Limpios de manos y puros de corazón
Élder David A. Bednar
Del Quórum de los Doce Apóstoles
Nuestro propósito espiritual es superar tanto el pecado como el deseo de pecar, tanto la mancha del pecado
como su tiranía.
Tengo gratos recuerdos de mi niñez de cuando mi madre me leía las historias del Libro de Mormón. Era muy
hábil para hacer que los episodios de las Escrituras parecieran reales en mi juvenil imaginación y no me cabía
duda de que mi madre tenía un testimonio de la veracidad de ese registro sagrado. Recuerdo en forma
especial su descripción de la visita del Salvador al continente americano después de Su resurrección y de Sus
enseñanzas al pueblo de la tierra de Abundancia. Por medio de la simple constancia de su ejemplo y testimonio,
mi madre encendió en mí las primeras llamas de fe en el Salvador y en Su Iglesia de los últimos días. Llegué a
saber por mí mismo que el Libro de Mormón es otro testamento de Jesucristo y que contiene la plenitud de Su
evangelio eterno (véase D. y C. 27:5).
Hoy me gustaría examinar con ustedes uno de mis relatos favoritos del Libro de Mormón: La aparición del
Salvador en el Nuevo Mundo, y analizar Sus enseñanzas a la multitud acerca del poder santificador del
Espíritu Santo. Ruego la guía del Espíritu, tanto para mí como para ustedes.
El ministerio del Salvador en el Nuevo Mundo
Durante el ministerio del Salvador en el Nuevo Mundo, que duró tres días, Él enseñó Su doctrina, autorizó a Sus
discípulos para efectuar las ordenanzas del sacerdocio, sanó a los enfermos, oró por la gente y con ternura
bendijo a los niños. Al acercarse el final del tiempo que el Salvador estaría con el pueblo, resumió en forma
concisa los principios fundamentales de Su evangelio.
El dijo: “Y éste es el mandamiento: Arrepentíos, todos vosotros, extremos de la tierra, y venid a mí y sed
bautizados en mi nombre, para que seáis santi cados por la recepción del Espíritu Santo, a n de que en el
postrer día os presentéis ante mí sin mancha” (3 Ne 27:20).
Es esencial que comprendamos y apliquemos a nuestra vida los principios básicos que describió el Maestro en
este pasaje de las Escrituras. El primero fue el arrepentimiento, es decir, “entregar el corazón y la voluntad
a Dios…abandonando el pecado” (Guía para el Estudio de las Escrituras, pág. 19, “Arrepentimiento”). Al
buscar y recibir en forma apropiada el don espiritual de la fe en el Redentor, recurrimos a los méritos, la
misericordia y la gracia del Santo Mesías y con amos en ellos (véase 2 Ne 2:8). El arrepentimiento es el dulce
fruto que se recibe por la fe en el Salvador e implica volcarnos a Dios y alejarnos del pecado.
A continuación, el Señor resucitado explicó la importancia de venir a Él. La multitud se congregó en el templo y
se les invitó, en forma literal, a venir al Salvador “uno por uno” (3 Ne 11:15) a palpar las marcas de los clavos
en las manos y en los pies del Maestro y meter las manos en Su costado. Todos los que tuvieron esa experiencia
“supieron con certeza, y dieron testimonio de que era él” (versículo 15), Jesucristo mismo, el que había venido.
El Salvador también enseñó al pueblo a venir a Él por medio de convenios sagrados y les recordó que eran “los
hijos del convenio” (3 Ne 20:26). Recalcó la importancia eterna de las ordenanzas del bautismo (véase 3 Ne
11:19–39) y del recibir el Espíritu Santo (véase 3 Ne 11:35–36; 12:6; 18:36–38). De igual forma, se nos amonesta,
a ustedes y a mí, a volvernos a Cristo, aprender de Él y venir a Él por medio de los convenios y las ordenanzas
de Su evangelio restaurado. Al hacerlo, con el tiempo y al nal, llegaremos a conocerlo (véase Juan 17:3) “en su
propio tiempo y a su propia manera, y de acuerdo con su propia voluntad” (D. y C. 88:68), como lo hizo el pueblo
de la tierra de Abundancia.
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El arrepentirse y venir a Cristo por medio de los convenios y las ordenanzas de salvación son los requisitos y
la preparación para ser santi cados mediante la recepción del Espíritu Santo y presentarnos sin
mancha ante Dios en el postrer día. Ahora quisiera que concentráramos nuestra atención en la in uencia
santi cadora que el Espíritu Santo puede ser en nuestra vida.
