Arte y cuerpo: Kruger y Masson
Arte y cuerpo: Kruger y Masson
ÍNDICE
Es difícil encontrar a un ser humano que no se sienta atraído por el cuerpo. Por el de los otros, desde luego, pues algunos
cuerpos ajenos nos interesan de un modo especial. Pero lo importante es la constatación de que cada individuo posee un cuerpo
irremplazable, mediador necesario en todas nuestras relaciones con el mundo, objeto y fuente de placer, o de dolor, e
interlocutor activo y exigente de nuestra existencia. Se ha dicho muchas veces que somos lo que somos gracias al cuerpo que
nos sustenta. Ser (existir), en suma, es tener cuerpo. De esto se han ocupado, a lo largo de los siglos, un buen número de
disciplinas especializadas, más o menos respetables, como la ética, la teología, las ciencias naturales, la medicina, la biología, la
antropología, la psicología, etc. Pero el cuerpo ha preocupado también a los brujos, a los parapsicólogos, y a las distintas
especies de la magia.
Qué temeridad, en fin, o qué candor, pretender añadir algo a los discursos sobre el cuerpo desde una perspectiva
académica, próxima a la ciencia. Seguramente por eso los poetas, muy conscientes de la inmensidad inabarcable del asunto,
han venido diciendo que sólo se puede (o se debe) hablar de lo que ellos sienten, a título individual: del cuerpo propio, o del
cuerpo ajeno en tanto que objeto hipotético de la atención personal.
¿Deberíamos decir lo mismo respecto a las llamadas artes visuales? Antes de responder afirmativamente nos vienen a la
cabeza las vinculaciones históricas entre la geometría y el dibujo «técnico», o la notoria colaboración de los artistas con las
ciencias naturales. Una disciplina científica como la anatomía, pongamos por caso, no habría existido sin el concurso del dibujo.
Pero, aunque esto sea cierto, tampoco podemos negar la fuerte componente subjetiva, personal, no científica, de numerosos
trabajos artísticos con o sobre el cuerpo. Se diría, en una primera aproximación, que el arte se ha comportado ante este asunto
de un modo desprejuiciado: abarca o afecta a muchos territorios de la ciencia, aunque sin dejar de incidir en la subjetividad
que predomina en el ámbito de la poesía.
No es esto algo sencillo, ni tampoco apacible, y así nos lo hizo ver Barbara Kruger con uno de sus más logrados
trabajos: el cartel pseudo-publicitario Your body is a battleground (1989) [1] mostraba el primer plano de un rostro ju-
venil femenino, de una belleza estándar, que mira de frente al espectador, o más bien a la espectadora, pues esta obra
parece dirigida preferentemente a destinatarias, con su género (femenino) específico. Un eje vertical divide ese rostro
en dos mitades simétricas, con el positivo fotográfico a la izquierda y el negativo a la derecha. El artificio peculiar de
la técnica empleada, con el mecanismo inversor de los tonos, ha servido a la artista como metáfora para expresar los
contrastes y contradicciones del cuerpo. Barbara Kruger sugiere la dificultad de encontrar un territorio único para la
1
corporeidad (y muy especialmente para la de la mujer) en la sociedad contemporánea. Nuestro cuerpo, viene a
decir, es un ámbito conflictivo difícil de delimitar, un lugar de convergencia o disputa de complejas pulsiones morales,
biológicas y políticas. La batalla social, la lucha de géneros y de clases, se desarrolla en tu cuerpo, aunque no siempre
te des cuenta de ello1.
Puede afirmarse sin lugar a dudas que no es posible reducir a un único denominador común todo lo que se ha
dicho, o hecho, artísticamente sobre el cuerpo humano. La variedad de propuestas y soluciones ha sido enorme, y así lo
reconocía ya Maurice Raynal a principios de los años treinta en un artículo publicado en Minotaure: «El cuerpo
humano ha conocido su apogeo plástico a partir de la prehistoria. El discurrir del tiempo ha visto efectuar sus
variaciones, sus desarrollos, sus enmiendas, sus deformaciones más o menos profesionales, siguiendo un
transformismo que no tiene de eterno más que su cambio permanente”. Por eso afirmaba, unas líneas más abajo, que
2
todo verdadero artista “rehace el cuerpo humano” .
El cuerpo en fin, lo ha sido todo, cualquier cosa: laberinto, como en tantos ejemplos dibujados o pintados por
André Masson [2], o arma peligrosa, tal como se aprecia en una fotografía de Laurie Simons (1990) [3]. Podemos
perdernos en él, entendiéndolo como una intrincada arquitectura, dedálica maquinación diabólica, enigma
indescifrable. Masson, como buen surrealista, exploró una asimilación poética, que él hizo evidente, entre las
circunvoluciones cerebrales, o los divertículos intestinales, y las galerías mareantes en las que se halla perdido
nuestro minotauro interior3. Simons, en cambio, ha cargado la pistola con un cuerpo desnudo sugiriendo no tanto cuál
es la verdadera naturaleza del disparo como el significado profundo del cuerpo desnudo. Es el deseo lo que hiere, con
mortífera precisión. El cuerpo es el fogonazo que se consume y el proyectil que (nos) aniquila. Obsérvese que el
fotógrafo ha evitado introducir el cuerpo desnudo por la culata del arma, pues aunque eso resultara más verosímil
desde el punto de vista mecánico (por ahí entra el cargador en una pistola verdadera), habría hecho dudar al
espectador respecto a si no sería la cabeza lo único proyectado. Colocado así en la línea horizontal del cañón,
sabemos que el cuerpo será disparado en su totalidad. Forma parte, de hecho, del arma homicida (o suicida). Ése es el
cuerpo, además, que se empuña al disparar. ¿Es una mano ajena, en verdad, la que ha de agarrar la culata? Las metáforas
se encabalgan, se enriquecen recíprocamente, o se desplazan sutilmente unas a otras, en un juego de ambivalencias que es
peculiar del funcionamiento de las artes visuales.
El cuerpo del arte: campo de batalla, laberinto, o arma peligrosa. No hay duda de que se trata de un asunto muy difícil de
sistematizar. Sin embargo sabemos que es irrefrenable el deseo de trazar mapas de todos los territorios, hasta de los más
escarpados y remotos. Y aunque las representaciones geográficas tienen siempre un punto de arbitrariedad, no hay cartógrafo
que no crea en la utilidad operativa de su trabajo.
2
Nuestro modelo, empero, al intentar trazar un «mapa artístico del cuerpo», no es el cartesiano de las proyecciones ortogonales,
con la retícula regular de meridianos y paralelos, sino el único que, dadas las circunstancias, podíamos seguir: me refiero a «Le
monde au temps des surréalis-tes», aquel insólito mapamundi que publicó la revista belga Varietés en 19294 [4].
Reconocemos allí los continentes y las islas principales del planeta, ciertamente, pero saltan a la vista en seguida algunas
omisiones, cambios de escala y deformaciones. Europa occidental ha desaparecido casi por completo, salvo las ciudades de
París y Constantinopla (España habría figurado de modo prominente si este mapa se hubiera elaborado en la década
siguiente), y lo mismo sucede con los Estados Unidos (que también habría aparecido luego, dada la gran importancia que los
indios norteamericanos adquirieron para los surrealistas en los años treinta y cuarenta); África, que contó mucho para las
primeras vanguardias (fauvismo y cubismo), se reducía aquí considerablemente, como ocurría también con América del Sur, la
India o Australia; se agrandaban, en cambio, otros territorios como Alaska, la península del Labrador, México y algunas
zonas de Oceanía; la isla de Pascua, en particular, era mucho mayor que Australia. Aquel mapa, en fin, reflejaba con
aproximación plausible el perfil reconocible del mundo, pero testimoniaba mejor que un largo discurso literario cuáles eran las
fobias y las filias culturales de los surrealistas de los años veinte. Está claro que rechazaban el mundo racional euro-
norteamericano, y abrazaban con entusiasmo algunos ámbitos del primitivismo. El arte caricaturesco de los esquimales, el
universo fantástico de los melanesios, los enigmáticos moai de la isla de Pascua y los restos de la América precolombina eran
los referentes ideales, los modelos que valía la pena considerar.
