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E33 Ud15 Act 3

El documento presenta los primeros capítulos de 'Don Quijote de la Mancha', donde se describe la vida y locura del hidalgo don Quijote, quien se obsesiona con los libros de caballerías y decide convertirse en caballero andante. A lo largo del texto, se narra su preparación para la aventura, incluyendo la limpieza de sus armas y la elección de su caballo, Rocinante, así como su deseo de encontrar una dama a quien dedicar sus hazañas. Finalmente, don Quijote sale de su hogar en busca de aventuras, convencido de que debe deshacer agravios y buscar fama.

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E33 Ud15 Act 3

El documento presenta los primeros capítulos de 'Don Quijote de la Mancha', donde se describe la vida y locura del hidalgo don Quijote, quien se obsesiona con los libros de caballerías y decide convertirse en caballero andante. A lo largo del texto, se narra su preparación para la aventura, incluyendo la limpieza de sus armas y la elección de su caballo, Rocinante, así como su deseo de encontrar una dama a quien dedicar sus hazañas. Finalmente, don Quijote sale de su hogar en busca de aventuras, convencido de que debe deshacer agravios y buscar fama.

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E33 UD15 ACT 3 Edición con procesador

de texto

Capítulo I ..................................................................................................................................................2
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo don Quijote de la Mancha ........................2
Capítulo II .................................................................................................................................................4
Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quijote ..................................4
Capítulo III ................................................................................................................................................8
Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero ............................8

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Capítulo I
Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo don Quijote de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo
que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo
corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y
quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos,
consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de
velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se
honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta,
y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el
rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años;
era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la
caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna
diferencia en los autores que deste caso escriben; aunque por conjeturas verosímiles se deja
entender que se llamaba Quijana. Pero esto importa poco a nuestro cuento: basta que en la
narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso, que eran
los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con tanta afición y gusto, que olvidó
casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura
para comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos cuantos pudo
haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso
Feliciano de Silva; porque la claridad de su prosa y aquellas entricadas razones suyas le
parecían de perlas, y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos,
donde en muchas partes hallaba escrito: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace,
de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura». Y
también cuando leía: «... los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las
estrellas os fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra
grandeza».
Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas y
desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las entendiera el mesmo Aristóteles, si
resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba y
recebía, porque se imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría
de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con todo, alababa en
su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas
veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete; y
sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos
no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era
hombre docto, graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero: Palmerín de
Ingalaterra, o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que
ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor,

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hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no
era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
iba en zaga.
En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo
de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así, del poco dormir y del mucho leer se
le secó el celebro de manera, que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo
aquello que leía en los libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos,
heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo
en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones
que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy
Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el Caballero de la
Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales
gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalles había muerto a
Roldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo
de la Tierra, entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de
aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él solo era afable y
bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le
veía salir de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de
Mahoma que era todo de oro, según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces
al traidor de Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.
En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás
dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de
su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo
el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que
él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de
agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre
y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos, del
imperio de Trapisonda; y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del extraño
gusto que en ellos sentía, se dio priesa a poner en efeto lo que deseaba. Y lo primero que
hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas
de moho, luengos siglos había que estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y
aderezólas lo mejor que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada
de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de cartones hizo un
modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían una apariencia de celada
entera. Es verdad que para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada,
sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había
hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho
pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras
de hierro por de dentro, de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza y, sin querer
hacer nueva experiencia della, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje.
Fue luego a ver su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real y más tachas que el
caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro
ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre
le pondría; porque (según se decía él a sí mesmo) no era razón que caballo de caballero tan
famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procuraba
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acomodársele de manera que declarase quién había sido antes que fuese de caballero
andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor
estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía
a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después de muchos nombres
que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al
fin le vino a llamar Rocinante, nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que
había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los
rocines del mundo.
Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este
pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote; de donde, como
queda dicho, tomaron ocasión los autores desta tan verdadera historia que, sin duda, se
debía de llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero, acordándose que
el valeroso Amadís no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que
añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así
quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de
la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con
tomar el sobrenombre della.
Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y
confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una
dama de quien enamorarse: porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin
fruto y cuerpo sin alma. Decíase él: «Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena
suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los
caballeros andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o,
finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado, y que entre
y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde y rendida: «Yo, señora,
soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular
batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me
mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de
mí a su talante»? ¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este
discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que
en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un
tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni le dio cata
dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus
pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se
encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, porque era
natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y peregrino y significativo, como todos
los demás que a él y a sus cosas había puesto.