Nuestra jornada espiritual
La puerta del bautismo conduce al estrecho y angosto camino y a la meta de despojarnos del hombre
natural y llegar a ser santos mediante la expiación de Cristo, el Señor (véase Mosíah 3:19). El propósito
de nuestra jornada terrenal no es simplemente ver los paisajes de la tierra o utilizar el tiempo que se nos
adjudicó con nes egoístas, sino más bien “andar en vida nueva” (Romanos 6:4), ser santi cados al
entregar nuestro corazón a Dios (véase Helamán 3:35), y obtener “la mente de Cristo” (1 Corintios 2:16).
Se nos manda y se nos enseña a vivir de manera tal que nuestro estado caído cambie por medio del poder
santi cador del Espíritu Santo. El presidente Marion G. Romney enseñó que el bautismo de fuego por el
Espíritu Santo “nos cambia de lo carnal a lo espiritual; limpia, sana y puri ca el alma… La fe en el Señor
Jesucristo, el arrepentimiento y el bautismo de agua son todos elementos preliminares y requisitos del
mismo, pero el bautismo de fuego es la culminación. El recibir este bautismo de fuego significa que nuestros
vestidos son lavados en la sangre expiatoria de Jesucristo” (véase Learning for the Eternities, comp.
George J. Romney, 1977, pág. 133; véase también 3 Ne 27:19–20).
Por lo tanto, al nacer de nuevo y procurar tener siempre Su Espíritu con nosotros, el Espíritu Santo
santi ca y re na nuestra alma como si fuese por fuego (véase 2 Ne 31:13–14, 17); y finalmente, nos
hallaremos sin mancha ante Dios.
El evangelio de Jesucristo abarca mucho más que evitar, vencer y ser limpios del pecado y de las malas
influencias de nuestra vida; también conlleva, fundamentalmente, hacer el bien, ser buenos y llegar a ser
mejores. Arrepentirnos de nuestros pecados y pedir perdón son cosas espiritualmente necesarias, y
siempre debemos hacerlas, pero la remisión de los pecados no es ni el único ni aun el más importante
propósito del Evangelio. El que nuestro corazón cambie por medio del Espíritu Santo al punto de “ya no
tener más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2), como tenía el pueblo
del rey Benjamín, es la responsabilidad que hemos aceptado bajo convenio. Este potente cambio no es sólo
el resultado de esforzarnos con más ahínco o de lograr mayor disciplina individual; más bien, es la
consecuencia de un cambio radical en nuestros deseos, motivos y naturaleza, que se logra por medio de la
expiación de Cristo el Señor. Nuestro propósito espiritual es superar tanto el pecado como el deseo de
pecar, tanto la mancha del pecado como su tiranía.
A través de las edades, los profetas han recalcado los dos requisitos: (1) evitar y vencer el mal, y (2)
hacer el bien y llegar a ser mejores. Consideremos la profunda pregunta que hizo el salmista:
“¿Quién subirá al monte de Jehová? ¿Y quién estará en su lugar santo?
“El limpio de manos y puro de corazón; El que no ha elevado su alma a cosas vanas, Ni
jurado con engaño” (Salmos 24:3–4).
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Hermanos y hermanas, es posible ser limpios de manos y no ser puros de corazón. Tengan en cuenta que
tanto las manos limpias como el corazón puro son necesarios para subir al monte de Jehová y estar en Su
lugar santo. Permítanme sugerir que las manos se limpian mediante el proceso de despojarnos del hombre
natural y de vencer el pecado y las malas in uencias de nuestra vida por medio de la expiación del
Salvador. El corazón se puri ca al recibir Su poder fortalecedor para hacer el bien y llegar a ser mejores.
Todos nuestros deseos dignos y buenas obras, aunque son muy necesarios, no producen manos limpias y un
corazón puro. La expiación de Jesucristo es la que proporciona tanto el poder limpiador y redentor que nos
ayuda a vencer el pecado como el poder santificador y fortalecedor que nos ayuda a ser mejores de lo que
seríamos si dependiésemos sólo de nuestra propia fuerza. La expiación in nita es tanto para el pecador
como para el santo que cada uno de nosotros lleva en su interior.
En el Libro de Mormón encontramos las supremas enseñanzas del rey Benjamín en cuanto a la misión y a la
expiación de Jesucristo. La sencilla doctrina que enseñó hizo que la gente cayera a tierra porque el temor
del Señor había venido sobre ellos. “Y se habían visto a sí mismos en su propio estado carnal, aún menos que
el polvo de la tierra. Y todos a una voz clamaron, diciendo: ¡Oh, ten misericordia y aplica la sangre expiatoria
de Cristo para que recibamos el perdón de nuestros pecados y sean purificados nuestros corazones; porque
creemos en Jesucristo, el Hijo de Dios, que creó el cielo y la tierra y todas las cosas; el cual bajará entre los
hijos de los hombres!” (Mosíah 4:2).
