J. D.
Salinger
Nueve cuentos
Traducción de Carmen Criado
Título original: Nine Stories
Esta edición ha sido publicada por acuerdo con J. D. Salinger Literary Trust
a través de International Editors’ Co., Agencia Literaria, Barcelona
Primera edición: 1990
Cuarta edición, con nueva traducción: 2016
Cuarta reimpresión: 2022
Diseño de colección: Estudio de Manuel Estrada con la colaboración de Roberto
Turégano y Lynda Bozarth
Diseño de cubierta: Manuel Estrada
Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas
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Copyright © 1948, 1949, 1950, 1951, 1953 by J. D. Salinger
Copyright © renewed 1975, 1976, 1977, 1978, 1979, by J. D. Salinger
© de la traducción: Carmen Criado, 2016
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1990, 2022
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
www.alianzaeditorial.es
ISBN: 978-84-9104-450-5
Depósito legal: M. 18.083-2016
Printed in Spain
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[email protected]Índice
13 Un día perfecto para el pez plátano
31 El tío Wiggily en Connecticut
53 Justo antes de la guerra con los esquimales
73 El hombre que ríe
94 En el bote
109 Para Esmé, con amor y sordidez
141 Linda mi boca y verdes mis ojos
159 El período azul de Daumier-Smith
200 Teddy
7
Para Dorothy Olding
y Gus Lobrano
Conocemos el sonido de la palmada de
dos manos, pero ¿cuál es el sonido de la
palmada de una sola mano?
Un koan zen
Un día perfecto para el pez plátano
Había noventa y siete publicistas de Nueva York en el ho-
tel y, debido a la forma en que monopolizaban las líneas
telefónicas de larga distancia, la chica de la habitación 507
tuvo que esperar desde el mediodía hasta casi las dos y
media para conseguir su llamada. Pero no perdió el tiem-
po. En una revista femenina de bolsillo leyó un artículo ti-
tulado «El sexo es un placer… o un infierno». Lavó su ce-
pillo y su peine. Quitó una mancha de la falda de su traje
beige. Corrió un botón de su blusa de Sacks. Se arrancó
con unas pinzas dos pelos que le habían salido en un lu-
nar. Cuando la telefonista llamó finalmente a su habita-
ción, estaba sentada en el asiento de la ventana y casi ha-
bía acabado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
Era el tipo de chica que no dejaba absolutamente nada
por el timbre de un teléfono. Parecía como si lo hubiera
estado oyendo sonar sin parar desde que había llegado a
la pubertad.
13
Nueve cuentos
Mientras el timbre seguía sonando, repasó con el pincel
la uña de su dedo meñique, acentuando la línea de la me-
dia luna. Luego volvió a tapar el frasco de esmalte y, ya de
pie, abanicó el aire con la mano izquierda, la que aún no
se había secado. Con la mano seca, cogió del asiento un
cenicero lleno de colillas y se lo llevó con ella a la mesilla
de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las
camas gemelas y, al quinto o sexto timbrazo, contestó.
–¿Diga? –dijo manteniendo los dedos de la mano iz-
quierda estirados y alejados de su bata de seda blanca,
que era todo lo que llevaba puesto, aparte de las zapati-
llas (los anillos estaban en el baño).
–Su llamada a Nueva York, señora Glass –dijo la tele-
fonista.
–Gracias –dijo la chica mientras hacía sitio en la mesi-
lla para el cenicero.
Una voz de mujer llegó a través del hilo telefónico.
–¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular de la oreja.
–Sí, mamá. ¿Cómo estás? –dijo.
–No sabes lo preocupada que he estado por ti. ¿Por
qué no has llamado? ¿Estás bien?
–Traté de hablar contigo anoche y la noche anterior. El
teléfono ha estado…
–¿Estás bien, Muriel?
La chica aumentó el ángulo abierto entre el auricular y
su oreja.
–Estoy bien. Tengo calor. Hoy es el día más caluroso
en Florida desde…
–¿Por qué no me has llamado? No sabes lo preocupa-
da que…
14
Un día perfecto para el pez plátano
–Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente
–dijo la chica–. Anoche te llamé dos veces. Una de ellas
justo después de…
–Le dije a tu padre que probablemente llamarías ano-
che. Pero no, él tenía que… ¿Estás bien, Muriel? Dime
la verdad.
