SELLO PLANETA
COLECCIÓN
FORMATO 15 x 23 cm
RÚSTICA
SERVICIO
Cinco apartamentos. Siete días. Cuando el tiempo
Muchas locuras. se detiene, PRUEBA DIGITAL
contigo
A los habitantes de London Lane, un simple trozo de VALIDA COMO PRUEBA DE COLOR
Ethan y Charlotte: están superenamora- papel debajo de cada una de sus puertas está a punto
la vida se llena EXCEPTO TINTAS DIRECTAS, STAMPINGS, ETC.
dos pero la cuarentena les coge separados, de cambiarles la vida de cien formas diferentes. de sorpresas
uno dentro del piso y otro fuera. DISEÑO 18/5
¡¡¡URGENTE!!! Debido a la situación actual, los
Zach y Serena: llevan cuatro años juntos, EDICIÓN
pero pasar encerrados tantos días los lle- administradores del edificio han tomado la decisión
vará a descubrir aspectos del otro que no de imponer una cuarentena de siete días en todo
habían visto antes y se plantearán muchas aquel edificio de apartamentos de London Lane en
cosas de su relación. el que algún residente haya contraído el virus.
o
Liv: se queda encerrada junto a sus amigas De la noche a la mañana, los ocupantes del bloque
t i g
después de haber celebrado la despedida
deberán permanecer siete días encerrados en su
c on
de soltera de una de ellas. Pronto se da CARACTERÍSTICAS
cuenta de que, a veces, convivir es mucho apartamento, a veces con alguien que no esperaban
más difícil de lo que parece. volver a ver, así que esta situación inesperada provo- IMPRESIÓN 4/0
cará más de un malentendido…
Isla y Danny: hace poco más de una se-
BETH REEKLES empezó a escribir Mi pri-
mana que salen juntos y hasta ahora solo Reconciliaciones, rupturas y nuevos amores llenarán mer beso en Wattpad con quince años,
han visto la cara más «bonita» del otro. Es- una semana en la que incluso las amistades más sóli- PAPEL
tar encerrados tantos días pondrá a prue- acumuló más de veinte millones de lecturas
das se pondrán a prueba mientras todos luchan por antes de que se publicara en 2012, y en
ba su relación, porque irán descubriendo PLASTIFÍCADO mate
cómo son realmente. salir ilesos. En medio de todo el drama, una cosa que- 2018 Netflix estrenó la película. Ha sido
da clara: la vida está llena de sorpresas… elegida por la revista Time como una de las
BETH REEKLES
UVI brillo
Imogen y Nate: un ligue de una noche que dieciséis adolescentes más influyentes.
También es autora de las novelas Rolling
no tenía que durar más que eso, una no-
che, así que vivir encerrados juntos duran-
Una comedia romántica divertida, Dice, Out of Tune, Diciembre (no es lo mis-
RELIEVE
te una semana va a ser bastaaaante com- adictiva y maravillosa. mo) sin ti, Mi primer beso 2. Amor a distan- BAJORRELIEVE
plicado para los dos. cia y Mi primer beso 3. Una última vez.
STAMPING
FORRO TAPA
PVP 17,90 € 10301140
BETH R E E KLE S
Diagonal, 662, 08034 Barcelona Ilustración de la cubierta: Ellen Rockell – LBBG, a partir GUARDAS
de imágenes de © Shutterstock
www.editorial.planeta.es Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño, basado en
www.planetadelibros.com el diseño original de Ellen Rockell INSTRUCCIONES ESPECIALES
C_Siete dias contigo.indd 1
R 22 mm 27/5/22 12:24
BETH REEKLES
SIETE DÍAS CONTIGO
Traducción de Aleix Montoto
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Título original: Love, Locked Down
© Beth Reekles, 2022
© por la traducción, Aleix Montoto, 2022
Título original: A Slow Fire Burning
© Editorial Planeta, S. A., 2022
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
© Paula Hawkins, 2021
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© por la traducción, Aleix Montoto, 2021
www.planetadelibros.com
© Editorial Planeta, S. A., 2021
Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España)
Primera edición: julio de 2022
www.editorial.planeta.es
ISBN: 978-84-08-26157-5
www.planetadelibros.com
Depósito legal: B. 10.201-2022
Composición: Realización Planeta
La página 479 es una extensión de esta página de créditos
Impresión y encuadernación: Rotativas de Estella, S. L.
