, más desgraciado que ellos, pereceré en el oprobio y en la miseria si ella, a
quien amo con toda mi alma, no me salva.
Entonces, se oyó la voz de Serpentina, que decía:
—Anselmo: cree, ama, espera.
Y cada palabra penetraba en la prisión de Anselmo, afinando y ensanchando el cristal
de modo que el pecho del prisionero pudo agitarse y respirar.
Lo angustioso de su situación mejoraba de momento en momento, y comprendía que
Serpentina le amaba aún y que ella era la que hacía tolerable su permanencia en la vasija de
cristal. No se volvió a ocupar de sus aturdidos compañeros de desgracia, sino que dirigió
todos sus pensamientos y su interés a la amada Serpentina.
De pronto sintió un gran ruido en el otro extremo de la habitación. Al momento advirtió
que el ruido salía de una cafetera vieja, con la tapa medio rota, que estaba frente a él en un
armario pequeño. Conforme la miraba iba adquiriendo los rasgos repugnantes de un
arrugado rostro de mujer, y delante del estante en el que se hallaba Anselmo terminó por
presentarse la vendedora de manzanas de la Puerta Negra, la cual, haciendo gestos y riendo,
gritaba con voz chillona:
—¡Vaya, vaya, niñito! ¿Piensas perseverar? Ya has caído en cristal... ¿No te lo predije?
Undécima Velada
La contrariedad del pasante Paulmann por haber invadido su casa
de locura.—De cómo el registrador Heerbrand fue nombrado
consejero y con gran frío se paseó con zapatos y medias de seda.—
Confesión de verónica.— Promesa de casamiento junto a la sopera
humeante
—Pero dígame usted, querido registrador, ¿cómo se nos subió a la cabeza el maldito
ponche de ayer y nos hizo cometer toda clase de tonterías?
Así decía el pasante Paulmann al entrar a la mañana siguiente en la habitación, que
estaba llena de cacharros rotos y en cuyo centro la desdichada peluca, con sus tirabuzones
deshechos, nadaba en el ponche.
Cuando el estudiante Anselmo salió corriendo por la puerta, el registrador y el pasante
danzaron por el cuarto gritando como demonios, dándose de cabezazos, hasta que Francisca
logró, con mucho trabajo, arrastrar a su atontado padre a la cama, mientras el registrador,
muy excitado, caía sobre el sofá, que Verónica abandonara para meterse en su cuarto,
maldiciendo. El registrador Heerbrand se había puesto su pañuelo por la cabeza; estaba
muy pálido, y con tono melancólico respondió:
—¡Ah señor pasante, no fue el ponche, que estaba perfectamente preparado por la
señorita Verónica, no!... El estudiante maldito es el que tiene la culpa de todo. ¿No ha
notado usted que hace mucho tiempo está mentecaptus15?. ¿Y no sabe usted que la locura se
contagia? Un loco hace ciento, y perdone que cite un adagio antiguo; especialmente cuando
se ha bebido un vasito, se cae con facilidad en la extravagancia, y sin poderlo remediar se
hacen tonterías y se imitan las acciones que inicia el chiflado director. ¿Cree usted, señor
pasante, que no me parece completamente tonto haber creído en el papagayo gris?
—¡Ah! ¡Qué gracia! —replicó el pasante—. Era el criadito del archivero, que llevaba
una capa gris y venía a buscar al estudiante.
—Esto será —replicó el registrador—; pero he de confesar que lo he pasado muy mal,
pues toda la noche le he estado oyendo silbar y graznar.
—Sería yo —aclaró el pasante—, que ronco muy fuerte.
—Así será —repuso el registrador—. Pero, ¡señor pasante, señor pasante!, yo tenía mis
razones para preparar ayer una diversión..., y el estudiante me lo echó todo a perder... Usted
no sabe... ¡Oh señor pasante, señor pasante!
El registrador Heerbrand se levantó de un salto, se quitó el pañuelo de la cabeza, abrazó
al pasante, le apretó la mano con entusiasmo, y repitió con voz lastimera:
—¡Oh señor pasante, señor pasante!