Al tratar del cuerpo en el arte contemporáneo no quisiéramos hacer un mapa tan desiderativo como el que acabamos de ver.
Pero la deformación es inevitable: hay que contar con la importante limitación que procede de nuestro desconocimiento más que
probable de artistas y de obras importantes relacionadas con este asunto, lo cual está agravado, seguramente, por la decidida
voluntad de síntesis que nos anima ahora. No lo contamos todo sino sólo algunas cosas que nos parecen relevantes. Se trata de
hacer elecciones arbitrarias, con la esperanza de que, pese a ello (o gracias a ello), los discursos construidos no carezcan de
interés. En suma, me parece que estamos aquí más cerca de la crítica que de los comportamientos tradicionales del historiador del
arte. Las grandes lagunas de nuestro mapa imaginario nos hacen pensar en los portulanos primitivos, con muchas zonas bien
delineadas y otras áreas en blanco, como huecos que podrían trazarse en el futuro, cuando esos territorios ignotos se
hubieran llegado a explorar. Hay, en efecto, muchas zonas del cuerpo que han sido fructíferas para el arte contemporáneo y
que no tienen un tratamiento específico en este libro, temas fascinantes sobre los que me habría gustado escribir más pero que
he dejado aparte (o he tocado sólo de pasada) por ignorancia o pereza, por considerarlos algo obvios en otras ocasiones, o
porque estaba ya cansado y no quería hacer un libro demasiado largo, simplemente. Estoy pensando en cosas como los otros
fluidos corporales (la sangre, las heces, el vómito, la orina y el semen, además de lo que ya digo aquí sobre las lágrimas), la
muerte, la monstruosidad, la enfermedad (y especialmente el impacto artístico del sida), el placer y el acoplamiento amoroso, el
cuerpo amplificado y el artificial (autómatas y ciborgs), la ingravidez y la desmaterialización, etc.
Con estas cosas podría hacerse otro libro más, y quizá lo escribamos también en el futuro. Los microanálisis que ofrecemos
ahora aspiran solamente a ayudarnos a comprender y a disfrutar mejor de algunos episodios y figuras del arte contemporáneo.
Los textos monográficos de artistas concretos sustituyen a veces a los temáticos, pero hablamos siempre de creadores que encarnan
algún problema particular relacionado con el mapa artístico del cuerpo humano. Quizá se comprenda ya por qué el título de
este libro es un eco tan claro del Locus solus de Ray-mond Roussel (1914). En aquella obra, el sabio maestro Martial
Canterel, inventor y artista inclasificable, enseñaba a un grupo de visitantes las instalaciones fantásticas que poblaban «el
inmenso parque que rodeaba su hermosa villa de Montmorency». De este lugar, llamado Locus solus, dice que «es un sereno
retiro donde a Canterel le gusta proseguir con toda calma espiritual sus múltiples y fecundos trabajos»5. Era, efectivamente,
un lugar único, con siete «maravillas» descritas minuciosamente, con disposiciones de objetos, seres y procesos fantacientífícos
que generaban estrafalarios relatos colaterales. Pero podrían haber sido otras las folies ofrecidas a los huéspedes de Canterel, y
tampoco parece esencial determinar su número exacto para el buen funcionamiento de aquella singular obra literaria. Me
parece, en fin, que el libro que ofrezco ahora es también como un conjunto de instalaciones, o de propuestas de exposiciones
más o menos ideales, con artistas y obras relacionadas con el cuerpo humano.
3
Los capítulos de Corpus solus se encadenan de alguna manera entre sí, y pretenden dibujar en conjunto algo parecido a un
mapa corporal, pero tienen también la autonomía relativa que solemos asociar con el género «exposición temporal». Si fueran
las amenidades de un jardín imaginario (al estilo del que inventó Ray-mond Roussel) quedaría espacio vacío para levantar
otros muchos pabellones dedicados a cuestiones que no hemos desarrollado por las (sin) razones mencionadas antes.
He evitado aquí rendir mucho culto a ciertas modas intelectuales. No me gustan las teorías que se convierten en corsés
deformantes de la realidad artística, y por eso he intentado que las obras analizadas presenten lo mejor de sí mismas recurriendo
a algunos instrumentos metodológicos tradicionales del historiador y del crítico de arte: la genealogía, la descripción orientada, la
yuxtaposición y la comparación. Creo que este libro es, en realidad, el resultado de una dura batalla contra mí mismo y contra
el medio en el que me muevo. Destilar los asuntos y procesar la enorme masa de información disponible para obtener con todo
ello una especie de quintaesencia ha sido una tarea abrumadora, y dudo mucho de que yo haya podido llevarla a cabo con
eficacia y equidad. Por eso Corpus solus es también la crónica de un fracaso. Personal, sin duda, aunque podría no ser un pro-
blema exclusivamente mío. Sospecho que trazar el mapa artístico del cuerpo humano es imposible en esta época de
monstruosa metástasis informativa y de nuevas tecnologías mecánico-biológicas, en la que no conocemos los límites de la cor-
poralidad, dónde están nuestras identidades, cuáles son las fronteras del arte, ni quiénes son los creadores o las obras
verdaderamente significativas. Nos movemos a ciegas, como los murciélagos, emitiendo sonidos cuyos rebotes nos permiten
orientarnos dificultosamente, dando tumbos, en una selva de estímulos perpetuamente renovados.
Por eso quisiera pedir comprensión a los numerosos amigos (colegas, artistas, curadores, alumnos y galeristas) que me han
dado informaciones, referencias bibliográficas e imágenes que habrían servido muy bien para un libro sobre el cuerpo humano
en el arte contemporáneo, pero que yo, finalmente, he descartado o utilizado solamente de modo tangencial. No he
menospreciado su ayuda (en realidad la agradezco mucho), pero me siento obligado a confesar mi incapacidad para
asimilar adecuadamente toda esa gran montaña de materiales. Entre las muchas personas que han hablado conmigo de
estos asuntos, han leído algunos de los capítulos preliminares y me han dado ánimos, sí quisiera mencionar expresamente
a Carmen Blanco, fulia Ramírez, Anna Guasch, Olga Guinot y Luis Fernández Galiano. Esa gratitud especial se dirige
también hacia los miembros fundadores del grupo de investigación Metáforas del Movimiento Moderno, con quienes
organicé, en 1999, un ciclo de conferencias y un congreso en el Círculo de Bellas Artes de Madrid patrocinado por los
Amigos de ARCO: Ana Avila, Javier Hernando, Fernando Martín, Carlos Reyero, Laia Rosa Armengol, Javier San
Martín y Guillermo Solana. Aquel acontecimiento cultural está en el origen de este libro (que es un desarrollo parcial de la
conferencia inaugural), y por eso recordaré también el estímulo de Rosina Gómez Baeza, directora de ARCO, y el de la
dirección del Círculo de Bellas Artes de Madrid.
Corpus solus es un pendant asimétrico de otro libro más breve, escrito casi al mismo tiempo, titulado Edificios-cuerpo,
donde he desarrollado la conferencia de clausura del mencionado ciclo de 1999, la cual estuvo dedicada a las metáforas
corporales en la arquitectura. Podría haber sido otra folie más en este hipotético jardín corporal, pero su extensión y su
temática me aconsejaron darle un destino editorial independiente (Símela, Madrid 2003). Pero los dos libros obedecen a
un mismo impulso intelectual y ambos deben mucho a mis actividades docentes de los últimos años en la Universidad
Autónoma de Madrid. Siempre me maravillo del estímulo que supone el contraste de ideas con los estudiantes. El permiso
sabático que mi universidad me concedió durante el curso académico 2001-2002, la hospitalidad de Felipe Garín, director
de la Academia Española de Bellas Artes en Roma, y el nombramiento como Mellon Sénior Fellow en el Centre Canadien
d'Architecture, me han permitido encontrar el ambiente adecuado y el tiempo suficiente para escribir casi todo esto en tres
ciudades privilegiadas, por razones diferentes, como son Madrid, Roma y Mon-treal. Pero este libro, en suma, tal como ha
quedado finalmente, tiene una sola justificación: hasta aquí he llegado escribiéndolo; esto es, por ahora, lo que mi cuerpo
aguantó.