Printed in Spain - Impreso en España
Primera edición: septiembre de 2021
Segunda impresión: septiembre de 2021
ISBN: 978-84-08-24636-7
Depósito legal: B. 11.071-2021
Composición: Realización Planeta
Impresión y encuadernación: EGEDSA
Printed in Spain - Impreso en España
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como papel ecológico y procede de bosques gestionados de manera
sostenible.
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1
APARTAMENTO N.º 14
IMOGEN
Está empezando a clarear y la persiana veneciana es de un
color gris pálido que apenas impide que entren los rayos
del sol. Toda la ventana parece relucir y tenues sombras se
extienden por la habitación, oscureciendo el ordenado
conjunto de productos para el pelo y frascos de perfume
que hay sobre la cómoda y dibujando extrañas formas en
la sudadera con capucha que cuelga en el pomo de la puer-
ta del armario. Siento una rodilla clavándose en mi muslo.
Y, al pasarme una mano por la cara, noto que el rímel de
anoche se me ha solidificado en el borde de los ojos. Co-
mienzo a levantarme de la cama, pero de repente descubro
que se me ha quedado atrapado el pelo bajo uno de sus
brazos y sorbo fuerte el aire entre los dientes. Tras recogér-
melo en una coleta con la mano, empiezo a liberarlo lenta-
mente, centímetro a centímetro.
El colchón chirría cuando me incorporo, pero... ¿Ni-
gel? (¿se llamaba Nigel?) sigue roncando, profundamente
dormido y ajeno al hecho de que yo estoy en su cama.
Le echo un vistazo por encima del hombro.
Me sigue pareciendo más mono que en su foto de per-
fil, a pesar incluso del hilo de baba que le cae por la bar-
billa.
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—Ha sido divertido —susurro, pese a que duerme
como un tronco. Le lanzo un beso y me pongo los vaque-
ros mientras cruzo en silencio el cuarto.
Miro la camiseta que le tomé «prestada» para dormir.
Es de los Ramones. Y parece realmente vintage, no una
versión de cinco libras comprada en Primark. La verdad es
que es muy cómoda. «Y chula», pienso al ver mi reflejo en
el espejo que cuelga en la pared opuesta. Me va grande,
pero no tanto como para parecer una niña pequeña que
juega a vestirse con ropa de adulto. Me meto la parte de-
lantera por dentro de los pantalones y miro a ver qué tal
queda.
Eso es, genial.
Lo siento, Neil. (Sí, puede que sea Neil.) Ahora esta ca-
miseta es mía.
Mi largo pelo castaño, en cambio, tiene un aspecto la-
mentable. Los rizos de ayer han desaparecido y ahora está
mustio, lleno de nudos y definitivamente enmarañado. In-
tento pasar los dedos por él, pero es imposible y al final
desisto. Bueno, al menos el rímel corrido me da un aspecto
grunge que pega con la camiseta de los Ramones.
Tras recoger mi propia camiseta y el sujetador del suelo
del dormitorio, salgo de puntillas al diáfano salón come-
dor. ¿Dónde dejé el bolso? ¿No fue en...? ¡Ajá! ¡Aquí está!
Y el abrigo también. Meto mis cosas en el bolso y luego me
pongo a buscar los zapatos.
Vamos, Imogen, piensa, tienen que estar por aquí. No
puedes haberlos perdido. ¡Anoche ni siquiera estabas bo-
rracha!
¿Dónde dejé los malditos zapatos?
¡Madre mía, no! Ya me acuerdo. Me hizo dejarlos en el
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rellano porque estaban embarrados. Como si fuera mi cul-
pa que anoche lloviera y el camino al edificio de aparta-
mentos estuviera cubierto de barro de los parterres. Y yo
bromeé diciendo que eran Prada y que si alguien me los
robaba más valía que la noche mereciera la pena, a pesar
de que en realidad los había comprado de rebajas en New
Look.
Echo un último vistazo para asegurarme de que lo ten-
go todo. Móvil, sí; llaves de casa..., sí, en el bolso.
Vacilo un momento y después me acerco a toda prisa a
la pequeña mesa de comedor para dos que hay junto a la
puerta del salón y cojo una porción de pizza de peperoni
de las sobras de anoche.
El desayuno de los campeones.
Al salir por la puerta del apartamento, paso por encima
de un folleto publicitario. Deben de ser como muy tarde
las siete de la mañana, me pregunto quién narices reparte
correo comercial tan pronto. ¿Quién se entrega tanto a su
trabajo?