Y tomando su sombrero y su bastón, salió de allí precipitadamente.
«El estudiante no volverá a poner los pies en mi casa —dijo el pasante Paulmann para
sus adentros—, pues ahora veo claro que con sus locuras contagia a las personas más
sensatas; el registrador está también un poco perturbado...; yo aún me he podido librar; pero
el demonio, que ayer en la borrachera sacó la cabeza, podría por fin meterse del todo en
casa y conseguir su objetivo... Por tanto, apage Satanás16! (¡fuera el estudiante!).
Verónica se había quedado muy preocupada, no hablaba una palabra, no se reía sino
rara vez y prefería estar sola.
—Aún se acuerda del estudiante —decía el pasante, malicioso—; pero es mejor que no
se deje ver; porque me tiene miedo...; por eso no aparece por aquí.
15 Loco.
16 Fuera de aquí, Satanás.
Las últimas palabras las pronunció el pasante en voz alta, y entonces a Verónica, que
estaba sentada frente a él, se le llenaron los ojos de lágrimas, y dijo suspirando:
—¿Cómo podría el estudiante Anselmo venir? Está hace mucho tiempo encerrado en
un frasco de cristal.
—¿Qué dices? —preguntó el pasante—. ¡Ay Dios mío, Dios mío! También esta padece
la misma enfermedad del registrador y cualquier día le dará un ataque... ¡Ah, maldito
Anselmo!
Salió corriendo en busca del doctor Eckstein, el cual se echó a reír al escuchar su relato
y exclamó:
—¡Vaya, vaya!
No recetó nada, y a los pocos que le preguntaban respondía evasivamente:
—Nervios..., se le curará solo...; aire libre..., paseos en coche..., distracciones...,
teatros... Sonntagskind, Schwestern von Prag...17. Eso es lo que le conviene.
«Pocas veces ha sido el doctor tan comedido, pues por lo común es bastante charlatán»,
pensaba el pasante.
Transcurrieron días, y semanas y meses. Anselmo había desaparecido, y tampoco se
dejaba ver el registrador Heerbrand, hasta que el 4 de febrero a las doce en punto de la
mañana se presentó en casa del pasante Paulmann, con un traje de última moda y de muy
buen paño, medias de seda y zapatos, a pesar del gran frío que hacía, y un gran ramo de
flores naturales en la mano, dejándole asombrado con su lujo. Con mucha gravedad se
dirigió el registrador al pasante, le abrazó con prosopopeya y comenzó a decir:
—Hoy, día del santo de su respetable hija Verónica, quiero decirle a usted lo que tengo
guardado ha mucho tiempo. Hace días, la desgraciada noche en que saqué de mi bolsillo los
ingredientes para aquel malhadado ponche, tenía intención de darles una buena noticia y
celebrar el día feliz con alegría; aquel día supe que había sido nombrado consejero, y hoy
traigo en el bolsillo la patente de tal ascenso cum nomine et sigillo principis18.
—¡Ah, ah!, señor registrador..., es decir, señor consejero —balbuceó el pasante.
—Pero usted, querido pasante —continuó el consejero novel—, usted puede colmar mi
felicidad. Hace mucho tiempo que amo a la señorita Verónica en secreto, y por algunas
miradas amables de ella me permito suponer que no he de ser rechazado. En una palabra,
querido pasante: yo, el consejero Heerbrand, le pido la mano de su amada hija la señorita
Verónica, con la cual, si usted no tiene nada que oponer, pienso casarme dentro de muy
poco.
El pasante Paulmann cruzó las manos lleno de asombro y exclamó:
—¡Ah, ah!, señor regis..., señor consejero quiero decir, ¡quién había de pensarlo! Si
Verónica le ama en realidad, por mi parte no tengo nada que objetar. Quizá su tristeza actual
no es otra cosa que amor hacia usted, señor consejero; ya conocemos esas jugarretas.