Capítulo II
Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quijote
Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efeto su
pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza,
según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que
enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona
alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de
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los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta
su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y, por la puerta falsa de un
corral, salió al campo con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había
dado principio a su buen deseo. Mas, apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un
pensamiento terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue que
le vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a ley de caballería, ni
podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y, puesto que lo fuera, había de llevar
armas blancas, como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo
la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su
locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase,
a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le
tenían. En lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo
fuesen más que un armiño; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que
aquél que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras.
Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mesmo y
diciendo: «¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la verdadera
historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue a
contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera?: 'Apenas había el rubicundo
Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos
cabellos, y apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían
saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que, dejando la blanda
cama del celoso marido, por las puertas y balcones del manchego horizonte a los mortales
se mostraba, cuando el famoso caballero don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas
plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante; y comenzó a caminar por el antiguo y
conocido campo de Montiel». Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:
«Dichosa edad, y siglo dichoso aquél adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas
de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas, para memoria en lo
futuro. ¡Oh tú, sabio encantador, quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista
desta peregrina historia! Ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero
eterno mío en todos mis caminos y carreras». Luego volvía diciendo, como si
verdaderamente fuera enamorado: «¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón!
Mucho agravio me habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso
afincamiento de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de
membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece».
Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían
enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje; y, con esto, caminaba tan despacio, y el
sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos
tuviera.
Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo cual se
desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer experiencia del valor de su
fuerte brazo. Autores hay que dicen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto
Lápice; otros dicen que la de los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en
este caso, y lo que he hallado escrito en los anales de la Mancha, es que él anduvo todo
aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y muertos de hambre; y que,
mirando a todas partes por ver si descubriría algún castillo o alguna majada de pastores
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donde recogerse y adonde pudiese remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos
del camino por donde iba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los
portales, sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar, y llegó
a ella a tiempo que anochecía.
Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido, las cuales
iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche acertaron a hacer jornada; y
como a nuestro aventurero todo cuanto pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y
pasar al modo de lo que había leído, luego que vio la venta se le representó que era un
castillo con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza y
honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes castillos se pintan. Fuese
llegando a la venta, que a él le parecía castillo, y a poco trecho della detuvo las riendas a
Rocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna
trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero como vio que se tardaban y que
Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se llegó a la puerta de la venta, y vio a
las dos distraídas mozas que allí estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o
dos graciosas damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto
sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de
puercos (que, sin perdón, así se llaman) tocó un cuerno, a cuya señal ellos se recogen, y al
instante se le representó a don Quijote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal
de su venida, y así, con extraño contento llegó a la venta y a las damas, las cuales, como
vieron venir un hombre de aquella suerte armado, y con lanza y adarga, llenas de miedo se
iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su huida su miedo, alzándose la
visera de papelón y descubriendo su seco y polvoroso rostro, con gentil talante y voz
reposada, les dijo:
-Non fuyan las vuestras mercedes, ni teman desaguisado alguno; ca a la orden de
caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a tan altas doncellas
como vuestras presencias demuestran.
Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera
le encubría; mas como se oyeron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no
pudieron tener la risa, y fue de manera que don Quijote vino a correrse y a decirles:
-Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez, además, la risa que de leve
causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni mostredes mal talante; que el
mío non es de ál que de serviros.
El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caballero acrecentaba
en ellas la risa, y en él el enojo, y pasara muy adelante si a aquel punto no saliera el ventero,
hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura
contrahecha, armada de armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete,
no estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento. Mas, en
efeto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente, y
así le dijo:
-Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta
venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha abundancia.