–Estoy bien. Deja de preguntármelo, por favor.
–¿Cuándo llegasteis?
–No sé. El miércoles por la mañana, a primera hora.
–¿Quién condujo?
–Él –dijo la chica–. Y no te subas por las paredes. Con-
dujo muy bien. Me sorprendió.
–¿Que condujo él? Muriel, me prometiste que…
–Mamá –interrumpió la chica–. Acabo de decírtelo.
Condujo muy bien. De hecho, fue a menos de ochenta
todo el camino.
–¿Trató de hacer alguna de esas cosas raras con los ár-
boles?
–Te he dicho que condujo muy bien, mamá. Tranquila,
por favor. Le dije que no cruzara la línea blanca ni nada
de eso, y él lo entendió y me hizo caso. Hasta trataba de
no mirar a los árboles, se le notaba. A propósito, ¿le han
arreglado el coche a papá?
–Aún no. Piden cuatrocientos dólares sólo por…
–Mamá, Seymour le dijo a papá que lo pagaría él. No
hay razón para…
–Bueno, ya veremos. ¿Cómo estuvo… en el coche y
todo eso?
–Bien –dijo la chica.
–¿Siguió llamándote esas cosas horribles que…?
–No. Ahora me llama algo nuevo.
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Nueve cuentos
–¿El qué?
–¡Qué más da, mamá!
–Muriel, quiero saberlo. Tu padre…
–Está bien, está bien. Me llama Miss Golfa Mística 1948
–dijo la chica riéndose.
–No tiene gracia, Muriel. No tiene ninguna gracia. Es
horrible. La verdad es que es muy triste. Cuando pienso
cómo…
–Mamá –interrumpió la chica–. Escúchame. ¿Te acuer-
das de ese libro que me mandó desde Alemania? Ya sa-
bes… ese libro de poemas en alemán. ¿Qué hice con él?
He estado devanándome los…
–Lo tienes.
–¿Estás segura? –dijo la chica.
–Claro que sí. Mejor dicho, lo tengo yo. Está en el
cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y ya no cabía en la…
¿Por qué? ¿Lo quiere?
–No. Sólo me preguntó por él cuando veníamos en el
coche. Quería saber si lo había leído.
–¡Pero si estaba en alemán!
–Sí, mamá. Pero no importa –dijo la chica cruzando
las piernas–. Dijo que esos poemas los había escrito el
único gran poeta del siglo. Dijo que yo debería haber
comprado una traducción o algo así. O que debería ha-
ber aprendido alemán, ¿te imaginas?
–Es horrible. Horrible. La verdad es que es triste, eso
es lo que es. Tu padre dijo anoche que…
–Un momento, mamá –dijo la chica.
Se acercó al asiento de la ventana para coger sus ciga-
rrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama.
–¿Mamá? –dijo exhalando una bocanada de humo.
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Un día perfecto para el pez plátano
–Muriel. Escúchame.
–Te estoy escuchando.
–Tu padre ha hablado con el doctor Sivetski.
–Ah, ¿sí?
–Le ha contado todo. Al menos eso dice, ya conoces a
tu padre. Lo de los árboles. Lo de la ventana. Esas cosas
horribles que le dijo a la abuela acerca de lo que ha pla-
neado para su muerte. Y lo que hizo con todas esas fotos
tan bonitas de Bermudas… Todo.
–¿Y qué?
–Verás. En primer lugar el doctor le ha dicho que fue
un auténtico crimen que el ejército le permitiera dejar el
hospital. Palabra de honor. Le ha dicho que es posible,
muy posible, que Seymour se descontrole totalmente.
Palabra de honor.
–Hay un psiquiatra aquí en el hotel –dijo la chica.
–¿Quién es? ¿Cómo se llama?
–No sé. Rieser o algo así. Dicen que es muy bueno.
–Nunca he oído hablar de él.
–Pues aun así dicen que es muy bueno.
–Muriel, no seas descarada, por favor. Estamos muy
preocupados por ti. Tu padre quería mandarte un tele-
grama anoche para que vuelvas a casa. De hecho…
–No pienso volver, mamá. Así que tranquila.
