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Rosslyn - Alice Campbell

This document is the prologue of a novel about Rosslynn Campbell, who must take charge of her clan in Scotland after her father is executed for treason. When English soldiers arrive to pillage her home, Rosslynn bravely confronts their colonel to plead for mercy. Though he spares the house from being burned, the soldiers ransack the home, stealing all valuables. Rosslynn and her servant Lorna can only watch in fury as their possessions are destroyed.

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Rosslyn - Alice Campbell

This document is the prologue of a novel about Rosslynn Campbell, who must take charge of her clan in Scotland after her father is executed for treason. When English soldiers arrive to pillage her home, Rosslynn bravely confronts their colonel to plead for mercy. Though he spares the house from being burned, the soldiers ransack the home, stealing all valuables. Rosslynn and her servant Lorna can only watch in fury as their possessions are destroyed.

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Copyright 2024 de Alice Campbell

- Todos los derechos reservados. -

Publicaciones Romance
Sinopsis

Él representaba todo lo que ella odiaba y, sin embargo, no podía dejar de amarlo.
Tras la ejecución de su padre por traición, Rosslynn debe hacerse cargo de su clan; los Campbell.
Un clan que se muere de hambre y está sumido en la desesperación.
Es entonces cuando aparece un grupo de salteadores que roba suministros a los ingleses,
dejándolos en evidencia.

El capitán Robert Caldwell parte hacia las tierras altas escocesas con la misión de capturar a los
salteadores. Con la sospecha de que estos pueden ser unos Campbell, se instala en el castillo de
Rosslyn.
Robert queda prendado por la fuerza y la belleza de la señora de los Campbell. Una mujer que
guarda muchos secretos y, con su rebeldía, consigue ganarse su corazón.

Pero…¿Podría una mujer ser el líder de un grupo de rudos Highlanders?


Índice

Prólogo
1
2
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
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28
29
30
31
32
33
Epílogo
Prólogo

Plockton, Strathherrick
Inverness, Escocia
Mayo de 1746

-¡Ross, despierta, despierta! —suplicó Lorna, corriendo hacia la cama


tan rápido como le permitían sus viejos huesos. —Son los casacas
rojas, pequeña, ¡vienen a quemar la casa! Oh, Dios, ¡protégenos!
—¿Qué estás diciendo, Lorna? —dijo Rosslyn Campbell somnolienta,
sacudida por el sueño. Aturdida, se incorporó y sus ojos se fueron
adaptando a la débil luz de su habitación. Estaba a punto de amanecer, y el
mundo gris y turbio que había fuera de su ventana parecía cubierto por una
espesa niebla.
—Casacas rojas, Ross, ¡vienen por el camino! —exclamó Lorna. —Alec
Gordon acaba de venir a darnos la noticia, y casi me mata del susto,
aporreando la puerta de la cocina de esa forma. Ahora se ha ido a despertar
a los aldeanos de Plockton. —Tiró con urgencia del brazo de Rosslyn para
advertirle. —Date prisa, debes vestirte y huir antes de que lleguen. No
querrán a alguien como yo, que soy una vieja arrugada, pero tú eres joven,
muchacha, y tan bonita como una flor. Muévete, Ross, por tu propio bien.
Rosslyn no dudó. Completamente despierta, echó hacia atrás la colcha y
se levantó de la cama, sacándose el camisón blanco por la cabeza. Se
estremeció y la piel se le puso de gallina, en las Tierras altas, el aire de la
madrugada seguía siendo frío en esta época del año. Pasó casi por encima
de su criada y corrió por la habitación hasta el enorme baúl.
Lo abrió de golpe y tiró de la primera tela que tocó, un sencillo vestido
de muselina azul. Se vistió rápidamente, poniéndose primero una camisa y
unos calzones de lino. Se tomó un breve momento para abrocharse un ligero
chal de lana alrededor de los hombros y luego salió volando por la puerta,
con Lorna pisándole los talones.
—Tus zapatos, Ross. ¿Qué pasa con tus zapatos? —gritó Lorna
frenéticamente. —No puedes correr descalza por las montañas.
—No los necesito. —dijo Rosslyn por encima del hombro. Cruzó el
pasillo enmoquetado hasta las estrechas escaleras laterales cercanas a su
habitación y las subió de dos en dos, con las manos apoyadas en las paredes
encaladas.
—¿Cómo que no los necesitas? —gritó Lorna desde lo alto de la
escalera.
Rosslyn se giró y miró a su aterrorizada sirvienta. Sus profundos ojos
azules brillaban con feroz determinación. —No abandonaré mi hogar,
Lorna. Los demonios tendrán que quemar la mansión Shrip conmigo
dentro.
—¡Ross!
Ignorando la expresión de asombro y las protestas de Lorna, Rosslyn se
apresuró a atravesar el salón hasta el pasillo principal. Podía oír voces
masculinas cada vez más altas y el relincho nervioso de los caballos. Con el
corazón martilleándole en el pecho, abrió de golpe la puerta principal y
salió.
El miedo se apoderó de ella y sintió que las rodillas le flaqueaban de
repente. Había al menos doscientos soldados ingleses avanzando por el
camino de tierra hacia la mansión, algunos marchando, otros a caballo.
Muchos de ellos llevaban antorchas humeantes, cuyas brillantes llamas
naranjas parecían faros en la niebla arremolinada.
—Ánimo, muchacha, —se dijo Rosslyn con la voz en un susurro. —No
dejes que esos bastardos vean tu miedo.
Dio un paso adelante, apoyando los pies en las húmedas losas que
conducían al camino de entrada. Fingió no oír los silbidos lobunos ni los
comentarios lujuriosos, y pasó por alto las sonrisas lascivas. Sus ojos
estaban fijos en el oficial de pelo plateado que cabalgaba al frente de sus
hombres. Supuso que era coronel por los abundantes galones que adornaban
su casaca escarlata.
Apretando con fuerza las manos para evitar que le temblaran, esperó
hasta que el oficial tiró de las riendas y se detuvo a tan sólo seis metros de
la casa.
—Sé a qué habéis venido y os pido que nos dejen en paz, —pidió en voz
alta, pero el estruendo ahogó sus palabras. Para calmar su aprensión, lo
intentó una vez más, y de nuevo fueron ignoradas sus palabras entre la
algarabía. Para su sorpresa, el oficial al mando levantó la mano y los
alborotadores soldados se fueron callando poco a poco.
Rosslyn respiró hondo y su mirada se cruzó con la de él. —Sé por qué
está aquí, coronel, y se trata de un asunto sucio, —dijo con voz clara y
firme. —Apelo, como caballero que es, a su sentido de la decencia y el
honor. Perdonad mi casa y las casas de los pueblos de alrededor. La mayoría
de nuestros hombres se han ido. —hizo una pausa, tragando saliva contra el
repentino nudo en la garganta. —La mayoría somos mujeres y niños. No
podemos luchar contra ustedes, por lo que os pedimos clemencia.
—Déjenmela a mí, —gritó un soldado fornido, riendo groseramente. —
Cuando esté entre sus piernas, no pedirá clemencia. ¡Gritará por más!
—¡Sí, y yo seré el siguiente! —gritó otro con impaciencia, abriéndose
paso hacia el frente. —Nunca he probado una moza tan buena. Mírala, con
esa salvaje melena de rizos castaños y esos labios de rubí.
Rosslyn retrocedió mientras los soldados agitaban sus antorchas
amenazadoramente. El aire resonó lleno de risas groseras y obscenidades
hasta que el oficial volvió a ordenar su silencio a regañadientes.
El coronel la miró con severidad, blandiendo un gesto adusto. —No
puedo hacer eso, jovencita. Tengo órdenes del duque de Rutherfod que
deben cumplirse...
—¡Órdenes! —soltó ella, cortándole el paso. La mera mención del
carnicero de Rutherfod la llenó de una rabia que apenas podía controlar. —
Por mandato de vuestro duque, ya hemos tenido que sacrificar todos
nuestros rebaños de vacas, ovejas y cabras, destinándolos al matadero para
abastecer a los ingleses. Y nuestras cosechas recién sembradas, que son
nuestro alimento para el próximo invierno, también las hemos perdido, —
subrayó, —se arruinaron cuando los soldados echaron a los animales a los
campos. Sólo nos quedan nuestras casas para cobijarnos, y si las queman,
ya no nos quedará nada.
—Mis órdenes son claras y no pueden ser alteradas, —insistió el oficial,
sacudiendo la cabeza. —Ahora, si tenéis sirvientes en la casa, será mejor
que os aseguréis de que no se acerquen...
—Seguro que tiene una buena esposa en casa, señor, —gritó Rosslyn
desesperadamente, intentando otra táctica. —Hijos propios, ¡y hasta nietos!
—envalentonada, barrió con su desafiante mirada la apretada fila de
soldados. —¡Todos ustedes! ¿No tienen esposas, madres, hijos e hijas? ¿Y
si fueran vuestros seres queridos los que estuvieran en esta miserable
situación? ¿No desearíais misericordia?
Los rostros endurecidos de los soldados, inmunes a la muerte y al
sufrimiento, la miraban sin compasión ni remordimiento. Luchando contra
una oleada de desesperación, Rosslyn se volvió hacia el coronel. —Por
favor, señor, os lo ruego. No deje que sus hombres nos ataquen. Si lo hace,
le juro que le perseguirá hasta la misma tumba.
El oficial bajó la mirada durante un largo momento, con los dedos
jugando con las riendas. Cuando volvió a mirarla, Rosslyn exhaló un
suspiro de alivio al ver un destello de compasión en sus ojos.
—Muy bien, jovencita. Tu hogar y los de las aldeas vecinas quedarán a
salvo, —dijo, ignorando los murmullos contrariados de sus hombres. —
Aunque no puedo prometerte que otro oficial haga lo mismo en el futuro.
—Le doy las gracias, señor, —dijo Rosslyn.
—Puede que desee ahorrarse su gratitud, —respondió él crípticamente.
—Hay una orden que no puedo cambiar. —Se giró bruscamente sobre su
montura y se dirigió a sus soldados. —¡Despojad la casa de todo lo que
tenga valor!
Los soldados lanzaron una gran aclamación, y el coronel tuvo que gritar
por encima de ellos. —¡Escuchadme bien, muchachos! Si a alguno de
vosotros se os ocurre hacer daño a esta señora o a sus sirvientes, os ahorcaré
hoy mismo. Ahora en marcha. Tenemos que cubrir todo el valle antes del
atardecer.
—¡No! —Rosslyn balbuceó incrédula cuando los soldados soltaron sus
antorchas y se precipitaron hacia la casa. Luchando y pataleando, fue
arrastrada hacia el interior de la casa por la marea humana hasta que un
fornido soldado la puso a salvo y la sentó en una silla del comedor.
Rosslyn intentó levantarse, pero el soldado la sujetó firmemente por los
hombros, obligándola a permanecer sentada. Lo único que podía hacer era
mirar con los ojos muy abiertos mientras los casacas rojas se arremolinaban
en las habitaciones contiguas y subían por las escaleras centrales, dejando a
su paso un camino de destrucción gratuita.
—¡No, aparta tus sucias manos de ese jarrón! —oyó gritar a Lorna
desde el salón. Hubo un estruendo de loza rompiéndose y luego un fuerte
gemido cuando la anciana fue llevada al comedor y arrojada sin ceremonias
en otra silla. Lorna empezó a llorar lastimosamente.
Rosslyn no tenía palabras de consuelo que ofrecerle. Observó con furia
impotente cómo la plata de ley de su madre era arrancada de su vitrina, los
preciosos muebles eran despedazados, los retratos acuchillados para
llevarse los marcos dorados, las alfombras manchadas por las huellas de
botas embarradas y las reliquias familiares robadas sin pudor. Ella
permaneció en silencio, con lágrimas en los ojos, mientras los dedos
callosos de su captor le acariciaban el cuello.
Diez minutos después, todo había terminado. El soldado la soltó, no sin
antes tirar bruscamente de su cabeza hacia atrás y besarla en los labios. Su
aliento fétido le provocó arcadas y ella apartó la boca.
—¡Demonio! —escupió y se limpió la boca con el dorso de la mano. Él
se limitó a reír con ganas, y su risa resonó en el pasillo mientras seguía al
último de sus triunfantes compañeros fuera de la casa.
Rosslyn se sobresaltó cuando el coronel cruzó de repente la puerta
abierta. Miró primero al salón y luego al comedor, donde Lorna y ella
estaban sentadas, como si quisiera asegurarse de que sus órdenes se habían
cumplido. No la miró a los ojos, y se marchó, con los cascos de su caballo
golpeando el suelo mientras se alejaba. Ella escuchó atentamente cómo los
soldados se retiraban y el sonido de sus pasos se desvanecía en la distancia.
Un silencio como el de una tumba se apoderó de la casa. Rosslyn no
tuvo fuerzas para levantarse durante mucho tiempo. Se sentía entumecida,
pero los sollozos de Lorna acabaron por espolearla. Tenía que escapar o se
desmoronaría.
Se levantó y caminó despacio hacia la entrada, pasando por encima de
los muebles y el reloj de la chimenea, y cerró la puerta principal. Luego se
dirigió aturdida al salón.
Necesitaba estar sola. Ya inspeccionaría los daños más tarde, pero no
ahora. Ahora no podía.
Rosslyn cerró la puerta tras de sí, enderezó un sillón volcado y se dejó
caer sobre el brocado sucio. Sus pensamientos empezaron a agitarse, la
indignación acalorada barría poco a poco el entumecimiento.
“¿Por qué había sucedido esto? ¿Por qué? ¿No habían sufrido bastante
las Highlands?”
“¿No cesarían nunca los horrores que habían comenzado hacía ya un
mes?”
Recostó la cabeza en el cojín acolchado, recordando las dolorosas
palabras de Lorna aquel desdichado día de abril.
—Aléjate de la ventana, conejita. Sabes que no vas a volver a casa.
Aléjate, Ross. Es inútil lo que estás haciendo. —Sabes que no volverá a
casa... Tu padre...
Las manos de Rosslyn se cerraron en apretados puños cuando un nuevo
dolor la asaltó, un dolor punzante centrado justo sobre su pecho. Las palmas
de las manos le escocían donde las uñas mordían la suave carne. Las
lágrimas brillaban en sus pestañas oscuras y se derramaban por sus mejillas,
manchando el corpiño de su vestido.
No le importó. Se rindió a la pena, la ira y la frustración que la
atormentaban, en aquella habitación silenciosa donde nadie la vería llorar.
Hacía ya un mes que se había librado la batalla de Culloden en el recién
llovido páramo de Drummossie, a escasas veinte millas del valle de
Strathherrick. Hacía ya un mes que se había enterado por un pariente de que
su padre había caído en el fango sangriento para no volver a levantarse.
Hacía ya un mes que había corrido hacia la ventana con imperiosa
incredulidad, buscando en el camino embarrado que serpenteaba junto a la
finca cualquier señal de su padre entre los highlanders en retirada.
Rosslyn suspiró entrecortadamente, con la mirada perdida. De los
muchos jóvenes valientes y fuertes que se habían unido a la causa jacobita,
menos de la mitad de ellos habían sobrevivido a la despiadada matanza de
Culloden.
La cruz de fuego, la antigua señal para reunir a los miembros del clan en
la batalla, formada por dos ramas de tejo a las que primero se prendía fuego
y luego se rociaba con sangre de cabra, había sido llevada a Strathherrick en
una mañana gris y brumosa del otoño pasado. Era la llamada de Simon
Campbell, el hijo de lord Farlan y jefe del clan Campbell. Allí se había
decidido finalmente a apoyar a Bonnie príncipe Carlos en el intento del
joven Estuardo de recuperar el trono de Inglaterra, Escocia e Irlanda para su
padre, el exiliado rey Jacobo III.
Su padre, el baronet Sir Archie Campbell de Plockton y primo de Lord
Farlan, había acudido inmediatamente a la llamada, convocando a sus
peones y arrendatarios desde sus cálidos fogones. Todo el valle había
participado con una actividad frenética mientras los miembros del clan se
preparaban de todo corazón para unirse al príncipe jacobita y a sus
florecientes fuerzas.
Rosslyn sonrió débilmente y se secó las lágrimas calientes de la cara,
saboreando la sal en los labios. Recordó la valiente imagen de los Campbell
de Strathherrick mientras se preparaban para marchar, luciendo la insignia
del clan con ramitas de tejo recién cortadas en la gorra. Su apuesto padre
estaba resplandeciente con su falda escocesa y su tartán escocés rojo y
verde bosque, y una gorra con una escarapela blanca, el símbolo de la causa
jacobita, sobre su brillante cabello castaño.
Qué orgullosa se habría sentido su querida madre, la "bonnie" Lady
Edine, si hubiera vivido para ver aquel día. Con cuánto fervor Rosslyn
había deseado en aquel momento haber nacido hombre. Había maldecido su
sexo y las faldas que llevaba, que la obligaban a quedarse en Plockton con
el resto de las mujeres, en lugar de cabalgar a la batalla al lado de su padre.
Sólo las últimas palabras que le dirigió la habían ayudado a calmar su
furiosa frustración.
—Ahora eres la señora de Plockton, Ross, mientras yo esté en la guerra.
Atiende las necesidades de tu pueblo en mi lugar. Las mujeres, los niños y
los hombres demasiado viejos para la batalla dependen de tu cuidado y
buen juicio. Ahora dame un beso y una de tus bonitas sonrisas, muchacha.
¡Nos vamos a luchar por los Estuardo!
Envuelta en el feroz abrazo de su padre, Rosslyn nunca se había sentido
tan honrada ni había confiado tanto en sí misma. ¡Señora de Plockton! Sí,
haría que su padre se sintiera orgulloso y estaría más que a la altura de su fe
en ella.
Sus delgados hombros se cuadraron, su espalda se enderezó y su barbilla
se mantuvo alta mientras Sir Archie Campbell caminaba orgulloso a la
cabeza de sus hombres, para finalmente montar en su elegante caballo
ruano castrado. El retumbar de las gaitas se elevaba sobre el silbante viento
y resonaba desde las montañas Monadhliath que flanqueaban el amplio
valle, agitando la sangre de todos los que lo oían, mientras los hombres del
clan Campbell iniciaban su larga marcha hacia Edimburgo.
Con un latido desenfrenado en el pecho, Rosslyn había seguido con la
mirada el heroico desfile de los hombres del clan hasta que sus tartanas se
desvanecieron en las lejanas laderas. Nunca habría imaginado que sería la
última vez que vería a su padre.
Durante los meses siguientes, Strathherrick recibió con frecuencia
noticias sobre los progresos del ejército de las Highlands al mando del
príncipe Carlos Eduardo Estuardo, aclamado como Bonnie Prince Charlie
por sus seguidores, y Rosslyn estaba pendiente de cada palabra.
Hubo una larga marcha victoriosa hacia Inglaterra, alcanzando el sur de
Derby, donde ciudades como Carlisle, Preston y Manchester cayeron bajo el
estandarte jacobita, pero en lugar de seguir hacia Londres, el ejército
decidió retirarse a Escocia debido a la concentración de fuerzas
hannoverianas bajo el mando del duque de Rutherfod, Guillermo Augusto,
el corpulento tercer hijo del rey Jorge II. Los jacobitas eligieron esa ruta
para defenderse en su propio terreno.
A su regreso a Escocia, las esperanzas del ejército volvieron a aumentar
tras la victoria en la batalla de Falkirk, en enero, y el éxito de los asaltos a
los fuertes ingleses dispersos por las Highlands. Después no se volvió a
saber más hasta que llegaron noticias de que Bonnie Prince Charlie y sus
fuerzas se acuartelaban en Inverness hasta la primavera, mientras que el
duque de Rutherfod permanecía en Aberdeen.
Todo parecía tranquilo hasta principios de abril, cuando una gran
compañía de hombres del clan de Cameron pasó por Plockton en su camino
hacia el norte, hacia Inverness, donde tenían una cita con el príncipe. Las
implacables pesquisas de Rosslyn no descubrieron nada más que Rutherfod
y sus tropas se dirigían hacia Drummossie Moor, una llanura estéril y
empapada al oeste del río Nairn.
“Drummossie Moor.” El por qué Rosslyn sintió un repentino escalofrío
ante aquella noticia sólo lo entendería unos días más tarde, cuando llegó la
noticia de que la batalla de Culloden, que duró de principio a fin sólo una
hora, se había perdido a manos de las fuerzas gubernamentales.
—Malditos sean, malditos sean, —susurró Rosslyn. Sólo tenía que
pensar en los bastardos que habían acribillado a los mejores hijos de las
Tierras Altas con sus cañones, bayonetas y metralletas, y se llenaba de
rabia.
Cómo los odiaba. Ingleses. Casacas rojas. Los engendros del diablo.
¡Asesinos!
Desde aquel sangriento día, el Carnicero Rutherfod y sus hombres
habían llevado a cabo su venganza en las Tierras Altas, su marca de
"justicia" para corregir los agravios perpetrados contra la Corona por los
clanes rebeldes. Fue un reino de terror que aún no mostraba signos de
remitir.
Comenzó cuando el Carnicero no dio cuartel a los miembros del clan
caídos en el campo de batalla. Tanto a los heridos como a los muertos se les
desnudaba allí donde yacían, y a los que quedaban vivos se les mataba a
bayonetazos, a tiros o a garrotazos. Sólo unos pocos se reservaban para el
escarnio público. Un granero lleno de heridos, que se habían arrastrado
hasta allí desde el campo de batalla, fue cerrado con llave e incendiado,
sufriendo los desafortunados hombres que se encontraban dentro una
muerte espantosa.
Pasaron varios días antes de que los muertos fueron finalmente
enterrados en fosas comunes sin nombre, negándoles la dignidad de ser
enterrados en sus propias tierras.
Los clanes que huían fueron perseguidos por la caballería hasta
Inverness, y los temibles jinetes mataron a los soldados jacobitas y a los
transeúntes inocentes que se cruzaron en su camino, incluidos mujeres y
niños. Sólo los habitantes de las Highlands que huyeron en dirección
opuesta, hacia el sur, hacia Strathherrick y más allá, hacia Badenoch,
vivieron para convertirse en fugitivos en su propia tierra, para finalmente
ser cazados como bestias salvajes entre las escarpadas colinas.
Balloch Campbell fue uno de estos desesperados fugitivos. Primo lejano
y amigo de la infancia, era el hombre con el que su padre había querido que
se casara cuando ganaran la guerra. Ahora no habría boda en mucho
tiempo, si es que la había. Si Balloch o cualquier otro fugitivo, incluido lord
Farlan, eran capturados, se enfrentaban a la cárcel, la deportación a las
colonias o la horca.
Su bonachón príncipe también era un hombre perseguido, con un precio
de treinta mil libras por su cabeza. Rosslyn sabía de corazón que ningún
highlander le traicionaría, ni siquiera por una suma tan escandalosa.
Aunque se había proclamado que cualquiera que fuera sorprendido
ayudando al fugitivo real se enfrentaba a una muerte segura, abundaban las
historias de aquellos que habían arriesgado sus vidas dando cobijo al
príncipe y a sus acompañantes durante las últimas cuatro semanas.
Todos los esfuerzos habían servido de poco para frenar la insaciable sed
de sangre del Carnicero, que, a continuación, se volvió contra los habitantes
de las Tierras Altas que se habían quedado en casa mientras sus hombres
luchaban en la guerra. Operando desde su recién recuperado cuartel general
en el fuerte Augustus, al sureste del lago Ness, ordenó a sus soldados que
atacaran el campo y hostigaran las cañadas.
Rosslyn había oído historias horribles de fugitivos que pasaban de noche
por Plockton; historias de asesinatos a sangre fría y violaciones de jóvenes
y ancianas. Las casas de los caciques eran saqueadas e incendiadas; el
amado castillo de lord Farlan Campbell, en Beauly, fue uno de los primeros
en ser arrasados. Ni siquiera las toscas casitas de una sola habitación de los
campesinos se salvaron de la antorcha.
La mirada de Rosslyn recorrió los restos esparcidos por la habitación.
Después de la ferocidad sin sentido que había presenciado esta mañana, era
un milagro que la mansión de Shrip no hubiera ardido. Sólo podía esperar
que el coronel cumpliera su palabra y perdonara la vida a los pueblos
vecinos.
Lágrimas amargas escaldaron sus ojos, y se levantó de la silla para
caminar furiosa.
Lo peor de todo era que todos los varones de las Tierras Altas se vieron
obligados a jurar que nunca volverían a vestir el tartán escocés con
cinturón. Ni el tartán ni ninguna otra prenda de las Tierras Altas, a menos
que pertenecieran a un regimiento real, y que nunca poseerían un arma, ni
siquiera un puñal, ni tocarían la gaita, considerada ahora un instrumento de
guerra por el gobierno.
—Si yo fuera un hombre, moriría antes de prestar ese maldito
juramento, —susurró Rosslyn con vehemencia. —¡Y me llevaría el kilt a la
tumba!
Apartó una cortina rasgada y miró hacia el césped lleno de maleza y el
jardín desordenado. La niebla se había disipado, revelando un cielo azul
pálido salpicado de rayos de sol dorados. La belleza del cielo no sirvió para
aliviar su dolorido corazón.
Un pensamiento inquietante le asaltó. “¿Se apoderarían también los
ingleses de la mansión Shrip?”
La finca de Strathherrick pertenecía a su familia desde hacía más de cien
años, y había sido legada a los Campbell de Plockton por el décimo lord
Farlan Campbell. Aunque él era el jefe hereditario del clan Campbell, la
tierra no le pertenecía a él, sino a su padre.
Rosslyn suspiró pesadamente. No, ahora la tierra le pertenecía a ella.
Era la señora de Plockton.
De pronto, le llamó la atención una madre con tres niños pequeños, con
la cabeza gacha y la ropa sucia y desaliñada, que caminaban a toda prisa por
un sendero que atravesaba la finca. Reconoció a la mujer como Bethy
Lamperst, la esposa de uno de los peones de su padre que había muerto en
Culloden. Supuso que la joven viuda, embarazada de siete meses, había
sido alertada de la aproximación de los soldados y huía hacia la seguridad
de las montañas.
Observó cómo Bethy volvía el rostro, demacrado y pálido, hacia la casa
solariega. La mujer inclinó ligeramente la cabeza en señal de respeto y
luego instó a sus hijos a seguir adelante. En lugar de corretear por el
sendero, los niños se aferraron desganados a las faldas de su madre,
carentes de energía para correr. Sufrían, como tantos otros, porque el saqueo
de su ganado y la destrucción de sus cosechas, lo que les dejaba poca
comida para aplacar el hambre que les corroía el vientre.
Rosslyn sintió un doloroso nudo en la garganta ante un espectáculo tan
desolador y se sintió invadida por una desafiante indignación.
Si no se hacía algo pronto, su pueblo moriría de hambre, y eso aunque
sus hogares se salvaran,
Aunque sus hogares se salvaran, si no se hacía algo pronto, su pueblo
moriría de hambre, pues… ¿de qué les servirían los techos si no tenían
comida para vivir?
Las últimas palabras de su padre volvieron a su mente, reavivando su
espíritu decaído y dándole fuerzas:
Ahora eres la señora de Plockton, Ross.... atiende las necesidades de tu
pueblo.... dependen de tu cuidado y buen juicio.
Rosslyn dejó a un lado la pena y sus lágrimas se secaron en sus mejillas.
En su pecho se encendió una resuelta determinación y un audaz plan tomó
forma en su mente.
—Sí, hay que hacer algo, Ross Campbell, y tú eres la indicada para
hacerlo, —juró con fiereza.
Que Dios le ayudara, de algún modo se encargaría de que los Campbell
de Strathherrick sobrevivieran a estos tiempos terribles y vivieran para
prosperar una vez más en las Tierras Altas que tanto amaban.
1

Fort Augustus,
Inverness
Julio de 1746

E l capitán Robert Caldwell se removió en su estrecho catre, despertado


por unas cautelosas y lentas pisadas en el suelo entarimado.
Instantáneamente alerta, se tensó. Buscó el cuchillo bajo el delgado colchón
y se dio la vuelta sin hacer ruido.
Una luz parpadeante atrajo su atención hacia la entrada del barracón de
los oficiales, se apoyó en un codo y su aguda mirada penetró en la
oscuridad. Inmediatamente reconoció al intruso y se relajó. Era uno de los
ayudantes del general Grant, un joven cabo.
“¿Qué podía querer a estas horas tan tempranas?” pensó Robert con
irritación, observando cómo el soldado se abría paso en silencio por la larga
hilera de catres de madera, sosteniendo en alto su vela chisporroteante. El
cabo se detenía de vez en cuando para levantar el borde de una tosca manta
y echar un vistazo a la cara de un oficial dormido, y luego seguía adelante.
Estaba claro que buscaba a alguien.
De repente, el cabo tropezó con un par de botas que estaban junto a un
catre, y su juramento susurrado provocó gemidos de varios hombres. Se
quedó inmóvil, con la luz de la vela oscilando mientras le temblaba la
mano, hasta que los gemidos se convirtieron de nuevo en fuertes ronquidos.
Sólo entonces reanudó su búsqueda, avanzando con cautela por el estrecho
pasillo central.
Robert sonrió sombríamente. Fuera cual fuese el propósito del cabo, era
evidente que no quería despertar a nadie innecesariamente y recibir las
quejas por las molestias causadas. Sin embargo, su método era de lo más
imprudente. Tal vez Robert debería darle una lección a este muchacho que
algún día podría salvarle la vida.
Volvió a tumbarse y se echó la manta por encima del hombro, tapándose
la cara. Esperó, escuchando, hasta que el cabo estuvo de pie junto a él. Con
un movimiento repentino, Robert se deshizo de la manta y saltó del catre,
agarrando al desprevenido cabo por el cuello.
—Es peligroso arrastrarse así entre hombres armados, cabo, —dijo, con
voz baja y amenazadora. —Mejor anunciar su presencia y despertarnos que
ser confundido con el enemigo. Ya nos ha engañado antes un highlander
que llevaba los colores del rey.
El soldado asintió vigorosamente, tragando saliva ante el peso mortal de
un cuchillo presionado contra su vientre. El sudor brotó de su frente
mientras miraba fijamente a unos vívidos ojos gris verdosos. —Sí, señor,
capitán Caldwell, —consiguió tartamudear finalmente.
Satisfecho, Robert lo soltó. Volvió a deslizar el cuchillo bajo el colchón,
se enderezó y se pasó las manos por el pelo rubio oscuro. —¿Qué haces
aquí?
Con un sobresalto, el nervioso soldado recordó su misión. —Le buscaba
a usted, señor, —contestó azorado, aunque no demasiado alto. —El general
Grant ha solicitado su presencia en sus dependencias de inmediato. Su
superior, el coronel Milton, ha sido llamado antes y le espera allí.
—Muy bien. ¿Alguna idea sobre qué se trata todo esto? —preguntó
Robert, poniéndose los calzones y cogiendo la camisa blanca que colgaba
de una clavija clavada en la pared de piedra. Miró por la pequeña ventana
que había encima de su catre y vio que aún estaba oscuro, debía de faltar
una hora para el amanecer.
—No, señor. Aunque un mensajero y su escolta fueron admitidos por la
garita no hace más de media hora. Un mensaje importante, supongo, porque
se dirigió directamente a los aposentos del general, —el cabo se encogió de
hombros. —No puedo decir con seguridad si este mensaje le concierne a
usted, capitán, o si se trata de otro asunto.
Robert se puso rápidamente el chaleco rojo, se abrochó los botones y se
ató con pericia el corbatín blanco. Reflexionó sobre las palabras del cabo
mientras se calzaba las botas negras, se abrochaba el cinturón de la espada
en la delgada cintura y se ponía el largo abrigo rojo que le llegaba hasta las
rodillas.
¿Por qué le había convocado el general Grant tan temprano? Si fuera un
oficial de mayor rango, habría tenido sentido, pero comandaba una
compañía de cien soldados rasos, ni más ni menos. No valía la pena tanta
atención...
Robert tensó la mandíbula y entrecerró los ojos. Tal vez lo habían
convocado para discutir alguna medida disciplinaria contra uno de sus
hombres. Maldita sea, ¡eso era lo último que necesitaba para la moral de su
tropa!
El general Daniel Grant, hijo bastardo de Jorge II y medio hermano del
duque de Rutherfod, no se había ganado el apodo de verdugo por su
generosidad y su trato amistoso con sus tropas. Gobernaba sus fuerzas con
mano de hierro, ahorcando a cualquier hombre que le desobedeciera o
mostrara la menor cobardía en la batalla. El fuerte Augustus había sido
entregado recientemente a su mando, después de que el duque regresara a
Londres la semana pasada. Si uno de los hombres de Robert ya se había
ganado el disgusto del general, Robert podía hacer poco por salvarlo.
Tras atarse el pelo con una cinta, Robert cogió su sombrero tricornio
negro de otra percha y se lo colocó en la cabeza. Siguió al cabo desde el
barracón, aunque tomó la delantera cuando se acercaron al imponente
edificio de piedra del centro del fuerte. Una bruma flotaba en el aire frío, y
Robert respiró hondo, preparándose para lo que pudiera ocurrir.
Los centinelas que montaban guardia les permitieron la entrada, y el
cabo le siguió a través de una pesada puerta de roble, por un oscuro pasillo,
hasta llegar a una sala bien iluminada. Robert se detuvo y permaneció en
posición de firmes al ver por primera vez al general Grant. Estaba sentado
en un extremo de una larga mesa, con el coronel Thomas Milton a su
izquierda.
—Gracias, cabo, —dijo el coronel Milton, despidiéndose secamente con
la cabeza. —Adelante, capitán Caldwell.
Robert se adelantó hasta situarse en el extremo opuesto de la mesa, con
la mirada fija en un punto distante por encima de la corpulenta cabeza del
general. —¡Señor, capitán Robert Caldwell del Regimiento de Milton,
Cuarta Compañía de a Pie! —dijo enérgicamente.
—Y, si no me equivoco, ¿el hermano menor del conde de Servington,
ministro de la corte del rey Jorge? —preguntó el general Grant,
inclinándose hacia delante.
Robert bajó la mirada sorprendido, al encontrarse con los ojos sagaces y
astutos del general, que se parecían a los de su hermanastro. Se movió
incómodo. —Sí, lord Servington es mi hermano.
—Siéntese, capitán, —le invitó el coronel Milton, señalándole una silla
cercana.
Robert se quitó el sombrero y se sentó, perplejo por el rumbo de la
conversación. Sin embargo, sintió alivio al ver que la reunión no tenía nada
que ver con el comportamiento de sus hombres.
—Su familia tiene una historia muy interesante, —continuó el general
Grant. —El coronel Milton me ha dicho que posee un poco de sangre
escocesa, ¿es por parte de madre?
Sorprendido por esta pregunta, Robert miró del general al coronel, cuyo
asentimiento fue apenas perceptible y luego de vuelta al general. —Mi
abuela nació en Edimburgo, señor, aunque su familia procedía de
Sutherland, en el norte, un clan leal a la Corona, —subrayó. —Se casó con
Arthur Willer, un comerciante inglés, y después vivió gran parte de su vida
en Londres, al igual que mi madre hasta que se casó con mi difunto padre,
Geoffrey Caldwell, sexto conde de Servington.
—El coronel Milton también me ha dicho que está usted familiarizado
con los highlanders y sus costumbres.
Robert levantó la ceja. Una noche, mientras bebía varias jarras de
cerveza fuerte, había mencionado su herencia escocesa al buen coronel, que
había llegado a ser casi como un padre para él. Había hablado en confianza,
pero obviamente esa confianza había sido violada. —¿Puedo ser tan osado,
general, como para preguntarle por qué me pregunta esto?
—A su debido tiempo, capitán, —interrumpió el coronel Milton, con la
voz teñida de cautela. —Responda, por favor.
Robert se reclinó en su silla y miró fijamente al general. —Cuando era
niño, mi abuela me contaba historias de las Tierras Altas, señor, historias de
los antepasados de su clan. Nací y crecí en Inglaterra, pero si esas historias
me hacen más familiar con los highlanders que la mayoría de los británicos,
entonces sí, conozco algo de sus costumbres.
—Bien. —El general Grant se volvió hacia el coronel Milton. —Quedo
conforme, coronel. Puede proceder con el plan que ya hemos discutido.
Encárguese de que el capitán Caldwell y un tercio de sus hombres, los que
demuestren ser mejores en la montura, abandonen el fuerte mañana al
mediodía. —Se levantó de su silla y los dos oficiales le siguieron. —Ahora,
si me disculpan, caballeros, pretendo descansar otra hora antes del
desayuno.
El general Grant se dirigió hacia la puerta, luego se detuvo y miró al
coronel Milton, con expresión sombría. —Coronel, recuerde que, si su plan
humanitario fracasa, enviaré un regimiento entero a barrer esas malditas
montañas. Encontraremos a ese bastardo de Black Tom aunque tenga que
quemar hasta los cimientos todas las casuchas llenas de ratas.
La puerta se cerró de golpe tras él, y un pesado silencio descendió sobre
la habitación, aunque no duró mucho.
—¿Qué demonios fue...?
—¡Espera! —le advirtió el coronel Milton, aplastando el arrebato de
Robert con un gesto de la mano hasta que el sonido de los pesados pasos del
general se desvaneció gradualmente. Entonces sonrió irónicamente. —No
sé quién tiene peor carácter, si el duque o el general. Parece que los dos
están cortados por el mismo patrón, se nota que son hermanos. —Se rio
brevemente, acercándose y tomando asiento junto al de Robert.
Robert era un hombre reservado que confiaba a pocos los detalles de su
vida privada, y la referencia a su hermano Gordon, lord Servington, que a
sus treinta y cuatro años era seis años mayor que él, había echado sal en una
herida abierta.
Había sido Gordon quien le había encargado el costoso encargo militar
que Robert tenía el honor de cumplir. Robert no dudaba de que su hermano
esperaba que lo mataran en alguna batalla en el extranjero, y heredaría
entonces Bluemoor, la hermosa finca que su madre había legado a Robert
en vez de a Gordon.
La condesa tenía derecho a legar sus propiedades a quien quisiera, y
había elegido a su hijo menor, su favorito, lo que afianzó para siempre el
arraigado resentimiento de Gordon hacia Robert y avivó su determinación
de reclamar la herencia de Robert por todos los medios a su alcance.
No bastaba con que Gordon poseyera todas las propiedades de su padre,
incluida la finca familiar, Servington Grove, y la casa señorial en el barrio
más de moda de Londres, como tampoco le bastaba con que se hubiera
casado con la mujer que Robert había cortejado durante tanto tiempo, lady
Violet Fields.
La codicia de Gordon por poseer Bluemoor, la finca más rica de Sussex,
no tenía límites.
Sin embargo, Robert estaba igualmente decidido a frustrar todos sus
intentos. Sólo el honor de su familia le había obligado a cumplir su
compromiso militar, no el miedo a su hermano. Tenía claro que la próxima
vez el asunto se resolvería en un duelo, y el honor quedaría zanjado. No
sufriría más los planes vengativos de Gordon ni ninguna otra alteración de
su vida.
“Al menos ya había superado el desaire de Violet”, pensó Robert
secamente. Ojalá pudiera decir lo mismo de sus tres años de servicio.
Aún le quedaba otro año de servicio antes de poder liberarse de aquel
desdichado ejército. Después de lo que había visto durante los últimos
meses bajo el mando del duque de Rutherfod, empezando por la masacre de
Culloden, en la que se había negado a participar, y siguiendo por la
despiadada persecución de los highlanders, ¡ya estaba más que harto de
carnicerías!
La voz grave del coronel Milton irrumpió en los pensamientos de
Robert. —Sé que te estás preguntando qué pasa, Robert, e iré directo al
grano: primero debo disculparme por traicionar una confidencia, pero en
este caso lo consideré necesario y justificado.
Robert se limitó a asentir y se sentó, dejando caer su sombrero sobre la
mesa.
—He recibido un encargo hace menos de una hora. Otro de nuestros
carros de suministros con destino al fuerte ha sido saqueado por el camino
del general Wade, el tercero en dos semanas, —continuó el coronel Milton.
—Grant está muy disgustado por ello, sobre todo porque esta carga no sólo
llevaba grano, sino también algunos barriles de vino que había encargado a
Londres. La idea de que ese tal Black Tom, un simpatizante jacobita, se esté
bebiendo su vino añejo no le ha sentado nada bien.
—¿Quién es Black Tom? —preguntó Robert, interesado por el inusual
apodo.
El coronel Milton resopló burlonamente. —Así llaman los soldados al
líder de la banda de ladrones renegados, porque el canalla siempre aparece
vestido de negro, con la cara ennegrecida para disimular sus facciones. Se
esconde bien en las sombras mientras sus hombres se dedican a robar, y
nunca dice una palabra, aunque siempre tiene dos pistolas amartilladas y
preparadas. Sus hombres trabajan con rapidez, suelen dejar atados a los
soldados y arrojar sus armas al lago Ness o llevárselas consigo.
—¿Lago Ness? ¿La mayoría de las incursiones han sido a lo largo del
camino de Wade?
—Sí, sobre todo las relacionadas con los carros de suministros, además,
aparentemente, los barcos atracados a lo largo de Inverness Firth también
han perdido carga a manos de este ladrón, y el ganado ha sido robado por
todo Glenmore y hasta el sur del lago Lochy.
Robert se quedó pensativo. —¿Ha muerto algún soldado durante estas
incursiones?
—Sorprendentemente, no. Unos pocos hombres han sido heridos, pero
nada grave. Parece que el único interés de Black Tom es el robo. Tan pronto
como ha robado lo que quiere, él y sus hombres desaparecen en la noche.
—Una historia interesante, coronel, pero ¿qué tiene que ver conmigo?
—preguntó Robert.
El coronel Milton apoyó los codos en la mesa y bajó la voz. —Usted y
yo pensamos lo mismo, Robert. Durante los últimos tres meses hemos visto
un gran derramamiento de sangre, y gran parte de él ha sido irracional, cruel
y contrario a todo sentido del juego limpio. Culloden fue prueba de ello, y
ahora la política de Rutherfod de acosar a los escoceses...
Su voz se entrecortó y sacudió la cabeza con gravedad. —Ya ha habido
suficientes matanzas de inocentes. No puedo sentarme sin hacer nada y ver
cómo comienza de nuevo. Cuando Grant recibió el encargo esta mañana, su
primer impulso fue enviar a todo mi regimiento a Strathherrick, junto al
lago Ness, ya que todas las pruebas apuntan a que ese valle es el territorio
principal de Black Tom.
—Donde llevaría a cabo su política habitual en asuntos relacionados con
los highlanders, —dijo Robert en voz baja. —Torturar, mutilar, violar,
quemar, y luego hacer preguntas.
—Correcto. En lugar de eso me arriesgué y sugerí un método más
pacífico para capturar a este bandolero. Sorprendentemente Grant accedió a
escucharme, probablemente debido a la reciente indignación expresada por
los clanes leales al rey Jorge por las atrocidades cometidas contra los
highlanders derrotados.
—Desde luego, no estaría bien que esos poderosos clanes se unieran a
sus familiares jacobitas contra los excesivos estragos de los ingleses, —
comentó Robert.
—Ciertamente que no. Ahora bien, mi suposición es que Black Tom está
llevando a cabo estas incursiones para proporcionar alimentos a la región,
—continuó el coronel Milton. —Se encontraron sacos abiertos del grano del
rey en una cueva cerca del lago, y se han encontrado aldeanos con buenas
provisiones de carne salada en sus bodegas.
—Algo poco probable en una zona que perdió su ganado y sus cosechas
a manos de las tropas más agresivas de Rutherfod.
—Eso es. Le dije a Grant que, si una gran fuerza de soldados armados
descendía sobre Strathherrick, Black Tom y sus hombres se echarían a las
montañas y nunca saldrían de su escondite. Ya sabemos lo bien que esta
gente guarda sus secretos, a pesar de la amenaza de muerte. Si el príncipe
Carlos ha conseguido permanecer huido durante tres meses, eludiendo a
miles de nuestras tropas, lo mismo nos pasaría con Black Tom.
—Así que en vez de eso se supone que debo llevarme a un tercio de mis
hombres e intentar descubrir el paradero del escurridizo Black Tom
viviendo entre los highlanders de Strathherrick como una fuerza ocupante,
aunque pacífica.
El coronel Milton asintió. —Con su conocimiento de las costumbres de
las Tierras Altas, la tarea puede ser más fácil de lo que piensa. —Sonrió
ampliamente. —Si yo fuera más joven, me encantaría la misión. Su destreza
con las damas es bien conocida, Robert. Es tan caballero con las muchachas
que siguen a nuestras tropas como con las elegantes damiselas que hemos
conocido en las ciudades. Les ha encantado a todas. Quizás encuentre una o
dos muchachas de las Tierras Altas dispuestas a ayudarle en su búsqueda.
¿Quién sabe qué secretos podrían traicionarse en el momento álgido de la
pasión?
Robert se rio. No estaba convencido de que una bella moza de las
Highlands se quisiera acostar de tan buen grado con un soldado inglés, pero
la idea le intrigaba.
—Yo sugeriría que usted y sus hombres se acantonaran en un pueblo, o
quizás en una de las pocas casas solariegas que aún quedan en pie, —dijo el
coronel Milton. —He oído hablar de un lugar que podría ser lo
suficientemente grande para todos ustedes. Hmmm, ¿Cómo se llamaba ese
pueblo?
Hizo una pausa y golpeó distraídamente la mesa con los nudillos. —Ah,
sí, ahora lo recuerdo, creo que está cerca de Plockton. Puede que al dueño
no le gusten las molestias, pero al menos es mejor que encontrarse su casa
quemada hasta los cimientos, —se levantó. —¿Alguna pregunta más,
capitán?
—Una, —respondió Robert. —¿Cuánto tiempo tengo para encontrar a
este Black Tom y llevarlo ante la justicia del rey?
El coronel Milton se puso serio y sus facciones se ensombrecieron. —
Grant es un hombre impaciente, Robert. Si nuestro plan no tiene éxito,
cumplirá su amenaza de arrasar la zona.
—Justo lo que pensaba, —dijo Robert, levantándose de la silla y
siguiendo al coronel fuera de la habitación.
2