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2. Cuerpo ideal, cuerpo canónico
La tradición académica creía en la existencia de un cuerpo humano perfecto, sujeto, incluso, a unas medidas
proporcionales que derivaban de los estereotipos heredados del mundo clásico. La justificación intelectual remota
estaría en El canon, aquel libro sobre el tamaño y proporciones de cada parte de los cuerpos escrito por Policleto,
desgraciadamente perdido, y cuya «demostración arqueológica» buscaron los tratadistas, a partir del Renacimiento,
estudiando concienzudamente un puñado de estatuas grecorromanas. Semejante concepción del cuerpo no estaba exenta
de emoción subjetiva, como se puede ver en numerosos párrafos de esa especie de manifiesto para la estética neoclásica
que fue la Historia del arte en la antigüedad de J. J. Winckelmann. Algún ejemplo:
La belleza de los dioses en edad viril consiste en una fusión de la fortaleza de la madurez con la alegría de la juventud, indicada esta última
por la escasez de nervios y tendones, poco marcados en edad temprana. Asimismo vemos en ello la expresión de la perfección divina, que
no precisa de órganos destinados a la alimentación del cuerpo [...] Los héroes obtenían formas adecuadas y aumentadas en determinadas
partes. Adquirían sus músculos una brava reacción, y en caso de representar una acción violenta, todo su cuerpo parecía hallarse en
tensión. Los artistas buscaban ante todo la variación [...] La imagen de los dioses es tan idéntica en todos los artistas griegos como si la
prescribiese alguna ley [...] La ley la fijaban las más hermosas imágenes de los dioses, creadas por los grandes artistas y, como se creía en ge-
neral, imitando extraordinarias apariciones que éstos habían contemplado6.
En el capítulo VII, dedicado a las «proporciones y composición», afirma la preeminencia del número tres como base
para la belleza corporal:
Tanto el cuerpo como las partes más nobles se dividen en tres: el cuerpo en tronco, muslos y piernas; las extremidades inferiores están
formadas por muslos, piernas y pies; lo mismo sucede con los brazos, manos y pies. Esto mismo podría demostrarse en otras partes del
cuerpo, en las que la formación a base de tres componentes no queda tan visible7 .
Winckelmann discute los detalles numéricos proporcionales de las diferentes partes del cuerpo, polemizando a veces
con algunos autores anteriores, aunque renuncia conscientemente a ofrecer tablas matemáticas completas.
Otros muchos sí lo habían hecho ya. Durero [5] y otros tratadistas renacentistas, como Juan de Arfe y Villafañe, son
muy representativos del intento de conciliación, casi imposible, entre el empirismo que atiende a los datos de la
naturaleza, tal como ésta se presenta al observador, y el idealismo neoplatónico que creía en los arquetipos inmateriales
de la perfección8. Hubo también una justificación cristiana para esta operación de síntesis, pues si el hombre está hecho
«a imagen y semejanza de Dios» será obvio que el estudio del cuerpo humano significa, de alguna manera, asomarse a
la divinidad. Podía creerse a partir de estos supuestos que los hombres particulares (¿también las mujeres?) eran reflejos
relativamente imperfectos del cuerpo de Cristo, y de ahí se derivaba una cierta justificación para esa especie de
promedio estadístico, medición de partes en relación con el conjunto, que permitiría deducir las características del
arquetipo.
5
Esta posición, con distintas variantes, se ha mantenido en vigor hasta fechas muy recientes. A fines del siglo XVIII
se adoptó, sin embargo, un punto de vista complementario que llevó a medir no tanto los seres humanos de carne y
hueso como aquellas estatuas de la antigüedad grecorromana que la opinión neoclásica consideraba representativas de la
belleza ideal. Gérard Audran encarna bien esta opción. Sus grabados del Apolo Belvedere o de la Venus de Medici, por
ejemplo, contenían datos numéricos muy precisos, comparables por su precisión y pretensiones «científicas» a los que
9
proporcionaban, en otros contextos, los anatomistas [6] . No es ésta una conexión gratuita, pues la medicina jugaba ya
un importante papel durante la Ilustración contribuyendo a que se propagase la noción, predominante luego en el siglo
XX, de que un cuerpo ideal es además (o ante todo) el que goza de buena salud.
6
7. Eadweard Muybridge, Saltando, corriendo y salto en recto (zapatos) de Animal Locomotion (1888)
No es sorprendente, pues, que se desarrollara en París el trabajo de Albert Londe, director del laboratorio de fotografía
del hospital de la Salpétriére, e inventor de un aparato que le permitía hacer, sobre una misma placa, doce tomas
sucesivas de un asunto en movimiento [9]. Este personaje apareció representado en un cuadro de Brouület, expuesto en
el Salón de 1887, titulado Une legón clinique a la Salpétriére, y junto a él figuraban también el profesor de anatomía
Mathias Duval y su sucesor en la cátedra, Paul Richer. Este último tuvo una gran importancia en el desarrollo de una
nueva anatomía para artistas basada en la representación fotográfica sistemática de distintos cuerpos humanos, de am-
bos sexos y diferentes edades, en multitud de posiciones previsiblemente útiles para el artista. Su Anatomie artistique.
Description du corps humain au repos et dans les principaux mouvements (1890) se convirtió inmediatamente en una
importante obra de referencia. Entre 1905 y 1911 realizó seis álbumes con vistas corporales, a partir de pruebas
11
diversas, formando en conjunto una especie de diccionario de poses . Era previsible que éstas se alejaran ya, en
muchos casos, de las convenciones académicas. En 1921, cuando Richier publicó la Nouvelle anatomie artistique
incluyó una cincuentena de láminas de su amigo Albert Londe, acentuando así implícitamente las pretensiones
científicas de su trabajo. Se trataba, seguramente, de materiales para un Atlas physiologique que habían venido
preparando conjuntamente desde los años noventa, y que nunca se llegó a publicar debido al fallecimiento de Londe en
1917.
7
9. Albert Londe. 12 vues chronophotographiques
d'un athlète nu
La obra de Richer es importante por muchos conceptos, pero nos interesa mucho aquí por haber sido, quizá, la última
tentativa creíble de elaborar una visión canónica y sistemática del cuerpo humano para uso de los artistas. Estamos
viendo que el inventario fotográfico de los cuerpos, con su pretensión de «verdad», sustituía a las medidas (con sus me-
dias estadísticas) y a los modelos arquetípicos de la antigüedad, pero tampoco eso podía tener una larga credibilidad.
