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El Fetichismo de La Marginalidad, Completo

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Colección “Difundir es Resistir”

Libros Artesanales

Editorial Insurgente
Colectivo Desde el Margen

EL FETICHISMO DE LA MARGINALIDAD

César González
Título: El fetichismo de la marginalidad
Autor: César González

El fetichismo de la marginalidad / César González. – 2ª ed ampliada.


Lomas de Zamora: Sudestada, 2021.

ISBN 978-987-8409-35-1

1. Marginalidad. 2. Ensayo Sociológico. 3. Crítica Cinematográfica. I. Título.


CDD 302.2343

Diseño e ilustraciones: Repo Bandini


Editorial Sudestada
Sáenz 275, (CP: 1832)
Lomas de Zamora, Buenos Aires, Argentina
www.sudestada.com.ar

Usted está adquiriendo uno de los 3 ejemplares artesanales realizados por el Colectivo
Desde el Margen:

1era Impresión Insurgente.


3 ejemplares artesanales y autogestionados.
Quito. 2024.
Copia y difunde. LA PROPIEDAD ES UN ROBO
Colección “Difundir es Resistir”

“Se volverá del silencio, no del olvido…”

Totalmente convencidxs de que las ideas y el acceso a la memoria no deben ser sólo
para lxs que tienen dinero, el Colectivo Desde el Margen lanza esta colección de libros
—realizados artesanalmente y de forma autogestionada— a precios accesibles; con el
fin de democratizar el acceso al conocimiento y a la memoria que pertenece a los
pueblos, y es la principal herramienta de emancipación, resistencia y disidencia.

Esta es una propuesta para combatir el memoricidio, que en palabras de la escritora


argentina Carmen Verlichak “hace referencia a la destrucción intencionada de la
memoria y el tesoro cultural de un pueblo. Si la guerra tiene como objetivo apoderarse
de bienes, personas y territorios, también necesita borrar la memoria del otro, sus
recuerdos, las razones que sustentan su identidad y lo empujan a resistir, a luchar, a
vivir. Por eso, el memoricidio es a la vez objetivo y estrategia de guerra” (2003). Y como
lo dice Gloria Gaitán —escritora y política colombiana— el memoricidio supera la
eliminación física de escritos, archivos o materiales impresos; su objetivo primordial es
eliminar la transcendencia y el legado ideológico, es el arma más contundente de la que
disponen los poderosos para someter a los pueblos (Gaitán 2017).

Como Colectivo Desde el Margen, trabajamos por una propuesta disidente y subversiva;
cuyo objetivo es la destrucción del sistema capitalista, patriarcal y colonial. No buscamos
su modificación, ni estamos interesadxs en que este sistema nos incluya o reconozca;
queremos eliminarlo, queremos quemarlo todo para —desde abajo y a la izquierda
— generar nuevos mundos en los que quepan otros mundos, como dicen lxs
compas zapatistas; para así, hermanarnos entre los pueblos y la naturaleza.
Nosotrxs entendemos que la liberación de lxs oprimidos, en especial de las mujeres y
los cuerpos femeninos y feminizados, será el camino para la liberación del mundo.

Creemos firmemente en la eliminación de la propiedad privada; en este sentido, la


piratería se encarna como una apuesta política de difusión de las experiencias de
organización y construcción de la memoria insurgente; entendiendo que estas no le
pertenecen solo a un grupo letrado que tiene la capacidad adquisitiva de comprar textos
a altos precios, como suele pasar con la producción de las grandes editoriales
comerciales. Estos corpo-textos le pertenecen al pueblo y es este el que tiene que
apropiarse de ellos para seguir alimentando una militancia transformadora y liberadora.

Autogestión o muerte ¡Venceremos!


¡Piratea y difunde! ¡La propiedad privada es un robo!
Para todxs ¡Todo!
Sin mujeres ni cuerpos femeninos y feminizados ¡No hay revolución!
1

o PLAY ►

@[s CS@UD©D=00®[0i]@ [Q)@


1 1
A la memoria eterna de Hugo Montero,
Marce/o Z!otogwiazda, Horacio Gonzá!ez
y Diego Armando Maradona
PRÓLOGO
1

El objeto encantado
Por Esteban Rodríguez Alzueta

Marx nos enseñó que cuando las cosas ingresan al merca­


do, no solo se vuelven abstractas, sino que adquieren vida
propia. Marx llamó a este fenómeno fantasmagórico: el.feti­
chismo de la mercancía. La fetichización es un fenómeno que
hay que leerlo al lado de la alienación: cuando la vida se alie­
na, la manera de imprimirle un estilo a la vida chata que lle­
vamos, tener un look, será a través del consumo de objetos
encantados. Esos objetos pueden ser un par de zapatillas,
una catppera, un celular, un auto, un programa de televisión
o una película. También una imagen que nos oprime como
una pesadilla, que nos interpela y ejerce una presión para
que adecuemos nuestras formas de vida a los valores embu­
tidos en cada una de ellas. El cineasta francés Guy Debord,
llamó a ese hechizo la sociedad del espectáculo, una sociedad
donde las relaciones están mediatizadas por imágenes: cada
uno de nosotros tiene una imagen del otro y nos relaciona­
mos en función de las imágenes que fuimos adquiriendo a
partir del consumo. Dime qué consumes y te diré quién
eres, cuál es la imagen que proyectas.
Pero Marx nos enseñó también que el capitalismo es una
máquina de apropiarse de todo aquello que lo pone en tela
de juicio. La apropiación no es inocente, persigue la valori­
zación. Así, el capital hizo del delito, de la representación y
la lucha contra el delito, otra mercancía. No solo es la mejor
fuente de trabajo para los sectores populares, la oportuni­
dad de convertirse en policías y adquirir una identidad, un

5
sueldo estable, una obra social pero también una cuota de
autoridad; sino también para los sectores medios, una
manera de convertirse en abogados, jueces, profesores uni­
versitarios, cronistas, actores, directores de cine y televisión.
El delito en general, y sobre todo el delito callejero y preda­
torio en particular, el delito protagonizado por los más
pobres y el miedo que inspira estas transgresiones, garpa,
mueve los mercados. Hay gente que vive de la pobreza y la
desigualdad. No hay justicia sin pobreza, no hay policías y
toda la parafernalia que rodea a la seguridad privada sin des­
igualdad social, pero tampoco literatura, periodismo y cine.
Gran parte de la industria cultural encuentra en el mundo
de la pobreza una fuente de inspiración y rédito. La pobreza
seduce y, en última instancia, suele ser la mejor escenografía
para que otros actores proyecten los fantasmas que los ase­
dian cotidianamente.
Hacer de la marginalidad un objeto de culto implica, para
muchos, dejarse representar como alguien que se come las
"eses", que "estira las vocales" hasta deformar las palabras,
viste de manera estridente, no sabe combinar la pilcha, usa
la violencia para relacionarse. Peor aún, implica aceptar con
entusiasmo la imagen fetichizada que la industria del espec­
táculo construyó para contarlos y sobreidentificarse con
ellas hasta empezar a hablar y hacer las cosas que la indus­
tria les endosa prejuiciosamente. Porque un mundo fetichi­
zado es, además, un mundo donde las profecías autocurnpli­
das están al orden del día.
Empiezo por acá porque este nuevo libro de César
González, como sus películas, está escrito contra el fetichis­
mo y la espectacularización de la pobreza. El delito es lo
que hay que condenar -pero también festejar- cuando nos
llega a través de la pantalla. No se reivindica la propiedad de
la pobreza, no estarnos diciendo "la pobreza para los
pobres", "solo los pobres pueden hablar de la pobreza, de
sus vivencias", sino cuestionando el extractivismo cultural.
Porque cuando el capital se valoriza a través del despojo, la
industria de la cultura y el mundo de la academia apelan a
prácticas semejantes. Máquinas de extracciones culturales

6
que usan a los pobres como modelos o informantes claves
para obtener imágenes inéditas o datos llamativos. No solo
los policías desembarcan en los barrios pobres, también lo
hacen las productoras de cine y televisión y los cientistas
sociales. Juegan al realismo o la observación participante
que les permitan viajar por el mundo, al próximo festival de
cine, congreso o simposio internacional.
Se escribe con incomodidad o no se escribe. No se quiere
agradar sino provocar con interrogantes que muevan el
piso. González sabe que carga con el cartel de "rehabilita­
do", que para la sociedad en general es otro "resocializado",
es decir, alguien que hizo las paces con la sociedad, que no
sigue estando en conflicto con la ley. César es un joven que
estuvo preso y aprendió a escribir y filmar. Para algunos, sus
libros y las películas son una manera de devolverle a la
sociedad lo que él les arrebató y quieren pasearlo por la tele­
visión. Para otros, la mejor prueba que no todo está perdi­
do, y buscan llevarlo de gira por la universidad y el circuito
cultural: "es nuestro amigo villero".
No se trata de renegar del pasado pero tampoco hay que
resignarse al papel que la sociedad del espectáculo y su aca­
demia proponen para la supuesta vida nueva de los villeros
rehabilitados, el ciruja médico, la travesti que se convirtió en
novelista: transformarse en ejemplo, "demostrarles a los
jóvenes pobres que el que quiere puede", que "no solo el
delito es una elección individual sino también su rescate". A
todas esas personas se los conmina por otros medios a
tener que seguir haciendo mérito para ser merecedor de los
favores que la sociedad y su Estado reserva para todos
aquellos que hacemos supuestamente los deberes y nos ade­
cuamos a las expectativas sociales.
Hacer de la escritura un sismógrafo, un detector o revela­
dor de pasiones tristes. No hay marginación sin odio, sin
miedo, sin cinismo. No basta con narrar las vivencias de la
pobreza sino que hay que aprender a reconocer y visibilizar
el resentimiento con la que se produce y narra la margina­
ción. Un resentimiento embutido en clisés que necesita con­
tra-clisés, la construcción de nuevos conceptos, que arrojan

7
luz donde todo suele volverse opaco, fuente de diversión o
indignación. La burla y la irritación suelen ser dos formas de
contar las violencias asociadas a la marginación. Dos mane­
ras de poner las cosas donde no se encuentran, que terminan
agregándole más dificultades a la vida cotidiana con la que se
miden esas personas. Se sabe, parafraseando a la antropóloga
Laura Nader, podemos agregar: todo lo que digamos sobre
los pobres, tarde o temprano, será usado en su contra.
César invierte tiempo y toma riesgos para seguir mostrán­
dole los dientes a la sociedad, y continúa riéndose de ella.
Una risa que no es fácil de digerir porque resulta mordaz,
porque ni adhiere al estereotipo estigmatizante ni se coloca
cómodo en el lugar del buen rehabilitado. Ser mordaz es, en
alguna medida, un atrevimiento, un desafío. Usar palabras
incómodas sin hacer guiñes de ojo, sin buscar palmaditas, sin
hacer concesiones para defender lo que se hace y siente, lo
que se piensa y toca vivir. Tampoco está en los planes auto­
postularse en el lugar de la verdad. Sólo ensayar otra mirada
sobre las cosas desde un costado que no se eligió, y hacerlo
sin contarse cuentos, sin romantizar a nadie, ni siquiera a los
llamados "pibes chorros". En ese sentido, y digámoslo con
todas las palabras, César González es un continuador de las
apuestas de Pasolini y Genet. No lo digo por sus películas y
libros sino además por la vocación de provocar. No se está en el
campo de la cultura para reclutar likes, y prueba de ello son
los escritos que reúne este libro que tiene el lector en sus
manos. Correrse de los correccionismos políticos, no dejar­
se cachear por los empresarios morales. Avanzar a golpe de
martillo, apoyándose en las películas y libros que lo conmo­
vieron y llevan a tener una mirada compleja, con pliegues y
puntos de fuga. Todos tenemos aliados en estas querellas,
"nadie va solo a la guerra". Las iluminaciones de Cesar no
son la consecuencia de una vida llevada con fe en algo abs­
tracto y superior sino de su pasión por el cine y la lectura,
pero también de su experiencia concreta en su propio
derrotero, donde caben los delitos, la violencia policial, los
vecinos ortivas, pero también la amistad, los cuidados colec­
tivos y el perdón.

8
No es casual que César González haya comenzado por la
poesía. Alguien dijo por ahí que la poesía llega donde no lle­
gan las palabras. La poesía le abrió un campo para explorar
el mundo que le tocó. Ese laboratorio se llamó cine. César
hizo del cine una manera de experimentar qué puede un cuer­
po. Después de tantas películas y cortometrajes, tantas char­
las y programas de radio, y, sobre todo, tanta poesía, llegó el
momento de hacer un balance. En El.fetichismo de la margina­
lidad el autor se detiene y hace un inventario. Sabemos que
las cosas tienen sus historias y contingencias, pero también
siguen rumbos donde juega el azar. Una cosa llevará a la
otra, como un libro nos llevó a otro libro, a una película, a
otra película, un amigo, un documental... César muestra su
backstage y nos convida los pensamientos en voz alta que
nutren y avivan el cine.

9
/
El fetichismo de la marginalidad

Cada semana se lanza una nueva película o serie televisiva


que abordan temáticas a priori realistas, que se promocionan
como fieles representaciones de dos crueles escenarios de la
realidad, como son la cárcel o las villas miseria. Pareciera
entonces que en el tratamiento de esos temas tenemos una
sobreabundancia de realismo, pero lo cierto es que se nos
ahoga con imágenes de estricta fantasía.
Nos incitan a que clavemos nuestros ojos a imágenes
donde a través de la fetichización se hace un uso productivo de
la misma miseria que produce el capitalismo. La marginalidad
es una mercancía, y a mayor fetichización mayores ganancias
monetarias y políticas.
"Las cosas están ahí y no hace falta manipularlas", decía
Rossellini. Aunque el cine siempre es manipulación, ésta
puede servir para diversos fines, los cuales nunca pueden ser
inconscientes de lo que provocan a nivel social porque las
generaciones de realizadores de cine ya cargan en ellos la
información suficiente para reconocer la natural voluntad de
parcialidad de la cámara. A esta altura nuestra relación con
las imágenes es casi biológica. Crecimos tomando a las imá­
genes por la realidad misma. Por lo tanto sabemos de la capa­
cidad de las imágenes para generar creencias. Nadie puede
alegar inocencia para justificar su sesgo ideológico a la hora
de representar en imágenes.
Cuando un barrio popular o una cárcel aparecen en la pan­
talla no lo hacen con la máscara de un supuesto realismo sino
que estas locaciones parecieran condenadas a ser representa-

11
das a través de lo bizarro y lo circense. La prehistórica tauro­
maquia pictórica de las cuevas de Altamira sigue siendo una
mimesis r udimentaria, sí, pero más objetiva que lo que
hacen muchos autores a la hora de retratar la marginalidad,
la pobreza o el mundo carcelario.
Dichos espacios son utilizados como un territorio para
explorar un goce libidinal mientras funciona como un pro­
ducto que debe generar ganancias, de las que no gozarán
tanto los protagonistas y nativos del lugar que actúen en esas
películas o series, sino más bien justamente "los producto­
res" de la mercancía cinematográfica o televisiva. Nada más
"cine-capital" (Deleuze) que las películas sobre pistoleros,
robos, tiroteos o tumberos. Hacer una película sobre margi­
nales, es casi tan rentable como el hallazgo de un pequeño
pozo de petróleo. Podríamos imaginarnos a There Will Be
Blood (2007), de Paul Tomas Anderson, reemplazando toda
referencia al petróleo por los pobres y marginados de cada
sociedad. Obviamente no alcanza con hallar el pozo, es nece­
saria la presencia y el trabajo de la ingeniería para concretar la
explotación económica pero, sobre todo, el cinismo de una
mentalidad dispuesta a ofrecer hasta los golpes más bajos
para incrementar su negocio, como desarrolla el personaje
principal interpretado por Daniel Day-Lewis, quien en la
películas no duda en utilizar a su propio hijo (no biológico)
para fingir sensibilidad. Así llegan las cámaras de cine a una
villa miseria, como excavadoras. Es un cine extractivista. El
cine latinoamericano tiene el cortometraje colombiano ''Aga­
rrando pueblo" (1977), del grupo de cineastas "Callywood",
una muestra quizás muy eufórica pero precisa para exponer
cómo funciona el extractivismo en el universo audiovisual.
Marx, en "Elogio del Crimen" (Neiv York Dai!J, 1860), nos
dice que el delincuente "produce riqueza". Enumera distintas
categorías de la economía que se ven beneficiadas con la acti­
vidad delictiva (Sistema judicial-policía-maquinaria tecnológi­
ca, periodismo, etc. U na idea que, como sabemos, retomará
Foucault). Pero también remarca que el ladrón produce arte y
menciona a La Culpa de Mullner, Los bandidos de Schiller,
pasando por el Edipo de Sófocles y Ricardo III de Shakespeare,

12
donde los delincuentes y marginales cumplen roles determi­
nantes en las tramas de esos clásicos. Por lo tanto, la margi­
nalidad es una reserva renovable de productividad artística
y salarial.
La definición oficial de fetichismo nos habla de una "forma
de creencia o práctica religiosa en donde se considera a los
objetos como poseedores de poderes mágicos o sobrenatura­
les". Eso es lo que hacemos los individuos con las mercan­
cías, según Marx, y eso es lo que hacen los artistas con la
marginalidad. Es decir, se la aborda desde una perspectiva
fantasiosa, no empírica sino mitológica. La marginalidad se
representa en pasado, como una leyenda de un carnaval cani­
balístico de feroces perros mutilándose sus propias patas,
homogéneas piedras que no se dejan erosionar por ningún
sentimiento, cuasi humanos, criaturas extraviadas del orden
natural, analfabetos que no pueden firmar el contrato social.
Se busca del espectador sólo una onomatopeya: ¡Guauuuuu!
Al igual que en muchos de los relatos mitológicos griegos,
en donde hallamos mujeres con cabezas llenas de serpientes,
cuerpos mitad hombre mitad toro, sirenas, etc., vemos a los
pobres o a los presos representados como entidades pseudo­
animales, pero sin el prestigio académico con la que cuentan
las mitologías de las sociedades antiguas. El villero, el preso,
es un eslabón en la cadena de la evolución humana que se
estancó en los tiempos del Horno erectus. Esta doctrina es
desplegada una y otra vez por el cine y la televisión. Bajo la
excusa de exhibir una supuesta tradición naturalista en la
actuación de esos relatos se esconden personajes forzados a
repetir estereotipos. Un falso ne1v deal cinematográfico según
Godard; no es que se excluye a ciertas poblaciones de la pan­
talla sino, más bien, se las incluye bajo lo que otros piensan
de ellas, se invaden los territorios de la pobreza para saciar
pulsiones antropológicas y recaudar. Se nos rebosa la con­
ciencia con un cliché del retrato marginal, desgastado pero
inagotable. Y el problema no pasa por el hecho de que el
objeto (la marginalidad, la pobreza, etc.) es representado
artísticamente por un burgués extranjero al territorio repre­
sentado, y que por eso se ve incapacitado de capturar o al

13
menos olfatear la esencia del lugar. Sabemos que Nanook el
esquimal (1922) no fue filmada por esquimales, sino por
Robert Flaherty, un norteamericano blanco y como mínimo
de clase media. Pero nada en Nanook es para fortalecer los
prejuicios y amplificar los estigmas sobre los esquimales, en
todo caso sus problemas son otros, pero no el de la fealdad.
O como en Tabú (1931) donde Flaherty fue productor y
Murnau su director y lo que vemos es una historia de amor
maravillosa que transcurre en una tribu del Pacífico sur. En
esos casos la cámara no juzga, no interpreta ni ridiculiza. Si
bien no son películas hechas por los propios nativos, nos
despiertan emociones y pensamientos más que fascinación o
excitación. La crítica de cine suele alentar a que no se consi­
dere el contenido de las películas o series, ya que estas son
"ficciones" y por lo tanto no se las debe interpretar desde un
ángulo ideológico sino solo en el plano formal, pero justa­
mente lo que sucede en el cine y las series es que lo feo no
está solo en el contenido sino y sobre todo en las formas,
habitualmente de una evidente repetición en los modelos
actorales, una escasez notoria de novedad en las tramas de las
historias que se cuentan, un paroxismo de estereotipos foto­
gráficos, montajísticos y de efectos especiales.

A una distancia prudente


"El problema no es con Jane sino con la función de Jane",
declara el grupo Dziga Vértov (Godard, Gorín, Miéville y
otros) en Carta a Jane (1972), una película-ensayo a partir de
una foto tomada a la actriz Jane Fonda en territorio vietnami­
ta en plena guerra, en donde se la ve a Fonda con un profun­
do rostro de preocupación. Ella, la occidental, la famosa, la
blanca, en primer plano y con el foco concentrado en su
figura y difuminando a su alrededor. En el cine, "ni el foco es
inocente", dice Godard. La función de Jane) es que los especta­
dores no se concentren en el contexto y centralicen su aten­
ción en el rostro compasivo de ella, más allá de que efectiva­
mente Fonda puso el cuerpo para defender la causa norviet­
namita. Esa es otra faceta del fetichismo de la marginalidad,
en las historias que transcurren en barrios populares o cárce-

14
les los héroes siempre suelen venir de afuera.
Godard ubica el origen de este engaño en la imagen cine­
matográfica a partir del New Deal Roosveltiano (1933-1938),
donde aparece una derecha reguladora del mercado como
forma de gobierno en Estados Unidos. En sintonía a este
modelo socio-económico, el cine también aprenderá a ser
progresista.
En muchas películas nos intentan impregnar una canción
jesuita. Bajo el traje de la piedad nos introducen una moraleja
moralista subliminal. Los oprimidos son violentos o son obe­
dientes que deben esperar el paraíso y en la tierra perdonar al
opresor, tragarse la saliva, sentir el terror de rebelarse, resig­
narse a doblar la espalda o "salir adelante". La miseria, el
encierro, las verdaderas tragedias de la humanidad, se utilizan
como un decorado pasivo, detrás y alrededor de los persona­
jes vedettes o salvadores.
"¿Hablar de los obreros? Me gustaría, pero no los conozco
lo suficiente". (Godard en Cahiers du Cinema, diciembre,
1962). Estarán los buenos que son los pobres que trabajan o
estudian y los malos que son los que se niegan a estas tareas.
Sufrir es necesario, se nos dirá entre líneas, con algunas piz­
cas de matices, en films históricos como J\.1etrópolis, (Fritz
Lang, Alemania, 1927), Las uvas de la ira Qohn Ford, Estados
Unidos, 1940), Ourdai!J Bread (I<ing Vidor, Estados Unidos,
1931), Ciudad de Dios (Fernando Mereles, Kátia Blund, Brasil,
2003), etc. Películas en las cuales se nos invita a sentir lástima
por las clases más bajas.
"El paternalismo es el método de comprensión para un
lenguaje de lágrimas o de mudo sufrimiento", nos indica
Glauber Rocha en el texto "Estética del hambre" (1965).
Jacques Rivette en "De la abyección" (1961) destroza al gran
Guido Pontecorvo por la "estetización del horror" que,
según el francés, emplea el italiano en la película El Kapo
(1960). Rivette remarca 1a escena final, cuando la cámara hace
un travelling sobre la protagonista que queda electrocutada
entre los alambres de un campo de concentración nazi. El
director francés escribe que si bien "todos los temas nacen
libres y en igualdad de derechos ( ...) hay cosas que no deben

15
abordarse si no es con cierto temor y estremecimiento".
Pensemos una vez más en lo que sucedió en aquellas pri­
meras tomas de los hermanos Lumiere, Obreros saliendo de la
fábrica. Godard pronuncia en una de sus clases dictadas en
Montreal, en los albores de los años ochenta, que a pesar de
que eran obreros empleados por los propios Lumiere, estos
últimos se colocaron a una distancia "prudente" para hacer
sus tomas porque "filmar una fábrica sin ser obrero es casi
imposible". Entonces, en la primera mañana del cine tene­
mos un signo importante; la distancia prudente. Los Lumiere
eran burgueses y creyeron que para resolver el conflicto de
ser ajenos a la clase que observaban y representaban era
necesario ubicarse a una distancia precisa. Aunque también al
ser los dueños de la fábrica podían hacer lo que querían con
sus empleados.

El desembarco
Herzog dice que, a la hora de filmar, odia el turismo, pero
ama el "caminar a pie". Nos relata que en Diamante Blanco
(2004) los pobladores le pidieron no filmar el ritual secreto
detrás de la cascada y él hizo caso: filmó la cascada, pero no
el ritual. Hubo una circulación del poder de mando en la
puesta de escena. Nada de imponer, nada de registrar sí o sí
por el bien de la patria documental; lo que suceda en las rela­
ciones detrás de cámara también se ve.
Otro elemento refrescante podría ser la propuesta de Jean
Louis Comolli de un "Cine Pobre", donde propone que el
equipo técnico no puede estar formado por más de tres per­
sonas. ¿No es acaso lo más coherente filmar de una forma
pobre allí donde hay sobredosis de pobreza? ¿Y no es un
cinismo atroz acaso el desembarco en las villas de directores
burgueses con máquinas de millones de dólares para hacer
"sus películas", para contar "sus historias" y que en el conte­
nido de sus películas ni siquiera vayan a fondo en ayudar a la
comprensión de las estructuras que perpetúan las desigualda­
des que reinan en esos espacios?
"Necesitamos una sintaxis negra, donde los negros hablen
su propio lenguaje. ¿Por qué los negros debieron aprender el

16
lenguaje de los blancos y nunca los blancos se esforzaron en
aprender el lenguaje de los negros?", nos dice un represen­
tante de las Panteras Negras en Simpatía por el demonio de
Godard (1968).
"Dejar de contar historias y que las historias se cuenten",
como afirma Comolli.
Y si nos enfocamos en lo estrictamente carcelario, la des­
gracia es aún más honda que en la efigie de los pobres que
no están presos. La cárcel es el destinatario frecuente de las
perversiones más brutas en el imaginario social. La mayoría
de los directores no pueden escapar al simplismo de repre­
sentar a la cárcel como un coliseo de las violaciones.
Hay un cine lombrosista; muchas películas en la historia del
cine nacional y mundial multiplican las "enseñanzas" de
Cesare Lombroso (1835-1909), médico italiano que decretó
como una teoría central de la criminología que a los crimina­
les se los puede descifrar bajo un determinado aspecto físico­
facial-estético. Es decir que lo malo y lo feo son inseparables.
La evolución de estas ideas llevó a que el delito se interpre­
te como una patología del orden psicológico-psiquiátrico y ya
no como un simple acto físico de violación de las leyes, nos
dirá Foucault en Vigilary castigar (1975).
Los presos ahora son también enfermos mentales. "La
agenda neurocientífica de la pobreza", título de una nota
publicada en Télam el 12 de julio de 2016, hablaba en boca
de médicos que hay una evidente discapacidad cognitiva en
los pobres, debido a la escasa alimentación que tuvieron
durante la infancia. Los pobres, al no comer normalmente,
nos dicen, han sufrido una reducción de la masa cerebral,
poseen menos neuronas, por ende, tienen menos capacidad
de análisis. Muchas películas y series televisivas transforman
en imágenes estas teorías. Sería necio negar las consecuencias
nefastas que tiene el hambre en las personas, pero se señala a
los pobres como dueños del monopolio de la ignorancia y la
violencia, y se intenta justificarlo a través de supuestos argu­
mentos con base científica, lo cual es un insulto para la cien­
cia misma. El moralismo de derecha está lleno de científicos,
pero si la alimentación determina la inteligencia, ¿cómo se

17
explica tanta ignorancia, barbarie y brutalidad en aquellos a
los que nunca les faltó un plato de comida?
La ironía de esta crueldad está en que las personas oriundas
de la pobreza terminan queriéndose parecer a esos modelos
de personalidad monocorde con que constantemente se las
presenta en las películas y series. Muchos intentaran ser a
imagen y semejanza de los maniquíes con que se los burla en
las pantallas. En Argentina reinan los esquemas que produ­
cen, reproducen y actualizan constantemente estereotipos
macabros. Poco importa la verosimilitud, la veracidad. Estos
productos del cine y la tv lejos de ser cuestionados, cuentan
no solo con una inmensa popularidad sino también con el
amparo de críticos e intelectuales. La marginalidad es una
mercancía fetichizada, a través de las imágenes que nos llegan
a las pantallas se nos esconde la complejidad y contradicción
de determinadas poblaciones.