-¿Volverás a cabalgar esta noche, Ross? —preguntó Lorna mientras


alisaba un paño limpio sobre la tosca mesa de la cocina. Levantó la
vista al no recibir respuesta. Sus ojos, marrones como bayas secas,
estudiaron con ansiedad a su joven señora. Rosslyn estaba sentada en un
taburete bajo junto a la ventana, estudiando detenidamente un mapa
desgastado y amarillento que tenía sobre las rodillas.
Con el ceño fruncido por la concentración, Rosslyn trazó con el dedo la
delgada línea del camino del general Wade, que se extendía desde Inverness
hasta el fuerte Augustus. La carretera bordeaba el lago Ness durante tres
cuartas partes del trayecto y luego se desviaba hacia el sureste, rodeando
Beinn a Bhacaidh, una montaña menor, y el lago Tarff. El estrecho valle de
Glen Doe se encontraba justo al sur del pequeño lago, y era el lugar de la
incursión de esta noche.
—Es un plan arriesgado, —susurró para sí misma, sin percatarse del
escrutinio de Lorna. Sin duda habría muchos soldados cerca del fuerte
Augustus, pero eso no podía evitarse.
Según sus fuentes, un gran rebaño de ganado pastaba en Glen Doe,
ganado que hasta hacía unas semanas había pertenecido a unas
desventuradas aldeas de las Highlands. En su plan, ella "rescataría" algunas
de ellas esta noche, aprovechando las primeras horas de la oscuridad, y así
su pueblo tendría carne fresca para cenar en dos días.
Rosslyn esbozó una breve sonrisa, que se desvaneció cuando sus
pensamientos volvieron a centrarse en la inminente incursión. Levantó la
vista del mapa y contempló el huerto de manzanos, con los brillantes rayos
del sol acariciándole el rostro. La niebla húmeda de la mañana hacía tiempo
que se había disipado, dejando el cielo de un azul inmaculado. La tarde
clara y soleada auguraba un buen tiempo para esa noche.
Ella y sus cinco hombres partirían al anochecer hacia el lejano valle.
Montarían los robustos caballos de color pardo, nativos de las Tierras Altas,
y se mantendrían en las montañas que tan bien conocían, lejos del camino
de Wade y de cualquier encuentro inoportuno con casacas rojas. En las
escarpadas laderas de Glen Doe atarían los caballos y descenderían al valle
como fantasmas silenciosos para reunir una docena de cabezas de ganado y
conducirlas de vuelta a las montañas.
La luz de la luna les guiaría por los senderos de los antiguos arrieros
mientras viajaban lo más lejos posible antes del amanecer, escondiéndose
en la boscosa meseta junto al río Feohlin hasta el anochecer, cuando se
pondrían de nuevo en marcha.
Cuando llegaran a Aberchalder Burn, cerca de Plockton, sacrificarían el
ganado y distribuirían la carne entre los pueblos de los alrededores antes del
amanecer.
—Ross. ¿No me oyes? —repitió Lorna. De nuevo no hubo respuesta.
Con un suspiro exasperado, la anciana se acercó a la ventana y se detuvo
justo detrás del taburete. Extendió la mano y apartó un mechón castaño
rebelde de la sien de Rosslyn. —¿Ross?
Rosslyn se levantó de un salto y el mapa se deslizó desde sus rodillas
hasta el suelo recién barrido. —¡Oh, Lorna, me has asustado! —exclamó.
—No sabía que estabas ahí.
—Lo siento, muchacha, —dijo Lorna mientras Rosslyn se inclinaba para
recoger el precioso pergamino y lo doblaba en un cuadrado. —Pero me
siento como si hubiera estado murmurando para mí misma en esta cocina
como si estuviera loca. No habéis oído ni una palabra de lo que os he dicho.
Rosslyn se guardó el mapa en un bolsillo lateral de la bata y abrazó a su
criada. Lorna Russell llevaba tanto tiempo con los Campbell de Plockton
que era como una abuela para Ross. Como ama de llaves y comadrona,
había estado presente en el nacimiento del padre de Rosslyn, así como en el
de la propia Ross, hacía diecinueve años.
Rosslyn nunca habría vivido para ver su primer día si no hubiera sido
por Lorna, que había insuflado aire en sus pequeños pulmones después de
que naciera azul y silenciosa, con el cordón umbilical enrollado alrededor
del cuello. La decidida escocesa no se dio por vencida hasta que la
habitación resonó con los gritos de Rosslyn, y sus agradecidos padres
juraron que habían sido testigos de un milagro venido del cielo.
Ahora Lorna era frágil, con los hombros encorvados y el pelo gris como
una fina gasa. Había visto pasar sesenta y nueve inviernos. Sin embargo,
seguía gobernando la mansión Shrip con estricta eficiencia, y las dos
criadas que quedaban eran sus obedientes y respetuosas sirvientas.
Rosslyn era la única persona a la que Lorna no podía controlar. A lo
largo de los años había intentado domar el espíritu impetuoso de Ross y
transformarla en una joven "como Dios manda", sobre todo después de que
su madre muriera cuando Rosslyn tenía seis años, pero Rosslyn siempre
había mostrado una vena de luchadora independiente que no se podía
dominar, y los esfuerzos de Lorna habían sido en gran medida infructuosos.
Ross ya era una mujer adulta, dueña de una propiedad considerable, pero
Lorna seguía considerándola la niña salvaje que solía vagar por los páramos
sembrados de brezo y las laderas rocosas de las montañas.
—¿Qué me has preguntado, Lorna querida? —preguntó Rosslyn en tono
tranquilizador, aunque sospechaba que ya conocía la pregunta. —Tienes
toda mi atención.
Lorna tomó las manos de Rosslyn entre las suyas, su agarre era
sorprendentemente fuerte. —Estoy preocupada, Ross, —empezó, con la
preocupación marcando su arrugado rostro. —¡Preocupadísima por ti!
—Lorna... —Rosslyn intentó interrumpir.
—No, escúchame, muchacha, —la hizo callar Lorna. —Llevas dos
meses haciendo estas incursiones casi todas las noches, desde que esos
casacas rojas destrozaron la casa. A veces te ausentas durante dos o tres
días, sin que pueda dormir por la preocupación que me invade.
Apretó con fuerza las manos de Rosslyn como para enfatizar sus
palabras, haciéndola estremecerse. —Es algo noble lo que estás haciendo,
Ross, pero ¿cuánto tiempo crees que pasará antes de que los ingleses se
pongan a buscarte en serio? ¿Y si te capturan? ¿Crees que serán
misericordiosos contigo, como lo fueron con tu padre y los miembros de su
clan en Culloden?
—Tus temores son infundados, Lorna. No me encontrarán, —objetó
Rosslyn con vehemencia, sus ojos brillando desafiantes.
“¡Bastardos ingleses!” La mera mención del brutal destino de su padre
le hacía estar aún más segura de que lo que estaba haciendo era lo correcto,
a pesar del peligro constante al que se enfrentaban ella y sus hombres. Las
incursiones que habían cometido contra los casacas rojas daban sentido a su
vida y eran una forma de luchar contra la salvaje injusticia que había
sufrido su pueblo. No podía hacer menos, fueran cuales fueran las
consecuencias. Su conciencia y su orgullo nunca se lo permitirían.
Lorna sacudió su cabeza de cabello gris, poco convencida. —No,
muchacha, si sigues así, seguramente te encontrarán...
—¡Basta, Lorna! —exigió Rosslyn, cortándola y soltándole las manos.
Las lágrimas le escocían en los ojos, pero se obligó a contenerlas. —No
escucharé más tus palabras. No puedo creer que me pidas que deje de hacer
lo único que da esperanza a nuestro pueblo y le da de comer.
Rosslyn se apoyó en el estrecho alféizar de la ventana y miró más allá
del huerto, hacia el pueblo de Plockton, al grupo de pequeñas casitas de
piedra enclavadas cerca del lago Shrip.
—Tú has caminado por el pueblo, Lorna. Es un lugar que ha vuelto del
borde de la desesperación, —dijo, con voz apasionada. —Lo mismo ocurre
en Gorthlick y Aberchalder, y en los demás pueblos. Los niños ya no lloran
de hambre, sino que se pelean y juegan, y sus madres vuelven a tener leche
en sus pechos para los más pequeños. Los hombres que quedan tienen
nuevas esperanzas para sus familias, y podemos llenar los sacos de los
fugitivos que llegan a nuestras puertas por la noche con comida suficiente
para que les dure muchos días en las montañas.
Rosslyn tragó saliva, recordando a la media docena de fugitivos del clan
que habían buscado refugio durante unas horas en la casa solariega la
semana pasada. Le habían traído la noticia de que Balloch Campbell, su
prometido, había sido hecho prisionero pocos días después de Culloden. Lo
habían ahorcado como traidor en la plaza del pueblo de Inverness mientras
los hombres del clan observaban desde el desván de una taberna donde
estaban escondidos. Ahora tenía dos por los que llorar, su padre y Balloch.
Balloch Campbell había sido grande y fuerte, con una amplia sonrisa
que se atrevía a enfrentarse al mundo y unos ojos color avellana que
bailaban con una lujuria por la vida. ¿Lo había amado de verdad, como una
mujer ama a un hombre, o su sentimiento no era más que el vínculo de
amistad formado en la infancia? Ahora ya nunca lo sabría.
Había aceptado que Balloch y ella se casarían algún día porque era el
deseo de su padre, que había visto en su joven pariente un buen partido para
su hija de temperamento fuerte. Nunca había pensado en cuestionar su
decisión, pues era la única persona cuya palabra siempre había obedecido.
Ahora nunca se casaría. Lo había jurado la noche en que se enteró del
destino de Balloch. El hombre que se había ganado la bendición de su padre
estaba frío en su tumba, y ella no tendría otro. Dedicaría su vida a su pueblo
y, cuando llegara el momento de elegir un heredero, encontraría a alguien
digno de ocupar su lugar entre sus hombres.
“Qué ironía”, pensó Rosslyn con amargura. Si su padre hubiera
sobrevivido a Culloden y hubiera sido juzgado por traición, su patrimonio y
su título habrían pasado a la Corona tras su ejecución. Sólo porque él había
muerto en el campo de batalla la propiedad familiar seguía perteneciéndole
a ella. Se le permitió conservar sus tierras porque, como señora de Plockton
y simple mujer, se la consideraba inofensiva, ninguna amenaza para el
gobierno. Si supieran...
—He dicho que es noble lo que haces, Ross, —dijo Lorna, —y estoy
muy orgullosa de ti. —Inclinó la cabeza y apoyó su mejilla arrugada en el
hombro de Rosslyn. —Tu padre estaría orgulloso de ti, y tu querida madre.
No te molestaré más con mis temores, si prometes no correr riesgos
imprudentes. —Su voz tembló y se quebró, mientras lágrimas calientes
humedecían la manga de Rosslyn. —Si alguna vez te ocurriera algo, no me
quedaría nadie.
—Por favor, no te preocupes, —le dijo Rosslyn con dulzura. —No me
pasará nada, ya lo verás. Y si te hace feliz, te prometo que no atacaré a
ningún casaca roja a menos que esté segura de que todo saldrá según lo
planeado. ¿Te parece bien?
Moqueando y asintiendo con la cabeza, Lorna buscó un pañuelo en el
bolsillo de su delantal.
—Además, Lorna querida, sólo los cinco miembros del clan que
cabalgan conmigo saben lo que hacemos. Y tú, por supuesto.
—¡Nunca te traicionaré, muchacha! —exclamó Lorna con fiereza,
secándose las lágrimas. —Me llevaré tu secreto a la tumba...
—Shhh, Lorna, —la calmó Rosslyn. —No pensaba que me traicionarías,
como tampoco lo pienso de los demás. Nos une un juramento de silencio,
sellado con sangre. La gente simplemente acepta la comida como una
bendición de Dios y no hace preguntas. Nunca traicionarían nuestra causa.
Lo creo con todo mi corazón.
—Oh, muy bien, muchacha, —dijo Lorna, sonándose ruidosamente la
nariz varias veces. —No oiréis nada más de mí sobre el tema, pero si no os
importa, os tendré doblemente presentes en mis oraciones.
Rosslyn se rio y plantó un beso en la mejilla húmeda de Lorna. Miró a
través de la cocina hacia la enorme chimenea con el hogar en alto, donde
una gran tetera negra colgaba sobre el fuego de turba. El contenido
burbujeante desprendía vapor y un delicioso aroma recorría la habitación.
—¿Qué hay en la olla? —preguntó, con el estómago rugiendo de hambre.
—Estofado de pollo y puerro, —respondió Lorna, con sus ojos castaños
brillando de nuevo, con un revivido espíritu valiente. —Tu favorito. Me
imaginé que saldrías a cabalgar esta noche y no voy a permitir que salgas
sin una buena comida caliente en tu estómago. También hay arenque
ahumado y bollos frescos. Te prepararé a ti y a tus hombres una cesta llena
para el viaje. ¿Cuánto tiempo estarás fuera, muchacha?
—Dos días.
Lorna abrió la boca para protestar, pero la cerró rápidamente. —Espero
que tengas sitio para el pudin de manzana que te he preparado, —dijo en su
lugar.
Rosslyn se sentó a la mesa de la cocina. —Sí, Lorna, si crees que no
perderé mi figura por glotona, —respondió juguetona.
Lorna sirvió una buena ración de estofado en un cuenco y volvió a la
mesa. —No tienes nada que temer, muchacha. Estás tan esbelta como un
potro. —Puso el cuenco ante Rosslyn. —Ahora come. Te traeré unos bollos.
Rosslyn saboreó los trozos de pollo y puerros en un caldo espeso con
hierbas, las tortitas de avena calientes untadas con mantequilla dorada y el
té fuerte. Bajo la mirada de aprobación de Lorna, se terminó cada bocado,
incluida una porción de pudin cubierta con salsa de brandy. Sabía que
pasarían varios días antes de que volviera a disfrutar de una comida así.
Pero, si Dios quería, si la incursión de esta noche salía según lo
planeado, ella y los aldeanos tendrían un rico estofado de ternera hirviendo
a fuego lento en sus calderos antes de que terminara la semana.
3

-Essuavemente
hora de despertar, Ross, —susurró Alec Gordon,
el hombro de Rosslyn. —Ha salido la luna.
sacudiendo

Despertada tan bruscamente, Rosslyn no supo, por un momento, dónde


estaba. Poco a poco, las brumas del sueño se desvanecieron de su mente y
la realidad ocupó su lugar. El penetrante olor a pino, el suave mugido del
ganado y el rumor de un río cercano le hicieron aún más consciente de su
situación.
Tras recordar donde estaba, se incorporó y se frotó los ojos. Habían
acampado aquí esta mañana tras su exitosa incursión ganadera, y ahora que
había oscurecido, era hora de avanzar hacia Plockton.
Rosslyn se dio la vuelta y buscó a tientas en la manta de lana. Encontró
su gorro negro y se lo colocó en la cabeza, luego se metió la gruesa trenza
castaña por el cuello alto de la chaqueta, y por último, cogió un puñado de
ceniza de turba de una bolsa que llevaba colgada del cinturón y se frotó la
cara y la frente con el hollín.
—¿Están despiertos los demás, Alec? —le preguntó, aceptando su mano
mientras le ayudaba a ponerse en pie.
—Sí, estamos listos para partir, muchacha, —respondió Alec, señalando
con la cabeza a los cuatro hombres que ya estaban montados en sus
caballos. —Te dejé dormir un poco más, —añadió, casi disculpándose. —
Parecías muy cansada cuando nos detuvimos esta mañana.
Rosslyn sonrió. —Fuiste muy amable, Alec. Ya estoy bien. —Recogió
la manta del suelo cubierto de musgo mientras esquivaba las ramas de abeto
que habían servido de protección para su cama. Se dirigió a su montura y
metió la manta en la alforja de cuero.
Ahogó un gemido mientras levantaba el pie hasta el estribo y echaba
una pierna sobre el caballo. Tenía el cuerpo rígido y dolorido por el largo
viaje, aunque nunca se lo habría confesado a sus hombres. Sin duda, ellos
se sentían igual de mal. Conducir ganado por las montañas no era tarea
fácil.
Rosslyn esperó pacientemente mientras Alec montaba a caballo.
Mientras, sus ojos se acostumbraron rápidamente a la oscuridad del bosque
circundante. Observó las fornidas siluetas de Gavyn y Kerr Campbell, dos
hermanos de pelo rojizo que habían luchado en Culloden y habían logrado
escapar con vida. Eran fugitivos que ahora vivían en una remota cueva en
Beinn Bhuidhe, una montaña al este de Plockton, pero habían decidido
arriesgarse a ser capturados para acompañarla en sus incursiones contra los
ingleses.
Los hermanos Campbell eran dos tipos duros. Eran mucho más
propensos a disparar a los casacas rojas que a robarles, pero habían
obedecido su orden de que no hubiera matanzas innecesarias. Esperaba
poder seguir conteniendo su sed de venganza. Robar era una cosa, pero
asesinar a sangre fría era otra.
Luego estaban Liam McLoren y su hijo de diecisiete años, Mervin.
Eran verdaderos miembros del clan, al igual que Alec Gordon, aunque
no llevaban el apellido Campbell. El clan Campbell estaba formado por
muchos hombres no emparentados por la sangre, descendientes de aquellos
que habían jurado lealtad a los sucesivos jefes Farlan a cambio de una
pequeña parcela de tierra arrendada y la protección del jefe.
Liam, Alec y Mervin se habían quedado el otoño pasado (junto con un
pequeño grupo de arrendatarios de cada pueblo) para cuidar los rebaños de
ganado cuando los Campbell de Strathherrick marcharon a la guerra. Ahora
esos tres hombres cabalgaban a su lado, muy orgullosos de haber
recuperado una parte de lo que habían robado a su clan.
Rosslyn cogió las riendas y elevó una rápida plegaria de agradecimiento
por los cinco hombres que tan audazmente habían abrazado su causa. Sin
ellos, nunca habría logrado tanto.
—Gavyn, cabalga delante y vigila, —dijo en voz baja. —Hasta que
lleguemos al lago Shrip viajaremos un poco más cerca del camino de Wade
de lo que me gustaría, pero no hay más remedio si queremos llegar a
Aberchalder Burn antes del amanecer. Recuerda, si ves algo sospechoso,
avísanos.
—Sí, Ross, —respondió Gavyn, moviendo las riendas contra el cuello
de su montura. El brioso animal se sacudió hacia delante, y caballo y jinete
desaparecieron en el denso pinar. Sólo el vaivén de las ramas marcaba su
camino.
—Kerr, toma la delantera, ya que conoces bien esta tierra. Mervin, Alec,
id en la retaguardia. Liam y yo mantendremos al ganado en el centro.
Sin decir una palabra, los hombres siguieron sus órdenes explícitamente.
No les importó que fuera una mujer, y que apenas tuviera diecinueve años.
Como lo había sido para su padre, su lealtad hacia ella les resultaba tan
natural como respirar, y si habían tenido alguna duda sobre su capacidad
para librar semejante campaña contra los casacas rojas, hacía tiempo que
tales dudas se habían desvanecido. Ella había demostrado una y otra vez a
través de su coraje, audacia y buen juicio que había nacido para liderar.
El ganado de las Highlands, con su pelaje desgreñado de color marrón
rojizo y sus cuernos largos y curvados, avanzaba a grandes zancadas por el
estrecho camino de los arrieros, atados unos a otros por una gruesa cuerda.
Rosslyn seguía asombrada por la fluidez de la incursión de la noche
anterior, en la que no se habían topado con un solo soldado inglés. “Lo más
probable era que los casacas rojas estuvieran demasiado cómodos
tumbados junto a sus hogueras como para vigilar el ganado”, pensó con
sorna al recordar el lejano resplandor anaranjado de las hogueras en la boca
de Glen Doe, cerca del camino de Wade.
La tensión se apoderó de su cuerpo cuando una conmoción en la parte
delantera de la fila hizo que la procesión se detuviera bruscamente. Clavó
los talones en los costados del caballo y corrió por el sinuoso sendero, Liam
no muy lejos de ella.
—Kerr, ¿qué está pasando? ¿Por qué nos hemos detenido? —siseó,
divisando de pronto a Gavyn a su lado. El corazón le dio un salto en la
garganta. Si Gavyn había vuelto tan pronto, eso sólo podía significar
problemas.
—¡Hay casacas rojas ahí delante, Ross! —soltó Gavyn en un fuerte
susurro antes de que su hermano pudiera responder. —Están acampados
justo al otro lado de la elevación, a menos de 400 metros de aquí.
—¿Cuántos? —preguntó ella con fuerza.
—Veinticinco, quizás treinta. La mayoría están acostados cerca del
fuego, pero unos cuantos montan guardia alrededor del campamento.
Rosslyn contuvo el aliento. Una pequeña tropa de soldados ingleses
justo en su camino. ¡Maldita sea! Si no fueran tantos, podría plantearse una
escaramuza, pero treinta soldados contra sus seis hombres no eran buenas
probabilidades. Ahora tendrían que adentrarse más hacia el este en las
montañas, lo que supondría un día entero de retraso, ya que no llegarían a
Aberchalder Burn antes del amanecer. “¡Que la peste y el diablo se los
lleve a todos!”
—Parece que tendremos que dar marcha atrás... —comenzó resignada,
sólo para ser cortada por la excitada voz de Gavyn.
—Antes de hacerlo, Ross, creo que deberías saber que tienen al menos
diez Carros de suministros cargados hasta arriba con todo tipo de cosas.
Sacos de grano, cajas de pollos y cerdos. ¡Si pudiéramos hacernos con dos
de esos carros nos iría bien!
—¿Dijiste diez, Gavyn? —preguntó ella, con sus pensamientos tomando
un giro decididamente diferente.
—Sí. ¿Qué os parece?
Para entonces Alec y Mervin se habían unido a su pequeño grupo,
enterándose rápidamente de los detalles. Rosslyn sopesó cuidadosamente la
situación.
“¿Por qué tan pocos soldados necesitaban tal cantidad de
suministros?” se preguntó. Estaban acampados a una buena distancia del
camino de Wade, en un terreno por el que los carromatos podían transitar
con facilidad, pero no podía tratarse de un carro de suministros normal. Los
carros de suministros nunca se alejaban de la carretera por miedo a los
merodeadores como ella.
“Tal vez fueran reclutas del Fuerte Augustus o del Cuartel Ruthven,
enviados en algún tipo de ejercicio de entrenamiento para familiarizarse
mejor con las Tierras Altas”, pensó secamente. Pasar más o menos una
semana lejos de un puesto militar establecido podía justificar la necesidad
de contar con una buena reserva de suministros.
Fuera cual fuese el motivo, diez carros de suministros era una fuerte
tentación.
Sin embargo, una incursión en el campamento era una propuesta muy
peligrosa. Ella y sus hombres eran superados en número por quizás cinco a
uno.
Las palabras de advertencia de Lorna desgarraron la mente de Rosslyn,
junto con su propia promesa de no correr riesgos imprudentes. Decidió que
en este caso lo mejor era buscar el consejo de todos los implicados.
—Tenemos que tomar una decisión, —dijo Rosslyn, mirando de un
rostro sombrío a otro. —Podemos llegar a Aberchalder Burn por otra ruta, o
podemos tomar por sorpresa a esos malditos casacas rojas y añadir a nuestra
recompensa unos cuantos carros de suministros bien cargados. ¿Qué decís?
—¡Estoy a favor de asaltar a esos bastardos! —Kerr habló primero, con
Gavyn no muy lejos detrás de él.
—¡Sí, y yo también!
Rosslyn ya se lo esperaba de los impulsivos hermanos Campbell,
siempre estaban dispuestos a pelear.
—¿Qué dices, Alec? —preguntó. De todos sus hombres, confiaba más
en la opinión de Alec Gordon. Era firme y cauteloso, y su reflexiva
sabiduría le recordaba a su padre.
—Dado el número de soldados, es peligroso en el mejor de los casos,
Ross, pero ya hemos visto cosas peores. Creo que, si está bien planeado,
tenemos una buena oportunidad de capturar tres carros, pero no más. Con el
ganado, sería lo máximo que podríamos mover.
Rosslyn asintió. —¿Así que apoyarías una incursión, Alec?
—Sí.
—¿Y tú, Liam?
—Si Alec cree que es posible, entonces estoy con vosotros.
—¿Mervin?
—Sí, Ross.
—Entonces está decidido, —dijo ella, sonriendo débilmente. —Después
de esta incursión tendremos tanta comida que nos habremos ganado una
semana de descanso. —Se inclinó hacia delante en su silla de montar, con
una tensa excitación bullendo en su interior. Le encantaban los buenos
desafíos. —Ahora, Gavyn, si nos dices dónde está el campamento,
planearemos nuestro próximo movimiento.

Rosslyn estaba tumbada boca abajo con los codos recogidos bajo el pecho,
sin apenas respirar. Contemplaba atentamente el campamento inglés, a sólo
diez metros de distancia y bajando un ligero declive, mientras la irritación
se apoderaba de ella.
Mirando al oficial rubio sentado junto al fuego de espaldas a ella, pensó,
“si ese cabrón no se acuesta pronto, tendremos que abandonar el asalto.”
Había pasado una hora preciosa desde que ella y sus hombres habían
atado el ganado y se habían acercado sigilosamente al campamento. De no
ser por el capitán, ya podrían haber terminado su tarea y estar camino de
Aberchalder Burn. Era el único hombre que quedaba despierto en el
campamento, aparte de los tres vigías que montaban guardia.
—Paciencia, muchacha, —susurró Alec como si percibiera sus
pensamientos.
Rosslyn lo miró por encima del hombro, algo contrariada. Liam
McLoren y él la flanqueaban, con la cara y el pelo también ennegrecidos
por la ceniza de turba, las gorras bien caladas sobre la cabeza y pañuelos
marrón oscuro cubriéndoles la parte inferior del rostro.
Esperaban su señal, al igual que Mervin y los hermanos Campbell, que
estaban escondidos cerca de los tres guardias situados en ángulos cruzados
alrededor del campamento. Esa señal no podía llegar hasta que aquel oficial
inglés se instalara para pasar la noche.
El chasquido de una rama le sobresaltó y se volvió hacia el
campamento. El capitán se había puesto en pie y caminaba por el perímetro
del claro. Parecía estar buscando en la oscuridad más allá del resplandor del
fuego, y agacharon la cabeza cuando pasó a menos de tres metros de ellos.
Rosslyn contuvo la respiración, con el suelo húmedo frío contra su
mejilla. Esperó, escuchando, hasta que sus pasos se alejaron. Cuando
levantó la vista, él estaba de nuevo junto al fuego, sacudiendo una manta y
mirando hacia ella.
Sin darse cuenta, pensó que era un hombre muy guapo.
Era alto y corpulento, con el pelo dorado a la luz del fuego…
Se mordió el labio con rabia. ¡Idiota! ¿Qué le pasaba? ¿Cómo podía
considerar guapo a un soldado inglés? Era un asesino, una bestia. Incluso
podía ser el hombre que había matado a su padre.
Rosslyn mantuvo ese pensamiento en su mente mientras observaba
cómo el oficial se tumbaba en el suelo, se envolvía en la manta y rodaba
sobre su espalda. Decidió sombríamente que se convertiría en su mortaja si
hacía el más mínimo movimiento para levantarse.
No lo hizo. Al cabo de otros diez minutos, Rosslyn decidió que había
llegado el momento. Por fin reinaba el silencio en el claro, y los únicos
sonidos eran un ronquido ocasional, el viento que soplaba entre los pinos de
Caledonia y los altos robles, y las llamas que crepitaban y silbaban. Respiró
hondo y levantó el brazo por encima de la cabeza.
Sus ojos se abrieron de par en par cuando los tres guardias
desaparecieron repentinamente de sus puestos sin siquiera forcejear, dando
fe de la fuerza y habilidad de sus hombres. Sólo esperaba que los hermanos
Campbell hubieran dejado inconscientes a sus oponentes en lugar de
degollarlos.
Se levantó con sigilo. Los dos hombres que estaban a su lado la
siguieron y se dispersaron entre los árboles, rodeando el campamento para
dar la impresión de que eran muchos más.
Cuando estuvo segura de que todas las pistolas estaban desenfundadas y
los puñales preparados, asintió lentamente con la cabeza. Avanzaron con
cuidado y en silencio sobre matojos de musgo, hojas húmedas y agujas de
pino, hasta que estuvieron casi encima de los soldados dormidos.
Haciendo señas a los demás para que avanzaran, Rosslyn se detuvo
junto a un robusto roble, escondiéndose a la sombra de sus ramas más bajas.
No podía permitirse que la reconocieran como mujer.
A pesar de sus esfuerzos por disimular su sexo, su atuendo negro no
podía ocultar por completo sus curvas femeninas. Por suerte, era alta para
ser mujer y podía confundirse con un hombre de complexión delgada. Su
rostro ennegrecido y su gorra baja ocultaban bien la suavidad de sus rasgos
faciales.
Apuntó con sus pistolas al oficial tendido, observando la constante
subida y bajada de su pecho bajo la manta. Su expresión era sombría
mientras ella y sus compañeros amartillaban sus armas. Los chasquidos
entrecortados resonaron en el claro.

Apenas dormido, Robert se despertó bruscamente al oír el ominoso sonido.


En un rápido movimiento rodó sobre un costado y se lanzó a por su espada,
con el vello de la nuca erizado al oír las órdenes ladradas en el inglés del
rey con un deje rebuznado de las Highlands.
—¡Quedaos donde estáis, muchachos, o ganaréis una bala entre los ojos
por vuestro gran desempeño!
Robert se congeló, apretando los dientes. Apenas tenía la mano en la
empuñadura de su espada. Se atrevió a levantar un poco la cabeza y mirar al
otro lado del claro. Al ver al menos cuatro hombres armados irreconocibles
en la penumbra, volvió a bajar la cabeza y apretó los puños con frustración.
¡Maldita sea! Debería haber sabido que no debía acampar aquí por la
noche, siendo presa fácil de cualquier highlander fugitivo. Deberían haber
marchado hacia Plockton, a pesar de las quejas de sus hombres. Había
sentido algo en el aire, una tensión palpable que le había dificultado
conciliar el sueño, pero lo había ignorado. ¿Por qué demonios no había
confiado en sus instintos?
—Ahora nos haréis un favor y os quedaréis quietos mientras recogemos
vuestras armas, —continuó la voz amenazadora, interrumpiendo sus
pensamientos. —Recordad, muchachos, no os mováis o moriréis antes de
que os deis cuenta.
Robert escuchó las pisadas que se movían rápidamente por el
campamento y el tintineo de las armas arrojadas a un montón alejado. De
repente, le arrancaron la manta de debajo de los pies y le pusieron una
pistola a quince centímetros de la cara mientras un highlander enmascarado
le quitaba sus propias armas.
—Buenas noches, capitán, —dijo la voz ronca de un hombre mayor. —
Me alegra que por fin os decidierais a echar un coscorrón. —Cogió la
espada de Robert. —Espero que no le importe que me la lleve, esta noche
no le será necesaria.
Las palabras del highlander confirmaron la intuición de Robert. Debían
de haber estado en el bosque todo el tiempo, esperando el momento
oportuno para lanzar su ataque sorpresa. ¡Dios, odiaba sentirse tan
indefenso! Debía haber algo que pudiera hacer.
—No de órdenes de las que pueda arrepentirse, —añadió el hombre
riendo por lo bajo, disfrutando su incomodidad. —Quédese quieto con sus
soldados y vivirá para ver otro día.
Robert no dijo nada cuando el hombre dejó de apuntarle y pasó al
siguiente soldado. Contempló la oscuridad tenebrosa, salpicada de estrellas
centelleantes, y se preguntó qué les tendrían reservado aquellos
highlanders. “¿Venganza por Culloden, tal vez?”
Un pesado silencio se cernió sobre el claro después de que la última de
las armas requisadas fuera arrojada al montón.
—Muy bien, muchachos, ya podéis levantaros, —ordenó la misma voz.
—Despacio, y mantened las manos donde podamos verlas.
Robert se sentó y se giró, tratando de hacer un recuento completo del
enemigo. Por lo que podía ver, había cinco en total, incluidos los cuatro que
había visto antes y otro más, a menos que hubiera más highlanders
acechando en el bosque...
Un movimiento repentino a poca distancia del claro llamó su atención.
Sus ojos se abrieron de par en par, asombrados, al ver la figura delgada que
se ocultaba entre las sombras, vestida de negro de la cabeza a los pies, con
dos pistolas apuntando a la luz del fuego. La escena encajaba exactamente
con la descripción del coronel Milton.
“¡Black Tom!”
La ironía de la situación golpeó fuertemente a Robert. Había sido
enviado expresamente para capturar a este escurridizo bandolero, y ahora él
y sus soldados se habían convertido en sus cautivos.
Miró la hilera de carromatos que se encontraban en el ancho camino que
habían tomado desde el camino de Wade, con los caballos atados cerca. Si
lo que había oído sobre Black Tom era cierto, aquellos bandidos estaban
más interesados en los carromatos de suministros que en vengarse. Pero
claro, si nadie les provocaba, no sería la primera vez que disparan a
soldados ingleses.
—En pie, capitán, —gruñó el highlander más cercano, apuntando
amenazadoramente con su pistola al pecho de Robert.
Robert se levantó y vio por el rabillo del ojo el movimiento disimulado
del corpulento sargento que estaba a su derecha. Se giró, pero era
demasiado tarde para detenerlo.
Sacando veloz un cuchillo de su bota, el sargento lo arrojó contra el
highlander, que intentó esquivar el letal misil, pero no fue lo bastante
rápido. La hoja se hundió en su brazo y maldijo en voz alta. Al mismo
tiempo, sonó un disparo en el claro y el sargento cayó pesadamente al suelo.
—Me han dado, capitán, —jadeó el sargento como si no pudiera
creérselo.
Una fea mancha roja se ensanchaba alrededor del agujero chamuscado
justo debajo de su hombro izquierdo, la sangre corría por sus dedos tratando
de parar la hemorragia.
Atónito, Robert realizo un barrido con la vista desde la figura vestida de
negro en las sombras, que sostenía una pistola humeante, hasta el soldado
tendido a sus pies. Sin dudarlo, dio un paso hacia el herido.
—Detente donde estás, —gruñó el highlander de nuevo. Su pistola
seguía apuntando a Robert, aunque la sangre manaba de su manga y
manchaba su mano temblorosa. Sin hacer ruido, sacó el cuchillo de su carne
y lo arrojó al suelo.
Los ojos de Robert se entrecerraron con rabia. —Este hombre necesita
ayuda. Dispáreme si quiere, pero no voy a quedarme aquí mientras se
desangra.
Por un momento el highlander simplemente lo miró como desafiándolo
a hacer otro movimiento. Luego pareció vacilar. Miró a Black Tom en las
sombras, que asintió secamente, y de nuevo a Robert. —Adelante, pues, —
murmuró, frotándose el brazo.
Robert se arrodilló junto al herido. Se quitó la corbata del cuello y la usó
para detener la hemorragia. —Ha sido una temeridad, sargento, —dijo con
severidad, aunque no podía culpar al hombre por intentarlo.
—Lo volvería a hacer, capitán Caldwell, —gruñó el sargento, con el
rostro ceniciento. —¡Malditos canallas!
Robert guardó silencio. Él también tenía un cuchillo en la bota, al igual
que muchos de los soldados. Tal vez si sus esfuerzos se coordinaban de
alguna manera, todavía podría haber una oportunidad...
La voz del highlander herido retumbó en el claro, interrumpiendo sus
pensamientos. —Mientras vuestro capitán hace de niñera, los demás os
quitáis las botas y la ropa y lo amontonáis todo. No ocultaréis más armas si
podemos evitarlo. Luego tumbaos boca abajo en el suelo.
—¡Moveos!
Robert maldijo en voz baja.
Al cabo de unos minutos, quitó la corbata sucia de la herida y se alegró
de ver que la hemorragia se había detenido. Sin embargo, el hombre
necesitaría atención médica para extraer la bala, lo que significaba volver al
fuerte Augustus. Podía imaginarse la cara del coronel Milton, por no hablar
de la del general Grant, cuando descubrieran lo ocurrido. Malditos sean
todos. Su misión se había frustrado antes de empezar, y sólo podía culparse
a sí mismo.
—Levántese, capitán, ¡ahora! y quítese su bonito uniforme, —exigió el
highlander. —Parece que su hombre vivirá, así que no necesitará sus
cuidados por un tiempo, además no tenemos más tiempo para charlar con
ingleses.
Robert se puso en pie, con el rostro ensombrecido por la furia mientras
se quitaba las botas y empezaba a desvestirse. Sus soldados ya estaban
desnudos y tumbados boca abajo en la tierra, mientras dos de los hombres
de Black Tom les ataban las manos y los pies.
El highlander soltó una pequeña carcajada cuando levantó una de las
botas de Robert y un cuchillo cayó al suelo con un ruido sordo. —Podrías
haber sido tú el que acabara con la bala en el hombro, ¿eh, capitán?
Robert no contestó, sino que se limitó a lanzar una mirada en dirección a
Black Tom.
Para su sorpresa, no consiguió ver al bandido por ninguna parte.
Procedió a quitarse los calzones, de pie, quedándose como Dios lo trajo al
mundo en el centro del campamento. La indignidad era casi más de lo que
podía soportar.
—Túmbese junto a sus hombres.
Robert arrojó sus ropas a la pila cerca del fuego y siguió la orden del
highlander. Le ataron las manos a la espalda y luego los pies.
—Esto debería deteneros por un rato, muchachos, —dijo otro hombre,
con su profunda voz teñida de malicia. —Quizá cuando el valiente sargento
recupere el conocimiento, considere oportuno dejaros marchar. Esperemos,
por vuestro bien, que sea antes de que algún gato montés que merodee por
estas colinas capte vuestro rastro. Desde aquí parecéis un buen lote de
pavos atados.
Furioso, Robert deseaba arremeter y decirle al hombre que sus días de
incursión estaban contados, pero se contuvo. Si le daban otra oportunidad
de partir hacia Strathherrick después de este fiasco, no quería que estos
bandidos tuvieran ningún aviso previo de lo que les esperaba.
Un súbito silbido le sobresaltó, y empezó a toser cuando un acre humo
gris se extendió por el campamento. Con un gemido se dio cuenta de que
los highlanders habían prendido fuego a sus botas y uniformes.
Una humillación más que soportar, lo cual enfureció a Robert en
silencio. Esta sería otra cuenta pendiente con Black Tom.
Con los ojos escocidos por el espeso humo, volvió la cabeza y vio a tres
de los highlanders avanzar hacia los carromatos, con los brazos cargados de
armas confiscadas. Desaparecieron por el sendero, y entonces oyó el
ansioso relinchar de los caballos y el crujir de las ruedas de madera.
Estaban enganchando los carros de suministros.
Robert musitó una rápida plegaria para que se salvara el carro que
llevaba ropa extra. De no ser así, dudaba que las pocas aldeas por las que
habían pasado a lo largo del camino de Wade pudieran proporcionarles
treinta pares de botas y calzones. Él y sus hombres se convertirían en el
hazmerreír de todo el ejército si se veían obligados a retirarse al fuerte
Augustus descalzos y desnudos.
Parpadeó varias veces por el humo, sus ojos llorosos se posaron en
Black Tom que caminaba por el borde del campamento. El bandido se
volvió un momento y miró en su dirección, y luego desapareció, engullido
por la oscuridad del bosque.
—Volveremos a vernos, Black Tom, —juró Robert, jadeante por el
humo. —Y la próxima vez, juro que será en mi beneficio.
4