No olvidemos lo que estaba sucediendo mientras tanto en el ámbito de la creación pictórica: en 1907 ejecutó Picasso
Las señoritas de Aviñón, y a partir de ese momento la idea misma de la perfección se vio obligada a convivir con el
descoyuntamiento, la deformidad, la desintegración y el camuflaje corporal. Es en ese contexto (con el telón de fondo
de las vanguardias) como deben juzgarse los numerosos intentos de resucitar el cuerpo ideal. Casi todas las
modalidades del realismo del siglo XX (noucentisme catalán, novecentismo italiano, retour a l'ordre, regionalismo
norteamericano, realismo mágico, realismo socialista, etc.) dieron sus versiones del cuerpo perfecto, remozando los
viejos estereotipos. Observemos solamente la Venus del collar (h. 1918-1928), de un escultor de transición hacia la
modernidad como Aristide Maillol (1861-1944) [10]: la geometrización de las formas incrementa aquí la serenidad y la
estabilidad de la figura; una rodilla se flexiona un poco haciendo que la cadera forme una diagonal, contrapuesta a la
línea de los hombros, y en paralelo casi al movimiento de la cabeza, ligeramente vuelta a su izquierda y hacia abajo. No
hay duda de que Maillol asumió con sus desnudos la larga tradición clásica, pero la hizo más sublime todavía, más
trascendente, al fundirla con los ecos del sintetismo primitivista de los nabis. La estabilidad de sus figuras, su ro-
tundidad volumétrica, era superior a lo que había venido ofreciendo, en ese terreno, el arte académico. El cuerpo
perfecto, para Maillol, evocaba esa mítica edad de oro, remota para la humanidad occidental contemporánea, pero
presente ante nuestra mirada por obra y gracia del arte.
8
Demos otro salto, dejando de lado (pero sin olvidarlas del todo) la pornografía y la publicidad, dos prácticas figurativas
que han contribuido lo suyo al mantenimiento de ciertos estereotipos de la perfección corporal. Situémonos en la
creación fotográfica de los primeros años ochenta, cuando empezaba a hablarse intensamente de la posmodernidad, y
volvamos a ver la muy conocida fotografía de Helmut Newton Autorretrato con su mujer y modelos (París 1981) [11].
La esposa del fotógrafo, sentada en una silla de tijera, mira hacia la modelo del primer plano, de espaldas al espectador;
sabemos que el fotógrafo está en nuestra posición de mirones, pues su imagen completa se refleja en el espejo del
fondo; ahí, en ese cuadro vertical, intensamente iluminado, vemos las piernas reflejadas, con altos zapatos de tacón, de
otra modelo invisible (debe de estar a la izquierda), y muy especialmente el cuerpo entero del desnudo al que mira la
mujer vestida. La composición es perfecta, con una diagonal desde la esquina superior izquierda hasta la inferior dere-
cha, por encima de la cual cabalgan las cabezas (las miradas) de los tres personajes: la esposa del fotógrafo contempla a
la mujer desnuda pero la mirada de ésta no sale a su encuentro sino que se le contrapone por detrás, en el espejo, y por
delante, en el espacio hipotético de la habitación real. Este sandwich de miradas está perforado en sentido transversal,
perpendicular al plano, por el ojo-objetivo de Helmut Newton, es decir, por la mirada del wyewr-espectador. ¿Qué
escena es ésta? Al margen de las evocaciones narrativas semiconscientes (hipotético ménage a trois, o a cuatro), lo más
importante es el modo de presentarnos ese desnudo aurático, prototipo de la perfección inaccesible, que se halla de pie,
sobre el pedestal de sus altos tacones, en el centro de un espejo intensamente iluminado cuyo formato vertical se adapta
perfectamente a la figura. No es una entidad real. El reflejo incrementa la sensación de hallarnos ante una aparición.
Podría decirse que la existencia del cuerpo perfecto es hipotética: se manifiesta en una encrucijada (en un choque
electrizante) de miradas y de deseos, como si no fuera posible presentar ya directamente y sin complejos el ideal de la
perfección, tras tantos años de vanguardia. El caso de Robert Mapplethorpe es diferente. Todo el mundo recuerda sus
imágenes heroicas de hombres jóvenes de raza negra (aunque se dedicó también a glorificar los cuerpos de algunos
blancos y los de unas pocas mujeres). Comparemos las fotografías de su amiga, la culturista Lisa Lyon, con las
sofisticadas mujeres de Helmut Newton. Pero no es la subversión de los modelos estandarizados de la feminidad y la
masculinidad lo que quiero destacar: el que un ente femenino parezca masculino (o viceversa) no tiene tanto interés
para nuestro argumento actual como el hecho de que los cuerpos aparezcan sin mediaciones ni artificios ante la cámara
del fotógrafo [12]. Nada de reflejos especulares, verjas, u ojos de cerradura para deleite de voyeurs remotos. Los
músculos acentúan su física materialidad. Están ahí, al alcance de nuestra mano, como seres táctiles más que visuales.
Esos cuerpos representados por Mapplethorpe no son bellezas platónicas inaccesibles, ni tampoco los neutrales
productos de una media estadística, ni forman parte de un catálogo «científico» de soluciones formales estereotipadas.
Se trata, por el contrario, de seres individuales que apelan a nuestra mirada como objetos de deseo. Así es como, aunque
no sea evidente, también para este artista parece haber desaparecido el cuerpo perfecto ideal. Ni entidades mensurables
ni arquetipos abstractos: realidades concretas, por el contrario, con nombres específicos, que prometen (o conmemoran)
instantes que el fotógrafo y el espectador consideran irrepetibles.
9
12. Robert Mapplethorpe. Thomas & Amos (1987)
10
3. E1 cuerpo (al) desnudo
Ya hemos visto que el cuerpo entero ideal o canónico ha venido siendo representado fundamentalmente como un
cuerpo desnudo. Este es uno de los asuntos más transitados por la historia del arte, que es una disciplina forjada (ya lo
hemos visto a propósito de Winckelmann) con el análisis de ejemplos señeros de la escultura antigua, tan abundante en
desnudos, y de la subsiguiente herencia renacentista y académica. Pero la verdad es que el arte occidental ha oscilado
entre dos polos contrapuestos que constituyen, paradójicamente, los ingredientes fundamentales de su acervo cultural:
la tradición clásico-pagana y la judaico-cristiana. Mientras la primera de ellas ha afirmado el cuerpo humano,
deleitándose con todas las modalidades de su representación, el cristianismo heredó el aniconismo judaico, y tendió a
considerar la desnudez corporal como algo negativo, pecaminoso.
Podría hacerse una historia detallada de esta tensión, con largos siglos de proscripción casi total del cuerpo desnudo
(la alta Edad Media, por ejemplo) y otros en los que se acepta tímidamente, como «exigencia» iconográfica para ciertos
temas cristianos (Eva en el Paraíso, algunos martirios de santos, Magdalena penitente, etc.). El humanismo renacentista
hizo mucho por reivindicar la desnudez: al prestigio del arte antiguo se le sumaba la pulsión científica, que primaba la
verdad intentando desterrar los errores (los tapujos, los ropajes) de la vieja superstición. Pero la representación artística
del cuerpo estuvo muy regulada, durante toda la Edad Moderna, por normas convencionales. Las academias europeas
fueron, entre otras cosas, vías de canalización de la desnudez, muros de contención para la libre exhibición de los
cuerpos. Es verdad que existieron también representaciones que no obedecían a sus dictados, pero se trataba de
productos marginales, condenados a una circulación semiclandestina, para el consumo privado de unos pocos.
La amenaza punitiva que pesaba sobre cierto tipo de desnudos se agudizó con la aparición de la fotografía, un medio
cuya inmediatez y crudeza hizo que se tambalearan muchos valores tradicionales. Era impresionante, desde luego, que
el fotógrafo diera cuenta de un paisaje o de una naturaleza muerta mostrando las cosas con una absoluta fidelidad
documental, lanzando así aparentemente por la borda treinta mil años de pintura «ilusionista». Pero un desnudo
fotográfico contenía además el testimonio (la prueba) de que el fotógrafo había estado físicamente allí, delante del (o de
la) modelo. A la sobrecarga de verdad espacial y volumétrica se añadía una efectiva historia personal. Esto explica, en
parte, las persecuciones legales del desnudo fotográfico, algo que no ha cesado de producirse, más o menos
esporádicamente, desde mediados del siglo XIX hasta el día de hoy.