–Muriel. Te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha di-
cho que Seymour puede descontrolarse total…
–Acabo de llegar, mamá. Son mis primeras vacaciones
en años y no pienso hacer las maletas corriendo para vol-
ver a casa –dijo la chica–. De todas formas, no estoy en
condiciones de viajar. Me he quemado tanto con el sol
que apenas puedo moverme.
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Nueve cuentos
–¿Que te has quemado? ¿No has usado el bronceador
que te puse en la maleta? Lo puse en…
–Sí lo he usado. Pero me he quemado igual.
–Eso es horrible. ¿Dónde te has quemado?
–En todas partes, mamá, en todas partes.
–Eso es horrible.
–Sobreviviré.
–Dime. ¿Has hablado con ese psiquiatra?
–Bueno, más o menos –dijo la chica.
–¿Y qué te dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando ha-
blaste con él?
–En el Salón Océano, tocando el piano. Ha tocado el
piano las dos noches que llevamos aquí.
–¿Y qué te dijo el psiquiatra?
–No mucho. Fue él quien habló conmigo primero.
Anoche estaba sentada a su lado en el bingo y me pre-
guntó si era mi marido el que tocaba en la otra habita-
ción. Le dije que sí y él me preguntó si Seymour había
estado enfermo o algo así. Así que le dije…
–¿Por qué te lo preguntó?
–No lo sé, mamá. Supongo que porque está tan pálido
y eso –dijo la chica–. En cualquier caso, después del bin-
go él y su mujer me dijeron que si quería tomar una copa
con ellos. Les dije que sí. Su mujer iba horrorosa. ¿Te
acuerdas de ese vestido tan feo que vimos en el escapara-
te de Bonwit? ¿El que dijiste que sólo podía llevarlo una
mujer que tuviera un…?
–¿El verde?
–Sí. Y ella es toda caderas. No dejó de preguntarme si
Seymour era pariente de esa tal Suzanne Glass que tiene
esa tienda en Madison Avenue… De sombreros.
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Un día perfecto para el pez plátano
–¿Pero qué te dijo? El psiquiatra.
–No mucho, la verdad. Estábamos en el bar y todo
eso. Había un ruido tremendo.
–Sí. Pero… ¿le dijiste lo que quiso hacer con el sillón
de la abuela?
–No, mamá. No entré mucho en detalles –dijo la chi-
ca–. Probablemente tendré la oportunidad de volver a
hablar con él. Se pasa todo el día en el bar.
–¿Te dijo si pensaba que cabía la posibilidad de que se
pusiera… ya sabes, raro o algo así? De que pudiera ha-
certe algo.
–No exactamente –dijo la chica–. Necesitaba más in-
formación, mamá. Tienen que saber acerca de tu infan-
cia y todas esas cosas. Ya te lo he dicho. Apenas pudimos
hablar con todo el ruido que había en el bar.
–Bueno. ¿Qué tal tu abrigo azul?
–Bien. He hecho que le quiten parte de las hombreras.
–¿Cómo son los vestidos este año?
–Horribles. Pero impresionantes. Tienen lentejuelas
y… de todo –dijo la chica.
–¿Qué tal la habitación?
–Está bien. Pero sólo bien. No hemos podido conse-
guir la que nos dieron antes de la guerra –dijo la chica–.
La gente es horrible este año. Deberías ver a los que se
sientan al lado nuestro en el comedor. En la mesa de al
lado. Parece como si hubieran venido en camión.
–Es igual en todas partes. ¿Qué tal tu vestido de baile?
–Demasiado largo. Te dije que me quedaba demasiado
largo.
–Muriel, sólo voy a preguntártelo una vez más. ¿De
verdad que estás bien?
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Nueve cuentos
–Sí, mamá –dijo la chica–. Te lo he dicho noventa veces.
–¿Y no quieres venir a casa?
–No, mamá.
–Tu padre dijo anoche que estaría más que dispuesto a
correr con los gastos si te fueras sola a algún sitio a re-
flexionar. Podías hacer un crucero bonito. Los dos pen-
samos…
–No, gracias –dijo la chica descruzando las piernas–.
Mamá, esta conferencia va a costar una…
–Cuando pienso en cómo esperaste a ese chico toda la
guerra… Cuando pienso en todas esas mujercitas des-
quiciadas…
–Mamá –dijo la chica–, será mejor que colguemos. Sey-
mour va a volver de un momento a otro.