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Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que tal le pareció a él el
ventero y la venta, respondió:
-Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque mis arreos son las armas, mi
descanso el pelear, etc.
Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle parecido de
los sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y de los de la playa de Sanlúcar, no menos
ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiante o paje, y así le respondió:
-Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir, siempre velar;
y siendo así, bien se puede apear, con seguridad de hallar en esta choza ocasión y ocasiones
para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche.
Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don Quijote, el cual se apeó con mucha
dificultad y trabajo, como aquél que en todo aquel día no se había desayunado.
Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor
pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno como don
Quijote decía, ni aun la mitad; y acomodándole en la caballeriza, volvió a ver lo que su
huésped mandaba, al cual estaban desarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado
con él; las cuales, aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron
desencajarle la gola, ni quitalle la contrahecha celada, que traía atada con unas cintas
verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los ñudos; mas él no lo quiso
consentir en ninguna manera, y así, se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que
era la más graciosa y extraña figura que se pudiera pensar; y al desarmarle, como él se
imaginaba que aquellas traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas principales
señoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire:
-Nunca fuera caballero
De damas tan bien servido
Como fuera don Quijote
Cuando de su aldea vino:
Doncellas curaban dél;
Princesas, del su rocino.
O Rocinante, que éste es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don Quijote de la
Mancha el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme fasta que las fazañas fechas en
vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza de acomodar al propósito presente este
romance viejo de Lanzarote ha sido causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero,
tiempo vendrá en que las vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi
brazo descubra el deseo que tengo de serviros.
Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían palabra;
sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa.
-Cualquiera yantaría yo -respondió don Quijote-, porque, a lo que entiendo, me haría
mucho al caso.

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A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones
de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacallao, y en otras partes
curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle si por ventura comería su merced truchuela;
que no había otro pescado que dalle a comer.
-Como haya muchas truchuelas -respondió don Quijote-, podrán servir de una trucha;
porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una pieza de a ocho. Cuanto
más, que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera, que es mejor que la vaca,
y el cabrito que el cabrón. Pero, sea lo que fuere, venga luego; que el trabajo y peso de las
armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas.
Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújole el huésped una porción
del mal remojado y peor cocido bacallao y un pan tan negro y mugriento como sus armas;
pero era materia de grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada
la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía, y
ansí, una de aquellas señoras servía deste menester. Mas al darle de beber, no fue posible,
ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y puesto el un cabo en la boca, por el otro le
iba echando el vino; y todo esto lo recebía en paciencia, a trueco de no romper las cintas de
la celada. Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos; y, así como llegó,
sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote
que estaba en algún famoso castillo, y que le servían con música, y que el abadejo eran
truchas; el pan candeal, y las rameras, damas, y el ventero castellano del castillo, y con esto
daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no
verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura
alguna sin recebir la orden de caballería.

Capítulo III
Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en armarse caballero
Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la cual acabada,
llamó al ventero y, encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él,
diciéndole:
-No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra
cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en
pro del género humano.
El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones, estaba confuso
mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase, y jamás
quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía.
-No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío -respondió don
Quijote-; y así, os digo que el don que os he pedido y de vuestra liberalidad me ha sido
otorgado es que mañana en aquel día me habéis de armar caballero, y esta noche en la
capilla deste vuestro castillo velaré las armas, y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo
que tanto deseo, para poder, como se debe ir por todas las cuatro partes del mundo buscando
las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los
caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado.

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El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos de
la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones,
y, por tener qué reír aquella noche, determinó de seguirle el humor; y así, le dijo que andaba
muy acertado en lo que deseaba y pedía y que tal prosupuesto era propio y natural de los
caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia mostraba; y que él,
ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a aquel honroso ejercicio, andando
por diversas partes del mundo buscando sus aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles
de Málaga, Islas de Riarán, Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de
Valencia, Rondilla de Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de
Toledo, y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies y sutileza de
sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas, deshaciendo algunas
doncellas y engañando a algunos pupilos, y, finalmente, dándose a conocer por cuantas
audiencias y tribunales hay casi en toda España; y que, a lo último, se había venido a
recoger a aquel su castillo, donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él
a todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por la
mucha afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen
deseo. Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar
las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que, en caso de necesidad,
él sabía que se podían velar dondequiera, y que aquella noche las podría velar en un patio
del castillo; que a la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de
manera que él quedase armado caballero, y tan caballero, que no pudiese ser más en el
mundo.
Preguntóle si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca, porque él nunca
había leído en las historias de los caballeros andantes que ninguno los hubiese traído. a esto
dijo el ventero que se engañaba: que, puesto caso que en las historias no se escribía, por
haberles parecido a los autores dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan
necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se había de creer que
no los trujeron; y así, tuviese por cierto y averiguado que todos los caballeros andantes, de
que tantos libros están llenos y atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que
pudiese sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de
ungüentos para curar las heridas que recebían, porque no todas veces en los campos y
desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los curase, si ya no era que tenían
algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire, en alguna
nube, alguna doncella o enano con alguna redoma de agua de tal virtud, que en gustando
alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal
alguno hubiesen tenido; mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados
caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de dineros y de otras cosas
necesarias, como eran hilas y ungüentos para curarse; y cuando sucedía que los tales
caballeros no tenían escuderos (que eran pocas y raras veces), ellos mesmos lo llevaban
todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo, como que
era otra cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión semejante, esto de llevar
alforjas no fue muy admitido entre los caballeros andantes; y por esto le daba por consejo,
pues aún se lo podía mandar como a su ahijado, que tan presto lo había de ser, que no
caminase de allí adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán bien
se hallaba con ellas cuando menos se pensase.