Mis zapatos están justo donde los dejé.
Y sí, es verdad, reconozco que dan la impresión de que
anoche me estuve paseando por una granja. No puedo
echarle la culpa por pedirme que me los quitara antes de
entrar al apartamento. Cuando llegue a casa voy a tener
que limpiarlos.
Sostengo la porción de pizza entre los dientes mientras
meto los pies en los zapatos y, ¡argh!, están empapadísi-
mos. Luego me pongo el abrigo.
¡Bueno, ya estoy lista!
Desciendo por la escalera que conduce a la planta baja
mientras comienzo a devorar la pizza y abro la app de Uber
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para pedir un coche que me lleve a casa. Estos zapatos son
muy bonitos, pero no están hechos para volver caminando
a casa tras pasar la noche fuera.
—¡Disculpe, señorita!
A pesar de que no hay nadie alrededor, no me doy
cuenta de que esa voz se dirige a mí hasta que dice:
—¡Ey, usted! ¡La de los Ramones!
Me doy la vuelta y veo a un tipo con aspecto cansado y
estresado que sostiene un puñado de folletos. Don Correo
Comercial, supongo. Lleva una mascarilla quirúrgica azul
sobre la boca y unas zapatillas de andar por casa marrones
feísimas.
—Gracias, pero no estoy interesada —le digo, y me
vuelvo hacia la puerta.
Pero cuando empujo para abrirla... nada.
Cojo con fuerza el gran picaporte de acero y tiro, em-
pujo y sacudo, pero la puerta permanece firmemente ce-
rrada.
¿Qué cojones?
¡Oh, Dios mío! Así es como voy a morir. Después de un
rollo de una noche y a manos de un psicópata que reparte
folletos. Por favor, por favor, que nadie ponga en mi lápida
que esa ha sido la causa de mi muerte.
—No puede salir, señorita —me dice el hombre, cansa-
do—. ¿Es que no ha leído el aviso?
—¿Qué aviso? ¿De qué está hablando?
Me vuelvo hacia él con el móvil en la mano. ¿Debería
llamar a la policía? ¿A mi madre? ¿Al conductor del Uber?
El hombre exhala un suspiro de exasperación y se acer-
ca a mí, pero se detiene a cierta distancia. Al igual que yo,
tiene un aspecto desaliñado, pero más como si esta maña-
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na hubiera salido corriendo de su casa con lo puesto, no
como si estuviera volviendo a ella. De su cinturón cuelga
un llavero con un montón de llaves. Luego me fijo en los
guantes blancos de látex que lleva puestos y el estómago se
me encoge de golpe.
—Hay un caso confirmado. Un residente se ha conta-
giado y todo el edificio ha sido confinado. Esa puerta tan
solo se abrirá por necesidad médica o para el reparto de
comida.
Me lo quedo mirando, plenamente consciente de que
tengo la boca abierta. Al cabo de un momento, el tipo se
encoge de hombros como diciendo «¡Qué le vamos a
hacer!».
«Es una broma», pienso.
Tiene que ser una broma.
Suelto una risita incómoda y mis labios se extienden
hasta formar una sonrisa.
—Claro, claro. Muy bueno, sí, señor. Mire, lo entiendo
perfectamente, de verdad, pero... ¿no podría, ya sabe, usar
una de esas llaves y dejarme salir de aquí? Le juro que ten-
dré muchísimo cuidado. Hasta cancelaré el Uber que he
pedido y me iré caminando, ¿qué le parece?
El tipo frunce el ceño.
—Es usted consciente de lo serio que es esto, ¿verdad,
señorita?
—Por supuesto —le aseguro, pero mi tono de voz no
suena nada sincero, sino forzado e impostado. Condes-
cendiente, incluso. Mierda. Vuelvo a intentarlo—. Lo en-
tiendo. De veras. Pero, verá, la cosa es que yo solo había
venido a visitar a alguien, así que en realidad ni siquiera
debería estar aquí. Y, bueno, ahora tengo que irme a casa.
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En su rostro percibo un atisbo de compasión y por un
momento creo haberlo convencido. Rápidamente, sin em-
bargo, frunce el ceño de nuevo y me dice con severidad:
—Sabe usted que no debería salir a la calle si no es es-
trictamente necesario, ¿verdad?
Mierda.