–¿Dónde está?
–En la playa.
–¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
–Mamá –dijo la chica–. Hablas de él como si fuera un
maniaco furioso…
–Yo no he dicho nada de eso, Muriel.
–Pues lo parece. Lo único que hace es tumbarse en la
arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
–¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
–No lo sé. Supongo que porque está tan blanco.
–¡Dios mío! Necesita tomar el sol. ¿No puedes hacer
que tome el sol?
–Ya conoces a Seymour –dijo la chica volviendo a cru-
zar las piernas–. Dice que no quiere que un montón de
idiotas se queden mirando su tatuaje.
–¡Pero si no tiene ningún tatuaje! ¿O es que se hizo al-
guno en el ejército?
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Un día perfecto para el pez plátano
–No, mamá. No –dijo la chica levantándose–. Mira,
quizá te llame mañana.
–Muriel. Escúchame.
–Sí, mamá –dijo la chica pasando todo su peso a la
pierna derecha.
–Llámame en el momento en que haga o diga cual-
quier cosa rara… ya sabes a qué me refiero. ¿Me oyes?
–Mamá, no tengo miedo de Seymour.
–Muriel, quiero que me lo prometas.
–Está bien, te lo prometo. Adiós, mamá –dijo la chi-
ca–. Un beso a papá.
Y colgó.
–Ver más cristal –dijo Sybil Carpenter, que se alojaba en
el hotel con su madre–. ¿Ves más cristal?
–Deja ya de decir eso, tesoro. Estás volviendo a mamá
totalmente loca. Estate quieta, por favor.
La señora Carpenter estaba aplicando bronceador a los
hombros de Sybil y extendiéndolo sobre los delicados omo-
platos que parecían alas. La niña estaba sentada frente al
mar, en equilibrio sobre una enorme pelota de goma. Lleva-
ba un bañador amarillo canario de dos piezas, una de las
cuales no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
–En realidad no era más que un pañuelo de seda co-
rriente y normal. Lo veías cuando te acercabas –dijo la
mujer que estaba sentada en una tumbona junto a la de
la señora Carpenter–. Me gustaría saber cómo se lo anu-
da. Queda muy bonito.
–Suena precioso –asintió la señora Carpenter–. Sybil,
estate quieta, tesoro.
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Nueve cuentos
–¿Ves más cristal? –dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
–Ya está –dijo tapando el bronceador–. Ahora vete a
jugar, tesoro. Mamá se va al hotel a tomar un Martini con
la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Al verse libre, Sybil corrió inmediatamente a la orilla y
echó a andar hacia el Pabellón del Pescador. Tras pararse
solamente para hundir un pie en un castillo de arena
inundado y medio deshecho, se halló pronto fuera de la
zona reservada a los huéspedes del hotel.
Caminó unos trescientos metros y de pronto echó a co-
rrer en diagonal a través de la parte más arenosa de la pla-
ya. Cuando llegó al lugar en que un hombre joven estaba
tumbado en la arena boca arriba, se detuvo bruscamente.
–¿Vas a meterte en el agua, ver más cristal? –dijo.
El joven se sobresaltó y se llevó la mano derecha a las
solapas de su albornoz. Se volvió sobre el estómago, de-
jando caer una toalla enrollada que cubría sus ojos, y
miró a Sybil de refilón evitando la luz del sol.
–¡Ah! Hola, Sybil.
–¿Vas a meterte en el agua?
–Te estaba esperando –dijo el joven–. ¿Qué hay de
nuevo?
–¿Qué? –dijo Sybil.
–¿Que qué hay de nuevo? ¿Cuál es el plan?
–Mi papá viene mañana en un naireplano –dijo Sybil
dando patadas a la arena.
–No me la eches a la cara, cariño –dijo el joven sujetan-
do un tobillo de Sybil–. Bueno, ya era hora de que vinie-
ra tu papá. Llevo tiempo esperándole hora tras hora.
Hora tras hora.
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Un día perfecto para el pez plátano
–¿Dónde está la señora? –dijo Sybil.
–¿La señora? –dijo el joven sacudiendo la arena de su
fino cabello–. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en
cualquiera de mil sitios diferentes. En la peluquería. Ti-
ñéndose el pelo de color visón. O en su habitación, ha-
ciendo muñecas para los pobres.