R osslyn sintió una cálida satisfacción al levantar la última cesta del


carro y enganchársela al brazo. —¿Quieres ocuparte de la yegua,
Elliot, mientras voy a visitar a tu madre? —le dijo con dulzura, sonriendo al
chiquillo que saltaba excitado junto al carro.
—¡Oh, sí, Ross! —exclamó, con sus mejillas rubicundas radiantes de
salud y vigor. Sus ojos color avellana, abiertos como platos, miraron la
cesta. —¿Tienes algo para mí? —preguntó esperanzado.
Rosslyn fingió una expresión severa, aunque sus ojos centelleaban
alegremente. —Tal vez sí, Elliot, pero primero debes responderme a esto.
¿Te has portado bien esta semana y has ayudado a tu madre con tus dos
hermanos pequeños ahora que ha llegado el bebé?
Elliot asintió vigorosamente con la cabeza, su pelo rubio rojizo brillando
bajo el cálido sol. —Mamá dice que, al ser el mayor, soy el hombre de la
casa.
Rosslyn sintió un ramalazo de compasión, pero no lo reflejó en su voz.
—Y tiene razón, Elliot Lamperst, —asintió con entusiasmo mientras
apartaba el paño de lino y metía la mano en la cesta. Sacó un paquete
blanco envuelto en papel de seda y se lo entregó al muchacho. —Viene
directo de la cocina de Lorna. Acuérdate de guardar un poco para tus
hermanos.
Elliot se apresuró a arrancar el papel y su carita se abrió en una amplia
sonrisa al descubrir los dulces tesoros. Mordió con avidez un grueso
cuadrado de pastilla de caramelo salpicado de nueces garrapiñadas.
Masticando felizmente, recordó de repente sus modales. —Gracias, Ross,
—dijo con la boca llena a reventar.
“Gracias a los ingleses más bien”, pensó Rosslyn, caminando hacia la
pulcra casita de piedra. Se había encontrado con la inesperada sorpresa de
una gran bolsa de nueces en uno de los carros de suministros robados a
principios de semana.
Sí, había sido una incursión de lo más exitosa. Casi perfecta, excepto
por los disparos. Nunca había disparado a un hombre. Sin embargo, no se
arrepentía de su acción. Había hecho lo necesario para proteger a su
compañero, y con gusto lo volvería a hacer si tuviera que hacerlo.
“No pienses en los malditos casacas rojas”, se reprendió a sí misma. En
lugar de eso, pensó en lo que había sucedido aquel día, y su tranquilidad
regresó rápidamente.
Había pasado una mañana maravillosa visitando a los aldeanos de
Plockton, especialmente a las viudas de Culloden y a sus hijos. Los rostros
satisfechos y bien alimentados que la saludaban a cada paso eran una
recompensa más valiosa que el oro. Las despensas repletas y los guisos en
el fogón le alegraron aún más el corazón y aumentaron su convicción de
que había hecho lo correcto.
Rosslyn se detuvo y golpeó varias veces la robusta puerta de madera de
la cabaña. —¿Bethy? Soy Ross. —Una voz cadenciosa le pidió que entrara.
Tuvo que agachar la cabeza al atravesar el bajo marco de la puerta.
Sus ojos se adaptaron rápidamente a la tenue luz de la cabaña de una
sola habitación, en marcado contraste con el brillante sol del exterior. Las
sencillas cabañas de los miembros del clan se conocían como casas negras
porque la mayoría de ellos no podían permitirse ventanas de cristal y
utilizaban arpillera en su lugar. El fuego de turba en el centro de la
habitación iluminaba con un agradable resplandor, y su humo se colaba por
un agujero en el techo de paja.
—Me alegro de que nos visites, Ross, —dijo Bethy. Empezó a
levantarse de una silla que había junto a la cuna, pero Rosslyn le hizo señas
para que se volviera a sentar.
—Descansa, Bethy. No hace falta que te levantes por mí, —dijo,
dejando la cesta sobre la mesa. Caminó en silencio hasta la cuna y se
arrodilló frente a ella, sin prestar atención al suelo de tierra.
—Es una preciosidad, —dijo Rosslyn con admiración, contemplando el
rostro angelical del pequeño bebé de apenas una semana. Un mechón de
pelo pálido asomaba bajo un gorro de lana y Rosslyn no pudo resistir la
tentación de estirar la mano y acariciarlo. Su mano rozó la suave piedra
mágica colocada junto a la almohada del bebé para ahuyentar a las brujas.
Era una costumbre pagana en una tierra cristiana, pero ninguna madre de las
Tierras Altas prescindiría de ella. —¿Ya has decidido el nombre? —
preguntó.
—Mary, —respondió Bethy. —Como la madre de mi difunto Elliot.
Rosslyn miró a la joven y se encontró con sus ojos tristes. —Es un
bonito nombre para ella, Bethy, —dijo. —A Elliot le habría gustado tu
elección.
—Sí.
Se hizo entre ellas un silencio fruto de una pena común. Rosslyn suspiró
mientras miraba al bebé dormido. Siempre le habían gustado los niños. Se
maravilló al ver los puños cerrados de la criatura y sus labios rosados. En su
mejilla, suave como un pétalo, se le había quedado seco un reguero de
leche.
Notó un ligero movimiento en otro de los rincones de la habitación.
Unos gemelos dormían la siesta en un jergón, formando una maraña de
miembros regordetes y pelos rojos despeinados. “Qué afortunada era
Bethy”, pensó, a pesar de la pérdida de su marido. Tenía cuatro hermosos
hijos que la sostenían, la cuidaban y le daban fuerzas.
—¿Te gustaría cogerla, Ross? —preguntó Bethy. Sin esperar respuesta,
se inclinó y cogió a la niña de la cuna, colocándola en los brazos abiertos de
Rosslyn.
Rosslyn sintió una opresión en el pecho mientras estrechaba a la niña
contra sí.
Nunca sabría lo que era sentir crecer a un bebé en su interior, nunca
experimentaría la agonía y la alegría del parto. Sin embargo, este
conocimiento no le produjo gran tristeza, sino una conmovedora
comprensión. Nunca tendría una familia propia, pero siempre tendría una
familia más grande a su alrededor, formada por su clan, su gente. Era
suficiente.
—¿Tienes todo lo que necesitas, Bethy? —preguntó Rosslyn en voz
baja, mientras recorría con la mirada el modesto entorno. Muebles sencillos
de madera, ollas de barro y una mantequera eran los adornos de su vida
simple. Sobre el fuego colgaba una olla de hierro fundido, suspendida de
una viga de roble por un largo gancho. El vapor se escapaba por debajo de
la tapa, llenando la habitación con la fragancia a hierbas y carne hervida.
—Sí, Ross, no debes preocuparte por nosotros. Hemos estado bien
provistos, gracias al alma valiente que desafía a los ingleses para poner
comida en nuestra puerta. Entre eso y lo que amablemente nos traes con tus
visitas, nos las arreglaremos más que bien.
Rosslyn sonrió. —Hay mermelada de fresas silvestres en la cesta,
hierbas del jardín de Lorna, un poco de té curativo para vosotras y un pastel
de bautizo para la visita del ministro mañana. Sin duda, Elliot ya se habrá
comido todos los caramelos, aunque le pedí que guardara algunos para sus
hermanos.
Bethy se echó a reír, y su sonrisa alivió las arrugas prematuras de su
bello rostro. —Me alegro mucho de que vayas a defender a Mary ante el
ministro, Ross. Me enorgullece pensar que la señora de Plockton será la
madrina de mi hija.
—Es un honor que me lo hayas pedido, —respondió sinceramente. De
repente, el bebé gimoteó, sus ojos azules se abrieron de par en par mientras
empezaba a retorcerse en los brazos de Rosslyn. —Creo que es hora de
darte de comer otra vez, ¿eh, pequeña? ¿Quieres irte con mami?
Como respuesta a sus palabras, la niña soltó un gemido y sus manitas
agarraron el aire. Rosslyn entregó la niña a Bethy, que la calmó con sonidos
suaves. Ninguna de las dos oyó que la puerta se abría.
Elliot entró corriendo en la casa.
—¡Ross, ven a ver! Hay soldados marchando por el pueblo, con armas y
carros y todo.
Sobresaltada, Rosslyn se puso en pie en un santiamén. —Elliot, quédate
aquí con tu madre, —dijo, corriendo hacia la ventana.
—Pero Ross...
—Calla, niño, —le silenció Bethy con severidad. —Ve y siéntate con tus
hermanos. —Levantó una esquina de su fina camisa para amamantar a
Mary con su pecho cargado de leche.
Elliot hizo de mala gana lo que le decían, aunque sus ojos siguieron a
Rosslyn.
Sus hermanos se habían despertado bruscamente por sus gritos, y sus
llantos confusos aumentaban la discordia.
—Callaos ya, —dijo en un tono que no dejaba lugar a réplica. —Hay
casacas rojas merodeando. No querréis traerlos aquí, ¿verdad? —ya que sus
palabras no surtieron efecto, les ofreció un caramelo pegajoso. Los gemelos
se callaron de inmediato, con los ojos marrones muy abiertos y atentos
mientras chupaban los cuadrados azucarados.
Rosslyn se apoyó en el saliente de piedra, con el corazón latiéndole con
fuerza en el pecho. Había al menos veinte casacas rojas marchando junto a
una larga procesión de diez carromatos conducidos por más soldados. ¿Qué
hacían en Plockton?
Agachó la cabeza para ver mejor. No podía verlos de cerca porque la
casa de Bethy estaba en una calle lateral, pero estaba claro que sólo pasaban
por el pueblo. No aflojaron el paso, y su oficial al mando parecía estar
haciéndoles señas para que siguieran adelante desde lo alto de un gran
caballo bayo. La mayoría de los carromatos ya habían tomado el camino
que conducía a la siguiente aldea, el mismo camino que pasaba por delante
de su finca...
—Bethy, es mejor que mantengas a los niños dentro hasta que los
soldados hayan pasado, —dijo con urgencia, mirando a la mujer. —Voy a
partir hacia la mansión Shrip. Lorna está sola allí, ya que sus dos ayudantes
tienen el día libre. Si ve a los soldados en el camino, pensará lo peor y se
asustará. Espero que no sea otro contingente enviado para quemarnos.
—Ten cuidado, Ross, —advirtió Bethy. La preocupación se reflejó en
sus pálidos rasgos y abrazó a su hija para protegerla.
Rosslyn asintió. —Será más rápido si dejo el carro aquí y vuelvo con la
yegua a la finca.
Sonrió rápidamente a los tres chicos mientras se apresuraba a salir de la
cabaña.
Desenganchó hábilmente el pequeño carro y saltó sobre el lomo
desnudo de la yegua, con la falda recogida entre las piernas.
—Adelante, —gritó, chasqueando la lengua y pateando a la yegua con
los tacones de sus robustos zapatos de cuero.
El animal, sobresaltado, se echó hacia delante. Bordearon el pueblo por
un sendero conocido, fuera de la vista de los soldados, y luego partieron a
todo galope por el verde valle hacia la mansión de Shrip, con el pelo de
Rosslyn volando tras ella.

Cuando llegó a las afueras de Plockton, Robert tiró de las riendas. Su


enorme castrado alazán resopló y dio zarpazos inquietos en el brezal. —
Tranquilo, Nerón, tranquilo, —murmuró, desatándose la corbata y
limpiándose el polvo y el sudor de la cara.
Entrecerró los ojos contra la luz del sol del mediodía, mirando hacia el
estrecho camino que serpenteaba delante de ellos a través del escarpado
paisaje de las Highlands.
Al igual que los demás caminos que habían recorrido desde que
abandonaron la magnificencia pavimentada del camino de Wade, no era
más que dos pistas de tierra, llenas de surcos, con una franja de hierba en el
centro. Él y sus hombres ya se habían visto obligados a parar dos veces para
cambiar las ruedas rotas de la carreta.
“Al menos ya casi hemos llegado”, pensó Robert. A lo lejos podía ver
paredes encaladas y un tejado de pizarra negra enmarcados por un fondo de
abetos y montañas grises y dentadas. La gran mansión que le había sugerido
el coronel Milton estaba justo delante.
Giró sobre su montura y observó la ruidosa hilera de carros de
suministros tirados por caballos exhaustos. Dos soldados marchaban entre
cada vagón, con sus mosquetes cargados en cruz delante de ellos. Los
carreteros habían cargado las armas bajo sus asientos como medida de
seguridad adicional.
El riguroso esfuerzo de la larga marcha se reflejaba en los rostros
cansados de los soldados. Robert les había exigido mucho. No habían
dormido desde que salieron del fuerte Augustus y sólo habían hecho breves
paradas para comer carne salada, galletas duras y cerveza caliente. Esta vez
habían seguido una ruta diferente, manteniéndose en el camino de Wade
hasta el último momento. Había tomado todas las precauciones posibles
para evitar otro encuentro con Black Tom.
Hizo una mueca, recordando la reprimenda que había recibido tras su
inesperado regreso al fuerte Augustus, afortunadamente, vestido. La
indignada bronca del general Grant aún resonaba en sus oídos. Sólo la
intervención del coronel Milton le había ahorrado veinte latigazos con el
gato de nueve colas, y los persuasivos argumentos del coronel habían
convencido a Grant de que le concediera una oportunidad más de capturar
al bandolero.
Sin embargo, esos latigazos no habrían podido intensificar su ardiente
compromiso de llevar a Black Tom ante la justicia. Tenía una cuenta
personal que saldar por la humillación que él y sus hombres habían sufrido,
así como por la herida infligida a su antiguo sargento. Apenas habían
llegado a tiempo al fuerte Augustus y el hombre había estado a punto de
morir a causa de la herida. “Maldita sea, ¡encontraría al bastardo!”
—¡Sargento Lynne! —gritó mientras se metía la corbata sucia en el
bolsillo lateral del abrigo.
Un corpulento soldado salió de la fila y se echó el mosquete al hombro.
—¿Capitán?
—Voy a ir delante. Asegúrese de que los hombres sigan avanzando. La
casa solariega está más allá de ese bosquecillo de árboles.
—Muy bien, señor.
Mientras Robert clavaba sus botas en los costados del caballo y
arrancaba al galope, la lacónica orden del sargento cortó el aire. —Ya
habéis oído al capitán, muchachos. Mantened el ritmo. Habrá un trago de
brandy esperándoos a cada uno cuando lleguemos a nuestro nuevo cuartel.
Corriendo por el camino, Robert se deleitó con la gran fuerza del animal
que tenía debajo de él. Era estimulante dejar al bayo tanta libertad después
de haberlo tenido fuertemente controlado durante la mayor parte del viaje.
El paisaje que atravesaban se difuminaba, fundiéndose en vetas de vibrante
color: brezo verde oscuro, tierra marrón, cielo azul. La mansión blanca con
sus dos alas contiguas se acercaba cada vez más...
De repente, se desvió bruscamente a la derecha cuando apareció otro
caballo a la izquierda, corriendo hacia la carretera desde un estrecho
sendero oculto entre dos grandes árboles, y chocó con su bayo. Robert
maldijo con fuerza y agarró con firmeza las riendas, sólo su experiencia y la
musculatura de sus muslos le permitieron mantenerse en la silla.
El otro jinete no tuvo tanta suerte. Oyó un breve grito agudo y el
relincho asustado del caballo más pequeño, y luego un estruendo cuando la
jinete, una joven esbelta, se precipitó de cabeza contra una hilera de setos
descuidados al pie del camino de entrada a la mansión.
—¡Nerón, quieto! —gritó, tirando con fuerza del bayo.
El asustado animal se encabritó y corcoveó, luchando contra él, pero
poco a poco se calmó lo suficiente como para permitir a Robert saltar al
suelo. Corrió hacia los setos, temiendo lo que pudiera encontrarse. Sería un
milagro que la moza sobreviviera a semejante caída.
Robert vio un par de zapatos de cuero, unas medias blancas
enganchadas y el dobladillo roto de una sencilla falda marrón que asomaba
entre la espesura. Saltó por encima de los setos hasta el otro lado y se
arrodilló junto a la mujer. Tenía la cara vuelta. Sintió un gran alivio cuando
vio que sus dedos se movían y oyó un gemido sordo que brotaba de su
garganta.
Con sumo cuidado, la cogió por los hombros y la sacó lentamente de
entre los arbustos. Su cabello castaño, que brillaba con hebras doradas a la
luz del sol, le caía sobre la cara y ocultaba sus rasgos.
Robert palpó rápidamente sus esbeltas extremidades en busca de huesos
rotos. Afortunadamente, no pareció encontrar ninguno. Su respiración era
normal, el pecho le subía y le bajaba uniformemente. Se inclinó sobre ella y
le apartó suavemente el pelo de la cara, rozando con la mano su suave
mejilla. Sintió un repentino nudo en la garganta.
Si alguien había sido bendecido con la legendaria belleza escocesa de la
que tanto había oído hablar, era esta mujer. Era impresionante. No era la
perfección de porcelana que había visto durante una breve estancia en
Edimburgo, donde las damiselas imitaban a las londinenses en el uso del
colorete y el tinte de labios. Esta mujer poseía una belleza besada por la
naturaleza, impresionante y virgen, como las salvajes Highlands que la
rodeaban.
Robert no pudo resistirse a recorrer con el dedo la curva de su pómulo.
Se maravilló ante la textura sedosa de su piel y sus tonos frescos de rosa y
crema calentados por el sol. Tenía una frente bien formada y unas cejas
finas que se arqueaban sobre unos párpados cerrados y ribeteados de
exuberantes pestañas oscuras. Su nariz era recta, casi patricia. Tenía los
labios carnosos, delicadamente curvados y rojos como bayas maduras sobre
su barbilla suave y redondeada.
Sintió un fuerte impulso de presionar su boca contra la de ella y saborear
la tentadora calidez de sus labios, pero no lo hizo. Otro suave gemido le
obligó a volver al asunto que tenía entre manos. La mujer aún no había
recobrado el conocimiento y necesitaba cuidados. Estaría mucho mejor
tumbada en una cama que en el duro suelo.
“Tal vez debería llevarla a la mansión”, pensó Robert. Cabalgaba en
esa dirección; probablemente trabajaba allí como criada. Su vestido sencillo
y raído y sus zapatos desgastados daban fe de ello.
Se agachó, la cogió en brazos y se levantó con facilidad.
Pasó por encima de los setos y giró hacia el camino de tierra,
dirigiéndose a grandes zancadas hacia la mansión. Podía oír el tintineo de
los arneses y el crujido de las ruedas de los carromatos, lo que indicaba que
sus hombres no estaban lejos. Caminó más deprisa. Estaba ansioso por
terminar esta tarea antes de que llegaran. No estaba de humor para bromas
groseras.
Al acercarse a la puerta principal, Robert miró una vez más a la mujer.
Su mirada recorrió su blanca garganta, el tentador contorno de sus pechos
que se tensaban contra el corpiño y su estrecha cintura. Un repentino calor
le recorrió el cuerpo.
¿Qué le había dicho el coronel Milton la mañana en que oyó hablar por
primera vez de Black Tom? ¿Algo sobre encontrar a una muchacha que le
ayudara en su búsqueda y sobre secretos traicionados en el momento álgido
de la pasión?
Robert sonrió pensativo. Tal vez aquella tentadora moza pudiera
conducirle hasta Black Tom.
Si trabajaba como criada en esta casa, la vería a menudo. Tal vez, tras un
tierno cortejo, ella podría mostrarse dispuesta y ansiosa por calentar su
cama. Una vez que se ganara su confianza, podría incluso compartir con él
cualquier conocimiento que tuviera sobre Black Tom. No era de los que se
dejaban engañar por el afecto de una mujer, pero el tiempo era esencial en
esta misión. Valía la pena...
Exhaló bruscamente, gruñendo de dolor cuando un pinchazo en las
costillas le pilló por sorpresa. Cuando se dio cuenta, la mujer lo empujó y se
soltó de sus brazos, dándole una patada en la espinilla y pisándole los dedos
de los pies. Sus sorprendentes ojos azules brillaron mientras giraba hacia él.
—Cómo te atreves, —espetó, con la confusión y la rabia reflejadas en
sus ojos. Cuando ella retrocedió y empezó a tambalearse, Robert temió que
se cayera. Extendió la mano para sostenerla, pero ella se apartó.
—Tranquila, muchacha, —le dijo en voz baja. —Sólo intento ayudarte.
—¡No me molestes, cerdo! ¡Sucio casaca roja!
Robert rio ante su acalorado arrebato. Caminó lentamente hacia ella,
mirándola de pies a cabeza.
Era realmente la mujer más atractiva que había visto, con un espíritu
ardiente a juego. Sin embargo, seguía temiendo que se derrumbara. Sus
rodillas parecían temblar y se masajeaba la sien izquierda. Más le valía
dominarla antes de que se hiciera más daño.
—Dime cómo te llamas, —insistió con suavidad, acercándose. La mujer
negó con la cabeza. —Tu caballo chocó con el mío en el camino. ¿Te
acuerdas? Tuviste una dura caída, muchacha, y creo que es mejor que te
acuestes un rato.
—Sí, lo recuerdo muy bien, y no necesito que me lo recuerdes, —
espetó, retrocediendo unos pasos. —Si no hubieras cabalgado donde no eres
bienvenido, no habría ocurrido. —Un destello de dolor cruzó su rostro, pero
levantó la barbilla con obstinación. —Ya estoy bien, como puedes ver,
aunque no es asunto tuyo. Ahora déjame...
—Oh, pero sí es asunto mío, como lo es todo en este valle, —
interrumpió Robert, cada vez más impaciente. Miró más allá de su hombro,
al primer carro de suministros que entraba en el camino. Le vino una idea.
—Mis soldados están llegando, muchacha. Vamos, no tengo más tiempo
para discutir contigo.
Al oír estas palabras, ella se dio la vuelta y Robert aprovechó la
oportunidad. En dos pasos la tuvo en sus brazos. Ella gritó, retorciéndose y
forcejeando, pero él la sujetó con fuerza. Echándosela al hombro, apretó los
dientes mientras los puños de ella se movían en forma de lluvia de golpes
sobre su cuello y su ancha espalda.
“Para ser una muchacha que había sufrido una dura caída, estaba
dando una buena pelea”, pensó irónicamente, apartándole las piernas para
que no pudiera darle patadas. De repente, su cuerpo se debilitó y empezó a
murmurar incoherencias. Era evidente que la tensión de su reciente herida
había sido demasiado para ella, como él se había imaginado.
Robert se acercó a la puerta y la aporreó. Al cabo de unos instantes, oyó
unos pasos arrastrados y una anciana de aspecto frágil abrió la puerta. Lo
miró boquiabierta, llevándose las manos a la garganta.
—¡Ross!
—Así que ése es el nombre de la escupefuego, —dijo en voz baja,
entrando en el tenue pasillo. Se volvió hacia la mujer. —¿Y cuál es su
nombre, querida señora?
—Lor-Lorna, —balbuceó ella, con los ojos oscuros muy abiertos por la
sorpresa. —Lorna Russell.
—Bueno, Lorna, esta joven tuvo una caída bastante fea de su caballo.
Debería guardar cama inmediatamente, hasta que se sienta mejor. ¿Dónde
están las habitaciones de los sirvientes?
—¿Las habitaciones de los sirvientes?
—Sí. Si me muestra el camino, le explicaré lo sucedido. Y podría llamar
al señor de la casa...
—Sir Archie está muerto, señor. Lo mataron en Culloden.
Robert se calló y se sintió incómodo. Debería haberlo adivinado.
Suavizó su tono. —Su esposa, entonces, Lady...
—Campbell, señor, —terminó ella por él. —Lady Edine murió hace
muchos años. Ahora sólo queda la joven señora.
—¿Dónde está ella? —preguntó Robert, desplazando el peso de la mujer
sobre su hombro. —Tenemos mucho que discutir. Y quiero explicar lo que
le pasó a su criada, Ross.
Los ojos de Lorna se iluminaron al comprenderlo. —No es una criada lo
que lleva, señor, —murmuró con gravedad. —Es la señora de Plockton,
Rosslyn Campbell.
Ahora era el turno de Robert de mirar fijamente. Tragó saliva y su rostro
se sonrojó. Nunca se había sentido tan avergonzado. No sabía qué hacer ni
qué decir.
Lorna rompió por fin el incómodo silencio. —Si es tan amable de
seguirme, señor...
—Capitán Robert Caldwell, —dijo él.
—Si me sigue, capitán Caldwell, —dijo Lorna con gran dignidad, —le
mostraré la habitación de mi señora, donde podría atender sus necesidades.
Robert se limitó a asentir. Mientras subía las escaleras detrás de la
anciana escocesa, no pudo evitar pensar que otra vez su misión había tenido
un miserable comienzo.
5

L orna cerró la pulida puerta del armario, chasqueando la lengua con


desaprobación. —Apenas te ha dado tiempo a descansar, Ross. Sólo
han pasado unas horas y ya estás levantada. Tuviste una mala caída, según
el capitán, que me lo contó todo. Lamentó mucho que te hayas hecho daño.
Creo que deberías volver a la cama y quedarte hasta mañana por la mañana,
como mínimo.
—¿Desde cuándo crees todo lo que te dice un inglés? —replicó Rosslyn.
—Estoy bien, Lorna. —Sus dedos trabajaban furiosamente en los botones
de nácar de su corpiño. Sabiendo lo que ocurría abajo, no podía vestirse lo
bastante rápido. Se estremeció ante el repentino y agudo dolor de cabeza y
se mordió el labio inferior.
—¡Ya está bien! —observó Lorna con exasperación, moviendo hacía
ella un huesudo dedo. —Debería haberte dado más té de ortigas, te gustara
o no. Al menos seguirías durmiendo y no te sentirías tan mal. —Lorna se
acercó a la cama y echó hacia atrás la colcha floreada. Dio unas palmaditas
firmes en el colchón. —Vuelve a la cama, Rosslyn Campbell. Puedes hablar
con el capitán por la mañana. Por lo que parece, esos soldados planean
quedarse en la mansión Shrip por un tiempo.
—No lo harán si puedo evitarlo, —se enfadó Rosslyn, ignorando la
sugerencia de Lorna. Casacas rojas bajo su propio techo, apenas podía
creerlo. Se agachó para abrocharse las hebillas de latón de los zapatos y
luego se enderezó, alisando la falda de su limpio vestido de lino. —¿Cómo
dijiste que se llamaba ese capitán?
Lorna, claramente frustrada, suspiró pesadamente y se hundió en la
cama. Dirigió a Rosslyn una mirada que conocía de toda la vida,
reprochándole su terquedad. —Capitán Caldwell. Robert es su nombre de
pila.
—Me importa un bledo su nombre de pila, —murmuró Rosslyn en voz
baja, y sin decir una palabra más, salió corriendo de la habitación.
“Cómo se atreven a invadir mi casa”, pensó furiosa mientras corría por
el pasillo hacia la escalera principal. Mientras ella dormía toda la tarde,
treinta casacas rojas habían ocupado toda el ala derecha de la mansión
Shrip. Lorna le había dicho que estaban construyendo literas en el salón de
baile y en las habitaciones de invitados. ¡Literas!
Rosslyn sintió otra punzada aguda y se detuvo, apoyada en la pared,
hasta que se calmó. Sus pensamientos seguían siendo confusos, su recuerdo
del accidente de aquel mismo día sólo eran imágenes fragmentadas en su
mente. Recordaba claramente el salvaje viaje desde Plockton, pero lo que
siguió no fue más que un borrón de acontecimientos. Todo había sucedido
muy deprisa.
Había habido una violenta sacudida cuando su yegua golpeó al otro
caballo, y luego había volado por los aires. Después sólo recordaba
oscuridad hasta que abrió los ojos y se encontró en brazos de un soldado
inglés. Había sido como una terrible pesadilla.
Recordó un forcejeo para liberarse y el sonido de su voz profunda y
firme, pero no las palabras que dijo. Tampoco podía recordar sus propias
palabras, sólo su sentimiento de ira mientras él parecía acecharla,
acercándose cada vez más.
Tuvo la extraña sensación de haberle visto antes en alguna parte...
Luego había vuelto a estar en sus brazos, luchando y maldiciendo, sin
aliento en el cuerpo, cuando él se la echó al hombro. Lo siguiente que supo
fue que estaba tumbada en su cama, con Lorna dándole a cucharadas aquel
té amargo. Tras beberlo se había quedado dormida, y hacía un rato que se
había despertado y se había encontrado a Lorna cabeceando en la mecedora
junto a la ventana.
Rosslyn se apartó de la pared y caminó hasta lo alto de la escalera. Miró
hacia el pasillo principal, y sus ojos se entrecerraron cuando un joven
soldado entró por la puerta, con los brazos llenos de ropa de cama.
La indignación se apoderó de ella. La escena le recordó la última vez
que los casacas rojas habían violado su hogar. En aquella ocasión no pudo
hacer nada, esta vez no. Bajó prácticamente volando las escaleras y le dio
un buen empujón al soldado. Este cayó hacia atrás, gruñendo de sorpresa, y
las mantas y sábanas cayeron esparcidas por el suelo.
—¿Qué crees que estás haciendo? —gritó ella, interponiéndose entre él
y el pasillo que conducía al ala derecha contigua. —¡Fuera de mi casa,
comadreja pecosa! Y llévate tu ropa de cama.
El sorprendido soldado murmuró algo ininteligible, con la cara de un
rojo vivo que casi hacía juego con su uniforme. Empezó a retroceder, sin
apartar un ojo de ella mientras miraba por encima del hombro hacia la
puerta.
—Deténgase donde está, soldado, —le ordenó una voz grave desde
detrás de Rosslyn.
El joven se quedó inmóvil. —Sí, señor, —dijo azorado.
Rosslyn se giró para recibir a su nuevo adversario, con una réplica
mordaz en los labios. Se apagó cuando se encontró cara a cara con el
apuesto oficial rubio que se alzaba en el arco, la poderosa anchura de sus
hombros bloqueando todo lo que había detrás de él. Sus ojos, de un
atractivo tono gris salpicado de verde, la estudiaron con curiosidad.
“Era él, el hombre que la había abordado”, pensó furiosa. Una
sensación familiar se apoderó de ella. Juraría que le había visto antes, pero
¿dónde?
De repente, su memoria se aclaró, como la luz del sol atravesando la
niebla.
Su última incursión. Había sido el oficial al mando, obligado a
desnudarse con sus hombres... Sintió que un rubor le quemaba la piel e
inclinó la cabeza para que él no viera su incomodidad. Su mente se aceleró.
“Tranquila, muchacha, tranquila”, se aseguró a sí misma. Ella y sus
hombres no tenían nada que temer. Habían estado bien camuflados durante
la incursión. Fue sólo una extraña coincidencia, nada más.
—Esa no es forma de tratar a sus nuevos invitados, Lady Campbell, —
comenzó el oficial, interrumpiendo sus pensamientos. —Permítame
presentarme...
—No hay necesidad de presentaciones, —espetó Rosslyn,
recuperándose rápidamente. Lo miró fijamente a la cara. —Sé quién es
usted, capitán Caldwell.
—Puede llamarme Robert.
—No importa. Lorna me lo ha contado todo sobre usted.
—Ah, entonces espero que haya sido todo cumplidos.
Robert sonrió mientras su mirada se paseaba sobre ella. Él tomó nota
mental de cada aspecto atractivo en ella, de sus rizos brillantes y de lo
ajustado de su vestido color lavanda. Su corpiño abotonado, recatadamente
ribeteado de encaje, dejaba al descubierto unos pechos cremosos.
“Definitivamente no era una criada”, pensó con aprecio. “¿Cómo había
podido juzgarla tan mal?”
También le complació observar que no parecía haber empeorado a causa
del accidente. Sus mejillas estaban sonrosadas con un saludable color rosa y
sus ojos eran vivaces y chispeantes. Dio un paso hacia ella. —¿Cómo se
encuentra?
—¿Qué hacen en mi casa usted y su lamentable grupo de soldados? —
preguntó ella en voz baja, haciendo caso omiso de su pregunta. La
franqueza de su apreciación fue inquietante y ella se estremeció, consciente
de su atractivo. Coloco las manos en las caderas y lo miro con agresividad,
apartando su mente de aquella desconcertante atracción.
—Tal vez podríamos sentarnos en el salón mientras discutimos algunos
asuntos, en lugar de quedarnos aquí en el vestíbulo. O podríamos pasear
fuera. El sol está a punto de ponerse y es una encantadora tarde de verano.
—No pienso sentarme ni pasear por ningún jardín con gente como
vosotros, —dijo Rosslyn alzando la barbilla. —Sea tan amable de responder
a mi pregunta, capitán Caldwell. ¿Por qué están convirtiendo mi casa en...
un barracón?
—Muy bien. —Robert se quedó mirando al soldado, que seguía de pie,
rígido, a un lado. El hombre recogió rápidamente la ropa de cama y se
apresuró a pasar junto a ellos para salir. Robert no volvió a hablar hasta que
desapareció por el pasillo. Su expresión se volvió sobria.
—Seré breve, Lady Campbell. Su mansión servirá de cuartel general y
alojamiento para mí y mis hombres durante un tiempo indefinido.
—¿Alojamiento?
—Sí. Nuestro comandante en jefe, el general Daniel Grant, nos ha
ordenado ocupar Strathherrick.
Rosslyn se sobresaltó. Había oído hablar del hermano bastardo del
Carnicero Rutherfod. Su crueldad había superado con creces la del duque
en Culloden. Si este hombre era uno de sus oficiales, seguramente estaba
cortado con el mismo patrón infestado de gusanos. —¿Con qué propósito,
capitán, si se puede saber?
Robert no respondió de inmediato. No podía decirle la verdad porque
podría poner en peligro su misión.
Si ella sabía algo sobre Black Tom, posiblemente podría advertir al
bandido de su intención de capturarlo. Sin duda, el bastardo huiría a las
montañas al primer soplo de problemas. Entonces todo estaría perdido, para
él y para la gente de Strathherrick. Tal vez si alguna vez pudiera confiar en
ella, sería diferente, pero por ahora...
—Nuestro propósito es simple, —mintió. —Nos han destinado a este
valle para mantener la paz.
Ella lo miró incrédula. —¿Mantener la paz? Seguramente es una broma,
capitán Caldwell, —se burló. —¿Desde cuándo a los casacas rojas os
interesa algo más que las matanzas crueles, la violación de mujeres y niñas
inocentes, el incendio de casas y el robo de ganado?
La mandíbula de Robert se tensó. No podía contradecirla, aunque
hubiera querido. Había verdad en sus palabras, demostrada una y otra vez
en los últimos meses. Sin embargo, odiaba que lo metieran en el mismo
saco que al resto de sus sanguinarios y a menudo poco escrupulosos
compatriotas.
Obviamente, él y sus hombres tendrían que demostrar que no pretendían
hacer daño a los highlanders de Strathherrick. Sería una ocupación pacífica,
tal y como había hablado con el coronel Milton. Mejor establecer ese tono
desde el principio.
—No, no es una broma, —respondió en voz baja. —Estamos aquí para
asegurar el bienestar de los highlanders que acatan las nuevas leyes, las
leyes inglesas. Pero estoy totalmente de acuerdo con usted, Lady Campbell.
Demasiados inocentes han sido castigados injustamente por culpa de unos
pocos alborotadores.
Rosslyn se quedó sorprendida. “¿Tales palabras de un inglés?” Si no lo
supiera, podría haber considerado su declaración como una especie de
disculpa. Sin embargo, sus suaves palabras sólo le hicieron sospechar más
de él.
—¿A qué alborotadores os referís, capitán? —preguntó tensa, con una
visión de su padre pasando ante ella. —¿Os referís a los valientes del clan
que lucharon y murieron por el legítimo heredero del trono de Gran
Bretaña, el rey Jaime? O tal vez os referís a los que escaparon de la horca y
de vuestras sucias cárceles, sólo para ser perseguidos sin piedad en su
propia patria por unos cobardes sedientos de sangre.
Robert sintió que se le aceleraba la ira, pero la contuvo. Sabía que le
estaba provocando, y no le daría la satisfacción de justificar sus ideas
preconcebidas sobre todos los oficiales ingleses. Decidió que una verdad a
medias era mejor que ninguna.
—Admiro la valentía de cualquier hombre, ya sea amigo o enemigo, —
dijo. —No hablaré mal de los que luchan por sus creencias. Los
alborotadores son los ladrones y bandidos que ahora se aprovechan de los
ingleses y escoceses leales al rey Jorge. Tanto si cometen sus crímenes por
lucro como por venganza, el resultado es el mismo. Es la gente inocente la
que sufrirá y cargará con la culpa si no se detiene a esos bandidos.
Rosslyn tuvo que obligarse a respirar con firmeza. Sus crípticas palabras
encajaban como piezas de un rompecabezas en su mente.
Este oficial y sus hombres habían sido enviados a buscarla. Tenía que
ser eso. Debían de estar viajando hacia Plockton cuando ella y sus hombres
asaltaron su campamento. Sin embargo, estaba claro que él no sospechaba
de ella, o seguramente ya le habrían arrestado.
—¿Así que lo que está diciendo, capitán Caldwell, es que algunos de
estos... alborotadores están en Strathherrick? —preguntó inocentemente,
disimulando su agitación interior.
Robert percibió que había dado más información de la que pretendía.
Parecía que su anfitriona era muy curiosa.
—Como he dicho, Lady Campbell, hemos sido enviados aquí para
mantener la paz. Usted y su gente no tienen nada que temer de nosotros. —
Rápidamente cambió de tema. —Tal vez usted podría acompañarme a ver la
casa, —se aventuró. —Me gustaría mostrarle que mis hombres han tenido
mucho cuidado de no dañar su propiedad. —Hizo una pausa y añadió
secamente: —A diferencia de los soldados que han estado aquí antes que
nosotros.
—Sí, sus hermanos de armas ya hicieron un buen trabajo, —murmuró
ella en voz baja. Le frustraba que no hubiera respondido a su pregunta. Sin
embargo, sintió que su intuición era correcta. Tendría que hablar con Alec y
Liam de inmediato, esa misma noche, y advertirles de este nuevo peligro.
Robert le tendió el brazo. —¿Nos vamos, entonces, Ross?
Rosslyn le lanzó una mirada de puro veneno. —Sólo mi gente me llama
por ese nombre, capitán Caldwell, —dijo acaloradamente. —Puede que se
haya apoderado de mi casa, pero no tiene derecho a considerarse parte de la
familia. Usted y sus hombres no son bienvenidos aquí, y no pasará un día
sin que se lo diga. Ahora, si es tan amable de apartarse de mi camino...
Así lo hizo, y ella pasó junto a él hacia el estrecho vestíbulo.
—Y no necesito su invitación para visitar mi propia casa, —le dijo por
encima del hombro. —¡Yo misma me encargaré del ingenioso trabajo de
sus hombres!
Robert la siguió con la mirada, sorprendido por la dirección poco
caballerosa de sus pensamientos y la aceleración de su deseo. “Dios, ¡era
encantadora!”
Admiró el provocativo contoneo de su falda, el lustroso tejido que
rozaba sus esbeltas caderas y el sugerente toque de las enaguas de encaje
que asomaban bajo el dobladillo. Le agradó que no llevara aros, una moda
ridícula que obviamente no había llegado a las Highlands. Su sencillo
vestido despertó su imaginación, evocando una tentadora visión de sus
encantos ocultos.
Una sonrisa divertida iluminó su rostro. Nunca antes se había sentido
tan intrigado por una mujer, y sólo el diablo sabía todas las ocasiones que
ya había tenido de hacerlo.
Era tan diferente de las bellezas pasivas que había conocido en
Inglaterra. Incluso su recuerdo de Violet palidecía en comparación. Esta
mujer decía lo que pensaba, y con sentimiento. Maldita sea, ¡era
refrescante!
Se le ocurrió algo curioso. “¿Podría ganarse su favor con amabilidad,
galantería, un cortejo gentil y una buena dosis de paciencia?” Tal vez, su
plan anterior, cuando pensó en ella como sirvienta, no era tan descabellado.
Si conseguía ganarse su confianza, incluso su más mínimo afecto, ella
podría ayudarle. Como señora de Plockton, probablemente sabía mucho de
lo que ocurría en Strathherrick. Tal vez incluso sabía dónde encontrar a
Black Tom...
Robert caminó tras ella, ansioso por poner en marcha su nuevo plan. No
le cabía duda de que Rosslyn Campbell le plantaría cara en todo momento.
Sin embargo, la idea no le amedrentó.
Su abuela escocesa le había dicho una vez que no había mujer más terca
y testaruda que una moza de las Highlands. Sin embargo, cuando se ganaba
su favor, por duro que fuera, no había mujer más fiel.
6

U na hora más tarde, Rosslyn entró en la cocina dando un portazo.