En aquel momento entró Verónica, pálida y descompuesta, como solía estar. El
consejero Heerbrand se dirigió a ella, la felicitó por su santo y le entregó el oloroso ramo de
flores al tiempo que un paquetito, en el que al abrirlo relucieron un par de hermosos
pendientes.
Un ligero rubor tiñó las mejillas de la joven; los ojos le brillaron de alegría, y dijo:
—¡Ah, Dios mío! ¡Si son los mismos pendientes que llevo hace algunas semanas y que
tanto me gustan!
19 El Augustusbrücke de Dresde tiene una cruz de piedra en el quinto arco, que el 31 de marzo de 1845 fue derribado por una crecida.
—De ninguna manera —repuso Heerbrand—, pues de sobra sé que Anselmo está en
poder de las fuerzas ocultas que lo zarandean con toda clase de recursos extraordinarios.
El pasante no pudo contenerse más y dijo impaciente:
—Basta ya, por Dios, basta. ¿Es que hemos vuelto a emborracharnos con el maldito
ponche, o que los que tienen en su poder a Anselmo también nos manejan a nosotros?
Señor consejero, ¿qué tonterías son esas que está usted diciendo? Quiero creer que es el
amor el que le ha trastornado algo, y espero que con la boda mejorará. Si no, sería para mí
una preocupación emparentar con un loco, y no estaría tranquilo pensando en la
descendencia, que siempre hereda los males de los padres. Quiero dar mi bendición paterna
a este matrimonio y os permito que os beséis como novios.
Así lo hicieron y, antes de que la sopa se enfriase, quedó formalizada la petición de
mano. Algunas semanas después, la consejera Heerbrand, como se lo imaginara hacía
mucho tiempo, estaba sentada en la terraza de una linda casa de la plaza, mirando,
sonriente, a los elegantes que pasaban por allí, y que, dirigiéndole sus impertinencias,
decían: «La verdad es que la mujer del consejero Heerbrand está muy bien...».
Duodécima Velada
Noticias de la finca que recibió Anselmo como yerno del archivero
Lindhorst y de cómo vivía en ella con Serpentina.—Fin
Mucho me alegraría poder expresar la gran satisfacción del estudiante Anselmo, que,
unido íntimamente con la hermosa Serpentina, se trasladó al reino maravilloso y oculto que
consideraba su patria y en el que hacía mucho tiempo anhelaba penetrar. Pero sería
imposible, querido lector, darte una idea exacta de las maravillas que rodeaban a Anselmo;
las palabras no son suficientes para expresarlas. Me siento preso en la pobreza y pequeñez
de la vida diaria, vagando como un sonámbulo; en una palabra, estoy en la misma situación
en que estaba el estudiante cuando te hablé de él en la tercera velada.
Mucho me aflijo cuando, terminada felizmente la undécima velada, la leía de nuevo, y
pensé que necesitaba escribir la duodécima como final, pues cada vez que por la noche me
disponía a trabajar, me parecía que unos duendecillos pérfidos —quizá parientes de la bruja
muerta— me colocaban delante una plancha de metal bruñido, en el que veía reflejada mi
propia imagen, pálida, desencajada por la mala noche, melancólica como la del registrador
Heerbrand después del ponche famoso. Solía dejar la pluma y marcharme a la cama, para
por lo menos soñar con el feliz Anselmo y la bella Serpentina. Esto duró varias noches,
cuando, al fin, y sin esperarlo, recibí una carta del archivero Lindhorst, en la que me decía
lo siguiente:
Caballero: Sé perfectamente que en la undécima velada ha descrito la
suerte de mi yerno, el en un tiempo estudiante y hoy poeta Anselmo,
lamentándose sobre ella, y que ahora ha tratado en la duodécima de decir
algo de su vida feliz en Atlantis, donde se trasladó con mi hija, instalándose
en la posesión que tengo allí. Aunque no veo de buen grado que comunique
a los lectores mi verdadera personalidad, pues ello podría acarrearme
algunas contrariedades como archivero, llegándose a discutir en el Colegio
la cuestión de si una salamandra está capacitada para desempeñar
servicios del Estado bajo juramento, y, sobre todo, hasta qué punto se le
puede confiar negocios importantes, pues, según Gabalis y Swedenborg 20, no
se debe confiar en los espíritus...; a pesar de que ahora mis amigos me
huirán, creyendo que en un momento de furor puedo comenzar a echar
chispas y quemarles sus pelucas o su levita dominguera...; a pesar de todo
esto, quiero serle útil en la terminación de su obra, que contiene muchas
cosas agradables para mí y para mi hija casada —ya quisiera yo que las
otras estuvieran tan bien colocadas—. Si quiere usted, pues, escribir la
duodécima velada, baje sus condenados cinco pisos, abandone su cuartito y
venga a mi casa. En el cuarto azul de las palmeras, que ya conoce,
encontrará los materiales para escribir, y con pocas palabras podrá
comunicar a los lectores lo que vea, que siempre les será más útil que una
larga relación de mi vida que usted sólo conoce de oídas. Con todo respeto
se despide su afectísimo,
LA SALAMANDRA LINDHORST,
pro tempore, real archivero particular.