—Bueno, ya, pero... ¿no podría...?
Echo un vistazo por encima del hombro a la puerta y al
sendero embarrado que hay al otro lado, con sus apagados
macizos de rosales mustios y de petunias de vívidos colo-
res: la libertad, tan cerca que casi puedo saborearla y, sin
embargo...
Lo único que puedo saborear es mi aliento mañanero y
la pizza de peperoni.
Y esta ya no resulta tan sabrosa como hace un par de
minutos.
¿Cuáles son las probabilidades de que pueda arrebatar-
le las llaves que lleva en el cinturón y abrir la puerta antes
de que me pille? Mmm, básicamente inexistentes. ¿Y si co-
rro a toda velocidad hacia la puerta? ¿No podría romperla
con uno de los tacones de mis zapatos? ¡Ya lo sé! ¡Tal vez
podría hipnotizarlo para que me dejara salir! ¡He visto ví-
deos de Derren Brown en YouTube!
—Cuarentena de siete días —dice mi carcelero—. He
de limpiar a fondo todos los espacios comunes. Cualquie-
ra podría estar infectado y, a no ser que en ese bolso suyo
lleve cincuenta y pico test para todos los residentes, aquí
nadie va a ir a ningún lado. Créame, esto tampoco tiene
nada de divertido para mí. ¿Acaso cree que quiero pasar-
me todo el día haciendo de guardia de seguridad para que
no me despidan y terminen desahuciándome?
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«Está bien, de acuerdo, bien jugado», pienso. Felicida-
des, Don Correo Comercial, oficialmente siento lástima
por usted.
—Pero...
—Escúcheme, lo único que puedo sugerirle es que
vuelva a casa de su amigo —agradezco que diga «amigo»
como si, bueno, estuviéramos hablando de un auténtico
amigo, cuando está claro que no es el caso— y mire en in-
ternet si el servicio de reparto de Tesco todavía tiene algún
hueco libre. Y, ya puestos, yo que usted también compra-
ría algo en Topshop o alguna otra tienda. Necesitará comi-
da y ropa para la semana. A menos que tenga que ir al
hospital, me temo que está atrapada aquí.
Lentamente y a regañadientes, arrastro los pies de vuelta a
la escalera. Los zapatos me hacen daño en los dedos, de
modo que me los quito y los sostengo por las tiras con el
dedo índice. Don Correo Comercial se queda abajo, lim-
piando a fondo la puerta en la que acabo de poner mis
mugrientas manos casi como si pretendiera ahuyentarme
y asegurarse de que no intento salir otra vez.
¿Y ahora qué narices puedo hacer?
Argh.
Sé perfectamente qué es lo único que puedo hacer.
Aun así, pruebo el tirador de la puerta del apartamento
n.º 14 con la vaga esperanza de que la suerte me sonría al
menos un poco.
Cerrada.
Claro.
Considero mis opciones y, finalmente, me siento en el
17
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sencillo felpudo marrón con la espalda apoyada en la puer-
ta y me llevo las manos a la cara.
Esto me pasa por ignorar todos los consejos.
No tanto los de «Quédate en casa» (aunque estos tam-
bién) como los de «Ya no vas a la uni, Immy, deja de com-
portarte como si lo hicieras» de mis padres, mis amigos,
mi jefe o —joder— incluso mis hermanos pequeños.
Como siempre digo, ¿para qué quieres madurar cuan-
do puedes pasártelo bien?
Esto, sin embargo, no tiene nada de divertido.
Mi única opción es hacer lo mismo que habría hecho
en la uni y llamar a mi mejor amiga.
A pesar de lo temprano de la hora, Lucy contesta en un
tono calmo pero seco.
—¿Qué has hecho esta vez, Immy?
—¡Eeeeey, Luce!
—¿Cuánto necesitas, Immy?
—¿Qué te hace pensar que necesito dinero? ¿Qué te
hace pensar que he hecho algo? —pregunto haciéndome la
ofendida y llevándome una mano al corazón para darles a
mis palabras un mayor efecto dramático a pesar de que no
puede verme. Y, a pesar de que yo tampoco puedo verla a
ella, no tengo la menor duda de que pone los ojos en blan-
co cuando exhala un largo y profundo suspiro—. Bueno,
está bien —prosigo—, tengo... un pequeño problemilla.
—¿Has olvidado cancelar un periodo de prueba gra-
tuito?