Sobresaltó a Lorna, que estaba colocando un paño de cocina sobre
una sartén con bollos recién hechos.
—¿Qué pasa, muchacha? —preguntó Lorna, volviéndose hacia su
disgustada señora. —Aunque debo decirte que ya llevo demasiadas
sorpresas en un día.
—¿Has visto el salón de baile? —soltó Rosslyn enfadada.
Se dejó caer en una de las sillas de madera colocadas alrededor de la
mesa, con su vestido cayendo hasta el suelo en ondulantes pliegues. Sin
esperar respuesta, se apresuró a desahogarse.
—Parece un barracón, con veinte literas alineadas en las paredes y
hombres sentados en ellas, limpiando sus armas, lustrando sus botas, riendo
y bromeando como si fuera algo común meterse en casa ajena.
Respiró hondo y se apartó el pelo detrás de la oreja. —A las
habitaciones de invitados no les ha ido mejor. A mamá seguramente le daría
un ataque si viviera para ver a los casacas rojas tendidos sobre sus finas
colchas bordadas y sus almohadas de satén.
—No hables así de tu madre, Ross, —reprendió Lorna, con voz chillona
y quebradiza. —Da mala suerte, y bien lo sabes. Deja que su espíritu
descanse en paz. No necesitamos que ningún fantasma venga a aumentar
nuestros problemas.
—Lo siento, Lorna, —dijo Rosslyn distraída. Se frotó las sienes; el
dolor sordo aún la atormentaba. Estaba segura de que ya habría
desaparecido de no ser por el exasperante capitán Caldwell. Le había
provocado el doble de dolor de cabeza en tan sólo una hora.
Primero la había seguido hasta la sala de baile como una segunda
sombra después de que ella le dijera que podía arreglárselas sola. Luego
había insistido en presentarle a cada uno de sus hombres, como si a ella le
importara conocerlos: El sargento Lowell Lynne, el cabo Denny Sims, el
desventurado soldado al que había empujado en el pasillo, y tantos otros
cuyos nombres se le habían ido amontonando.
Para su sorpresa, los hombres habían sido bastante respetuosos y
corteses, aunque algunos soldados de aspecto rudo la habían mirado con
más que pasajero interés. En esos momentos, el capitán Caldwell había
actuado de una manera muy peculiar. Su tono se había vuelto brusco y la
había dirigido rápidamente hacia el siguiente hombre.
Si no hubiera estado rodeada de tantos soldados, se habría quejado de la
presión posesiva de su mano sobre el codo. Pero su atención le dio una
extraña sensación de seguridad, y se dio cuenta a regañadientes de que él
era el único amortiguador entre ella y sus hombres. Si parecía protector,
tanto mejor. Al menos, no tendría que temer ninguna insinuación
inoportuna por parte de los demás.
Aquel pensamiento le recordó a Rosslyn una decisión que había tomado
mientras se excusaba ante el capitán Caldwell y huía finalmente del salón
de baile. Se levantó de un salto de la silla y corrió hacia Lorna, que estaba
preparando otra tanda de bollos en una plancha untada con mantequilla y
colocada sobre la chimenea. Mantuvo la voz baja por si había algún soldado
caminando cerca de la cocina.
—Lorna, tengo algo importante que hablar contigo.
—Espera un momento, muchacha, mientras termino estos bollos, —dijo
Lorna.
Le dio la vuelta al último, dejó la espátula de madera en la mesa y se
limpió las manos en el delantal. —Muy bien, ¿qué quieres decirme?
Rosslyn se llevó el dedo a los labios, indicando que debían hablar en
voz baja. —Por la mañana quiero que les digas a Mysie Blair y a Bonnie
Dunel que no vengan más a casa. Es por su propio bien mientras los
soldados estén aquí.
—¿Quién me ayudará entonces con la limpieza y la cocina, Ross? —
protestó Lorna, alzando la voz. Ante la mirada severa de Rosslyn, su tono
se redujo a un susurro agitado. —Con mis viejos huesos, ¡es un milagro que
aún pueda moverme por la casa!
—Yo te ayudaré, —dijo Rosslyn. —No soy ajena a las tareas
domésticas, si lo recuerdas. —Sonrió débilmente. —Puedo manejar una
escoba y un trapo con la misma seguridad que una pistola, Lorna, aunque
puede que no me guste tanto.
—Ay, muchacha. Tienes otros deberes en los que pensar, no tienes
tiempo para ayudarme. Y sabiendo que eres tan testaruda como tu padre, no
espero que salgas menos que antes, ¡haya soldados aquí o no!
Rosslyn se quedó callada. A decir verdad, no estaba muy segura de lo
que ella y sus hombres iban a hacer ahora que los soldados ingleses habían
llegado a Strathherrick. Su situación se había vuelto mucho más precaria.
Sin embargo, no tomaría ninguna decisión final hasta que hablara con su
banda más tarde esa misma noche.
Es decir, si lograba escabullirse sin ser detectada. No tenía ni idea de
cuántos guardias planeaba colocar el capitán Caldwell alrededor de la
mansión, ni dónde. Sus posiciones serían sin duda un factor crucial en
futuras incursiones.
—Lorna, hay algo más que debes saber, —comenzó. Rápidamente le
contó los detalles de su encuentro con el capitán Caldwell en el pasillo
principal y de la última incursión. Los ojos de Lorna se abrieron de par en
par mientras escuchaba, y su frente se frunció de preocupación cuando
Rosslyn le informó de sus sospechas sobre el propósito de la misión del
capitán Caldwell.
—¡Te dije que un día vendrían a buscarte! —siseó Lorna, retorciéndose
nerviosa las manos. —¡No me escuchaste! Ay, Ross. ¿Qué vas a hacer?
Rosslyn negó con la cabeza. —No lo sabré hasta que hable con Alec
Gordon y los McLorens esta noche, en Plockton. Ellos avisarán a los
hermanos Campbell. Juntos decidiremos si seguimos adelante o pasamos
desapercibidos hasta que se vayan los soldados.
—¡Dios mío, qué decisión tienes que tomar, muchacha!
—Sí, de cualquier manera, es arriesgado. Si seguimos con nuestras
incursiones, nos pueden descubrir. Si nos detenemos, los aldeanos se
quedarán sin comida. Tenemos suficientes provisiones escondidas en las
cuevas de Beinn Dubhcharaidh para un tiempo, pero podrían desaparecer
antes de que el capitán Caldwell y sus hombres partan de Strathherrick. Yo,
por mi parte, no deseo ver niños muriendo de hambre otra vez. Se lo diré a
Liam y Alec esta noche.
Lorna se quedó pensativa, y luego sus ojos se abrieron con aprensión. —
¿Estás loca, muchacha? —soltó, como si acabara de darse cuenta de lo que
Rosslyn había dicho. —No puedes salir por la puerta principal esta noche,
como te plazca, sin que los soldados o el capitán Caldwell quieran saber
adónde vas a una hora tan tardía.
—Shhh, Lorna, —advirtió Rosslyn, mirando temerosa hacia la ventana.
—Seguro que alguien nos oye. —Inclinó la cabeza para acercarse al oído de
su sirvienta. —Te has olvidado del túnel del bisabuelo.
Lorna suspiró pesadamente, con los hombros aún más encorvados que
antes. —Sí, así es... —miró severamente a Rosslyn. —Si no fuera ya una
anciana, me estarías haciendo envejecer de golpe, Rosslyn Elisabeth
Campbell. Te dije antes que no te cargaría con mis miedos, y no lo haré
ahora. Rezaré por ti, sin embargo, para que llegues a Plockton y de vuelta a
salvo, y para que tomes la decisión correcta. —Lorna resopló de repente,
arrugando la nariz. —Oh, los bollos, muchacha, ¡se están quemando! —se
volvió hacia la chimenea y cogió la espátula, volteando hábilmente los
bollos uno a uno de la plancha. —Justo a tiempo, —dijo. —Hice tus
favoritos de canela, nuez moscada y melaza. Pensé que te alegrarían
después del día que has tenido... Los necesitarás ahora más que nunca.
Cogió un plato de porcelana blanca del armario, colocó dos bollos
dorados en él y se lo dio a Rosslyn. —Entiendo tu preocupación por Mysie
y Bonnie, pero no creo que debas preocuparte por las tareas domésticas. Si
te conozco tan bien como creo, estarás de incursión antes de que pase otra
semana.
Antes de que Rosslyn pudiera replicar, Lorna señaló la mesa. —Vamos,
muchacha. Voy a por el té.
Rosslyn le obedeció y se sentó mientras Lorna volvía con una delicada
tetera de porcelana.
—Deja que Mysie se quede, Ross. Tiene una buena cabeza sobre los
hombros y trabaja duro. Bonnie es impetuosa y demasiado guapa para su
propio bien. —Lorna hizo una pausa, con su mano nudosa acariciando el
rodillo. Suspiró con tristeza. —Quedan pocos hombres jóvenes en el valle
que le cortejen ahora, y podría dejarse convencer fácilmente por palabras
suaves, incluso de un casaca roja. Las chicas no saben nada de vuestras
incursiones, sin duda, pero yo confiaría más en Mysie que en Bonnie para
que se callara si viera algo que no debiera.
Rosslyn guardó silencio unos instantes, meditando la petición.
Lorna tenía razón. Las dos tenían dieciséis años, pero Mysie era mucho
más madura, se podía confiar en ella, y a Lorna le vendría bien la ayuda.
—Muy bien, tú ganas, —dijo al fin. —Mysie puede quedarse, pero si
veo que los soldados le hacen pasar un mal rato, tendrá que irse. ¿De
acuerdo?
—Sí, así se hará, —respondió Lorna. Se sentó frente a Rosslyn y les
sirvió a ambas una taza de té fuerte y caliente. —He hecho sopa de cebada
para la cena, por si te apetece probarla, —ofreció.
—Los bollos serán suficientes para mí, —dijo Rosslyn, partiendo uno.
Se hizo un silencio agradable en la cocina. Rosslyn comía deprisa
mientras Lorna sorbía su té, ansiosa por retirarse a su dormitorio.
Su plan consistía en esperar a que la casa se quedara en silencio y bajar
por las escaleras laterales hasta el salón. Si podía llegar hasta allí sin ser
detectada por ningún guardia, seguramente podría llegar hasta Plockton. La
trampilla que conducía al túnel secreto estaba oculta en el armario del salón.
Cuando su bisabuelo había construido la mansión de Shrip cien años
atrás, había excavado un túnel bajo ella por si la familia necesitaba alguna
vez una vía de escape en tiempos de guerra. Iba desde el armario, con la
trampilla oculta en el intrincado entarimado del suelo, hasta un bosquecillo
de abetos centenarios situado unos cuarenta metros más allá de la casa. Por
lo que Rosslyn sabía, el túnel sólo se había utilizado una vez para los fines
previstos.
Rosslyn terminó lo que quedaba de té y dejó la taza con un ruido seco.
—Haces los mejores bollos, Lorna, —dijo, levantándose de la silla y
plantándole un beso en la frente.
—¿Seguro que has comido suficiente, muchacha?
—Sí, es suficiente. Duerme bien esta noche y no te preocupes por mí. —
Abrió la puerta de la cocina. —Ay, casi lo olvido. Si el capitán Caldwell
viene a buscarme, dile que me he retirado temprano. Mencionó alguna
tontería sobre uno de sus soldados que era un buen cocinero y me pidió que
me uniera a él para cenar. ¿Te lo imaginas? Le dije que la comida se
enfriaría y se pudriría antes de cenar con él.
Empezó a cerrar la puerta, luego miró hacia atrás por encima del
hombro, sonriendo malvadamente. —Mejor aún, ya sé lo que le puedes
decir, Lorna. Dile que soy una muchacha delicada y que la emoción del día
ha sido demasiado para mí.
—Una muchacha delicada, —oyó murmurar a Lorna mientras cerraba la
puerta. —Como si alguien pudiera creerlo.
Rosslyn atravesó el comedor y subió las escaleras. El vestíbulo estaba
casi a oscuras, pero podía ver bien. Se dirigió a su habitación, tarareando
una cadenciosa canción escocesa.
Se detuvo de repente, la sangre le latía con fuerza en los oídos. Miró con
los ojos muy abiertos la tenue luz que brillaba bajo la puerta de la alcoba de
su padre. En su mente saltaron visiones de fantasmas y espectros. ¿Podría
ser que el espíritu inquieto de su padre hubiera venido a rondar la mansión
Shrip?
Rápidamente disipó esa idea, reprendiéndose a sí misma por sus
temores. Era evidente que había escuchado demasiado las divagaciones
supersticiosas de Lorna.
Comprobó el pestillo. La puerta no estaba cerrada. Se apoyó en ella,
entrando de golpe dentro de la habitación poco iluminada tras abrirse la
puerta bruscamente desde dentro.
—¡Oh! —exclamó Rosslyn, chocando contra algo ancho y duro. Un
brazo fuerte le rodeó por la cintura y evitó que cayera. Unos rizos le rozaron
la mejilla. Empezó a gritar, pero una mano grande le tapó la boca. El pánico
le subió a la garganta y se retorció frenéticamente, intentando liberarse.
—Tranquila, Lady Campbell, tranquila. Preferiría que no trajera a todos
mis soldados a rescatarla, así que, si tiene la amabilidad de abstenerse de
gritar, retiraré mi mano.
¡Capitán Caldwell! Rosslyn se tensó al oír aquella voz tan familiar, pero
agradeció que su captor no fuera uno de aquellos soldados de aspecto rudo.
Levantó la vista, lo miró a los ojos y asintió.
Inhaló bruscamente cuando él soltó la mano, pero en lugar de soltarla, la
atrajo hacia sí. Sus pechos se apretaron contra él y el calor de su piel
pareció quemarle. Un suave y sorprendido jadeo brotó de su garganta
cuando los dedos de él acariciaron suavemente la parte baja de su espalda.
Una desconcertante corriente de excitación le recorrió y enrojeció de
vergüenza al sentir como sus pezones se tensaban y se ponían rígidos,
apretándose contra su corpiño. Sus ojos se posaron en su pecho robusto,
salpicado de rizos rubios oscuros, y con un sobresalto se dio cuenta de que
el capitán Caldwell estaba desnudo de cintura para arriba. La ira burbujeó
en su interior ante su atrevida reacción, rescatándola de las traidoras
sensaciones que inundaban su cuerpo.
—Suéltame de una vez, asqueroso...
—¿Casaca roja, cerdo, bastardo? —terminó Robert por ella,
dolorosamente consciente de la dureza que se hinchaba bajo sus calzones.
Se arrepintió de su creciente ardor y sonrió cuando Rosslyn cerró la boca y
lo miró con odio. —Parece que tiene un vocabulario limitado cuando se
trata de soldados ingleses, Lady Campbell. Tal vez podría intentar llamarme
por mi nombre de pila.
—No haré nada de eso, —le espetó. Apoyó las manos en su pecho
desnudo y empujó, pero sus esfuerzos fueron inútiles. Él la sujetaba con
demasiada fuerza, sus brazos tan poderosamente musculosos como su
pecho... un hecho que extrañamente la excitó una vez más. Enfurecida por
sus sentimientos errantes, echó la cabeza hacia atrás, con sus ojos
crepitando de fuego. —¡Déjame ir!
—Robert.
Rosslyn vio que no tenía elección en este tira y afloja verbal. —Robert,
—murmuró entre dientes.
De repente, él la soltó y ella se sintió extrañamente despojada, pero sólo
por un instante. Dio un paso atrás, su temperamento se encendió de nuevo
mientras su mirada recorría la gran habitación. Las pertenencias de Robert
estaban por todas partes: su abrigo escarlata sobre la silla junto al escritorio
de caoba, su chaleco y camisa blanca sobre la colcha de tartán, un enorme
baúl de latón a los pies de la cama con dosel...
—¿Qué cree que está haciendo en la habitación de mi padre? —
preguntó ella, con los puños apretados.
Robert se serenó y la sonrisa desapareció de sus labios. La habitación de
su difunto padre. Lo había adivinado, por la decoración masculina y el
pesado mobiliario. También había previsto la reacción de ella ante aquella
nueva intrusión, pero no tenía remedio. Necesitaba el espacio y la
intimidad.
—He decidido utilizar esta habitación durante mi estancia, —le explicó.
—Nos hemos quedado sin espacio para una litera más en la sala de baile, y
las habitaciones de invitados están llenas.
—Debería haber probado primero en el establo, dijo Rosslyn con
amargura. —Encajaría muy bien y hay sitio de sobra, ahora que la mayoría
de los establos están vacíos. Sus compatriotas nos robaron nuestros mejores
caballos, así como el ganado y las ovejas.
Robert se sintió herido por su insulto, aunque no lo demostró. Sabía que
había un gran dolor en sus palabras, un dolor que sólo el tiempo curaría.
Hasta que creciera la confianza entre ellos, si es que lo hacía, ella
seguiría profiriendo insultos contra él, y él simplemente tendría que
desviarlos y mantener su temperamento bajo control.
—Estoy seguro de que usted puede entender que el establo no sería
adecuado, —dijo Robert, sonriendo débilmente. —Si hubiera otra cámara
aceptable en este piso…
—La hay, justo al final del pasillo, —intervino Rosslyn. —Está junto a
la mía... —la voz de Rosslyn se entrecortó y se sonrojó, lo que no hizo sino
enervarla aún más. Nunca se había sonrojado tanto antes de que aquel
hombre apareciera en su vida.
No quería que él creyera que le estaba insinuando nada. Sólo quería que
dejara esta habitación por otra.
—Lo que quería decir, —empezó, buscando las palabras correctas, —es
que hay una habitación... en el mismo lado del pasillo que la mía.
—Sé lo que quería decir, y ya lo he considerado, —dijo Robert con
suavidad, conmovido por su evidente vergüenza. —Desgraciadamente, esa
habitación da a las montañas, —continuó, —y aunque es una vista
magnífica, prefiero quedarme aquí. Estas ventanas dan al camino y a
Plockton. Como comandante, debo tener en cuenta la seguridad de mis
hombres y nuestra posición. Estoy seguro de que lo entiende.
—Sí, lo entiendo, —dijo Rosslyn acaloradamente, —y le haré entender
esto, capitán Caldwell. Su presencia en esta sala es una afrenta a la memoria
de mi padre. Usted lo deshonra con su sola presencia.
Robert permaneció imperturbable. —Lamento que se sienta así, —dijo.
—Yo lo considero un honor. Su padre debió de ser un hombre muy valiente
y bueno para ganarse tal lealtad de su hija. —Su voz decayó. —Le envidio.
Mi difunto padre y yo nunca estuvimos muy unidos.
Unas lágrimas repentinas brillaron en los ojos de Rosslyn. —Sí, mi
padre era un buen hombre, —dijo a duras penas, con un nudo en la
garganta, —y preferiría que no hablara de él, también es un insulto. Podría
seguir vivo si no fuera por la traición de los suyos.
Sus palabras picaron, y Robert se estremeció imperceptiblemente.
Ansiaba volver a estrecharla entre sus brazos, alisarle el pelo, acariciarle la
mejilla y decirle que lamentaba profundamente la masacre de Culloden y
que él no había participado en ella.
La matanza sin sentido fue un acto de inhumanidad que reviviría hasta
el día de su muerte. Llevaba dentro un profundo sentimiento de vergüenza,
no sólo por los hombres que habían cometido las atrocidades, sino porque él
y otros pocos oficiales que sentían lo mismo habían sido incapaces de
impedirlo.
Dio un paso hacia ella, pero se contuvo. No, no era el momento. Ella le
escupiría las palabras a la cara y le llamaría mentiroso. ¿Cómo podía
culparla? Nunca había visto a soldados ingleses comportarse de otra manera
que no fuera detestable
Ten paciencia, hombre, se advirtió a sí mismo. Se dio la vuelta y se
dirigió al lavabo, donde cogió una gruesa pastilla de jabón.
—Estaba a punto de lavarme para la cena, —dijo, cambiando el
doloroso tema. —Mi cocinero, Jeremy Witt, ha preparado un guiso de pollo
decente en la tienda-cocina que ha montado detrás de la casa. También ha
horneado su famoso pan de molde. Me sentiría honrado si reconsiderara mi
oferta y se uniera a mí. Tal vez podríamos comer juntos en el comedor. Mis
hombres no nos molestarán allí, parece que prefieren comer bajo las
estrellas, intercambiando historias frente a una buena lumbre.
Rosslyn le miró como si estuviera loco. Parpadeó, conteniendo las
lágrimas, y su ira volvió a aumentar. —¡No me importa el estofado de pollo
de su cocinero, ni su pan de molde, y espero que sus hombres se atraganten
con la comida! Ya os lo he dicho, nunca cenaré con gente como ustedes.
Robert sonrió mientras sumergía el áspero paño en la palangana de agua
jabonosa. —No tiene por qué comer nada, pero siéntese conmigo, —dijo
frotándose la cara. —Mi abuela escocesa me contó muchas historias sobre
las Tierras Altas, y tengo curiosidad por saber más.
Rosslyn se quedó boquiabierta. Si de repente al capitán le hubieran
salido cuernos y una cola bífida, no podría haberse quedado más atónita. —
¿Su abuela era una montañesa? —preguntó, su voz casi un susurro. —
¿Tiene sangre escocesa?
—Sí, así es, —dijo Robert juguetonamente, tratando de sonar como un
escocés. Se secó con una toalla. —Creció en Edimburgo, pero su pueblo era
uno de los clanes del norte.
“Ahora sí que la has hecho buena”, pensó, viendo cómo su expresión se
nublaba y oscurecía. Era obvio que su lengua temeraria sólo había
empeorado las cosas.
—¿Qué clan podría ser? —preguntó Rosslyn, aunque ya intuía su
respuesta. Muchos de los clanes de las Highlands del norte habían luchado
bajo los estandartes del rey Jorge en Culloden, traidores contra su propio
pueblo.
Robert arrojó la toalla sobre el atril y suspiró pesadamente. —El Clan
Sutherland.
El tono de Rosslyn se llenó de odio. —Así que ahora no sólo tengo una
horda de casacas rojas bajo mi techo, sino que además la sangre escocesa de
su buen capitán es traidora. Y pensar que dormiréis en la cama de mi
padre… Espero que regrese a la mansión Shrip, y que atraviese con su
espada su negro corazón de traidor, capitán.
—Rosslyn...
—No me llame Rosslyn. No tiene derecho a quedarse en esta habitación
ni a estar en mi casa.
Se dio la vuelta y huyó por el pasillo, ignorando sus gritos para que se
detuviera. Una vez en su habitación, cerró la puerta tras de sí y echó el
pestillo. Oyó sus pasos acercarse y se le cortó la respiración.
—Más vale que no se le ocurra entrar en mi habitación por la fuerza,
demonio, —murmuró Rosslyn, de espaldas a la puerta. Se subió la falda y
buscó el puñal que, desde el día en que los soldados habían saqueado su
casa, siempre llevaba atado al muslo derecho.
Era el último regalo que le había hecho su padre, más pequeño que la
mayoría de las armas de ese tipo, con una empuñadura de plata hecha a
medida para su mano. Sujetó la afilada hoja contra su pecho y esperó en la
oscuridad de su habitación, escuchando.
Exhaló cuando el ruido de pasos se detuvo bruscamente y escuchó cómo
retrocedían por el pasillo. Esperó un poco más y envainó el puñal. Se acercó
a la mesita de noche y encendió con el pedernal una gruesa vela de sebo.
Cuando la luz dorada llenó la habitación, notó que le temblaban los dedos.
“¡Maldita sea!” pensó, y se dirigió al baúl. Se puso rápidamente un
vestido gris oscuro de lana gruesa, adecuado para su furtiva salida. Luego
se sentó en la cama y se trenzó hábilmente el pelo, asegurándolo con una
cinta negra.
Se echó la trenza al hombro y se dejó caer sobre el colchón, golpeándolo
con fastidio.
¡Si pudiera irse ya a Plockton! Estaba impaciente por hablar con sus
hombres y sabía exactamente lo que iba a decirles. La indecisión ya no le
atormentaba.
Haría todo lo que estuviera en su mano para persuadirles de que
continuaran con las incursiones, fuera cual fuera el peligro. No iba a
permitir que ese perro inglés, ese capitán Robert Caldwell, le disuadiera de
ayudar a su pueblo.
Rosslyn se incorporó, apagó la vela y volvió a tumbarse en la cama. Se
estiró y colocó una suave almohada bajo su cabeza, cerrando los ojos.
Una visión de Robert apareció de improviso ante ella, tal y como lo
había visto momentos antes: su figura larga y delgada inclinada sobre el
lavabo, su fuerte perfil delineado a la luz de la lámpara, el agua goteando de
su rostro bronceado y por su ancho pecho, sobre relucientes rizos rubios.
Vio su sonrisa relampagueante, sus sorprendentes ojos gris verdosos
estudiándola, inquietándola, como si pudiera adivinar lo que ella pensaba y
sentía...
Rosslyn dio un puñetazo a la almohada con rabia, apartando de su mente
aquella imagen perturbadora. No era tan fácil disipar el recuerdo de su
poderoso abrazo. Totalmente frustrada, cogió la manta de tartán doblada
ordenadamente en el extremo de la cama y se cubrió con ella, luego se puso
de lado dispuesta a seguir durmiendo, pero sus pensamientos se lo
impedían.
“Si, continuaría con sus incursiones delante de sus narices”, pensó
desafiante, acercando las piernas a su cuerpo. “Y disfrutaría cada minuto.”
Bostezó, cada vez más somnolienta. Tras una breve siesta, saldría por
aquel túnel secreto, con una misión bien clara. Su decisión estaba tomada y
no habría vuelta atrás.
7

L a luz del sol entraba a raudales por las ventanas, cegando a Rosslyn
cuando abrió los ojos. Se tapó la cara con la manta y bostezó. Podía
oír el piar de los pájaros y el ajetreado parloteo de las ardillas, junto con el
suave susurro de las hojas y el crujido de las ramas agitadas por la brisa.
Aún en la cama, pensó en lo encantadores que eran esos sonidos. Le
encantaban las mañanas de verano... Las mañanas de verano. De repente,
Rosslyn echó la manta hacia atrás y se incorporó, entrecerrando los ojos
para protegerse de la luz.
—Por los clavos de Cristo, niña, has dormido toda la noche, —se dijo,
exasperada. Obviamente, la excitación de ayer había sido demasiado para
ella. Se deshizo de la manta con disgusto y se levantó de la cama.
Estaba rígida y dolorida por haber dormido en un ángulo tan incómodo,
cruzada, con las piernas encogidas, e hizo un gesto de dolor. Se puso de
puntillas y estiró los brazos por encima de la cabeza, luego los dejó caer a
los lados. Dio unos pasos, casi tropezando porque la falda y las enaguas de
lino se le enredaban en las piernas.
Se sacudió la tela con fuerza. Su mirada se desvió hacia el reloj de
porcelana de la repisa de la chimenea, una de las pocas pertenencias que se
le habían escapado a los soldados. Eran las once y cuarto.
Rosslyn suspiró, furiosa consigo misma. “Demasiado tarde para avisar
a sus hombres con antelación y alertarles de su nuevo peligro”, pensó
amargamente. Ya se habrían enterado por alguien de que había soldados
ingleses alojados en la mansión de Shrip. Las noticias corrían rápido en
Strathherrick, sobre todo cuando tenían que ver con casacas rojas.
Bueno, ya no había nada que hacer. Tendría que esperar hasta la tarde
para comunicarles su decisión, pero primero tenía que asistir a un bautizo.
Le había prometido a Bethy que iría, y nunca rompía una promesa.
Abrió el baúl y sus dedos acariciaron con cariño los tres vestidos que
había heredado de su madre, vestidos de seda, encaje de punto y satén, con
enaguas de brocado acolchado.
Lady Edine Campbell los había llevado mucho tiempo atrás, durante los
viajes que hizo con su marido a Edimburgo y Glasgow. Había sido una
mujer culta, aficionada al teatro y a la ópera, y Sir Archie había complacido
cariñosamente sus cultos gustos y su amor por las galas. Acababa de
empezar a inculcar esos intereses a Rosslyn cuando murió trágicamente,
mordida por una víbora venenosa mientras recogía zarzas en el bosque.
Rosslyn alisó distraídamente un volante de satén. Los vestidos seguían
estando de moda trece años después, al menos en las Tierras Altas, aunque
a ella no le importaba lo más mínimo la moda. Simplemente le complacía
que le quedaran tan bien y que hubieran pertenecido a su madre.
Su mano rozó sus otros vestidos. De diseño y tejido más sencillos, los
había confeccionado especialmente para ella una experta costurera del
pueblo y los reservaba para ocasiones especiales. Sonrió. Hoy era una de
esas ocasiones.
Rosslyn eligió un vestido de lino estampado, admirando el delicado
dibujo mientras lo sacaba del baúl. Era muy bonito, con rayas lilas sobre
fondo crema y ramitas de rosa, amarillo limón y verde. La colocó con
cuidado sobre la cama y empezó a despojarse de su vestido gris.
Un golpe seco en la puerta la sobresaltó, e inmediatamente pensó en
Robert. Su corazón empezó a latir con fuerza. Si había venido a pedirle que
almorzara con él...
—¿Quién es? —gritó, mientras corría hacia el armario para coger una
bata blanca de batista y ponérsela sobre los hombros.
—Lorna, muchacha, —la sirvienta la llamó a través de la puerta. —Has
dormido hasta tan tarde que pensé que debía despertarte. No quiero que te
pierdas el bautizo.
Rosslyn abrió la puerta de un tirón. Estaba aliviada, pero sintió una
extraña punzada de decepción. Se encogió de hombros. —Llegas justo a
tiempo para ayudarme a ponerme este vestido, Lorna. Me temo que no
podré arreglármelas sola con esos malditos corsés.
El rostro fruncido de Lorna se transformó en una sonrisa, y se rio
mientras ponía una alta jarra llena de agua caliente sobre el lavabo.
—Así que te vestirás como la verdadera dama que eres, ¿eh, Ross? —
bromeó, llenando sus brazos de ropa interior de lino y una enagua
almidonada. Los dejó sobre la cama. —Bueno, manos a la obra.
Después de bañarse rápidamente, Rosslyn se puso la camisa y los
calzones de encaje y se sujetó firmemente al poste de la cama mientras
Lorna se ataba las medias con un vigor asombroso que contradecía su
avanzada edad. —Seguro que me estrangulas si aprietas más, —protestó. —
Apenas puedo respirar.
—Es la forma adecuada, —replicó Lorna, sonriendo de aprobación
mientras ataba la enagua almidonada alrededor de la estrecha cintura de
Rosslyn. —No puede abarcar más que las dos manos de un hombre.
Rosslyn puso los ojos en blanco ante aquella afirmación, pero no dijo
nada. No iba a estropear la diversión de Lorna. Se puso el vestido, se ajustó
el corpiño de corte cuadrado, un poco bajo para su gusto, y finalmente se
calzó su mejor par de zapatos de salón. Se deshizo rápidamente la trenza,
peinándose el cabello hasta que brilló, y se lo aseguró con dos broches de
plata.
—¡Estás preciosa, Ross! —exclamó Lorna. —Ojalá pudiera verte así
más a menudo. Eres tan bonita como un cuadro.
—No es práctico, y bien lo sabes, —objetó Rosslyn suavemente. —No
con lo que tengo entre manos.
La sonrisa de Lorna se desvaneció. Su voz se redujo a un susurro. —
¿Cómo te fue anoche, muchacha? ¿Qué habéis decidido tú y tus hombres?
—No llegué a Plockton, —dijo secamente. —Me quedé dormida y me
desperté hace poco. —Ignoró la expresión complacida de Lorna. —Veré a
los hombres más tarde.
—Menos mal, muchacha, —dijo Lorna. —Necesitabas descansar, y
además anoche hubo una tormenta feroz, con truenos y relámpagos
salvajes.
—No la oí, —aseguró Rosslyn. “Parecía que la casa podría haberse
derrumbado sobre sus oídos y ella no se habría enterado”, pensó con
fastidio.
—Uy, fue grande. No podía dormir del jaleo. Me alegro de que
estuvieras a salvo en tu cama, aunque me hubiera gustado saberlo en ese
momento, no habría rezado tanto.
Rosslyn no pudo evitar reírse. —Vamos, Lorna, bajemos. Tengo que
comer algo y ponerme en camino si quiero llegar a la iglesia a la una. Dejé
el carro en casa de Bethy, así que tendré que caminar.
Se detuvo antes de llegar a la puerta y miró a Lorna. —¿Están los
soldados en la casa? —preguntó. No quería encontrarse con Robert. Si
estaba en algún lugar de la casa, trataría de evitarlo por completo.
—Sólo unos pocos, —respondió Lorna, frunciendo el ceño. —El resto
partió hacia "Dios sabe dónde" justo después del amanecer. Uno de los
astutos zorros debe de haber robado los bollos que horneé, porque ya no
estaban en la mesa cuando entré en la cocina.
Rosslyn maldijo en voz baja, pero no por los bollos desaparecidos, pues
tenía la fuerte sospecha de que Robert y sus hombres habían salido a
inspeccionar el valle, seguramente en busca de alguna pista sobre el
paradero del bandolero que estaba buscando.
Decidió que era mejor así. Si estaba husmeando por el valle, entonces
no le importaría lo que ella estuviera haciendo. ¡Y eso es bueno!

El sol brillaba en lo alto del cielo cuando Rosslyn salió de la pequeña


iglesia de piedra con el niño dormido en brazos. Levantó la mano para
proteger la carita rosada de los cálidos rayos del sol mientras Bethy ponía
un gorro de encaje con volantes sobre la cabeza de su hija.
—Bueno, Mary Lamperst, ya estás bautizada, —dijo Rosslyn y besó
tiernamente la mejilla de la niña.
—Sí, lo hizo bien, —aseguró Bethy con una sonrisa. —No ha dicho ni
pío, ni siquiera ha eructado para asustar al ministro.
Rosslyn sonrió mientras le entregaba suavemente la niña a Bethy. Miró
hacia la estrecha calle donde los tres hijos de Bethy jugaban con otros
niños. Sus bulliciosos gritos y su risa rasgaban el aire.
—Mary no dormirá mucho tiempo con ese jaleo, —indicó riendo entre
dientes, —pero no se me ocurriría silenciarlos, es como música oírlos reír
así.
Bethy asintió, meciendo al bebé en sus brazos. —¿Quieres almorzar con
nosotros, Ross? He preparado un buen asado.
Rosslyn negó con la cabeza, con expresión de disculpa. —No puedo,
Bethy, pero gracias por la invitación. Debo ocuparme de unos asuntos con
Alec Gordon. Con esos casacas rojas apostados en la mansión Shrip, los
hombres del pueblo deben enterarse de lo que he podido averiguar sobre el
capitán.
—Entiendo, —afirmó Bethy suavemente. —No hace falta que me lo
expliques. —Miró a Rosslyn con preocupación. —Temo por ti, Ross. Hablé
con Bonnie esta mañana y está agradecida de que pensaras en su bienestar,
pero temo lo mismo por vosotras. Todos esos soldados durmiendo bajo tu
techo. He oído historias tan terribles sobre lo que les ha pasado a tantas
mujeres... —se estremeció al decirlo.
—No te preocupes, Bethy, —intentó tranquilizarla Rosslyn. —El
capitán Caldwell parece un hombre honorable, más que cualquier otro
casaca roja que haya visto. Mantendrá a sus soldados a raya.
Casi se mordió la lengua por la sorpresa. Nunca antes había dicho una
palabra amable sobre un soldado inglés. Le resultaba extraño, pero era la
verdad. Al menos por lo que había visto de los modales de Robert hasta el
momento, había sido todo un caballero desde su llegada a la mansión Shrip,
excepto, claro, por el incidente en la habitación de su padre.
Se ruborizó al recordar la excitante sensación de sus brazos a su
alrededor.
No podía culparle por completo de lo que había ocurrido entre ellos. Fue
su propia y estúpida curiosidad la que la llevó a la habitación en primer
lugar, tropezando con sus brazos.
Bethy se sobresaltó, sus mejillas se tiñeron de un color vivo y su tono de
voz se volvió áspero. —No sabía que existieran los casacas rojas
honorables, Ross. Si es así, ¿dónde estaban en Culloden cuando mi Elliot
cayó herido?
Avergonzada, Rosslyn fue incapaz de responder. No había querido dar la
impresión de estar elogiando a Robert.
—Perdóname, —le pidió Bethy, al ver su incomodidad. Su voz se
suavizó y cogió a Rosslyn del brazo. —A veces la amargura en mí crece tan
fuerte, que no puedo luchar contra ella.
—No importa, —dijo Rosslyn en voz baja. —Ven, te acompaño a tu
casa.
Bethy y ella paseaban por la calle principal, evitando los charcos que
aún quedaban de la tormenta de la noche anterior. Su conversación fue
deliberadamente ligera; charlaron y se rieron de las últimas travesuras de
los chicos, y no hablaron más de los soldados ingleses. Por fin llegaron a la
puerta de Bethy.
—Entrar en casa, muchachos. Es hora de cenar, —les llamó Bethy
riendo, y cuando su hambrienta prole pasó junto a ella, sonrió cálidamente.
—Gracias por defender a Mary, Ross. Tenerte como madrina significa
mucho para mí. —Cruzó el umbral y luego añadió.
—Espero que tengas razón sobre el capitán. Si fuera yo, no me fiaría de
él.
—No temas por eso, —respondió Rosslyn. —Nunca se podrá decir en
Strathherrick que confío en un inglés.
Se despidió con la mano y caminó a paso ligero por la calle lateral,
levantando la falda por encima del barro. En unos instantes estaba frente a
la casa de Alec Gordon, en el extremo norte del pueblo, cerca de la iglesia.
Llamó a la puerta con firmeza.
—Soy Ross, —dijo cuando la puerta se abrió. Para su sorpresa, Alec le
tomó del brazo y le tiró bruscamente hacia adentro.
—¿Qué haces? —gritó ella, frotándose el codo.
Alec se limitó a señalar por la ventana, con sus gruesas cejas canosas
fruncidas por la ansiedad. Ella siguió su mirada hacia un numeroso grupo
de casacas rojas a caballo que acababan de girar en la calle principal.
Sus ojos se abrieron de par en par al ver a Robert a la cabeza de su
enorme bayo.
Parecía cómodo y seguro de sí mismo en la silla de montar. Al verlo
sintió un inexplicable nudo en el estómago, pero lo atribuyó rápidamente a
los dolores del hambre.
—Oh, muchacha, lo siento si te he hecho daño, —se disculpó Alec. —
No creí que fuera buena idea que te vieran, eso es todo.
Rosslyn casi se rio a carcajadas. —Alec, ¡están viviendo en mi casa! Por
eso he venido a hablar contigo. ¿No crees que ya saben quién soy…?
—Me refería a que vinieras aquí, Ross. El capitán Caldwell...
—¿Cómo sabes su nombre? —preguntó Rosslyn seria.
—Eso es lo que intento decirte. Estaba en el pueblo esta mañana y se
detuvo a desearme un buen día, ¡a mí! Le reconocí de la redada de la
semana pasada. Me dijo que yo tenía un buen birrete escocés... ¡qué se vaya
al diablo! Creo que reconoció mi voz.
Rosslyn palideció, aunque intentó pensar racionalmente. —No, no es
posible, Alec. Estás sacando conclusiones precipitadas. Apenas hablaste
una palabra aquella noche, excepto unas pocas órdenes. Fue Gavyn quien
habló más, como siempre. Además, soy la señora de Plockton, y el capitán
Caldwell lo sabe. Tengo derecho a visitar a quien me plazca.
Alec parecía no haberla oído. Se movía de ventana en ventana, sin
apartar los ojos de los soldados hasta que hubieron atravesado el pueblo.
Cuando se hubieron marchado, se volvió por fin hacia ella, con su rostro
rubicundo y sus facciones demudadas.
—No me gusta el aspecto que tiene esto, Ross, —dijo, hundiéndose en
una silla.
Rosslyn se sentó a su lado. —Si no te gusta el aspecto que tiene esto de
los soldados, tampoco te gustará lo que tengo que decirte.
Alec la miró desconcertado. —¿Qué quieres decir?
Ella sacudió la cabeza con firmeza. —Liam y Mervin deben estar
presentes. Es una decisión que debemos tomar todos juntos. —Sintió una
oleada de lástima. Nunca había visto al estoico viudo tan agitado. —Tal vez
te sientas mejor después de un trago de whisky, Alec.
—Sí, ésa es una buena idea, —convino él, animándose un poco,
recuperando gradualmente su color normal. —Un traguito del agua de la
vida para ayudar a un viejo escocés a pensar con más claridad. —Abrió la
puerta del mueble y cogió una jarra de barro del tosco armario. —¿Quieres
medio?
—Sí.
Alec les sirvió a ambos un vaso pequeño del líquido claro y ámbar, y
luego dejó la jarra frente a él. —¡Por nuestro príncipe Carlos! —brindó
levantando su copa.
—¡Por el príncipe Carlos! —repitió Rosslyn. Siguió el ejemplo de Alec
y se bebió la copa de un trago. Se le habrían puesto los pelos de punta si no
se hubiera criado con esa bebida desde la infancia. El líquido aún le
quemaba la garganta como un infierno.
—¿Mejor? —dijo, tratando de no jadear.
—Sí. —Alec se sirvió otro, se lo bebió y se levantó. —Iré a buscar a
Liam y Mervin. —Se puso la gorra y cruzó la puerta dando un portazo.
El silencio en la amplia y sombría habitación era abrumador. Rosslyn
acarició su copa mientras esperaba, dándole vueltas y más vueltas al tema,
ensayando sus palabras mentalmente. Tendría que ser doblemente
persuasiva por lo que Alec le había contado. Esperaba que sus hombres
accedieran a continuar sus incursiones, tanto si Robert había reconocido la
voz de Alec como si no.
8