Tumbado sobre el estómago, cerró los puños, puso
uno encima del otro y apoyó la barbilla en el de arriba.
–Pregúntame otra cosa, Sybil –dijo–. Llevas un bañador
muy bonito. Si hay algo que me gusta es un bañador azul.
Sybil le miró sorprendida y luego bajó la vista a su es-
tómago prominente.
–Este es amarillo –dijo–. Es amarillo.
–Ah, ¿sí? Acércate un poco.
Sybil dio un paso adelante.
–Tienes toda la razón. ¡Qué tonto soy!
–¿Vas a meterte en el agua? –dijo Sybil.
–Estoy considerándolo seriamente. Te alegrará saber
que lo estoy meditando muy detenidamente, Sybil.
La niña hundió un dedo en el flotador de goma que el
joven usaba a veces como almohada.
–Le falta aire –dijo.
–Tienes razón. Le falta más aire de lo que estoy dis-
puesto a admitir.
Retiró los puños y apoyó la barbilla en la arena.
–Sybil –dijo–, tienes muy buen aspecto. Me alegro mu-
cho de verte. Háblame de ti.
Alargó las manos y sujetó con ellas los tobillos de Sybil.
–Yo soy capricornio –dijo–. ¿Tú qué eres?
–Sharon Lipschutz me ha dicho que la dejaste sentarse
al piano contigo –dijo Sybil.
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Nueve cuentos
–¿Sharon Lipschutz te ha dicho eso?
Sybil asintió vigorosamente.
Él le soltó los tobillos, apartó las manos y apoyó una
mejilla en su antebrazo derecho.
–Bueno –dijo–, ya sabes cómo son esas cosas, Sybil. Yo
estaba allí tocando. Y a ti no se te veía por ninguna parte.
Sharon Lipschutz se acercó y se sentó a mi lado. No po-
día echarla de un empujón, ¿no?
–Sí.
–No. No. No podía hacer eso –dijo el joven–. Pero te
diré lo que hice.
–¿Qué hiciste?
–Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó inmediatamente y empezó a hacer un
hoyo en la arena.
–Vamos al agua –dijo.
–Está bien –dijo el joven–. Creo que podré dedicarte
un momento.
–La próxima vez, empújala –dijo Sybil.
–¿A quién?
–A Sharon Lipschutz.
–¡Ah, Sharon Lipschutz! –dijo el joven–. Cómo surge
ese nombre. Mezclando recuerdo y deseo.
De pronto se puso de pie. Miró al mar.
–Sybil –dijo–. Te diré lo que vamos a hacer. Vamos a
ver si podemos pescar un pez plátano.
–¿Un qué?
–Un pez plátano –dijo soltándose el nudo del cintu-
rón.
Se quitó el albornoz. Tenía los hombros blancos y es-
trechos y llevaba un bañador azul. Dobló el albornoz,
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Un día perfecto para el pez plátano
primero a lo largo y luego en tres veces. Desenrolló la
toalla con que se había cubierto los ojos, la desplegó so-
bre la arena y luego colocó sobre ella el albornoz dobla-
do. Se agachó, cogió el flotador y se lo puso bajo el brazo
derecho. Después, con la mano izquierda, cogió a Sybil
de la mano.
Los dos echaron a andar hacia la orilla.
–Me imagino que habrás visto un montón de peces
plátano en tu juventud –dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
–¿No? Pero tú, ¿dónde vives?
–No lo sé –dijo Sybil.
–Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lip-
schutz sabe dónde vive y sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y soltó su mano de un tirón. Cogió una
concha y la miró con marcado interés. La tiró al suelo.
–Whirly Wood, Connecticut –dijo, y siguió andando
precedida por su estómago.
–Whirly Wood, Connecticut –dijo el joven–. ¿Por ca-
sualidad está eso cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil le miró.
–Es donde vivo –dijo con impaciencia–. Vivo en Whirly
Wood, Connecticut.
Corrió unos pasos por delante de él, se cogió el pie iz-
quierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
–No sabes hasta qué punto aclara eso las cosas –dijo el
joven.
Sybil se soltó el pie.
–¿Has leído El negrito Sambo? –preguntó.
–Tiene gracia que me hagas esa pregunta –dijo él–. Da
la casualidad de que acabé de leerlo anoche.
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