MI
MADRE, PHINEAS, MORALIDAD Y
SENTIMIENTO
Siri Hustvedt
«No hagas nada que no quieras hacer realmente», me dijo mi madre
mientras conducı́a, tras recogerme de una clase o puede que de una
reunió n o de la casa de alguna amiga cuyo nombre he olvidado hace ya
tiempo. No recuerdo qué má s me dijo mi madre durante aquella
conversació n y no sé por qué me dio ese consejo en concreto. Lo que sı́
recuerdo es que ı́bamos por el tramo de la Autopista 19 que pasa justo
al lado de Northfield, mi ciudad natal en Minnesota, un tramo que ha
quedado asociado para siempre a esas palabras. Debı́a de ser verano,
porque la hierba estaba verde y los á rboles rebosaban de hojas.
Tambié n me acuerdo perfectamente de que nada má s terminar de
hablar mi madre, yo me sentı́ culpable. ¿Estaba yo haciendo cosas que
no quería hacer? Entonces tenı́a quince añ os, me encontraba en plena
adolescencia y era una jovencita confusa, llena de deseos y tormentos
ı́ntimos. Las palabras de mi madre me dieron que pensar y nunca he
dejado de darles vueltas en mi cabeza.
Si se analiza, es una frase curiosa, con sus dos noes condicionando una
expresió n tan positiva como lo «que quieras hacer realmente». Sabı́a
que mi madre no me estaba dando una receta para el hedonismo o el
egoı́smo y me tomé aquel consejo como un imperativo moral sobre el
deseo. Los noes de la frase eran advertencias contra la coacció n,
probablemente de ı́ndole sexual. Debo señ alar que mi madre no dijo:
«No te acuestes con nadie, no tomes drogas ni hagas ninguna locura».
Me aconsejó que prestara atenció n a los sentimientos desde mi punto
de vista moral, pero ¿qué es eso exactamente? Es inevitable que los
sentimientos, la empatı́a en concreto, jueguen un papel crucial en
nuestro comportamiento moral.
Aquel dı́a me habló como a una adulta, como a una persona que no
necesitara consejos de sus padres. Eso me halagó y al mismo tiempo
me asustó un poco. La frase implicaba con claridad que ya no volvería a
decirme lo que tenía que hacer. Ahora que mi propia hija tiene veinte
añ os, entiendo mejor la actitud de mi madre. Cuando Sophie tenı́a uno
o dos añ os le gustaba meter los dedos en los enchufes, arrebatarles los
juguetes a los demá s niñ os y quitarse la ropa siempre que podı́a. Cada
vez que su padre o yo le impedı́amos realizar sus deseos, chillaba. Pero
a partir de los seis añ os empezó a reaccionar de forma totalmente
diferente. Ante la má s leve reprimenda por mi parte o por la de su
padre, se le llenaban los ojos de lá grimas. Habı́a aflorado en ella la
culpa, una emoció n social fundamental, y Sophie habı́a empezado a
formar parte del mundo de la moral, en el cual lo que está bien y lo que
está mal, lo que se puede hacer y lo que no, está codificado.
El trá nsito desde la desnudez salvaje, pasando por la personita
recatada y empá tica, hasta llegar a ser un adulto independiente es
tambié n una historia de desarrollo cerebral. Desde que nace hasta la
edad de seis añ os, la corteza prefrontal de un niñ o experimenta un
gran desarrollo y ese desarrollo depende de su entorno (que lo incluye
todo, desde la contaminació n atmosfé rica hasta el cuidado que le
brinden sus padres). Las investigaciones actuales han descubierto que
tambié n el cerebro de un adolescente experimenta cambios cruciales y
que las privaciones y traumas emocionales, sobre todo si son
continuos, pueden dejar huellas perniciosas y duraderas en el
desarrollo del cerebro. La corteza prefrontal está mucho má s
evolucionada en los seres humanos que en los demá s animales y
normalmente se define como la zona «ejecutiva» del cerebro, una
regió n relacionada con la evaluació n y control de nuestros
sentimientos y comportamientos.
Hace veinte añ os leı́ el caso de Phineas Gage en un libro de neurologı́a.
En 1849, el capataz de una cuadrilla de trabajadores del ferrocarril
sufrió un extrañ o accidente. Una barra de acero de un metro y medio le
atravesó la mejilla izquierda, le perforó el cerebro y le salió por la parte
de arriba de la cabeza. Gage se recuperó del accidente de forma
milagrosa. Podı́a andar, hablar y pensar, pero habı́a perdido, junto con
unos pocos centı́metros cú bicos de la regió n ventromedial del ló bulo
frontal, su antigua personalidad. Gage, que antes era un capataz
considerado y responsable, se tornó impulsivo, agresivo y totalmente
indiferente hacia los demá s. Hacı́a planes, pero era incapaz de llevarlos
a cabo. Tras ser despedido de varios trabajos, su vida se fue
deteriorando y acabó dando tumbos de aquı́ para allá hasta morir en
San Francisco en 1861. Esa historia llegó a obsesionarme porque
suponı́a algo horrible: la conducta moral podı́a reducirse a un trozo de
cerebro.