Lucy está lo suficientemente acostumbrada a mis cho-
rradas para saber lo melodramática que puedo llegar a po-
nerme por una cosa así. Tanto como para llamarla a pri-
mera hora de la mañana.
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Aun así...
Abro la boca para decirle que me he quedado atrapada
con Don Tarro de Miel, el tipo con el que he estado en-
viándome mensajes esta última semana y con quien ella
me dijo específicamente que no quedara porque hay una
pandemia, y ahora estoy atrapada en este edificio y solo
tengo un par de bragas y ni siquiera he traído un cepillo de
dientes conmigo y...
Y odio admitir que siempre tiene razón.
Incluso a pesar de que, técnicamente, todo esto es culpa
suya, pues anoche estaba demasiado ocupada planeando la
estúpida boda de una amiga como para cogerme el teléfo-
no y convencerme de que no quedara con el tío ese. Como
me había dicho que no lo hiciera y yo realmente tenía ga-
nas de hacerlo, decidí que no le diría nada hasta que hubie-
ra regresado a casa, aunque solo fuera para hacerle ver que
hacía una montaña de un grano de arena y se preocupaba
demasiado.
—¡Mierda! Has quedado con él, ¿a que sí? ¿Con Don
Tarro de Miel?
No puedo contarle la verdad.
Al menos todavía no.
—¡No! No, no, claro que no —digo, aunque no creo
que mis palabras suenen demasiado convincentes—. Yo
solo... bueno, verás, la cosa es que...
Lo cierto es que no me gusta mentirle a mi mejor amiga
(ni, de hecho, a nadie; en todo caso, suelo compartir más
información de la necesaria), pero lo hago de todos modos
por el bien común.
Es decir, en realidad estoy haciéndole un favor, ¿no?
Solo le miento para evitar que pase toda la semana preocu-
19
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pándose y estresándose por mí. Sé perfectamente cómo es
Lucy y, si se enterara de la verdad, es lo único que haría.
Lucy me interrumpe con un suspiro. Parece que ha
comprendido que, sea lo que sea, se trata de algo más grave
que los pequeños berenjenales en los que suelo meterme.
—Así que esta vez la has cagado pero bien, ¿no?
—Gracias, Luce.
En vez de insistir en que le cuente qué ha ocurrido, se
limita a aceptar que he metido la pata de algún modo.
—¿Cómo de grande es el problema?
—Bastante.
—¿Has vuelto a agotar el límite de la tarjeta de crédito?
—Más o menos.
Ambas sabemos que eso significa «por supuesto».
—¿Con cien pavos te las arreglarás, Immy?
—Te quiero.
—Lo añadiré a la lista de lo que me debes —dice, y sé
que lo hace con una sonrisa—. ¿Estás segura de que estás
bien?
—¡Oh, ya me conoces! —digo entre risas, y me siento
extrañamente aliviada por el hecho de que estar atrapada
en un confinamiento con un rollo de una noche ni siquiera
es lo más loco que me ha pasado el último mes. (Desde
luego no tanto como la noche que subí al escenario para
desafiar a la drag queen que encabezaba el cartel a un
«combate de playbacks», ¿no?)—. Ya me las arreglaré.
Solo... Gracias otra vez, Luce. Ya te lo contaré todo cuando
nos veamos.
—¿No lo haces siempre?
Lucy tiene la extraña capacidad de terminar las conver-
saciones sin necesidad de decir adiós. La conozco lo sufi-
20
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ciente para saber que este es uno de esos momentos. Me
despido de ella, vuelvo a darle las gracias por el dinero que
me enviará tal y como siempre hace y que yo le devolveré
con amor, afecto y memes hasta que un día, en un futuro
lejano, haya resuelto mi vida lo suficiente para dejar de
estar en números rojos y que me quede algo para recortar
un poco mi creciente deuda con el Banco de Lucy.
Sintiéndome un poco mejor, vuelvo a ponerme de pie,
me arreglo la ropa con las manos y llamo a la puerta.
Tarda unos minutos en abrirse.
El tipo está grogui y se muestra desconcertado. Solo lle-
va puestos los calzoncillos bóxer. El pelo rubio cuidadosa-
mente peinado que había admirado en sus fotos está ahora
apelmazado y completamente en punta. El hilo de baba
sigue ahí, ya seco, en una comisura de la boca.