18
1
Filmando al capital

Como han hecho tantos cineastas y como han dicho tantos


pensadores del cine, la verdadera política de una película está
en su puesta en escena, en sus formas más que en sus conte­
nidos. Un contenido muy político que para formalizarse no
puede escapar del naturalismo, o del MRI (modo de repre­
sentación institucional) en términos de Burch nos suele fasti­
diar como espectadores, los golpes bajos son inofensivos
para despertar o incrementar sensibilidades. En cambio,
cuando surge el encuentro de una forma viva para represen­
tar hechos de abundante política, cuando ya no se nos trata
como individuos que ignoran el estado de cosas, uno como
espectador agradece. Como dice Ranciere la política del cine
no es la denuncia sino el montaje. La gran tarea política del
cine es el montaje: inicialmente la forma que tuvo el cine de
presentarse como instrumento político fue con el montaje y
no fue a través de sus aparatos de registro, dice el francés. El
montaje produce la posibilidad de que el cine pueda ser un
discurso, algo coherente. Puede ser Pedro Costa con monta­
jes mínimos, llevando el universo de los desposeídos al mito
que no huye de lo real. O Godard, sus collages y montajes
fragmentarios y sin cronología, donde en muchas de sus pelí­
culas dialoga sobre la representación que hace una clase
social sobre otra. Nos obligan a rivalizar y tomar partido
sobre qué mundo corresponde abrazar: si el de la forma o el
del contenido, pero ahí están las películas respondiendo esas
discordias; desde Flaherty a Jean Rouch, de Rossellini a Chris
Marker o Glauber Rocha, algunas más destinadas a lo mental

19
que a lo emocional, como la monumental Noticias de la antigüe­
dad del alemán I<:luge, inspirada en Eisenstein, el marxismo,
Joyce y un largo etc. U na película que retoma la premisa
obsesiva de Eisenstein; "Filmar el Capital siguiendo el méto­
do empleado por Joyce para su Ulises", mostrando segundo a
segundo desde que una persona despierta cómo el capital
comanda la experiencia vital, solo bastaría una persona, una
habitación y una mañana para explicar la historia del capita­
lismo, es decir, una forma muy experimental para un conteni­
do a simple vista muy social. También hay películas que son
un equilibrio entre lo narrativo y poético, que afectan desde
lo emocional al pensamiento, tales como Wen4J; and Lury o
First Cow de Kelly Reichardt.
En palabras de Glauber Rocha;
"Especialmente en Latinoamérica, donde se encuentran grandes inten­
ciones en las declaraciones, los resultados denotan una completa aliena­
ción en relación al propio proceso cinematográfico. Autores que comba­
ten la alienación desde el punto de vista socio-político realiZf,Zn films que,
en su mqyoría) aparecen prefundamente alienados desde el punto de
vista .formal o técnico_y que están en el fondo, ligados a preconceptos cul­
turales colonialistas del cine norteamericano o europeo". (Anagrama,
1970).
Hoy en día, tenemos ese devenirforma de los contenidos más
cargados de denuncia de nuestras realidades en la tierra de
Rocha. Esto se ve en las películas de Adirley Queirós tales
como Érase una vez Brasilia (2017), El blanco fuera, el negro aden­
tro (2014), o Siete años en Niqyo (2019) de Affonso Uchoa.
Comparando esta última película con Ciudad de Dios (2002) el
debate eterno sobre forma y contenido en temas sociales
tiene un buen ejemplo para explorar. Es cuestión de compa­
rar cómo percibimos al mismo objeto de ambas películas, es
decir los pibes de las favelas de Brasil. En Uchoa el objeto no
es que pasa a ser un sujeto, sino que se subjetiviza, esos per­
sonajes que siempre en pantalla parecen condenados a la
velocidad y a la brocha gruesa acá transitan el reposo, tienen
la brocha en sus manos. La película no esquiva problemas
evitando mostrar la violencia o la pobreza, si no que los per­
sonajes sacan oralmente a la luz los recuerdos más tristes

20
guardados en su memoria, hablan de torturas policiales y de
sus amigos muertos a balazos, pero todo transcurre a otro
tempo, la cámara asume y no disfraza su moral y sabe que lo
estético alimenta lo político, los recuerdos se escuchan ente­
ros, pero no se muestran, solo vemos una fogata que ilumina
los relatos que enuncian los personajes. En Ciudad de Dios al
contrario, lo político alimenta lo estético, el objeto cumple su
función ideológica prevista, todo es moral; "miren qué malos
son y desde que chicos ejercen la maldad" y donde la película
brinda las imágenes de violencias que no persiguen otro
objetivo que el de generar fascinación. Se hace ver para creer
y se hace ver para que la gente crea más de lo que ya creía.
Toda la violencia en la película es un fin en sí mismo y el len­
guaje cinematográfico utilizado es el de la acción, un disposi­
tivo que persigue la efectividad y la renta. La única subjetivi­
dad en la película (el negro fotógrafo) es heroica y sinécdoque
de la meritocracia, del uno en un millón, del ejemplo de resi­
liencia. En lo que tiene que ver estrictamente con Argentina si
bien el origen de clase media o alta en el cine claramente no
determina una manera inevitable de representar salvajemente
a las clases subalternas, este axioma no pudo ser desmentido
con la contundencia que en otros lados sí. Se va a filmar una
villa, pero no se filma siquiera lo verosímil, todo se reduce a
generar imágenes deformistas que actualicen y robustezcan
todos los prejuicios preexistentes. Hay proyección y transfe­
rencia de los propios monstruos del pequeüo burgués hacia
el villero. Transfiere sus fantasmas de violación, de asesina­
tos, de perversidad. No se filma lo que es, sino lo que hay en
el imaginario social. Y esas imágenes falsas ni siquiera son
formalizadas corriendo algún tipo de riesgo artístico. Por eso
tanta cantidad de películas y series donde la puesta en escena
es idéntica. Siempre los villeros o villeras actúan igual, hay un
léxico y vestuario idéntico, los conflictos de la trama son
parecidos y esto no se explica porque el director o los actores
provienen de un ajeno origen socio-económico. Hay películas
donde trabajan actores no profesionales que viven en esos
barrios donde se filma y que, sin embargo, terminan repro­
duciendo estereotipos sin chispa, muy lejos de la efervescente

2.1
vitalidad cotidiana que emana la personalidad de ellos fuera
de cámara. Se filma sobre ellos, ni siquiera con ellos. Cuando la
cámara se prende, esos pibes se apagan. Pasan a manifestar
los gestos, palabras y rústicos movimientos que el espectador
común espera de un personaje villero. La imagen cinemato­
gráfica y audiovisual está impregnada de clasismo, pero de un
clasismo muy tosco. No en todos los países es tan fea la
mirada sobre las clases populares. Eso explica que en
Argentina la puesta en escena sea tan reiterativa, onomatopé­
yica, de un punto de vista que observa desde un supuesto
lugar de superioridad material-existencial "Yo sé más porque
tengo más". La pobreza es tratada como un lugar donde no
hay ser (inmaterial) porque no hay nada material.
Puede ser filmando a los obreros de Renault en el interior
de una fábrica o puede ser una princesa adentro de una habi­
tación de su castillo, finalmente la política de la escena cerra­
rá en las decisiones formales que se tomen sobre todo poste­
rior o previamente al rodaje. La política es orgánica al cine.
Para una persona, un trabajador normal, no hay tiempo para
leer, no hay plata para comprar libros. Pero el cine es una
forma que muchas personas han usado como medio de edu­
cación y de conocimiento. Entonces es como pedirle algo al
cine que siempre dio. Ya desde su génesis está claro que el
cine no es sólo lo que está delante de la pantalla, sino todo lo
previo, todo lo que hay durante y todo lo que hay después de
un rodaje. Es un diálogo entre tres partes: lo que se filma,
cómo se lo filma, y cómo se lo mira. Y a la vez el intervalo
entre lo que la imagen muestra y lo que la imagen no mues­
tra. Lo que la imagen no muestra es una ventaja en el cine. El
cine tiene esa magia: es lo que se ve, pero lo que no se ve
puede ser más importante que lo que se está viendo. Ese tra­
bajo con la apariencia y la ausencia tiene relación con la
representación de los sectores populares en la Argentina. Se
deja muy poco afuera. Malévich y los suprematistas rusos,
fueron tan importantes como Eisenstein para la Unión
Soviética. Y por algo Kandinsky se va de Alemania y vuelve a
la Unión Soviética para ser parte de la Revolución, porque la
vanguardia artística y la vanguardia política se retroalimenta-

22
ban, al menos hasta Stalin. Las películas pueden hacer del
activismo una bella arte. La Commune (París, 1871) de Peter
Watkins (2000), por más que fue hecha para la televisión, es
completamente realista, tiene un trabajo de archivo estricto,
hace un relato de los hechos tal cual fueron, pero también es
muy original en sus formas, donde los convulsionados días
parisinos de la comuna transcurren en un inmenso galpón.
Al neorrealismo aún hoy se lo suele valorar por el contenido
social de sus películas, pero sin la búsqueda formal que
tenían los italianos esas películas no se hubiesen ganado la
eternidad que ganaron. Pocas películas hasta entonces habían
hecho suicidar niños (Alemania arzo cero, Rossellini, 194 7),
tomarse el tiempo necesario para ver los detalles de una
señorita limpiando su casa (Umberto D., De Sica), o una poéti­
ca de los pescadores como Visconti en La tierra tiembla.

23
1
lo viejo en lo nuevo

'3'er espectador no es la condición pasiva que precisaríamos


cambiar en actividad. Es nuestra situación normal".
Jaques Ranciere. 1

Hay preguntas que no por viejas pierden actualidad. ¿Es


posible hacer un cine popular y formalista a la vez? ¿Lo expe­
rimental se define por la escasez de espectadores? ¿La masivi­
dad es un defecto estético? Al concepto de popular se lo
suele asociar a una especie de folclorismo serializado. No
sabemos bien qué es, pero la primera imagen que nos viene a
la cabeza tiene que ver con lo numérico; lo popular son las
masas, es decir, muchísimas personas más que variadas y
enfrentadas entre sí. Las masas son "risas sin gato", contra­
dicciones vivientes.
Por un lado hay una vertiente de cineastas que sienten des­
precio por las grandes cantidades de espectadores. Para quie­
nes popular es sinónimo de pobreza material, estética y espi­
ritual. Son aquellos que conciben sus películas para el rego­
deo de sus semejantes de capital material y simbólico. Por
otro lado están los cineastas de masas, que hacen películas a
medida del capital y su propaganda, activando dispositivos
narrativos de comprobada eficacia. Que también, al igual que
los otros, los estetas iluminados, consideran a las masas como
portadoras de una inferioridad intelectual y que por lo tanto
solo pueden entender productos de sencilla inteligibilidad. Es
preciso decir también, que las masas asumen ese rol y emiten
el comunicado de la propuesta: cuando están frente a una

1 . El espectador emancipado, Jaques Ranciere, Bordes Manantial.

24
película que ofrece prolongadas duraciones, infrecuentes
encuadres o actuaciones corridas del naturalismo, rápidamen­
te se sentencia que "es aburrida", "no la entiendo", "n1e deja
afuera". A muy pocos realizadores les interesa hacer a las
masas parte de la experimentación. Pero se experimenta
menos de lo que se cree, ya que también está preestablecido
qué es lo profundo. Por eso el hecho de considerar a las
masas como incapaces de emociones sofisticadas es a la vez
una queja y un deseo, ya que si las masas no se mantienen en
ese supuesto estado de ignorancia entonces no estaría tan
claro quiénes serían los apóstoles que beben del cáliz sagrado
de lo experimental. Es necesario fortalecer y vigilar sigilosa­
mente la frontera que divide al cine "artístico" del cine
"social". Pero eso artístico existe porque existe lo social. Se
termina haciendo un culto del molde, al igual que en el cine
más comercial que tanto se critica. Los efectos cromáticos y
trucos de cámara que usa I<iewsloski en "No matarás"2 no
serían nada sin su tema, sin sus metáforas de la Historia, sin
sus referencias bíblicas y de distintos mitos civilizatorios.
Tales temas filmados de esa manera es que alcanzan el esta­
tus de obra maestra. Los ojos no son autárquicos del resto
del organismo. Los ojos son independentistas pero no inde­
pendientes de . todos los demás órganos, sentidos y la vida
misma. A la inversa sabemos que un gran tema filmado de
forma efectista nos fastidia, como también que un tema
insignificante representado con astucia y creatividad nos
puede conmover profundamente. Acorazado Potemkin3 de
Eisenstein o Entusiasmo4 de Vértov siguen siendo dos buenos
ejemplos para graficar esta idea. Dos películas de temática
comunista pero con estéticas muy dispares. Ambos cineastas
eran ansiosos innovadores, experimentales y leales bolchevi-

2. No matarás (título original en polaco: Krótki film o zabijaniu, 'Un cortometraje sobre la
matanza') es la versión fílmica ampliada del quinto episodio del drama psicológico para la
televisión de Dekalog ('El decálogo'), del director polaco Krzysztof Kieslowski, de 1988.
3. El acorazado Potemkin es una película muda de 1925 dirigida por el cineasta soviético Ser­
guéi Eisenstein. Reproduce el motín ocurrido en el acorazado Potemkin en 1905, cuando la tri­
pulación se rebeló contra los oficiales de la armada zarista.
4. Entuziazm: Simfoniya Donbassa Año 1931. Primera película sonora de Vertov. Director:
Dziga Vértov, cinematografía: Boris Zeitlin, guión: Dziga Vértov.

25
ques, uno experimentaba dentro de la narrativa, el otro detes­
taba contar una historia dramática. Vértov cuenta que a raíz
de su película El undécimo año5 iban hordas de obreros por las
calles invitando a las funciones, los mismos obreros que qui­
zás también se deleitaban viendo películas narrativas del esti­
lo de Potemkin. Ninguno de los dos se creía mejor que el
público y tampoco lo consideraban un ente regulador. La
cuestión entonces sería mezclar las formas hasta que sean
indiscernibles (Deleuze) 6 . Donde la narrativa deviene experi­
mental, donde lo experimental deviene dramático.
Desde ya que no es casualidad que el esquema reinante en
el cine, tanto a nivel industrial corno independiente, sea el de
la narrativa. La popularidad, justamente, la tiene el contar his­
torias, esas historias pueden contener particularidades geo­
gráficas y étnicas, pero debe poseer irremediablemente la
capacidad de expresar la mayor universalidad posible, para
que cualquier persona, más allá de donde viva, pueda com­
prenderlas. Los capitales, sean provenientes del mercado o
del Estado, invierten sobre todo en películas narrativas, un
cineasta experimental tiene siempre el acceso más complica­
do al financiamiento. Lejos estamos de ver cumplirse la pro­
fecía de Alexander Astruc, quien creía que el cine se liberaría
cuando su realización deje de implicar una maquinaría tan
abrumadora y los cineastas cuenten con cámaras más ligeras.
Hoy gracias a las herramientas digitales la posibilidad de
hacer una película es mucho menos descabellada que antaño,
pero el cine no se ha liberado, una película se sigue asociando
a un cuento ilustrado y enormes presupuestos. Pero optar
por la vía experimental no otorga ninguna superioridad
moral, más bien nos obliga a los cineastas a buscar la manera
de hacer películas que atraigan al público desde la inevitable
narratividad sin resignar el amor al experimento. Arañar eso
que lograron los Vértov y los Eisenstein.
Cine y revolución, es un oxímoron pero no un absurdo, el
cine nació extremadamente burgués y debe ser quizás el arte
más determinado por el costoso acceso a los materiales que

5. Memorias de un cineasta Bolchevique, Dziga Vértov. La Marca Editora.


6. Gil/es Deleuze, CINE///, Verdad y Tiempo, potencias de lo falso. Editorial Cactus.

26
permiten su realización. Ni la democratización innata de lo
digital ha podido generar en las clases más desposeídas el
sentimiento de que hacer cine es posible. Tampoco esos cos­
tos son módicos, la suma de la más básica de las cámaras y de
la computadora con los requisitos adecuados para editar, sig­
nifica la sumatoria de muchos salarios para un trabajador
común, quien, claro está, podría ahorrar para acceder a esas
herramientas tal como hace con la adquisición de un auto­
móvil o unas vacaciones, pero no elige comprar las herra­
mientas audiovisuales porque percibe que no cuenta con un
respaldo social ni cultural. La democratización de lo digital
trajo una igualdad de la posibilidad de ser filmado y de filmar,
pero estas actividades se hacen contribuyendo a la lógica de
las redes sociales. Podríamos ver a cada "¡historia!" de
Instagram como pequeños cortometrajes hechos por millo­
nes de directores anónimos, contamos hasta con filtros que
emulan cámaras analógicas de 8 y 16mm, sin embargo nadie
acostumbra a relacionar estas imágenes con la cultura cine­
matográfica. Solamente filmamos las imágenes que la época
desea ver. Hoy cualquiera sabe encuadrar y somos autómatas
de gestos adecuados a lo que una red social espera. No pode­
mos adjudicar esto solo a las redes sociales, el cine también
históricamente cumplió una función similar de ser una fábri­
ca de imágenes de la normalidad.
No se trata de hacer un cine profesor, ni un cine que hace
una épica de la precariedad, sino un cine huérfano de signifi­
cante. Un cine filosófico pero antifilósofos. Un cine que
toma de la vida su fuerza motriz no para adjudicarse ninguna
capacidad celestial, sino para aceptar que nada de lo humano
nos puede resultar ajeno. Sin subestimar a los espectadores y
sin glorificarlos. Retornar al asombro de tener en nuestras
manos un aparato que registra imágenes en movimiento y
que doma al tiempo. Si hay algo específico del cine es que no
es nada específico. Su esencia es virtual, es madre y a la vez
hijo bastardo de las otras artes. ¿Cómo no va a ser capaz de
ser masivo y experimental?

27
1
Un cine cero de conducta

El cine no es ideológico. La ideología hace películas, que es


distinto. Existe una indignidad inevitable en términos foucal­
tianos en el hablar por otros, pero el cine tiene obras maes­
tras de sobra hechas por realizadores que filmaron realidades
que no vivieron. Aunque también existen casos donde los
autores crean obras impregnadas de la experiencia personal.
En el terreno de la literatura Melville se sirvió de su experien­
cia en alta mar para escribir Mob Dick y otras obras, lo
mismo London con la zona de Alaska. En el cine, Eisenstein
y Vértov aprovecharon sus experiencias en el frente de la
guerra civil rusa para sus películas, o Los 400 golpes es una
gran película por ser una gran semi autobiografía de Truffaut.
Las obras maestras sobre temáticas de miserias, horrores y
dramas en la historia del cine abundan. Entre muchas otras
es fundacional el mediometraje Cero de Conducta (1933) de
Jean Vigo. Obra impresionista sobre los jóvenes que son
depositados en las instituciones de encierro y que durante el
metraje atacan con su infancia, ametrallan con juegos y rebel­
día, a todas las autoridades que se les cruzan por el camino.
Esta vez los ridiculizados no son los internos sino los profe­
sionales, los guardias, los maestros. Los niños de Vigo repre­
sentan la ensoñación y lo ornamental a pesar de estar ence­
rrados, en cambio las autoridades que se consideran libres,
emanan quietud, no tienen alma. Lindsay Anderson hará un
cover más sangriento del film de la película de Vigo en If
(1968). Los niños presos en Vigo ahora son jóvenes estu­
diantes en el film de Anderson, dichos estudiantes están más

28
avispados y lúcidos que todos aquellos que se presentan
como expertos en vivir, técnicos de la reinserción social. Y si
parece que los pibes obedecen es por estrategia y no porque
se hayan creído el cuento del castigo como redención. Más
bien, es por los castigos que reciben rutinariamente que se
infla en ellos un resentimiento que, igualmente que Vigo,
estallará diabólicamente al final de la película.
Otro clásico que presenta jóvenes en su máximo estado de
irreverencia, es Sciuscia (1946), de Vittorio De Sica. Los dos
niños protagonistas son veteranos de la calle, su edad no se
condice con la cantidad de penurias que han vivido.
Expresan una adultez infantil, niños macizos que no saben
resignarse, quedarse a la espera de milagros o entregarse a
una salvación intangible. Están más despiertos que muchos
de aquellos que los triplican en edad. En la calle aprendieron
los trucos más complejos del hampa, también se saben tecni­
cismos del mundo de la economía. Observan por esas calles
típicas de los núcleos financieros a todos los que andan por
allí, prestan mucha atención e intentan imitar en el andar a
esos señores de oficina. Sueñan juntar la plata para algo
imposible: comprarse un caballo. Pero un engaño que le
hacen unos adultos hará que estos dos pequeños callejeros,
Giussepe y Pascuale, terminen encerrados acusados de un
robo. Una vez que los pequeños acceden al sistema de encie­
rro veremos todo el trabajo que hace la sociedad y las técni­
cas de las instituciones disciplinarias sobre los cuerpos de las
personas, así sean niños. El final comparte su composición
con otras grandes películas sobre niños desechados de la
sociedad; Los olvidados (1950) de Buñuel y Mouchette (196 7) de
Bresson. A pesar de que la película de De Sica se ubica en la
Italia de la post-segunda guerra mundial, mirarla hoy nos
resulta conocida. Son imágenes típicas de los rancheríos lati­
noamericanos donde se amontonan de a miles los niños de
futuro amputado. Así sucede en Tire dié (1960) del santafeci­
no Fernando Birri, y así sucede en La botera (2020) de Sabrina
Blanco.
Un condenado a muerte se escapa (Robert Bresson 1956) trans­
curre en una cárcel y no miramos desde afuera, estamos pre-

29
sos con el protagonista, carcomidos nuestros huesos por la
claustrofobia. El realismo científico de Bresson, su expresio­
nismo cronometrado, introducido en el ambiente de una cár­
cel, dio como resultado un lirismo descarnado. La cámara
parece mimetizada con las paredes y el nihilismo calculador
del protagonista. Lo mismo podríamos decir de Le Trou
(1960) de Jacques Becker, donde los presos son sofisticados,
empáticos y donde cada detalle de la cárcel está mostrado con
perfección microscópica. Otra apuesta valiente que transcurre
en la cárcel es César debe Morir (2012) de los hermanos Taviani.
Donde vemos a "Julio César" la obra de Shakespeare, repre­
sentada por los mismos presos, en un formato que se mueve
entre la ficción y el documental. La política de los Taviani está
en la película y en la intervención misma que radica en mos­
trar, a los supuestos monstruos de la sociedad, haciendo tea­
tro clásico y experimental. Sí, los presos también sienten, llo­
ran, se frustran, creen, extrañan, aman y pueden ser actores
del gran teatro. Sí, también pueden ser sutiles, sensuales,
románticos, ilusos, idiotas. Ellos también desparraman sus
piernas durante el ocio, y si son violentos no pueden serlo las
24 horas porque se aburrirían, como cualquier persona.
El estadounidense Larry Clark (1943), director de la icónica
Kids (1996) ha trabajado mucho con jóvenes en su filmografía.
Cada uno de sus trabajos es un culto a la pubertad que expo­
ne muchas de las problemáticas sociológicas que atormentan
a las juventudes del mundo. En Wassap Rockers (2006) Clark
sigue a un grupo de jóvenes inmigrantes desterritorializa dos de
El Salvador, que vagabundean re-territorializando ( como los
personajes del Neorrealismo italiano según Deleuze) por un
pueblo del sur-oeste de Estados Unidos. Lejos del prototipo
de rapero con el que lo peor de hollywood acostumbra a
representar a los jóvenes marginales latinoamericanos, estos
son amantes del punk y del skate, usan pelo largo, odian al
hip-hop y a los negros del pueblo, y los negros los odian a
ellos por no ajustarse al estereotipo de lo que debería ser un
salvadoreño. Hay permanentes trifulcas entre estas mismas
minorías. Los jóvenes salvadoreños son como una subjetivi­
dad colectiva. Siempre están juntos, tocan mucho punk y se la

30
pasan abandonados al ocio de la cotidianidad, de repente
toman la decisión de "ir a pasear" con sus skates a una zona
residencial de Los Ángeles. Al rato de llegar perciben la humi­
llación en cada una de las miradas de la clase media blanca,
miradas que son filmadas con maestría por Clark. Un policía,
al verlos, intenta arrestarlos. Ellos se escurren y escapan del
uniformado. Una vez pasado el peligro pasean anárquicamen­
te por Bevery Hills. Caen en una fiesta glamorosa organizada
por un artista de élite, quien con eróticos gestos los llevará a
recorrer muy gentilmente la lujosa vivienda. En el interior de
la misma intentará abusar sexualmente de uno de ellos y allí se
desencadenará la tragedia. Los jóvenes huyen de la fiesta y del
pederasta saltando como pueden entre las mansiones. El más
gordito de ellos se cansará y, mientras fracasa intentando atra­
vesar una pared bastante alta, es ejecutado por la espalda con
un certero disparo en la nuca, por un personaje idéntico a
Clint Eastwood, quien sale por sorpresa de una de las casas
por donde los jóvenes corrían queriendo escapar. La frutilla
del postre de esta escena es que el encuadre utilizado por
Clark es similar al legendario del western de Sergio Leone en
la secuencia final de El bueno, el malo,y elfeo de 1966. Acá tam­
bién vemos en un primerísimo primer plano a Clint, "el pisto­
lero más rápido del oeste" pero para asesinar a un adolescente
inmigrante ilegal por la espalda.
Cómo no mencionar la película de Ettore Scola Feos, suciosy
malos. Donde Scola se niega a hacer pedagogía. No propone
soluciones mágicas, no intenta adoctrinar con la lastima, ni
hace propaganda católica. Nos muestra la belleza del mundo
bárbaro y arcaico aún entre ruinas y hacinamiento pero no
para romantizar. Pasolini lo decía, en los confines de la escala
económica más baja, donde el capitalismo o el bienestar libe­
ral son tardíos, sobrevive lo arcaico. Es decir, resisten esos
gestos de la humanidad más primitiva, donde los problemas
no se solucionaban en un diván ni con la farmacia, sino
domando al presente. Allí donde más la muerte busca insta­
larse pero más se endurecen los cueros. Allí, donde sobrarían
motivos para suicidarse casi nadie lo hace. Allí, donde todo es
incómodo, la gente igual es anfitriona con lo que haya a mano.

31
El show de la culpa
Hace unos años atrás, en la televisión argentina, se emitió
un programa llamado Cárceles (Endemol, 2007) en el que en
cada capítulo el conductor entrevistaba a distintos presos y
los obligaba a decir que estaban arrepentidos y todos los
entrevistados al unísono asentían con la cabeza, respondían
que por supuesto lo estaban. Habitualmente lloraban a cáma­
ra, con el infaltable pianito o violín en tonos menores de
fondo, pidiéndole desgarradoramcnte perdón a la "sociedad".
La hipocresía consiste en que nunca vimos un programa de
este tipo, donde sean obligados a pedir perdón llorando, a
políticos, empresarios o profesionales del mercado que arro­
jan a millones a la pobreza. Estos programas nunca nos
recuerdan que a la cárcel van solo los pobres que cometen
delitos, que los empresarios y políticos corruptos, que no
roban a particulares sino en simultáneo a poblaciones ente­
ras, nunca pisarán una cárcel y, si la pisan, no habitarán los
pabellones putrefactos, inundados de enfermedades, hambre,
virus, roedores, ausencia de agua, sobrepoblación, etc.
Tendrán a su disposición pabellones aislados del resto de la
población "común": los famosos pabellones vips, adonde las
condiciones de detención, comida y los beneficios son
mucho mejores.
Otro perverso ejemplo es el del programa Policías en acción.
Allí es claro que con la sangre misma que chorrea de la reali­
dad se puede montar un espectáculo que genere audiencias,
por ende pautas publicitarias, en efecto amplios ingresos para
las empresas productoras. Las numerosas necesidades básicas
insatisfechas de las villas miseria argentinas son entreveradas
con el formato show. El pesado gris del desamparo se trans­
forma en una sátira forzada, puertas precarias que estallan al
ritmo de música pop, las pocilgas del subdesarrollo transfor­
madas en decorados de comedia, hasta con el fondo sonoro
de las torpes carcajadas del formato sketch. Pero la ironía de
esto es que esa misma noche después de los allanamientos
hay familias enteras de la villa alienadas que miran este tipo
de programas televisivos. El plan de mercado se cumple con
precisión quirúrgica; los pobres se ríen de los chistes que

32
hacen sobre ellos. Los mismos pobres sienten vergüenza de
su condición, aceptan que merecen ser pasteurizados con la
ley por llevar un antiquísimo estigma. Se naturaliza en el
prime time de la TV que hay un sector de la población que
merece no tener derecho alguno. Se le señala a la sociedad
con imágenes quiénes son los malos de la película-sociedad.
Todo lo contrario a una película como Un condenado a muerte
en prisión, de Bresson, se reúne en una serie muy exitosa como
Prison Break (2005), que recicla a la cárcel bajo el género de la
ciencia ficción. Algo que, a priori, podría ser un elemento
novedoso desde la apuesta formal, pero es solo otra herra­
mienta para decir lo mismo sobre la cárcel. Cuánta hipocresía
de un país, donde hay hasta un mercado de prisiones, donde
muchas cárceles son privadas, explotadas comercialmente y
los presos están obligados a trabajar sin goce de sueldo para
grandes empresas (Las cárceles de la miseria, Loic Wacquant,
1999). De eso ni una sola reflexión así sea mínima en la serie,
todo es acción, aventura. Es para destacar, el esfuerzo de la
maquinaria del entretenimiento en colocar constantemente
en la vidriera productos que nos impidan pensar en profun­
didad los porqués de la existencia de la cárcel, la inseguridad,
la marginalidad, etc. y todo sea siguiendo la lógica de un
comic. Quieren mantener a los pobres como un eterno sumi­
nistro de ideas, de odios y leyendas.