Recuerdo que poco despué s de leer esta historia la comenté con una
psicoanalista. Negó con la cabeza: era imposible. Segú n ella, la psique
no tiene nada que ver con el cerebro: la é tica no desaparecı́a junto con
la materia gris. Pero ahora veo la historia de Phineas de forma
diferente. Gage perdió lo que habı́a adquirido en las primeras etapas de
su vida: la capacidad de sentir emociones superiores como la empatı́a y
la culpa, dos emociones que condicionan nuestro comportamiento en
el mundo. Tras el accidente su moralidad se convirtió en la de un niñ o.
Era incapaz de imaginar el efecto que sus actos tendrı́an en los demá s o
en sı́ mismo, ya no podı́a sentir compasió n, y sin ese sentimiento
padecı́a una discapacidad fundamental, a pesar de que sus capacidades
cognitivas permanecieran intactas. Se comportaba como el tı́pico
psicó pata que actú a por impulso sin sentir remordimiento alguno.
En El error de Descartes el neuró logo Antonio Damasio vuelve a citar el
caso de Phineas Gage y lo compara con el de uno de sus pacientes,
Elliot, quien, despué s de una intervenció n quirú rgica debida a un
tumor cerebral maligno, sufrió un dañ o en los ló bulos frontales. Al
igual que Gage, Elliot era incapaz de planear nada de antemano y su
vida se hizo añ icos. Tambié n se volvió extrañ amente frı́o. Aunque
parecı́a que sus facultades intelectuales funcionaban, carecı́a de
sentimientos, tanto hacia sı́ mismo como hacia los demá s. Damasio
escribe: «Creo que yo sufrı́a má s que el propio Elliot al escuchar las
historias que me contaba.» Tras una serie de experimentos con su
paciente, Damasio especula sobre algo que mi madre daba por hecho:
que las emociones no só lo mejoran nuestra aptitud para tomar
decisiones en la vida, sino que son cruciales para ello.
Sin embargo, a veces ocurre que no sé lo que quiero hacer realmente.
Tengo que analizarme y ese aná lisis implica tanto una intuició n
visceral de lo que siento como una proyecció n de mı́ misma hacia el
futuro. ¿Me arrepentiré de haber aceptado esa invitació n? ¿Estoy
sucumbiendo a las presiones de otros y lo sentiré má s adelante? Nada
má s leer un correo electró nico me pongo furiosa, pero ¿no he
aprendido que es mucho má s prudente esperar un par de dı́as antes de
contestar, en lugar de enviar de inmediato una respuesta iracunda? El
futuro es, por supuesto, imaginario, un lugar irreal que creamos a
partir de nuestras expectativas, que, a su vez, surgen de las
experiencias que recordamos, sobre todo de nuestras experiencias
repetidas. Los pacientes con lesiones cerebrales prefrontales
presentan ese mismo y extrañ o dé ficit. Pueden pasar todo tipo de
pruebas de cognició n mental, pero, aun ası́, les sigue faltando algo vital.
Como señ ala A. R. Luria en Las funciones corticales superiores del
hombre (1962), «... los mé dicos han observado invariablemente que, a
aunque el “intelecto formal” se encuentre intacto, estos pacientes
muestran cambios notables en su comportamiento». Pierden su
facultad crı́tica para juzgar la propia conducta y exhiben una rara
indiferencia hacia sı́ mismos y hacia los demá s. Yo sostengo que algo se
ha estropeado en su imaginació n emocional.
Un par de añ os despué s de aquella conversació n con mi madre, fui con
mi prima a esquiar a una estació n en Aspen, Colorado. Un dı́a, a
primera hora de la tarde, me vi de pronto sola en la cumbre de una
pendiente muy pronunciada llena de pequeñ os montı́culos de nieve
que la hacı́an má s aterradora. Yo no era tan buena esquiadora como
para bajar por aquella pista, pero me habı́a montado en el telesquı́
equivocado. Só lo habı́a una forma de salir de aquel lugar y era cuesta
abajo. Mientras estaba allı́ en lo alto, mirando ansiosamente el
bungalow de la estació n de esquı́ que se veı́a muy lejos, colina abajo,
tuve una revelació n: allı́ y entonces me di cuenta de que no me gustaba
esquiar. Era algo demasiado veloz, demasiado frı́o. Me daba miedo.
Siempre me habı́a dado miedo. Uno se pregunta có mo es posible que
una jovencita de diecisiete añ os no se hubiera dado cuenta de un hecho
tan simple de su existencia hasta verse enfrentada a una crisis.