Esta carta del archivero Lindhorst, amable, aunque algo áspera, me agradó mucho. Al
parecer, era seguro que el maravilloso viejo estaba enterado del modo como me llegó
noticia de la suerte de su yerno, el cual, por haber prometido el más absoluto silencio, a ti
mismo, querido lector, te he ocultado, y no lo tomó tan a mal como era de temer. Me
ofrecía su ayuda para terminar la obra, y por ello podía deducir con fundamento que en el
fondo estaba conforme con que se diese a conocer por medio de la imprenta su extraña
existencia en el mundo de los espíritus. Es posible, pensaba yo, que abrigue la esperanza de
que así será más fácil que las dos hijas que le quedan encuentren marido, pues quizá una
chispa prenda en algún joven, despertando en él el anhelo por la serpiente verde, a la cual
luego buscaría bajo el saúco en el día de la Ascensión. En cuanto a la desgracia ocurrida a
Anselmo cuando fue encerrado en el frasco de cristal, le podía servir de aviso para librarse
de la duda y de la incredulidad.
A las once en punto apagué mi lámpara de trabajo y me dirigí a la casa del archivero
Lindhorst, que me estaba esperando en el vestíbulo.
—Ya está usted aquí, caballero... Me alegro mucho de que haya comprendido mi buena
intención... Venga conmigo.
Y me guió a través del jardín, iluminado con luz cegadora, hasta el aposento azul
celeste en el que vi la mesa cubierta de color violeta en la que trabajó el estudiante. El
archivero Lindhorst desapareció, volviendo a entrar al momento con una hermosa copa de
oro, de la que brotaba una llama azul.
—Aquí le traigo —dijo— la bebida predilecta de su amigo, el maestro de capilla
Kreisler. Es arrak quemado, al que he añadido algo de azúcar. Saboree un poco. Voy a
quitarme el batín, y por gusto, y para gozar de su compañía mientras está usted ahí sentado
escribiendo, subiré y bajaré a la copa.
—Si lo hace por gusto, muy bien, señor archivero —repuse yo—; pero si es para que
yo disfrute de la bebida, no se moleste.
20 El protagonista de un libro cabalístico, Le comte de Gabalis, ou Entretiens sur les sciences secrètes, par N. de Montfaucon, abbé de
Villars, publicado en París en 1670, en Amsterdam en 1715 y en Londres en 1742.
Swedenborg, teósofo (1688-1772) que aseguraba haber tenido visiones y revelaciones de los espíritus y fue el fundador de un
nacionalismo fantástico.
—No se preocupe, mi buen amigo —exclamó el archivero al tiempo que se quitaba el
batín.
Y con gran asombro por mi parte se subió a la copa y desapareció entre las llamas. Sin
ningún miedo, y apartando las llamas, bebí de aquel líquido, que estaba sabrosísimo.