33
la potencia del odio

¿Qué sería del sujeto sin el odio? ¿Qué sería del amor sin el
odio? El odio es dios, está ahí, ahora, omnisciente, uniendo
oriente y occidente. ¡Oh dios!, es casi decir ¡Odio! A los dos,
al odio y a dios, se los convoca en ritos sagrados y en la len­
gua hispana solo un tornillo semántico no les permite ser la
misma palabra. El odio, como dios, conecta deseos colectivos
rizomáticos, es un impulso maquínico capaz de agenciar a
millones de personas en menos de un instante.
El odio no tiene tiempo ni lo busca, pero sí le apetece devo­
rar espacios. El odio es arquitectura de formas sublimes. Por
eso uno queda encandilado ante su presencia. A muchos el
odio los revitaliza, y se los puede observar más radiantes y
vivos cuando odian que cuando aman.
"El odio pide existir y el que odia debe manifestar ese odio
mediante actos ( ...) en un sentido él debe hacerse odio", anota
Franz Fanon, en Piel negra, máscaras blancas, de 19 51. Es que el
odio no existe a medias ni esotéricamente, existe solo de
forma material.
La discriminación es una de los canales de distribución más
accesibles del odio, pero en Argentina discriminar resulta
insuficiente. Se reclama al odio como un derecho. Todas esas
encuestas realizadas por el mercado del miedo arrojan un
resultado unánime: es la inseguridad el gran flagelo existencial
del ciudadano y por ende la certeza principal que tiene el odio
para ser. El ciudadano considera legítimo y justo pedir que el
Estado le garantice la protección y propagación de su odio.

34
Ese odio se materializa en la creciente toma de armas "legiti­
madas por la inseguridad" por gran parte de los habitantes de
este país, imitando lentamente el desarrollo histórico del
armamiento masivo civil de la población de Estados Unidos.
Se exige retornar a los clásicos linchamientos y desmembra­
mientos públicos, en hordas espontáneas, bajo júbilos y ritua­
les colectivos. En una plaza pública de ser posible, como de
hecho sucede cada tanto.
En los programas televisivos a veces ese reclamo de regreso
al suplicio es explícito y otras veces se esconde bajo una más­
cara de discursos confusos y no se atreven a decirlo claro.
Pero el llamado al linchamiento resplandece en la vida cotidia­
na social. "Se ha humanizado la pena" dice Michel Foucault,
se ha manipulado un poco su exhibición, pero en el fondo
sigue siento un rostro de la sociedad. De una forma u otra el
Estado sigue organizando el "teatro del descuartizamiento".
Pero lo paradójico es que hoy el linchamiento se expresa
como acto de desobediencia civil y rebeldía hacia el Estado,
como queja a lo que el ciudadano considera una ineficacia de
las instituciones gubernamentales. Estas tribus linchadoras
son transversales a toda clase social, pero como el Ku klux
klan norteamericano, tienen una presa específica en la cúspide
de la ceremonia: allá es el individuo de raza negra, aquí son
los pibes de los barrios populares.
Pero también en Argentina existen maneras más sutiles de
linchar. Tradicionalmente no solo las manos, las imágenes
también linchan; en la caricaturización que hace el mundo del
espectáculo de los personajes que pertenecen a las clases
obreras y más bajas de la sociedad. No hay prueba científica
de que el odio sea innato. Pero sí está claro que al odiar en el
organismo humano se producen numerosas pulsiones hor­
monales y diferentes explosiones arteriales que resultan bene­
ficiosas para el cerebro, sucede una velocidad sanguínea favo­
rable para la estructura globular. El odio le da sentido a
muchas vidas, organiza agendas, rutinas, existencias enteras.
No se puede atribuir al odio nada más que un pequeño lugar
dentro del mar de signos que reinan la conciencia. Podemos
sí, declarar que han pisado la tierra muchos seres que no

35
experimentaron el amor; aunque no podemos asegurar con la
misma cantidad de evidencias que quienes poblamos el
mundo hayamos atravesado una sola mañana sin haber caído
bajo los efectos pseudo-psicodélicos del odio.
El odio es orientador para las conductas y actividades del
individuo. Se necesita odiar para enamorarse, para ordenarse,
para pertenecer. En la actualidad hay un odio de moda, y que
como dijimos arriba está dirigido hacia los pibes de las villas y
sobre todo a aquellos que cometen delitos. Y serán también
esos pibes el suministro renovable de las fuerzas de seguridad
que cumplirán la orden de cazar a esos otros jóvenes de su
misma comunidad.
El odio es una experiencia que rellena vacíos suicidas y des­
infla depresiones. Su aparato reproductor va cambiando de
lugar, aunque suele optar a la boca como nido. El odio es
lúdico y poético, usa el juego de palabras. El odio sabe de
sintaxis. Se rige bajo leyes de la publicidad. No se requiere
nada más que un lema precioso y que se divulgue a la veloci­
dad de la luz. Pero el odio no es individual, es impotente sin
un equipo.

Terapia del odio


¿Qué hay adentro del odio? Sabemos que su cuerpo es una
multiplicidad, en su interior se mezclan constelaciones de
traumas y resentimientos contra figuras jerárquicas de todo
tipo que no fueron sanadas. Pero esa digna humillación es tar­
tamuda a la hora de presentar una ofensiva contra la autori­
dad. Elige perdonar a los verdugos, enrocar su rabia y modifi­
car la meta de la revancha. Para que les traiga esa paz que
otorga hacer justicia, no será odiado el verdugo sino el joven
maligno retratado por nuestra cultura como patológicamente
violento. El odio no se deja seducir por ninguna política, pero
está organizado casi como un partido. No se odia a la injusti­
cia, se odia a los que son obligados a vivir adentro de las jau­
las de la injusticia. El odio es magnetizado hacia una "banda
destribalizada" (Fanon) que aquí en Argentina son los villeros
que "delinquen". A ellos hay que odiar para demostrar que se
ama a la sociedad.

36
La procreación del odio suele contagiarse en la rutina pro­
ductiva, por la presión normal de cualquier espacio laboral.
Pero el odio necesita un cuerpo-objetivo o se muere y, en ese
caso, no serán nunca los empleadores el destino que garantiza
la reproducción del odio, sino más bien los desempleados y
villeros violentos. Hay personas a quienes el odio les hace
morder frutos milagrosos, y sentir los mejores resultados tera­
péuticos. Es el tratamiento divino que logra que ancianos
resignados a la pulcritud, de golpe resplandezcan y humillen
el carisma y atletismo de Usain Bolt. Si es para odiar, de golpe
un esqueleto que parecía condenado al reposo, la putrefacción
y la agonía, experimenta la intensidad, de forma más podero­
sa que cuando está encantado por el hechizo del mismísimo
amor. El amor sólo puede llegar a reunir una congregación
limitada de cosmología, pero el odio que siente el argentino
medio a los villeros que violentan la ley burguesa o la propie­
dad privada lo eleva espiritualmente, lo hace ingresar flotando
en la inmanencia. El odio es el verdadero pueblo, el pueblo
que nunca falta.
El odio calma la impaciencia, colma de paz la neurosis de
un hogar. Amor hay de sobra, lo que escasea es no-odiar.
Unos padres responsables y obsesionados en amar a sus hijos
de sangre, odian a otros hijos, en particular a los de la casta
más baja.
¿Y cómo se explica que aquel condenado a "no existir" no
manifieste su odio hacia aquellos que lo incrustaron en el des­
amparo? ¿Será un dominio inconsciente lo que hace que
aquellos valorados como inservibles y tratados como simios,
nunca ni siquiera se atrevan a discutir con aquellos que los
odian?
Los dos personajes perfectos para resumir el odio en nues­
tra sociedad: el policía y el pibe chorro. Que casualmente sue­
len provenir de la misma clase social. A ambos personajes los
mueve el odio, pero no uno idéntico. El primero cuenta con
un salario legal como trabajador del Estado, funciona como
depósito para odiar y ser odiado. Ambos también tienen un
cuerpo que desde que nació es soberanía de toda la sociedad,
pero uno está al servicio de la comunidad burguesa, aquella

37
dueña de las posesiones y los otros, los pibes chorros (sus
mismos hermanos de sangre, primos o sobrinos) se rebelan a
la propuesta de "romperse el lomo". El policía es el pequeño
rey de la calle. Ambos, policía y ladrón, naturalmente al pro­
venir de la pobreza, son objetos del odio de las multitudes,
pero solo a unos les temen y odian todas las clases sociales. A
los policías suelen también odiarlos y temerles todas las clases
sociales, pero es el personaje que rogamos nos vigile la cartera
o el celular en las calles (más aún si es de noche) y que proteja
nuestros bienes del hogar mientras estamos en el trabajo.
¿De qué ha servido anular el pensamiento sobre el odio o la
violencia? Mientras de un lado se dejó la reflexión sobre la
violencia archivada y claudicada en el olvido o el tabú, del
otro lado no dejaron de perfeccionarla. Incesantemente repe­
timos sin cansancio que el amor es la salida, la cura, el futuro.
Nunca se habló y se ha reivindicado tanto al concepto de
amor como en nuestros tiempos, nunca se ha cantado tanto
sobre el amor, nunca hemos tenido al alcance de la mano tan­
tos cursos de introducción a las culturas orientales en las que
depositamos la certeza de ser culturas más amorosas que la
nuestra, y sin embargo el mundo, a diestra y siniestra, se
hunde en el espanto. Paradójicamente o no, en simultáneo a la
popularidad y el auge del yoga estamos presenciando el ascen­
so de nuevos fascismos por todo el mundo, de nuevos gobier­
nos que transforman el odio en políticas de Estado. Ese odio
no baja verticalmente desde los dirigentes, la relación es de
reciprocidad. Nuestra sociedad exige dosis de odio a sus
gobernantes, reclama que se lo sume a las plataformas electo­
rales. El odio late transversalmente en la sociedad y tiene una
justificación espiritual: se odia a quienes creen que desorde­
nan la armonía de la creación, el sacrificio y el trabajo para
ellos es armonizar nuevamente esa creación. Otra vez los
cuentos de la perfección racial son narrados impunemente.
Hoy, muchas personas presentan una sorpresa feroz ante la
estimación social de figuras tan rudimentarias como Jair
Bolsonaro en Brasil, cuando esto no tiene nada de disruptivo
o de novedoso, no es más que un síntoma, un enorme ejem­
plo de la falta de tacto por parte de los sectores más politiza-

38
dos para percibir que ese monstruo fascista llevaba varios
años desarrollándose en nuestras sociedades, que estaba a la
vista en la cotidianeidad más cercana de los subterráneos
populares. Que nosotros mismos lo manifestamos en actos
privados y no tanto de nuestras vidas. No somos manipulados
ni teledirigidos, este deseo de aniquilamiento masivo no lo
acciona un algoritmo desde Silicon Valley; es un hambre que
no quiere ser saciado. El odio como la religión según Marx es
el "corazón de un mundo sin corazón". Ese odio extermina­
dor creció porgue todas nuestras versiones del amor han
demostrado ser inocuas para frenar el avance de la derecha; se
han derrumbado por tibias, por neutrales, por exceso de
racionalidad, por sobredosis de optimismo. A nuestro amor le
faltó la inteligencia, la astucia, la paciencia y la capacidad de
escucha que tiene el odio. El amor de nuestros tiempos nece­
sita más cólera. Si nada somos sin amor, menos lo seremos
espantándonos o negando el odio que nos habita. Es necesa­
rio reivindicar un odio distinto al de la derecha, encausarlo
hacía la destrucción de la desigualdad material en el mundo.
El siglo XXI no ha hecho más que perfeccionar las perver­
siones de la propiedad, de reducir a cada vez menos manos la
acumulación originaria de la tierra, de restringir cada vez más
la posibilidad de acceso a una vivienda propia. El odio no
imposibilita ni bloquea al amor, ambas emociones coexisten
sin problema, tienen una admirable convivencia. Por no pen­
sar al odio, por esconderlo sistemáticamente bajo la máscara
del falso amor, se le dejó el espacio público a merced de los
nuevos tiranos, convencidos de volver a sumergir al mundo
en violencia y locura racista. Las profecías son siempre actos
de deseo que luchan por materializarse.

39
Puertas que giran, para un solo lado

El título del libro Vivir sin justicia de la autora Mariana


Sidoti no es un acierto del azar, es un título preciso porque
"sin justicia" se acostumbraron a vivir los sectores popula­
res, aunque estén en permanente contacto con la justicia.
Sectores condenados a esperar afuera de los despachos judi­
ciales y a ser simples espectadores en la circulación del capi­
tal, viviendo el día a día a través del mercado informal, de la
precariedad laboral, de la limosna, de la rapiña y del ataque a
la propiedad privada. Esos sectores nunca inventan ni regu­
lan las leyes.
Para el periodismo masivo los victimarios de los delitos
contra la propiedad privada gozan de más derechos que las
víctimas, esta canción suena en modo bucle en la televisión y
en internet. La ciudadanía está convencida de que el delin­
cuente que es capturado y apresado accede a un paraíso de
placeres, que es condecorado por lo que hizo, que "la pasa
mejor adentro que afuera", el preso es un esclavo privilegia­
do que en prisión cuenta con un salario que pagan los libres
con sus impuestos. Pero lo que hallamos en la realidad es
que casi no existe una cárcel de Argentina que no rebalse
insalubridad, que no esté contaminada, donde no haya haci­
namiento, hambre y pestes. Efectivamente allá adentro los
presos se pudren como ratas, tal como exigen los jurados tri­
buneros, pero el mismo imaginario popular está convencido
de la existencia de una enorme puerta giratoria, de un
supuesto imperio del garantismo, cuando lo único que está

40
garantizado para una persona privada de su libertad es el
confinamiento en las miserias más bajas del género humano.
El delito se paga con inmensos intereses con las continuas
torturas físicas y psicológicas que reciben los presos y las
presas.
La relación de los pobres con la justicia parte del temor,
saben que la justicia tarde o temprano les impondrá algún
tipo de sanción o coerción por el solo hecho de pertenecer a
una clase social. Sobre los pobres hay una sospecha origina­
ria, los pobres deberán esforzarse mucho para desmentir que
no son malos. De las primeras cosas que las masas subprole­
tarias aprenden en la vida es que al poder judicial no se lo
tiene que mirar a los ojos, porque es la zarza desde donde
habla la verdad inmutable. En las villas y barrios populares la
posibilidad de la cárcel o de "chocarse" con un balazo poli­
cial es un faro en la organización de la vida diaria, la violen­
cia para los habitantes de estos barrios no es vivida como
ningún fenómeno extraordinario. El conocimiento sobre el
mundo carcelario y sobre los misterios de la marginalidad se
adquiere sin que nadie los enseñe, se transmite por telepatía,
a muy temprana edad. Se sabe que el poder judicial es un
castillo del terror sin fantasía, que acecha desde las alturas,
un poder que necesita de pobres rebeldes a la cultura explo­
tadora del trabajo. Y si no tienen delincuentes para encerrar
los inventa, invierte para crearlos.
El paisaje de los palacios de tribunales es un resumen de la
lucha de clases; en lo alto los relucientes trajes y vestidos de
las y los ángeles guardianes del orden legal, arrogantes en su
andar, soberbios y creyentes de poseer un poder divino. En
el medio están los policías que custodian las oficinas de los
ángeles y que protegen a estos de la ira de los que están más
abajo aún y del otro lado de los escritorios; familiares de
detenidos que van a averiguar o a reclamar algo sobre los
estados de las causas de sus seres queridos. Madres con un
semblante de guerreras milenarias que asumen la función de
ser abogadas de sus hijos, porque si se quedan a esperar los
tiempos del defensor oficial pueden pasar siglos sin que reci­
ban una novedad. Llegan a plantarse cara a cara con los jue-

41
ces sin importarles las represalias resentidas que estos, inevi­
tablemente ejercerán.
Hay defensores oficiales sacrificados, abogados y abogadas
comprometidas que trabajan incansablemente por defender
a las y los nadies, pero en las estadísticas su éxito es insignifi­
cante frente a la cantidad de personas pobres que pierden la
mayoría de los juicios en su contra. Es que las clases popula­
res son omnipresentes en el banquillo de los acusados. Vivir
sin justicia es una metáfora, pero construida por hechos; para
las clases más bajas, la relación con el poder judicial es de
pertenencia a la ausencia, de ser los receptores predilectos
del código penal. En Argentina, se postulan como baluartes
del esquema democrático moderno jueces que coleccionan
un álbum con los rostros de los pibes de los barrios asigna­
dos como fábricas del mal y aun así, o por eso mismo, pue­
den alcanzar un puesto en el trono de la corte suprema.
Jueces salidos de una caricatura racista del lejano oeste son
bendecidos con la potestad del pulgar romano. El poder
Judicial es el que dirige desde atrás del telón la guerra selecti­
va contra la juventud de las barriadas populares. Dicha gue­
rra se la puede observar con claridad en el ataque coordina­
do y sin feriados que hacen las fuerzas de seguridad sobre las
juventudes de las barriadas por orden de los jueces.
Es la "guerra" que vino a reemplazar a la setentista, con
muchas diferencias claro está pero, hoy como ayer, se man­
tiene la teoría de los dos demonios, que ampara el extermi­
nio de unos para el cuidado de los otros. Perdura el laureado
a las fuerzas de seguridad, por cumplir la función de ser los
garantes de la matanza de los "malos". Siguiendo esta hipó­
tesis resulta revelador que en la jerga del hampa callejera se
utilice el término "subversivo" como un halago entre los
pibes chorros, como un adjetivo-medalla para quienes se ani­
man a robar "algo grande", que se tirotean con la policía,
que tienen un coraje fuera de serie. La figura del "pibe cho­
rro" vino a reemplazar al guerrillero como fantasma de la
sociedad. La soberanía de simbolizar el terror pasó a estar en
manos de los jóvenes que empezaron a crecer en un nuevo
diseño del reparto económico mundial. Los pibes chorros

42
son los hijos perfectos del neoliberalismo. Estos hijos del
neoliberalismo vuelven a atacar la propiedad privada como
aquellos hijos descarriados y desclasados de los setenta, pero
con una conciencia política distinta, sin slogans revoluciona­
rios y con menos cantidad de armas. A veces, yendo a robar
con armas sin balas, sin percutor, con armas de juguete, con
caños envueltos en una remera, con el solo gesto de una
mano que se mete en la cintura y simula poseer una pistola.
La capacidad logística de los pibes chorros está completa­
mente sobrevalorada o mejor dicho: directamente se miente
sobre el tema. Los medios instalaron la leyenda de bandas de
pibes con armamento bélico, pero en la realidad la mayoría
de ellos sale a robar con armas muy precarias, o si se consi­
gue una de mejor calidad se hace un uso social de la misma,
se la comparte, se espera que vuelvan unos y salen los otros
con el mismo fierro. Los pibes chorros no son una consecuen­
cia no deseada e injusta del modelo neoliberal, son una crea­
ción completamente pensada y esculpida por dicho sistema.
Este es un libro necesario, pero entendiendo la necesidad
no desde el lugar típico, que rápidamente la asocia a una
urgencia coyuntural del tema que desarrolla. Podríamos
decir que la temática de este libro es actual y clásica a la vez,
porque el problema de una juventud amenazante ya lleva lar­
gas décadas de existencia y hay mucho material bibliográfico
y audiovisual circulando. Abundan las crónicas policiales o,
mejor dicho, las excitadas mitologías del ladrón, las fascinan­
tes aventuras del ego del cronista. Es coherente, por lo tanto,
que a muchos de esos libros se los agrupe bajo el género de
"crónica policial," ya que no hacen más que arrancarles con­
fesiones a los pibes, son cronistas buchones que le roban
secretos para el lucro personal, libros donde se cree estar
combatiendo a la policía, pero que, al fin de cuentas, le aho­
rran el trabajo, indicándole respuestas que la misma fuerza ni
se imaginaba sobre los enigmas del bosque marginal. Este
libro se concentra en la crónica de un gatillo fácil, pero a la
vez nos remarca cómo es la forma de amar y expresar la ter­
nura de esos supuestos monstruos que son los pibes cho­
rros. A partir de la historia de Ornar, la víctima final, iremos

43
conociendo en carne viva las determinaciones materiales de
las clases bajas, nos brindará la evidencia de que la voluntad
de un padre albañil o la incondicionalidad de las amistades o
incluso tener la suerte de que una persona te ame, no alcan­
zan para detener la determinación preexistente de una muer­
te joven para ciertos segmentos sociales. El "querer es
poder" no es más que un leitmotiv idealista para perpetuar la
pirámide económica.
Con valentía, prolijidad y obsesión en la descripción, la
autora desacralizará a muchas instituciones consideradas
como un fin en sí mismas, destacándose en ese sentido el
relato de cómo la escuela pública hizo con Ornar lo que hace
con muchos; cuando estos jóvenes manifiestan una potencia
silvestre que desborda a las autoridades, la respuesta siempre
es sancionar, expulsar, condenar y, muchas veces, humillar en
público al "pibe cachivache". Los famosos equipos técnicos,
bautizados con un nombre meritorio de analizar en otro
momento, también presentan una evidente fatiga para enten­
der a los "salvajes". Siempre está a mano la derivación.
Psicólogos, trabajadores sociales, funcionarios de diversas
áreas del Estado, cómodos desde su oficina se pasan la pelo­
ta entre ellos. La autora nos muestra que, en realidad, no es
que el sistema falla, sino que esto es el sistema, no hay nin­
gún error, no hay malas personas en puestos que deberían
ocupar buenas personas. Todos conocemos un abogado o
abogada que es buena persona pero el sistema triunfa por
sobre las voluntades individuales, por más hercúleas que
estas sean.
El libro nos transmite el dolor de las familias que no pue­
den permitirse el lujo del llanto. Nos muestra que las cien­
cias sociales, el Estado y la militancia suelen llegar en diferi­
do a las vidas de estos jóvenes. Que los centros de rehabilita­
ción son un fracaso absoluto porque buscan que los pibes
"cambien", pero ellos, los y las profesionales de la reinser­
ción, los y las administradores de esas granjas-laboratorio,
exigen una pulcritud en la conducta que nadie en la sociedad
tiene. Pretenden pasteurizarlos y secarles el aura. Esa juven­
tud popular que ama "tumbear", tiene que erradicar su gra-

44
cia para obtener algún derecho. La frescura que inventa,
reinventa y formatea una jerga propia es una enfermedad a
curar. No por accidente se utilizan términos médicos; reha­
bilitar, regenerar.
Judith Butler en el epílogo al libro de Franz Fanon "Piel
Negra, Máscaras Blancas" , dice que Fanon reunía, conden­
saba y valía por millones de negros; "Fanon no es un autor
individual, es un movimiento, una gestación". Un solo sujeto
como aleph de una raza o, mejor dicho, como el aleph rebel­
de de una raza. Algo parecido podemos decir del caso de
Ornar, alguien con la intención de progresar en la vida y que
choca constantemente contra las murallas de la sociedad, un
pequeño pícaro, astuto y delicado villero que, con su desga­
rradora historia, sintetiza a la perfección la personalidad de
miles de jóvenes de nuestro país. Una historia que nos reite­
ra la pregunta de; ¿Qué hacer con estos pibes y su potencia
delictiva? ¿Por qué cuando se llega a querer intervenir en sus
vidas siempre es demasiado tarde?

45
Vll'HJl"IU"I -1rru;11. i:# i!PR.:Pl!oMl!oi'II u
; RiV�lERSTR. 99 • 8ERi.lN

-
i. Littlc "ii. Chirnn iii. 111.11:h
l
1
El aliento del racismo

Vemos al cine de los negros como no vemos al cine de los


blancos. Somos espectadores-látigo. Uno podría creer que
este vicio racista cuando se representa y se mira a los negros
es una constante de los directores blancos, y si bien estadísti­
camente la mayoría de los directores blancos cuando filman a
negros o sobre negros, siguen actualizando los mitos más per­
versos sobre esta comunidad, hay que aclarar, también, que en
esa tarea participan también directores negros. La cámara de
distintos directores negros no se atreve a filmar sin temor a la
propia "negritud" (concepto creado por Aimé Cesar y
Leopold Senghor). Ese temor quizás puede ser entendido
frente a los latigazos milenarios del hombre blanco.
Y si existe un director de cine negro que filma sin abarcar la
potencia de esa negritud será celebrado y premiado, como
pasó con Moonlight (2016), la película de Barry Jenkins, un
director negro. Si dicha película ha logrado tanto acuerdo en
la crítica es porque nada más políticamente correcto que cele­
brar una película de negros, dirigida por un negro, que encima
supuestamente va a desarrollar la condición en la que vive
dentro de su aldea un negro homosexual.
Si bien podríamos decir que esta película no está contada
con la gramática comercial, lo que cuenta tiene el aroma de lo
políticamente correcto, esa cueva donde a veces se refugia la
ideología dominante para acaparar más sutilmente nuestras
subjetividades. En Moonlight también aparecerán todos los cli­
chés sobre los negros ya vistos hasta la sobredosis en el cine,
pero camuflados bajo la remera de la tolerancia, que siempre

47
revela más de lo que cree enmascarar. Caer en los clichés no
es una deficiencia en sí misma. "Se puede partir de los clichés
para derrotar a los clichés", nos decía Gilles Deleuze. En esta
película el cliché no está tan a la vista, es un acertijo sociológi­
co o político, es un falso realismo de alto presupuesto que
consigue alguna que otra alcurnia formal. En el canto al uní­
sono de cierta crítica especializada, lo que más se resalta de
Moonlight es su virtuosismo técnico y brillo estético. Pero si
uno se ve forzado a valorar una película sólo por su belleza
técnica, ese esfuerzo en el fondo se siente extraño, como si
nos faltara algo para hallarnos plenos en nuestro goce. No
negamos la belleza visual y exaltamos tanto el trabajo fotográ­
fico de la película, pero seguir presentando la técnica cinema­
tográfica como un jeroglífico que exige siglos de aprendizaje
para ser interpretado no tiene nada de novedoso. Decir que la
belleza puede depender de los medios técnicos empleados y el
cómo fueron empleados, es una manera elegante de negar las
herramientas de producción del cine a las clases más bajas,
que no solo sienten que esas herramientas son imposibles de
alcanzar por su precio, sino también porque se les obliga a
creer que las dificultades en la doma pueden ser eternas.
Orson Welles decía que "la técnica de hacer cine se aprende
en dos o tres horas". Y lo dijo uno de los directores más van­
guardistas y sobre todo uno de los grandes pensadores e
innovadores de la técnica cinematográfica.
Lo que nos perfora el espíritu y se instala para siempre en
nuestra memoria al ver una obra de arte maestra pocas veces
es responsabilidad de las formas. Las formas se transforman
en huellas carnales cuando están acompañadas de un signo
material, que pueda ser comprobable, que nos invade y afecta
sin que podamos ser los mismos.
Yendo a lo específico del contenido de la película en cues­
tión, comienza con el tradicional maniquí de un negro; es
decir; narcotraficante, yendo en su auto escuchando rap a pre­
sionar a sus súbditos, pequeños vendedores de droga, tam­
bién negros. Al negro narcotraficante, el director le agregó
obscenamente una de las caricaturizaciones preferidas de los
yanquis para representar la idea de mal: ser cubano. El cubano

48
intenta reclutar a un niño para la venta de drogas. La suma
que hizo el director negro fue la que se hizo históricamente
en Hollywood: cubano+negro = narcotrqftcante-seudopedr!filo-recluta­
dor de ninos para la venta de drogas. El ejemplo del Scarface de
De Palma es quizás otro ejemplo más que notorio de este
esquema ideológico-estético.
La madre del niño protagonista en Moonlight fuma la mari­
huana que vende este demonio cubano. En el país donde
mueren de a miles por el consumo y la venta de crack y opiá­
ceos, el director elige, en cambio, estigmatizar al cannabis.
Negro malo y ahora está la negra mala, en una madre que
hasta fuma la droga adelante del niño, lo que lo va "trauman­
do". En los años donde la policía asesina a negros como mos­
cas, el director no hará una alusión ni por arriba a dicho pro­
blema. Como si nada tuvieran que ver la pobreza, la margina­
ción y el desprecio que sufre esta comunidad con la violencia
cotidiana que sufren estos cuerpos a nivel externo e interno.
Los negros, pareciera que nos dice su director, viven en una
sociedad florecida de igualdad, por lo tanto, tienen la culpa
individual de lo que sufren.
En la película se nos querrá tender otra trampa moralista: el
niño negro que el negro adulto y cubano malo quiere reclutar,
de golpe crece y tiene tendencias homosexuales. Este hecho
se nos presenta en la película como un acontecimiento en sí
mismo, como si el personaje fuera el primer negro homo­
sexual en la historia del mundo. Los negros en esta película,
son todos malos, narcotraficantes, pseudo pedófilos y, ahora
también, homofóbicos, ya que sus compañeros negros hosti­
garán al protagonista constantemente en la escuela al enterar­
se de sus inclinaciones sexuales. La humillación será en un
comienzo verbal hasta que le pegan entre varios en un recreo.
Esta es quizás la escena más ridícula, ya que el personaje
nunca se defenderá y se dejará pegar, como si el hecho de ser
homosexual implicara disfrutar ser maltratado. Pero la aberra­
ción ideológica no termina allí, el negro golpeado en un
momento decide vengarse y le rompe una silla en la espalda a
uno de sus agresores. Es decir, por un lado, están los negros
malos y homofóbicos y por el otro un negro homosexual que

49
no se defiende y cuando reacciona pega a traición y por la
espalda. ¿ Y dónde termina su mala madre negra que fuma
marihuana? En una especie de psiquiátrico: los negros que
fuman porro enloquecen, nos dice el director. Pero por suerte
para Jenkins, no es el único ni el primero de la comunidad
afroamericana en alimentar, quizás, todos los prejuicios que la
raza blanca tiene sobre los negros. Un director de fama mun­
dial como Spike Lee en su largometraje Chirac (2015), nos
muestra que los negros son tan malos que asesinan una niña
en un tiroteo entre bandas y se enorgullecen de eso. Solo hará
algunas referencias casi inofensivas a las políticas que crean y
perpetúan la violencia en los barrios pobres afroamericanos,
en este caso de la ciudad de Chicago. Si un mismo director
negro muestra que los negros son tan malos que hasta asesi­
nan niñas a placer, un supremacista blanco tiene en este tipo
de escenas o películas un gran soporte para sus ya innumera­
bles prejuicios raciales. Es sabido que existen situaciones de
esta gravedad en muchos barrios populares del mundo entero,
donde niños fallecen en tiroteos entre bandas, pero no son
hechos aislados de las características socioeconómicas del
entorno, más aún en un país como EE.UU donde la propues­
ta de vida es miserable para la mayoría de los afroamericanos.
¿ Será que no hay forma de que un director negro pueda
acceder al prestigio y aprobación de la academia cinematográ­
fica sin tener que repetir los enunciados que impone la tabla
de valores morales de la raza blanca, incluso a la hora de
representar a su propia comunidad?
Nos sometemos al beneficio de la duda cuando vemos que
una de las obras maestras por excelencia de toda la historia
del cine afroamericano y del cine en general, hecha por un
afroamericano "Asesino de ovrjas" (Killers of the sheep, 1979) de
Charles Burnett, estuvo décadas hundida en el olvido, y recién
fue restaurada hace pocos años con ayuda financiera de un
director blanco como Steven Soderbergh, realizador de pelí­
culas como Sex, lies and videotapes (1989), Traffic (2000), La gran
estafa (2021), la serie televisiva The Knick (2014) entre otras. En
esta última, en paralelo a la historia de un hospital en el sur
blanco pobre de la Nueva York del 1900, vemos el extenso

50
campo de rechazo que debe atravesar un cirujano negro para
poder trabajar en ese lugar. A lo largo de la serie, además de
presenciar los avances quirúrgicos de la época, las negligencias
y los milagros, vemos cómo los negros sufren linchamientos,
cómo se les niega el acceso al sistema de salud que gozan los
blancos y como Edward (Interpretado por André Holland), el
negro cirujano, a pesar de la incesante subestimación, revolu­
ciona el lugar con sus conocimientos e inventos.
Asesino de ovijas es una obra fundacional porque allí hay una
síntesis interesante entre una búsqueda formal y la denuncia
social. Su riqueza no es solamente que la hizo un negro, sino lo
que dice un negro sobre las injusticias que vive su raza y cómo,
en el medio de esa injusticia, "sobrevive lo arcaico", tal la des­
cripción de Pasolini sobre la vida y las costumbres de las clases
más sumergidas en la miseria. En esta película la cámara usa un
tiempo especial para los detalles de la pobreza y se detiene ante
los rostros de los negros, que veremos siempre con un aura
mezcla de resignación y esperanza. En el trabajo de Burnett
vemos, sin necesidad de amplificar ninguna pasión ni de exage­
rar ningún rasgo, la personalidad y el trabajo semiesclavo de los
hermanos de la comunidad negra en un matadero ovino. Hay
símbolos y metáforas, dos elementos que por hábito les niega el
gobierno del arte a los negros y clases obreras o directamente
desocupadas. Esta vez, "lo negro" no es algo que los corazones
más progresistas se animan a aceptar como diferente, como
"minorías a no discriminar" e "incluir". Acá se revierte el ángu­
lo reflexivo. "El arte negro lo miramos como si su razón de
existir fuera el placer que nos da". Es siempre un objeto de
"origen desconocido", como se nos dice en el maravilloso
documental de Alan Resnais y Cris Marker Las estatuas también
mueren (Les statues meurent aussi, 1953).
Entonces las películas, como las estatuas hechas por los
negros, están obligadas a producir solo placer al público.
Aferrados a la creencia de que si existe gente así de mala es
porque nosotros los civilizados somos así de buenos. La nega­
ción de civilidad para unos justifica la arenga que afirma que
tales otros son los bárbaros. "La anormalidad explica la nor­
malidad", nos decía Michel Foucault.