Provengo de una familia noruega. Mi madre nació y creció en ese paı́s
nó rdico y los abuelos de mi padre eran emigrantes noruegos. En
Noruega dicen que los niñ os aprenden a esquiar antes que a andar, lo
cual es una exageració n pero ayuda a entender mejor el asunto. La idea
de que esquiar pudiera no ser divertido, pudiera ser algo que no estaba
al alcance de todo el mundo, era algo que jamá s se me habı́a pasado
por la cabeza. Yo nacı́ en un lugar donde el deporte es sinó nimo de
placer, de disfrutar de la naturaleza y de la familia. Mientras tales
pensamientos cruzaban por mi mente, me daba cuenta de que el
telesquı́ estaba cerrando y de que se hacı́a de noche. Respiré hondo, me
di impulso con los bastones y me lancé colina abajo. Media hora má s
tarde, una patrulla montada sobre una moto de nieve me encontró
despatarrada junto a un montı́culo. Habı́a perdido un esquı́, pero, por
lo demá s, estaba bien.
Aunque la ané cdota es ridı́cula, sus implicaciones van mucho má s allá .
A veces creemos que queremos lo que en realidad no queremos. La
consideració n que le damos a algo puede estar tan arraigada que ni
siquiera la cuestionamos y esa falta de cuestionamiento puede
conducirnos a algo má s grave que un revolcó n en una pista de esquı́.
Esa amiga que vuelve una y otra vez con el hombre que la maltrata se
encuentra atrapada en ese deseo bastante comú n, en ese autoengañ o,
que le impide pensar en la posibilidad de otro futuro diferente. En la
é poca en que yo era una estudiante de posgrado sin un cé ntimo, a
veces me gastaba veinte o treinta dó lares en una camiseta o en un
accesorio que no necesitaba y ni siquiera deseaba en especial. No
anhelaba el objeto en particular, sino só lo comprar. Por supuesto,
sentir que no tenemos carencias puede llenar un vacı́o emocional sin
arriesgarnos a unas consecuencias ruinosas. Pero si no puedes pagar el
recibo de la luz, entonces tienes un problema. Yo me enfrenté a un
problema en la pista de esquı́ porque estaba haciendo algo que en
realidad no deseaba. Aquella decisió n erró nea fue el resultado tanto de
mi alienació n ante mis sentimientos como de una falta de amor propio.
Esto ú ltimo es fundamental. Porque al ser capaz de objetivarme, al
igual que todos los seres humanos (vernos como una persona entre
otras dentro de la sociedad), no só lo puedo planificar las cosas con
antelació n, imaginando có mo me afectará en el futuro lo que hago en el
presente, sino que tambié n puedo verme con la distancia necesaria
como para comprender que soy un ser digno de compasió n.
Durante mi primer añ o de matrimonio estaba muy nerviosa. Me
preocupaba la idea de perder mi libertad, la vida domé stica en general
y có mo ser «una esposa». Cuando le planteé estas preocupaciones a mi
flamante marido, me miró y me dijo: «¡Pero, bueno, Siri! ¡Tú haz lo que
quieras hacer!». Yo no le habı́a contado a mi marido lo que me habı́a
dicho mi madre en la Autopista 19 doce añ os antes, pero sus palabras
me recordaron de inmediato aquellas otras. Mi marido no me estaba
autorizando a lanzarme a los brazos de otro hombre, sino que me
empujaba a seguir mis deseos porque, al igual que mi madre, confiaba
en mi criterio moral. Aquello tuvo en mı́ un efecto de inmediata
liberació n. Me quitó un peso de encima y pude entregarme a hacer lo
que querı́a, que incluı́a estar casada con el hombre tan especial del que
estaba enamorada.
Mi idea del matrimonio no era tan diferente de mi idea del esquı́.
Adopté una opinió n despiadada, rı́gida y superficial de ambos: se
suponı́a que esquiar era divertido y que el matrimonio era una
institució n restrictiva. No me planteé lo que yo querı́a realmente,
porque estaba dominada por una idea que me venı́a impuesta, una idea
que yo tenı́a que cuestionar y sentir por mı́ misma antes de poder
descartarla o aceptarla. A diferencia de Phineas y Elliot, yo tengo
intactos mis ló bulos frontales. Sin embargo, sé que los misterios de mi
neurologı́a personal son, como los de cualquier otro, una combinació n
sinté tica del temperamento gené tico innato y de la experiencia
adquirida a lo largo de mi vida, algo que me remite otra vez a mi
madre, una persona crucial en esta historia. Cuando le dije que estaba
escribiendo un texto sobre el consejo que me habı́a dado hacı́a añ os,
me dijo: «Bueno, ya sabes, yo no le habrı́a dicho eso a cualquiera». A
diferencia de esas frases manidas sacadas de las pá ginas de alguna guı́a
de consejos para padres, las palabras de mi madre iban dirigidas
especialmente a mı́ y las expresó con conocimiento, empatı́a y amor.
Sin duda, por eso se me quedaron grabadas para siempre. Porque me
tocaron muy hondo.
2007