Algunos testimonios: en 1857 cuatro modelos femeninas fueron procesadas y condenadas en París por haber posado
desnudas para la cámara fotográfica. Hubo otras condenas ulteriores por el mismo «delito», con varias tentativas, en las
resoluciones judiciales, de establecer distinciones entre lo pornográfico y lo meramente licencioso12. Se trataba de un
empeño difícil, y la prueba está en que esa frontera permanece todavía imprecisa en el momento actual, no siendo pocos
los que la consideran peligrosa para la noble causa de la libertad. En estas condiciones no es difícil comprender por qué
fueron los fotógrafos pictorialistas los primeros que pudieron exponer públicamente desnudos, especialmente
femeninos: su imitación de los efectos visuales de las bellas artes tradicionales significaba en la práctica la adopción de
veladuras y difuminados; se cuidaron mucho también de no contravenir abiertamente el código de las posturas
académicas. Dichos desnudos, en suma, no parecían fotográficos. Enlazaban de alguna manera, también, con una
corriente «primitivista» que tuvo en la pintura revolucionaria del fin de siglo un campo privilegiado de expansión.
El desnudo para aquellos artistas fue, más que un ingrediente de la tradición artística occidental, el símbolo del regreso
a los orígenes, de una recuperación simbólica de la mítica «edad de oro» de la humanidad. Los testimonios etnológicos
fueron, en una primera fase, decisivos: pensemos en las descripciones de numerosos viajeros en las que se hablaba de la
inocente desnudez y de la permisividad amorosa de algunos pueblos «salvajes». Son célebres las consideraciones de
Antoine-Louis de Bouganvüle, de hacia 1767, sobre los nativos de Tahití:
La naturaleza misma les ha dado sus leyes. Ellos siguen esas leyes en paz y forman, tal vez, la sociedad más feliz que
existe en el globo. Legisladores y filósofos vienen aquí y ven completamente establecido todo lo que vuestra imaginación
no ha sido ni siquiera capaz de soñar. Esta gente respira solamente, reposa, y se entrega al placer de los sentidos. Venus es la
diosa que uno siente omnipresente. La dulzura del clima, la belleza del paisaje, la fertilidad de la tierra bañada por todas
partes por ríos y cascadas, la pureza del aire [...], todo inspira voluptuosidad13.
El eco de estas palabras se encuentra incluso en personajes mucho más fríos y poco propensos al entusiasmo fantasioso,
como el capitán James Cook, en cuya descripción de su segundo viaje (publicada en 1777) intentó refutar la leyenda de
la desnudez y la disponibilidad de las mujeres de Tahití; pero es significativo que lo hiciera tratando de defenderlas
desde el punto de vista de la moral europea de la época: «Una gran injusticia se ha cometido —dijo— con las mujeres
de Tahití y de las islas de la Sociedad por quienes las han presentado, sin excepción, como dispuestas a conceder sus
favores a cualquiera que subiese lo bastante el precio. Pero esto no es verdad; las mujeres casadas, y también las
solteras de la clase alta, son tan difíciles de conseguir aquí como en otro país cualquiera». A pesar de estas palabras
añadía un poco más adelante: «La verdad es que la mujer que llegó a ser una prostituta no ha cometido en la opinión de
esta gente tan grave pecado que la excluya de la estima y sociedad de las demás». Y también: «Reconozco, sin
embargo, que todas ellas están completamente versadas en el arte de la coquetería, y que muy pocas son las que guardan
recato en su conversación; tal vez por esto no sea de extrañar que gocen fama de libertinas»14.
11
El asunto específico de la desnudez fue abordado más directamente por el célebre naturalista Charles Darwin, quien
habló en 1845 de la belleza extraordinaria de los cuerpos masculinos y desdeñosamente, en cambio, de los femeninos:
«La vista de las mujeres me causó una desilusión: son, por todos conceptos, muy inferiores a los hombres [...] A mi
juicio, necesitan cubrirse con un traje mucho más que los hombres»15.
No convencieron a casi nadie semejantes tentativas de contravenir, con argumentos científicos, la común suposición de
que, al margen de la civilización occidental, había pueblos cuyos individuos, hermosos e inocentes, vivían en una
edénica desnudez, ajenos al pudor y a la noción de pecado. El testimonio de los fotógrafos antropológicos fue decisivo:
ellos sí habían estado allí y la prueba eran sus tomas «objetivas». Las placas de mayor sensibilidad, impresionadas a
partir de los años setenta, evitaban ya las largas y artificiosas poses de antaño permitiendo captar instantes casuales; se
incrementaba así notablemente la sensación de veracidad para unas imágenes que se percibían como pruebas
fehacientes de la inocencia. Desde el anónimo que fotografió a unas mujeres zulúes hacia 1879 hasta esa exaltación de
la desnudez corporal que aparece en los libros sobre los nubios de Leni Riefenstahl (1973 y 1976)16, se detecta la
persistente continuidad en una idea fundamental: la belleza del primitivo desnudo es una prueba de su inocente bondad
o/y de su tácita disponibilidad sexual [13].
Observemos atentamente, por ejemplo, esa foto de las zulúes, que miran insolentemente al espectador. La mujer de
la izquierda, con el codo levantado (apoyado casualmente en la choza) y el otro brazo en jarras, recuerda bastante a las
prostitutas centrales de Las señoritas de Aviñón [14]; también hay similitudes entre la mujer de la derecha, con los
brazos atrás (una pose convencional para resaltar los pechos) y la que entra por la izquierda en el célebre cuadro de
Picasso. De hecho, las dos figuras de la izquierda coinciden bastante, invertidas, con las de esta fotografía. No quiero
decir que el artista hubiese visto necesariamente esa imagen concreta, pero sí me importa señalar que hubo en la obra
del malagueño un eco del primitivismo etnológico de los fotógrafos, es decir, del modo en que venían representando los
cuerpos (femeninos) desnudos, y no sólo una traducción peculiar, como ya sabemos, de la escultura ibérica y de las
máscaras africanas17.
12
En tales implicaciones temáticas e ideológicas no se alejaba mucho del comportamiento normal entre los artistas de las
primeras vanguardias. Las mujeres desnudas bajo el sol de Renoir, algunos cuadros «polinésicos» de Gauguin, las
bañistas de Cézanne, y los equivalentes temáticos de Matisse forman una cadena que continúan el propio Picasso, los
expresionistas alemanes, algunos surrealistas, etc.; una culminación insólita (e insolente) sería Etant donnés de Marcel
Duchamp (terminada en 1966), con ese cuerpo femenino que ofrece su sexo al espectador tumbado ante un hermoso
paisaje otoñal [15].
Hablamos ahora, insisto, de desnudos en plena naturaleza, lo cual constituye, en realidad, el asunto básico de casi todas
las evocaciones paradisíacas. De ahí los significativos títulos para algunos de los cuadros más importantes de Henri
Matisse. Lujo, calma y voluptuosidad (1904-1905) [16], ya lo sabemos, está tomado del estribillo de «L'invitation au
voyage», de Baudelaire:
Los primeros versos del poema son, sin embargo, más significativos para la comprensión del cuadro que el título
elegido por el pintor:
Mon enfant, ma sceur,
Songe a la douceur
Aimer a loisir,
Aimer et mourir
Au pays qui te ressemble!
13
Pero lo que vemos en la pintura no es el paisaje brumoso, entre nórdico y veneciano, evocado en otros versos del mismo
poema, sino una especie de suave atardecer mediterráneo. Las gruesas pinceladas discontinuas, de factura
neoimpresionista, hacen que la superficie de esta representación palpite con intensidad, como animada por una vida
extraña. Y sin embargo la escena respira quietud y una especie de serena comunicación con la naturaleza. Sabemos que
Signac adquirió este cuadro después de que fuera expuesto en el Salón de Otoño de 1905, y es muy probable que su
satisfacción no se debiera solamente a la posibilidad de ver en Matisse a un seguidor de su técnica puntillista sino que
estuviera motivada también por las implicaciones ideológicas de la obra. No olvidemos que en 1895 Signac había
ejecutado una especie de «manifiesto pictórico anarquista» con su cuadro En la época de la armonía (Ayuntamiento de
Montreuil)18, en el cual representó a distintos seres humanos bailando, jugando, leyendo, o recolectando sin esfuerzo los
frutos de una naturaleza aparentemente mediterránea, con un mar en calma, surcado por hermosos veleros [17].