51
Otra interesante película sobre la cuestión de la negritud, es
Manderlqy (2005), del director Lars von Trier. En dicho trabajo
también realizado por un blanco, en este caso danés, vemos a
Grace, el mismo personaje de la hija de un poderoso magnate
norteamericano de Dogvil!e (2003), esta vez interpretado no
por Nicole Kidman sino por Bryce Dallas Howard, quien
decide frenar la caravana de distinguidos autos que acompaña
a ella y su progenitor (William Defoe) en las puertas de otro
pueblo. Luego de discutir con su progenitor ella decide que­
darse en este pequeño pueblo estadounidense ambientado en
la década del treinta. Allí descubrirá que son todos negros
esclavizados por una blanca muy anciana. La joven Grace se
enfrentará a la señora recordándole que la esclavitud en su
territorio había sido abolida. Incitará a los negros a que se
alcen y abandonen su condición de esclavos, pero estos se
oponen, porque tienen toda una vida organizada en torno a
los mandatos y obligaciones que les impuso la anciana. El
principal esclavo es interpretado por Danny Glover, y en una
de las líneas más filosóficas del film, le dirá a Grace: "Siendo
esclavos, sabemos que la señora nos dará un plato de comida. Un esclavo
come a las 8 de la noche. ¿A qué hora come un hombre libre?".
Quizás esta escena puede ser una metáfora de lo que hacen
muchos directores en general. Saben que haciendo un cine
que aborde los temas desde determinada óptica moral ten­
drán asegurada su comida a las 8.
"Libre y esclavo son las dos categorías que tienen entidad,
pero no así el esclavo-liberado", nos dice Gilles Deleuze en el
Abecedario (1988). Al esclavo liberado la realidad no le hace
lugar, no sabe interpretarlo, desborda las clasificaciones.

52
1
La imagen neoliberal

No es que el neoliberalismo en sus formas de comunicar


usa más la imagen que el discurso. Más bien, su discurso es la
imagen. No tan solo necesitan mostrar y verse reflejados en
sus gobernados. Son la causa y el efecto del reflejo. En el
lado inverso del reflejo, en la cotidianidad de las masas, el
pedido es el mismo. Necesitan que su gobierno sea a imagen
y semejanza de ellos, los gobernados. El neoliberalismo cons­
truye una imagen del mundo actualizada, la imagen que el
mundo necesita y que ellos necesitan del mundo. No existe
un afuera en esa relación. No es que se acoplan y ensamblan
con todas las nuevas tendencias. Ellos mismos producen e
instalan las tendencias, pero vale aclarar que, con resultado
incierto, como todo aquello que involucre a personas. No se
solicita un buen gobierno, sino una buena imagen de gestión.
Se pregunta en las encuestas: ¿Qué imagen tiene usted de tal
gobernante? Ultra conscientes del poder de la imagen y dán­
dole usos múltiples construyeron su dinastía. Pero, vale acla­
rar que el estatuto que les corresponde a las imágenes neoli­
berales es el de clichés, es decir, una versión manipulada políti­
camente de las imágenes. Los neoliberales son conscientes de
que alcanza para ganar elecciones con conservar los clichés
que se tiene y espera de ellos. Por eso, a diferencia de los par­
tidos más tradicionales del progresismo, saben administrar
mejor la popularidad de sus signos. Saben sacarle provecho al
"montaje" de clichés (Didí Huberman). No usan a las imáge­
nes como un medio de representación, buscan ser las imáge­
nes mismas "en persona". Deleuze nos señala que, frente a

53
uno de los lemas legendarios de la fenomenología, "Toda
conciencia es conciencia de algo", Bergson propuso que
"toda conciencia es algo". Por lo que podemos decir, conti­
núa Deleuze: "No toda imagen es imagen de algo", sino que
"toda imagen es algo". El neoliberalismo es imagen.
O sea, nada hay en las imágenes, por ejemplo del macrismo,
que marque un rasgo característico de "la personalidad" de
sus representantes. Las imágenes neoliberales pre-existen al
cuerpo que las anime y, a la vez, pueden ser producidas mien­
tras se las representan.
El pensamiento de izquierda, en general, está desfasado de
la coyuntura visual de la época. Por más que use redes socia­
les, sigue sin poder lograr ser moderno, atrapa solo, de a
ratos, la potencia de la imagen. Una época-imagen más que
una imagen de la época, es lo que se vive hoy. La virtud de
personajes como Duran Barba no es otra más que haberle
sabido apretar el FS a tiempo a los vestidos semióticos de la
derecha más putrefacta y antigua. Que aprendieron a apro­
piarse de la puesta en escena. Viejos que saben cómo parecer
novedosos. La vieja política que aprendió que, hoy en día,
uno mismo actúa y dirige sus imágenes. En la publicidad se
esconde "la nueva raza de nuestros amos", dijo Deleuze y
lamentamos la precisión de su profecía. Que hoy seamos una
imagen determinada va más allá del ejemplo de las redes
sociales, va más allá de las fotos que inundan nuestra reali­
dad, aunque obviamente este elemento es una de las grandes
herramientas de ese reinado de la imagen neoliberal. Ser
objeto, reflejo y espejo no quiere decir que cada uno sea un
fotógrafo sublevado, consciente o inconsciente, sino que
nuestras reacciones motrices primarias acuden a la imagen
inevitablemente. Imagen, luego existo. No es la conciencia lo
que determina la imagen. Es la imagen lo que determina la
conciencia. No importa que estés loco, sino que tu imagen
sea la de un loco.
La imagen es eso que está en la punta de la lengua, es decir,
antes de y durante la palabra. Cambian las palabras, pero la
imagen es la misma. Los pueblos de hoy confían más en las
imágenes que en las palabras. Cuando Macri dice ''Alegría"

54
no dice nada, muestra. No es un lema suelto, es una platafor­
ma política.
En Cine L Bergson y las imágenes y Cine IL Los signos del movi­
mientoy el tiempo, los gruesos tomos publicados por la editorial
Cactus, Gilles Deleuze volverá una y otra vez en su obsesión
de pensar la imagen más que intentar definirla. Donde se nos
aclarará, inspirado en Henri Bergson, que "todo es una ima­
gen" y el cerebro que las mira "una imagen más entre otras".
Si bien el plano que servirá de referencia para estas reflexio­
nes será el cine, justamente en esa especificidad, donde
Deleuze nos brinda una advertencia clara sobre la subestima­
ción de imagen por parte de las fuerzas políticas más progre­
sistas, que son una imagen más entre otras. Las mencionadas
clases de Deleuze transcurren entre 1981 y 1983. Años del
fortalecimiento del modelo económico brutal y despiadado
de Margaret Thatcher en Inglaterra y con las dictaduras mili­
tares en Latinoamérica bajando la intensidad de sus genoci­
dios, luego de instalar los cimientos de la estructura neolibe­
ral a fuerza de arrasar la dignidad humana. Los años de
expansión del neoliberalismo son los años de expansión y
popularización del videoclip, es cuando se crea MTv. Son los
años de "Like a virgin" de Madonna, "Thriller" de Michael
Jackson. Nuevos modelos de juventud. La imagen de juven­
tud rebelde, poliamorosa, psicodélica y/ o punk es reemplaza­
da por una juventud inofensiva, compulsiva en renovar su
estética, sonriente, que se enorgullece de ser apolítica. En un
abrir y cerrar de ojos, la juventud que "hizo temblar al
mundo un rato", según Ringo Starr, pasó a representarse
bajo arquetipos inocuos. De cuestionar todo a bailar en su
sumisión y ser protagonista incondicional de los carteles
publicitarios, donde el joven siempre se muestra altivo en su
ignorancia. Bajo una supuesta adicción a ser modernos, lo
que sucedió fue un retorno veloz y feroz a las configuracio­
nes sociales más clásicas y conservadoras. Un retorno y repe­
tición de la exaltación de los vínculos parentales.
Jóvenes idólatras de sus padres. Una nueva sacralización de
la familia, encubierta con moda cambiante. Se le ceden bene­
ficios impresionantes a esa juventud, se la deja y hasta incluso

55
se le pide que sea rebelde, pero la de hoy es una rebeldía que
lucha por mantener este estado de cosas. Existen hijos más
reaccionarios que sus padres, que hasta sus abuelos tildarían
de "cerrados". Una publicidad más o menos reciente de
Fanta, la gaseosa naranja de la línea de Coca-Cola, así lo resu­
me. Vemos la reunión de márketing de una empresa donde
hay un grupo de jóvenes felices realizando diferentes activi­
dades recreativas: anclados al celular, maquillándose, jugando
a los videos juegos, etc. Los jóvenes "toman el control", reza
la voz en off. Aparece una especie de supervisor para charlar
sobre un próximo trabajo. "Piensen un eslogan, el eslogan es
importante", dice el hombre de unos 50 años, fiel en su
caracterización a los gestos de un jefe de otras décadas. Los
jóvenes enfurecidos ante la propuesta, como irritados de sólo
escuchar la palabra eslogan, le responden en voz alta con dis­
tintas frases, una más rústica que la otra. Pero los jóvenes
triunfan ante el supervisor de antaño y la voz en off nos
explica que la próxima campaña sólo brindará frases flacas.
"Fanta es todo" será la frase primera, y así continuarán
saliendo una por día. Fanta es todo, porque la imagen es
todo. Pero hay que indagar si la imagen es fascista por sí
misma. En esa línea, el libro La cámara opaca, publicado por
Cuenco de Plata, es una referencia obligatoria. Este libro
cuenta con la virtud de ser la primera edición en habla hispa­
na de una serie de textos que exponen la discusión transcu­
rrida entre los distintos sectores de la crítica francesa de cine,
en el período del pre, durante y post Mayo Francés. Pero allí,
lo más importante es que se retoma la discusión en torno a la
pregunta de si el cine es por naturaleza un dispositivo de la
ideología dominante (Althusser). La misma pregunta se posa
casi por inercia en el hombro de la imagen. Al ver la publici­
dad de Fanta, al ver la propaganda política en todos sus fren­
tes, desde gráficas a digitales, se hace difícil no acusar a la
imagen de tener una esencia ideológica burguesa o al menos
de no hacer demasiado para desmentir ese mito. Imágenes
burguesas e imágenes de burgueses, es lo que abunda en el
cine, en la televisión, en la publicidad. Política e imagen hoy
se mezclan, hasta el límite de que no sabemos quién es quién.

56
Lo que se habla entre las masas no son palabras, son imáge­
nes calcadas de gesticulaciones. Las pausas reflexivas o eufo­
rias son idénticas. Más allá del punto de vista partidario se
repiten las muecas, los ademanes y semblantes. Las imágenes
se aprenden, casi nadie las enseña. Con las imágenes se habla
mejor que con el habla misma. Llevando esto a un ejemplo
cinematográfico, podemos señalar al griego Giorgio
Lanthimos en su ópera prima Canino (I<jnódonthas), de 2009.
La escena del comienzo es una muestra apropiada de que el
neoliberalismo si usa palabras, les puede dar un nuevo signifi­
cado o que pasan a representar todo lo opuesto, sin necesi­
dad de eliminar el significado precedente. En la película de
Lanthimos, "escopeta" puede significar lo mismo para los
personajes un pájaro de color blanco, o que se acerca el día
de la madre. Como en la vida real están quienes imponen sig­
nificados y significantes. El poder de unos sobre otros se
manifiesta independientemente de las palabras. Solo hay que
disfrazar de casuales a imágenes previstas.

57
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11 ··.
1
la vida del miedo

Un fantasma recorre nuestra sociedad: es el fantasma de los


pibes chorros. El espectro de estos jóvenes faunos ya no sólo
atemoriza, sino que ha modificado la vida misma de nuestras
sociedades. La gente vive con miedo real. Todas sus conduc­
tas y costumbres pasaron a estar organizadas en torno a ese
miedo. Las familias se gastan fortunas en adquirir equipos de
seguridad, tanto tecnológicos: cámaras, alarmas, como huma­
nos; es decir, vigilantes, guardianes, etc. Pero ese miedo no se
agota en la definición clásica del diccionario que habla de una
"sensación de angustia provocada por la presencia de un peligro real o
imaginario". No es un miedo pasivo, que se queda a la espera
del arribo de las bestias; es un miedo activo, que hace vivir,
que fecunda motivos de conversación, que junta a las perso­
nas, que las ayuda a encontrar rápidamente un sentido exis­
tencial. Encuentran una razón para justificar sus días remo­
delando los cuidados para que no les roben. El peligro laten­
te del "caco" los mantiene alertas, los hace pensar y, sobre
todo, les ayuda a expresar y liberar emociones. Se manifiesta
un odio visceral que se corresponde con un amor cada vez
más grande hacia la propiedad y los objetos de consumo. A
más amor hacia las cosas, más odio hacia quien pretenda qui­
tármelas. Por eso podemos hallar todos los días, en los muros
de Facebook o Instagram, el relato de quienes, a través de
insultos y maldiciones, cuentan que les fue robado su celular.
Marcando su furia, exigiendo venganza.
Siempre se considera robo al robo directo de los objetos,
pero pocos tienen en cuenta la planetaria administración

59
delictiva que tutelan esos objetos. Pocos asignan con el
mismo rótulo de robo a las cifras que debemos abonar cada
mes a las compañías multinacionales que administran nues­
tros teléfonos, los aumentos repentinos, los precios de servi­
cios que supuestamente iban a ser unos y terminan siendo
otros. No, la gente común no puede ni quiere aceptar que eso es
un robo; le busca otro nombre: corrupción, avaricia o ambi­
ción. Se justifica de mil maneras diferentes el hecho de que
no podemos equiparar a los sujetos dueños de compañías, o
al empresariado en general, con los pibes chorros. Quien
escribe sabe que al plantear este tema se somete al peligro de
la malinterpretación nerviosa, y a ese grito ridículo de la ira
ciudadana que inmediatamente, si uno habla de estas proble­
máticas, te bendice con frases del estilo de ''Eso porque a vos no
te robaron) esperá que te roben y vamos a ver si seguís pensando lo
mismo':· '�Qué, estás haciendo apología del delito?".

Hipocresías y varas dobles


Es un dato importante aclarar que la mayoría de los llama­
dos pibes chorros son aquellos que cometen delitos contra la
propiedad y nunca, o casi nunca, cometen ataques del orden
sexual. Buscan, sobre todo, sustraer bienes materiales. La
mayoría de ellos se declaran delincuentes y el violador, para
sus códigos marginales, es digno de desprecio y muerte. En
cambio, en el ámbito público el criterio moral de las masas
frente al violador no suele ser el mismo con el que se juzga a
los pibes chorros. Por dar un ejemplo: si en el vagón de un
tren una chica empieza a gritar que un hombre la acosa; es
muy probable que muchas de las personas que viajan en ese
momento no intervengan y, si lo hacen, lo harán muy tímida­
mente. Muchas mujeres, conscientes de esta indiferencia, no
se animan a estallar de furia cuando sufren todos los días
estas aberraciones. En cambio, si alguien grita que le robaron
el celular, todo el vagón, el tren y los que esperan, en la esta­
ción también, harán lo posible e imposible para capturar, lin­
char y, si pueden, despedazar al ladrón. El mismo ejemplo se
puede encontrar en los comentarios que reciben muchas
mujeres en redes sociales cuando se atreven a denunciar

60
algún hecho de violencia de género. Pero si publican que les
acaban de robar, es muy factible que les lluevan mensajes de
solidaridad.
Linchar a un pibe chorro es una puerta hacia la redención
comunitaria; eso siente el ciudadano. Cree que así se transfor­
ma en un verdadero héroe. No alcanza con decir que a esta
situación se llega por la manipulación de los grandes medios,
que necesitan de la inseguridad para generar contenidos y
rellenar el tiempo. La inseguridad, como nos dijo Michel
Foucault, es una materia instalada en los medios, como el
clima o los deportes. Pero si imagináramos un panorama
donde los medios dejaran de exlstir, el sentimiento de odio y
venganza que siente la población civil hacia los pibes chorros
no decrecería; se mantendría o se inventarían otros medios
para exhibirlo y educar a las masas bajo la sombra del miedo.
"Uno vive 'del', 'por', 'con', 'en contra' y 'en favor' del delito,
pero no son sin él", decía el criminólogo argentino Elías
Neuman. También me resulta necesario aclarar que intento
no pensar a los pibes chorros como simples chivos expiato­
rios del capitalismo o feroces consecuencias de la desigualdad
del sistema.
Cito nuevamente a Marx y su texto Elogio del crimen, donde
remarca que el delincuente produce riqueza, tanto material
como simbólica, por lo tanto, si produce es causa más que
consecuencia: es lo que produce, no el producto. En el plano
económico, siguiendo la reflexión de Marx, el pibe chorro es
la razón del salario de múltiples disciplinas. Desde el policía
al abogado, desde el trabajador social al psicólogo y el psi­
quiatra, pasando por los periodistas, los empresarios que ven­
den sistemas de alarmas, etc.; todos están determinados
conscientemente por la labor del pibe chorro. Y en el plano
imaginario también es generador de empleo y una renovable
materia prima, ya que son muchísimas las películas y series de
televisión que, desde un punto de vista morboso e inverosí­
mil, viven abordando el tema de la delincuencia.
"Vuestra literatura, vuestras bellas artes, vuestras diversio­
nes de sobremesa celebran el crimen. El talento de vuestros
poetas glorifica al criminal, que en la vida odiáis", decía Jean

61
Genet en "El niño criminal". Es decir que puede suceder
que, en el mismo día que un trabajador linchó a un roba-celu­
lares junto a una manada de trabajadores, al finalizar la jorna­
da puede llegar a su casa y poner en la tele series como El
marginal, Prision Break (entre decenas de ofertas) y deleitarse
alegremente frente a las imágenes del juego policía-ladrón.

Violencias a diferente escala


La figura del pibe chorro es imprescindible para el capitalis­
mo; este es un correlato de aquel, una miniaturización de su
esencia. La violencia del pibe es quien tiene la tarea de repre­
sentar individualmente la violencia sistemática inherente a
nuestra sociedad. El pibe es una continuidad, no una ruptura
del orden. Un sistema sustentado en el robo, organizado en
base a la propiedad (que es el primer robo, como decía
Bakunin). Donde pocos dudan en exhibir sus adquisiciones
materiales y simbólicas frente a niños de pies descalzos y
estómagos vacíos. Pero la violencia innata del capitalismo en
todas sus formas es naturalizada por el ciudadano, no moles­
ta, no se cuestiona: al contrario, se defiende, se lucha por ella.
Me pueden robar la fuerza de trabajo, la mayor parte de mi
tiempo biológico, pueden sacarme mi trabajo, mi casa, pero
un negro de mierda no puede robarme nada. El asaltado accede a
una ira cósmica, casi sobrenatural. El robo sufrido los hace
descubrirse a fondo. Gracias al pibe chorro, el ciudadano se
involucra en su realidad social, protesta, sale a marchar, con­
voca a otras víctimas, se reúnen, hacen pancartas, piensan
consignas, logran modificar leyes. Otros, gracias al delito
sufrido, se transforman en flamantes políticos profesionales.
Ahora es necesario hablar de los lugares de donde suelen
salir esos pibes chorros. Basta pegarse una vuelta por cual­
quier cárcel a realizar una encuesta y se constatará lo que
todo el mundo sabe: a la cárcel van los que cometen delitos,
sí, pero con la condición de que sean pobres. Actualmente,
en esos espacios de donde provienen la gran parte de los
pibes chorros encarcelados no hallaremos ningún síntoma de
piedad por parte de la población de sus pares hacia ellos.
Todo lo contrario, se lincha también a los pibes chorros, se

62
los denuncia, se llama a la policía y se los apunta en la villa
misma. Lo llamativo es que esos pibes chorros, muchas
veces, son hijos o familiares directos de los denunciantes, que
antes de intentar contener o escuchar las razones que tiene el
pibe para salir a robar, prefiere entregárselos a las fieras del
universo penal.

Invasión
Durante el kirchnerismo, hubo un desembarco monstruoso
de las fuerzas de seguridad en muchas de las villas consideradas
de mqyor riesgo. Gendarmería, Prefectura, Policía Aeronáutica,
empezaron a entrar a los barrios, mejor dicho, más que entrar,
a invadir la vida con prepotencia, inhumanidad e impunidad.
Esta acumulación de crueldades hizo que buscara respaldo en
los vecinos para denunciar a los efectivos por el maltrato que
efectuaban a los habitantes de mi barrio. Pero, para mi sor­
presa, la mayoría de los vecinos estaban contentos con ese
desembarco de las fuerzas de seguridad: no sólo apoyaban la
presencia de centenares de efectivos, sino que me atacaban y
me acusaban de "defender a los chorros". En vano intenté
explicar que las vejaciones eran para todos, para los que roba­
ban, trabajaban o estudiaban. Argumenté que todo era un
circo, y que acciones como esas por parte del Estado no
hacían más que alimentar el motor de discriminaciones de
nuestra sociedad ¿Qué puede pensar alguien que pasa con su
auto o en colectivo por al lado de una villa y la ve rodeada de
patrulleros, perros, caballos, y hasta un helicóptero sobrevo­
lando? ¿Qué se genera en el alma de los niños que crecen con
esas imágenes de efectivos exhibiendo sin pudor sus armas,
cascos y tanquetas al lado?
La violencia es la memoria del presente. Los pibes chorros,
hoy en día, están abandonados hasta por su propia familia,
son perseguidos y odiados por su propia aldea, que quizás
eran los únicos y los últimos capaces de poder ayudarlos a
dejar el camino de las armas y la violencia. Ante toda una
sociedad que los ubica en el lugar de la monstruosidad, los
pibes no hacen más que asumir su rol. Nos recuerda a una
frase de Iván el terrible II (1958), la obra maestra realizada por

63
Eisenstein, cuando en un momento Iván dice: "Soy el que
quieren que sea, ¿Acaso no dicen de mí que soy terrible?
Pues seré ese, entonces".
Lo que la sociedad, los gobiernos, las ciencias sociales
parecen o simulan no entender, es que todos los pibes cho­
rros no son ningunos monstruos ni cuerpos poseídos por el
demonio. Son pibes que siguen la lógica del capital, que tie­
nen fe en él y en sus ofertas, como la mayor parte de la
sociedad, pero que los medios para alcanzar los fines capita­
listas (comprarse cosas, tener éxito, ser respetados por la
cantidad de posesiones, etc.) necesitan de la violencia. Los
pibes quieren el lujo que les ofrece el sistema cómo único
garante de placer. La única posibilidad que tendrán miles de
jóvenes de nuestro país de subirse a un buen auto será
robándoselo. Las alternativas para ellos, como se sabe, son
los trabajos que nadie quiere hacer, siempre y cuando exista
la demanda de esas tareas. Los pibes de las villas quieren el
brillo de la fama de los futbolistas. La publicidad les dice que
todos somos parte del mismo mundo, pero no todo el
mundo vive en las mismas condiciones materiales. El pibe
chorro sabe que, si trabaja como albañil cincuenta años y
ahorra durante todo ese tiempo, sólo así quizás pueda acce­
der algún día a la compra de un auto nuevo. Pero tampoco
encuentra que un albañil sea un ejemplo a seguir, ni en la
televisión ni en el mundo en general. No existen novelas o
películas sobre albañiles y, si las hay, apelan al sentimentalis­
mo. ¿ Cómo hago para pertenecer a ese mundo si yo no
tengo nada?, piensa el pibe chorro.
Por un lado, está la derecha que propone como solución
asesinar a esos pibes o bajar la edad de imputabilidad. Por el
otro lado, está la izquierda, que clásicamente los considera
lúmpen-proletarios en un sentido despectivo, es decir, sabo­
teadores de la conciencia de clase, traidores a la clase trabaja­
dora, negándoles a esos pibes su fuerza subjetiva.
"Más el joven criminal rechaza la indulgente comprensión,
y la solicitud, de una sociedad contra la que acaba de rebelar­
se cometiendo su primer delito. Habiendo adquirido a los
quince o dieciséis años, o antes, una mayoría de edad que los

64
más valientes no tendrán ni siquiera a los sesenta, él despre­
cia su bondad", sintetiza Jean Genet.
Muchos de los pibes chorros, antes de serlo, fueron niños
de la calle. Nuestras vanguardias iluminadas afirman que
detrás de los niños de la calle hay siempre un adulto manipu­
lador: es la excusa habitual para evitar dar limosna. Cuesta
creer que existen niños que ya son veteranos, autónomos y
reyes absolutos de su realidad. Hay niños de la calle con un
radiante carisma, una lucidez humillante y un coraje despia­
dado para la supervivencia, sabiendo que siempre se puede
morir en un rato.