E ntonces, continuaremos con las incursiones, —dijo Rosslyn, mirando


alrededor de la pequeña mesa. —¿Estamos de acuerdo?
Liam y Mervin asintieron rápidamente, mientras Alec miraba pensativo
sus manos cruzadas.
—¿Alec?
Él la miró, con el ceño fruncido, sus ojos profundos reflejando su
agitación. —Sí, Ross, iré, —aseguró de mala gana. —Aunque creo que
causaré más problemas a tu causa que ayuda.
—Tonterías, —objetó ella. —Te necesitamos, Alec, yo te necesito. Y el
capitán Caldwell no podría conocer tu voz por unos simples "sí" y unos
murmullos sobre el tiempo. —Se levantó de su silla. —Mervin, ¿te
encargarás de que Gavyn y Kerr sepan lo que hemos discutido hoy?
—Sí.
—Bien. No tengo dudas de que elegirán cabalgar con nosotros. También
podrías preguntar por el brazo de Gavyn, Mervin. Si necesita más bálsamo,
házmelo saber. —Suspiró. —Supongo que es bueno que los hermanos
Campbell se escondan en las montañas. Si el capitán Caldwell viera alguna
vez la cicatriz de esa cuchillada, seguro que delataría a Gavyn.
Se dirigió hacia la puerta y luego se volvió, con una mirada sombría que
recorría el pequeño grupo. —Si tenemos cuidado y no damos ningún paso
en falso, no habrá problemas. Ocupaos de vuestros asuntos como antes.
Dentro de poco esos soldados se irán de Strathherrick. —Sonrió
débilmente. —Hasta mañana, entonces. Te veré en el viejo tejo a
medianoche.
Rosslyn cerró la puerta al oír el zumbido de voces masculinas. Sabía que
sus hombres probablemente compartirían unos tragos de whisky y, sin duda,
discutirían sobre su próxima incursión en el camino de Wade antes de
dispersarse. En cuanto a ella, con dos mitades era suficiente y no quería
beber más, ya se sentía un poco mareada. Atravesó el pueblo y bajó por el
sinuoso camino que llevaba a la mansión Shrip.
Mientras caminaba, Rosslyn sentía cómo el sudor le resbalaba por la
espalda y entre los pechos. El calor era tan agobiante que le costaba
respirar. Pensó con nostalgia en un sorbo de agua fresca y de repente tuvo
una idea.
Hacía más de una semana que no se bañaba en el lago Conagleann, al
pie de Beinn Bhuidhe. El pequeño lago era uno de sus lugares favoritos,
apartado, tranquilo, con una cascada alimentada por las montañas que
refrescaba sus prístinas profundidades. Sí, eso era. Un baño era justo lo que
necesitaba.
Rosslyn aceleró el paso, ansiosa por librarse de la sed y de la ropa
empapada en sudor. Dejó atrás la polvorienta carretera y optó por un
sendero que había utilizado desde niña. Era el camino más rápido que
conocía para llegar al lago.
Casi gritó de alegría cuando por fin llegó. El agua cristalina de color
aguamarina parecía llamarla. La tranquila superficie se extendía ante ella
como un brillante espejo plateado a la luz del sol, sólo interrumpida por una
cascada que caía en picado en el extremo más septentrional. Los altos
abetos que bordeaban la orilla crujieron con la brisa, abanicando su rostro
sonrojado por el calor.
Inmediatamente se quitó los zapatos de tacón y se bajó las medias,
sujetándolo todo con una mano mientras caminaba por la orilla en suave
pendiente en busca de un lugar sombreado.
Por fin se detuvo bajo un extenso sicomoro, cuyas ramas bajas le
proporcionaban una sombra moteada. Dejó caer los zapatos y las medias
sobre una roca que se había desprendido de la montaña. Luego se volvió de
espaldas al lago y comenzó a quitarse el vestido.
Estaba de pie, con la camisa y los calzones de lino puestos, mientras sus
dedos se afanaban furiosamente en los cordones de su corsé, cuando sonó
un fuerte chapoteo en el extremo norte del pequeño lago, cerca de la
cascada. Dio un grito ahogado y se giró, pero no vio nada, sólo una
ondulación que crecía en círculos cada vez más amplios y suaves olas que
estropeaban la superficie de espejo.
“¿Qué podía ser?” Había peces en el lago, pero no tan grandes como
para crear semejante chapoteo. Tal vez una roca había rodado por la
empinada colina hasta caer al agua...
De repente, un hombre bronceado salió de las profundidades en un
brillante rocío de gotas iluminadas por el sol a sólo seis metros de ella.
Rosslyn dio un salto hacia atrás, sorprendida, y se escabulló detrás de la
gran roca. Se asomó con cautela para ver al inoportuno intruso, que ahora
estaba de pie con el agua hasta la cintura.
El hombre estaba de espaldas a ella, se veían perfectamente su espalda
llena de músculos bien definidos que llegaban a sus anchos hombros
mientras levantaba los brazos y se pasaba las manos por el pelo rubio
mojado. Luego se dio la vuelta y ella vio su rostro justo antes de que
arquease el cuerpo y se sumergiese limpiamente bajo la superficie. Era
Robert.
Rosslyn se arrodilló y golpeó con el puño curvado la escarpada roca.
Debería haberse imaginado que no tardaría en encontrar su lugar favorito.
Pero ¿por qué ahora, cuando tanto deseaba estar sola? Al menos podía dar
gracias de que no la hubiera visto.
Se puso de pie una vez más y miró por encima de la roca. Robert nadaba
con fuerza hacia la cascada, con sus largas piernas pataleando
vigorosamente. Vio cómo desaparecía bajo la estruendosa cascada blanca, y
sintió un momento de miedo.
Las rocas bajo la catarata eran afiladas y dentadas, las corrientes
impredecibles, las aguas agitadas y profundas, una trampa traicionera
incluso para un nadador experto. Abundaban las historias de quienes habían
perdido la vida en esa cascada.
Rosslyn contuvo la respiración, con el corazón latiéndole con fuerza.
Pasaban los segundos y Robert seguía sin aparecer. ¿Qué debía hacer?
¿Qué podía hacer? Quizá ya era demasiado tarde...
Se sintió aliviada cuando lo vio subirse a una roca plana cerca de la base
de la cascada. La emoción la dejó atónita.
“Era inglés. Un soldado. ¿Por qué iba a importarle si vivía o moría?”
Se irguió sobre la roca y ella inspiró bruscamente. Sus confusos
pensamientos huyeron de su mente. Estaba… desnudo, empapado y
desnudo. Su cuerpo delgado y bronceado era tan hermoso, reluciente y
dorado al sol, que ella no pudo apartar la vista.
Sentía un hormigueo en la piel, algo extraño que nunca había sentido
antes. Le faltaba el aliento, sus pechos se agitaban bajo sus ajustadas ropas.
Había visto antes a hombres casi desnudos en muchos juegos de las
Highlands, cuando los contendientes se despojaban de sus kilts en el calor
del esfuerzo y luchaban o lanzaban el cáber con un mísero taparrabos.
Había visto a Balloch Campbell en uno de esos juegos, su enorme cuerpo
musculoso y fuerte, sus poderosos muslos del tamaño de su cintura. Se
había sentido avergonzada, sí, y emocionada... pero nunca así.
Rosslyn se estremeció. “Fue el whisky”, pensó aturdida. “El whisky y el
calor del sol le habían atontado el cerebro.” Parecía no percibir nada más
que la belleza física del hombre que estaba de pie casi debajo de la cascada.
Sus ojos vagaban a voluntad por su cuerpo, a través de su pecho
esculpido y la robusta envergadura de sus hombros, bajando por su vientre
plano, fuertemente poblado de músculos, hasta sus caderas esbeltas y el
triángulo oscuro de rizos debajo... ¡Por Dios santísimo! ¿No tenía
vergüenza?
Se giró de repente, dispuesto a lanzarse al agua. Sus largas y nervudas
piernas se flexionaron para saltar, y sus muslos y pantorrillas se estiraron en
el aire creando una hendidura musculosa donde su cadera se unía con sus
nalgas. Luego desapareció, sin que apenas se oyera una ondulación en el
agua.
Rosslyn sintió que se hundía lentamente en el suelo y apoyó la frente en
las manos. ¿Por qué se sentía tan débil de repente? Tenía que ser el whisky.
Rosslyn no sabía cuánto tiempo llevaba allí, tirada sobre el suelo,
cuando sintió un fuerte tirón y oyó un desgarro. Lo único que sabía era que
en un momento apenas podía respirar y al siguiente estaba libre, sin la
presión del corsé.
Tragó grandes bocanadas de aire y gritó mientras le levantaban unos
fuertes brazos. Echó la cabeza hacia atrás y su mirada atónita se encontró
con un par de ojos grises y verdes que sonreían.
—Siempre he creído que esas prendas deberían considerarse
instrumentos de tortura y prohibirse su uso en público, —afirmó Robert con
facilidad, aunque su tono disimulaba su preocupación.
No podía estar más sorprendido de encontrar a Rosslyn desplomada
detrás de la roca. ¿Cuánto tiempo llevaba allí? Había creído que estaba solo
en aquel lago. Acababa de terminar de vestirse y caminaba por la orilla
cuando la vio inconsciente. Se sintió aliviado al ver que recuperaba
rápidamente el color y que su piel se sonrojaba con un tono rosado.
—Siento lo de sus ropas, pero creo que estará mejor sin ellas.
Especialmente en un día tan caluroso como éste. —La estrechó contra su
pecho mientras la llevaba a la orilla. —¿Quiere un sorbo de agua?
Ante el rápido asentimiento de Rosslyn, se arrodilló y la colocó a su
lado sobre la hierba, sosteniéndola con el brazo. Mojó las manos en el agua
y se las llevó a los labios. Ella bebió con sed, sin darse cuenta de que la
mayor parte del agua le corría por la barbilla y la garganta, empapando su
vaporosa camisa blanca.
Una vez más le acercó agua fría a la boca, hasta que ella se apartó de él
y se inclinó sobre el estanque. Se salpicó la cara y la garganta, y luego
ahuecó la mano una y otra vez hasta saciar su sed. Por fin se sentó sobre sus
talones, con una media sonrisa en los labios mientras se recogía el pelo
húmedo.
—Os lo agradezco, —murmuró Rosslyn vacilante y se encogió de
hombros. —No sé… no sé qué ha pasado. Creo que fue el calor... —su voz
se entrecortó y miró hacia el brillante lago, avergonzada.
Robert tragó saliva. Sus ojos no estaban en el lago. Se quedó mirando
sus pechos, altos y redondeados, perfectos. Los pezones rosados empujaban
tensos contra su camisa empapada, la tela como una gasa transparente sobre
su piel.
Una ráfaga de fuego recorrió su cuerpo, una ráfaga de hambre ardiente.
Estaba tan cerca de él que podía sentir el calor de su cuerpo, podía oler el
aroma embriagador de su piel y su pelo, calentado por el sol.
Sucedió antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo. Se puso
de rodillas, en trance, y la alcanzó. La estrechó contra él y su boca la atrapó.
Oyó un rugido en sus oídos mientras la sangre bombeaba
desenfrenadamente por sus venas, y sus dedos acariciaron un pecho firme
que parecía saltar en su mano.
El corazón de Rosslyn se le salió del pecho.
De repente, se sintió mareada de nuevo, con el cuerpo tembloroso,
cautiva de su abrumador abrazo. No pensó en resistirse. La dulce y dolorosa
sensación le impidió pensar en escapar.
Imágenes fragmentadas pasaron por su mente: Robert de pie en medio
del campamento, con el pelo como oro hilado a la luz del fuego; Robert
inclinado sobre el lavabo, liso y musculoso; Robert bajo la cascada, con su
poderoso cuerpo de bronce dorado mojado y reluciente.
Las imágenes se desvanecieron cuando todos sus sentimientos y toda su
percepción se centraron en la maravilla de su beso. Sus labios eran ásperos
y suaves a la vez, mientras su lengua le pedía entrar y le llenaba la boca,
buscándola sin descanso. Sintió que se ahogaba, que el mundo se le caía
encima. Quería más, quería...
—Rosslyn, —susurró Robert con voz ronca, sus entrañas palpitando de
deseo. Se apartó y besó sus mejillas sonrojadas, sus párpados y sus lustrosas
pestañas de nutria. Tenía los dedos enredados en su pelo. —Dulce y
hermosa Ross, acuéstate conmigo... aquí, ahora.
Al oír su nombre, los ojos de Rosslyn se abrieron de golpe como si le
hubieran clavado un cuchillo en la carne, obligándola a recobrar la
conciencia.
“Dios santo, ¿qué estaba haciendo? ¿Se había vuelto loca? Era un
inglés, un casaca roja”. Lo empujó con tanta fuerza que perdió el equilibrio
y cayó de lado al lago. El agua fría le salpicó la cara, como una bofetada
escalofriante. Se agachó y cogió su puñal, pero la vaina de cuero que
llevaba atada al muslo estaba vacía.
—Creo que esto es lo que está buscando, —dijo Robert con ironía,
tumbado en el agua poco profunda. Sacó el puñal a medio camino de su
bota, con la empuñadura de plata brillando al sol. —Antes de quitarle el
corsé, pensé que era mejor confiscarle el arma. —Se rio brevemente. —Por
si acaso hubiera rechazado mi oferta de ayuda.
—¡Hijo de puta! —siseó Rosslyn, con los ojos entrecerrados. —
Démelo.
Él se limitó a negar con la cabeza. La miró fijamente, con los labios
apretados.
Ella se limpió la boca y luego escupió al suelo. —Eso es lo que pienso
de ti y de tu amable ayuda. No vuelva a acercarse a mí, capitán Caldwell, o
le juro que se arrepentirá.
Se dio la vuelta, casi tropezando, y corrió hacia la roca, donde se puso
rápidamente las enaguas y el vestido. Sin dejar de mirar a Robert, que no se
había movido ni un milímetro. Finalmente, cogió los zapatos y las medias,
se los metió bajo un brazo y se acercó a él.
—Y le diré algo más, capitán Caldwell, —dijo acaloradamente,
golpeándole con el pie descalzo. —Si se enorgullece de sus besos, debería
saber esto: He tenido mejores.
Se levantó la falda y echó a correr por la orilla. Aunque no miró atrás ni
una sola vez, sintió que él la observaba.
Había mentido.
Balloch la había besado antes, pero nunca había sido así, jamás.
Su piel seguía ardiendo por las caricias de Robert, y sus labios estaban
en llamas. Su calor permanecía... un dolor ardiente, una pizca de locura.
Corrió hasta la mansión tan deprisa como le permitieron sus piernas,
como si así pudiera escapar de aquel recuerdo atormentador.

Rosslyn no volvió a ver a Robert en todo el día. Cuando se fue a la cama


aquella noche, encontró un ramillete de campanillas y prímulas en su
almohada, junto con una nota doblada y su puñal.
“¿Qué clase de hombre era?” Permaneció sentada en la cama durante
largo rato antes de leer la nota. Le temblaban los dedos al abrirla y sus ojos
recorrieron rápidamente la letra masculina:
"Lady Rosslyn Campbell, acepte mis humildes disculpas por mi
comportamiento poco caballeroso de esta tarde. Respetuosamente, Robert".
Al pie del crujiente papel, se añadía una línea garabateada
apresuradamente: "Nunca he vivido un beso como el suyo".
Rosslyn pasó inconscientemente la yema del dedo por la línea mientras
la releía. Nunca he conocido un beso como el suyo...
Temblando, arrugó la nota y la arrojó contra la pared, se metió en la
cama y apagó la vela.
9

E ra temprano por la mañana y Robert seguía sin poder dormir.


Enfadado consigo mismo, llevaba horas mirando al techo, observando
cómo bailaban las sombras sobre el yeso y escuchando el aullido del viento.
“¿Qué le había pasado en el lago? ¿Qué había sido de su
determinación de ser paciente?” Las preguntas resonaban una y otra vez en
su mente, como una burla, aun cuando conocía sus respuestas.
Había deseado a Rosslyn Campbell más que a ninguna otra mujer. La
deseaba incluso ahora, y estaba asombrado por la fuerza de sus
sentimientos.
Robert sintió ganas de reír a carcajadas ante lo absurdo y la pura
desesperanza de su deseo desenfrenado. Ella nunca tendría nada que ver
con él, no después de lo que había hecho. Probablemente nunca confiaría en
él. Sólo podía esperar que su breve nota y la devolución de su puñal
hubieran calmado su temperamento.
No le gustaba la idea de que llevara un arma así, y además violaba la ley
inglesa, pero cuando vio el fino grabado de la empuñadura, supo que tenía
que devolvérselo. Fue un regalo de su padre, y ella ya había perdido
bastante. Aunque tendría que andarse con cuidado por si decidía
recompensar su generosidad con una puñalada por la espalda.
Robert se puso de lado y se acomodó la almohada bajo la cabeza. Se
preguntó qué habría pensado ella de la última línea de su nota, o si la habría
leído siquiera. Se había debatido entre escribirla o no, pero luego había
tirado la cautela al viento. Era verdad. Nunca había vivido un beso así... Era
todo dulzura y fuego, demostrando una pasión interior tan salvaje y
tempestuosa como su espíritu.
Sintió una repentina punzada de celos. ¿También eran ciertas sus
palabras? Sería un tonto si pensara que una belleza así nunca había sido
besada.
Quizás ya amaba a un hombre, se había acostado con un hombre...
“¡Basta!” pensó Robert en silencio, cerrando los ojos con frustración. Tenía
que dormir un poco. En sólo unas horas él y sus hombres reanudarían la
búsqueda por el valle de cualquier señal de Black Tom.
Si tenían tan poco éxito como ayer, tendría que empezar a interrogar a
los aldeanos, pero sin desvelar su misión. No se hacía ilusiones de que los
cautelosos highlanders le ofrecieran mucha información, pero tal vez una
palabra o una expresión equivocada pudiera darle una pista, algo que le
permitiera seguir el rastro.
El coronel Milton le había dejado claro que no disponía de mucho
tiempo antes de que el general Grant tomara cartas en el asunto. Desde
luego, no podía permitirse esperar y arriesgar toda su misión por culpa de
una mujer.
Después de lo que había pasado en el lago, dudaba que Rosslyn le diera
ni la hora, y mucho menos que fuera a su cama a contarle secretos.
Robert suspiró pesadamente y se echó hacia el otro lado.
Apartó de su mente aquella imagen provocativa y se obligó a pensar con
calma, racionalmente. Obviamente, no estaba dispuesto a renunciar a su
plan original, por descabellado que fuera.
Seguiría buscando en el valle, pero también intentaría ganarse la
confianza de Rosslyn. Estaba seguro de que ella podría ayudarle. Era la
señora de Plockton y la líder del pueblo de Strathherrick. Seguro que sabía
algo que podría conducirle hasta Black Tom.
Robert se cubrió la cabeza con un brazo y volvió a cerrar los ojos. Una
pregunta inquietante lo atormentaba. “¿Quería ganarse la confianza de
Rosslyn sólo por el bien de su misión, o había otra razón más egoísta?”
Si sabía la respuesta, no se la iba a admitir ni siquiera a sí mismo.
Todavía no.

Robert se despertó tres horas más tarde, con el sol atravesando las ventanas
y llegando a la cama. Gimió y se tapó los ojos con el brazo. Se sentía como
si no hubiera dormido nada.
Unos fuertes golpes en la puerta aumentaron aún más su malestar. —
¿Quién es? —gritó irritado.
—Soy el Sargento Lynne. Los hombres están levantados y listos para
montar, señor, —entonó una voz enérgica a través de la puerta.
—Muy bien, Lynne. Enseguida bajo. —Robert echó hacia atrás las
mantas con resignación y se levantó de la cama.
Se frotó el hombro, que se había magullado con una roca dentada bajo la
cascada. Se vistió rápidamente, ignorando el persistente dolor, con la mente
ya puesta en el día que tenía por delante. Abandonó su habitación y salió al
silencioso pasillo.
Su mirada se dirigió instintivamente a la puerta cerrada de Rosslyn, pero
giró hacia el otro lado y bajó las escaleras. Se detuvo bruscamente en el
rellano cuando oyó una voz de mujer justo al otro lado de la puerta
principal. Parecía Mysie, la joven criada que Lorna le había presentado
ayer. Sorprendentemente, ella era la única sirvienta en esta enorme casa.
—Por favor, déjeme ir, señor. Ya se lo he dicho, no necesito su ayuda
con mi cesta. Está vacía, véalo usted mismo. Ahora debo seguir mi camino,
Lorna me está esperando.
—¿Cuál es tu prisa, muchacha? —una profunda voz masculina gruñó
desagradablemente. —Acompáñame al huerto, como te he pedido.
Extenderemos tu delantal en el suelo y pasaremos un buen rato.
Robert se erizó al reconocer la voz del soldado. ¡Maldito sea ese Harry
Jones! Si había algún hombre en su compañía nacido para crear problemas,
ese era él. Había sido un ladrón antes de comprar una comisión del ejército
para salvar su cuello de la soga. Robert sólo lo había traído porque Jones
era un tirador experto. Se acercó a la puerta.
—No se lo diré de nuevo, señor... ¿Qué cree que está haciendo? —se
oyó una refriega, un grito ahogado cuando algo se rasgó y luego una sonora
bofetada.
—No se te ocurra golpearme otra vez, moza, o te...
—¿Qué harás, soldado? —estalló Robert, abriendo la puerta de un tirón
con tanta fuerza que chocó contra la pared y casi se cayó de sus goznes.
—¡Capitán Caldwell! —dijo sorprendido Harry. Se apartó de un salto de
una sollozante Mysie, que se agarraba el corpiño roto.
La rubia y regordeta sirvienta intentó escabullirse por la puerta, pero
Robert le agarró suavemente del brazo. Ella lo miró completamente
aterrorizada, con las lágrimas surcando su enrojecido rostro.
—Lo he oído todo, Mysie, —indicó Robert en voz baja, dolido por su
expresión. —No tienes por qué preocuparte. El hombre será castigado y no
volverá a molestarte. Tienes mi palabra.
Ella pareció sobresaltada, luego asintió agradecida y desapareció por la
puerta.
—¿Qué quiere decir, capitán? —tartamudeó Harry, retrocediendo unos
pasos. Era un hombre grande, casi tan alto como Robert, pero su postura
revelaba su aprensión. —Yo no he hecho nada. —Metió la mano en su
abrigo escarlata y sacó un reloj de bolsillo desgastado. —¿Ve esto? Intentó
robármelo. Lo llevaba en la cesta, y cuando intenté quitárselo, la cesta se
enganchó en su vestido...
—Cállate, —Robert le cortó, su voz apenas por encima de un susurro.
—¿Crees que estoy ciego, hombre? ¿O que soy estúpido? —apenas giró la
cabeza cuando el sargento Lynne corrió a su lado.
—¿Pasa algo, capitán?
—Encárguese de que este hombre reciba diez latigazos, sargento, y
luego móntelo a caballo. Cuando volvamos esta tarde, encadénelo y
póngalo bajo vigilancia. ¿Está claro?
—Sí, señor.
—Y advierta a los otros hombres también. Si alguno de ellos mira a las
mujeres de esta casa, o a cualquier mujer de este valle, sufrirán el mismo
destino, o peor.
—Pero, capitán Caldwell, sólo son apestosos highlanders, —suplicó
Harry, con el sudor corriéndole profusamente por el rostro sin afeitar.
—Quita a esta escoria de mi vista, —dijo Robert, apretando los puños.
“Una palabra más del bastardo mentiroso”, pensó furiosamente, “y lo
golpearía.”
El sargento Lynne le obedeció de inmediato. Sacó su pistola y apuntó al
pecho del delincuente. —Muévase, soldado. Ahora.
Harry lanzó una mirada hosca a Robert y empezó a caminar por el
sendero señalizado con el sargento Lynne pisándole los talones. Caminó
más rápido cuando el sargento le clavó bruscamente la culata de la pistola
en la espalda.
El rostro de Robert estaba sombrío cuando entró de nuevo en la casa y
se dirigió directamente a la cocina. Encontró a Mysie sentada a la mesa,
todavía sollozando mientras Lorna le acariciaba el hombro.
Si le oyeron entrar, no se volvieron. Se quedó de pie, incómodo. Las
lágrimas de las mujeres siempre le habían confundido. Se aclaró la garganta
y dio un paso adelante. Para entonces las dos mujeres le miraban fijamente.
—Quiero disculparme, Mysie, por el comportamiento del soldado, —
dijo, mirando por la ventana cuando sonó el grito de un hombre cerca de la
tienda de cocina.
Oyó el zumbido del látigo, seguido de otro grito, un aullido de dolor que
le recordó a un animal herido. Alzó la voz. —No debes temer que vuelva a
ocurrir. Ya me he ocupado de eso.
Mysie se estremeció en su silla cuando otro grito resonó en el aire. Su
rostro estaba ceniciento. —Gracias, señor, —dijo a duras penas, tapándose
los oídos.
Lorna se acercó a él. —Sí, gracias, capitán Caldwell. Ya soy anciana,
como puede ver, y necesito la ayuda de Mysie. No quiero preocuparme por
ella cada vez que me doy la vuelta.
Robert asintió. Por el bien de Mysie, agradeció que los gritos hubieran
cesado. —Mysie estará a salvo, Lorna. Te lo prometo.
—Le creo, capitán, —dijo Lorna, y luego preguntó: —¿Puedo llamarle
Robert?
Él sonrió ante su petición y la inesperada calidez de sus ojos oscuros. —
Por supuesto, me gustaría.
—Bien. Bueno, Robert. He horneado algunos bollos. ¿Quieres uno o dos
para desayunar? —se apresuró antes de que Robert pudiera responder. —
Ay, eso me recuerda. ¿Por casualidad probaste algunos ayer por la mañana?
—Sí, ahora que lo pienso… Harry Jones... el hombre que acaba de ser
castigado, —dijo secamente, —tenía una docena más o menos y me dio uno
a mí. Dijo que la cocinera los había horneado especialmente. Estaban
bastante buenos, la verdad, las mejores que he probado nunca. Canela y...
—Melaza, —terminó por él con naturalidad.
—Sí, eso es. Tu soldado entró en mi cocina antes de que te fueras. Robó
hasta el último de ellos. ¿Estamos de acuerdo en que uno de los latigazos
fue por los bollos?
Robert quería echar la cabeza hacia atrás y reír, pero en lugar de eso
sacudió la cabeza solemnemente. —Sí, creo que es justo, y me encantaría
probar unos cuantos más.
La vieja sirvienta sonrió débilmente y se acercó al hogar. —Mysie, ¿le
sirves al capitán una taza de té?
—No, gracias, Lorna, —dijo Robert con pesar. —Tendré que desayunar
en la silla de montar. Quizás otra mañana.
Ella envolvió dos bollos gordos en una servilleta de lino blanco. —¿Vas
a ir lejos? Podrías llevarte algo más.
Robert no se dejó engañar por su aparentemente inocente pregunta, una
forma inteligente de preguntar por sus planes. No le molestaba. Su abuela
escocesa le había dicho que los highlanders eran curiosos por naturaleza.
De hecho, Lorna le recordaba a su abuela. Quizá por eso sintió tanto
cariño por aquella anciana vivaracha, como si la conociera desde hacía
mucho más que unos pocos días.
—No, Lorna, no mucho, —respondió. —Aunque no puedo decir cuándo
volveremos. —Sonrió mientras cogía el paquete de lino de su mano
extendida. —¿Puedo pedirte un favor?
Su expresión se volvió cautelosa, pero sus ojos permanecieron amables.
—Sí.
—¿Podrías preguntarle a lady Campbell si le importaría ir a dar un
paseo conmigo mañana? Se lo preguntaría yo mismo, pero como ya he
dicho, puede que regrese tarde. Hay algunos lugares sobre los que me
gustaría preguntarle. Conoce muy bien el valle, sus tradiciones y su historia.
Tal vez podría considerar... —se detuvo, sintiéndose incómodo de nuevo,
casi como un colegial.
—Sí, se lo preguntaré, —dijo Lorna con sencillez.
Si percibió su incomodidad, no lo notó. Sin embargo, Mysie lo estaba
estudiando con extrañeza y él decidió que era hora de marcharse.
—Gracias por los bollos, Lorna, —dijo. Salió por la puerta de la cocina
y se dirigió a la parte delantera de la mansión, donde le esperaban sus
hombres. Montó en su caballo alazán y miró a Harry Jones.
El soldado lo miraba con la espalda encorvada y el abrigo
cuidadosamente echado sobre los hombros. Bajó la cabeza ante la expresión
adusta de Robert.
—Montad, —ordenó Robert secamente. Él y sus hombres se pusieron en
marcha, dejando sólo unos pocos soldados para vigilar sus provisiones. Los
cascos de sus caballos levantaron una espesa nube de polvo mientras
galopaban por el camino y se dirigían a Plockton.
Rosslyn los observó desde la ventana de la cocina hasta que desaparecieron.
Se enderezó y miró directamente a Lorna.
—¿Desde cuándo te gusta tanto el capitán? —preguntó. Había oído su
conversación desde el comedor, donde se había escondido, esperando a que
Robert se fuera. Lo había oído todo desde el momento en que la puerta
principal se golpeó contra la pared, despertándola bruscamente de su sueño.
Toda la escena entre Robert y su soldado se había reproducido mientras ella
estaba en lo alto de la escalera, todavía con el camisón puesto.
—No es simpatía, —objetó Lorna en voz baja. —Pura amabilidad, eso
fue todo. El capitán defendió a Mysie. Le estoy agradecida, y tú también
deberías estarlo.
—Sí, si él no hubiera aparecido, Ross, —convino Mysie, con la voz
temblorosa, —no me gusta pensar en lo que me podría haber pasado. —Se
estremeció visiblemente.
Rosslyn guardó silencio y miró por la ventana. “Sí, era cierto”, pensó.
Había mandado golpear a uno de sus hombres por abordar a Mysie.
Ella había presenciado el castigo desde su habitación, contando cada
golpe, deseando ser ella quien blandiera el látigo mordaz. Ni siquiera había
pestañeado cuando el soldado fue bajado del poste, con la espalda rajada y
sangrando.
—Ross, ¿has oído lo que Robert me pidió? —preguntó Lorna en voz
baja sin apartarse de la ventana.
—Sí.
Su respuesta no satisfizo a Lorna. —Bueno, ¿te irás con él mañana o no?
Parece un buen hombre, pero no me gusta la idea de que salgas sola con él.
Rosslyn no respondió y se limitó a encogerse de hombros, con una
expresión lejana en los ojos.
Robert Caldwell era un hombre de lo más extraño, para ser un casaca
roja, no lo entendía en absoluto, y tampoco confiaba en él.
Tal vez debería ir a cabalgar con ese inglés y aprender más sobre él,
decidió. La estaba buscando, ¿verdad? Su instinto se lo había dicho.
Si sabía más sobre él, tal vez podría utilizar ese conocimiento en su
beneficio. Él podría pensar que era extraño que ella aceptara tan fácilmente,
pero se había disculpado después de todo.
—¿Ross?
Sonrió pensativa a su sirvienta. —Ya veremos, Lorna. Ya veremos.
10

H acía varias horas que había oscurecido cuando Rosslyn se arrastró


silenciosamente por su habitación para mirar el reloj de la chimenea.
La esfera de porcelana apenas era visible por la tenue luz de la luna que
brillaba a través de las ventanas.
Eran las once menos cuarto. Era hora de salir por el túnel secreto si
quería reunirse con sus hombres en el tejo, cerca del pueblo de Errogie,
antes de medianoche.
Vestida con su bata de algodón gris y calzando ya sus robustas botas
negras, se envolvió la cabeza y los hombros con un chal de tartán,
agarrándolo con una mano. Bajo el brazo llevaba enrollada la ropa negra
que usaba durante sus incursiones. Cuando estuvo segura de que estaba
lista, se acercó de puntillas a la puerta y levantó el pestillo.
Hizo una mueca cuando la puerta crujió ligeramente. Conteniendo la
respiración, se asomó al oscuro pasillo y escuchó. No oyó nada. Robert y
sus hombres habían regresado a la mansión Shrip hacía sólo dos horas, pero
afortunadamente se habían retirado todos a la vez.
Al menos, eso creía ella. Ahora que estaba de pie en el pasillo, pudo ver
una tenue luz que brillaba bajo la puerta de Robert.
No era propio de él seguir despierto, sin duda estaba tramando su
próximo movimiento para capturar a su infame bandido. Se volvió y cruzó
el pasillo, agradecida por la alfombra que ocultaba sus movimientos, y bajó
con cautela las escaleras laterales.
Al llegar abajo, se detuvo mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad.
Una tenue luz ardía en el pasillo principal, y podía oír los ronquidos del
guardia allí apostado. “¿Qué pensaría Robert si supiera que su soldado
estaba durmiendo en su puesto?” se preguntó. Bueno, no le importaba.
Tenía un guardia menos del que preocuparse.
Entró con cautela en el salón y se dirigió directamente al armario,
esquivando las mesitas auxiliares colocadas cerca de los sillones de
brocado. Levantó el pestillo sin hacer ruido y entró en el estrecho recinto,
encontró la clavija redonda y cerró la puerta tras de sí.
Rosslyn respiró hondo, con el corazón retumbándole en los oídos.
Temblaba de excitación nerviosa. No había vuelto a estar en el túnel desde
que tenía catorce años, cuando su padre se lo enseñó por primera vez,
aunque había oído hablar de él desde niña. Se arrodilló cerca de la pared del
fondo y tanteó el intrincado suelo de tablas.
“¿Dónde estaba la muesca?” Sus dedos recorrieron las grietas,
buscando, hasta que encontró una que era ligeramente más ancha que las
demás, lo bastante grande como para que cupieran las yemas de sus dedos.
Empujó la madera, que era elástica al tacto.
De repente, un grueso trozo de tablazón se levantó, dejando un espacio
lo bastante amplio para sus manos. Apretó los dientes y levantó la trampilla
hasta que las bisagras de hierro no dieron más de sí.
Una oleada de aire húmedo y mohoso le asaltó las fosas nasales y
apenas pudo evitar estornudar. En plena oscuridad, se agachó y bajó un pie
por el agujero.
Su pie notó una escalera de madera que había a un lado. Bajó con
cuidado, agarrando con la mano el asa de madera de la trampilla mientras
descendía por el túnel. Cuando la trampilla volvió a su sitio, llovieron sobre
ella años de suciedad y polvo. Estornudó fuerte, una, dos veces, rezando
para que nadie pudiera oírla allí abajo.
El aire era bastante fresco y Rosslyn se alegró de llevar su chal. Oyó el
sonido del agua que goteaba e, instintivamente, alargó la mano y tocó una
de las paredes de tierra. Estaba húmeda. Arrugó la nariz con desagrado, era
moho.
Sacó del bolsillo una vela y un pequeño yesquero de peltre. Arrodillada,
golpeó hábilmente el pedernal y encendió la vela. Al instante se vio rodeada
de una suave luz amarilla, con la mecha chisporroteando y silbando. Jadeó
cuando levantó la vista.
El túnel se alzaba ante ella, fundiéndose en un abismo negro más allá de
la luz parpadeante de la vela. Las vigas de madera que sostenían el techo
estaban cubiertas de telarañas, lo que le recordó a una cripta. Se levantó y
se envolvió con más fuerza en el chal, echando un último vistazo hacia
arriba para asegurarse de que la trampilla estaba bien cerrada.
Rosslyn empezó a caminar, despacio al principio, pero luego más
deprisa. No deseaba quedarse más de lo necesario en aquel tenebroso
pasadizo subterráneo. Intentó imaginar a sus antepasados corriendo por el
túnel, pero las innumerables telarañas le distrajeron. En cuanto apartó una,
otra se enredó en su ropa, en su pelo trenzado, incluso en su boca.
Escupió con desagrado. Empezó a correr, su respiración jadeante
resonaba delante y detrás de ella. Recordaba haber disfrutado mucho más
de aquello a los catorce años, pero entonces su padre había estado con ella,
cogiéndole la mano.
Con disgusto, se quitó una araña marrón del hombro. “Si no fuera por
Robert y sus malditos casacas rojas”, pensó, “seguiría con sus incursiones
sin tener que recurrir a medidas tan drásticas y repulsivas.”
Al final había otra trampilla mucho más pesada de levantar que la
primera. Sabía que estaba cubierta por quince centímetros de césped. Apagó
la vela, sumiendo el túnel en la oscuridad, y la colocó junto con el yesquero
en un rincón. Luego subió por la escalera y golpeó la trampilla con todas
sus fuerzas.
Finalmente, la trampilla cedió y cayó contra el tronco de un árbol. Salió
esquivando las ramas bajas y tragando grandes bocanadas de aire fresco
nocturno. Agradeció que la espesa cubierta de abetos le ocultara de la vista.
Miró hacia atrás, a la casa solariega, a unos cuarenta metros de
distancia, que brillaba con un blanco pálido a la luz de la luna, y luego
volvió a la trampilla. Había sido un calvario, pero tendría que repetirlo una
y otra vez hasta que los soldados ingleses abandonaran Strathherrick.
“Si eso beneficiaba a su pueblo, que así fuera”, se consoló. Cerró la
trampilla, alisó el césped cargado de hierbas y se encaminó a paso ligero
hacia Errogie, que estaba a poco más de tres kilómetros.
Podría haber pedido a sus hombres que le esperaran más cerca de la
mansión de Shrip, pero habría sido demasiado peligroso con los soldados
acantonados allí. Era mejor que se reuniera con ellos en el viejo tejo donde
su clan había realizado sus reuniones durante cientos de años. Aquel lugar
de encuentro les traería buena suerte.
A mitad de camino, Rosslyn se cambió de ropa, lo que le permitió
acelerar el paso. Era mucho más fácil caminar por los páramos sembrados
de brezo con pantalones que con un pesado vestido.
Rosslyn corrió casi todo el camino, aferrándose a su gorra negra. Divisó
el imponente tejo, pero no había rastro de sus hombres. El corazón le
golpeó el pecho. Sabía que no había llegado tarde. ¿Había ocurrido algo?
Aminoró la marcha y miró a su alrededor.
—¡Ross, por aquí!
Sintió alivio al oír la voz de Liam. Miró a su derecha y sonrió
ampliamente cuando cinco formas familiares se materializaron en la
oscuridad. Seis caballos les seguían.
—Por un momento me habéis preocupado, —susurró una vez entre
ellos. —¿Por qué no me esperasteis junto al tejo?
—Un pequeño grupo de soldados pasó por aquí hace media hora, —dijo
Alec, con voz ronca, grave y ansiosa. —Parecía que se dirigían al norte, a
Inverness, pero decidimos no arriesgarnos. Nos escondimos bien, atrás en
esos árboles, justo sobre la elevación. Suspiró pesadamente. —Menos mal
que no llegaste antes, Ross.
—No te preocupes por eso, —dijo ella. —El peligro ha pasado. Mira,
nuestro tejo ya nos trajo suerte una vez esta noche.
—Sí, así ha sido, —coincidió Alec mientras los demás asentían con la
cabeza. —Aquí están tus pistolas, muchacha, preparadas y listas.
—Gracias, —dijo ella, cogiéndole las dos pistolas y metiéndoselas por
el cinturón, donde también llevaba su puñal. Se alegraba de que Alec la
hubiera convencido para que le permitiera cuidar de sus armas, sobre todo
ahora que los casacas rojas estaban acuartelados en su casa.
—Cabalgaremos hasta el camino de Wade, como habíamos planeado, y
nos instalaremos en el pinar cerca de Inverfarigaig, —dijo en voz baja. —
Esperaréis mi señal. Si es seguro, tomaremos el primer carro de suministros
que llegue. ¿Alguna pregunta?
No hubo ninguna.
—Muy bien, entonces. Hemos tenido una semana de descanso y algunas
sorpresas desagradables desde la última vez que cabalgamos juntos, pero
ahora no pensaremos en eso. Sólo pensaremos en los aldeanos que
necesitan carne fresca para sus ollas.
Rápidamente montaron en sus caballos y emprendieron el galope por el
estrecho camino de Inverfarigaig. Al pasar junto al viejo tejo, Rosslyn
desvió su montura hacia él. Levantó la mano y arrancó una ramita fresca,
metiéndosela en el bolsillo de la chaqueta.
Ahora estaba bien protegida. Alcanzó a sus hombres y los adelantó,
tomando rápidamente la delantera.

Robert estaba tumbado mirando al techo, con la cabeza apoyada en las


manos. Era la segunda noche consecutiva que no podía dormir.
Exhaló lentamente. Si esto seguía así, estaría durmiendo durante el día,
cuando se suponía que tenía que dedicarse a su misión.
Aunque después del miserable día que había tenido, no estaba más cerca
de descubrir algo sobre Black Tom que si él y sus hombres no hubieran
salido.
Podía quedarse aquí en la cama y perseguir el sueño durante una hora
más, o tal vez podía coger algo de comer de la cocina de Lorna. Esperaba
que a ella no le molestara demasiado su intrusión.
“O tal vez podría salir a dar un paseo”, pensó. Un poco de aire fresco y
ejercicio le ayudarían a despejar la mente y tal vez incluso lo adormecerían.
Tomó una rápida decisión y se echó las sábanas hacia atrás. Tardó sólo
un momento en vestirse y salió por la puerta caminando tranquilamente por
el oscuro pasillo.
De repente se detuvo y se dio la vuelta lentamente. “Dios mío, ¿qué es
lo que le estaba dominando?” Pasó por delante de su habitación y se dirigió
hacia el otro extremo del pasillo... hacia la habitación de Rosslyn.
Su mano tocó el pestillo. Se dijo a sí mismo que sólo quería comprobar
que se encontraba bien, pero sabía que era más que eso.
Tenía el fuerte deseo de contemplar su belleza mientras dormía. No la
había visto desde la tarde en el lago, y se sentía como si estuviera
hambriento de verla.
Robert entró en su habitación, dejando la puerta ligeramente
entreabierta. Se acercó sigilosamente a la cama mientras sus ojos se
adaptaban a la oscuridad.
Pudo ver una forma esbelta perfilada bajo la colcha. Se obligó a respirar
lenta y pausadamente, aunque el corazón le latía con fuerza. Estiró la mano
y tocó ligeramente con los dedos el borde doblado de la colcha.
Una fuerte ráfaga de viento sopló de repente en la habitación desde la
ventana abierta, ondeando las largas cortinas de gasa. Se agitaron y
retorcieron con la brisa, y Robert retrocedió, temiendo que ella se
despertara y lo encontrara allí. Miró la cama con pesar y salió rápidamente
de la habitación, cerrando suavemente la puerta tras de sí. No se dio cuenta
de que no había asegurado el pestillo y la puerta se había vuelto a abrir.
Algo agitado, caminó por el pasillo hasta la escalera principal.
Obviamente, tendría que esperar hasta mañana para volver a verla, lo que
probablemente era mejor así. Si ella lo hubiera encontrado en su habitación,
sus maldiciones sin duda habrían despertado a toda la casa.
Robert se apresuró a bajar los escalones, con los ojos entrecerrados por
el enfado.
Por todos los santos. El guardia dormía tan profundamente, con la silla
apoyada en la pared y la boca abierta, que ni siquiera oyó que Robert se
acercaba.
Robert dio una patada a una de las patas de la silla y ésta cayó hacia
delante. El soldado se desplomó en el suelo, gimiendo y murmurando
incoherencias.
—¿Así es como haces guardia, soldado? —preguntó Robert, con
expresión dura. Sacó el cuchillo del cinturón y se inclinó sobre el soldado.
Apoyó la afilada hoja bajo la oreja derecha del hombre.
—¿No te das cuenta de que un highlander podría colarse sin previo
aviso y cortarte el cuello? —recorrió el cuello del soldado de oreja a oreja
con la punta fría para transmitir su mensaje. El hombre estaba tan
aterrorizado que no podía hablar. Sólo asintió con la cabeza, tragando
saliva.
—Levántate, —dijo Robert con severidad, sacando su cuchillo y
envainándolo. El soldado se puso en pie de un salto, balanceándose
ligeramente. Era evidente que le temblaban las rodillas. —Voy a dar un
paseo. Asegúrate de estar despierto cuando vuelva.
—S-sí, señor.
Robert abrió la puerta y salió. Los tres soldados que patrullaban el
camino se detuvieron y se pusieron firmes. Se alegró de ver que al menos
no habían abandonado sus puestos.
—Buenas noches, capitán Caldwell... quiero decir, buenos días, —dijo
uno de los soldados.
Robert agradeció el saludo con una breve inclinación de cabeza. —
Supongo que todo ha estado tranquilo esta noche.
—Sí, capitán.
—Bueno, sigan así. —Se alejó de ellos, consciente de que se
preguntaban qué hacía levantado tan temprano.
Recorrió un buen trecho por el camino de Plockton y luego regresó en
sentido contrario. El aire fresco de la noche actuaba como un tónico para
sus sentidos, enfocándolo todo con nitidez y despejando su mente.
Su mirada se posó en las grandes y corpulentas sombras que se alzaban
justo delante de él.
—¿Dónde estás, Black Tom? —dijo Robert en voz baja, y sus palabras
se perdieron en la brisa matutina. —Maldita sea, ¿dónde estás?
Se dio la vuelta y comenzó a caminar en un amplio arco alrededor de la
mansión, sus botas hundiéndose en el esponjoso páramo.
—¿Qué demonios? —exclamó de repente, agachándose sobre sus ancas.
¿Se lo había imaginado... o había alguien arrastrándose por el páramo?
Robert se mantuvo completamente inmóvil, con los sentidos alerta y el
cuerpo preparado para la acción. Observó y escuchó.
“Sí, ¡ahí estaba otra vez!” Sus agudos ojos siguieron a una figura
solitaria que se escabullía como un gato silencioso por una extensión de
páramo yermo. Entonces la forma sombría desapareció en un bosquecillo de
abetos, las ramas se lo tragaron y cubrieron su huida.
Robert no podía creerlo.
Una figura vestida de negro en la noche oscura. ¿Podría ser...?
No se atrevía a albergar esperanzas. No había tiempo para pensar, sólo
para actuar. Corrió hacia los árboles, con el corazón acelerado, los ojos en
busca de cualquier señal de movimiento.
Robert se tiró al suelo cuando vio a la figura que se alejaba de nuevo a
sólo treinta pies de él. Sus dedos buscaron a tientas el cuchillo y lo sacó,
aferrándolo con una mano. Se levantó de un salto y salió corriendo tras la
figura que huía.
Robert maldijo en voz baja cuando la figura se metió en otro bosquecillo
justo delante de él, a no más de tres metros. Estaba muy cerca y no podía
dejar escapar a ese bastardo.
Sus pulmones ardían y sus piernas pisaban la tierra con fuerza, pero sus
pisadas apenas hacían ruido. Se dirigió directamente hacia los árboles,
apartando las ramas de su camino mientras se adentraba en la arboleda. La
figura estaba a un brazo de distancia.
Robert alargó el brazo y se abalanzó, agarrando un puñado de tela
gruesa. Tiró con fuerza, y la figura cayó delante de él, haciéndole tropezar.
Robert se tambaleó hacia delante, y el impulso de su cuerpo le hizo
rodar por el suelo. Se golpeó tan fuerte contra el tronco que se quedó sin
aliento. Quedó tendido boca abajo, aturdido, con la boca llena de tierra.
Entonces sintió que una rama pesada le golpeaba en un lado de la
cabeza. Gritó de dolor, vio rayas cegadoras de luz que estallaban frente a
sus ojos, y luego nada...