Semejante paraíso está muy próximo al de Lujo, calma y voluptuosidad aunque con una interesante salvedad: Matisse, a
diferencia de Signac, convierte el desnudo en el ingrediente temático fundamental. En realidad podría decirse que no
presenta más promesa revolucionaria que la de ese despojamiento del pudor que denota la ausencia probable en ese
mundo del «pecado original». El futuro soñado se transmuta en pasado mítico, en sueño poético, más que en propuesta
política con aspiraciones de futuro cumplimiento.
Es importante este giro conceptual con el que se tiende a situar la pintura en una esfera autónoma, ajena a las
contingencias de la historia. Sabemos que es posible una recuperación política de semejante aspiración, en la línea de un
19
Ernst Bloch, que vio en el arte la mejor oportunidad para satisfacer el anhelo humano de la utopía , pero a mí me in-
teresa ahora resaltar otra cosa: el deseo de trascender tanto la historia como los altibajos del presente inaugura una
tendencia que será muy importante para algunos movimientos y figuras de las vanguardias del siglo XX. La abstracción
geométrica es uno de sus puntos de llegada. Pensemos en Mondrian y en su deseo de hacer un arte no contingente (que
no dependa de la sociedad o de la psicología), en el suprematismo de Malevich, o en el Kandinsky de Punto y línea
frente al plano. Todo ello por no referirnos ahora a otros episodios de la segunda mitad del siglo XX, desde Rothko al
arte minimal o al conceptual, animados todos ellos por el anhelo de que la creación se sitúe más allá de las urgencias
momentáneas que mantienen ocupado al hombre político.
Matisse adoptó la misma posición en otras obras de temática similar ejecutadas en los años siguientes, exagerando
incluso ese distanciamiento mítico respecto al mundo contemporáneo que acabamos de mencionar. Le bonheur de vivre
(1905-1906) [18] no fue para él una obra menor sino un verdadero manifiesto estético e ideológico. Es muy
significativo el radical cambio de técnica, con la sustitución de las breves y poderosas pinceladas de filiación
neoimpresionista, que ya hemos visto en el cuadro anterior, por grandes manchas de color y trazos continuos, a modo de
gruesos arabescos. Continuaba resonando el eco temático del cuadro de Signac (a quien disgustó, por cierto, esta nueva
orientación formal de quien había considerado como una especie de discípulo), pero la «armonía» es aquí cromática y
gráfica, con una voluntad de metátesis sensorial que nos permite hablar de musicalidad, como si sonaran, efectiva-
mente, las flautas que tocan algunos de los personajes representados. Fijemos nuestra atención en el joven de la derecha,
al fondo; está acompañado por unas cabras cuyo lomo silueteado revela el deseo del artista de imita ciertos hallazgos de
la pintura prehistórica20. No es posible un arcaísmo mayor. Las otras figuras, entregadas a la danza o al amor, proceden
también de un universo remoto, ancestral. Entre todos estos desnudos me gustaría llamar la atención sobre el de la
mujer de pie, a la izquierda, con los brazos levantados y las manos detrás de la cabeza. Picasso debió de fijarse en ella, y
dotó de esa postura a la mujer que ocupa el centro de sus Señoritas de Aviñón. ¿Es el cuadro del malagueño una parodia
desgarrada del escapismo mítico de Matisse y de los otros fauves? No puede negarse, de todos modos, que el sentido de
ambas pinturas es muy diferente: entre el amor edénico y el prostíbulo media una distancia abismal, aunque nos parece
muy interesante que ambos pintores puedan haberse servido de referencias primitivistas equiparables, adoptando figuras
desnudas en las mismas poses estereotipadas.
14
18. H. Matisse, Le boheur de vivre (1905-1906). Barnes Foundation Marion, Pennsylvania.
No acaba aquí la dedicación a este asunto por parte de Matisse, que estuvo empeñado durante gran parte de su vida en
reelaborarlo, de un modo u otro, con numerosas variaciones (como las dos versiones de El lujo, de 1907-1908; Desnudo
azul, y Música, ambos de 1907; La danza, de 1909 y 1932-1933, etc.). No estuvo solo en este empeño, y para demos-
trarlo fijaré ahora mi atención en dos pinturas de 1910, bastante diferentes entre sí, aunque unidas por similar aliento
temático. La primera es de Henri Rousseau y se titula El sueño [19]. ¿No es sorprendente encontrar en ella ingredientes
parecidos a los de Le bonheur de vivre? Me refiero a la flauta que toca la negra y al desnudo recostado en el sofá, tan
parecido a uno de los pintados por Matisse en el centro del cuadro que acabamos de comentar. La naturaleza del
Aduanero parece, sin embargo, mucho más exuberante: este paraíso es una selva poblada de animales y de plantas
fabulosas. No resulta incongruente, en el sueño, que un elemento del mobiliario burgués sirva de lecho y de marco a esa
figura femenina que tan poderosamente atrae la mirada del espectador. Este desnudo en plena naturaleza no se sitúa en
un pasado remoto ni tampoco en un futuro hipotético: la «edad de oro» (su atributo fundamental) se ha relegado al
territorio insondable del inconsciente.
Es diferente el caso de los expresionistas alemanes. Ellos adoptaron pronto el colorido estridente de los fauves
con una técnica basada en pinceladas vigorosas, más próxima en términos generales a la vehemencia de Vlaminck que
a los campos cromáticos de Matisse. La felicidad de vivir que sugieren algunos desnudos «naturales» pintados por los
miembros del grupo Die Brücke es biológica, intensamente juvenil. No hablan de paraísos remotos sino de seres en
situaciones posiblemente reales. La belleza de la Muchacha sentada desnuda pintada por Max Pechstein , por poner
sólo un ejemplo [20], posee una frescura y una inmediatez que sólo es comparable, salvando las distancias, a la de
algunas figuras de Renoir. Podríamos hablar de una cierta inocencia salvaje, que no procedería, sin embargo, de los
lejanos primitivos sino de un mundo que el pintor sabe descubrir indagando en su entorno contemporáneo.
15
Y frente a todo ello, el intelectualismo cubista. Picasso hizo también desnudos en la naturaleza durante los
años heroicos que siguieron a Las señoritas de Aviñón, aunque no son muy abundantes. La dríada, de 1908, es uno de
ellos [21]. Su postura, con las piernas abiertas, como mostrando el pubis al espectador, es bastante infrecuente.
Continuaban, seguramente, las implicaciones temáticas de su gran cuadro del año anterior. ¿No está sugiriendo Picasso,
sin mostrarla abiertamente, una genitalidad fecunda y «natural» al representar así a la ninfa de los bosques? Este des-
nudo es poco complaciente, muy alejado como está de la pornografía apenas disimulada que predominaba en la pintura
académica de tradición decimonónica: hay algo ahí de seca mineralidad, una especie de robotización del cuerpo cuyas
lecciones, convenientemente desarrolladas, acabarán en las parodias mecánico-amorosas de Picabia y de los otros
dadaístas.
20. Hermann Max Pechstein, Muchacha sentada 21. P. Picasso, La dríada (1908). Museo del
desnuda (h. 1910) Hermitage, San Petersburgo
Un paso intermedio, imprescindible para comprender la evolución hacia esas y otras muchas cosas ulteriores,
lo representa Desnudos en el bosque, de Fernand Léger (1909-1910) [22]: de un amasijo de evocaciones vegetales y
geológicas emergen diversos cuerpos humanos, en actitudes variadas. Todos los ingredientes del cuadro están
construidos a base de pequeñas facetas planas con las que parecen configurarse muchos elementos cilíndricos. Estas
sugestiones «tubulares» poseen un colorido apagado, como de plomo o de cinc. Lo más próximo a esto, temáticamente,
podrían ser algunas de las bañistas de Cézanne, pero las diferencias son tan considerables que no cabe discutirle a
Léger un planteamiento realmente novedoso. No hay claras referencias atmosféricas, ni sensaciones de profundidad
que vayan más allá de un bajorrelieve imaginario. La negación de la complacencia óptica acentúa las sensaciones
táctiles. Se diría que ésta es, casi, una pintura para ciegos que nos hace estremecernos con su materialidad pesada y
saturnal. Estamos a un paso del universo «antirretiniano» de Duchamp y de la modernidad conceptual en general: los
desnudos en la naturaleza aparecen aquí como una cosa mental.
