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"Hernan",Abelardo Castillo

El documento narra la historia de Hernán, un estudiante brillante que empieza a acosar a su maestra, la señorita Eugenia. Hernán hace una apuesta con sus compañeros para humillar públicamente a la maestra, lo que lleva a cabo el Día de los Estudiantes.

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"Hernan",Abelardo Castillo

El documento narra la historia de Hernán, un estudiante brillante que empieza a acosar a su maestra, la señorita Eugenia. Hernán hace una apuesta con sus compañeros para humillar públicamente a la maestra, lo que lleva a cabo el Día de los Estudiantes.

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ocultar, con ademanes extraños, la impresión que le causábamos, cuarenta muchachones rígidos,

burlonamente rígidos junto a los bancos, y cualquiera de los cuarenta debía mirar a la altura del hombro para
encontrar sus ojos de animalito espantado. Habló. Dijo algo acerca de que buscaba ser una amiga para
nosotros, una amiga mayor, y que la llamáramos señorita Eugenia, simplemente. Alguien, entonces, en voz
alta –lo bastante alta como para que ella bajara los ojos, con un gesto que después me dio lástima–, se
asombró mucho de que todavía fuera señorita, yo me asombré mucho de que todavía fuera señorita y los
demás rieron, y ella, arreglando nerviosamente los pliegues de su pollera, fue hacia el escritorio. Al levantar
los ojos se encontró con todos parados, mirándola. No atinó sino a parpadear y a juntar las manos, como
quien espera que le expliquen algo, y cuando torpemente creyó que debía insinuarnos "pueden sentarse",
nosotros ya estábamos sentados y ella reparó por primera vez en Hernán. Él se había quedado de pie, tieso,
se había quedado de pie él solo. Y en medio del silencio de la clase, dijo:
–Yo –dijo pausadamente– soy Hernán.
Esto fue el primer día. Después pasaron muchos días, y no sé, no recuerdo cómo hizo él para darse cuenta:
acaso fue por aquellas miradas furtivas que, al llegar a ciertos párrafos de los clásicos, la señorita Eugenia
dirigía hacia su banco, o acaso fue otra cosa. De todos modos, cuando se lo dijeron ya lo sabía. "Me parece
que la vieja...", le dijeron, y Hernán debió fingir un asombro que jamás sintió, puesto que él lo había
adivinado desde el comienzo, desde que la vio entrar con sus maneras de pájaro y su cara triste de mujer
sola; porque Hernán sabía que ella se inquietaba cuando él, acercándose sin motivo, recitaba la lección en
voz baja, íntima, como si la recitara para ella.
–Este Hernán es un degenerado.
Te admiraban, Hernán.
–Pobre vieja, te fijaste: ahora se le da por pintarse.
Porque, de pronto, la señorita Eugenia que leía a Bécquer empezó a pintarse absurdamente los ojos, de un
color azulado, y la boca, de pronto comenzó a decir cosas increíbles, cosas vulgares y tremendas acerca de
la edad, la edad que cada uno tiene, la de su espíritu, y que ella en el fondo era mucho más juvenil que esas
muchachas que andan por ahí, tontamente, con la cabeza loca y lo que es peor –esto lo dijo mirando a
Hernán de un modo tan extraño que me dio asco-, lo que es peor, con el corazón vacío.
–A que sí.
Ya no recuerdo con quién fue la apuesta, recuerdo en cambio que pocos días antes del 21 de septiembre
surgió, repentina y gratuita, como un lamparón de crueldad. Y fue aceptada de inmediato, en medio de ese
regocijo feroz de los que necesitan embrutecer sus sentimientos a cualquier costo porque después, más
adelante, está la vida, que selecciona sólo a los más aptos, a los más fuertes, a los tipos como él, como
Hernán, aquel Hernán brillante de dieciocho años que podía demostrar teoremas sin mirar el libro o
componer estrofas a la manera de Asunción Silva o apostar que sí, que se atrevería –como realmente se
atrevió la tarde en que, apretando como un trofeo aquella cosa, esa especie de escapulario entre los dedos,
pasó delante de todos y fue lentamente hacia el pizarrón–, porque los que son como vos, Hernán, nacieron