Rosslyn soltó la rama y retrocedió, con el pecho agitado. Se masajeó el


hombro dolorido, que se había magullado en la caída.
“Maldita sea, justo cuando todo había ido tan bien, tenía que ocurrir
esto.” El grito del soldado aún resonaba en sus oídos, aún resonaba en el
bosque de abetos. Tenía que salir rápido de allí, por si algún guardia
también había oído su grito.
No se molestó en dar la vuelta al soldado para ver si aún respiraba. No
había tiempo y pronto sabría si estaba vivo o muerto.
Encontró el fardo de ropa que se le había caído al ser abordada y corrió
velozmente hacia el centro del bosquecillo, donde se alzaba el abeto más
alto. Se agachó bajo las ramas bajas y buscó con las manos entre la hierba
alta el trozo de césped suelto. Encontró la trampilla oculta y la levantó.
Tomó una última bocanada de aire fresco y bajó por la escalera, tirando de
la puerta hacia abajo.
De nuevo le llovieron la suciedad y los escombros. Tosió y resolló,
buscando a tientas en la oscuridad la vela y el yesquero. Se apresuró a
encender la vela, y su miedo disminuyó cuando una luz dorada inundó su
extremo del túnel. Dejó caer un poco de cera sobre uno de los peldaños y
fijó la vela en él.
Rosslyn sacudió del fardo su bata y su chal y se quitó rápidamente su
atuendo negro.
Al menos llevaría ropa adecuada si la sorprendían en el salón. Podría
explicar fácilmente que le habían despertado los gritos en el bosque y que
había bajado corriendo las escaleras para averiguar qué había pasado. Si la
encontraban cerca del armario, o incluso dentro, podría decir que buscaba
aceite para la lámpara. El armario estaba lleno de aceite, velas y muchos
otros artículos domésticos.
Se envolvió los hombros con el chal, cogió la vela y se apresuró a
atravesar el túnel. Esta vez el pasadizo sombrío no le molestó tanto. Su
mente estaba demasiado ocupada y sus pensamientos daban vueltas.
Aquel soldado, quienquiera que fuese, casi le había atrapado. Sólo le
había oído correr detrás de ella en el último momento, justo antes de
agarrarle la chaqueta. Menos mal que tropezó con ella y rodó, en vez de
caerle encima. De lo contrario, no habría podido escapar.
Rosslyn acarició la ramita de tejo que llevaba en el corpiño.
Una vez más le había traído buena suerte. Juró que a partir de ese
momento nunca saldría de incursión sin su insignia del clan.
Llegó al otro extremo del túnel, apagó la luz, tiró su ropa negra en un
rincón, subió la escalera y buscó a tientas el picaporte de madera. La
trampilla prácticamente se abrió sobre sus goznes. Salió arrastrándose,
lanzando un gran suspiro de alivio. Por lo que pudo oír dentro del armario,
la casa estaba en silencio.
Rosslyn se puso en pie y cerró la trampilla con firmeza. “Hasta la
próxima vez”, pensó, alisándose la bata y el pelo. Abrió de un empujón la
puerta del armario y entró en el salón, conteniendo la respiración. El
soldado del pasillo estaba despierto. Le oía pasearse.
Iba de puntillas hacia la escalera lateral cuando la puerta principal se
abrió de golpe y un soldado gritó: —Es el capitán Caldwell. Le han herido.
Rosslyn jadeó. “¿Robert herido? Dios mío, ¡había sido él quien la
había agarrado en el bosque de abetos!”
Hubo una conmoción instantánea en el vestíbulo; voces de hombres, una
silla que se apartaba del camino, y luego, desde el ala derecha de la casa, el
sonido de pies que corrían y más voces.
Rosslyn subió volando las escaleras y se dirigió directamente a su
habitación. Se quedó mirando la puerta con los ojos muy abiertos,
sorprendida de que estuviera abierta. “Había dejado la puerta cerrada,
¿verdad?” Pensó con inquietud. “Sí, podía jurarlo.”
Alguien debía de haber estado en su habitación mientras ella no estaba.
Se sintió enferma, con el estómago revuelto. Cerró la puerta y echó el
cerrojo por dentro. Mientras encendía rápidamente la vela que había sobre
la mesa junto a la cama, recorrió la habitación con la mirada. Todo estaba
igual que como lo había dejado. Miró la cama. La colcha seguía tirada sobre
las dos almohadas que había amontonado bajo las sábanas.
Una brisa repentina entró por la ventana, agitando las cortinas. “Tal vez
había sido el viento”, pensó. “La brisa podría haber sido lo bastante fuerte
como para forzar la puerta si no la hubiera cerrado bien”.
Rosslyn se sobresaltó cuando se oyeron pasos y voces ansiosas en el
pasillo, y la voz del sargento Lynne resonó por encima del resto.
—Tranquilos, muchachos, ya está. Llevémosle a la habitación y
tumbémosle en la cama. ¡Cuidado, tonto! Bien, ahora sujétale los hombros
mientras lo metemos por la puerta... —su voz se entrecortó cuando los
hombres entraron en la habitación de su padre.
Agotada, Rosslyn se hundió en el borde de la cama, retorciéndose las
manos nerviosamente.
Aquel bosque estaba tan oscuro que había sido prácticamente imposible
distinguir la identidad del soldado que le había atacado. Y aunque hubiera
sabido que era Robert, dudaba que hubiera hecho algo diferente. Su
supervivencia estaba en juego. La suya y la de su gente.
Sin embargo, incluso mientras razonaba consigo misma, sintió un dolor
conmovedor, una mezcla de emociones que le confundían y le enfurecían.
“¿Estaría muy malherido? No le había golpeado tan fuerte, ¿o sí? ¿Y si
se moría?”
Sintió otra punzada de dolor. “¿Qué le pasaba?” No le importaba lo
más mínimo si vivía o moría. No significaba nada para ella, absolutamente
nada. Era un casaca roja asesino y mentiroso.
Pero ella sabía que ésa no era la verdad. Robert Caldwell era un casaca
roja en apariencia, pero era totalmente diferente de lo que ella había
imaginado que era un inglés. Había demostrado ser un hombre honrado e
íntegro, nada tosco ni grosero, un hombre con sentido del humor, un
hombre justo... un hombre capaz de hacer que sus sentidos se estremecieran
al menor contacto.
Rosslyn se llevó los dedos temblorosos a las sienes. Sentía que la cabeza
le iba a estallar. Estuvo a punto de gritar cuando, de repente, golpearon con
fuerza su puerta.
—¿Quién es? —Dijo, forzando la voz para mantener la calma y la
firmeza.
—Sargento Lynne, Lady Campbell. Debo hablar con usted de
inmediato.
—Un momento. —Rosslyn se quitó su vestido y sus botas,
sustituyéndolas por su bata blanca de batista. Rápidamente se deshizo la
trenza y se cepilló el pelo para quitarse la hierba y las ramitas. Luego se
apresuró a abrir la puerta.
—Perdóneme, lady Campbell, —comenzó el sargento, recorriéndola con
la mirada. Se aclaró la garganta al ver que ella fruncía el ceño de repente y
se apresuró a continuar. —El capitán Caldwell ha resultado herido en un
misterioso accidente. ¿Podría su ama de llaves...?
—Lorna.
—Sí, Lorna. ¿Tendría algún remedio? Estamos buscando nuestros
suministros médicos, pero se han extraviado en alguna parte. Es urgente, me
temo. Hemos detenido la hemorragia, pero está débil...
—Por supuesto, sargento Lynne, —dijo Rosslyn, asustada ante esta
noticia. —Iremos a buscar a Lorna. Ella está bien versada en el tratamiento
de muchos males.
Ambos bajaron rápidamente las escaleras, mientras rezaba en silencio
por el hombre herido que yacía en la cama de su padre.
11

L orna sumergió el paño de lino en la palangana y lo escurrió. Lo puso


sobre la frente de Robert, cubriendo con cuidado el golpe magullado
e hinchado que tenía sobre la sien derecha. Le tocó la mejilla barbuda y
comprobó que tenía la piel fría. Dormía plácidamente, después de cuatro
largos días y noches, por fin le había bajado la fiebre.
Alisó la manta y la colocó bajo sus anchos hombros.
Luego se levantó cansada de la silla y se dio la vuelta.
—Ya ha pasado lo peor, sargento Lynne, —dijo en voz baja. —La fiebre
ha desaparecido, le alegrará saberlo. Tan pronto como podamos darle algo
de alimento, estará como nuevo.
El fornido soldado asintió agradecido, mostrando en su rostro una
expresión de admiración por la encorvada anciana. —No podemos
agradecérselo lo suficiente, señora. Le ha salvado la vida, usted y Lady
Campbell.
Lorna sonrió débilmente. Cogió la palangana y se dirigió hacia la puerta.
—Tengo un poco de caldo de carne hirviendo a fuego lento en la cocina, y
un buen té caliente en la tetera. Avíseme cuando se despierte y le traeré una
bandeja. Tendrá sed, pero no deje que beba demasiada agua. Necesita el
caldo primero, para fortalecerse.
—Sí, por supuesto, —aceptó el sargento Lynne. —Lo que le parezca
mejor. —Se sentó junto a la cama mientras Lorna salía de la habitación.
Caminó con paso rígido por el pasillo y se detuvo ante la puerta de
Rosslyn. Se asomó y sacudió la cabeza, exasperada.
Rosslyn estaba acurrucada en la cama con la manta de tartán tirada
descuidadamente sobre ella. La lluvia entraba a raudales por las ventanas
abiertas y las cortinas empapadas colgaban como trapos empapados de las
varillas de madera.
—Ay, esta niña, —murmuró Lorna. Dejó la palangana en el suelo y
visitó una a una las ventanas, cerrándolas con firmeza. La última se le
resbaló y cayó con gran estrépito.
Rosslyn se agitó bajo la manta. —¿Lorna?
—Sí, Ross. Soy yo. Vuelve a dormirte.
Ella se incorporó, frotándose los ojos. —No, no. Ya he dormido
bastante. ¿Cómo está, Lorna?
Lorna suspiró y se sentó en la cama junto a su ama. —La fiebre ha
bajado, gracias a tus cuidados durante la noche, Ross. Sabes que yo podría
haberme quedado con él...
—No importa, —la interrumpió Rosslyn con suavidad. Bostezó
ampliamente y se estiró. —No me importa, y necesitabas dormir. No
podemos permitir que te pongas enferma, Lorna. La casa sería un caos sin
ti.
Bajó las piernas al suelo y acarició el delgado hombro de su sirvienta.
—Tienes un buen corazón, Lorna Russell. Cuidaste del capitán como si
fuera tu propio hijo, sin importar que fuera un casaca roja. —Miró el reloj y
vio que las manecillas tocaban el mediodía. —Has estado con él toda la
mañana, y ahora es mi turno. Ya es hora de que descanses.
—Sí, me siento un poco cansada.
—Entonces está decidido. Vamos, te acompaño a tu habitación.
Rosslyn cogió a su sirvienta del brazo y le ayudó a levantarse. Mientras
bajaban las escaleras y se dirigían a la cocina, Lorna le contó lo que le había
aconsejado al sargento.
—No demasiado caldo, ten cuidado, —le indicó Lorna, deteniéndose
junto a la chimenea para remover rápidamente el burbujeante contenido de
la olla. —Dale una probadita y mira si se le queda en el estómago. Luego
dale un poco más, y procura que beba una taza entera de mi té especial.
—Sí, Lorna, no te preocupes, —dijo Rosslyn. Abrió de un empujón la
puerta de la habitación de Lorna, justo al lado de la cocina. —Descansa, y
no te preocupes por la cena, puedo ocuparme yo sola.
—Eres una buena chica, Ross Campbell.
Rosslyn sonrió y cerró la puerta en silencio. Se dio la vuelta justo
cuando el sargento entraba en la cocina.
—Oh...Lady Campbell, —dijo. —Buscaba a su ama de llaves, Lorna. El
capitán está despierto...
—Está descansando, sargento. Yo me ocuparé de la bandeja para el
capitán Caldwell.
Rosslyn sirvió rápidamente un poco de caldo de carne humeante en un
cuenco y sirvió una taza de té. Cuando la bandeja estuvo lista, siguió al
sargento escaleras arriba. Su mente iba a mil por hora mientras caminaba
lentamente por el tenue pasillo, con cuidado de no derramar nada.
Robert se había despertado por fin. Apenas podía creerlo. Iba a vivir...
La primera vez que lo vio tendido en la cama de su padre, tan ceniciento
e inmóvil, con un tajo de sangre en la frente, pensó que moriría. Había
intentado no culparse, sabiendo en el fondo que había hecho lo necesario
para sobrevivir, pero aun así se había sentido responsable.
Tal vez por eso había trabajado codo con codo con Lorna y el sargento
Lynne, luchando por salvar la vida de Robert. Si no hubiera sido por la
pérdida de sangre, podría haberse recuperado al día siguiente, pero para
colmo, le había entrado una fiebre ardiente. Nunca antes había visto tal
agonía y tales sacudidas mientras su cuerpo era recorrido por escalofríos y
luego por un calor abrasador.
Las noches que pasó sentada junto a su cama fueron un torbellino de
cambios de sábanas sudorosas, refrescándole la cara y el cuerpo febril con
paños húmedos, administrándole las opciones curativas de Lorna y
disfrutando de descansos ocasionales cuando estaba tranquilo.
Durante los días dormía la siesta y se turnaba junto a su cama con Lorna
o el sargento Lynne.
La segunda noche había sido la peor. Los gritos atormentados de Robert
le habían helado hasta los huesos. Había gritado nombres (entre ellos
Gordon o Violet Fields) acompañados de salvajes juramentos. “¿Quiénes
eran esas personas y por qué las maldecía?”
Su fuerte cuerpo se había sacudido con temblores en un momento dado,
y había llegado a delirar. No podía olvidar sus palabras, que se habían
clavado en su corazón como flechas punzantes.
—No, detenedlos. ¡Tenemos que detenerlos! Son hombres heridos...
¡Dios mío, detengan la matanza! ¡Maldito Rutherford! ¡Maldito sea
Rutherford!
—Toma... bebe esto... te aliviará el dolor... No, no dispares, se está
muriendo, ¿no lo ves? No, no me apartaré... No le dispares... ¡No! Dios nos
ayude, ¿se han vuelto todos locos?
Se estremeció al recordar su rostro retorcido por el dolor y las lágrimas
que manchaban sus mejillas. Ella había sentido que las lágrimas escocían
sus propios ojos, y había sido incapaz de tragar saliva. “¿Podría estar
hablando de Culloden? Seguramente había estado allí. ¿Había presenciado
la matanza? ¿Había intentado detener la matanza sin sentido?”
Había dormido después, exhausto, con el rostro pálido y mortecino, para
despertarse una hora más tarde, llamándola por su nombre. Se había
quedado sola con él porque Lorna había ido a buscar agua fresca. Él había
intentado incorporarse y ella le había obligado a volver a sentarse,
acariciándole el pelo y tranquilizándole mientras él susurraba su nombre
una y otra vez.
Otro nombre había acudido a sus labios, un nombre extraño, un apodo.
Black Tom. Lo dijo varias veces, murmurando para sí.
—Te encontraré. Te encontraré, Black Tom.
Ella había intuido enseguida a quién se refería. Black Tom. Ese debe ser
el nombre que los soldados ingleses le habían dado. Encajaba
perfectamente. Vestía de negro y sólo hacía incursiones nocturnas.
Sus vehementes palabras acabaron por confirmar sus sospechas y su
intuición visceral.
El capitán Robert Caldwell había sido enviado en busca de un
bandolero, y ella era ese bandolero. Ella era Black Tom.
Mientras estaba sentada a su lado, observando cómo se sumía en otro
sueño intranquilo, Rosslyn recordó de repente algo más que él le había
dicho el primer día que se conocieron.
Es la gente inocente la que sufrirá y cargará con la culpa si no se detiene
a estos bandidos.
Un siniestro escalofrío se apoderó de ella. “¿Qué había querido decir?
¿Era una amenaza, un indicio de la violencia que se avecinaba si su
búsqueda de ella resultaba infructuosa?”
—¿Quiere que le lleve la bandeja, Lady Campbell? —preguntó el
sargento Lynne, y su voz le devolvió a la realidad.
Rosslyn se sobresaltó al darse cuenta de que se había detenido en mitad
del pasillo. Sus manos temblaban ligeramente, haciendo sonar la taza de té
de porcelana en su platillo.
—No. Estoy bien, sargento, —dijo, con un tono tranquilo que
disimulaba su agitación.
Juraría que su corazón latía tan fuerte que se oía en todo Plockton.
Sujetó la bandeja con firmeza y se dirigió hacia el dormitorio principal.
El sargento le abrió la puerta y ella entró en la habitación iluminada por las
velas. Su mirada voló hacia la amplia cama con dosel. Las cortinas de
terciopelo verde estaban echadas hacia atrás y atadas con un cordón de
flecos, mostrando a Robert recostado sobre tres mullidas almohadas, con la
cabeza hacia atrás y los ojos cerrados.
“Era un hombre muy apuesto”, pensó Rosslyn, a pesar de lo demacrado
de su rostro. Se alegró de ver que su color había mejorado. Llevaba una
camisa blanca y limpia que se abotonaba por delante y unos rizos rubios y
sedosos asomaban por el escote. Apartó la mirada mientras el rubor se abría
paso por su piel, y luego se dirigió a la mesita de noche, donde dejó la
bandeja.
Echó una cucharada de miel de brezo en el té junto con un poco de nata
y luego sirvió una copita de whisky. No se dio cuenta de que Robert había
abierto los ojos y la estaba mirando hasta que oyó su voz grave.
—¿Hace esto por mí, Lady Campbell?
Dio un respingo y dejó caer la cuchara con estrépito. Se encontró con su
mirada. Sus ojos eran tan cálidos y sonrientes como los recordaba, y su
intensa profundidad gris y verde parecía tenerla cautiva. Él estudiaba su
rostro con atención, como si la viera por primera vez. Ella sintió un sofoco
de calor ante su admiración.
—Lady Campbell y su ama de llaves, Lorna, han estado cuidando de
usted desde el principio, capitán, —reveló el sargento Lynne antes de que
ella pudiera responder. —Han estado aquí día y noche, junto conmigo, por
supuesto.
—¿Es cierto? —preguntó en voz baja.
—Sí, —respondió Rosslyn con sencillez, tratando de ignorar los
escalofríos que le recorrían la espalda. “¡Si tan sólo dejara de mirarla así!”
—Me pregunto qué habré hecho para merecer tan buen trato, —dijo
Robert con una fina sonrisa. —Sólo desearía haberlo hecho antes.
Rosslyn no sabía si estaba bromeando o no, y desde luego no iba a
contarle la verdad sobre su presencia en su habitación. Decidió ignorar su
afirmación y miró al sargento.
—¿Sería tan amable de acercar esa silla a la cama?
El sargento Lynne asintió e hizo rápidamente lo que ella le pedía. Se
sentó y sostuvo el tazón de caldo entre las manos.
—Basta de charla por ahora, capitán...
—Por favor, —la cortó, con expresión aleccionadora, pero ojos serios.
—Robert, y me sentiría honrado si me permitiera llamarla Rosslyn.
Rosslyn lo miró fijamente y luego se encogió de hombros. Decidió que
no había nada malo en ello. Le seguiría la corriente, por ahora.
—Muy bien, Robert. Lorna ordenó que comieras este caldo, pero sólo
un poco cada vez. —Ignorando su mirada inquietante, se concentró en
acercarle la cuchara a la boca e inclinarla. Tragó débilmente y volvió a
sonreír.
—Está bueno, dame más, por favor... Rosslyn.
Casi se rio a carcajadas a pesar de sí misma. —Te lo dije, Lorna indicó
que despacio.
“Su hambre es una buena señal”, pensó mientras le daba más de comer.
Se sonrojó de nuevo cuando derramó un poco de caldo sobre la parte
superior de su pecho, el líquido desapareció bajo su camisa de dormir.
—Lo siento, —dijo incómoda, dejando el cuenco en la mesita. —He
sido muy torpe. —Le desabrochó los botones y le limpió el pecho y el
abdomen tenso y musculoso con una servilleta de lino, sin atreverse a
mirarle a la cara. Le temblaban los dedos al volver a abrocharle la camisa, y
le costó con los últimos botones.
—No importa, Rosslyn, —dijo Robert en voz baja, acercando las manos
de él para cubrir las de ella. Ella se sobresaltó, se encontró con sus ojos y,
por un instante, se sintió perdida, consciente de nada más que su tacto y la
acalorada expresión de su mirada.
La tos avergonzada del sargento Lynne rompió por fin el hechizo que los
unía. A Rosslyn le retumbó el corazón cuando retiró las manos de debajo de
las de Robert y cogió la taza de té. —Lorna dijo que te bebieras esto, es su
remedio especial.
—¿Qué contiene? —preguntó Robert con una sonrisa. Olfateó el líquido
oscuro y turbio y la miró con escepticismo.
—No importa. Ahora bebe, que ya no está caliente y no te quemará la
garganta.
Bebió un sorbo e hizo una mueca. —Yo diría que hay un poco de
whisky escocés en este té. —Resolló, con los ojos llorosos, pero volvió a
tomar un trago aún más largo. —Lo juraría, de hecho. —Levantó la taza y
se la terminó, devolviéndosela con una pequeña floritura. —Debes decirle a
Lorna que disfruté mucho el caldo y el té. Y me ha gustado especialmente
tu amable ayuda, Rosslyn.
Inquieta por la intensidad de su voz, Rosslyn se puso en pie. —Debes
descansar, Robert. ¿Podrías echarte un poco a un lado para que pueda
preparar tus almohadas?
Robert se apoyó en un codo mientras ella colocaba las almohadas. De
repente se estremeció de dolor y su mano voló hacia el bulto de su cabeza.
Se lo tocó con cautela.
—Ahí es donde le golpeó el tipo, capitán, quienquiera que fuese, —dijo
el sargento Lynne, mirando a su oficial al mando con preocupación. —
Registramos toda la zona alrededor de la casa, pero no había ni rastro de él,
ni siquiera huellas. Es como si se lo hubiera tragado el páramo.
Los ojos de Rosslyn se abrieron de par en par. Si el sargento supiera lo
cerca que estaba de la verdad. Se inclinó sobre Robert y rodeó su cintura,
muy consciente de que él la estaba mirando. Sintió un escalofrío y se apartó
de la cama. —Ya está, Robert, ya puedes recostarte.
Así lo hizo, exhalando bruscamente, y Rosslyn tuvo claro que su
pequeño movimiento le había supuesto un gran esfuerzo. Sin duda
permanecería en cama durante varios días más, lo cual era perfecto para
ella. Mientras Robert se recuperaba, ella podía reanudar sus incursiones sin
temor a su intervención personal.
Ahora que él se encontraba mejor, su conciencia estaba tranquila.
Bueno, sólo un poco, admitió para sí misma. Sin embargo, Lorna y el
sargento Lynne tendrían que ocuparse de Robert sin ella. Tenía que planear
sus incursiones. Anoche mismo, Liam le había enviado un mensaje a través
de Mervin, que se había hecho pasar por un herrero en busca de trabajo,
preguntándole cuándo volverían a cabalgar.
No haría esperar más a sus hombres.
Recogió la bandeja y se dio la vuelta para marcharse, pero se detuvo
cuando Robert le tocó suavemente el brazo.
—¿Quieres sentarte aquí conmigo un rato, Rosslyn? —le preguntó en
voz baja, mirándola fijamente a los ojos. —Por favor. Te agradecería tu
compañía. Lynne llevará la bandeja a la cocina, ¿verdad, sargento?
Antes de que Rosslyn pudiera negarse, el sargento se acercó y le cogió
la bandeja. —Así podré ir a buscar algo de comer para mí, si no le importa,
Lady Campbell, —dijo. Se dirigió enérgicamente hacia la puerta. —Volveré
enseguida. —Luego se marchó, dejando a Rosslyn de pie junto a la cama.
—Por favor, siéntate, —le dijo Robert.
Rosslyn suspiró suavemente y se sentó, decidiendo que no había nada de
malo en quedarse un rato. Se miró las manos cruzadas, sin saber muy bien
qué decir.
—El sargento Lynne me ha dicho que llevo cuatro días inconsciente, —
dijo, rompiendo el silencio. —Me cuesta creerlo. Debe de haber sido un
buen golpe en la cabeza.
Rosslyn hizo una mueca de dolor. Tosió ligeramente y levantó la cabeza.
—Sí, nos diste un buen susto... —vaciló, con las mejillas repentinamente
calientes. —Me refiero a tus hombres, han estado muy preocupados por ti, y
el sargento Lynne... bueno, Lorna y yo pensamos que se acabaría enfermo
cuando empezaste a delirar. Estaba tan alterado que tuvimos que enviarlo
fuera a tomar el aire.
Él se rio y ella sonrió de vuelta. Su rostro parecía tan juvenil cuando
reía, tan sincero y abierto. Si no fuera porque era un casaca roja, ese hombre
le habría caído bien.
Rosslyn apartó la mirada, perturbada por sus pensamientos.
—Supongo que te he llenado los oídos con un montón de tonterías, —
dijo Robert, sobresaltándola. —He visto gente con fiebres antes. Mi padre
tuvo una justo antes de morir, al igual que mi abuela. Es como escuchar la
pesadilla de alguien.
Lo miró fijamente, preguntándose si estaría lo bastante bien como para
preguntarle por Culloden. Rápidamente decidió no hacerlo cuando él hizo
una mueca y se llevó la mano a la frente magullada. Evidentemente, sus
recuerdos eran dolorosos, quizá demasiado dolorosos para hablar de ellos
en aquel momento. Se lo preguntaría dentro de unos días, cuando estuviera
más recuperado.
—Murmuraste un poco, —admitió Rosslyn. —Bueno, en realidad eran
más bien palabrotas.
—¿Maldecir?
—Sí. No tuviste palabras amables para Gordon o Violet. —Robert
pareció aturdido por un momento y luego rio suavemente, pero Rosslyn
sintió que no había humor en esa risa.
—Gordon, el conde de Servington, es mi hermano mayor, —replicó, con
un tono de amargura. —Gracias a él estoy en el ejército. Me compró una
comisión como muestra de su alta estima y afecto, —añadió con sarcasmo.
—¿Te obligaron? —preguntó Rosslyn, confusa.
Robert sonrió irónicamente. —En cierto modo. Podría haberlo
rechazado, pero el honor de nuestra familia exigía que aceptara. Me queda
un año y luego soy un hombre libre.
La mente de Rosslyn se agitó. Así que Robert era un aristócrata. Eso
explicaba sus maneras de caballero y su habla refinada. Sabía que el ejército
inglés era un refugio común para los hijos más jóvenes de la nobleza, que
por lo general no poseían propiedades.
Tal vez el conde había pensado en el bienestar de Robert y le había
proporcionado una profesión, al menos durante unos años. Sin embargo, era
evidente que Robert estaba resentido por lo que le había ocurrido. “¿Se
había visto obligado a dejar atrás a una mujer, una amante, una
prometida? ¿A Violet?”
Los dedos de Robert tocaron ligeramente su brazo, disipando sus
pensamientos, pero no la punzada de celos que le aguijoneaba.
—Ahora creo que debo darle las gracias a Gordon, —dijo, mirándola
fijamente. —Ésta es la misión más agradable que he tenido nunca, porque
te he conocido a ti. —Los ojos de Rosslyn se clavaron en los suyos y su piel
sintió un hormigueo ligero como una pluma. Perpleja, se movió incómoda
en la silla y apartó el brazo.
—¿Y quién es Violet? —preguntó, tratando de mantener la voz
indiferente.
Mientras Robert la miraba con curiosidad, ella tuvo la extraña sensación
de que él podía sentir con qué furia latía su corazón.
—Violet es la mujer de Gordon, —respondió él. —La cortejamos ambos
durante un tiempo, pero ella optó por el título de mi hermano.
—Lo siento, —balbuceó Rosslyn, suponiendo que había tocado un
nervio sensible. No era de extrañar que hubiera maldecido el nombre de
Violet. Sentirse tan menospreciado, ¡y por su propio hermano! Robert debía
de amar de verdad a Violet para expresar tal emoción en su delirio.
Incómoda por aquel pensamiento, se levantó de la silla. —Perdóname
por entrometerme, Robert. Ahora deberías descansar. —Ella jadeó cuando
él le cogió la mano.
—Violet era un capricho de juventud, nada más, Rosslyn, —dijo él,
acariciándole los dedos temblorosos con el pulgar.
—No tienes que explicar...
—No hay nadie más, —insistió él, apoyándose en el codo.
—¿Qué hay de ti, Ross Campbell? —preguntó Robert de repente,
haciendo que su corazón diera un vuelco. —Una mujer encantadora como
tú...
—¡Ejem! Ah, disculpe, capitán, —dijo en voz alta el sargento Lynne,
aclarándose la garganta mientras empujaba la puerta. —Le he traído más té
caliente.
Rosslyn apartó la mano y sintió que sus mejillas se encendían de color.
Miró a Robert. Sus ojos mostraban claramente su decepción por la
repentina interrupción.
—Recuéstate y descansa, —dijo enérgicamente, tratando de enmascarar
sus emociones desenfrenadas. Alisó la manta de tartán y se apartó de la
cama, entrelazando los dedos con nerviosismo. —Debe procurar que
descanse, sargento Lynne, —le aconsejó, pasando junto a él mientras se
dirigía rápidamente a la puerta. —Si necesita algo, sólo tiene que pedirlo.
—Rosslyn, —la llamó Robert.
Ella se apoyó un instante en el marco de la puerta y tomó aire antes de
darse la vuelta. —¿Sí?
—Os debo la vida a ti y a Lorna. Os estoy muy agradecido.
Sintió un vahído que le llenó de calor cuando sus ojos se clavaron en los
suyos, y las rodillas le flaquearon. Avergonzada por su sinceridad, le dedicó
una pequeña sonrisa y salió de la habitación.
Rosslyn se apoyó en la pared y cerró los ojos. No podía negar que sus
palabras le habían complacido.
¿Qué le ocurría? Nunca en su vida se había sentido tan sin aliento y
mareada. Era casi como si Robert ejerciera un misterioso poder sobre ella
cada vez que estaba cerca de él, provocando un extraño anhelo en su
interior que no podía comprender.
—Si le apetece, capitán, quizá podría contarme lo que pasó la otra
noche.
Rosslyn se quedó paralizada al oír las palabras del sargento Lynne y
abrió los ojos de golpe. Sus emociones confusas pasaron a un segundo
plano. Escuchó atentamente, sin apenas respirar.
—Creo que fue Black Tom, —empezó Robert, describiendo su
persecución de una figura vestida de negro por el páramo hasta el momento
en que fue golpeado en la cabeza. —Juraría que era él. Creo que hemos
estado buscando demasiado lejos, Lynne. Quizá este bandido resida cerca,
quizá en las montañas que hay directamente al este, quizá incluso en
Plockton. Quiero que dobléis las guardias por la noche, y también
empezaremos a patrullar el pueblo.
Rosslyn maldijo en voz baja. Debería haber tenido más cuidado, pero no
esperaba que hubiera nadie en el páramo a esas horas de la noche. Ahora su
tarea sería más difícil que nunca.
—Tengo noticias importantes para usted, capitán Caldwell, sobre todo a
la luz de lo que acaba de contarme. Llegó ayer por correo especial del
coronel Milton. Podemos discutirlo más tarde, si desea seguir descansando.
—Estoy bien, excepto por este maldito dolor de cabeza. ¿Cuáles son las
noticias?
—Black Tom y sus hombres asaltaron otro carro de suministros, justo al
norte de Inverfarigaig, la noche que fue herido. Podría muy bien haber sido
él en el páramo, en su camino de regreso de la incursión.
—¡Maldita sea!
—Parece que nuestra presencia no ha amedrentado al bastardo en lo más
mínimo, capitán.
—¿Había algo más en el mensaje?
—Sí. Lo tengo aquí mismo.
Rosslyn oyó el crujido del papel, y luego otro vehemente exabrupto de
Robert.
—¿Tres semanas? ¿Nos ha dado sólo tres semanas para capturar al
bandido?
—El coronel debe de estar loco o, más probablemente, el general Grant
ha tenido algo que ver. Probablemente perdió algo más que su preciado vino
en ese carro de suministro.
Rosslyn tragó saliva. Había varios barriles de vino en uno de los carros
delanteros. Como el vino no les servía para nada, Gavyn y Kerr habían
tirado los barriles al lago Ness, para hacer más sitio en el vagón para los
víveres.
Habían bajado la voz y ella no podía oírlos. Frustrada, se acercó
sigilosamente a la puerta. Lo que oyó entonces le llenó de aprensión.
—Creo que es hora de que le cuente a Lady Campbell nuestra misión.
—¿Por qué, capitán? No es más que una niña. ¿Qué podría saber sobre
Black Tom?
—Es la señora de Plockton, Lynne. Los Campbell de Strathherrick son
su gente. Ella debe saber algo sobre lo que está pasando en este valle. Si
saco nuestra misión a la luz, ella podría estar dispuesta a ayudarnos.
Especialmente si conoce el peligro al que se enfrenta su pueblo si Black
Tom no es capturado pronto.
—¿Le confiaría esta información, capitán? ¿A una moza de las Tierras
Altas? Digamos que conoce el paradero de Black Tom. ¿Y si ella le avisa y
nunca lo encontramos?
—Tendremos que correr ese riesgo. No tengo más remedio que confiar
en ella. Tres semanas no es mucho tiempo, Lynne, y ya conoces a Grant.
Rosslyn puede ser nuestra mejor oportunidad de terminar esto
pacíficamente. Sólo espero que confíe en mí lo suficiente como para creer
lo que le digo.
—¿Quiere que hable con ella, señor? Debería descansar, al menos un día
más. Parece cansado, y yo ya le he agobiado bastante.
—No, yo me encargo. Estoy seguro de que pronto me sentiré mejor.
—Eso espero, capitán. Me ha dado un susto del demonio. Ahora le dejo
para que pueda dormir un poco.
Rosslyn palideció y se alejó rápidamente de la puerta. Contuvo la
respiración mientras corría por el pasillo y bajaba las escaleras. No se
detuvo hasta llegar a la cocina, donde se dejó caer en una silla.
Así que Robert planeaba confiarle la misión y hacerle preguntas sobre
Black Tom. Bueno, ella tenía sus propias preguntas. Apoyó la frente en las
manos, con la mente en blanco.
“¿Cuál era el peligro que había mencionado? ¿Tendría algo que ver
con lo que había dicho la semana pasada sobre gente inocente sufriendo y
cargando con la culpa? ¿Cómo encajaba en todo esto ese cerdo gordo, el
tal general Grant?”
Exasperada, golpeó la mesa con su pequeño puño. No tenía tiempo de
resolverlo ahora. Sus hombres la esperaban en el pueblo para planear su
próxima incursión. Había enviado un mensaje a Liam diciéndole que se
reuniría con ellos esa tarde en la cabaña de Alec si podía escapar.
Con tanta gente que alimentar en Strathherrick, la comida que habían
robado hacía unas noches no duraría mucho más, y las reservas escondidas
en la cueva de Beinn Dubhcharaidh se agotaban con el paso de los días. No
tenía tiempo que perder preguntándose qué estarían tramando los casacas
rojas. Además, si Robert era fiel a su palabra, pronto sabría las respuestas a
sus inquietantes preguntas.
Rosslyn cogió un grueso chal de lana de un perchero junto a la puerta de
la cocina y se envolvió bien en él, cubriéndose la cabeza. Abrió la puerta y
salió a la llovizna, ignorando las miradas curiosas de los guardias mientras
se deslizaba por el camino de charcos.
Si se salía con la suya, esa noche harían otra incursión. Sería la
distracción que necesitaba para liberar su mente de lo que acababa de oír y
del extraño presentimiento que aún le atenazaba.
12

R obert gimió mientras se ponía la camisa, apartando con un gesto al


sargento Lynne, que estaba cerca ofreciéndole su ayuda. Nunca había
sentido los músculos tan tensos y doloridos. Sus dedos temblorosos se
afanaban en abrocharse uno a uno los botones mientras permanecía de pie,
algo tembloroso, en medio de la habitación. Cuando por fin terminó, cogió
su abrigo y se tambaleó un poco. El sargento corrió a su lado y le cogió del
brazo.
—Capitán, ¿está seguro de que quiere hacer esto? Otro día no importará
tanto. Quizá debería quedarse en cama...
—Estoy bien, Lynne, —insistió Robert con brusquedad, por lo que
pareció la enésima vez. Se encogió de hombros. —Eres peor que una niñera
regañona.
Cuando vio la mirada herida de su sargento, se reprendió por su
desconsideración. El hombre había tenido mucho que ver con su
recuperación. Suavizó su tono. —No te preocupes, Lynne. Ya es hora de
que me ponga en pie. Quedarme un día más en la cama no me facilitará la
recuperación. Tengo que volver a moverme, pasear, montar a caballo.
Necesito aire fresco, es la mejor cura que se me ocurre.
Muy bien, capitán, —dijo el sargento Lynne, aunque no parecía
completamente convencido.
—Sé lo que estás pensando, —dijo Robert con ironía. —Pero no volverá
a ocurrir. Ya me siento mejor.
Recordaba con demasiada claridad su primer intento de levantarse de la
cama. Ayer, poco después de que el sargento Lynne hubiera salido de la
habitación para dejarle dormir, se le doblaron las piernas y cayó al suelo. El
sargento entró corriendo y lo encontró de rodillas agarrado a la colcha,
intentando en vano levantarse.
Lo habría vuelto a intentar de no ser por la firme insistencia del sargento
Lynne en que se resignara a un día más de reposo en cama. Lorna había
secundado con vehemencia la opinión más tarde, cuando se enteró de su
inútil esfuerzo. Sonrió al recordar sus acaloradas palabras.
—¿Cómo te atreves a levantarte de la cama cuando acabas de superar la
fiebre? —le había regañado. —No te he cuidado estos últimos cuatro días
para verte enfermo otra vez, capitán Robert Caldwell. Harás lo que el buen
sargento te ha pedido y lo que yo te diga.
Ella le recordó a su abuela en ese momento, con las manos en sus
estrechas caderas y sus ojos oscuros brillando. Él no tenía intención de
traicionarla. Había permanecido obedientemente en la cama, y ella le había
recompensado con el mejor estofado de ternera que había probado nunca, y
más de aquel ardiente té escocés. Durmió aún más profundamente después
de esa comida que en días anteriores.
El estómago de Robert rugió de repente, y fue tan fuerte que el sargento
Lynne se rio.
—Si tiene tanta hambre, capitán, entonces debe sentirse mejor, o eso se
dice.
—Vamos, bajemos, —dijo Robert, caminando rígidamente hacia la
puerta. —Tal vez Jeremy haya horneado algo de su pan de molde para el
desayuno.
En el pasillo miró por encima del hombro hacia la habitación de
Rosslyn. No le sorprendió ver la puerta abierta de par en par. Era tarde, casi
las diez, y sin duda llevaba horas levantada.
“Probablemente ni siquiera estaba en casa”, pensó, aferrándose a la
robusta barandilla y subiendo los escalones con cuidado.
El sargento Lynne le había dicho que había pasado gran parte del día
anterior y hasta bien entrada la noche en Plockton. Se preguntó qué o quién
le había hecho regresar tan tarde a la mansión Shrip. “¿Un amante, tal vez,
al que no había visto en varios días porque lo estaba cuidando?”
Probablemente. Desde luego, se había quedado boquiabierta cuando él
sacó el tema ayer.
Robert sintió una familiar punzada de celos. No se había dado cuenta de
cuánto le importaba ella hasta que abrió los ojos tras el golpe y la encontró
de pie junto a su cama. Había sido como un dulce sueño hecho realidad.
Salió al exterior y fijo la mirada hacia los lejanos tejados de brezo y
césped de Plockton.
La hermosa Rosslyn hablaba con él, le daba de comer, le cuidaba, le
rozaba ligeramente el hombro con la mano mientras le rellenaba las
almohadas. Su pulso se había acelerado ante su contacto, avivando el fuego
que ardía en lo más profundo de su ser.
Frustrado, Robert se dio la vuelta y siguió a su sargento hasta la parte
trasera de la mansión, donde estaba instalada la tienda de cocina. Olió el
tocino y el aroma de pan recién horneado y del café recién hecho, pero
parecía haber perdido el apetito, aunque cogió con desgana el plato lleno
que le ofreció Jeremy Witt.
—Me alegro de verle levantado, capitán Caldwell, —dijo alegremente el
cocinero. —Aquí tiene, sargento. El resto de los hombres ya han comido.
Robert se sentó en un banco tosco mientras el sargento se acomodaba en
la hierba. Lynne se zampó con ganas su plato, engullendo enormes bocados
de comida acompañados con café caliente.
—¿Ocurre algo, capitán? —preguntó el sargento Lynne a medio trago,
observando el plato intacto de Robert.
—No, —respondió Robert con firmeza. Sabiendo que necesitaba
alimentarse, se obligó a comer. Iba por su segunda taza de café cuando vio
una figura delgada que caminaba a paso ligero hacia la mansión desde el
pequeño lago. Su taza se detuvo a medio camino de la boca al darse cuenta
de que era Rosslyn. Dejó el plato y la taza en el banco y se puso en pie,
observándola atentamente.
Llevaba una toalla en la mano y la agitaba alegremente.
“Así que no había ido a Plockton esta mañana”, pensó, sintiendo una
oleada de placer mezclada con alivio. Debía de haber estado bañándose en
el lago. Se dio cuenta de que aún no le había visto y disfrutó de la sensación
de echar un breve vistazo a su mundo privado. Ella sonreía débilmente y él
se preguntó qué estaría pensando.
El momento terminó demasiado pronto. De repente, ella le vio y él vio
cómo se le borraba la sonrisa de los labios. Parecía sorprendida, y luego su
expresión se volvió cautelosa. Él también se puso sobrio y sintió una
punzada de resignación al recordar la conversación de ayer con el sargento
Lynne.
Tres semanas. Era todo lo que le quedaba. Esperaba tener tiempo
suficiente para ganarse su confianza.
Miró fijamente a Rosslyn, que se acercaba cada vez más, aunque había
aminorado el paso.
Cuanto antes hablara con ella de Black Tom, mejor. O le creía y accedía
a ayudarle, contándole todo lo que supiera sobre el bandido, o no lo haría.
Por supuesto, siempre cabía la posibilidad de que no supiera nada.
Robert se dio la vuelta, frunciendo el ceño. No quería ni pensar en esa
posibilidad. Se dirigió a su sargento, manteniendo la voz baja para que no
se oyera.
—Lynne, encárguese de que los hombres cumplan hoy con las tareas
asignadas, —ordenó en voz baja. —Duplica la guardia como habíamos
hablado, y envíe una patrulla de cuatro hombres a caballo a Plockton. Que
pasen revista cada dos horas, y a la sexta hora cambien de patrulla. ¿Alguna
pregunta?
—No, señor, —dijo el sargento Lynne, levantando su voluminoso
cuerpo. Miró más allá del hombro de Robert hacia Rosslyn, que paseaba
entre los densos abetos que bordeaban el desaliñado césped. Su expresión
era ansiosa. —¿Está seguro de que quiere decírselo, capitán?
Sin mediar palabra, Robert asintió con firmeza. Se dio la vuelta y cruzó
el césped, ignorando sus músculos agarrotados y doloridos. Acortó
fácilmente la distancia que lo separaba de Rosslyn.
—Buenos días, —dijo agradablemente, observando la cautela en sus
impresionantes ojos azules. Le dolía que en aquellas increíbles
profundidades brillara para él tan poca bienvenida, pero su tono amable no
traicionó sus sentimientos y no le mostró ese dolor. —Veo que has ido a
nadar.
Rosslyn se detuvo, agarrando su toalla con ambas manos. La profunda
voz de Robert le emocionó, aunque se esforzó por no demostrarlo.
Casi no daba crédito a sus ojos cuando lo vio cerca de la tienda de
cocina. Había esperado que permaneciera en cama al menos un día más.
—Buenos días, capitán Camp... —hizo una pausa, pero rápidamente se
corrigió. —Robert. Evitó por completo el inquietante tema del lago, un
momento íntimo que prefería olvidar. —Tienes buen aspecto.
—Sí, me siento mucho mejor, —dijo, sonriendo. —Quería agradecerte
de nuevo lo que hiciste por mí. Fue tan... inesperado.
—No importa, —murmuró ella, fingiendo interés por un colorido
matojo de flores silvestres.
Pensó, nerviosa, que era mejor acallar cualquier idea que pudiera tener
sobre por qué lo había cuidado. No quería que se imaginara que le
importaba.
Le devolvió la mirada y le dijo con indiferencia: —Lorna no podía
atenderte sola, Robert. Necesitaba mi ayuda. No puedo permitir que se
esfuerce al máximo por cada crisis que aqueja a mi casa. Parece que ya
tenemos bastantes en estos días.
Rosslyn vio que sus palabras surtían el efecto deseado. Su rostro se
ensombreció, pero sólo por un momento. Al instante siguiente, la estaba
estudiando con curiosidad, como si intentara discernir sus pensamientos.
Ella bajó los ojos, repentinamente nerviosa.
—¿Te gustaría dar un paseo, Rosslyn? —preguntó él, ignorando su
despreocupada declaración. —Me encantaría el ejercicio y nos daría la
oportunidad de hablar en privado. Tengo un asunto de cierta importancia
que tratar contigo.
Rosslyn luchó por respirar con firmeza y mantener la calma. —Lorna
me dijo que el otro día me pediste que fuéramos a dar un paseo.
—Sí, lo hice, —dijo con una breve carcajada. —Eso fue antes de... —
indicó con un gesto de la mano el corte que se estaba curando en su frente.
—Se pospuso unos días, eso es todo. ¿Quizás podríamos cabalgar a lo largo
del Lago Ness, por el camino de Wade? Me gusta esa ruta, y las cataratas de
Foyers son impresionantes.
—Sí, es un lugar hermoso. Uno de mis favoritos, —afirmó ella, con una
respuesta calmada que contradecía sus pensamientos.
Por fin tendría respuestas a sus acuciantes preguntas. Ni la incursión de
la noche anterior ni su baño matutino le habían distraído como esperaba.
Asintió. —Cabalgaré contigo, Robert.
—Bien. ¿Nos encontramos dentro de media hora delante de la casa? Yo
te ensillaré la yegua.
—Sí, muy bien. Si me disculpas, iré a cambiarme. —Pasó corriendo
junto a él en un revuelo de faldas azules, enaguas y rizos castaños
despeinados.
Confuso, Robert la vio desaparecer por la casa. No esperaba que
aceptara su invitación tan fácilmente, al menos no sin una explicación de
por qué quería hablar con ella. Lo había rechazado de plano en todas las
ocasiones en que le había pedido que lo acompañara para hablar.
“Excepto ayer”, pensó. Tal vez el poco tiempo que habían pasado juntos
había suavizado su opinión sobre él, después de todo.
13