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Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba, con toda puntualidad, y así,
se dio luego orden como velase las armas en un corral grande que a un lado de la venta
estaba; y recogiéndolas don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo
estaba, y, embrazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil continente se comenzó a
pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche.
Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela
de las armas y la armazón de caballería que esperaba. Admiráronse de tan extraño género
de locura y fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces
se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen
espacio dellas. Acabó de cerrar la noche; pero con tanta claridad de la luna, que podía
competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el novel caballero hacía era bien
visto de todos. Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua
a su recua, y fue menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el
cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:
-¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más
valeroso andante que jamás se ciñó espada! Mira lo que haces y no las toques, si no quieres
dejar la vida en pago de tu atrevimiento.
No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse
en salud); antes, trabando de las correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo cual visto por don
Quijote, alzó los ojos al cielo y, puesto el pensamiento (a lo que pareció) en su señora
Dulcinea, dijo:
-Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho
se le ofrece: no me desfallezca en este primero trance vuestro favor y amparo.
Y diciendo éstas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos
manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo, tan
maltrecho, que si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho
esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí a
poco, sin saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó otro con
la mesma intención de dar agua a sus mulos y, llegando a quitar las armas para
desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez
la adarga y alzó otra vez la lanza y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del
segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y
entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga y, puesta mano a su
espada, dijo:
-¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es
tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura
está atendiendo.
Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del
mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron,
comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se
reparaba con su adarga, y no se osaba apartar de la pila, por no desamparar las armas. El
ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco
se libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las daba, mayores, llamándolos
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de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón y mal nacido caballero,
pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera
recebido la orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía: -pero de vosotros,
soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad, venid, y ofendedme en cuanto
pudiéredes; que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía.
Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le
acometían; y así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él
dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus armas, con la misma quietud y sosiego que
primero.
No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle
la negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia sucediese. Y así, llegándose a
él, se desculpó de la insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese
cosa alguna; pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole como ya le había
dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era
necesaria; que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada y en el
espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de
un campo se podía hacer; y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas,
que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más que él había estado más de cuatro.
Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba allí pronto para obedecerle, y que
concluyese con la mayor brevedad que pudiese; porque si fuese otra vez acometido y se
viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto aquéllas que él
le mandase, a quien por su respeto dejaría.
Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde asentaba la paja y
cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las
dos ya dichas doncellas, se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de
rodillas; y, leyendo en su manual (como que decía alguna devota oración), en mitad de la
leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma espada,
un gentil espaldazaro, siempre murmurando entre dientes, como que rezaba. Hecho esto,
mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha
desenvoltura y discreción, porque no fue menester poca para no reventar de risa a cada
punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenían
la risa a raya. Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:
-Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en lides.
Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante a quién
quedaba obligado por la merced recebida, porque pensaba darle alguna parte de la honra
que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha humildad que se llamaba
la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de
Sancho Bienaya, y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor.
Don Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante se pusiese
don y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le calzó la espuela; con la cual
le pasó casi el mismo coloquio que con la de la espada. Preguntóle su nombre, y dijo que
se llamaba la Molinera y que era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual
también rogó don Quijote que se pusiese don y se llamase doña Molinera, ofreciéndole
nuevos servicios y mercedes.
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Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora
don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras; y, ensillando luego a
Rocinante, subió en él y, abrazando a su huésped, le dijo cosas tan extrañas, agradeciéndole
la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero,
por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras,
respondió a las suyas y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a la buen hora.

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