16
Bastante diferentes parecen haber sido las implicaciones del «desnudo de interior», que es un asunto más claramente
asociado al escenario del amor. Escasas son las diferencias, a efectos prácticos, entre la alcoba, el dormitorio y el
lupanar: en casi todos los casos vemos cuerpos que han perdido la inocencia, incitantes alusiones al mundo torturado
del deseo vehemente y muchas veces culpable. Sabemos que Manet representó con su Olympia (1863) [23] a una
prostituta21 recibiendo recostada a un cliente situado frente a ella, en el lugar que ocupa el espectador. Así que soy yo, el
mirón, el único que puede estar ofreciendo, empleando a la criada negra como mensajera, ese ramo de flores que campa
en el centro de la representación. Ahí reside la clave del escándalo que provocó en su día esta pintura, cuyo naturalismo
«fotográfico» se evidenciaba también en la presentación de una mujer nada olímpica, absolutamente realista en su
lechosa desnudez, inexpresiva y de una belleza más bien vulgar.
Había precedentes fotográficos que no conviene olvidar, como el de Francois-Jacques Moulin, Odalisca y su
esclava (1853). Las implicaciones amorosas de este asunto orientalista son tan obvias que sobra cualquier
comentario al respecto. No quisiera dejar de llamar la atención, sin embargo, sobre el diván cubierto con una piel de
leopardo (alusión tacita a las pasiones salvajes), ni sobre ese despliegue de cortinajes que proporciona a las dos
mujeres un aire de aparición teatral. El desnudo está en un escenario, ofreciéndose con pocos equívocos al
espectador. ¿O se trata de un escaparate? ¿Se nos propone en realidad mirar una obra de arte o consumir ese
cuerpo?
Ha sido persistente, desde luego, la tradición de representar desnudos en un ámbito cerrado, y dispuestos, casi
siempre, a las operaciones del amor. Aunque no se trata de un invento del arte contemporáneo (recordemos entre
otras cosas las «poesías» de Tiziano, o algunos ejemplos de la pintura rococó), sí parece que esta temática
incrementó su presencia en la época de las vanguardias. Deberíamos considerar aquí como una especie de sub-
variante de las meras «academias» a un tipo de figuras desnudas ensimismadas, generalmente ante un espejo: su
aire casual, la aparente espontaneidad de las poses, no consigue enmascarar la impresión de que los seres
representados han sido captados a escondidas para satisfacer una apetencia de voyeur mucho menos inocente de lo
que se pretende a primera vista. Recordemos, de entrada, los cuadros de Degas, con desnudos que se peinan o se
bañan. La Figura ante una chimenea, pintada por Balthus en 1955 [24], se inscribiría en esa tradición: una joven se
recoge despreocupadamente el cabello en un interior burgués como ofreciendo su cuerpo al calor hipotético del
fuego; el jarro de agua, sobre la repisa, a la derecha del espejo, refuerza la idea de que se trata de un momento en el
aseo personal. Pero sólo hay dos posibilidades para caracterizar a quien mira: o pertenece a la más estricta intimidad
de la mujer, o se trata de un mirón más o menos clandestino cuya presencia es ignorada por la protagonista de la
representación.
Situamos también en esta línea temática los numerosos desnudos en sillones o tumbados pintados por Picasso (algunos
de los mejores son de los años veinte y treinta), y cuyas variantes revelan bien su contenido implícitamente sexual: el
Gran desnudo en un sillón rojo (1929) del Museo Picasso de París exhibe una gran boca abierta, amenazante, aludiendo
así al canibalismo amoroso, que era un asunto obsesivo para los amigos surrealistas del pintor español. Abunda entre
estos cuadros el tema del sueño, la quintaesencia de la intimidad: ahí es donde el voyeur se entrega impunemente a la
contemplación del desnudo sin el riesgo de ser interrumpido o importunado por el objeto de su mirada. Se diría que el
deseo por un ser dormido se sitúa cerca de la agalmatofilia (el amor a las estatuas)22 o de la necrofilia, sin llegar a
participar plenamente de ninguna de esas inclinaciones eróticas. No es ésta una consideración aventurada: en un cuadro
con mujer durmiente, Le réve (1932; Zervos Vil, 364) , Picasso pintó un pene «escondido» en la parte superior del
rostro, y aunque no estemos aquí ante un desnudo, sí revelaba bien con ello las implicaciones amorosas de las otras
obras similares [25].
17
Menos dudas tenemos, desde luego, ante otros desnudos de interior, formando grupos, con títulos muy explícitos. Se
suele considerar a El harén (1906) [26] como un precedente de Las señoritas de Aviñón, y no parece que sea
cuestionable, en efecto, su temática sexual, con esas cuatro chicas en actitudes variadas, exhibiéndose desinhibidas ante
el hombre indolente que está sentado en el suelo.
Ésta es todavía una pintura de la época rosa, con tonalidades cálidas muy delicadas, pero el juego de miradas de los
personajes la convierte en una obra muy compleja que parece anticiparse a las especulaciones plásticas que conducirán
a Picasso hacia la aventura cubista: la vieja del rincón, al fondo, mira hacia la izquierda del cuadro, al igual que el
hombre del primer plano, mientras que las dos mujeres del centro, receptoras de esas miradas, parecen contemplarse
entre sí; hay, pues, un curioso triángulo con las direcciones de los ojos que centra la composición y la estructura con
mayor consistencia que la aportada por el espacio ortogonal (euclidiano) de esa desnudísima habitación. ¿Está
representando Picasso a los distintos tipos de mirón? Una sería, en efecto, la mirada deseante del hombre hacia la mujer
de la izquierda, otra la de ésta y su compañera del centro, y otra, finalmente, la de la anciana alcahueta, que puede
contemplar a las jóvenes como quien escruta en su propio pasado. Así es como se introducen en la escena acentos
alegóricos, tibiamente moralizantes (juventud frente a vejez), o rasgos humorísticos sutiles (observemos ese pobre
bodegón y el porrón de vino, en la parte inferior derecha). Se diría que hay aquí una especie de réplica sardónica y
poética a El baño de Ingres: frente a la opulencia de aquellos cuerpos orientales opondría Picasso una austera
estilización «manierista» (aún coleaba en él la influencia de El Greco), en sintonía con la pobreza extrema del
escenario. Es éste un harén un poco risible, ciertamente, pero es así como la desnudez se convierte en una metáfora de sí
misma y como el deseo muestra su verdad más descarnada.
No hace falta ya insistir mucho sobre Las señoritas de Aviñón (1907) , el cuadro más importante, tal vez, de todo el
siglo XX. No parece haber dudas de que representa a un grupo de mujeres desnudas en un prostíbulo. La supresión final
de los elementos masculinos (uno o dos, según los bocetos preliminares) nos sugiere claramente que Picasso optó por
desplazar al actor-mirón fuera de la pintura, situándolo en el lugar del espectador, tal como había hecho Manet en su
Olympia. No están estas señoritas en un burdel tan «filosófico» como se ha dicho, en fin, y es fácil imaginarse la
representación como si hubiera sido captada en una instantánea fotográfica: un cliente (el que mira el cuadro) entra en
la habitación, y es en ese momento cuando las dos figuras centrales (las que, según se viene afirmando, acusarían una
mayor influencia del arte ibérico) adoptan poses «profesionales», y cuando se vuelve hacia él la mujer sentada de
espaldas (debajo, a la derecha); también entran en escena, descorriendo unas cortinas, las otras dos mujeres de la
derecha y de la izquierda. Hay poco romanticismo, según parece, en ese «juicio de Paris» entre cinco prostitutas que yo,
espectador, voy a hacer, presumiblemente, dentro de unos instantes. La brutalidad materialista de la situación concuerda
con el salvaje primitivismo de los recursos pictóricos, con el descoyuntamiento despiadado de todas las tradiciones.