Le ofrezco mi mejor y más radiante sonrisa mientras
ladeo la cabeza y enrollo un mechón de pelo alrededor de
un dedo.
—¡Ey, Niall! Esto...
Él bosteza ruidosamente y, al tiempo que alza un dedo
para que me calle un momento, con la otra mano se tapa la
boca abierta. Tras sacudir la cabeza y parpadear varias ve-
ces, se me queda mirando confundido y no muy emocio-
nado.
—Odio imponer mi presencia, pero resulta que tu edi-
ficio está... en cuarentena.
—¿Cómo dices?
Bajo la vista en busca del folleto publicitario por enci-
ma del que he pasado antes y me inclino para cogerlo del
suelo. Es un aviso impreso en el que se informa a los resi-
dentes de que deben quedarse en el interior de sus aparta-
21
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mentos durante un periodo de siete días. Se lo ofrezco y,
mientras lo lee, frotándose los ojos, permanezco en silen-
cio y me balanceo de un lado a otro con las manos juntas
delante de mí. Él se lo acerca al rostro y entrecierra los
ojos.
—¡Mierda!
—Hay un tipo abajo que no me permite salir —digo—.
Lo siento de veras, pero... a no ser que quieras ir a hablar
tú con él... —Tras dejar otra vez mis zapatos en el pasillo,
vuelvo a entrar en el apartamento.
Él sigue estupefacto mientras yo suelto el bolso y me
quito el abrigo.
—Voy un momento al lavabo. Ya sabes, para lavarme
las manos. —Y las agito delante de él como queriendo de-
mostrarle lo responsable que soy.
Cuando salgo del cuarto de baño él todavía está junto a
la puerta con el folleto en las manos.
—Bueno, Nico, verás...
—Nate.
—¿Cómo?
—Mi nombre —contesta, enarcando las cejas y con un
aspecto más cabreado que cansado—. Es Nate. Nathan,
vaya. Pero Nate.
Me muerdo el labio y tuerzo el gesto. En cierto modo
esperaba que, si iba diciendo nombres que empiezan por
N, al final daría con el correcto. También esperaba que, si
los decía lo suficientemente rápido, él no se daría cuenta
de mi equivocación.
—Lo siento. Es que... te guardé en los contactos del mó-
vil con el emoji del tarro de miel. Porque..., ya sabes..., me
contaste que si tuvieras que ser un personaje de ficción,
22
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escogerías a Winnie the Pooh, y que tu madre cría abejas,
y que tus chocolatinas favoritas son las Crunchie, que lle-
van miel..., y en su momento me pareció algo mono y gra-
cioso, pero luego me di cuenta de que me había olvidado
de tu nombre, y tú habías borrado tu perfil de la app, así
que no podía mirar cuál era, y...
Al menos mis explicaciones hacen que la expresión de
Nate se suavice.
Pero entonces, cuando me quito el abrigo, ve la cami-
seta que llevo puesta y suelta una carcajada de incredu-
lidad.
—Realmente eres de lo que no hay. Me convences para
que te traiga a casa cuando se supone que todo el mundo
debe estar respetando la distancia social...
—Ayer no oí que te quejaras —digo por lo bajo pero en
un tono lo bastante alto para que me oiga.
—... y luego vas y te largas sin despedirte siquiera y ade-
más con mi camiseta favorita puesta. Alucino.
—A lo mejor solo era una excusa para volver a verte.
Él pone los ojos en blanco y se ríe.
—Imogen, créeme cuando te digo que nunca antes ha-
bía conocido a alguien como tú.
Yo inclino la cabeza en señal de agradecimiento a pesar
de que el modo en que lo ha dicho ha sonado como un
insulto.
—Gracias.
Eso, al menos, le hace reír. Nate-Nathan-Nate se pasa
una mano por el pelo, aunque apenas consigue arreglárse-
lo, y después dice:
—Si quieres darte una ducha, hay toallas limpias en el ar-
mario del cuarto de baño. Yo voy a ver en internet si el servi-
23
T-Siete días contigo.indd 23 27/5/22 9:39
cio de reparto del súper todavía tiene algún hueco libre. Lue-
go... no sé. Ya veremos cómo solucionamos esto
No tengo muy claro qué es exactamente lo que hay que
solucionar más allá de comprar online algunas lasañas con-
geladas y unas cuantas bragas, pero asiento.
—Entendido. Perfecto. De acuerdo..., Nate.
Y yo que quería escabullirme sin más.
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