65
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Neologistas sin diploma

Los dialectos, la jerga, lo que algunos llaman el lunfardo, lo


que en las barriadas populares se denominan berretines, son
un acto perturbador contra el dominio estético y existencial
del capitalismo. El hecho de que aún subsistan lenguas y códi­
gos discursivos propios y espontáneos entre las distintas tri­
bus subterráneas es un motivo mas que suficiente para inquie­
tar a la sociedad. La feligresía del buen hablar certifica presen­
cia material en la pertenencia de clase. La guerra semiótica es
permanente. En todo espacio de la vida existen los "equipa­
mientos colectivos capitalísticos" (Félix Guattari) que cuentan
con toda la estructura educativa a su servicio para barrer toda
palabra que sea ajena al Capital-Lenguaje.
La excusa es que se busca que los pibes "hablen bien".
Hablar bien significa eliminarles su hechicería verbal, a la vez
que se le exige su existencia. Lo que se elimina se reproduce
en la misma maniobra. El hablar mal funciona como una
reserva ansiosa de chistes en los vínculos sociales, cada clase
tiene una forma de hablar particular, pero solo se ridiculiza el
habla de una. En las series de televisión y el cine genera risas
despectivas la supuesta forma de hablar de los pobres. Una
parte voluminosa de la sociedad se deleita jugando con ese
dialecto extraño que brota de las villas y las cárceles. A veces
ese dialecto se torna una moda. No hay una reflexión profun­
da sobre los orígenes y las posibilidades de las palabras margi­
nadas de la actualidad. Existe sí, cierta épica de las letras del
tango, quizás porque nacieron más de un siglo atrás y los
pibes de hoy las desconocen y desautorizan. Letras de una

67
época donde la población marginal en su mayoría vivía en
espacios de otra índole. En la época del arrabal no existían la
cantidad de villas, asentamientos y cárceles de hoy en día. Los
espacios modifican o inventan dialectos. Ante la falta de tacto
con las novedades contemporáneas de las palabras es más
cómodo evocar al pasado milonguero.
Un villero o un "convicto" resplandece cuando se expresa
en su espontánea lengua. A falta de capital material, esa jerga
propia se transforma en capital cultural y simbólico (Bourdieu)
con el que cuentan los pibes de las villas, los que están en la
cárcel, aquellas minorías que preservan y actualizan su dialec­
to. Este, muchas veces, es la única posibilidad que tendrán de
realizarse subjetivamente. Al no tener el dinero suficiente para
estudiar alguna disciplina artística, les queda como consuelo y
redención su lengua. En ese plano desarrollan un talento
mágico, empleando palabras llenas de �úsica, que se bailan
mientras se dicen. Pero el ingenio no se agota en lo expresado
que creó otro; además de ser poetas los jóvenes de los barrios
son inventores. La creación de nuevos términos es una nece­
sidad natural. Lo que era una frase de moda rápidamente pasa
a quedar vieja. Se compite por ser el más moderno y original
entre los neologistas.
Pero hay una multitud de disciplinas dedicadas a bloquear
esos devenires-lingüísticos. Trabajadores del estado, obreros
de la dádiva, voluntarismo artificial, que aplican sus criterios
de enseñanza sin tener en cuenta las configuraciones culturales
propias de cada segmento social, de cada espacio geográfico y
que, en vez de mezclar la pedagogía con la forma de hablar­
ser, (ya que se habla como se vive) de las nuevas generaciones,
aplican metodologías que desalientan los neologismos.
La juventud neologista, ante el constante bombardeo, suele
rendirse. Se avergüenza de su habla dinámica. Nunca estará
orgullosa de las palabras que inventó, piensa que fueron bote­
llas descartables del ocio. Por eso las abandona y en muchos
casos el mismo neologista luego de "ser educado" comienza a
burlarse de los que hablan "mal". Es allí donde comienza el
milagro, porque la jerga sigu e existiendo igual, ignorando toda
la maquinaria que la acorrala y pretende aniquilar. Mientras la

68
persiguen se renueva. En la calle, en las cárceles, los neologis­
mos son símbolos renovables de lealtad. Aunque la comunica­
ción a través de la jerga dure solo un rato de la vida y luego
surja la vergüenza, será siempre un recuerdo-monumento que
fastidiará la memoria del neologista.
A la cárcel algún preso le puso "tumba", hoy le dicen "La
Cajita". Rápido se dice "a las chapas". "Hacé la isa" es estar
atento a que no venga la gorra. Te hicieron "la Ika", es cuan­
do caíste en alguna trampa. "Ruchi" es alguien falso, traidor.
"La herramienta" es un arma o una faca. La lista es inmensa.
Los supuestos monstruos, cuasi-simios e ignorantes tuvieron
que poner a funcionar altas cantidades de neuronas para fun­
dar o reemplazar el uso de ciertos términos por otros, pero
son poetas inseguros de su poder.
Los dialectos seguirán resistiendo, son una consecuencia
inesperada de la ausencia estructural de las herramientas del
arte y el pensamiento entre las clases populares. Allí donde la
idea es arrojar a millones en la ignorancia y la brutalidad,
nacen otros saberes y por añadidura, dialectos.
Es casi inevitable hablar y escribir bien, cuando las condi­
ciones materiales son por lo menos favorables. Otra cosa dis­
tinta es mantener la llama neologista tras haber nacido y creci­
do en un aislamiento de libros y de arte en general. El dialecto
es un conjunto vivo de neologismos. Un instrumento de
comunicación que tiene reglas propias, no normalizadoras
sino estimuladoras de la anormalidad. Brota la belleza y la
poesía allí donde la sociedad huye tapándose los oídos al
escuchar lo desconocido.

69
1
El fascismo ambidiestro

Alemania en otoño (Deutschland im Herbst) es una película


colectiva de 1978, mezcla de experimento, ficción, documen­
tal y cine radical, dirigida por algunas de las cabezas líderes de
lo que se denominó el Nuevo Cine Alemán. La película es
una reflexión sobre la violencia a partir de distintos hechos
sucedidos con grupos terroristas de extrema izquierda, en
especial el asesinato de un empresario, y pone en escena la
reacción del Estado y la sociedad alemana frente a esos suce­
sos. El primer episodio es dirigido por el legendario Rainer
Fassbinder y protagonizado por él mismo. Su personaje es
casi idéntico al de la vida real; un ansioso, perturbadísimo y
desbordado director de cine. Vive en un departamento con
su pareja gay, con la que tiene una relación de a ratos violen­
ta, de ratos tierna.
Fassbinder va indagando a las distintas personas de su cír­
culo afectivo sobre qué piensan que habría que hacer con los
terroristas. Todos, de alguna manera, responden que lo que
consideran más justo es el ojo por ojo: ''A los terroristas
directamente hay que eliminarlos" es lo que le dice su novio,
a quien le vemos todo el tiempo y en primer plano un grueso
rosario negro. Este dispara toda la gama de frases previsibles,
extensivas y transversales a todas las épocas; "¡Algo habrán
hecho, hay que matarlos a todos!". Fassbinder acota: "Si
alguien hace algo malo, ¿La respuesta del Estado debe ser
hacer algo peor?". "En estos casos, sí", responde su pareja.
"¿Pero los matarías tú con tus propias manos o quieres que el
Estado lo haga por ti?", insiste Fassbinder. Su pareja conti-

71
núa con "que el Estado debe ocuparse del asunto a través de
la policía". Fassbinder forcejea y lo echa a gritos de la casa,
pero en menos de dos minutos se arrepiente y sale a rogarle
que retorne. Cuando indaga a su madre, esta dice que cree en
la democracia occidental, en que la gente elija y delegue en
representantes, pero que frente a los terroristas la democracia
merece interrumpirse y debe ascender una represión autorita­
ria que los ejecute, no vale la pena siquiera discutir estas cues­
tiones, la solución es solo una: matarlos a todos.
Fassbinder le reprocha que su postura de apoyar la pena de
muerte sin ningún juicio ni garantías, se asemeja al totalitaris­
mo nazi y que, en esos años, también la mayoría eligió el
silencio cómplice porque nadie quería discutir y así termina­
ron, con Hitler y el exterminio de millones. Fassbinder quiere
saber cuál sería el modelo ideal de gobernante para ella. La
madre le responde: "Lo mejor sería un gobernante autorita­
rio, muy bueno, querido y respetable". Pero lo más interesan­
te de este primer episodio del film es que, si bien Fassbinder
ocupa con su discurso el lugar de la retórica progresista, y si
bien asumiendo el rol de actor protagonista, además de dirigir,
demostró con valentía su posición contra las formas represo­
ras del Estado alemán de ese momento, también nos quiere
mostrar que, en su comportamiento destructivo y cotidiano
con su pareja él se parece mucho a un tirano. El mismo parece
un jerarca de un gobierno autoritario. Constantemente grita
dándole órdenes a su novio: "¡Tráeme agua!", "¡Alcánzame el
teléfono!", "¡Fuera de acá!", "¡Vení!" es casi todo lo que le dice
a lo largo de la narración. Y su pareja es reaccionaria en el
pensamiento, pero lo obedece con dulzura. Fassbinder nos
presenta un juego de espejos entre la macro y micro política,
donde muestra el desfasaje y la desincronización de la expe­
riencia con las ideas. Cómo la incoherencia entre lo que se
piensa y entre lo que se hace en la vida real puede resultar
también funcional a la justificación de un Estado totalitario, al
igual que el discurso habitualmente reaccionario, racista y bes­
tial del ciudadano.

72
1
La fábrica de monstruos

En nuestro país, los villeros, desde la reinstauración de la


democracia, pasaron a ser la fórmula más eficaz para deter­
minar la ubicación exacta de la violencia y lo que hay que
extirpar del cuerpo social para que mejore su salud. Las
armas del Estado hace rato que apuntan todo el día hacia la
villa. Arrancadas de la faz de la tierra todas las raíces guerri­
lleras de naturaleza nómade o por lo menos movediza, se
necesitaba crear nuevos monstruos y asegurarse esta vez el
sedentarismo del enemigo. Que la violencia ya no se mueva
y que esté en un solo lugar. La villa y el mal se instalaron
como sinónimos en las cabezas argentinas. La monstruosi­
dad debe ser bien representada para lograr asustar.
En la actualidad, el mito del villero violento está lejos de
ser derribado. No se vislumbra en lo próximo ningún ocaso
para estos ídolos, sino más bien observamos un interminable
y joven amanecer, gracias a que llevan muchos años ya bien
solidificados, no sólo de forma salvaje a través de los noti­
cieros, sino también a través de series y películas en las que
sus creadores no admitirían jamás que disfrazan su racismo y
que contribuyen a la construcción del villero como mons­
truo. Estas farsas y falsedades entre los artistas son más difí­
ciles de descifrar ya que se designa a todo arte como escudo
metafísico y pocos pueden creer que una serie o película
sean iguales o más racistas que los mismos noticieros.
El prejuicio hacia los villeros ocupa un lugar importante en
el imaginario de las personas en el que, además de ser la
representación adecuada de la violencia, también lo son del

73
fracaso, de un supuesto karma, de la falta de voluntad, de un
organismo incompleto, de un ser infeliz, de un alma opaca.
No son sólo pobres económicamente sino además pobres
de espíritu, de cualidades, de virtudes, seres escasos de recur­
sos materiales, pero también de recursos cognitivos e intelec­
tuales.
El villero se convence de que es como la representación
que otros hacen de él. El villero está para justificar todo tipo
de represalia estatal, todo aumento indiscriminado del con­
trol social. Es el objeto preciado para que alguien demuestre
su cantidad de progresismo o de nazismo en sangre. Nunca
es un igual.
O está debajo de las suelas de las botas policiales o está
arriba del altar snob, suministrando sin descanso contenidos
para el deleite, el humor y el pensamiento de los que perte­
necen a la comunidad de lo Uno. Algo que está más allá de
ser sólo una categoría económica.
Es una jerarquía onírica, una postura de vida, un glosario
de gustos que comparten diferentes clases sociales. Es una
cosmovisión. Y, entre esos gustos compartidos, uno de los
predilectos es el de sentirse diferente al villero. Los de lo
Uno depositan en los villeros sus propios fantasmas.
Proyectan todas sus propias perversiones, y así se libera de
su propio tormento.
Esta mitología del villero-monstruo la viene creando la
mayoría de la población más allá de su credo partidario, qui­
zás en muchos casos de forma inconsciente o involuntaria.
Hoy muchos parecieran que están del lado opuesto a esos
deseosos de la Ley del Talión y que comprenden que atrás y
adelante de los pibes de las villas que delinquen hay realida­
des materiales imposibles de no unir a la violencia. Más allá
de la simpatía política se mantiene la sospecha trascendental
de que un mal supra terrestre somete a los habitantes de las
villas y que por eso están así de vados de voluntad y de
"proyectos". "Una bomba en la villa y se soluciona todo".
Pero si desaparecieran los villeros, desaparecerían los albañi­
les, los jardineros, muchas de las "chicas que ayudan en casa"
y niñeras.

74
El villero tampoco reacciona. Más que gritar su rabia, tan
sólo sabe susurrar: "Sí, yo soy el malo de las películas, así
que tengo que cumplir mi papel". La mayoría de los villeros
están mudos, o tan sólo gritan en las iglesias evangelistas
donde también les roban otra parte de sus salarios. El dios
celoso de Israel y su hermano, el dios de la Seguridad, regu­
lan cada vez más la vida de los villeros. Son miles los que
cada día buscan anotarse a convocatorias para ser parte de
las fuerzas del orden. Y esto no se explica tan sólo desde la
supuesta dignidad del bolsillo. Si un villero quiere ser policía
no es sólo porque allí tiene un sueldo en blanco, sino que va
por el premio moral de sentirse bueno frente a los malos. Sabe
que es una de las pocas posibilidades que tiene de entrar en
el reino de lo Uno. Y efectivamente lo logra; una vez que la
boina o la gorra se posan en su cabeza, se ha ganado ingre­
sar al paraíso de la normalidad. Aunque a veces se sorprenda
de una clase media que no gusta someterse a un operativo en
la ruta o a cualquier tipo de control y se enoje y emita al pro­
pio oficial en la cara un: "Negro de mierda". ¿Pero cómo
puede ser?, se dice el policía en ese instante. ¿Me dice negro
de mierda a mí, que ando matando por la espalda como
tanto quieren? ¿Será el traje, o mi corte de pelo tan parecido
al de los villeros malos? ¿Qué es esto? ¿Acaso yo ya no era
parte de lo Uno?
El problema también está en aquellos que se consideran la
solución. Si cae un pibe de la villa asesinado por las fuerzas
de seguridad, otro gatillo fácil donde la víctima justo no era
delincuente, se necesita aclarar: "Mataron a un pibe que era
bueno", y en esos casos se está queriendo decir que se equi­
vocaron de espalda.

75
.
1
Cómo vencer a la realidad

"Esta es otra de las razones por las que no interesa al nuevo doblez
del capitalismo el uso de lafuer-za militar en sus golpes de Estado,· es
con la fuerza del deseo que los realiza micropolíticamente".
Suely Rolnik, intelectual brasileña

El futuro ha muerto, lo ha matado su melancolía sobre el


apocalipsis. El futuro también tiene su infierno y es su ilusión
por el final radioactivo irreversible. Es "más fácil imaginar el
fin del mundo que el fin del capitalismo", es una frase de
Fredric Jameson reproducida hasta el infinito pero que no
por eso disminuye su verdad. La posibilidad de un holocaus­
to nuclear sigue estando a escasos centímetros de distancia,
basta pegar una rápida hojeada a la actualidad geopolítica
para comprobarlo, pero necesitamos desprendernos de acep­
tar como una certeza inobjetable que la humanidad va en
caída libre hacía su auto-extinción. Muchas personas dedican
vastas hectáreas de su existencia en afirmar que no somos
más que un capricho de una secta alienígena que nos gobier­
na a gusto y placer desde naves nodrizas que viajan a través
del tiempo y que fruto de su pasión por el sarcasmo juegan a
la invisibilidad o las fugaces apariciones. Se prefiere militar y
difundir todo tipo de teorías conspirativas que hablan de un
control remoto milenario manejado desde galaxias atempora­
les, generaciones enteras de culturas diferentes se unen bajo
la bandera que denuncia un equipo de reptiles fusionado con
el organismo del Homo Sapiens, que serían quienes a través de

77
la telepatía direccionan nuestros movimientos. Que no hace
falta pensar ni cambiar nada porque el desenlace babilónico
es inminente. Esto es más aliviador, menos conflictivo, no
despierta acusaciones de subversión y permite ser aceptado
por más gente. Mientras millones se resignan para toda la
eternidad ante la idea de que nuestra especie sufrirá a causa
de sus pecados y de que un diluvio de fuego nos borrará
definitivamente del firmamento, el que no se resigna en nada
y más que llorar por un futuro no deja de planificarlo, de
someterlo a mediciones, cuentas, saldos y deudas es el capita­
lismo. Él sabe que el fin del mundo no es negocio, y el capi­
talismo suele no estar dispuesto a perder dinero. De desapa­
recer los humanos, desaparecerían sus principales socios, sus
más comprensivos acreedores, sus más antiguos clientes, sus
consumidores y deudores más cumplidores. Si una guerra
nuclear no ha estallado aún es porque el balance no arroja
ganancias. Mientras tanto observamos lo mismo de siempre,
relaciones humanas, entre personas con similares capacida­
des, pero disímiles posesiones. Vemos que la cantidad define
la cualidad. Los discursos dominantes dicen que los pobres,
además de ser los que menos capacidad adquisitiva poseen
son los menos duetos en materia de inteligencia. Día a día
necesitamos de un chivo expiatorio estable para culparlo de
nuestro fracaso existencial y de nuestro agobio.
Nos gobernarán supuestas fieras cósmicas, pero mientras
tanto existen los políticos, los líderes religiosos, los patrones.
Existen los gestos y las accionen que lastiman a nuestros
semejantes. Existen las decisiones que pueden condenarte a
una vida de miseria tan física como espiritual. Y esas decisio­
nes la toman personas de carne y hueso. Así sea el dueño del
banco mundial o la presidenta del FMI, estamos ante cuerpos
que si se enferman manifiestan los mismos síntomas que
nosotros. La explotación se actualiza y se organiza, no hay
ningún secreto masónico, internet es quien más ha populari­
zado y mantiene esas versiones porque sabe que también
dentro de él están las otras, las que hablan de las revoluciones
que ha hecho la humanidad a lo largo de la historia. En el
orden mundial no hay ningún misterio demoníaco. Para que

78
unos sean libres de tener una vida digna otros deben transitar
toda su vida cargando y cuidando la libertad de otros. La tec­
nología no avanza por un objetivo de aniquilamiento de la
humanidad sino por la simple necesidad de reducir costos
de producción, de crear nuevos objetos de consumo en
mayor cantidad y en menor tiempo, pero si bien el trabajo
ya no es estrictamente una cuestión de manualidad sino
también cognitivo, el trabajo inmaterial también genera
plusvalía (Ranciere, 2017).
Sería otro amable consuelo para el individuo sentir que ade­
más de las teorías conspirativas las versiones distópicas de
gran parte de la mejor literatura del siglo xx son las que rigen
hoy en nuestro presente. Pero lejos de un mundo donde se
incineran los libros como en Fahrenheit 451 de Ray Bradbury
estamos en una sociedad injusta pero llena de librerías, donde
cada año se publican miles de títulos y el acceso a libros está
infinitamente más democratizado que siglos atrás. No nos
hace falta tomar ningún soma como en Un mundo feliz de
Huxley, hay capitalistas y ciudadanos ascéticos, que consu­
men lo justo y necesario, con dietas saludables pero que
defienden al dinero más que a su propia vida. También hay
híper consumo y estamos hechos de deudas, por lo que
podríamos decir en todo caso que el soma es multifacético,
camaleónico, de diversos sabores y tamaños y no se ingiere
sólo para tapar tristezas y someterse al espejismo de la felici­
dad. La gente no necesariamente persigue la felicidad como
objetivo absoluto. La gente no tiene ganas de estar solo feliz
durante el día. Cada uno reclama su cuota de odio y de deses­
peración a los gobiernos y al televisor, es parte del contrato
para elegirlos: que vivir siempre sea una pena certera y que
nos enseñen y alimenten sobre enemigos fatales que ator­
mentan nuestra sociedad. A su vez hay quienes nos obligan a
ser felices y viven bajo sonrisa permanente pero esconden
bajo la alfombra un montón de mentiras. Quizás las visiones
proféticas de Orwell en 1984 son la que más se acercan en
apariencia a nuestra cotidianeidad. Es innegable que como
muy bien predijo somos vistos y analizados por cámaras de
seguridad continuamente, ese gran hermano omnipresente

79
que él imaginó no sólo controla incansablemente nuestros
días y se presenta como un escudo protector frente a la inse­
guridad, acá la sociedad no es un inocente rebaño engañado,
manipulado, sino que las familias invierten miles de dólares
en la instalación de cámaras de vigilancia y en la contratación
de seguridad privada. Como cualquiera que invierte necesita
ver que su inversión valió la pena. Y sin el peligro al acecho
de villeros envidiosos de lo ajeno no valdría la pena tanta
inversión.
Hay que hundirse en la realidad para comprender lo que
pasa más que en idealizaciones. Se suele decir que el arte es
para escaparse de la realidad, para evadirse, para despejarse,
para olvidarse de ella. Pero ¿por qué queremos por un lado
olvidarnos de la realidad y simultáneamente no dudamos en
aprovechar los privilegios que nos brinda?
Hoy las masas no están luchando por otro mundo, sino
más bien por mantener el actual, ya que este es coherente
con su modo de vida, con sus paladares estéticos, con su len­
guaje de odios y rencores frente al otro diferente. No es que
las masas lloran en silencio resignadas ante la actualidad, más
bien experimentan la euforia ante cada gatillo fácil, ante cada
represión policial. La banalidad del mal no existe o por lo
menos su teoría es dudosa y muchos ya se han encargado de
desmantelarla. No necesariamente siempre se comete una
injusticia por una inevitable cadena de mando que el soldado,
de romper, sería severamente castigado. Hay goce y placer en
muchos de los que torturan, amputan, secuestran, violan,
matan o que si no lo hacen lo festejan, reclaman que suceda y
aparezca como noticia. No todo es coerción, extorsión, obe­
diencia inevitable. Hay que entender que son pocas las dife­
rencias fisiológicas y culturales que tenemos con quien piensa
distinto. El de izquierda o el de derecha beben las mismas
bebidas, se alimentan de cosas parecidas. Ambos en su mayo­
ría creen en el modelo de familia y amistad, se visten con
similares modas. La diferencia está en el pensamiento, el dis­
curso y ciertas prácticas, pero comparten una extensa varie­
dad de gustos, desde formas de hablar a caminar, bandas
musicales, películas, etc. Esa famosa batalla cultural tiene

80
alianzas de lo que da sentido a sus vidas imperceptibles entre
los bandos enemigos.
Es indispensable que las masas deseen la instalación en sus
cuerpos y almas de la venganza, la sed de competencia, el
culto al mérito. Si un gobierno les ofrece satisfacer esas nece­
sidades lo más probable es que lo voten y defiendan a capa y
espada. Macri no engañó a una parte de su electorado, sus
promesas progresistas en campaña no se las creyó nadie, la
mayoría votó al Macri de siempre, al que conocían de toda la
vida como un homofóbico, misógino, xenófobo, empleado
ejemplar de las corporaciones nacionales e internacionales,
soldado del libre mercado. La mayoría votó al que dialogaba
en perfecta sintonía con su fascista interior.
La filosofía de vida macrista está en nuestras parejas, ami­
gos, familiares, compañeros de trabajo, medios de transpor­
tes, cumpleaños, etc. Pero son pocos los que se animan a
romper con sus vínculos cercanos por más reaccionarios y
conservadores que estos sean. Por eso para los poderes de la
muerte que ensombrecen hoy nuestro continente le fue tan
fácil asentarse, lo estaban esperando con suma ansiedad. Esta
vez no necesitó sacar los militares a la calle, aunque los man­
tenga siempre cerca. Es amplio el linaje de pensadores y pen­
sadoras que nos advirtieron y adelantaron esta situación. Que
más que ampararse en la fantasía y tener que pintar mundos
distópicos para explicar el futuro, expusieron que el neolibe­
ralismo nos tiene que hacer sentir que nadie nos maneja ni
nos impone reglas, que le importa tanto nuestra libertad que
por eso ni siquiera hace falta un gobierno.
Muchos de esos eufóricos defensores de la mano dura, de
la expulsión de extranjeros, del recorte a jubilados y pensio­
nados, no son solo los periodistas-mercenarios ni la oligar­
quía, sino que son nuestros mismos amigos y familiares. Son
los que viajan apretados en el mismo vagón con nosotros,
con el mismo sentimiento de incomodidad y mutuo asco. En
los confines de la calle es donde el poder neoliberal se mani­
fiesta en su esplendor. ¿Es posible acercarse a ese otro reac­
cionario? ¿Y si nuestros amigos o familiares se mantienen al
igual que nosotros blindados en su postura?

81
El combate por la representación

La experiencia parece no alcanzar para despertar la con­


ciencia. Y la conciencia en soledad suele marearse al atravesar
la experiencia. A su vez, ambas por separado alcanzan cum­
bres, pero es inevitable que al chocarse con el viento de las
alturas sientan una pesada ausencia. Hay personas que son
oprimidas, maltratadas, humilladas, y no lo viven con pena, o
al menos no dejan que esa pena sea percibida por el resto. En
la descompaginación de la experiencia con la conciencia aco­
modamos el sentido del mundo. A la experiencia de ser opri­
mido, más que negarla, le ponemos otro nombre. A la opre­
sión algunas personas prefieren llamarla Cultura del trabqjo, o
El que quiere puede, y nuestras experiencias se reflejan con dis­
cursos a¡enos.
Un averno florece cuando se pretende nombrar de alguna
manera lo que se vive. La narración de lo que no se experi­
menta domina por sobre la narración de la experiencia. Hay
casos donde es fácil revelar los mecanismos de reemplazo del
nombre y el significado cuando, por ejemplo, el macrismo
decía que todos los flagelos materiales a los que estaba some­
tiendo a gran parte de la población eran para el bien de esta,
que este sacrificio se pedía para alcanzar el celestial objetivo
del bienestar sin déficit fiscal. Y no son pocos los que se lo
creyeron y se lo creen, porque la política no existe sin algún
tipo de creencia. El creer no necesita de la prueba empírica,
no necesito ver previamente para creer, mientras menos se
vea mejor para la creencia, pero nadie puede prescindir total­
mente de la experiencia. Algún sustento en la realidad es
requerido y así sea una influencia irrisoria o una alucinación,

82
es determinante para que el impulso de la creencia complete
su recorrido. Si no hay correlación entre la promesa del
gobernante y los resultados, no se debe a una mentira del
gobernante sino a elementos violentos verdaderos "a la vista
de todos", que conspiran contra su bondadoso proyecto.
Para exponer estos argumentos necesitamos respaldarnos en
hechos que supuestamente conocemos en primera persona.
''A mí no me la cuenta nadie". La culpa es de algo que está en
la experiencia.
Pero también sabemos que existen aquellos con discursos
perfectos, que saben ponerles el nombre correcto a las cosas,
que están a favor de todo lo que implique igualdad, que ador­
nan su apariencia con la estética de la rebeldía, pero salpican
frialdad e indiferencia en los instantes imperceptibles del día
a día, en el choque frontal de su experiencia con lo real. No
están preparados para vivir el nuevo mundo que añoran en
sus discursos. En ambos lados del nombrar hay dilemas. Los
que tienen más experiencia que conciencia, aquellas personas
explotadas hasta el límite de lo que soporta el cuerpo, no
están mudas, sino que nombran a su experiencia con las pala­
bras oficiales, funcionales al aparato que las faena. A veces se
traspasan las primeras barreras de la mudez y se comienza a
hablar, pero tarde o temprano se cae en condescendencias
frente a algún aspecto del sistema opresor al que sus nacien­
tes palabras iban a nombrar. Somos magnánimos con nuestra
alienación. ¿Adónde puede ir una persona oprimida si empie­
za a rebelarse, si empieza a ponerles el nombre que corres­
ponde a los ultrajes constantes que vive? Sabe que saldrá per­
diendo en el juego de poder si se atreve a ponerles un nom­
bre justo a las cosas. El camino y el ingreso a la liberación de
la expresión están colmados de guardianes "instruidos".
Tampoco alcanza con el solo hecho de tomar la palabra,
cuando esa palabra ya viene manchada, sucia, con historiales
de traición y engaño. El movimiento tiene que ser doble, se
toma la palabra a la vez que se le impone un renacer. Se rein­
ventan esas palabras que han sido creadas, mantenidas e
impuestas por las clases enemigas del pueblo, las mismas que
las obligan a una mudez que sólo habla lo que ellas permiten