Una vez más, en este versículo encontramos la doble bendición del perdón del pecado, que sugiere manos
limpias, y la transformación de nuestra naturaleza, lo que signi ca un corazón puro.
Al terminar sus enseñanzas, el rey Benjamín reiteró la importancia de esos dos aspectos básicos del
crecimiento espiritual.
“Y ahora bien, por causa de estas cosas que os he hablado —es decir, a n de retener la remisión de
vuestros pecados de día en día, para que andéis sin culpa ante Dios—, quisiera que de vuestros bienes
dieseis al pobre” (Mosíah 4:26).
Nuestro deseo sincero debería ser que fuésemos tanto limpios de manos como puros de corazón, y tener tanto
la remisión de los pecados de día en día como andar sin culpa ante Dios. El sólo ser limpios de manos no será
su ciente cuando nos hallemos ante Aquel que es puro y que, como “cordero sin mancha y sin
contaminación” (1 Pedro 1:19), libremente derramó Su preciada sangre por nosotros.
Línea por línea
Algunos de los que oigan o lean este mensaje pensarán que durante su vida no obtendrán el progreso
espiritual que describo. Tal vez pensemos que estas verdades se aplican a los demás, pero no a nosotros.
En esta vida no alcanzaremos un estado de perfección, pero podemos y debemos seguir adelante con fe en
Cristo por el estrecho y angosto camino y progresar en forma constante hacia nuestro destino eterno. El
modelo del Señor para el progreso espiritual es “línea por línea, precepto por precepto, un poco aquí y un
poco allí” (2 Nefi 28:30). Las mejoras espirituales pequeñas, constantes y progresivas, son los pasos que el
Señor quiere que tomemos. El prepararnos para andar sin culpa ante Dios es uno de los propósitos
principales de la vida terrenal y la búsqueda de toda una vida; no se obtiene como resultado de períodos
esporádicos de intensa actividad espiritual.
Testifico que el Salvador nos fortalecerá y nos ayudará a progresar en forma continua y paulatina. El
ejemplo del Libro de Mormón de que “muchos, muchísimos” (Alma 13:12) miembros de la Iglesia de la
antigüedad eran puros y sin mancha ante Dios es una fuente de aliento y consuelo para mí. Me imagino que
esos miembros de la Iglesia antigua eran hombres y mujeres comunes y corrientes como ustedes y yo. Esas
personas no podían ver el pecado sino con repugnancia, y “fueron puri cados y entraron en el reposo del
Señor su Dios” (versículo 12). Esos principios y ese proceso de progreso espiritual se aplican siempre a todos y
a cada uno de nosotros por igual.
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La invitación final de Moroni
El requisito de despojarse del hombre natural y hacerse santo, de evitar y de vencer el mal, de hacer el
bien y mejorar, de ser limpios de manos y puros de corazón, es un tema que se repite a lo largo de todo el
Libro de Mormón. De hecho, la invitación final de Moroni en la última parte del libro es un resumen de ese
tema:
“Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, y absteneos de toda impiedad, y si os abstenéis de toda impiedad,
y amáis a Dios con toda vuestra alma, mente y fuerza, entonces su gracia os es su ciente, para que por su
gracia seáis perfectos en Cristo; y si por la gracia de Dios sois perfectos en Cristo, de ningún modo podréis
negar el poder de Dios.
“Y además, si por la gracia de Dios sois perfectos en Cristo y no negáis su poder, entonces sois santi cados
en Cristo por la gracia de Dios, mediante el derramamiento de la sangre de Cristo, que está en el
convenio del Padre para la remisión de vuestros pecados, a fin de que lleguéis a ser santos, sin
mancha” (Moroni 10:32–33).
Es mi deseo que ustedes y yo nos arrepintamos con sinceridad de corazón y realmente vengamos a Cristo.
Ruego que por medio de la expiación del Salvador procuremos ser limpios de manos y puros de corazón, y
que lleguemos a ser santos, sin mancha. Testifico que Jesucristo es el Hijo del Padre Eterno y nuestro
Salvador. Aquel que es sin mancha nos redime del pecado y nos fortalece para hacer el bien y llegar a
ser mejores. De ello testifico en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.
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