-Yodeiréla delante, si no te importa, Robert, —dijo Rosslyn cuando salieron


mansión Shrip veinte minutos más tarde. Una curiosa sonrisa se
dibujó en la boca de Robert, y ella pensó que podría protestar, pero en lugar
de eso inclinó la cabeza en deferencia a sus deseos.
—Adelante, Lady Campbell, —dijo galantemente.
Ella le devolvió una breve sonrisa y puso a su yegua al galope. Se alejó
a propósito de Plockton y de los caminos más transitados que conectaban
los pueblos de Strathherrick, optando en su lugar por una ruta menos
conocida a través del valle.
No tenía intención de atravesar ningún pueblo en compañía de un casaca
roja.
No podía permitirse avivar el fuego de las habladurías cabalgando
descaradamente al lado de Robert para que todos la vieran. Su gente
confiaba en ella y la respetaba, y quería que siguiera siendo así. Si esta ruta
les llevaba más tiempo, que así fuera. Al menos mantendría su credibilidad.
Cabalgaron en incómodo silencio durante la primera media hora,
bordeando el lago Shrip y el pueblo de Errogie, y luego se dirigieron hacia
el noroeste, donde vadearon el río Farigaig.
Rosslyn se encontraba a medio camino de la corriente cuando su yegua
se detuvo para dar un largo trago. Si el río no hubiera estado tan crecido por
las recientes lluvias, no le habría importado, pero temía que las fuertes
corrientes pudieran derribarlos. Tiró de las riendas, pero fue en vano. La
yegua no levantaba la cabeza.
Bestia terca, —dijo con exasperación cuando Robert se acercó junto a
ella.
—¿Tienes algún problema? —preguntó.
—Este caballo terco. No cederá.
Con una carcajada, le quitó las riendas y le dio un buen tirón a la
recalcitrante yegua. Rosslyn estuvo a punto de perder el asiento cuando la
yegua avanzó a saltos tras el enorme bayo y los caballos cruzaron el río
chapoteando.
Cuando Robert y ella llegaron a la orilla, estaban empapados y se reían a
carcajadas.
Ella le sonrió a través de las gotas de agua que se le pegaban a las
pestañas. —Míranos, —exclamó sin aliento. ¡Parece que nos hemos caído
al río!
—Pronto nos secaremos con este calor, —dijo Robert con una sonrisa.
Extendió la mano y le limpió suavemente un mechón húmedo de la mejilla
sonrojada. —El agua te sentó bien, ¿verdad?
—Sí, —respondió Rosslyn, sintiéndose sobria ante su contacto. Sintió
un estremecimiento en lo más profundo de su pecho cuando él le entregó las
riendas. No pudo más que murmurar su agradecimiento.
Reanudaron el viaje, pero la tensión entre ellos se había disipado.
Rosslyn empezó a señalar lugares de interés aquí y allá, especialmente
cuando llegaron al camino de Wade. El lago Ness se extendía hacia el norte
y el sur hasta donde alcanzaba la vista, una gran extensión de agua azul
grisácea flanqueada por verdes colinas y escarpadas paredes rocosas que se
adentraban en sus profundidades.
A pesar del sol radiante, se respiraba un aire sombrío en el lago. Tal vez
se debiera a que las aguas eran tan vastas y profundas. O tal vez fueran las
espeluznantes historias que acudían a la mente cada vez que uno
contemplaba el misterioso lago. Rosslyn se estremeció y se le puso la piel
de gallina.
—¿Es cierto que los escoceses creen que un monstruo vaga por estas
aguas? —preguntó Robert, acercándose a ella. —Cuando era niño mi
abuela me contó un cuento así, y tuve pesadillas durante días.
Ella le miró sorprendida, preguntándose cómo había podido leer sus
pensamientos. —Sí, es verdad, —respondió ella, volviendo a mirar el agua
oscura. —Dicen que es una gran bestia negra con jorobas, cuello largo y
pequeños cuernos en la cabeza. Yo nunca lo he visto, pero mis padres juran
que una vez sí.
—¿En serio? ¿Cuándo fue eso?
—Hace mucho tiempo, cuando mi madre me llevaba en brazos. Lo
vieron sentados desde allí. —Señaló una meseta verde en lo alto de un
acantilado rocoso, consciente de que Robert le observaba con una curiosa
mezcla de asombro y escepticismo. Su interés le animó a seguir, pues
disfrutaba enormemente contando esta historia.
—Era un día nublado de finales de otoño y el viento soplaba con fuerza,
agitando la superficie del lago. De repente, el agua empezó a burbujear y a
agitarse, y la bestia surgió de las profundidades y cortó el agua con sus
grandes palas curvadas, como alas negras. Dejó una enorme estela y luego
desapareció. —Se rio, con una mirada lejana en los ojos. —Mi padre creía
que mi madre me daría a luz allí mismo en el acantilado, de lo asustada que
estaba.
—¿Y tú te crees esta historia?
Rosslyn le miró fijamente a los ojos. —Sí, claro que me la creo, si mi
padre y mi madre dijeron que era así. —No dijo nada durante un largo
momento, luego soltó otra pequeña carcajada y apartó la mirada. —Solía
quejarme cada vez que viajábamos por el lago, porque nunca se me
concedía la fortuna de ver a la bestia. —Se quedó pensativa, con voz suave
y tranquila. —Mi padre siempre decía que era una buena lección. —Ross,
—me decía, —te enseña a creer en algo que no puedes ver.
Suspiró, tocada por una oleada de tristeza. Pensar en sus padres juntos y
felices, en su padre vivo. Estuvo a punto de llorar, pero contuvo las
lágrimas.
—Tu madre debía de ser muy guapa, —dijo Robert con sinceridad,
sobresaltándola. —¿Por qué no hay ningún retrato de ella en la mansión
Shrip?
—Los casacas rojas que vinieron antes que vosotros cortaron a
cuchilladas todos los retratos de la familia, —replicó ella, viendo cómo se
le oscurecían los ojos.
—Lo siento mucho, Rosslyn. Si hubiera estado allí, habría hecho lo que
hubiera podido para evitar...
—Es pasado, Robert, —dijo ella encogiéndose de hombros, cortando su
inesperada disculpa. —Prefiero no hablar de ello.
Se quedó en silencio, mirando hacia el lago, y ella se preguntó qué
estaría pensando. Sorprendentemente, noto que sentía poco resentimiento
hacia él. Sin duda no podía culparlo por lo que le había ocurrido a su casa,
ni podía imaginarlo participando en semejante locura. Percibía en él una
decencia que le recordaba a su padre.
Rosslyn se mordió el labio, aturdida por la comparación. Balloch nunca
le había provocado tales pensamientos, ni le había mirado nunca de la
forma en que Robert lo hacía, provocándole un cosquilleo en la carne y un
martilleo en el corazón, avivando el calor abrasador dentro de ella.
“¡No! ¡No olvides que Robert es tu enemigo!” se reprendió con fiereza.
“No puedes compararlo con tu padre o con Balloch. No está bien.”
Por extraño que pareciera, su autorreproche sonó hueco en su interior.
Las cosas ya no parecían tan claras, al menos cuando estaba cerca de
Robert. Él parecía tener la extraña habilidad de suavizar su odio. Cada vez
era menos un casaca roja a sus ojos y más un hombre, y para colmo, un
hombre de lo más intrigante.
Haciendo un gran esfuerzo, apartó de su mente todo aquel confuso
asunto. —Tenías razón sobre mi madre, —comenzó de nuevo. —Se decía
que era la muchacha más bonita de Strathherrick, vivaz, astuta y un poco
testaruda cuando era necesario.
—Se parece mucho a ti, Rosslyn, —dijo Robert en voz baja.
Su cumplido le hizo moverse incómoda en la silla de montar. —¿Ves ese
risco lejano en la costa norte? —preguntó, cambiando bruscamente de tema.
Ella se sonrojó ante su divertido escrutinio y se sintió más que aliviada
cuando él miró hacia donde ella señalaba. —Son las ruinas del castillo de
Urquhart. Antaño fue un buen castillo, propiedad de los Grant. Ahora sólo
quedan los muros medio derruidos y una mazmorra.
—¿Un calabozo? Supongo que estará embrujado por fantasmas, como
se rumorea de muchos castillos escoceses.
—No, no he oído historias de fantasmas en el castillo de Urquhart, —
respondió Rosslyn. —Pero hay dos bóvedas en el calabozo, sin abrir desde
hace cientos de años. Se rumorea que en una hay un tesoro y en la otra la
peste.
—Esa es una elección con la que no me gustaría tener que enfrentarme,
—dijo Robert con una risa profunda y retumbante. Volvió a mirarla, con
expresión seria. —He disfrutado con estas historias, Rosslyn, pero creo que
deberíamos seguir hacia las cataratas de Foyer. Quizá podamos encontrar un
buen sitio con vistas a la cascada donde descansar y seguir hablando.
Jeremy tuvo la amabilidad de prepararnos el almuerzo.
Rosslyn asintió. De repente se sintió tonta y un poco dolida. Estaba
hablando de bestias acuáticas, fantasmas y ruinas de castillos, cuando
Robert sólo pensaba en Black Tom.
—No pretendía aburrirte, Robert, —dijo a la defensiva. —Ni hacerte
perder tu valioso tiempo. —Tiró de las riendas y pateó a su yegua,
impulsando al animal a un trote rápido.
Robert fue sorprendido por su rápida reacción. Ella lo dejó atrás, pero él
no tardó en alcanzarla, las poderosas zancadas de su bayo superaban con
creces las de su yegua. Una vez más, el silencio se hizo opresivo entre ellos,
mientras cabalgaban uno al lado del otro a lo largo del camino de Wade.
Avanzaron sin problemas por un estrecho camino de tierra. Las cataratas
de Foyers estaban delante, a poca distancia. Podía oír el majestuoso rugido
del agua cada vez más fuerte. Aspiró el aire húmedo, cargado de olores, que
se iba enfriando a medida que se acercaban al escarpado desfiladero rocoso.
De repente, se encontraron ante una de las vistas más magníficas que se
puedan imaginar. Aunque ya la conociera, siempre le dejaba sin aliento.
Una espectacular cascada se precipitaba en otra y otra, formando hileras
de espumosas aguas blancas. La niebla se elevaba en el aire, formando un
gran arco iris entre las infinitas gotas brillantes.
La yegua resoplaba y golpeaba el suelo con los cascos, claramente
aterrorizada por el ensordecedor rugido. Rosslyn se volvió hacia Robert,
que observaba atentamente las cataratas, tuvo que gritar para que le oyera.
—¿Te importaría si cabalgamos más cerca del río? De lo contrario, mi
yegua podría saltar y darme un chapuzón en las cataratas.
Él asintió, observando el fuerte agarre que ella tenía de las riendas, y
rápidamente tomó la delantera. A medida que se alejaban del precipitado
desfiladero que dominaba el lago Ness, la yegua se iba calmando. Varios
cientos de metros más allá, las cataratas eran un sordo trueno en la
distancia, aunque aún visibles. Robert detuvo su bayo y se giró en la silla
para mirarla.
—Podemos parar aquí si quieres, —le ofreció, indicando una suave
colina que se inclinaba gradualmente hacia el río Foyers. Un espeso bosque
de hayas se extendía a lo largo de la verde ladera, prometiendo una
agradable sombra.
—Sí, es un buen lugar, —aceptó ella escuetamente y desmontó. Vio a
Robert hacer una mueca mientras se bajaba de la silla, y supuso que seguía
sufriendo dolores. Una punzada de culpabilidad le remordió la conciencia,
pero se encogió de hombros. Se encontraba mejor, ¿verdad? Sin duda estaba
lo suficientemente bien como para reanudar su búsqueda de Black Tom.
Casi con rabia, bajó la colina y ató su yegua a un árbol.
Se tumbó en la hierba y vio cómo Robert hacía lo mismo. No hizo
ningún esfuerzo por ayudarle mientras él extendía una manta de lana a su
lado.
Se arrodilló y vació el contenido de su alforja: una hogaza de pan de
corteza gruesa, una pequeña bola de queso y algunas manzanas rosadas. Era
comida sencilla, pero a Rosslyn se le hizo la boca agua. No había
desayunado y el largo viaje le había abierto el apetito.
Inmediatamente arrancó un trozo de pan, ignorando la risita de Robert
por su precipitación. Partió el queso en tres, ofreciéndole a él dos trozos y
guardándose uno para ella. Dio un mordisco, saboreando el sabor a cheddar
curado. Era un queso inglés, pero tuvo que admitir que estaba bastante
bueno.
—Toma. Debes de tener sed, —dijo Robert mientras servía una copa de
vino tinto de un odre y se la entregaba.
—Gracias, —contestó ella. Dio un largo trago, con los ojos abiertos por
la sorpresa.
Aquel vino suave no era lo que ella esperaba. Era una cosecha francesa
que no le costaba digerir; los franceses odiaban a los ingleses casi tanto
como los highlanders, pero, ¿cómo había conseguido Robert semejante
vino? Las importaciones francesas estaban prohibidas en Inglaterra, ya que
los dos países estaban siempre en guerra, o gravadas con impuestos tan
altos que estaban fuera del alcance de todos, excepto de los más pudientes.
—¿Te gusta? —preguntó Robert, observando su atónita reacción.
Ella bajó la taza y se relamió cohibida. —Sí, está muy bueno, siempre
me han gustado los vinos franceses.
—Ah, así que estás familiarizada con las añadas extranjeras.
Su comentario casual le sacó de quicio. —Aquí no somos salvajes como
suponías, Robert, aunque los tuyos nos tratan como tales, —le espetó
acalorada. —Mi padre me enseñó mucho sobre buenos vinos, bailes y
buenos modales en la mesa. Se encargó de que tuviera una buena
educación, igual que mi madre. Te interesará saber que sé leer y escribir tan
bien como cualquiera de tus amigas aristócratas.
—Mejor, te lo garantizo, —dijo en voz baja, con una sonrisa irónica en
la comisura de los labios. Cuando ella lo miró inquisitivamente, él se
sereno. —No pretendía insultarte, Rosslyn. Perdóname si te lo ha parecido.
No se me ha escapado que posees muchas cualidades exquisitas. —Su voz
se volvió ronca y sus ojos se clavaron en los de ella con un fuego extraño
pero irresistible. —Un hombre se convertiría fácilmente en la envidia de
cualquier corte con una mujer como tú a su lado.
Rosslyn lo miró, sorprendida por su franqueza, con el corazón latiéndole
desbocado. Pensó en beber un sorbo de vino, pero le temblaban tanto las
manos que no se atrevió a intentarlo. No quería que él viera cuánto le
habían afectado sus palabras.
—¿Gordon, tu hermano, te dio el vino como regalo de despedida? —
preguntó con fingida ligereza, esperando desesperadamente desviar la
conversación de su inquietante curso.
—Es de mi propiedad, —contesto él con firmeza, con el ceño fruncido
en su hermoso rostro. —Me traje un barril de Inglaterra. Mi vida como
soldado sería realmente desoladora sin estos pequeños placeres y,
afortunadamente, tengo los medios para proporcionarme algunas
comodidades, aunque le moleste a Gordon.
Rosslyn percibió su enfado y no dijo nada más. Era evidente que existía
una profunda brecha entre los dos hermanos, una brecha que ella no
deseaba explorar. Se apresuró a decidir que no era asunto suyo husmear más
en sus asuntos personales.
Observó en silencio cómo Robert levantaba la copa y bebía
profundamente, limpiándose la boca con el dorso de la mano. Contempló el
rumor del río durante un largo instante, como si estuviera componiendo sus
pensamientos, y luego volvió a mirarla a ella. Sus ojos se clavaron en los de
ella.
—Dime, Rosslyn. ¿Recuerdas lo que hablamos el día que mis soldados
y yo tomamos la mansión de Shrip? ¿Sobre alborotadores y bandidos?
Rosslyn luchó contra la oleada de aprensión que le subía al corazón. —
Sí, —dijo, agarrando la taza con fuerza. —Te pregunté si había bandidos en
Strathherrick. —Se encogió de hombros. —No me contestaste.
Robert suspiró, sin apartar la mirada de su rostro. Su expresión era dura
y sombría, y eso le asustó.
—Debes escucharme con atención, Rosslyn. Debo pedirte que confíes
en mí, como yo voy a confiar en ti.
Rosslyn le miró, incrédula. —No confió en ningún inglés, —declaro
enfáticamente, dejando su taza medio vacía. —Estás loco si piensas...
—En este caso debes hacerlo, —dijo él, interrumpiéndola con
impaciencia. —Por favor, escúchame, Rosslyn. Es todo lo que te pido.
Ella no dijo nada, lo miró hoscamente. Él interpretó su silencio como un
asentimiento y continuó.
—Me enviaron a Strathherrick a buscar a un bandido. Le llamamos
Black Tom.
Ella se estremeció interiormente. —¿"Black Tom"? Es un nombre
ingenioso.
—Sí. Un nombre ingenioso para un hombre muy peligroso. Ha estado
asaltando carros de suministros ingleses durante unos tres meses, desde
Inverness Firth hasta el lago Lochy. Varios soldados ingleses han sido
disparados por él o por sus hombres, y uno casi muere.
“Lo había dicho”, pensó aliviada. Un hombre muy peligroso. No tenía
ni idea de que su famoso Black Tom estaba sentado frente a él. Se preguntó
fugazmente si se refería al hombre, al que había disparado, aunque fuera en
el brazo, el que casi muere.
—Debo encontrar a Black Tom en tres semanas, Rosslyn. Pensé que
podrías ayudarme. ¿Sabes algo de este bandido? Cualquier cosa.
Ella no podía creer lo que oía. “¿Realmente pensaba que ella le
ayudaría?”
Si no, no la miraría tan expectante. Qué absurdo. Poco sabía él que, si le
ayudaba, ella misma se pondría la soga al cuello. Se estremeció ante la
terrible idea, y su rabia volvió a aumentar por la presunción de aquel
hombre.
—No sé nada de tu bandido, Robert, y eres un tonto si crees que te
ayudaría, aunque lo supiera.
De repente, sus manos le agarraron los brazos cruelmente y le atrajo
hacia sí, con la cara a escasos centímetros de la suya. Ella intentó zafarse,
pero él le sujetó con fuerza. Su aliento era cálido en su piel y olía a vino;
sus ojos se habían oscurecido hasta adquirir el color de la pizarra. —¿Dirías
lo mismo si supieras que dentro de tres semanas los highlanders de
Strathherrick van a sufrir más que nunca?
Rosslyn jadeó, con un doloroso nudo en la garganta. —¿Qué quieres
decir? —susurró con voz ronca.
—Creo haberte mencionado el nombre de mi comandante en jefe, el
general Daniel Grant, hermanastro del duque de Rutherfod. El general tiene
un notable talento para la brutalidad. No dudo que haya oído hablar de
algunas de sus recientes hazañas.
Ella movió la cabeza. —Sí.
—Si no encuentro a Black Tom en tres semanas, el general Grant ha
jurado descender sobre tu valle como el mismísimo ángel de la muerte.
Comenzará quemando todas las casas de Strathherrick, incluso la tuya. Sólo
entonces hará preguntas sobre Black Tom, y créeme, Grant no descansará
hasta tener a ese bandido encadenado. Sus métodos no son agradables,
Rosslyn, pero si quieres, puedo describírtelos...
—¡No! —gritó ella, con los dedos de él apretándole desesperadamente
las manos. —¡Me haces daño!
—También te hará daño a ti, Ross, sólo que mucho peor. —La soltó tan
de repente que ella cayó de espaldas sobre la manta. Se puso en pie,
frotándose los brazos. Le dolía la carne donde él le había agarrado, y las
lágrimas le escocían en los ojos y rodaban sin control por sus pálidas
mejillas.
Al ver sus lágrimas, Robert se levantó junto a ella, lanzando un suspiro
desgarrado. Su expresión ya no era dura. Sus ojos buscaron
desesperadamente los de ella.
—Lo siento, Rosslyn, —se disculpó. —Perdóname. Sólo quiero que
comprendas la gravedad de la amenaza del general Grant. —Le tendió la
mano, pero ella se apartó. —No quiero que te pase nada...
—¡Mentiroso! —le espetó Rosslyn, con los ojos llorosos. Jadeaba,
esforzándose por recuperar el aliento. “¿Era éste el peligro del que Robert
había hablado al sargento Lynne?” se preguntó enloquecida. El cuadro que
le había pintado era tan brutal, tan horrible, que no podía pensar
racionalmente.
—¿Qué te han prometido por decir esas mentiras, por amenazarme con
la vida de hombres, mujeres y niños inocentes? —preguntó desafiante.
—No son mentiras, Rosslyn. Es la verdad, lo juro. Debes creerme. —
Ella le miró fijamente, apretando los puños.
—Puedo ver lo que has estado haciendo, capitán Robert Caldwell, ¡con
tus maneras de caballero y tus finos cumplidos! Regálale vino a la escocesa,
dale un beso o dos, y si tienes suerte, quizá se crea tus halagos y quizá, —
siseó, —la chica de las Highlands caiga en tus brazos, quizá incluso en tu
cama, y te cuente todo lo que necesites saber. Si eso no funciona, amenaza a
la testaruda muchacha con mentiras. Seguro que recapacitará, sea como sea,
y tendréis a vuestro bandido en un santiamén.
Avanzó hacia él, con la furia contenida de los últimos meses
desbordándola por completo. —¿Cuál es tu recompensa por semejantes
mentiras y engaños? —gritó. —¿El rango de mayor? ¿Una olla llena de
oro?
Lo siguiente que supo Rosslyn fue que le estaba golpeando con los
puños, aporreando su ancho pecho tan fuerte como podía. Robert se quedó
parado un momento y dejó que ella le golpeara, hasta que por fin le agarró
las muñecas con una mano y le tiró de los brazos a la espalda.
Ella forcejeó y pataleó, pero él le sujetaba con tanta fuerza que apenas
podía moverse. Finalmente, cayó rendida en sus brazos, exhausta, bañada
con un nuevo torrente de lágrimas.
Robert le abrazó mientras ella lloraba desconsoladamente, con la cabeza
apoyada en su pecho y su delgado cuerpo sacudido por una tormenta de
emociones. Le acarició el pelo con ternura hasta que sus sollozos se
calmaron. Cuando habló, su voz apenas superaba un susurro.
—Mi recompensa es sencilla, Rosslyn. No puedo soportar ver que
Strathherrick se convierta en otro Culloden. Nunca olvidaré ese día
mientras viva, y lo mismo le ocurre a mi comandante, el coronel Milton.
Fue idea suya enviarme aquí, usar medios pacíficos para encontrar a Black
Tom. Puede que te cueste creerlo, pero hay quienes aborrecemos lo que se
ha hecho a las Highlands.
Aturdida, le miró con los ojos oscurecidos. —Así que estuviste allí, en
Culloden.
—Sí, —respondió él en voz baja, con una sombra cruzando su rostro. —
No todos somos carniceros, Ross, a pesar de lo que puedas pensar. Después
de la batalla algunos de nosotros tratamos de detener la matanza...
—Eso dijiste durante tu fiebre, —interrumpió ella, usando la palma de la
mano para borrar sus lágrimas. —Gritaste cosas terribles. Pensaba
preguntarte sobre ello cuando te hubieras recuperado.
Tragó saliva y se le entrecortó la voz. —Sí, fue terrible, como vivir el
infierno en la tierra. Una locura se apoderó de nuestros soldados; era un
frenesí sangriento. Rutherfod nos dijo que había interceptado una carta de
los jacobitas diciendo que no darían cuartel a los heridos si ganaban la
batalla, así que nuestras tropas recibieron la orden de hacer lo mismo.
—¡Era mentira! ¡Mi padre nunca habría hecho tal cosa, ni tampoco mis
hombres!
—Lo sé, Rosslyn. Lo sé, pero el daño ya estaba hecho. Una vez que
comenzó la masacre, no hubo forma de detenerla. No pude hacer nada.
Ella sintió que su cuerpo temblaba mientras lo abrazaba, con el rostro
marcado por el dolor. —Justo cuando la batalla terminó, un highlander no
muy lejos de mí cayó con una herida abierta en el estómago, —dijo casi sin
voz. —Cuando oí la orden de Rutherfod de no hacer prisioneros, corrí hacia
el hombre, con la esperanza de sacarlo sano y salvo del campo de batalla.
No fui lo bastante rápido. Apenas le había dado un sorbo de brandy para
aliviar su dolor cuando otro oficial me apartó y le dio al highlander en el
corazón. —Su voz se redujo a un ronco susurro. —Mi uniforme, mis
manos, estaban empapadas de su sangre. Maldita sea, el hombre ya se
estaba muriendo.
Rosslyn parpadeó, sorprendida al ver lágrimas en los ojos de Robert.
Sintió que se le hacía un nudo en la garganta y apartó la mirada, abrumada
por su emoción.
Nunca habría imaginado que un casaca roja le contara una historia así.
Aquello hizo tambalear su creencia de que todos los ingleses eran asesinos
y engendros del diablo. Robert parecía demasiado humano, con
sentimientos y un profundo sentido del bien y del mal. Tal vez eso fuera aún
más difícil de soportar para ella.
Ese conocimiento golpeaba las defensas que había levantado en su
interior, el odio y la desconfianza que ya habían debilitado los momentos
íntimos que habían compartido. A pesar de sus acusaciones, no podía negar
el conmovedor poder que Robert ejercía sobre ella.
—Rosslyn.
Levantó la vista y lo miró a los ojos. Su mirada era sombría, penetrante.
—Como señora de Plockton, puedes ayudarme, —dijo, con una voz
temblorosa de emoción. —Nada me gustaría más que ver a los Campbell de
Strathherrick viviendo en paz... que tú vivieras en paz, entre tu gente. Sólo
te pido que consideres lo que te he dicho. Por favor, sopesa todo
cuidadosamente. Ha sido un shock terrible para ti, sin duda, pero recuerda
que sólo tengo tres semanas.
Rosslyn bajó la mirada cuando él finalmente le soltó. Su mente daba
vueltas y sus pensamientos y emociones libraban una furiosa batalla. Intuía
que decía la verdad, pero no se atrevía a creerlo. Necesitaba tiempo para
pensar.
—Quiero irme a casa, —dijo dándose la vuelta. Le oyó suspirar con
fuerza. Su voz era cansada, resignada.
—Muy bien.
Mientras Robert recogía los desperdicios de la comida, ella se dirigió a
su yegua y montó. No le esperó. Tiró de las riendas y la yegua galopó
colina arriba.
Apenas se fijó en las manchas púrpuras de brezo que empezaban a
florecer, señal de la llegada del otoño.
Robert no tardó en alcanzarla. Cuando se detuvo junto a su yegua, ella
no se percató de su presencia, ni tampoco respondió cuando dijo su nombre.
Robert no volvió a hablar. El suyo fue un largo y silencioso viaje de
regreso a la mansión de Shrip, acompañado sólo por el golpeteo de los
cascos y el silbido del viento a su alrededor.
14

-¿Quéde lapasa,mesamuchacha? —preguntó Lorna mientras recogía los platos


de la cocina. —Apenas has dicho una palabra hoy, —
recogió el plato de Rosslyn, sacudiendo la cabeza en señal de
desaprobación. —Y no has comido más que un bocado. Llevas dos días así.
Cuéntale a Lorna lo que tienes en mente ahora mismo o te daré la lata hasta
que lo hagas.
Rosslyn dejó de contemplar la negra noche y se apartó de la ventana, sus
ojos se encontraron con los de Lorna. —¿Cómo es que siempre sabes
cuando algo va mal, Lorna?
—Ay, muchacha, no has hecho ningún esfuerzo por ocultarme tus
problemas. Cuando no comes lo que cocino, cuando no hablas más que para
responder sí o no, ¡es evidente! Y ya he tenido suficiente de tus rodeos,
asique cuéntame. ¿No te sientes bien? ¿Fue tu incursión de anoche?
—No, no fue la incursión, y me encuentro bien, —aseguró Rosslyn,
jugueteando con su cuchara.
¿Cómo iba a contarle a Lorna la aterradora decisión que había tomado?
Ya era bastante difícil admitirse a sí misma que estaba asustada, por no
hablar de revelar su miedo a otra persona, incluso si esa persona era Lorna.
—Ross...
Rosslyn lanzó un suspiro. —Vale, Lorna, tienes derecho a saberlo, —
admitió en voz alta. —Afectará a tu vida tanto como a la mía.
—¿De qué estás hablando, Ross? —preguntó Lorna, claramente
confundida.
Dejó el plato y acercó una silla.
—Sí, es una buena idea sentarse, —comentó Rosslyn enigmáticamente.
—No te gustará lo que tengo que decirte, igual que a mí no me gusta
decirlo.
Lorna se inclinó hacia delante en su silla y sus ojos oscuros escrutaron
los de Rosslyn. —No me dejes con la duda, muchacha. Dímelo ya.
Rosslyn exhaló bruscamente. —Cuando Robert y yo fuimos juntos de
paseo a las cataratas de Foyers hace unos días...
—¿Qué pasó? —jadeó Lorna, agarrando con fuerza las manos de
Rosslyn. —No te tocó, ¿verdad?
—No, Lorna, no. Escúchame. —Mantuvo la voz baja mientras relataba
lo que Robert le había dicho sobre el general Grant, su súplica para que le
ayudara y, por último, su decisión. Las manos de Lorna empezaron a
temblar, y Rosslyn sintió compasión por su vieja sirvienta, que escuchaba
tan calladamente sus sombrías noticias.
Cuando Rosslyn terminó, se hizo un gran silencio en la cocina. Por fin
se rompió cuando Lorna se levantó de la silla y cogió algunos platos, con
movimientos lentos mientras se dirigía a fregarlos. Raspó metódicamente
los platos y los echó en una gran olla de agua humeante, pero en lugar de
fregarlos, se quedó allí de pie, mirando fijamente a la pared.
—Lorna... —al no recibir respuesta, Rosslyn se levantó de un salto y
corrió al lado de Lorna. El rostro delineado de su sirvienta estaba bañado en
lágrimas.
Rosslyn rodeó con los brazos los hombros temblorosos de Lorna,
asaltada por la culpa. No debería haber sido tan brusca, debería haberla
preparado de alguna manera. Lo peor de todo era que no sabía qué decir
para consolarla.
—Así que vas a entregarte, —dijo Lorna suavemente, volviéndola para
que mirara a Rosslyn. —Siempre supe que algún día esto llegaría. Lo supe
desde el primer momento en que me dijiste que planeabas atacar a los
ingleses.
—Es lo único que puedo hacer, —respondió Rosslyn, inundada por una
sensación de desesperación. —Seguro que te das cuenta, Lorna. No puedo
arriesgar la vida de nuestros hombres con la remota esperanza de que
Robert esté mintiendo, o incluso exagerando el peligro. Sería una tonta si
me arriesgara. Tengo que creer que el peligro es muy real. ¡Dime que lo
entiendes!
—Sí, lo entiendo, —dijo Lorna en voz baja, secándose los ojos húmedos
con el delantal. —Aunque eso no lo hace más fácil para mí. ¿Le has dicho
ya algo sobre ayudarle a encontrar a su Black Tom?
—No, y no lo haré hasta dentro de una semana.
—Seguramente te pedirá una respuesta, muchacha. El capitán no parece
ser un hombre con el que se pueda jugar, aunque ha demostrado ser más
justo que la mayoría. Dijiste que le quedaban menos de tres semanas.
—Ya le di mi respuesta ayer por la mañana. Le dije que no podía
ayudarle.
Lorna la miró bruscamente. —Hablas con acertijos, muchacha, y estás
jugando con mi pobre corazón. ¿Qué le dijiste?
—Sólo le conté que no sabía nada de su bandido porque necesitaba
ganar más tiempo, Lorna. No lo ayudaré hasta que haya provisto suficiente
comida para que nuestros hombres pasen el invierno. Hará falta otra media
docena de buenas incursiones para llenar la cueva de Beinn Dubhcharaidh.
Entonces, —enfatizó, —me entregaré, con tiempo de sobra antes de que ese
demonio de Grant ponga un pie aquí, si es que está planeando tal
movimiento.
—¿Conocen Alec y el resto de tus hombres tu decisión, muchacha? —
preguntó Lorna en voz baja.
—No, aún no, —respondió Rosslyn, con un tono quebradizo en la voz.
—Primero debo pensar en una forma de evitarles el destino que los ingleses
me tienen reservado. No permitiré que sufran por seguir mi causa, y si me
preguntan por qué hacemos tantas incursiones durante los próximos días les
diré la verdad, que debemos llenar la cueva para el invierno.
Lorna suspiró entrecortadamente. —Oh, muchacha, será difícil seguir
como antes, sabiendo lo que sé ahora. Temo por ti. —Ella vaciló, con
lágrimas frescas corriendo por sus mejillas hundidas.
—Debes hacerlo, Lorna, —insistió Rosslyn en voz baja. —Si eres
fuerte, me ayudarás a ser fuerte. No podemos mostrar nuestro miedo, sobre
todo si necesito que me cubras en los próximos días. Debes mantenerte más
alerta que nunca. ¿Estás de acuerdo?
—Sí. —Lorna agarró a Rosslyn del brazo, con una súplica brillando en
sus ojos castaño oscuro. —Debes avisarme cuando se lo digas al capitán,
Ross. No quiero despertarme una mañana y descubrir que los casacas rojas
te han llevado...
—No temas, —la tranquilizó Rosslyn, con un nudo en la garganta. —Y
ya pensaremos en algo para cuando lo haga, porque no quiero que cargues
con ninguna culpa. —Le dio un fuerte abrazo a Lorna y luego la soltó. Miró
por encima del hombro hacia la mesa medio despejada. —Déjame ayudarte
con los platos, —se ofreció.
—No, pequeña, me las arreglaré, —objetó Lorna con una débil sonrisa.
—Creo que me gustaría estar sola un rato... si no te importa.
Rosslyn asintió y salió rápidamente de la cocina, incapaz de soportar el
dolor que veía grabado en los ojos de Lorna. Sólo podía pensar en buscar el
consuelo de su alcoba.
Había luchado por confiar en Lorna desde que regresó de las cataratas
de Foyers, y ahora que lo había hecho, sus emociones estaban agotadas.
Ignoró al soldado que montaba guardia en el pasillo poco iluminado y se
acercó a la barandilla.
—¡Maldita sea!
Se sobresaltó al oír la maldición, reconociendo la voz de Robert.
Procedía del salón. Inmediatamente pensó en subir corriendo las escaleras y
evitarlo una vez más, como había hecho tan bien desde su encuentro de
ayer.
Había sido una escena breve pero desagradable. Robert había dicho
poco cuando ella le dijo que no podía ayudarlo; sólo sus ojos habían
registrado su conmoción y consternación. También había un rastro de
sospecha, como si no acabara de creerla. Su frustración fue evidente cuando
la abandonó bruscamente y se reunió con sus hombres, que lo esperaban
frente a la mansión. Nunca le había visto azotar a su bayo con tanta dureza
como cuando salieron a caballo para pasar otro largo día registrando el
valle.
Rosslyn vaciló en el rellano, insegura de lo que debía hacer. Si
continuaba evitándolo a propósito, él podría sospechar aún más de ella. Tal
vez fuera mejor buscar su compañía y actuar como si no tuviera nada que
ocultar. El corazón comenzó a latirle con fuerza y se dirigió nerviosa hacia
el salón.
Se detuvo en el arco y sus ojos se abrieron de par en par ante la
confortable escena. Robert estaba sentado delante de la chimenea, con las
piernas estiradas y un libro abierto en el regazo. Parecía tan a gusto, excepto
por el hecho de que no estaba leyendo, sino mirando fijamente las llamas
con una expresión de preocupación en su hermoso rostro. Ella podía
imaginarse lo que él estaba pensando y rápidamente decidió que se iría de
inmediato si él la presionaba más sobre Black Tom.
—Buenas noches, Robert.
Robert se levantó repentinamente de la silla y el libro cayó al suelo con
un ruido sordo.
—Rosslyn, —dijo, asombrado por su inesperada aparición. Su belleza
sin adornos nunca dejaba de asombrarle. Podía estar vestida con harapos y
cubierta de suciedad, pero aun así eclipsaba a cualquier mujer que hubiera
conocido. —Creía que hacía tiempo que te habías retirado.
—Lorna y yo acabamos de cenar, —respondió ella. Su mirada se dirigió
al sillón frente al suyo. —¿Puedo acompañarte? El fuego parece acogedor.
—Sí, por supuesto, —dijo Robert. —No hace falta que me preguntes si
puedes sentarte en tu propio salón, Rosslyn.
Ella no hizo ningún comentario mientras entraba en la habitación. Al
pasar junto a él, percibió su aroma. Era dulce y limpio, como el sol, el aire
fresco y el brezo. Para él era una fragancia más embriagadora que el
perfume más caro. Despertó sus sentidos, haciéndole aún más consciente
del sorprendente efecto que ella tenía sobre él.
Respirando hondo, cogió el libro y se sentó, observando en silencio
mientras ella se acomodaba. No pudo evitar preguntarse por qué se reunía
con él cuando había hecho todo lo posible por evitarle en los últimos días.
“Excepto ayer”, pensó secamente. A pesar de la conmovedora presencia
de Rosslyn, su humor volvió a decaer. “¿Debería preguntarle de nuevo?”
Su rotunda negativa no le había convencido del todo de que no supiera nada
de Black Tom.
—¿Qué estás leyendo? —le preguntó, con su voz suave y melódica,
calmando sus ansiosos pensamientos.
Robert levantó el pequeño libro encuadernado con plumas. —Como
gustéis de William Shakespeare. —Miró hacia la estrecha estantería, llena
de volúmenes bien empolvados. —Tienes una buena colección de sus obras.
Me alegro de que sobrevivieran a los soldados que vinieron aquí en mayo.
—Sí, —dijo ella simplemente, saltándose rápidamente el desagradable
tema. —A mi madre le gustaba mucho Shakespeare. Ella y mi padre
viajaban hasta Edimburgo para ver algunas de sus obras, aunque yo aún no
he visto ninguna. —Sonrió con nostalgia. —Me encantaría ver Como
gustéis representada en el escenario. Es mi comedia favorita.
—La mía también, —dijo Robert con una nota irónica en su voz. —Por
eso la elegí, pensé que una comedia me tranquilizaría.
Cuando la sonrisa se desvaneció de los labios de Rosslyn, sintió ganas
de darse una patada. Era algo maravilloso cuando ella sonreía, y hablarle así
era un regalo poco común. Decidió que merecía la pena evitar cualquier
mención a Black Tom, sólo por verla sonreír de nuevo.
“Tendría que encontrar al maldito bandido por su cuenta”, pensó
resueltamente. Ahora mismo, sólo quería concentrarse en Rosslyn, sentarse
con ella y saborear su agradable compañía.
—Dime qué es lo que más te gusta de la obra, —le preguntó, contento al
ver que su expresión se animaba.
—Muchas cosas, la verdad, —empezó ella. —Es una historia de amor...
—ella vaciló, y su bonito rubor provocó una oleada de calor en Robert, —
pero, sobre todo, me gusta el personaje de Rosalind. Sabe lo que piensa y
no tiene miedo de decirlo.
Robert se rio entre dientes mientras hojeaba el libro en busca de un
pasaje concreto. Lo encontró y empezó a leer, con voz suave y resonante:
—Desde el este hasta la India Occidental, ninguna joya brilla como
Rosalind. Su belleza, llevada por los vientos que recorren el mundo,
ilumina cada rincón. Todas las imágenes más hermosas se desvanecen ante
su resplandor. Que ningún rostro sea recordado, excepto el rostro radiante
de Rosslyn.
—Querrás decir Rosalind, —corrigió Rosslyn, sonriendo tímidamente.
—Ah, cierto, —dijo Robert suavemente, estudiándola atentamente. —
Rosalind.
Cuando ella se volvió y miró hacia el fuego, él buscó rápidamente otra
página, sintiendo que le había avergonzado. —Aquí hay una línea del
ingenio de la bella Rosalind. Siempre me ha dado lástima el pobre Orlando
cuando jura que morirá de amor si no puede tenerla, y ella le contesta
mordazmente: — Muchos hombres han muerto, y los gusanos se han
alimentado de ellos, pero no por amor. La culpa, buen amigo, no está en tu
destino, sino en ti. —Fingió un suspiro lastimero. —Qué crueldad
femenina.
—No es crueldad, — respondió ella con una pequeña risa, mirándole de
nuevo, — sino puro sentido común. Orlando está tan obsesionado que se ha
vuelto absurdo en sus alabanzas. Rosalind solo dice que, si no puede
tenerla, encontrara otra razón para vivir.
—No lo sé, Rosslyn, —replicó Robert, mirándola pensativamente. —Si
amara tan profundamente como Orlando, me resultaría difícil estar de
acuerdo con tu argumento.
Distraída por la intensidad de su mirada, Rosslyn se removió en su
asiento y se levantó de repente. —El fuego está muy caliente, —murmuró,
procediendo a apartar el sillón del hogar.
—Deja que te ayude, —se ofreció Robert. Se levantó y levantó el sillón
con ella encima con facilidad, colocándolo unos metros más atrás. —¿Qué
tal así?
—Está bien, gracias, —dijo ella, sentándose. Le observó mientras
acercaba la silla a la suya, pensando en lo bonito que era su pelo a la luz del
fuego. No era completamente rubio ni castaño, sino de un tono dorado
intermedio. Se preguntó cómo sería su textura si lo recorriera con los
dedos...
—Te diré lo que me gusta a mí de esta comedia, —dijo él, su voz
irrumpiendo en sus pensamientos errantes. —Rosalind disfrazándose de
hombre. —Se rio, un sonido rico y retumbante. —Qué intrigante doble
identidad. Puede burlarse del amor y a la vez ser una amante.
Rosslyn casi se atraganta. “¿Se estaba burlando de ella?” se preguntó,
mirándolo fijamente. Su sonrisa abierta no revelaba ningún engaño, pero no
calmó su atronador corazón. Rápidamente trató de cambiar de tema.
—¿Tienes otras obras favoritas de Shakespeare? —preguntó con
ligereza.
—El sueño de una noche de verano y La tempestad, —respondió él. —
¿Y tú?
—Sí, La tempestad es una buena obra, —convino Rosslyn
apresuradamente, —pero siempre me ha gustado más Romeo y Julieta. —
En cuanto lo dijo, deseó no haberlo hecho. La forma en que la miraba la
estaba mareando.
—Entonces eres una verdadera romántica de corazón, —dijo Robert
suavemente. —No una pragmática, como Rosalind. —Se inclinó hacia
delante en su silla. —Háblame más de ti, Ross.
El uso que Robert hizo de su apodo no le inquietó tanto como su
inesperada petición. Tenía la sensación de que ya había revelado bastante
sobre sí misma por una noche. Se levantó bruscamente, su mirada pasó de
él al arco, y viceversa, bostezando ostentosamente.
—Debes estar cansado, Robert, —comentó apresurada.
—En absoluto.
—Quiero decir que ha sido un día muy largo. Tal vez podamos hablar de
nuevo...
—Mañana por la noche, entonces, —respondió él con facilidad. —Ya lo
estoy deseando y… —Se levantó y galantemente la tomó del brazo,
sonriéndole. —Permítame que te acompañe.
Antes de que a ella se le ocurriera negarse, salieron juntos del salón y
subieron las escaleras principales. Vio que el guardia los seguía con la
mirada y se sonrojó hasta los pies. Entre la expresión desconcertada del
guardia y el cosquilleo de la mano de Robert en su brazo, se sintió como
aturdida. Antes de darse cuenta, habían llegado a la puerta y Robert le había
abierto.
—Tu encantadora compañía ha sido muy apreciada, —le dijo con voz
ronca, tan cerca de ella que pudo sentir el calor que emanaba de su
poderoso cuerpo. —Buenas noches, dulce Rosslyn. —Se inclinó y le dio un
ligero beso en la mejilla; luego se dio la vuelta y caminó por el pasillo hasta
su habitación, desapareciendo en su interior.
Rosslyn permaneció allí un largo rato, sin saber muy bien lo que
acababa de ocurrir entre ellos ni cómo se sentía al respecto. Desconcertada,
cerró la puerta y se apoyó en ella, acariciándose la mejilla. La piel parecía
arderle donde él la había besado.
—Buenas noches, Robert, —susurró en la oscuridad.