Sostendremos, pues, que la gran revolución artística iniciada aquí por Picasso no habría podido hacerse tan fácilmente
con otro tema cualquiera: el desnudo de interior, dispuesto para el amor mercenario, era lo que hacía plausible su
aventura rupturista; el derribo de las ilusiones moralizantes inherentes a la pintura pompier se reforzaba mediante el
arrasamiento simultáneo de su complejo sistema de convenciones visuales.
18
Daremos ahora otro gran salto espacial y temporal. Omitiremos comentar numerosísimos ejemplos significativos
producidos a lo largo del siglo XX (como los desnudos pop de Tom Wesselman, por recordar algún caso) para
detenernos en una imagen de Prostitution (1970), de Coum Transmission [27].
De esta manera enlazamos otra vez con la obra seminal de Manet, tal como puede comprobarse al observar la pose de la
mujer sobre el sofá y su atuendo profesional. Todos los resquicios idealistas han desaparecido: no existen los viejos
pretextos para disfrazar el asunto de «academia», ni tampoco las coartadas arcádicas relativas a una mítica edad de oro.
Tampoco cabe refugiarse en la violenta destrucción del lenguaje visual, como en tantos otros casos de temática similar
producidos por las vanguardias. Al contrario, se han imitado las estrategias representativas de la pornografía, apelando a las
fantasías sexuales, tal como se presentan, estereotipadas, en múltiples revistas y películas de consumo. El grupo Coum
Transmission, constituido en Londres en 1969, estaba compuesto por Peter Christopherson, Cosey Fanni Tutti y Génesis P-
Orridge. No hace falta hablar de la radicalidad de algunas de sus performances, pues sólo quiero recordar el notable
escándalo que causó su exposición Prostitution (London Institute of Contemporary Arts, 1976), montada con el material
elaborado por Cosey Fanni Tutti como «actriz» pornográfica para algunas revistas eróticas. No se trataba de una ficción, ni
de la imitación artística de los desnudos, sino de la presentación, en un contexto artístico, de actuaciones efectivas
realizadas y publicadas de verdad en los medios peculiares de la pornografía popular23. Debemos recordar que esta artista
adoptó su nombre de Cosifan tutte, famosa ópera bufa de Mozart cuyo asunto central es la inconstancia femenina (podría-
mos traducir ese título con la expresión castiza de «todas son iguales»). Lo interesante es que la estrategia de aquella
performance materializaba el sueño secular de fundir la vida con el arte. Las imágenes de Coum Transmission eran
artísticas porque la pornografía es, ante todo, un género convencional («artificioso»), muy cargado de retórica; pero no
dejaban de ser por ello documentos reales, las presentaciones, también descarnadas (y descaradas) de fantasías eróticas
colectivas. Ese (semi) desnudo de interior que hemos visto antes representa los más íntimos deseos en tanto que productos
estereotipados preparados para el consumo de las masas.
19
NOTAS
1 Véase el libro-catálogo de Barbara Kruger Thinking ofyou, MOCA y The MIT Press, Cambridge 1999.
2 Cfr. Maurice Raynal, "Variété du corps humain", Minotaure, núm. 1, 1933, pág. 44.
3 Cfr. sobre esto J. A. Ramírez, Edificios-cuerpo, Siruela, Madrid 2003.
4 "Le monde au temps des surréalistes", en Varietés. Revue mensueüe Ulustrée de tesprit contempo-rain, número especial
dedicado a Le surréalisme en 1929. Bruselas, junio de 1929. El mapa se reprodujo en las páginas 26-27, entre el artículo
"Réves" de Georges Sadoul, y unos "Poémes" de Aragón.
5 Raymond Roussel, Locus solus. Traducción de Marcelo Cohén, Numa Ediciones, Valencia 2001, pág. 9.
6 J. J. Winckelmann, Historia del arte en la antigüedad. Traducción de Herminia Dauer, Iberia, Barcelona 1967, págs. 126-
127 y 129.
7 Ibídem, pág. 133.
8 Cfr. Albrech Dürer, Hierin sind begriffen vier Bücher von menschlicher Proportion..., Nuremberg 1528. Ed. facsímil:
Joseph Schmid, Zurich 1969; Juan de Arfe y Villafañe, De varia conmensuración para la esculptura y architectura, Sevilla
1585. Ed. facsímil con introducción de A. Bonet Correa, MEC, Madrid 1974.
9 Véase Gérard Audran, Les proportions du corps humain, París 1785.
10 Cfr. Catheríne Mathon, "Le corps modélisé", en el catálogo L'Art du nu au XIX siexle. Lepho-
tographe et son modele, Hazan/Bibliothéque Nationale de France, París 1997, pág. 154.
11 Ibídem, pág. 161.
12 Cfr. Xavier Demange, "Nu et nudité: le nu devant la loí", en L'Art de nu..., op. cit., pág. 39.
13 A.-L. de Bouganville, Voyage autour du monde. Citado por ICirk Varnedoe, "Gauguin", en Pri-mitivism in 20th Century
Art, MOMA, Nueva York 1984, págs. 188-189.
14 J. Cook, Viaje hacia el polo sur y alrededor del mundo. Traducción de M. Ortega y Gasset, Es-pasa-Calpe, Madrid 1999,
pág. 238.
15 O Darvvin, Diario del viaje de un naturalista alrededor del mundo. Traducción de Juan Mateos. Espasa-Calpe, Madrid
1999, pág. 213.
16 Véase una reedición conjunta de los dos libros dedicados a los nubios en Leni Riefenstahl, Die Nuba, Komet, Frechen
2000.
17 Está ya claro que Picasso se inspiró en fotografías "etnológicas" como las que comentamos, y no sólo en las creaciones
artísticas africanas. Véase Anne Baldassari, Picasso und die Photographie, Schirmer/Mosel, Munich 1997. Cfr.
especialmente págs. 46-61.
18 Cfr. John House, "The Legacy of Impressionism in France", en el catálogo Post-Impressio-nism. Cross-Currents in
European Painting, Royal Academy of Arts, Londres 1979, pág. 16.
19 Cfr. Ernst Bloch, El principio esperanza, 3 vols., Aguilar, Madrid 1977. El libro original fue escrito entre 1938 y 1947, y
revisado entre 1953 y 1959; este último año fue el de la primera edición.
20 He escuchado esta conexión prehistórica a John Elderfield en una conferencia en la UIMP de Santander, pronunciada en
agosto de 2000.
21 Cfr. Theodore Reff, Manet: Olympia, Alien Lañe, Penguin Books Ltd., Londres 1976.
22 Sobre este asunto véase Ricardo Olmos, «El amor del hombre con la estatua: de la Antigüedad a la Edad Media», en
Kotinos. Festschrift für Erika Simón. Editado por H. Froning, T. Hóls-cher y H. Mielsch. Ed. Philipp von Zabern, Mainz
1992, págs. 256-266.
23 Cfr. Hubert Klocker, «Life Strategies: Overview and Selection Buenos Aires-London-Rio de Janeiro-Santiago de Chile,
1960-1980», en el catálogo Out ofActions: hetween Performance and the Object, 1949-1979. Thames and Hudson, Londres
1998, págs. 266-270. También Teresa Macri, II cor-po postorganico. Sconfinamenti della performance, Costa & Nolan,
Genova 1996, págs. 29-31.
20