para dañar a los otros, a los que son como la señorita Eugenia.
–A que no.
–Qué apostamos –dijo Hernán, y aseguró que pasaría delante de todos, de los cuarenta, e iría, lentamente,
hacia el pizarrón–. Para que aprenda a no ser vieja loca –dijo.
Pero antes de la apuesta habían pasado muchas cosas, y yo ahora necesito recordarlas para que Hernán no
las olvide. Hubo, por ejemplo, lo de las cartas. Siempre supo escribir bien. Desde primer año había venido
siendo una suerte de Fénix escolar, fácil, capaz de hacer versos o acumular hipérboles deslumbradoras en un
escrito de Historia. Pero aquella primera carta (a la que seguirían otras, ambiguas al principio, luego más
precisas, exigentes, hasta que una tarde en el libro que te alcanzó la señorita Eugenia apareció por fin la
primera respuesta, escrita con su letra pequeña, redonda, adornada con estrafalarias colitas y círculos sobre
la i) fue una obra maestra de maldad. Yo sé de qué modo, Hernán, con qué prolijo ensañamiento escribiste
durante toda una noche aquella primera carta, que yo mismo dejé entre las páginas de las Lecciones de
Literatura Americana un segundo antes de que el inequívoco perfume entrase en el aula, ese vaho a laurel
cuyo origen era una bolsita blanca, de alcanfor, colgada al cuello de la señorita Eugenia, junto al crucifijo
con el que sólo una vez tropezaron unos dedos que no fuesen los de ella.
No respirábamos. Hernán tenía miedo ahora, lo sé, y hasta trató de que ella no tomase el libro. La mujer,
extrañada, levantó el papel que había caído sobre el escritorio, un papel que comenzaba por favor, lea usted
esto, y después de unos segundos se llevó temblando la mano a la cara; pero en los días que siguieron,
cuando encontraba sobre el escritorio los papeles doblados en cuatro pliegues, ya no se turbaba, y entonces
empezó a decir aquellas insensateces vulgares acerca de la edad, y del amor, hasta que el propio Hernán se
asustó un poco. Sí, porque al principio fue como un juego, tortuoso, procaz, pero en algún momento todo se
volvió real y, una tarde, estaba hecha la apuesta:
–Delante de todos, en el pizarrón –dijo Hernán.
El Día de los Estudiantes, en el Club Náutico, todos pudieron verlo bailando con la señorita Eugenia. Ella
lo miraba. Lo miraba de tal manera que Hernán, aunque por encima de su hombro hizo una mueca
significativa a los otros, se sintió molesto. Tuvo el presentimiento de que todo podía complicarse o, acaso, al
oír que ella hablaba de las cosas imposibles ("hay cosas imposibles, Hernán, usted es tan joven que no se da
cuenta" ) pensó que se despreciaba. Pero ese día la apuesta había sido aceptada y uno no podía echarse atrás,
aunque tuviera que hacerle una canallada brutal a la señorita Eugenia, que aquella tarde llevaba puesto un
inaudito vestido, un jumper, sobre su blusa infaltable de seda blanca. Por eso, sin pensarlo más, él la invitó a
dar un paseo por los astilleros, y los otros, codeándose, vieron cómo la infeliz aquella salía
disimuladamente, seguida por su ridículo perfume a alcanfor y seguida por mí, que antes de salir le dije a
alguno:
–Préstame las llaves del coche.
Y me fueron prestadas, con sonrisa cómplice, y cuando yo estaba saliendo, con el estómago revuelto, oí
que alguien pronunciaba mi nombre:
–Hernán.
–Qué quieren –pregunté.
Y me dijeron la apuesta, ojo con la apuesta, y yo dije que sí, que me acordaba. Como me acuerdo de todo
lo que ocurrió esa tarde, en los galpones, contra un casco a medio calafatear, y de todo lo que ocurrió al otro
día, en el Nacional, cuando ante la admirada perplejidad de cuarenta muchachones yo caminé lentamente
hacia el pizarrón apretando entre los dedos esa cosa, esa especie de escapulario, como un trofeo. Y me
acuerdo de la mirada de la señorita Eugenia al entrar en la clase, de sus ojos pintados ridículamente de azul
que se abrieron espantados, dolorosos, como de loca, y se clavaron en mí sin comprender, porque ahí, en la
pizarra, había quedado colgada, balanceándose todavía, una bolsita blanca de alcanfor.

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