**
*
¿No se mueven con rumor suave las hojas color de esmeralda de las palmeras, como
acariciadas por el hálito del viento de la mañana? Despiertan de su sueño, se alzan, y
tiemblan y susurran, secretamente hablando de las maravillas que como de lejos anuncian
misteriosos sonidos de arpa. El azul se separa de las paredes, y como aromática niebla se
cierne arriba y abajo, y de entre ella salen los rayos cegadores que como en una atmósfera
gloriosa se retuercen, se elevan y van de un lado para otro, subiendo a lo más alto de la
inconmensurable bóveda que cubre las palmeras. Los rayos se hacen cada vez más
cegadores, hasta que en medio del resplandor del sol se descubre un bosque inmenso, en el
que veo a Anselmo. Magníficos jacintos y tulipanes y rosas levantan sus lindas cabezas; su
aroma dice en tono amable al dichoso: «Pasea por entre nosotros, querido, puesto que tú
nos comprendes... Nuestro aroma es el anhelo del amor...; te amamos y somos tuyos para
siempre». Los dorados rayos murmuran al calentar: «Somos fuego encendido por el amor.
El aroma es el anhelo, el fuego es el deseo, y nosotros vivimos en tu pecho, formamos parte
de ti mismo». Los oscuros matorrales..., los altos árboles susurran y murmuran: «Ven a
nosotros, hombre feliz, amado nuestro. El fuego es el deseo y esperanza, nuestra fresca
sombra; te arrullaremos con nuestro rumor, ya que tú nos entiendes, porque el amor vive en
tu pecho». Las fuentes y los arroyos cantan y repiten: «Amado, no pases junto a nosotros
tan de prisa, mira nuestro cristal... Tu imagen vive en nosotros, que somos constantes en
nuestro amor, porque tú nos has comprendido». Y los pajarillos de colores pían y cantan:
«Escúchanos, escúchanos: somos la alegría, el goce, el encanto del amor».
Anselmo, lleno de ansiedad, contempla el templo magnífico que se eleva en la lejanía.
Sus artísticas columnas semejan árboles, y sus capiteles y sus molduras, hojas de acanto,
que forman hermosas decoraciones con adornos y figuras. Anselmo se dirige al templo;
contempla con íntima alegría el mármol policromo, los peldaños maravillosamente
veteados.
—No —dice como en el colmo del entusiasmo—, ya no está lejos.
Entonces, magníficamente ataviada y resplandeciente de belleza sale del templo
Serpentina, con el puchero de oro en la mano, del cual brota un hermoso lirio. Su rostro
lleva impresa una expresión inenarrable de arrobo y sus divinos ojos brillan con infinita
ternura; sus miradas se dirigen a Anselmo, y le dice:
—Amado mío: el lirio ha abierto su cáliz, hemos llegado a la meta. ¿Habrá en el mundo
una felicidad comparable a la nuestra?
Anselmo la abraza con apasionamiento...; los lirios irradian sus rayos de fuego. Los
árboles y los arbustos se agitan con violencia...; los arroyos corren murmuradores...; en el
aire se escucha un gorjeo jubiloso...; en el agua..., en la tierra se celebra la fiesta del amor...
Luego, de entre los arbustos, brotan relámpagos luminosos...; de los ojos ardientes de la
tierra brotan diamantes...; de las fuentes, manantiales saltarines...; aromas embriagadores
embalsaman el aire...; son los espíritus, que rinden homenaje al lirio y anuncian a Anselmo
la felicidad.
Anselmo levanta la cabeza como rodeado de un nimbo de sabiduría... ¿Son miradas?...
¿Son palabras?... ¿Es un cántico?... Distintamente, se oye: «Serpentina..., la fe en ti, el
amor, me han descubierto los profundos secretos de la naturaleza... Me trajiste el lirio que
nació del oro, de las entrañas de la tierra, aun antes de que Fósforo iluminase el
pensamiento... Él representa el conocimiento de la armonía de todos los seres, y en esta
armonía vivo feliz desde aquel momento... Sí, yo, bienaventurado, he conocido lo más
alto...; te he de amar eternamente, Serpentina querida..., nunca se marchitarán las doradas
hojas del lirio, pues lo mismo que la fe y el amor, es eterna la ciencia».
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