83
escuchar. No se trata de alcanzar una simple catarsis, concep­
to tan inofensivo. La catarsis es una acción que se tiene como
fin en sí misma, usa una máscara similar a la que portan los
neutrales. En el momento en que las clases más bajas eligen
tomar la palabra, ya las están esperando una gran cantidad de
técnicos ansiosos por darles el inventario permitido para sus
recientes desobediencias. Para desobedecer a sus opresores
deben obedecer a sus salvadores. Entonces los discursos de
la experiencia que ya estaban dispuestos a ser expresados,
liberados de toda cadena, ahora se hunden en un nuevo pre­
cipicio: ingresan en la prisión de la corrección política. Todo
lo que pueden reclamar se marca con una cruz en un mu/tiple
choice diseñado muy lejos de sus experiencias. Son sectores a
los que se los mantiene al margen del reino de los símbolos,
por una subestimación innata de los eruditos acreditados por
la sociedad, que jamás ven en ellos posibles productores de
nuevos sentidos. Cuando estos sectores deciden liberarse y
entrar al mundo de lo legitimado, siguen perseguidos por la
representación que hacen de ellos sectores ajenos.
La experiencia ha dejado pasar tanto tiempo sin querer ser
conciencia, que cuando la persona portadora de esa experien­
cia avanza en poder relatar lo que vivió, hallará entre los
receptores por un lado respuestas crueles, carcajadas de
burla, acusaciones de estar diciendo mentiras o exagerando.
Por el otro lado subestimación y recomendaciones para
mejorar la estética del relato. El receptor va a tener siempre
una respuesta, muy pocas veces aceptará lo que escuche y, si
lo acepta, pondrá sus condiciones. Nadie quiere saber que el
otro está sufriendo, nadie quiere que se le recuerde el espesor
de la sangre que corre en los subsuelos de la realidad. La rea­
lidad no es más que un adorno colorido de nuestra experien­
cia. Vivimos idealizando todo lo que está a nuestro alcance.
Poder nombrar a nuestra experiencia es nada más y nada
menos que abrazar a la Justicia Poética. Una justicia más efi­
caz, profunda y valiente que la justicia terrestre. Que los opri­
midos escriban, griten o canten sus flagelos, sus anécdotas
del horror, su ejército de recuerdos donde debieron inclinar­
se frente a todo tipo de sabuesos del orden, es más impor-

84
tante que presentarse en la mesa de entradas de un tribunal
oral a denunciar la opresión recibida. Si la persona espera
algo de la justicia oficial puede morirse esperando.
La justicia poética, en cambio, perdura en el tiempo, no
prescribe ni es rápidamente inteligible.
Mahmud Darwish, poeta palestino, aparece en una rara
especie de entrevista en la maravillosa película de Godard:
Nuestra música (2004), esclareciendo la manera de entender
qué es eso de la justicia poética, qué es eso de ponerle una
voz nueva a una experiencia de opresión determinada. Dice
que si el Estado sionista no ha podido terminar de doblegar
al minúsculo territorio donde viven amontonados los palesti­
nos, a pesar de constantes bombardeos, se debe no a una
resistencia física, en la cual los palestinos ya perdieron de
antemano por la evidente desigualdad de recursos bélicos y
económicos, sino a que el pueblo palestino se atrevió a levan­
tar, movilizar y mantener viva la voz. A escribir su propia his­
toria y ponerle un nombre sin limitaciones a su realidad. "El
que escribe la historia de la tierra, hereda esa tierra. Los
palestinos lograron construir su poesía, una poesía de la
derrota, que siempre es una mejor poesía... Una poesía hecha
por los bardos de Troya más que por Homero", afirma el
poeta árabe. La ausencia de poesía es siempre razón suficien­
te para que el pueblo sea conquistado. Mientras unos callan,
otros le ponen palabras a esa mudez. Mientras no se tomen
las herramientas de la expresión para relatar la propia histo­
ria, sea partiendo de la metáfora o de lo explícito, de lo orna­
mental o lo figurativo, los que tienen la palabra seguirán
explicándonos el mundo, sus problemas y soluciones. Narrar
la propia experiencia está claro que no alcanza, pero es un
pnmer paso.
Los obispos del mundo artístico y en las basílicas del con­
senso se suele menospreciar a la experiencia y hacer un culto
de lo irreal, pero muchas de esas personas que dicen no
encontrarle creatividad alguna a la experiencia, sin embargo,
nos invitan en sus obras a conmovernos con datos biográfi­
cos escondidos o no tanto. Basta con leer las entrevistas de
los novelistas más vendidos, de los autores de alguna obra de

85
teatro, películas, etc., y es altamente probable que su autor
nos remarque que se inspiró en alguna anécdota traumática
con sus padres, con algún "sucio secreto" de su entorno
familiar, con algún viejo recuerdo personal. Por lo tanto, no
es la experiencia lo que se rechaza, sino que ciertas personas
quieran contar su experiencia. Son históricamente aquellos
sectores minoritarios, descartados por el capitalismo, a los
cuales se les niega o se les condiciona el uso narrativo o poé­
tico de su propia experiencia. Si el burgués emplea datos per­
sonales hace crecer a la obra; en cambio, si una persona clase
baja decide exponer su experiencia o partir desde allí para
realizar su obra, no se considera a esto artístico, sino panfletario,
una simple denuncia. Denuncia y política en los tiempos con­
temporáneos del ágora del arte son conceptos peyorativos en
sí mismos. Y claramente las razones de concebir a ciertas
obras dignas de la alta cultura y a otras escasas en originali­
dad y trabajo formal, responde claramente a intereses políti­
cos. Las clases privilegiadas no pueden permitirse que las cla­
ses y minorías marginadas propongan símbolos o sentidos,
esto desarmaría la estructura de lo considerado artístico y
haría que quede en evidencia que no toda experiencia es
idéntica, que en cada clase la experiencia del cuerpo no carga
con la misma cantidad de sudor. Si las manadas marginadas
decidieran alzar la voz con una voz que no sea extorsionada
por la moral del buen salvaje se perderían el negocio y queda­
rían en ridículo muchos artistas que trabajaron ferozmente en
que se los identifique como baluartes de resiliencia, que a
grito hervido lanzan; "Yo si la pasé". Cuando eso que pasa­
ron y que consideran superlativamente atroz en otros secto­
res de la sociedad serían datos folclóricos.
Por lo tanto, resulta indispensable para la Concordia
Artística-Académica no que los sectores marginados transi­
ten su existencia en silencio, sino más bien que relaten su
experiencia con la lengua de la meritocracia. Que no se atre­
van a unir lo personal con lo colectivo, y que no existan
reproches para con la sociedad. Para demoler esto "se trata
de hablar desde un yo que no se reduce a lo introspectivo",
como dice Olivier Kohn a propósito del cine de Chris

86
Marker. Hay que "hundir el yo en lo social", verificar en la
experiencia la potencia de la conciencia, y a la inversa.
Por eso no se trata de "ir a darles voz a los que no tienen
voz". La voz se tiene, pero completamente coaccionada, es
una voz que lleva siglos sin poder ser genuina en su expre­
sión. No se trata tampoco de recolectar meros testimonios
donde se exponen objetivamente hechos de la experiencia al
estilo evangelista. Ya no es sólo el obrero contando la opre­
sión asfixiante de la atmósfera fabril, sino que sin dejar de
denunciar esa realidad se empieza a transitar la poesía, se
toma la decisión de asumir roles inesperados. Como muy
bien relata Ranciere en La noche de los proletarios, donde cuenta
cómo obreros franceses de principios del siglo XIX, empeza­
ron a organizarse para publicar sus propios textos que no
sólo denunciaban los horrores de la jornada laboral, sino que
se permitían el lujo de lo ornamental, el hablar de otras cosas
y no solo del trabajo. No necesitaban recordar a cada instante
de dónde venían, pero sí, por venir de dónde venían, exigie­
ron el derecho a que se les diera eso que siempre se les negó
además de la riqueza material: la posibilidad de agregar en las
bibliotecas de la humanidad libros y obras escritas o pintadas
con sus propias manos. Ser la mano de obra que produce la
riqueza material, pero a partir de ahora las manos que tam­
bién producen, reciclan y transforman la riqueza inmaterial.

87
1
El renacimiento de dios

'No) las masas nofueron engañadas) ellas desearon elfascismo en


determinado momento) en determinadas circunstancias) y esto es lo que
precisa explicación) esta perversión del deseo gregario".
Gilles Deleuze y Félix Guattari

Nietzsche quería sepultar a dios, Marx al capitalismo. Un


siglo y medio después de algunas de sus más infernales teo­
rías, siguen en esta tierra, respirando y gobernando los tiem­
pos, tanto los dos autores como sus blasfemias. Ni dios ni el
capitalismo son como aquellos que Marx y Nietzsche cono­
cieron, pero a esta época reaccionaria la podemos transitar
con las muletas de estos dos autores. Quienes debían llevar a
cabo la función de sepultureros (súper hombres y proletarios)
volvieron corriendo con sus palas a exhumar arrepentidos a
sus patriarcas. Dios ha vuelto de la muerte, el capitalismo
anduvo rengo algunas décadas, pero ya está recuperado y hoy
tiene una masa muscular atlética en sus piernas. Un dios que
logró no quedar en diferido a las modas y a la vez no dejar de
ser conservador. El nuevo dios baila, canta y usa el léxico de
la juventud. Se ha modernizado, es un dios que, más que
imponer sus dogmas preestablecidos por diseñadores en los
concilios, ha sabido adoptar los distintos ritos folclóricos de
las masas. Dios quería ser popular y tomar aire fresco, por eso
huyó de las polvorientas y aburridas parroquias católicas y
pidió asilo entre los protestantes. Hoy, en Latinoamérica, las
iglesias evangelistas o de corrientes similares exhiben su
voluptuosa influencia en enormes y lujosas arquitecturas de la

88
Capital, hasta en los barrios de pobreza extrema, que se multi­
plican al ritmo de los censos. Han planificado muy bien la dis­
tribución geográfica de sus salones. Han sabido incorporar las
costumbres culturales de sus fieles y se han servido de todos
los métodos de la representación teatral, desde el teatro más
visceral y vanguardista al teatro clásico de texto, de la tragedia
griega a la danza Butoh. Si hace falta, rompen genuinamente
partes de sus cuerpos entre gritos desgarradores en un idioma
intraducible arriba del escenario y manejan de forma prodi­
giosa la improvisación, todos elementos estéticos de extrema
sustancialidad que no disgustarían para nada a Artaud. El fan­
tasma pagano de Dionisio circula en cada una de sus congre­
gaciones. Hay absurdo, hay éxtasis, hay un pathos: todo un
cóctel de placeres muy tentador para las multitudes, que van a
esos recintos a experimentar físicamente las más elevadas sen­
saciones. Manifiestan profunda interioridad y a continuación
se salta hasta bordear el abismo combatiendo a Luzbel. Se
mezcla la lógica militar con Pina Bausch, los cuerpos se
derrumban con una delicada y estremecedora belleza, poseí­
dos por el "espíritu santo". En cada encuentro evangelista
reina el clima festivo, el sentimiento de fraternidad hasta entre
personas de distintas clases sociales: ya no es exclusivamente
un salvoconducto existencial de las clases oprimidas, la quie­
tud burguesa también se acerca a estas ceremonias para des­
pabilar sus almas con musgo añejo y hallan donde ser recibi­
das con honesto entusiasmo.
Es interesante analizar por qué la iglesia universal decide
emitir sus programas de televisión en el segmento de la
medianoche de la televisión argentina. Una idea que podría
encuadrarse sin problema dentro del proyecto surrealista;
tenemos, antes de sumergirnos en los bosques de los sueños,
un encuentro con dios, presenciamos sus ritos, se nos ofrecen
lecturas de la Biblia, escuchamos apasionados sermones, se
nos susurra el talonario de premios y castigos a las distintas
conductas, escuchamos crudos relatos testimoniales de todo
tipo de sufrimientos reales de la condición humana, el crisol
de pieles sube al púlpito a contar su experiencia. Toda una
batería de medidas para irnos a dormir atemorizados y expec-

89
tantes del milagro. Tienen a sus fieles entre el miedo y la espe­
ranza. Controlan la realidad y también los sueños.
No sólo se va en busca de estas nuevas religiones por una
ausencia de sentido para la vida, por una desesperante bús­
queda de relleno para el vado; más bien, las masas van a las
iglesias evangelistas a divertirse, van a sentir emociones positi-
vas y colectivas, se conectan y componen con los demás. Las
religiones siempre han sido y serán de derecha, han sido la
excusa metafísica de genocidios vía armada o vía financiera,
pero, al igual que en la arena de la política, no hay que con­
fundir a las cúpulas conductoras con las bases multitudinarias.
"El problema es el Papa": no tanto la cosmovisión religiosa,
decía Gramsci, las y los trabajadores componen el núcleo
medular de público de las iglesias y no son quienes toman las
decisiones, ni quienes tejen alianzas o apoyan candidatos en
las contiendas electorales, pero tampoco podemos negar que
esas masas no se atreven a romper con la línea ideológica de
sus pastores; al contrario, suelen apoyar sus iniciativas, refuer­
zan los argumentos y les agregan una vertiginosa pasión. Las
religiones siempre han hecho política y han gobernado, pero
la particularidad de las corrientes neo-protestantes de
Latinoamérica es que, a diferencia de la institución católica
que ejerce el poder y la influencia política desde las sombras o
separada simbólicamente de la administración del estado, han
ingresado de forma ostentosa en la dialéctica electoral y publi­
citaria, no se esconden, sino más bien buscan estar híper
representadas y visibilizarse al máximo. Crean imágenes
potentes, invierten en publicidad, son astutos en cuestiones
de marketing y merchandising. Tienen instructores para mejorar
su carisma, cada pastor es un artista del stand up, cada cual
con sus propios atributos en la puesta en escena. Este dios en
apariencia actualizado y que sabe hablar el lenguaje de las
masas contemporáneas, en esencia es el mismo dios milena­
rio, que ya no se manifiesta a través de las vías de la solemni­
dad pero que sigue siendo arcaico en su terror. Esta nueva
masividad del culto evangelista ha refinado su aparato ideoló­
gico, empezando por descartar el Nuevo Testamento y pro­
poniendo un retorno a las principales leyes del Antiguo. Han

90
decidido saltar las teorías sobre la empatía y la resistencia a
todo imperio terrenal desarrolladas por el mito de Jesús y vol­
ver a difundir las historias del dios castigador, el dios del ojo
por ojo, el que quemó Sodoma y Gomorra, el dios cínico que
solicitaba sacrificios de vidas humanas como demostración de
lealtad. Por eso, el dios de hoy es contemporáneo estética­
mente pero violento en su forma más histórica. No exige
tanta disciplina como antaño, pero no negocia no ser difundi­
do como la verdad absoluta.
Cuando Marx dijo que "la religión es el opio de los pue­
blos", no lo decía considerando al opio despectivamente o
desde una perspectiva moralista, sino sabiendo que en las
masas la religión opera como un refugio y consuelo de la rea­
lidad, al igual que el arte o cualquier tipo de artilugio o fic­
ción. Marx y Engels sabían que los obreros eran católicos y
que quedarse en una postura de arrogancia o superioridad
moral sólo los alejaría del proyecto comunista. Por eso es
importante resaltar la totalidad de dicha frase emblemática:
"El sufrimiento religioso es, en uno y al mismo tiempo, la expre­
sión de sufrimiento real y una protesta contra el sufrimiento
real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el cora­
zón de un mundo descorazonado, el alma de una condición
desalmada. Es el opio de los pueblos". Marx dice que el ser
humano que se acerca a la religión lo hace como forma de
protesta frente al estado de cosas del mundo. No es un simple
método alienante, no son corderos asustados que no se atre­
ven a saltar el cerco.
El mundo debe ser bien feo para que tome sentido el mito
del paraíso. Mientras más angustiosa es la vida acá, más desea­
ble es la otra vida en el más allá. Por eso vivimos en un siste­
ma donde todo debe parecer a mano, donde los fieles religio­
sos necesitan comprobar y superar supuestas tentaciones.
Desalojos por aquí, aumento desorbitante de alquileres por
allá, por esa razón, las iglesias sirven también como vivienda
temporal para el alma y el cuerpo de muchas personas. Hoy,
en las villas de Argentina, la mayoría de sus habitantes son
parte de alguna religión: allí encuentran algo que el resto del
mundo no les da.

91
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1 la espalda de una amistad

La lluvia cayó enojada solo un momento después del último


disparo. El policía se acercó sin dejar de apuntar al cuerpo ten­
dido en el piso, de una elegante vereda de baldosas con formas
de estrellas.
-¿Está muerto?-preguntó su compañero desde el patrullero.
El asintió con la cabeza, sin dejar de apretar firmemente su
arma con las dos manos. Dio vuelta el cadáver para verle la
cara a su víctima y se dio cuenta que a quien había asesinado
era uno de sus mejores amigos de la infancia. Sintió un peque­
ño magnetismo que lo arrastró hacia las cuevas más siniestras
de la memoria. Casi le gana la desesperación, pero rápidamen­
te encontró que su acción estaba justificada. El mismo clamor
social era su respaldo. Pero desde las profundidades de su ca­
beza lo alteraba un sonido. Pidió una ambulancia. Sus ojos no
podían desclavarse de esos otros ojos, ahora inertes y secos, de
su v1e¡o amigo.
Recordó un dato que le pinchó la nuca: cumplían años con
tres días de diferencia. Se agachó y, como pudo, prendió un
cigarrillo, quedándose cerca de la cabeza de su amigo, mirán­
dolo incesantemente. La lluvia ahora eran latigazos a causa del
viento. Fumó con fuerza para que no se apagara la llama. A
su espalda, su compañero observaba desde el patrullero, no
adivinaba, pero intuía lo que estaba pasando.
Gritó desde su lugar;
-¿Lo conocías?
-No, no lo conocía. Era mi amigo.
Valentino y Tiziano vivían a menos de cincuenta metros de

93
distancia en un barrio popular. Fueron a la escuela juntos y
también compartieron algunos años de fútbol infantil. Valen­
tino era arquero, Tiziano un delicado cinco. Una tarde de in­
vierno, en el segundo recreo de la escuela, Tiziano tuvo pro­
blemas con la banda de séptimo grado, dos años más grandes
que ellos.
Cuando ya estaba acorralado, ya había recibido algunos ca­
chetazos y un gigante estaba a punto de aplastarlo, apareció
Valentino y, en un salto, le abrió la cabeza al gigante con una
virgen de macizo yeso. Al otro día, Valentino era el personaje
más aclamado de la escuela, mientras que el líder de la banda de
séptimo se quedó en su casa, avergonzado de aparecer con un
moño blanco en la cabeza. Valentino fue suspendido dos días.
Esa no había sido la primera vez que uno acudía en rescate
del otro. Ya tenían en su haber un montón de peleas, de guerras
de piedras contra enemigos del mismo barrio o contra quienes
se cruzaban en alguna plaza. Pero no eran el clásico dúo de
acero, se veían muy cada tanto por fuera del ámbito escolar.
La disciplina familiar con la que era criado Tiziano lo impedía.
Su padre era albañil y su madre empleada de limpieza. Ambos,
estrictos practicantes del evangelismo, criaban al mayor de sus
tres varones con leyes de fuego. Pero Tiziano no vivía en una
burbuja, sabía manejarse muy bien en la calle. Valentino, en
cambio, vivía bajo otros colores, era el mayor de cuatro her­
manos, único varón, y quedaba siempre al cuidado de las tres
niñas, ya que su padre estaba preso desde hacía mucho tiempo.
Su madre siempre se la rebuscaba trabajando de distintas co­
sas o saliendo a cirujear y solía derrochar parte de su pequeño
sueldo en el bingo.
-Al menos tengo una relación rara con la suerte, hay gente
que tiene solo relaciones malas -decía su madre, y no era una
exageración. Había días en los que efectivamente le iba muy
bien. A pesar de vivir en un pequeño rancho con techo de
chapa, con sólo dos piezas y un improvisado piso de cemento,
la casa contaba con algunos relucientes electrodomésticos, arri­
bados después de algunos de esos momentos de buena suerte
en el bingo. Pero por lo general pasaban meses enteros a puro
arroz o fideos hervidos, ya que también debían tratar de ayudar

94
con lo que se pudiera al padre de Valentino, enjaulado desde
hacía unos años. Cuando Valentino cumplió catorce no tuvo
ningún regalo, no hubo torta ni fiesta alguna.
En sus pies llevaba unas zapatillas muy gastadas, ambas con
su pico ya descosido. Su mamá pasados seis meses de no con­
seguir un empleo tuvo que vender la mayoría de los electro­
domésticos. Valentino había defendido a capa y espada al te­
levisor, pero un incendio cerca había arruinado la conexión
clandestina del cable. Así que como auto regalo de cumpleaños
decidió venderlo. Con ese dinero pudo comprarse unas zapati­
llas de imitación que a la semana se le habían roto. Quizás eso
resultó un quiebre.
El desembarco en la pubertad y adolescencia generaron en
él una severa angustia. No supo soportar más la miseria de su
casa que ahora ya no contaba con el consuelo de, al menos, al­
gunos aparatos. La suerte en el bingo parecía haber renunciado
indeclinablemente a volver a aparecer por la vida de su madre.
Valentino empezó a robar a los trece. Nunca fue de drogarse
y tomaba muy poco alcohol; todo el dinero que conseguía en
sus robos iba para renovar su vestuario, comprarse perfumes,
sentir en algo la fragancia del tener.
Tiziano y Valentino estuvieron mucho tiempo sin verse ya
que el segundo había dejado la escuela hacía dos años. Recién
se volvieron a encontrar cara a cara para los quince de una
amiga en común. Valentino vestía con ropa reluciente y recién
comprada, Tiziano en cambio había ido con uno de los dos
o tres vestuarios fijos que tenía. Sintió un poco de envidia al
verlo al otro vestido así, además rápidamente se dio cuenta de
dónde provenía la plata. Adentro bailaron, sonrieron y toma­
ron con genuina camaradería. Al finalizar el cumpleaños, una
lluvia furiosa sorprendió a Tiziano mientras volvía caminando
a su casa. Temblaba de frío, era otoño y había ido al cumplea­
ños en remera. Desde atrás apareció Valentino en una moto.
-¡Subí amigo que te llevo hasta el barrio! Tomá, Ponete esta
campera.
Esa aparición fue milagrosa, estaban como a treinta cuadras
del barrio y el diluvio hizo que Valentino tuviera que hacer
muchas maniobras arriesgadas, subiendo y bajando de vere-

95
da, frenando incluso a veces para buscar refugio de la lluvia.
En una de esas paradas, mientras observaban la furia del agua
pinchando el asfalto, volvieron a recordar el día de la virgen
abriendo la cabeza de ese Goliat de séptimo grado, y unas
bellas carcajadas se mezclaron con las primeras sonatas de los
pájaros. No se fueron a dormir, se quedaron ranchando en una
esquina con otros pibes y pibas. Tiziano sacó de un bolsillo
una bolsa de merca, se tomó un pase y la ofreció al resto. Casi
todos aceptaron, menos Valentino.
-Esa mierda te arruina, amigo. No sabía que tomabas, cuan­
do se entere tu papá, el pastor, te va a matar -reprochó mo­
lesto.
-¿De quién te pensás que aprendí?
Valentino quedó perplejo, no podía relacionar la imagen de
un adicto a la cocaína con la de ese padre severo, disciplinado,
que parecía que hada todo bien y se la pasaba sermoneando a
todo el que cruzaba. Valentino no sabía que la inmaculada fa­
milia de Tiziano había comenzado a desintegrarse: ya no iban
a la iglesia y la madre había abandonado a su padre, cansada de
los golpes y las humillaciones.
Valentino se fue a dormir, pero el resto se quedó en la es­
quina. Esa tarde lo detuvieron, porque en una de las razzias
caminantes de la gendarmería por el barrio le encontraron dos
balas, una en el bolsillo de un pantalón Adidas rojo, la otra en
una de sus medias. "Es para la suerte", les dijo a los gendar­
mes. Pasaron dos años de ese amanecer en la esquina hasta
que Tiziano y Valentino se volvieron a cruzar. Fue en un co­
lectivo. Valentino iba a comprarse ropa y Tiziano volvía con su
bolsito de la academia de policía.
-¡Te hiciste ortiva, amigo!
Pero Tiziano no era el mismo. Sin mover un músculo de la
cara le respondió:
-Ningún ortiva, amigo: un servidor de la comunidad.
Todo el colectivo escuchó esa frase y casi se genera un aplau­
so, lo miraron con pleitesía. Valentino se rio y los odió a todos.
Valentino tocó timbre, se bajó del colectivo y gritó;
-¡Mirá que el uniforme no te borra que sos un villero!
Esas palabras produjeron un eco destructor en Tiziano. No

96
soportaba que le recordaran en público de dónde venía. En
los meses que llevaba de formación lo había ocultado a sus
colegas, trataba de refinar su vocabulario, se esforzaba por
formatear su pasado. Aunque no había dejado la merca; era
una droga fundamental para su trabajo. Lo mantenía despierto
y alerta para las guardias largas y habituales de un oficial. Le
daba adrenalina y hacía que sus turnos fueran menos aburri­
dos.
Sus padres se reconciliaron y una de las motivaciones fue la
alegría de ver a su hijo con un uniforme. Iban los tres juntos a
la iglesia. Para su sorpresa, el barrio recibió con brazos abier­
tos su profesión elegida. En los almacenes le regalaban mer­
cadería, lo saludaban casi todos los vecinos, lo felicitaban, lo
aconsejaban, aprovechaban cada vez que se lo cruzaban para
denunciar y blasfemar contra otros. Más pibes del barrio y sus
hermanos menores le siguieron el ejemplo y decidieron ano­
tarse para ingresar en las filas de la policía.
A Valentino no se lo veía por el barrio.
-Mató a un soldado de un transa y se tuvo que ir, él y toda
la familia, le prendieron fuego la casa -le contó uno por ahí a
Tiziano.
El orden social de la villa había cambiado, ahora se adulaba
a los policías y los transas eran los que tenían el poder real y
simbólico. Todo al revés a cómo eran las cosas en su infancia.
-¿ Y sabés en qué barrio anda?
-Cerca.
Ese jueves de otoño empezó con nubes y pequeños truenos,
la luz era opaca y la humedad espesaba todo. Tiziano y Va­
lentino acababan de cumplir veinte años y ambos sentían que
habían nacido para lo suyo, uno para chorro otro para policía.
Arriba del patrullero Tiziano era el copiloto; luego de unos
mates y unas medialunas, el dúo policial aspiró cada uno por
su lado tres fragmentos del veneno color nube. Por la radio
avisaron que estuvieran atentos a una moto negra, con "dos
masculinos de veinte años aproximadamente, quien maneja
lleva una campera azul, posiblemente armados, vienen de ha­
cer una salidera". Prendieron las sirenas y el patrullero salió
arando, igual a como hacen los pibes chorros cuando se roban

97
un auto. A las cinco cuadras casi chocan a la moto que bus­
caban, pero no eran dos, sino sólo el que manejaba. Empezó
una persecución.
Ni cincuenta metros duró, cuando Tiziano, que iba del lado
del copiloto, sacó su arma reglamentaria por la ventana y em­
pezó a disparar. Los tres tiros que salieron de su arma dieron
en la espalda de Valentino, a pesar de que conducía por la
vereda.
Tiziano, desde el comienzo de su formación, había demos­
trado una relación afectiva con la puntería. Valentino había
descartado su arma con su compañero, quien logró huir con
el botín. Tiziano en ese momento no lloró. Los vecinos de la
cuadra que salieron y acudieron al lugar de los hechos empe­
zaron a aplaudirlo y a expresar loas.
Cuando Tiziano pudo, después de todo, sin gente cerca, en
el lecho del sueño, solo con la noche y los misterios, rompió
en un llanto leve. Le cayeron cuatro lágrimas. El detalle que lo
atormentaba era que al momento de haber matado a su amigo
este justo llevara puesta la campera con la que lo había salvado
y asistido en el pasado, en otro día de lluvia furiosa.

98
1
Abrazo eterno

Probó con Dios y con todas las demás drogas, también yén­
dose un tiempo a lo de unos parientes que vivían en una zona
semirural, que no lo querían por su pasado, aunque decidieron
darle una chance y una cama. Intentó terminar la primaria, in­
tentó trabajar, pero nada podía desmentir su tristeza y siempre
terminaba volviendo al barrio. Ocho años en la cárcel son una
mochila más que pesada para la espalda de la voluntad. Eso
que se aparecía en el pecho se debía al espesor de los años
perdidos en esa tumba. Su falta de entusiasmo partía desde la
memoria del encierro. Esa extensa temporada en el infierno
trajo como consecuencia que su mujer rápidamente lo aban­
done llevándose con ella a las tres hijas que tenían en común.
En toda su condena no tuvo visitas. Cuando salió las pudo
ver, pero sus hijas lo trataron con frialdad, sentían desprecio y
vergüenza por ese padre exconvicto.
Hacía pocos días que había cumplido treinta y cinco años.
Tuvo la mala suerte de nacer un 24 de diciembre, y se sabe que
en esas fechas todas las angustias se exageran, se escapan del
fondo del alma y se apoderan de forma venenosa de la super­
ficie, haciendo florecer todos los demonios, los recuerdos, las
añoranzas de los seres queridos muertos, los remordimientos,
los desamores. Para él, esta última noche buena había sido ful­
minante. Sentado en soledad sobre las escaleras de los mo­
noblocks, bajo una feroz borrachera mezclada con pastillas,
empezó a cortarse las venas de los antebrazos con los vidrios
de la botella que rompió después de beber hasta la última gota.
Salpicado con su propia sangre nunca perdió el conocimiento

99
y se resistió a que lo llevaran al hospital. Unos pibes lo lleva­
ron a la rastra, en la guardia le hicieron un montón de puntos
y su estado de ánimo no sufrió ni recaídas ni exaltaciones, se
mantuvo en los mismos niveles de nostalgia y desesperanza.
Era consciente de que se encontraba encallado en un abismo
existencial y parecía luchar más por no salir que por apostar
a algún renacimiento. Como bajo los efectos de una hipnosis
caminaba a veces cientos de cuadras, salía por la mañana y
volvía al barrio ya entrada la noche, a veces con algo valioso
que encontraba en la basura. Llevaba coleccionado un montón
de juguetes encontrados, a los cuales había lavado y prometido
llevarlos hasta sus hijas cuando las volviera a ver. Recorría ho­
ras enteras hundido en su interior, odiando las bellas fachadas
de las casas de la clase media que se cruzaba, odiando esa vida
distinta tan cercana y lejana a la vez de sus pies incansables.
A veces en esas caminatas de su boca salían palabras que se
desvanecían en la mitad. El paso era cansino pero intermiten­
te, con mirada desafiante, asustando a transeúntes y a vecinos
paranoicos para los cuales un morocho de mediana estatura
con gorrita puesta y caminando con esa expresión en el rostro
y en el andar, era un argumento suficiente para llamar al 911.
La policía venía, lo revisaba, lo maltrataba a veces más, a veces
menos y casi siempre lo dejaban ir. Esto último fue lo que su­
cedió esa tarde pegajosa y asfixiante de finales de Enero, ante
el reproche desaforado de los vecinos que habían convocado
a las fuerzas.
-Tenemos la comisaría llena de gente como para llevar a
otro indigente, traten de llamarnos por cosas serias-. Fueron
las palabras· de unos de los policías a los vecinos mientras le
sacaban las esposas. Él se acomodó la ropa y se puso las zapa­
tillas que los policías le obligaron a quitarse, le sacó la lengua
y le hizo un gesto ridículo con las manos a un viejo que seguía
enojado con los policías.
-¡Miralo! ¡Acaba de hacerme burla!
Los oficiales miraron rápidamente a Osear que como un
niño acostumbrado a estos juegos ya había cambiado la expre­
sión de picardía por la de seriedad y ya estaba de nuevo bajo el
ritmo de su caminata, alejándose del lugar. Al doblar la esquina

100
empezó a sonreír sin parar, festejando la reciente victoria. Ha­
cía mucho no se lo veía tan alegre. En su época de esplendor,
antes del paso por la cárcel, era un morocho muy coqueto, con
un estilo propio de vestuario, al que le gustaba estar horas con
la pinza de depilar, acomodando y refinando sus cejas, sacán­
dose los pelos de la nariz. Gastaba grandes cantidades de dine­
ro de los asaltos en cremas y perfumes. Pero había una virtud
que todos sus amigos de ese entonces destacaban: su picardía,
un espíritu bromista pero no humillante. Estar cerca de él era
existir continuamente de forma festiva, todo estaba atravesa­
do por el humor y hasta la dureza cocainómana abandonaba
su oscuridad. Se dejaba de ser una esquina pandillera más del
montón para ser parte de la banda más observada y envidiada
del barrio, "Los Alta Gama" fue el nombre elegido por Osear
para su grupo. Pero él, ahora, era un trapo de piso gastado y
roto. Todo el tiempo pensaba en morirse, lo deseaba con todas
sus fuerzas pero el cuerpo tiene su propio deseo, diferente al
de la conciencia, por eso, por más que Osear se reventaba de
lunes a lunes con el alcohol más barato que lograba comprar­
se, después de hacer alguna changa o del cobre que encon­
traba, quemaba y vendía, por más que se alimentaba poco y
mal, o pasaba días enteros sin digerir siquiera un pedazo de
pan, las consecuencias normalmente no eran más que duras
resacas, algún vomito de color extraño o prolongados dolores
estomacales. Siempre andaba solo, si bien había grupos de lin­
yeras por todas partes que uno podría decir que compartían su
estética existencial, él sentía que andar cerca de esos sería caer
bajo de verdad. Él sabía que era un linyera también, pero que
al menos contaba con antiguas credenciales del hampa.
Una tarde nublada y fresca de abril saliendo de un almacén
con un tetrabrick de tinto en sus manos se cruzó al Mati, un
viejo gran amigo que recién acababa de salir de prisión y que
iba rodeado de varios pibes mucho más jóvenes que él, todos
bajo ruidosa algarabía. Al cruzarse las miradas Mati tardó un
poco en reconocerlo, pero Osear le sonrió, y esa mueca era
muy fácil de reconocer a pesar de todo.
-¿Osear, sos vos? Pero, ¿qué te pasó amigo? ¡Estás re fisura!
Ey, muchachos, les presento al Osear, un viejo compañero,

101
¿Lo conocen? ¡Viejo ladrón y tumbero de los piolas! Este, así
como lo ves ahora, no sabés cómo movía la rama allá adentro.
El Mati le dio un hermoso abrazo, era lo que Osear anhela­
ba desde hacía tanto tiempo, el abrazo de alguien querido, de
alguien que sabía quién era él realmente, alguien que haya sido
testigo de sus hazañas, de su antigua arrolladora presencia. Y
así, rebalsado de calma, fue que aprovechó para desplomarse
sobre el pecho de su amigo. Tuvo un infarto irreversible.
El organismo humano aguanta lo intolerable y es adicto a ir
desafiando sus propios límites, pero hay veces que debe más
de lo que tiene. El cadáver del Osear estuvo varias semanas
abandonado en la morgue sin que nadie lo reclame. Sus hijas
aún siguen sin enterarse del desenlace de su padre, tampoco le
preguntan a su madre por él, ni está claro que ella esté al tanto
de lo sucedido. Mati lloró poco, pero nunca olvidó ese abrazo.

702
Un asco recíproco nos permite convivir

Centro urbano de Ramos Mejía, sábado por la tarde, tem­


peratura alta, una sensación colectiva de armonía, veredas
cargadas de gente. De repente un tumulto allá adelante me
llama la atención: muchos transeúntes mirando llenos de
amor hacia un mismo punto. Me acerco, necesito develar el
misterio. Llego, descubro qué era lo que había generado la
multitud: una señora ofrecía un perrito y un gatito en adop­
ción. Algunos niños estaban furiosos exigiendo sus padres
ser los adoptantes, cada tres segundos se escuchaba un sus­
piro de ternura. Todos emanábamos una idéntica energía
celestial, todos éramos uno ante el deseo de que esos peque­
ños seres sean adoptados. Conmovido, continué mi marcha.
A tan solo tres metros de distancia una madre vagabunda
con su hijo en brazos rogaba una limosna en total soledad.
Sola en medio de una multitud que pasaba no solo indife­
rente, sino con asco. Las mismas familias que tres metros
atrás lloraban ante los animalitos, ahora disparaban despre­
cio con los ojos ante esta madre hundida en la indigencia.
Ni los niños presentaban un matiz de compasión cuando
pasaban al lado. La educación de su familia ha triunfado.
Han aprendido a ser fríos ante el prójimo humano desde
chicos, pero obsesivos en su amor por los bichos.
Obviamente la cifra de indiferentes no era absoluta. Varias
personas, entre ellas algunas que también estaban recién, ahí
atrás, balbuceando conmovidas ante los animalitos brinda­
ron su limosna a la madre que, mientras rogaba una mone­
da, lactaba a su bebé.

103
Este horror cotidiano, estos mares de desesperación inun­
dando las veredas de las urbes, no es culpa ni de los animales
ni tampoco de aquellas personas que sienten amor por ellos.
Como humanos sentimos rechazo ante nuestros pares de
especie, y ese sentimiento no es forzado. Nuestra especie ha
hecho demasiado daño como para encima tenernos cariño.
Buscamos en los animales lo que no encontramos en las per­
sonas. Nadie vive de verdad en la realidad, nadie soporta el
peso de su materialidad. La bifurcación griega entre esencia y
apariencia ha sido el castigo y, a la vez, la salvación de nuestra
civilización. Sentir lo real en su plenitud nos empujaría aún
más al delirio y a la guerra.
Hoy volvió la mitología del garrote, la naturalización de la
represión más brutal. Retornó el cielo y su escarmiento. Hay
una generación que vivió las décadas donde la dictadura era
la norma. Esa generación se está despidiendo con sus bande­
ras en alto, y ha logrado algo que ni ellos esperaban: que
millones de jóvenes respalden sus consignas. Jóvenes que son
el hazmerreír de la feligresía progre, pero que mientras ese
progresismo masturba su monólogo con carcajadas frente al
espejo y se considera en la cima intelectual del presente, los
otros jóvenes marciales, esos jóvenes viejos, están penetran­
do más y más en la mente de las multitudes. Hoy casi no
existe el medio. Hoy los discursos más antagonistas conviven
en el mismo tiempo y espacio, y tienen el mismo peso simbó­
lico. Al mismo compás que una masa enorme ya habla en
lenguaje inclusivo, comprende el género fluido, se niega a
identificarse binariamente, hay otro sector igual de tumultuo­
so y enérgico, pero que considera que el mundo necesita
encontrar la escoba adecuada que venga a barrer de una
buena vez la anormalidad, el desvío, que venga a terminar el
trabajo que las SS no terminaron. Con la particularidad de
que ese sector que históricamente detestaba las marchas
ahora también las convoca y las considera fundamentales. Ya
no alcanza con echarle la culpa a los medios. La clase trabaja­
dora perdió su brújula, navega en soledad y con la proa que­
brada; abandonada por la intelligentsia que siempre despreció
la estética de vida rupestre de las clases bajas, pero que antes

104
al menos las usaba como latiguillo para demostrar no perte­
necer al bando reaccionario. Entonces las clases bajas cansa­
das de ser interpretadas y subestimadas terminan en los puer­
tos del fascismo como revancha a esa subestimación.
Durante mucho tiempo creíamos que la humanidad evolu­
cionaba en el plano de los discursos. Hoy quedó claro que
esa evolución discursiva tiene como correlato la involución
en los hechos. Como han crecido los discursos más revolu­
cionarios en cuanto a género, sexualidad y autopercepción, lo
han hecho de forma proporcional el evangelismo, la doctrina
Chocobar y la meritocracia.

105
1
la nave que va al infierno

Emperadores de la calle, sin corona, sin súbditos, sin abun­


dancia, rebalsando indigencia, pero intactos de orgullo.
Imagen y semejanza del diablo de la libertad. Proveedores
gratuitos del sensacionalismo. La identidad muerta pero la
identificación misma del vitalismo. Buceando en la basura,
paleontólogos del cobre, del aluminio, del cartón, de todo lo
que pese y que al venderse hidrate la miseria.
Cocineros de la fealdad, los prisioneros del peligro, raíces
de lo siniestro, ejemplares de lo perverso. Turistas de lo into­
cable, ejércitos de porteros. Ojos que no parpadean para que
otros ojos cierren tranquilos. La calle les pertenece a quienes
no deberían estar en ella. Rostro inmundo, voz que irrita,
almas deformes. Lo real vomitando. Bendecidos por todos
los místicos; delincuentes legendarios, repartidores socialistas
del botín, tatuajes hechos sin estudio, pero de técnica intuiti­
va y certera. Una vibración orgánica intraducible, siempre
analizada. El grado cero de la ciencia social. La otredad que
agiganta el yo.
Carne para los galgos civiles. Crápulas que despliegan sus
estrategias físicas y poéticas para alcam'.ar un beneficio. No es
que compran la posibilidad de que la voluntad sirva para
algo, no adormecieron su electricidad y hacen lo que pueden
con sus propios escombros.
Sus cuerpos están agotados, pero no se desploman. Solo
hay tiempo para vacilada y sus relojes son los más tranquilos
de todos. Románticos, impresionistas, penetran con su jerga y
andan en el corazón del chantaje urbano. Corren la cortina, a

107
pesar de estar tirados a un costado de la vereda, invocando al
dios de la limosna. Caminando, una y otra vez la totalidad de
la superficie de la ciudad, ofreciendo medias, alfajores o repa­
sadores, llevando un carro destrozado, con las ruedas desin­
fladas. A recolectar ceguera de los autómatas del no.
Hermanos del linaje que, por los siglos de los siglos habita­
rá las cárceles, los patrulleros, los pizarrones de las universi­
dades y la imaginación de los artistas. Tripulantes de la futu­
rista nave que va al infierno, pero que ya en la tierra eran
quienes se quemaban primero.

108
El conflicto eterno entre
los unos y los otros

La palabra educación no es un bien en sí mismo. Y más aún


si observamos de qué se trata esa educación a la que estamos
obligatoriamente relacionados, a la hay que lamentar si se
pierde y celebrar si se posee. Es una palabra que rebalsa auto­
ridad moral. Por eso resulta inevitable mencionarla como el
relleno bendecido de todo repulgue discursivo. Es el eslogan
político que certifica rasgos de bondad. Para cualquier pro­
blema, la solución es decir que "hace falta más educación".
Los educados agradecen a quien los eduque. Los que educan
se vanaglorian de su labor y se declaran imprescindibles. El
solo balbucear ¡Educación! garantiza al sujeto estar bajo la
luz del progresismo y la modernidad. Pero en los hechos, lo
que tenemos como educación es una máquina multifacética y
multipolar de reducción, subestimación, normalización y
banalización de la potencia humana. Y esta desgracia puede
agrandar su onda expansiva y, sobre todo, ser aún más difícil
de descifrar, cuando dicha educación desembarca en eso que
suele llamarse "contextos de vulnerabilidad social", llámese
villas, cárceles, o similares instituciones de encierro.
Solo a modo de ilustrar como ejemplo, tuve la oportunidad
hace un tiempo de brindar una charla en una universidad de
la ciudad de Rosario, a la cual asistieron distintos profesiona­
les y egresados de diversas carreras, todas ellas relacionadas al
"trabajo en territorio": Psicología social, Trabajo social,
Antropología, Sociología, Ciencias Políticas, Ciencias de la
Educación, etc. Muchos de los presentes eran docentes o

109
talleristas de diferentes disciplinas en cárceles o institutos de
menores, tanto de hombres como de mujeres. En un
momento la charla giraba sobre la pregunta: ¿De qué manera
se puede mejorar el trabajo en dichos espacios? Para dar una
referencia pregunté si alguien conocía a Fernand Deligny, y
para mi sorpresa ninguno de los asistentes levantó la mano.
Pero en cambio, todos si conocían y proponían como mode­
lo ejemplar de una educación distinta a Paulo Freire. ¿Por
qué Freire sí y Deligny no? Me pregunté ¿Es por una cues­
tión de cercanía geográfica o porque tenían problemas políti­
cos diferentes? La mirada de Deligny sobre los llamados
territorios, o sobre aquellos que viven al margen de la ley y/ o
apresados, era muy particular.
"La mayoría de ellos son vagabundos que para escapar a la privación
de libertad del trabq,jo cotidiano terminan entre dos gendarmes) entre los
muros de una celda.
Mucho más amantes de lo absoluto de lo que losjueces son capaces de
concebir.
Vagabundos tenaces Cí!Ja bragueta hinchada está a menudo mancha­
da de esperma seco) rebalrado) y que van) sin incomodidad alguna por
ese moho notorio) vivos hasta el punto de que ninguna asistente social
podría soportar su simiente en el vientre) vagabundos ineficaces, pequeño
pueblo de solitarios, unos incontestablemente desechos de hombres y los
otros esperanzas de un mundo que siempre corre el riesgo de reventar de
docilidad como algunos cerdos en su grasa y algunos hombres en su
cama" 1•
Deligny se movía en una especie de anarquismo estatal. Sus
escritos revelan el conflicto siempre evidente entre los pibes
hundidos en la marginalidad y toda figura institucional que
arriba a su ecosistema. Conflicto irresoluble entre los que
viven en esos territorios y los que van allí a trabajar, a militar,
a ayudar.
Grafico esto con otro ejemplo que parte de la experiencia
personal (lo cual no garantiza evitar la parcialidad). Hay en
una villa, o en un pabellón de alguna cárcel, un grupo de
hombres o mujeres hablando con algarabía, apoyando las

1. Los vagabundos eficaces, Fernand Deligny.

110
palabras con movimientos de las manos. Son cuerpos que
vibran, que no toleran la quietud, que necesitan fisiológica y
ontológicamente permanecer en ritmo. Personas que parecie­
ran estar en constante alerta, con ojos en la nuca. Se comuni­
can con un lenguaje-danza. Las palabras no solo son dichas,
sino bailadas, acompañadas de refinada contorsión. A veces
ni es necesaria una frase entera, con un balbuceo ya trasmitie­
ron el mensaje, lo recibieron o interceptaron. Tienen amansa­
das a todas las sensaciones. Pero esa belleza léxica y gestual
que expresan los pibes y las pibas, se detiene si en la escena
irrumpe una figura institucional. Esos pibes que estaban casi
en trance al hablar, se quedan congelados cuando aparece un
educador, un psicólogo, un trabajador social, etc. Se genera
silencio y parálisis. Les pibes pasan de ser animales entusias­
tas a ser tímidas estatuas. Los más verborrágicos, de golpe, se
callan. Empiezan a rechazarse a sí mismos. No alcanza con
decir que les pibes se inhiben como de costumbre ante un
adulto. La inhibición es universal, y no hace diferencias entre
clases sociales. Aquí lo que sucede es del orden político­
moral-penal. Les pibes sienten que ante la presencia de la
figura institucional deben comportarse de cierta manera, o,
mejor dicho, deben portarse "bien" o recibirán un castigo. La
sanción es el método, así el pibe "va a aprender lo que es
bueno". La figura estatal, le solicita al pibe que olvide las bri­
llantes expresividades de su personalidad. A veces ni siquiera
hace falta que lo rete o que se maneje con un estilo represor
primitivo, de todas maneras les pibes bloquean su impulso
afectivo.
Les pibes tienen cargada en su memoria ancestral la fun­
ción de doblegarse ante la gente "que sabe". Casi nunca tie­
nen actitudes críticas con tales figuras, ni se atreven a plan­
tearles dudas o reclamos, sino todo lo contrario, terminan
agradeciendo que alguien traiga disciplina.
En alguna de las supuestas mejores palabras se esconden
trampas ingeniosas. Una de ellas es ayudar, ¿Quién ayuda a
quién? Si dicha figura institucional hace su trabajo en los
territorios de la pobreza y la segregación, su espíritu no
puede evitar reclamar a la comunidad el reconocimiento de

111
lo que considera una tarea heroica. No se considera que la
ayuda es mutua, siempre va del punto A al punto B, nunca al
revés. Pero los ayudados también ayudan, entre tantas otras
cosas, a que esas figuras sean consideradas personas más sen­
sibles y comprometidas que el resto. A desmantelar los este­
reotipos más elementales que se tiene sobre las poblaciones
más vulneradas. Gente que va con una imagen instalada
sobre una supuesta barbarie que satura los "territorios", es
ayudada por los mismos pibes y vecinos del lugar a derribar
toda la mitología reaccionaria que se creó en torno a ellos y
sus supuestas costumbres salvajes. Las poblaciones que viven
en los territorios le abren la puerta, no solo de su casa, sino
de todo su ser a los visitantes, aunque estos últimos no sean
ni se parezcan en nada a los primeros. En esos territorios
persiste un aguante ante las desgracias que es subestimado o
ignorado por la mayoría de aquellos que son parte de las
ciencias sociales.
Muchos psicólogos, trabajadores sociales o docentes com­
piten con sus ayudados. Van a decirles a los pibes y pibas de
las villas o incluso a aquellos que están depositados en cárce­
les: "No se quejen tanto que yo también la pasé". Como si se
tratara de un duelo por ver quién sufrió más. Aquel que tuvo
el privilegio de terminar una carrera universitaria siente la
necesidad de aclararle, al que ya fue condenado desde que era
un embrión, que él también pasó cosas feas en la vida. Es
valioso que alguien prefiera trabajar en una villa o en una cár­
cel antes que en una oficina o en una empresa. Pero se sabe
que muchos de los que trabajan en esos espacios no soportan
la potencia de los pibes, que esta los desborda y los hace gru­
ñir. Porque esos pibes están tan "vivos hasta el punto de que nin­
l!,Una asistente social podría soportar su simiente en el vientre". No
saben qué hacer con tanta energía vital que poseen sus asisti­
dos, sus alumnos. Las figuras institucionales arriban con
métodos que fracasan al ser aplicados, pero que obstinada­
mente se siguen aplicando.
Volvamos a la cuestión de cómo la figura institucional
amputa la virtud neologista y la espuma vitalista de lxs pibes.
La figura institucional no quiere ni puede comprender la

112
jerga carcelaria con la que se comunican les pibes, son inca­
paces de sentir la belleza que hay en la gestualidad eléctrica
de sus cuerpos. Luego, cuando no consiguen justamente
"rescatar" a nadie, son pocos los que admiten un fracaso
propio y por lo tanto se lo encajan al otro, si el otro no pudo
es porque no quiso. No suele permitirse que les pibes maldi­
gan y demanden algo de la sociedad, ya que eso sería victimi­
zarse. Muy pocas figuras institucionales llegan a promover la
conciencia de clase entre los pobres que ellos ayudan. Muy
pocos les hacen ver la cartografía materialista del mundo en
la que están inmersos.
La figura institucional algunas veces se gana la bronca de
"sus ayudados". Les pibes llegan a reaccionar violentamente
cansados de que la figura institucional no celebre ni promue­
va la libertad o la conciencia social. La figura institucional en
los ámbitos de encierro llega a prohibir a los internos/ as la
pornografía, la marihuana, hablar con jerga y hasta la mastur­
bación. Prohibiciones que no se animaría a ejercer ni siquiera
un guardia cárcel. Muchas de esas figuras institucionales tie­
nen sexo o se masturban, algunos se emborrachan y fuman
sus porros, pero a sus pacientes, a sus alumnos, a sus asisti­
dos, les prohibían el mínimo roce con cualquiera de esos pla­
ceres.
Hay un prejuicio biológico latente. La sociedad en general
equipara a los pobres con el reino animal. La imagen de un
villero le aparece en su cerebro con el rostro de un simio.
Pero esos monos "arden de preguntas" (Artaud) mucho más
que la mayoría de los civilizados. Para les pibes la rareza, el
error, la falta de entusiasmo y de vida se encuentra en las
figuras institucionales.
La figura institucional solo habla con les pibes como parte
de "un tratamiento". Afuera de la institución no los invitará a
su casa, como sí hace con sus amigos que pertenezcan a su
misma clase. No suele haber una relación de amistad con las
personas asistidas, es siempre una relación vertical. Lo absur­
do es creer que les pibes no se dan cuenta de la doble vara de
la figura institucional. En solo dos segundos adivinan las
intenciones escondidas del que viene a salvarlos. Las figuras

113
institucionales estarán convencidas de que comportándose
"de igual a igual" lograrán esplendorosos resultados. Pero si
la mayoría de les pibes les dicen a estas figuras que fueron de
gran ayuda para "rescatarse", o inclusive hasta que les salva­
ron la vida, no es más que por una cuestión estratégica. Se le
dice a la figura institucional lo que quiere escuchar. Les pibes
saben que, si se comportan obedientemente, si se muestran
con agradecimiento, sumisión y si piden siempre por favor,
pueden obtener ciertos beneficios.
¿ Y cómo van a hacer les pibes para sentir orgullo de su
jerga, si una maquinaria infinita de profesiones, discursos y
ametralladoras semióticas trabajan sin descanso en corregir­
los, enderezarlos y hacerlos cambiar? El sistema educativo es
una herramienta esencial en esa represión. Esto se puede
abreviar con otro ejemplo. Existen en la cárcel pibes que ter­
minan una carrera universitaria o un taller de oficios, a quie­
nes los medios de comunicación podrían presentar como
ejemplos de personas que ''pudieron cambiar", y modelos exu­
berantes de la meritocracia. Quizás esos mismos pibes en esas
carreras hechas tras las rejas, lean a autores insurrectos, críti­
cas precisas al orden del mundo y explicaciones concretas de
las razones sociales, simbólicas y económicas que determinan
que la cárcel esté saturada de pobres como ellos, pero al salir
no podrán hablar con otra lengua que no sea la de sus nor­
malizadores. La fuerza engendrada en los callejones del abis­
mo fue pasteurizada. ''Yo antes hacía las cosas mal y ahora
quiero hacer las cosas bien", se los puede escuchar decir.
Muchos de ellos llegaran inclusive a castigar a sus propios ex
colegas de delito o de experiencia carcelaria. Dichosos por
pertenecer ahora a la sociedad, se avergonzarán de sus anti­
guas muecas y amistades.
El "de igual a igual" al que fingen honrar muchas de las
figuras institucionales es una fantasía. Hay un contrato implí­
cito donde está claro que el que sabe va ayudar a los que no
saben. No se remarca el dato de que los que saben, en su
mayoría, tuvieron y tienen las condiciones materiales así sean
mínimas, pero que son muy específicas, que permiten el inicio
y finalización de una carrera universitaria, donde se adquiere

114
el saber. Mientras que, en la población de las villas y cárceles,
el porcentaje de personas que finalizan los estudios universita­
rios es insignificante.
Tomar la decisión de contradecir mandatos familiares y ele­
gir ir a conocer empíricamente la villa o la cárcel, es decir,
todos esos lugares que el imaginario popular designa como
jardines del mal, es de por sí es una actitud digna y que
requiere valentía. Pero no es la garantía de una revolución.
Solo con ir al espacio no alcanza sino hay una vergüenza
latente.
También en esos territorios existen discursos reacciona­
rios entre sus habitantes. "Yo también vivo en una villa y no
salí nunca a robar", "Fulano es vago, no les gusta trabajar,
gastan mal la plata, tienen hijos por tener, etc, etc", se escu­
cha en bocas de los mismos habitantes de barrios populares.
Quizás un paso novedoso sería invertir quién es el otro. Si
les pibes son siempre los objetos de estudio, por una vez
que sean ellos los que analizan, experimentan, brindan hipó­
tesis, escriben libros, hacen chistes y acusan de todos los
males a unos otros, en este caso, las figuras institucionales.
Invertir la alteridad.

115
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1
Escenas de la vida gendarme

Una camioneta de gendarmería transita lentamente por una


angosta calle del barrio, en su interior van cuatro efectivos
enchalecados y con casco de guerra puesto. Del estéreo del
móvil sale música de Damas Gratis a todo volumen, los gen­
darmes avizoran un grupo de pibes en una esquina, la camio­
neta frena, se bajan los efectivos con las armas apuntando a
la cabeza, obligan a todos a ponerse contra la pared. Requisa
minuciosa; un cachetazo por acá, una patada por allá, no les
encuentran nada e invitan a los pibes que se retiren a paso
redoblado. En continuado uno de los gendarmes frena un
auto que se acercaba por la calle e invita a su conductor a que
se baje, lo revisan rápidamente, a él y a su auto, se termina la
canción de Damas Gratis y empieza otra de la misma banda,
dejan ir al conductor y se vuelven a subir a la camioneta. Hay
carcajadas entre ellos, se ríen de lo asustado que estaba uno
de los pibitos que requisaron antes. Para los gendarmes esto
es mucho más divertido que estar todo el día custodiando la
inmensidad absorta de una frontera.
La brutalidad con la que trata esta fuerza a los habitantes de
los barrios populares es quizás la más dolorosa herencia que
dejaron los gobiernos populares de CFK. Empezaron a
mediados del 2010, con Nilda Garré como ministra de segu­
ridad.
Las escenas de razzias indiscriminadas, invasiones a hogares
sin orden judicial, maltrato físico, arrogancia y burla a los
vecinos son omnipresentes en aquellos barrios que aparecen
ya desde el nombre propio como una maldición en el imagi­
nario de la sociedad. Una negatividad permanente difundida

117
en los noticieros y en productos del espectáculo. Una negati­
vidad que se construye con la alianza indispensable de las
imágenes. Al mal se requiere verlo para creerlo. Los barrios
populares son hasta la saturación mostrados como ejemplos
palpables del mal. El bien en nuestros tiempos es la doctrina
policial, entonces el bien debe ir a donde está el· mal y com­
batirlo hasta ganarle.
Desde que desembarcó esta fuerza, de índole casi militar,
instruida para enfrentamientos armados masivos, la vida en
los barrios populares no ha sido la misma. Una fuerza arma­
da como un ejército para combatir (aunque la cantidad de
combates en lo real es inexistente) a banditas de pibes que
salen a robar, en muchos casos con revólveres sin percutor o
sin gatillo. Lo de bandas de narcos que gobiernan los barrios
con arsenales sofisticados no es más que una fantasía; el pro­
medio de armas de alto calibre encontrado en los allanamien­
tos policiales, que son diarios en los barrios, es muy bajo. Lo
importante es imponer un nuevo esquema para la cotidianei­
dad, donde es casi imposible pasar unas horas sin ser requisa­
do. Se perdió la libertad ambulatoria. A la hora de las rutina­
rias vejaciones no se discrimina edades ni géneros.
En la convivencia los bandos intercambiaron estéticas, len­
guajes y formas de ser; los gendarmes a veces se comportan
como pandilleros, y los vecinos del barrio han adquirido
comportamientos de gendarmes. Adoptaron un modo poli­
cial de existencia, empezaron a denunciar a sus propios veci­
nos por motivos absurdos, a exigir más mano dura, a festejar
la caída en desgracia de algún jovencito. Son los adolescentes
quienes más tiempo están fuera del hogar, lo que los convier­
te en blanco fácil para los represores, pero también son quie­
nes menos temor tienen a la gendarmería.
En estos barrios pasó a estar casi prohibida la reunión
desde antes de la pandemia del covid, donde se vean a más
de 3 personas juntas en una esquina no pasa mucho tiempo
hasta que irrumpen los gendarmes a maltratar. Se amparan
en muchas de las cámaras de seguridad instaladas adentro de
los barrios y villas mismas. El control social no solo es muy
eficaz, sino que, por cuestiones de cercanía, permite una

118
inmediatez inaudita. No existen los feriados para esta forma
de vida, pero los fines de semana la rabia recrudece; los gen­
darmes llegan adonde haya un cumpleaños, una "jodita",
adonde haya música fuerte o un grupo de amigos bebiendo,
para cortar el mambo. Entonces surgen las escaramuzas, los
jóvenes que aún no apagaron su rebeldía, desafían a los gen­
darmes e inevitablemente terminan arrestados con unos
cuantos golpes encima.
Gendarmería Nacional no es la única fuerza presente en los
barrios, en algunos lugares del Gran Buenos Aires se repar­
ten el control con la policía bonaerense, una fuerza que man­
tiene otros ritos y conductas en su relación con los habitan­
tes. Muchos vecinos tienen mejor consideración por la poli­
cía y afloran internas y micro-rivalidades entre las distintas
facciones de la "seguridad".
Si la policía tiene que disparar a un vecino lo va hacer y
efectivamente lo hacen, si tiene que encubrir a un colega por
gatillo fácil no habrá duda, pero a diferencia de la gendarme­
ría es una fuerza de seguridad con una presencia más arcaica
en los barrios, conocedora y parte de los códigos de los sub­
suelos de la marginalidad.
Más allá de estas paradojas entre las fuerzas represoras, lo
que resalta en la atmósfera de los barrios es la resignación
absoluta de sus habitantes a tener que vivir así, en perpetua
requisa, con la posibilidad del arresto siempre abierta, más
allá de cometer un delito o no. Abruma el sentimiento de:
"nos merecemos esto por vivir donde vivimos".
Un gendarme es un trabajador más, es una de las tantas pie­
zas del engranaje en la división social del trabajo. También
vale remarcar que la imagen positiva de la gendarmería para
los vecinos de los barrios es más positiva que negativa. En la
mayoría de los barrios se expresa poca o ninguna hostilidad
hacia los efectivos, reina la gratitud y camaradería. Muchos
vecinos se sienten protegidos por ellos. No tienen problemas,
dicen, con ser requisados de pies a cabeza hasta unas 1 O
veces al día, cuando tienen la osadía de salir de sus hogares.
Los enemigos no son los gendarmes, piensan esos vecinos,
sino "los pibes", segmento que no se define por cuestiones

119
etarias sino más bien morales y estéticas. Son ese grupo que
posee la soberanía del mal, de quienes los gendarmes vienen
a salvarlos. Ese sentimiento no nace de un arrebato de abs­
tracción, los vecinos quieren vivir tranquilos y adjudican la
falta de tranquilidad solo al segmento de "los pibes malos".
Los vecinos recuerdan tiempos en donde a ciertas horas si
eras de tal sector del barrio no podías dirigirte hacia tal otra,
sus ojos han visto torrenciales de terror. Pero hay una gran
hipocresía en considerar que gracias a la gendarmería el
barrio recuperó la paz. Hoy tampoco se puede transitar libre­
mente a determinado horario por ciertos sectores del barrio,
debido a que lo más probable es que te frenen, revisen y mal­
traten los gendarmes. Hoy se ven escenas de vejaciones todo
el tiempo a toda hora. La violencia sigue presente y bien visi­
ble, ejercida por fuerzas equipadas y con una infraestructura
muy diferente a la de una bandita de pibes irreverentes.
Pero no todos los gendarmes se comportan como si fueran
rapiñas hambrientas de infligir dolor, hay oficiales que tienen
un trato amable con los vecinos. Existen los que se han ena­
morado en las mismas villas donde reprimen. Hay otros que
hamacan a los niños en las plazas. A veces el mismo gendar­
me que te verduguea a la mañana es el que a la tarde va a lle­
varte a la salita de primeros auxilios, llegado el caso de que te
suceda algún accidente a vos o alguno de tus seres queridos.
Ellos también arman sus asados y hasta comparten la misma
mesa con los vecinos.
Por más que las fuerzas de seguridad quieran ser autárqui­
cas y autogobernarse no lo saben hacer, por más que quieran
no poseen criterio propio, su naturaleza misma es la cadena
de mando, es ejecutar las órdenes de arriba. Creer que los ofi­
ciales tienen poder de veto en la cúspide de la pirámide social
es absurdo. Son mano de obra barata en la industria de la
violencia. Y que provengan de las clases subalternas y exclui­
das es una condición excluyente. El origen de los gendarmes
no deja de ser previsible, la gran mayoría de ellos provienen
de lugares remotos y de extrema pobreza, la posibilidad de
entrar a la fuerza es un atajo directo a la seguridad social.
Pero las razones por las cuales alguien que proviene de la

120
pobreza trabaja de represor y verdugo de otros pobres no se
explican sólo desde la necesidad y la urgencia económica, si
bien este es un factor determinante y absoluto en muchos
casos. Hay otras razones subjetivas e inmateriales que se
mezclan con la penuria material. Hay una misión heroica que
sienten cumplir, son células valientes saliendo de los órganos
para extirpar como finos cirujanos la materia defectuosa del
cuerpo social.
El paradigma de estos días es la filosofía represiva más
arcaica y primitiva, una marea reaccionaria y conservadora
erecta en medio de avances civiles inéditos en la historia
humana.
Muchos de los pibes en los barrios populares que son agre­
didos por las fuerzas de seguridad lejos de estar enojados se
echan la culpa a sí mismos. Hasta unos años atrás era imposi­
ble vivir en un barrio popular y encontrar a alguien que diga
en público que quería ser policía (o gendarme, prefecto, etc.)
sin despertar carcajadas y burlas. Hoy es felicitado.

121
Ubres de morirse

Jean Genet dice en un momento en ese libro con páginas lle­


nas de sangre, semen, orina, piojos y aventuras en la calle y en
el encierro, llamado "Diario de un ladrón", que él "adoraba
caer en la cárcel porque allí se sentía acompañado, en cambio
en la calle su vida era pura soledad". Resulta quizás ilógico que
una persona pueda plantear algo así, ¿cómo alguien puede pre­
ferir estar en una jaula sometido a los vejámenes más aberran­
tes, atravesando torturas, hambre y violencia cada día, que
vivir su vida en (supuesta) libertad? Pero para quienes tuvimos
el honor de poder compartir la experiencia de la cárcel no nos
resulta para nada extraño el razonamiento de Genet. Recuerdo
que eso fue lo que me dijo el Pardo, un pibe de un metro
noventa, adicto al paco, que vivía en las plazas de constitución
y que volvía habitualmente a la cárcel mientras los demás por
causas más pesadas no nos íbamos nunca. El Pardo ingresaba
siempre por giladas: disturbios en la vía pública, haber discuti­
do con algún policía o como mucho haberse robado un celu­
lar, por lo que no había mucho sustento legal para dejarlo un
largo tiempo detenido. Muchos sentíamos bronca hacía él,
porgue cuando entraba al pabellón lo hacía con una sonrisa,
feliz de volver a verse con sus amigos presidiarios. Los más
viejos lo mirábamos con desprecio al comienzo, pero luego
nos dejábamos seducir por su carisma, ya que su delirante car­
cajada te contagiaba irremediablemente de alegría.
-Afuera no tengo a nadie, duermo en la calle tapado con
cartones así llueva o caigan heladas, la gente me mira con asco,
si me pongo a manguear no junto ni dos pesos, termino siem-

123
pre sacando la comida de la basura. Acá adentro, al menos,
tengo amigos, hay un techo y tengo cosas que hacer.
-Pero Pardo acá adentro también nos cagamos de hambre,
de frío, las ventanas están rotas y entra todo el viento helado,
día por medio viene la requisa a rompernos los huesos. Por ser
un fisura tenés que gatear para los más piolas del pabellón, la
otra vez te peleaste con uno que te abrió la cabeza y ¿decís que
acá estas mejor que afuera?
-Al menos acá juego a las cartas con alguien, con mi rancho
nos acordamos de momentos vividos en la calle, afuera no
tengo a nadie, ni para hablar. Acá comparto la mesa con
alguien. ¿Para qué voy a salir si afuera estoy peor?
La cultura suele identificar al mundo carcelario como un
bosque de bestias monótonas, sin sentimientos, incapaces de
amar, que son máquinas violadoras y de dar puñaladas. Esas
imágenes están naturalizadas y pocos se atreven a desmentir­
las. El preso está sometido a los peores morbos y prejuicios,
por un lado, y al paternalismo más infantil por el otro.
Discriminación o tutelaje, son las dos opciones por lo que se
moverán las únicas posibilidades de abandonar la vida del deli­
to. ¿Y quién va querer abandonar la vida del delito, si la alter­
nativa es que te lleven con una correa los expertos del
"Rescate"? El pibe para lograr algún beneficio o ayuda mate­
rial debe transformarse en un maniquí de la moral. Tiene que
dejar atrás todo rasgo de su adrenalina y ser, a partir de ahora,
un salvaje salvado por la civilización y que demuestre incansa­
blemente agradecimiento.
Tampoco se trata de idealizar románticamente a la cárcel,
pero si es importante remarcar el nivel de desconocimiento
absoluto que reina sobre todo el panorama humanístico que
surge allí entre las ruinas del hacinamiento y la crueldad. El
Pardo era tierno, pero también se peleaba. Y allí radica la
novedad; la cárcel es un lugar complejo, ambiguo, diverso
como el ser humano mismo. Pero el empeño está en mantener
viva la mitología que enseña que allí adentro no hay lugar para
gestos delicados, allí todo es de un solo color.
La cárcel sirve no solo como un depósito del descarte social,
más importante aún es la función que cumple dentro del inge-

124
nio popular. Se proyectan y se fijan en los presos todas las
peores perversidades. Es tan fuerte la campaña publicitaria
que termina convenciendo a los mismos presos de que ellos
son como la tele y el amarillismo los presenta.
En pocos lugares el mandato patriarcal es tan macizo. En la
cárcel uno mata o es asesinado por ver quién es más macho,
por ver quién se la aguanta más. Se someten personas prove­
nientes de los mismos sectores de miseria a las peores violen­
cias. Pero, así y todo, y en simultaneo a esa violencia sobrevi­
ven muecas poéticas. He visto a los presos más violentos llorar
un día de la madre, llorar ante una canción que los transporta­
ba a viejos momentos amorosos. Los he visto rogar a sus
parejas que no los dejen tirados, los he visto indefensos y des­
nudos.
La cárcel, al menos, es explícita en su horror, no hay doble
discurso, ni hipocresía, te dicen que estás encerrado y que te
vas a pudrir como una rata y efectivamente te vas pudriendo.
En cambio, al salir de la cárcel te dicen que sos libre. ¿Libre
para qué? ¿Libre en dónde si las puertas y ventanas se cierran
al ritmo de tus pasos? Si las miradas te destinan miedo, recha­
zo o lástima. En cambio, adentro las miradas son de colegas
que están viviendo tu mismo calvario.
Hace unos 3 años me crucé por el centro a uno de los mejo­
res amigos del Pardo allá adentro, el Falu de Dock Sud, estaba
trabajando de limpiaparabrisas, me contó que el Pardo murió
de frío en la plaza de Constitución. "Un indigente fue víctima
de la ola de frío", titularon los medios, pero murió por no
tener el calor de sus compañeros presidiarios.

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Hombres rapados, mujeres
con una sola trenza

Volvía luego de una jornada larga de trámites. El tren par­


tió cerca de las seis de la tarde, estaba con un amigo y
podríamos haber viajado sentados porque nos subimos ape­
nas llegó uno a plataforma, pero elegimos quedarnos bien
pegados a la puerta que, a mi manera de ver, es la mejor
estrategia para viajar en horarios populosos y así lograr
bajarse sin tener que chocar ni empujar a tantas personas.
Una forma elegante de renegar menos a esa hora donde se
suben y se mezclan asalariados e inevitablemente viajás
ansioso, escéptico y nihilista. Ese viaje que parece eterno y la
racionalidad que permite el orden es tentado por el caos.
Donde toda la existencia tambalea sobre el precipicio de la
emoción violenta.
Bajamos en la estación de Palomar y caminamos hacia
parada del bondi, la estación no queda muy lejos del
barrio, serán unas veinte cuadras. fila era larga. Cuando el
colectivo apareció no estaba lleno, pero sí bastante cargado.
La máquina me rechazó los primeros tres intentos con la
Sube, "tarjeta invalida" dijo y me asusté, dudé si tenía plata
para poner en acción el plan B de pagarle a un pasajero para
que me saque el boleto, pero al cuarto intento el colectivero
em1t10 un; está, pasá pibe". Agradecí con mezcla de sor­
presa y enojo con mi Sube. Nuevamente con mi amigo pusi­
mos en práctica la misma estrategia de quedarnos cerca de la
puerta, en este caso la del medio. En el trayecto hasta el
barrio se pasa por un destacamento de gendarmería que se

127
abrió hace pocos años, actualmente allí también funciona
una escuela para nuevos policías y gendarmes. Cuando el
colectivo se acercaba al lugar miré hacia adelante y compro­
bé que en la próxima parada nos esperaba una extensa fila de
gente. Obviamente no había lugar para todos. Solo habrán
subido unas 20 personas, 15 hombres y 5 mujeres, ninguno
superaría los 20 años. Todos los varones estaban perfecta­
mente rapados y las mujeres llevaban una hegemónica tren­
za. Se los notaba alegres y satisfechos a los futuros policías.
Al arrancar el bondi un sentimiento extraño se apoderó de
mí al tenerlos casi pegados, un sentimiento mezclado con
todo el cansancio que traía de la larga jornada capitalina más
el viaje en tren. Sí, los miraba y sentía bronca, más que nada
por ver cómo con la postura de su espalda, sus comentarios
y la mirada dura, van desarrollando su autoritarismo. Yo los
venía escuchando atentamente, varias veces dijeron palabras
como "villeros", "chorros", "drogas", "negativo". En un
momento uno señala a uno de sus compañeros que, junto a
la ventana, tenía los ojos chiquitos por el sueño. En compli­
cidad con otro dispara: "Che, mirá los ojos de Fernández,
parece que se fumó un porro". El invitado al gaste, sonrien­
do, le responde: "Sí, es verdad, mañana hay que decirle al
sargento", a lo que Fernández respondió con el cejo frunci­
do, el tono de voz elevado y pulcro, sin tomarse lo dicho por
sus adolescentes camaradas como un chiste. "¡Con eso no
jodan!", soltó firme, pero en voz baja. Sus dos compañeros
sorprendidos por la reacción miraron hacia al alrededor aver­
gonzados, tres de las mujeres policías que estaban cerca de
Fernández también le clavaron los ojos con evidente enojo al
chistoso y éste, como admitiendo la culpa, respondió: "Está
bien Fernández, no te enojes, disculpá". Fernández, ahora
menos serio, le guiñó el ojo y todo siguió su rumbo.
El viaje fue muy corto. A nosotros nos dejó un poco más
delante de donde debía, una vez abajo mire de nuevo hacia
adentro para ver cómo se alejaba el grupo de futuros ortivas,
los pibes que ya "no pueden joder con eso". Pibes saliendo
de la pubertad y que con escasos meses de formación ten­
drán su arma reglamentaria, pibes que viajan en bondi por-

128
que vienen de los sectores más populares de la sociedad y
que, en breve, andarán verdugueando a otros pibes como
ellos. Toda una vida de pelo prolijo por delante, maltratando
y encerrando a los que encuentren con una tuca.

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Comer

Hada frío y un tímido sol empezaba a bajar allá atrás, chu­


pándole el cuello al horizonte. En la canchita, que queda en
el centro neurálgico del barrio, unos guachines de no más de
diez años hada rato jugaban un partido que se mantenía bas­
tante picante. A un costado está el tanque que les suministra
el agua potable a todos los vecinos, un imponente y largo
hongo de cemento de unos cuarenta metros de largo. Atrás
de uno de los arcos se extiende toda una tira de monoblocks
de tres pisos, de un deslucido y cada vez más viejo color
bordó. Atrás del otro arco pasa una calle que une los vértices
de "La Gardel". Mirando hacia el sector derecho de los
monoblocks se puede observar un camino que termina en
"el hueco del 1 , una especie de túnel que une de lado a
lado las dos edificaciones. En ese hueco paran unos pibes.
Los nombres de los lugares donde se juntan los pibes siem­
pre se titulan con el número de monoblock. Están los del 15,
los del 13, los del 1, los del 8, etc. El nombre no cambia, lo
que va cambiando son las caras. El recambio es constante,
algunos pibes que se veían hace dos años hoy ya no los ves,
porque los mataron o cayeron en cana, los únicos que se
mantienen estables son los rostros de los pibes que trabajan y
que también paran allí. Pasan distintas generaciones y son las
únicas presencias que se repiten. Por eso naturalmente son
una autoridad moral en cada ranchada. La amplia mayoría de
las personas que viven en el barrio trabajan o estudian, pero
los "pibes chorros" y los laburantes comparten gran parte
del tiempo de sus vidas en un mismo espacio, fuman del

131
mismo porro y beben de la misma jarra. Cuando llega el vier­
nes o el sábado y se hace la famosa vaquita para comprar
escabio, cada uno pone algo, el laburante saca de su sueldo, el
"pibe chorro" de su botín. El que no pone es una rata, sea
trabajador o delincuente. Los que trabajan saben lo que
hacen sus desviados amigos y quizás no estén para nada de
acuerdo, pero nadie juzga a nadie. Es que en el fondo y en
silencio unos envidian a otros. El que roba sabe que en cual­
quier momento puede morir o terminar preso, por eso envi­
dia del trabajador la tranquilidad de irse a dormir sin estar
perseguido, de que la policía le patee la puerta en plena
madrugada. Y el que trabaja envidia de los pibes chorros que
no deben cumplir horarios ni obedecer a nadie. Pero ese
sábado a la tarde, ya casi noche, en el hueco del 17 ninguno
de los 4 pibes tenía un peso, ni los 2 trabajadores ni los 2
chacales. Los pibes chorros esperaban ansiosos que 2 compa­
ñeros vuelvan con una "llave" (auto robado) para poder salir
ellos también a robar, ya que el fin de semana hace que el
capitalismo valga la pena y por eso nada más triste que un
sábado sin plata. En un momento uno de los trabajadores
lleva su mano al bolsillo de atrás de su pantalón y dice:
-¡ Uh guacho bien ahí! Miren lo que encontré, somos noso-
tros, vieron que siempre hay que tener un canuto . . .
-Ja, ja. Seguro estabas del orto cuando lo guardaste...
-Yo tengo un re bajón ¿y ustedes?
-Y .. no sé, vos fijate.
-Bueno ¿vamos a comprar un sánguche a la Patry?
-Dale, nos fuimos.
Y todos juntos emprendieron marcha hacia "La Patry" un
local multifunción que es un poco kiosco, un poco rotisería,
perfumería y hasta se vende ropa. El trabajador se puso a
hacer su pedido.
-Hola Patry, me hacés uno de milanga completo y me das
una Coca grande por favor.
-Son 300 pesos.
-Tomá, hay 150, en la semana paso y te pago todo. ¿En
cuánto sale?
-15 minutitos ponele.

132
-Bueno lo esperamos acá afuera.
Transcurrido ese tiempo el trabajador entró en busca de su
sánguche.
-Me lo cortás en cuatro partes iguales, por favor, y lo ponés
en una bandejita, gracias.
Y así se fueron de nuevo para la ranchada del hueco del 17,
al llegar el trabajador le dio un pedazo a cada uno de los
pibes, se lo comieron rápidamente y lo bajaron con gaseosa.
Un sánguche comunista (o peronista) aunque poco o nada
sepan estos pibes de quiénes fueron y qué pensaban Marx o
Perón. Un sánguche compartido entre proletarios y cabecitas
negras, dos de ellos laburantes, los otros dos pibes chorros.

133
Niños tirando piedras

Un sábado a la noche en clama, en pleno otoño, pero el frío


no interfiere ni llega a ser intolerable. El barrio está tranki, el
nuevo playón reluce sus remodelaciones, reflectores, cancha,
tribunas, plaza con juegos, todo nuevo. Nada quedó del anti­
guo, despintado, baqueteado y olvidado durante décadas. En
la canchita que ahora hasta cuenta con arcos hay un partido
de fútbol; están jugando los pibitos un picadito de cinco con­
tra cuatro, la edad promedio debe ser de diez años y el más
grande no debe pasar los doce. Será alrededor de la una de la
mañana, muchos de los guachos más grandes se preparan
para el baile. El barrio anda bien últimamente, si compara­
mos la cantidad de sangre que corre con otras épocas hoy en
día ha disminuido la violencia y el número de robos. Hasta
hace cinco años entraban hasta quince autos robados por
semana, la policía bonaerense asesinaba a más de uno por
mes y a determinada hora ya no se podía caminar por distin­
tos sectores por las infaltables guerras entre bandas. En cam­
bio, la situación de hoy difiere en esos aspectos, los "tru­
chos" (autos robados) que entran hoy en día serán un prome­
dio de cinco al mes. El panorama como el que estoy viendo
en estos momentos antes era irnpensado e irreal, que pibitos
jueguen como si nada a la pelota un sábado a la madrugada
era correr el peligro de ser pichón de fuegos cruzados.
De repente los guachines dejan de jugar al fútbol y se reú­
nen en el centro de la cancha, algo está pasando. Miro para
todos mis alrededores para ver si descifro cuál es el aconteci­
miento advertido por la tribu, y cuando giro mi espalda veo

135
que por una calle proveniente del lado del Hospital Posadas
aparece un patrullero a una velocidad moderada. Cuando el
móvil se disponía a atravesar el playón, los guachines ya
habían capturado todo tipo y modelo de proyectil, llámese
piedras, botellas y lo que venga. De golpe la adrenalina se
detiene. La tribu deja pasar tranquilamente al rodado policial
y simulan seguir jugando. El movimiento había sido planifi­
cado. Una vez que el patrullero dobla, todos corren para cor­
tarlo de frente y en menos de tres segundos comienzan las
detonaciones de piedras contra la chapa y los vidrios del
patrullero, que acelera a fondo su marcha y casi levantando
vuelo se resigna misericordioso a huir hacia afuera del barrio.
La tribu como en un ritual de danzas guerreras emprende su
retorno, en medio de gritos y alabanzas de victoria, en menos
de dos minutos vuelve el fútbol, son casi las dos de la maña­
na, casi diez guachines menores de doce años pelotean en
medio de un gueto latinoamericano y ya se aprendieron el
protocolo de bienvenida al enemigo.

136
¿Para qué sirve escribir estando preso?

Escribir entre rejas, sumergido en la más espesa tiniebla del


horror que carboniza tus huesos, tu carne, tu piel, tu alma. La
sola voluntad de tener ganas de empuñar una lapicera y ata­
car a la hoja mientras tu vida desde que partiste del vientre
fue adversidad, casi siempre miseria y necesidades, es por lo
menos incomprensible. ¿Hacer surgir el brote de una flor
entre lo que ya se consideraba tierra muerta? Son muchos los
casos a lo largo de la historia de la literatura de grandes poe­
tas surgidos en la desesperación de una celda. Si bien en ese
ambiente, es un dispositivo que ayuda a que el tiempo, que
allí adentro se ralentiza hasta al borde de la detención total
pueda acelerarse un poco, lo interesante radica en que la
escritura no sea un simple acto de catarsis, ni de confesiones
personales. Más estremecedor y novedoso es la escritura que
no pide perdón, que no necesita autorización, que huye de la
falsedad. En una sociedad henchida de injusticia, con gula de
opulencia y desigualdades absurdas, pedirle solo a lxs pibes
detenidxs que sean lampiños de moral o exigirles una escritu­
ra "resiliente" no es más que un discurso cómodo y fácil de
ensamblar entre las banderas de la "inclusión". Cuando cada
cuerpo de esxs pibes es una reserva incalculable de historias
para contar, pero que siempre se ven censuradas y abroquela­
das por una moral ridícula, que le solicita a quién no tuvo
nada desde que nació que encima "se porte y escriba bien".
Mientras los ladrones más crueles pueden llegar incluso a
gobernar países o provincias sin jamás perder un privilegio o
seis segundos de libertad.

137
El día que los presos comprendan que pueden escribir sin
necesidad de sentirse en un confesionario o en un interroga­
torio, se les caería el kiosco a muchos y muchas que han
montado carreras y fortunas hablando sobre el mundo carce­
lario. Y el solo hecho de ir a la cárcel tampoco certifica una
virtud sobresaliente. Se puede pisar la cárcel miles de veces,
pero si el corazón no hierve de rabia y grita que ese lugar es
de los peores inventos de nuestra especie, es casi lo mismo
que la nada, o incluso peor.

138
SOBRE LA TAPA y el horror irrepresentable

La foto de la tapa es una propuesta de Sudestada, había


varias opciones y, a mí, me gustó esta porque me servía para
plantear hasta qué punto no es también una fetichización de
una mercancía, porque al fin de cuentas un libro no deja de
ser una mercancía, una fetichización es un mecanismo que
muestra el rostro de las cosas pero esconde el resto del cuer­
po, lo que hay antes, detrás. Y acá tenemos un niño del que
vemos solo su rostro, más allá de que la foto fue tomada
durante un desalojo en la ciudad de Guernica, sur del conur­
bano bonaerense (vaya coincidencia de nombre de lugar para
el horror) pero ese dato no todos tienen porqué saberlo. Las
imágenes hablan, pero también callan. Las mercancías nos
llegan también calladas.
Lo central para mí era que el pibe esté mirando a cámara.
Me gusta mucho lo que dice Chris Marker en Sans soleil (1983)
sobre la mirada a cámara: ¿de dónde nace la ley que prohíbe
mirar a cámara? ¿Por qué es sinónimo de error? Mirar al lente
y con esa impronta le saca el poder a la cámara, acostumbrada
como un viejo rey a que los plebeyos no puedan mirarlo a los
ojos. La del chico de la tapa es una mirada tierna y veterana.
Adicionemos otros detalles, el fotógrafo es profesional. Ahí
aparece otro dilema: ¿qué tienen que hacer las cámaras, el
cine, la fotografía ante el horror? ¿Hay que mostrar o no
mostrar? Es histórica la discusión, por ejemplo, sobre qué
imágenes son las justas para mostrar lo que pasó en los cam­
pos de concentración del nazismo. Existe un film sobre el
tema como Shoah (1985) de Claude Lanzmann, que durante

139
más de 9 horas no muestra ninguna imagen de cadáveres,
ninguna imagen en retrospectiva, muestra solo en presente,
unos personajes van en tren, visitan a los sobrevivientes, a los
testigos, escuchamos testimonios, pero no vemos ninguna
imagen del genocidio. Después existe lo que se considera
para muchos una banalización del horror nazi en La vida es
bella (Roberto Benigni, 1997). Hay una vía de cine-ensayo en
Noche y niebla (Alain Resnais, 1956), algo más narrativo en La
lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993), o en Kapo (Gillo
Pontecorvo, 1959). Lanzmann dice que mostrar es ser cóm­
plice, que volver a mostrar los campos es revictimizar, y está
la posición de Godard que piensa que el cine es culpable por­
que mostró los campos y no hizo nada, y que es más culpable
aún porque que ya lo venía anticipando en muchas películas.
Lo anticiparon Chaplin, Renoir, pero no se evitó la catástro­
fe. Salvando las enormes diferencias: la vida de muchas villas
miseria, cárceles, desalojos de personas sin vivienda, también
son un horror irrepresentable. Pero, no representar nunca es
el camino y, seguramente, muchas películas nos están antici­
pando, en estos momentos, los próximos horrores irrepre­
sentables que terminarán siendo películas o fotos muy dife­
rentes entre sí.

140
ÍNDICE I
PRÓLOGO DE EsnrnAN RODRÍGUEZ ALZUETA

El objeto encantado .................................................... 5

EL FETICHISMO DE LA MARGINALIDAD

El fetichismo de la marginalidad .................................. 11


Filmando al capital .......................................................... 19
Lo viejo en lo nuevo ....................................................... 24
Un cine cero de conducta .............................................. 28
La potencia del odio ....................................................... 34
Puertas que giran, para un solo lado............................. 40
El aliento del racismo ..................................................... 47
La imagen neoliberal ...................................................... 53
La vida del miedo ............................................................ 59
Neologistas sin diploma ................................................. 67
• El fascismo ambidiestro ................................................. 71
La fábrica de monstruos ................................................ 73
Cómo vencer a la realidad ............................................. 77
El combate por la representación ................................ 82
El renacimiento de dios ................................................ 88
La espalda de una amistad ............................................. 93
Abrazo eterno .............................................................. 99
Un asco recíproco nos permite convivir ................... 103
La nave que va al infierno ............................................ 107
El conflicto eterno entre los 1mos y los otros ................ 109
Escenas de la vida gendarme ...................................... 117
Libres de morirse .......................................................... 123
Hombres rapados, mujeres con una sola trenza ...... 127
Comer ............................................................................. 131
Niños tirando piedras ................................................... 135
¿Para qué sirve escribir estando preso? ..................... 137
Sobre la tapa y el horror irrepresentable .................. 139
Este libro contempla el costo de los
materiales, el trabajo colectivo y la
autogestión para seguir resistiendo desde la
memoria y la lucha desde abajo, a la izquierda
y con el corazón.

Impreso en la tierra del sol recto, en la


imprenta autogestionada de la Editorial
Insurgente del Colectivo Desde el Margen.

Quito, 2024.

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