Una noche, una semana más tarde, Rosslyn estaba sentada en el borde de la
cama, mirando por la ventana cómo las montañas que se alzaban detrás de
la mansión Shrip se convertían en siluetas en el crepúsculo.
—Demasiado tarde para una siesta, —murmuró resignada. Le habría
venido bien. Esta noche planeaba otra incursión, la quinta desde que Robert
le había hablado de Grant. Sólo unas pocas más y la cueva estaría llena.
Golpeó un pedernal y encendió las gruesas velas de su mesilla de noche.
Una vez más, sus inquietos pensamientos no le habían dejado dormir.
Nunca habría imaginado la desconcertante doble vida que estaba llevando.
Era como una intrincada telaraña tejida con la más fina gasa, fácilmente
desgarrable por una emoción fuera de lugar.
La última semana había pasado volando. Durante el día había visto poco
a Robert, ya que cada uno iba por su lado: él y sus hombres buscaban por el
valle e interrogaban a los aldeanos, mientras ella descansaba tras una
incursión o planeaba la siguiente con sus hombres. Esos eran los momentos
en los que era fácil mantener sus emociones bajo control y su misión clara
ante ella.
Era por las noches cuando sus emociones se desbocaban, haciéndole
olvidar todo lo demás excepto el placer que encontraba en la compañía de
Robert. No sabía en qué momento su decisión consciente de buscarlo se
había transformado en un deseo inexplicable de estar con él, pero había
sucedido.
Se sentía atraída por él a pesar de sí misma, y a pesar de la insistente voz
que siempre le advertía de que estaba actuando como una tonta. Sabiendo
los días oscuros que le esperaban, tal vez ansiaba un poco de felicidad, y la
encontraba con Robert.
Las ligeras conversaciones que compartían, hablando de música, arte y
literatura, de divertidas anécdotas de la infancia e incluso de caza,
atenuaban de algún modo el escalofriante miedo que siempre llevaba
consigo. Por suerte, no había mencionado a Black Tom ni la amenaza de
Grant. El deleite que había encontrado en su ingenio e inteligencia, su
humor y su cálida risa le hicieron olvidar fácilmente que pronto se
convertiría en su prisionera, destinada a ser ejecutada por alta traición.
—Oye, no pienses en lo que está por venir o seguro que te vuelves loca,
—susurró Rosslyn en voz baja, estremeciéndose al intentar apartar de su
mente la sombría imagen. Se acercó a la ventana y descorrió la cortina; su
aliento empañó el frío cristal.
Suspiró con nostalgia. Él la esperaba en el salón, podía sentirlo. Había
acordado encontrarse con él abajo a las siete para cenar juntos. Miró el reloj
de la chimenea. Eran las siete y cuarto. Tal vez ya se había dado cuenta de
que ella no vendría. Tendría que decirle mañana que había cambiado de
idea.
No podía ir a verle. Lo deseaba con todas sus fuerzas, pero ya no podía
permitirse compartir su compañía. Ni esta noche, ni mañana por la noche, si
quería luchar contra el deseo prohibido que crecía cada vez con más fuerza
en su interior.
Sí, ahora sabía que el extraño anhelo que le atormentaba era un deseo
que la convertiría en una traidora a su pueblo si le daba rienda suelta.
Necesitaba una mente clara para continuar sus incursiones y afrontar lo
que le esperaba.
—No más, Ross, —murmuró a su reflejo en el cristal. —No puedes
fallarle a tu gente. Necesitan toda tu atención, ahora más que nunca.
La mirada de Rosslyn recorrió su habitación, bañada por la suave luz de
las velas, y se posó en el baúl abierto. Percibió un tentador destello de satén
azul zafiro y supo exactamente cómo pasaría las horas. Se probaría los
vestidos de su madre por última vez.
Se dirigió al baúl y sacó el vestido de satén azul con el corpiño y la
enagua de brocado plateado. Se sintió invadida por la nostalgia mientras se
cambiaba.
Se recogió el pelo, imaginando un peinado más sofisticado, y luego se lo
dejó caer por la espalda en una maraña de rizos castaños.
Cerró los ojos y su mano se deslizó lentamente por su cuerpo, desde el
cuello hasta la cadera curvada. Una imagen de Robert le vino a la mente y
suspiró de nuevo. Estaba empapado, desnudo, y sus fuertes manos
acariciaban su propia piel húmeda...
—Prefiero tu pelo suelto, Rosslyn, salvaje y sin trabas, como tú.
Los ojos de Rosslyn se abrieron de golpe y se giró hacia el intruso,
mortificada de que la hubiera visto...
—¡Robert! ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—No mucho, —dijo en voz baja, entrando en la habitación. —
Perdóname por asustarte, Rosslyn. Como no te reuniste conmigo en el
salón, decidí venir a buscarte. Llamé a la puerta al oír tus pasos y la abrí
ligeramente. —Hizo una pausa y sus ojos la recorrieron de pies a cabeza. —
Veo que te has vestido para la cena.
Rosslyn se apartó del espejo, turbada por la forma en que su mirada se
clavaba en ella, como si fuera a devorarla entera. Se estremeció al pensarlo,
luchando por mantener lo poco que le quedaba de compostura.
—Robert, realmente debes irte. No puedo cenar contigo esta noche.
—¿No? —preguntó él, acercándose más a ella. —¿Entonces por qué el
vestido? Es muy favorecedor, debo añadir.
—Era de mi madre, —soltó Rosslyn, cada vez más desconcertada por su
presencia. —Quería probármelo, eso es todo.
—Te queda perfecto, Rosslyn, —dijo él con aprecio. Su mirada se
desvió hacia sus pechos, que se apretaban contra el escote. La miró a los
ojos, con expresión seria. —¿Por qué no cenas conmigo?
Ella retrocedió un paso, con el corazón latiéndole furiosamente mientras
intentaba desesperadamente despedirle. —Me siento un poco mal, Robert,
—dijo, sonriendo débilmente. —Quizás otra noche.
Él no respondió, pero la estudió detenidamente. Temblores extraños la
recorrieron, y tuvo que luchar para calmar su respiración.
Su mirada se dirigió hacia él y su pulso se agitó al notar la sencilla
elegancia de sus ropas. Llevaba unos pantalones negros ajustados que
acentuaban sus delgadas caderas y sus muslos nervudos, y una camisa
blanca que realzaba el tono dorado de su piel. Su pelo brillaba como una
llama a la luz de las velas, mientras que sus llamativos rasgos estaban
medio ocultos por las sombras. “¿Por qué tenía que ser tan guapo?”
—Yo también me he sentido un poco mal, —dijo por fin, con una voz
cargada de una intensidad que ella no había oído antes. —Tal vez tú y yo
suframos el mismo mal.
—¿Una enfermedad? —balbuceó ella.
Robert asintió, con los ojos clavados en los de ella. —Una fiebre, un
fuego que arde en la sangre, un dolor que sólo tiene una cura. Así es como
me siento siempre que estoy cerca de ti, Rosslyn. —Extendió la mano y
alisó un mechón. —¿En quién estabas pensando cuando te pusiste frente al
espejo? ¿En un amante, quizá?
Rosslyn jadeó, con las mejillas encendidas. No dio ninguna respuesta,
sino que intentó frenéticamente pasar junto a él. Su pie se enganchó en la
falda, haciéndola tropezar, y gritó al empezar a caer. Lo siguiente que supo
fue que estaba mirando a Robert a los ojos, con los brazos apretados como
una prensa alrededor de su cuerpo tembloroso.
—¿En quién estabas pensando, Ross? —susurró roncamente, con su
cálido aliento abanicando sus mejillas.
Ella negó con la cabeza, incapaz de hablar. Unas sensaciones
desenfrenadas recorrieron su cuerpo. Entonces su boca encontró la suya, y
ella no conoció otra cosa que el apasionado poder de su beso. Sus labios la
devoraron, su lengua jugueteó con sus dientes, y ella abrió la boca. Gimió
mientras él la estrechaba contra su pecho, con los dedos enredados en su
pelo.
—Dime a quién deseas, —le exigió con voz ronca, obligándola a echar
la cabeza hacia atrás y cubriéndole la garganta de besos mordaces.
Rosslyn estuvo a punto de gritar cuando su boca bajó por el cuello y
encontró el hueco entre sus pechos, sus labios como marcas calientes sobre
su carne. Aturdida por la pasión, sintió su mano acariciándola, sus dedos
arrastrando hacia abajo el corpiño y la camisa. Su lengua rodeó un pezón
sensible en un anillo de fuego húmedo y fundido. Era caliente, insistente,
provocando el hambre prohibida que ya rugía en su interior. Si no se lo
negaba ahora, estaría perdida.
—No, —murmuró, apoyando las manos en el pecho de él, aunque cada
parte de ella pedía a gritos fundirse con él, sentir la maravilla de su piel
contra su cuerpo. —No, Robert, por favor. Quiero que pares... ¡Para!
Su grito desgarrador resonó en la habitación, y las lágrimas brotaron de
sus ojos cuando Robert se apartó bruscamente de ella. Su expresión era
ilegible, aunque sus ojos estaban brillantes y su respiración entrecortada.
—Parece que me he equivocado una vez más, —dijo crípticamente,
pasándose la mano por el pelo.
Rosslyn se enderezó el corpiño, luchando contra las lágrimas que
corrían por sus mejillas sonrojadas. —Por favor, vete, —consiguió decir,
apartando la mirada de él.
—Mis disculpas, lady Campbell, —dijo él con rigidez. —Le prometo
que no volverá a ocurrir. —Cruzó la habitación a grandes zancadas y se
marchó, con sus pasos decididos resonando en el pasillo.
Rosslyn cerró, echó el pestillo y apoyó la frente en la madera pulida.
¡Cuánto deseaba abrir la puerta de par en par y correr tras él, decirle que era
el hombre que deseaba! Pero no podía traicionar a todo lo que amaba, a
todo por lo que tanto había luchado.
—Eres la señora de Plockton, —susurró con fiereza, caminando hacia la
cama. —No lo olvides. Tu pueblo depende de tu cuidado y buen juicio. —
Extrañamente, las palabras no le sirvieron de consuelo. Se arrojó sobre el
colchón, con toda la carga de su responsabilidad presionándola como un
peso terrible.
Por primera vez maldijo la tarea que su padre le había encomendado.
Enterró la cara en la almohada y empezó a llorar amargamente, abrumada
por el miedo, una intensa nostalgia y el pesar por todo lo que nunca
conocería.
15

R obert se paseaba furioso por el salón, con un papel arrugado en la


mano. Se detuvo junto a la ventana, apartó la cortina y sostuvo el
papel a la luz mortecina.
Volvió a leer el lacónico mensaje, probablemente por décima vez.
Estaba escrito con el característico garabato del coronel Milton, salpicado
de numerosas manchas de tinta. Las palabras parecían saltar de la página y
grabarse a fuego en su cerebro.
Black Tom había atacado de nuevo, esta vez al oeste de Inverness. El
general Grant estaba furioso y amenazaba con tomar medidas inmediatas.
Era la séptima incursión con éxito en dos semanas, sin contar las treinta
reses misteriosamente robadas en Glen Tarff, a pocos kilómetros al sur del
fuerte Augustus. Siete malditas incursiones en dos semanas, repartidas por
todo el condado...
—¡Maldito seas Black Tom! —maldijo Robert en voz alta, apartándose
de la ventana. Hizo una bola con el papel y se lo metió en el bolsillo del
abrigo. Odiaba admitirlo, pero aquel mensaje era una prueba más de que su
pacífica misión había sido un fracaso estrepitoso.
Se sentó pesadamente en el sillón, golpeando con el puño el brocado
acolchado. El tiempo se le escapaba. El general Grant llegaría sin duda en
cuestión de días, quizá incluso antes por el tono mordaz del mensaje.
Un destello de falda verde bosque, brillante chal de tartán y despeinada
cabellera castaña llamó su atención. Se acercó de nuevo a la ventana y
observó cómo Rosslyn se dirigía hacia la casa. No prestó atención a los
soldados que montaban guardia. Tenía la mirada fija en el frente y un paso
enérgico y decidido.
“Así que por fin vuelve de Plockton”, pensó con amargura, “de visitar a
su pueblo”. Mientras había tantas vidas en juego, ella se ocupaba de sólo
Dios sabe qué, como si no pasara nada, como si no hubiera peligro en el
horizonte. Su despreocupación era increíble.
“¿Podría ser que ella no le había creído acerca de Grant después de
todo?”
Robert frunció el ceño, totalmente perdido. La había buscado antes,
decidido a pedirle ayuda por última vez, sobre todo ahora que había
recibido aquel mensaje. Lorna sólo le había dicho que Rosslyn había ido al
pueblo y que no diría nada más. Parecía que incluso la anciana se había
vuelto contra él, evitándole en cada oportunidad. Desde luego, Rosslyn lo
había evitado desde la noche en que él fue a su habitación y la forzó,
pensando que ella podría sentir lo mismo que él.
Su mandíbula se tensó y una oleada de frustración se apoderó de él.
“¡Idiota!” Una vez más había permitido que sus deseos personales y sus
emociones equivocadas se interpusieran en su misión.
Robert se estremeció cuando la puerta principal se cerró de golpe y los
pasos ligeros de Rosslyn sonaron en el vestíbulo. Salió del salón y casi
chocó con ella. Ella dio un salto hacia atrás, sobresaltada, y agarró con
fuerza su cesta. Era evidente que la había desconcertado.
—Me preguntaba cuándo volverías del pueblo, —dijo, haciendo un
gesto al guardia para que desapareciera. El hombre le obedeció
rápidamente, metiéndose en el pasillo que conducía a los dormitorios de los
soldados. —Tenemos que hablar, Rosslyn.
Rosslyn le miró con los ojos muy abiertos, consciente del revoloteo
nervioso de su estómago y del calor que inundaba su cuerpo. Apenas le
había visto desde...
Forzó el potente recuerdo de su mente, no confiando en sí misma para
permanecer aquí no más del tiempo estrictamente necesario. —Lo siento,
Robert, —dijo, conjurando una media mentira convincente. —Estoy muy
cansada. Una mujer de Plockton está a punto de dar a luz, asique puede que
me llamen durante la noche. Quizá podamos hablar por la mañana. —Pasó
junto a él y se dirigió hacia la escalera.
Sí, estaba realmente cansada. Eso era cierto.
Había pasado gran parte de la tarde planeando la incursión de esta noche
con sus hombres. Sería la última que harían juntos, aunque aún no lo
sabían. Ahora sólo necesitaba una larga siesta. La medianoche llegaría
pronto y tenía que estar bien descansada y alerta...
Se puso en marcha, pero Robert le agarró del brazo.
—No, Rosslyn, —dijo con firmeza, volviéndola hacia él. —Esto no
puede esperar hasta mañana.
Su mirada era tan insistente que ella supo que no se escaparía. —Muy
bien, —cedió ella, con el corazón acelerado. “¿Iba a preguntarle por la
otra noche?” se preguntó ansiosa. Seguro que no iba a interrogarla sobre...
—Hace dos semanas dijiste que no sabías nada de Black Tom, —
empezó él, confirmando sus sospechas. La agarró con más fuerza por el
brazo. —Me acaban de informar de que ha habido siete robos desde aquel
día. Te lo preguntaré una vez más, Rosslyn. ¿Sabes algo de ese bandido?
La cólera estalló en su interior, mezclada con un sentimiento de
desesperación. Aún no podía decírselo. Le quedaba una última incursión y
en la cueva habría comida más que suficiente para pasar el invierno.
Mañana por la noche, Robert tendría a su Black Tom.
—¡Me estás haciendo daño! —exclamó acaloradamente. Intentó
soltarse, pero él la sujetó. —¡Te lo dije! No sé nada de tu bandido. Ahora
suéltame.
Robert suspiró pesadamente mientras la soltaba de mala gana. Ella no
esperó a ver si él tenía algo más que decir, sino que subió corriendo las
escaleras, sintiendo sus ojos clavados en su espalda. Una vez en su
habitación, cerró la puerta contra él. Sabía que él seguía pensando en ella,
preguntándose por qué no le ayudaba. Si él supiera lo asustada que estaba
de verdad.
“Lo has alejado, muchacha, es lo único que importa”, se animó
Rosslyn temblorosa, dejando la cesta y quitándose el chal. Se quitó los
zapatos y se tumbó en la cama, apretando los brazos contra el pecho.
Cuánto deseaba en aquel momento volver a ser una niña pequeña, la
vida había sido tan sencilla y despreocupada entonces.
—No puedes escapar de tus problemas deseando que desaparezcan, —
susurró con fiereza. —Ya eres una mujer adulta, Ross Campbell, y debes
afrontar lo que la vida te ha traído.
Cerró los ojos, deseando que su cuerpo se relajara mientras sus
pensamientos continuaban revoloteando y arremolinándose.
Estaba asombrada de lo bien que habían ido las incursiones hasta el
momento, a pesar de que Robert había puesto patrullas adicionales en
Plockton y en algunas de las carreteras que rodeaban el pueblo. Los carros
de suministros también habían sido más vigilados, pero el factor sorpresa
aún no les había fallado ni a ella ni a sus hombres.
Con la ayuda de Lorna, incluso había fingido una ligera enfermedad
cuando ella y sus hombres habían viajado durante la noche a Glen Tarff
para robar otro rebaño de ganado. Durante su ausencia, Lorna había
acampado prácticamente frente a su puerta, sin dejar entrar a nadie en su
habitación, ni siquiera a Mysie.
—Es un achaque de mujer, —fue la única explicación que le dio su fiel
sirvienta. Pronto se le pasaría, pero hasta entonces, Rosslyn necesitaba
reposo absoluto y soledad. Afortunadamente, Robert había sido engañado.
Si algo le ocurriera, su gente podría sobrevivir al invierno. Si algo le
ocurriera… Sintió como todo su cuerpo se estremecía ante este
pensamiento.
Caminó rápidamente hacia la puerta, con la urgente necesidad de hablar
con Lorna. A Lorna nunca le faltaban palabras de sabiduría y fortaleza en
tiempos difíciles; fue su consuelo lo que había hecho que Rosslyn superara
la muerte de su padre. Sería duro para ellas hablar de lo que les esperaba,
pero era mejor que sufrir solas. Y ya era hora de que Lorna conociera sus
planes.
Rosslyn se apresuró a bajar las escaleras, agradecida de que no hubiera
rastro de Robert. Ignoró al guardia que había vuelto a su puesto y se
apresuró a entrar en la cocina.
Le decepcionó ver que Lorna no estaba allí. Comprobó su habitación,
pero estaba vacía. Estaba a punto de volver sobre sus pasos y registrar el
resto de la casa cuando oyó un suave golpe en la puerta de la cocina.
Su ceño se frunció con ansiedad. Ya había oscurecido. ¿Quién andaría
por allí a esta hora? Pensó en sus hombres y se apresuró a abrir la puerta.
La abrió de un tirón y se asomó al exterior. Apenas podía distinguir la
figura encorvada de una anciana a la luz de las velas de la cocina. Un gran
bonete con flecos cubría la cabeza inclinada de la mujer, ensombreciendo
sus rasgos.
—Perdóname, muchacha, por esta intrusión, —dijo la mujer con voz
ronca. —¿Podríais ofrecer una taza de té caliente y una rebanada de pan a
una viajera cansada?
Rosslyn dudó sólo un instante. Abrió la puerta de par en par y estudió a
su inesperado visitante. —Sí, por supuesto, —dijo amablemente. —Pase.
Por lo poco que Rosslyn pudo ver de la cara de la mujer, nunca la había
visto antes, y dudaba que su visitante fuera del valle. Si era una fugitiva,
Ross nunca había visto una más improbable. Sin embargo, no podía negarle
su hospitalidad. Era un código no escrito entre los highlanders que los
extraños siempre eran bienvenidos. Excepto los casacas rojas.
—Gracias, —dijo la mujer, mirando furtivamente por encima del
hombro antes de entrar en la cocina. Cuando Rosslyn cerró la puerta tras de
sí, se dirigió a la mesa e inmediatamente se sentó, lanzando un sonoro
gemido de alivio. La silla crujió siniestramente bajo el peso de la mujer.
Rosslyn reprimió su reacción, pero no pudo evitar darse cuenta de que
su visitante era asombrosamente corpulenta, con los hombros encorvados,
anchos y redondeados bajo un chal raído. La mujer vestía un vestido de
fustán gris que parecía carecer de una cintura clara, pareciendo casi un saco
en su holgada proporción. Por debajo del dobladillo harapiento asomaban
unas polvorientas botas negras, el par más grande que Rosslyn había visto
nunca en nadie, y mucho menos en una mujer.
Rosslyn se reprendió a sí misma por quedarse mirando y se apresuró a
buscar una taza de té humeante. Cortó una gruesa rebanada de pan recién
horneado, la untó con mantequilla y puso el plato delante de la anciana.
—¿Quiere algo más? —preguntó. Señaló con la cabeza la tetera negra
que colgaba sobre el hogar. —Mi cocinera, Lorna, siempre tiene una buena
olla de estofado lista.
—Sí, sería estupendo, —dijo la mujer entre sorbos de té, sin levantar la
cabeza.
Rosslyn trajo a la mesa un cuenco rebosante y más pan. Rellenó la taza
de la mujer y no se sorprendió al verla devorar el guiso con avidez,
absorbiendo hasta la última gota junto con las cortezas del pan. Rosslyn
empezaba a creer que aquella mujer era realmente una fugitiva. Estaba claro
que hacía días que no comía bien.
Después de tres tazones de estofado, una tetera y casi una hogaza de
pan, el voraz apetito de la mujer estaba saciado. Se apartó de la mesa y
levantó ligeramente la cabeza.
—Siéntate conmigo, muchacha, un ratito, —graznó en un tono ronco
que era más una orden que una petición.
Rosslyn se sentó al otro lado de la mesa y observó las facciones de la
anciana a la luz de las velas. Nariz bulbosa, papada enorme, papada gorda.
Tuvo la extraña sensación de haberla visto antes en alguna parte.
—Me reconoces, ¿verdad, Ross Campbell?
Rosslyn jadeó al oír la voz decididamente masculina y sus ojos se
abrieron de par en par por la sorpresa. —Por los clavos de Cristo, ¿no
será…?
Su visitante soltó una carcajada grave y estruendosa ante su asombrada
afirmación, una risita característica que Rosslyn no había oído en más de un
año. No desde la caza del urogallo a principios del verano pasado. Su padre
había sido el anfitrión del evento para sus jinetes y su invitado de honor
había sido lord Farlan, el jefe del clan Campbell.
Se inclinó hacia delante en su silla, mirando incrédula al anciano
sonriente. Era el propio Simon Campbell, un fugitivo perseguido desde
Culloden, disfrazado de mujer, y con el lugar atestado de casacas rojas.
“¿En qué estaría pensando lord Farlan Campbell? ¿No se daba cuenta
de su peligro?” Intentó hablar, pero tenía la garganta tan apretada que no le
salían las palabras.
—Cálmate, muchacha, —dijo Simon Campbell en voz baja, sereno ante
su evidente asombro. —He visto a los casacas rojas, si eso es lo que te estás
preguntando, y no me han visto. Si lo hubieran hecho, no les importaría
nada que una anciana llamara a casa. Créeme, hay menos casacas rojas en la
mansión Shrip que en los caminos recorriendo las montañas. Es mucho más
seguro.
Cuando ella continuó mirándolo boquiabierta, él suspiró y le dio una
palmadita en la mano. —Por eso estoy aquí, Ross. No anhelo nada más que
una buena noche de descanso en una cama caliente. Ya te has ocupado de la
buena comida. Mis viejos huesos se cansan de esta persecución. Es una
locura, supongo, pero las luces de tu casa parecían tan acogedoras desde
Beinn Bhuidhe, a pesar de tus invitados ingleses. No pude evitarlo.
—¿Se ha estado escondiendo en Beinn Bhuidhe? —preguntó Rosslyn,
encontrando por fin la voz.
—Sí, desde hace una semana. Estuve en Badenoch bastante tiempo,
quedándome aquí y allá, y antes de eso en Glen Cannich, al norte... —su
voz se quebró, sus hombros se hundieron por el cansancio. —Ay, Ross, es
una larga historia, y no tengo fuerzas para ella esta noche. Mi plan es partir
hacia las tierras altas del oeste antes del amanecer. Hacía el lago Morar,
tengo amigos allí que me ayudarán y espero encontrar un barco a Francia.
—¿Francia?
—Sí, es el plan más seguro. Mis tierras están perdidas para mí, mi
castillo quemado hasta los cimientos. No puedo esconderme allí. Y mis
hombres arriesgan mucho para refugiarme, incluso disfrazado como estoy.
—Forzó una débil sonrisa. —Sé que es peligroso pedírtelo, Ross, pero si
pudiera quedarme aquí sólo una noche, me iría antes de que salga el sol por
la mañana...
—¡Por supuesto que puede quedarse! —susurró Rosslyn con
vehemencia. —No se le ocurra pedírmelo otra vez, milord. Me sentiría
insultada si lo hiciera. El jefe del Clan Campbell siempre es bienvenido en
mi casa, con casacas rojas o no. Me honra que me haya confiado su
cuidado.
—Eres una muchacha valiente, Ross, y te lo agradezco. Enorgulleces la
memoria de tu padre, que en paz descanse.
Rosslyn sintió un repentino nudo en la garganta, pero se obligó a pensar
en la tarea que tenía entre manos. Se levantó y recogió rápidamente la mesa.
Cuanto antes se instalara lord Campbell en algún lugar de la casa, lejos de
miradas indiscretas, mejor. ¿Pero dónde?
No podía dormir en la habitación de Lorna, decidió, echando los platos
en la palangana. No era lo bastante seguro. No había cerradura en la puerta,
y Robert y sus soldados no paraban de pasar por la cocina, a veces incluso
despertando a Lorna para pedirle esto o aquello. No serviría de nada su
disfraz si encontraran a lord Campbell en su lugar.
“Tampoco podría dormir arriba”, pensó, volviendo a la mesa. Si Robert
oía algún ruido procedente de las dos habitaciones vacías al otro lado del
pasillo, seguramente sospecharía. La mascarada de lord Campbell estaba
bien interpretada, pero podría no sostenerse bajo un escrutinio minucioso o
un aluvión de preguntas. No, tendría que pensar en otra cosa.
Se le ocurrió una idea, descabellada, pero intuyó que podría funcionar.
Tal vez lord Campbell podría dormir arriba en su habitación. Nadie le
molestaría, especialmente si la puerta estaba cerrada. Robert creía que ya se
habría acostado a dormir, y mientras tanto, podría esconderse
tranquilamente en una de las habitaciones de invitados y esperar al
amanecer...
Estaba tan ensimismada en sus pensamientos que dio un respingo
cuando Lorna entró bruscamente en la cocina, mientras Simon jadeaba al
oír los pasos detrás de él. Agachó la cabeza para que la cofia le ocultara el
rostro y se agarró con fuerza al chal.
Rosslyn se precipitó al lado de su aturdida criada, con el dedo en los
labios y los ojos brillantes de cautela. —Está bien, milord, —dijo
tranquilizadora por encima del hombro de lord Campbell. —Sólo es Lorna.
—¿Milord? —dijo Lorna, cuyos ojos oscuros se abrieron de par en par
al ver la corpulenta figura femenina encorvada en la silla. Miró
inquisitivamente a Rosslyn. —¿Milord?
—Sí. No debes decir ni una palabra de esto a nadie, Lorna. Es lord
Simon Campbell.
Al oír las palabras de Rosslyn, Simon se giró y le guiñó un ojo a Lorna.
—Es bueno verte de nuevo, Lorna querida.
—¡Que Dios nos proteja! —exclamó Lorna, palideciendo como una
sábana. Puso los ojos en blanco, como si fuera a desmayarse. Rosslyn la
agarró del brazo y le dio una buena sacudida.
—Shhh, Lorna, mantén la cordura, —le exigió. —No tenemos tiempo
para histerismos. Necesito tu ayuda. Tenemos que llevar a lord Campbell
arriba, a mi habitación, sin que nadie lo vea. Se quedará en la mansión
Shrip esta noche.
—¿Tu habitación? —preguntó Lorna, totalmente confundida.
—Sí. Te lo explicaré más tarde. Escúchame, Lorna. Ve al salón y rompe
algo. Cualquier cosa. Eso debería alejar al guardia de su puesto. Sólo
necesitaremos un instante para escabullirnos por las escaleras. ¡Ahora vete!
Con una última mirada perdida hacia Simon, Lorna movió la cabeza y
huyó de la cocina tan rápido como le permitieron sus piernas rígidas. Unos
instantes después, se oyó el estruendo de una vajilla rota.
Rosslyn no perdió el tiempo. Entrelazó su brazo con el de Simon y
juntos corrieron hacia el pasillo principal. El guardia estaba de rodillas en el
salón, de espaldas a ellos, mientras ayudaba a Lorna a recuperar los
fragmentos de un plato roto.
Rosslyn ayudó a Simon a subir las escaleras, esperando que Robert no
hubiera oído el clamor. Tenía una historia preparada en la cabeza por si
acaso. Su tía abuela Morag había venido a cenar y se había puesto enferma
de repente...
Afortunadamente parecía que no tendría que usar su historia. El pasillo
estaba oscuro y silencioso, ninguna luz brillaba por debajo de la puerta de
Robert. Rosslyn le acompañó en silencio hasta llegar a su habitación. Lo
empujó adentro y le dio las buenas noches.
—Le despertaré por la mañana, milord, antes del amanecer, —susurró.
—Echad el cerrojo a la puerta y no la abráis hasta que oigáis cuatro golpes
cortos. Tendremos que volver a engañar a la guardia, pero no importa. Estos
casacas rojas son muy tontos. Estará a salvo en su camino antes del
amanecer.
—Te lo agradezco, Ross, —dijo. —Que duermas bien.
La puerta se cerró con un pequeño chasquido, y ella oyó el cerrojo
deslizarse en su lugar. Satisfecha, se dio la vuelta y regresó al pasillo.
“Que duermas bien”, pensó con ironía. Esta noche no pegaría ojo.
Mientras el jefe del clan Campbell estuviera bajo su techo, ella sería la
encargada de protegerlo.
De pronto se detuvo en seco. “¡La incursión!” Suspiró resignada.
Ya no había nada que hacer.
Parecía que tendría que conformarse con haber asaltado ya su último
carro de suministros. Los víveres que habían reunido en la cueva tendrían
que ser suficientes. No había tiempo para hacer más incursiones después de
esta noche, aparte de la que había planeado para la noche siguiente, pero en
esa estaría sola.
“Al menos sus hombres sabrían que debían abandonar la incursión si
no se reunía con ellos en el tejo”, pensó mientras continuaba por el pasillo.
No dudaba de que lo entenderían. Era su deber proteger a lord Campbell
con su vida, como haría cualquiera de sus hombres. Haría lo que fuera
necesario para garantizar su seguridad.
Rosslyn tenía la mano puesta en el pestillo de la puerta de la habitación
de invitados cuando se oyó un fuerte golpe en su habitación, seguido de un
juramento sonoro. Hizo una mueca y se apresuró a volver a la puerta.
—Lord Campbell, ¿se encuentra bien? —llamó en voz baja. —Sí,
muchacha. Sólo un poco torpe, eso es todo. No te preocupes.
Aliviada, apoyó la cabeza en el marco de la puerta. Iba a ser una noche
larga. Se apartó de la puerta y se puso rígida cuando una mano le tocó el
hombro y el corazón se le hundió en los zapatos.
16

-Rosslyn, ¿qué ocurre? —preguntó Robert, con su profunda voz teñida de


preocupación. —Estaba subiendo las escaleras y he oído que alguien
se caía. ¿Estás bien?
Rosslyn se dio la vuelta, boquiabierta ante la silueta familiar que
asomaba en la oscuridad. Una rápida mentira saltó a sus labios.
—No fue nada, Robert. Simplemente tropecé con un par de zapatos
cuando salía de mi habitación. Fue una estupidez dejarlos caer así en medio
del suelo. —Se agachó y se frotó la rodilla convincentemente, gimiendo un
poco. —Ay, me duele un poco, pero creo que estaré bien.
—Ven conmigo, —dijo con firmeza. —Deberíamos echarle un vistazo a
la luz.
Antes de que pudiera protestar, la cogió en brazos y se dirigió a su
habitación. Se apoyó en la puerta, abriéndola de un empujón, y se dirigió
directamente a la cama, donde la dejó suavemente.
Rosslyn escuchó mientras él buscaba a tientas el pedernal y la vela en la
mesilla de noche. “Al menos no había intentado llevársela a su
habitación”, pensó agradecida. Le oyó golpear el pedernal y parpadeó
cuando la cálida luz de la vela inundó la gran habitación.
Robert se arrodilló frente a ella, sus ojos se encontraron con su mirada
sorprendida. —¿Podrías levantarte la falda, Rosslyn?
Ella asintió, con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho. Cuando se
levantó la falda lentamente, sus mejillas se ruborizaron. Colocó el
dobladillo por encima de sus piernas y lo sujetó con modestia.
—¿Qué rodilla es?
Rosslyn jadeó al sentir la ligera presión de su mano sobre el tobillo. —
La izquierda, —balbuceó.
—¿Te importa que te baje las medias? —le preguntó con suavidad.
Ella negó con la cabeza, hipnotizada por la visión de sus manos
deslizándose bajo el dobladillo de la falda. Sintió una brusca inspiración
cuando sus dedos apenas rozaron su muslo y deslizó con destreza las finas
medias blancas por su pierna.
—¿Aquí? —preguntó, tocándole la rodilla con ternura. Las suaves
yemas de sus dedos empujaron y exploraron, haciéndole cosquillas, aunque
ella se esforzó por no mostrarlo. Fingió una mueca de dolor.
—Oooh, ahí es, —dijo, apretando los labios. Levantó la cabeza y lo
encontró que la estaba estudiando, pero que ya no se fijaba en su rodilla. Su
mirada penetrante parecía devorarla, aunque su expresión era inescrutable.
Se estremeció, incapaz de apartar los ojos. La estaba mirando igual que
la otra noche.
El recuerdo burlón de sus labios en su pecho saltó a su mente. Se
ruborizó y lo alejó, moviéndose en la cama. Su movimiento rompió el
hechizo, porque Robert miró hacia abajo, acariciándole la rodilla izquierda
con los pulgares.
—No hay hinchazón, —dijo en voz baja. —Creo que sólo está
magullada. —Empezó a subirle las medias.
—Puedo arreglármelas, gracias, —dijo Rosslyn, avergonzada. Mientras
él se levantaba, ella se colocó la media y se sacudió rápidamente la falda.
—Por el sonido de tu caída, me sorprende que no haya sido peor, —dijo
él.
—Sí, es una suerte, —convino ella. Se levantó despacio, probando su
peso sobre la rodilla "herida". —Ya no me duele tanto. Gracias por las
molestias, Robert. —Cojeaba un poco mientras caminaba hacia la puerta.
—Te acompaño a tu habitación, Rosslyn, —le ofreció, cogiendo el
candelabro de peltre de la mesilla de noche.
Rosslyn se detuvo bruscamente, con la respiración entrecortada. —No,
no será necesario, —objetó con ligereza. Lo miró por encima del hombro.
—Puedo ver mi camino lo suficientemente bien.
—Insisto, —dijo Robert, con las facciones marcadas por la
determinación. Llegó a su lado en dos zancadas y enlazó su brazo con el de
ella. —No quiero que te hagas más daño tropezando en la oscuridad.
La mente de Rosslyn se agitó frenéticamente. Si Robert la acompañaba
a su habitación y descubría que la puerta estaba cerrada con pestillo,
seguramente exigiría saber por qué. No podía arriesgarse a que descubrieran
a lord Campbell. ¿Qué podría decir para disuadirlo? Caminó despacio,
ganando tiempo.
—Creí que te habías ido a la cama hace una hora, Rosslyn, —dijo
Robert, igualando su paso. —Me sorprendió ver que seguías levantada.
Su frase en voz baja le sacudió, recordándole por qué había salido de su
habitación en primer lugar. Le dio una idea escalofriante.
“Tal vez si le hablaba ahora de Black Tom, desviaría su atención”,
pensó desesperada. Ya no había razón para esperar hasta mañana.
Una vez que Robert supiera que ella iba a ayudarlo a encontrar a su
bandido, esperaba que se olvidara de escoltarla y se apresurara a informar al
sargento Lynne. Cuando volviera, ella se habría ido a la cama, o eso
pensaría él. Sí, eso es lo que haría. No tenía otra opción.
Un destello de miedo recorrió su cuerpo y se dio cuenta de que estaba
temblando. Tuvo la extraña sensación de que estaba a punto de saltar desde
el borde de un precipicio a un abismo negro como el carbón. Una vez que
ofreciera su ayuda, no habría vuelta atrás, ni dudas, ni esperanza de rescate.
“Ánimo, muchacha”, se reafirmó. “Es por el bienestar de tu pueblo. La
tuya es sólo una vida por las muchas de ellos. Es tan buen momento como
cualquier otro para sellar tu destino.”
Rosslyn se volvió hacia él, esperando que no percibiera la profundidad
de su miedo. —Me fui a la cama, pero no pude dormir. He estado pensando
en lo que dijiste sobre Black Tom y sobre el general Grant. Venía a
buscarte, Robert. Pensé que podríamos hablar.
Robert estaba tan aturdido que no estaba seguro de haberla oído
correctamente. Después de que ella rechazara acaloradamente su última
súplica, se había resignado a la conclusión de que ella nunca le ayudaría.
Ahora ella estaba en su habitación diciendo que quería hablar de Black
Tom.
“No te hagas ilusiones, hombre”, pensó obligándose a mantener la
calma. “Escúchala primero, podría decepcionarte.”
La sintió temblar y se dio cuenta de que estaba nerviosa. —Siéntate,
Rosslyn, —le dijo con suavidad y le condujo a un sillón. Dejó el candelabro
sobre la mesita de tres patas que había detrás de ella. —¿Quieres una copa
de vino antes de que hablemos?
—Sí.
Llenó dos copas del jarro que había sobre el escritorio y volvió
rápidamente a su lado. Le ofreció una y notó cómo le temblaba la mano al
llevarse la copa a la boca y beber profundamente. Él bebió un sorbo, apenas
saboreando el vino. Sus ojos no se apartaban de su rostro.
Sus grandes ojos azules brillaban a la luz de las velas y estaban teñidos
de una resignación que él nunca había visto en ellos. Parecía tan vulnerable,
tan distinta de la joven desafiante que él conocía. Acercó otro sillón y se
sentó a su lado.
—¿Qué pasa con Black Tom, Rosslyn? —le preguntó, esperando no
presionarla. Ella bebió otro trago largo de vino antes de responder, y luego
sostuvo la copa en su regazo.
—He decidido ayudaros a encontrarlo, —dijo ella, mirándole fijamente
a los ojos. —Creo que me has contado la verdad sobre Grant. Mañana por
la noche te entregaré a Black Tom, y entonces tú y los tuyos podréis dejar
Strathherrick en paz.
Robert tomó aire bruscamente. Así que sus instintos habían sido
correctos después de todo. Rosslyn no sólo conocía a Black Tom, sino que
iba a conducirle hasta el bandolero. Eso era más de lo que él había
esperado.
—Pero, ¿por qué has esperado hasta ahora para contármelo? —preguntó
con una punzada de irritación, pensando en los problemas que podría haber
evitado. —Me has dicho dos veces que no sabías nada.
—Me has pedido que haga algo difícil, Robert, —respondió ella, su voz
casi un susurro. —Necesitaba tiempo para pensar, para sopesar... —se
encogió ligeramente de hombros.
“Sí, lo entendía”, pensó. No debía de ser una decisión fácil.
Rápidamente cambió de tema.
—¿Y los cinco hombres que cabalgan con Black Tom? —preguntó,
dándose cuenta de que ella no los había mencionado.
Ella negó obstinadamente con la cabeza. —En eso no puedo ayudarte.
No sé quiénes son, ni dónde encontrarlos.
Robert se inclinó hacia adelante en su silla, su expresión sombría. —
Debo tenerlos a todos, Rosslyn.
Ella le miró con dureza. —Y debes confiar en mí en esto, Robert, como
me pediste confianza hace dos semanas. Una vez que Black Tom sea
capturado, no tendrás que preocuparte por los otros. No volverán a cabalgar,
no sin su líder.
Robert se sentó en su silla, reflexionando sobre su declaración. Estuvo
tentado de preguntarle cómo podía decir eso con tanta certeza, pero decidió
no hacerlo.
Ante todo, quería a Black Tom. Si ella afirmaba que los demás cesarían
sus incursiones, debía ser cierto. Ella sabía lo que estaba en juego si no lo
hacían.
Asintió con la cabeza. —Muy bien. Sólo espero poder convencer al
general Grant.
—Sin duda está decidido a colgar a todos los ladrones y luego colgar sus
cabezas como advertencia a otros highlanders que puedan elegir ese
camino. La cabeza de Black Tom tendrá que satisfacerle.
La vio estremecerse y su rostro palidecer. Inmediatamente se arrepintió
de su cruel y horripilante declaración. —Lo siento, Rosslyn...
—¿Lo sientes? —soltó ella de repente. Su risa era áspera; sus ojos
brillaban intensamente. —Quiero que sepa esto, capitán Robert Caldwell. Si
no fuera por Black Tom, habría muchas más tumbas frescas salpicando
Strathherrick, llenas de mujeres y niños que murieron de hambre porque tus
buenos compatriotas tuvieron a bien robar el pan de sus mesas.
Afortunadamente, ahora tenemos comida suficiente para pasar el invierno y
semillas para plantar en primavera. Os doy Black Tom sólo para ahorrar a
mi gente más sufrimiento y dolor. ¡Del tipo de dolor que el general Grant
les infligiría! Del tipo de dolor que no sobrevivirían ni con comida en sus
estómagos. ¡No lo olvides!
Tiró lo que quedaba de vino y dejó la copa temblorosamente sobre la
mesa. —Ya he dado mi opinión. Podemos discutir los detalles por la
mañana. No quiero impedir que compartas tus maravillosas noticias con el
sargento Lynne. Estoy seguro de que tienen mucho de que regodearse
juntos, planes que hacer. Buenas noches, Robert.
Ella se levantó bruscamente, pero él le agarró la mano con fuerza. —
¿De verdad crees que me regodearía, Rosslyn? —dijo en voz baja.
—El sargento Lynne se enterará de esto muy pronto.
Dejó la copa a un lado y se levantó de la silla, tan cerca de ella que los
botones de latón de su casaca le rozaron el corpiño. Ella saltó hacia atrás
como si le hubiera pinchado, pero él la sujetó.
—¿No crees que entiendo algo de lo que te ha costado tu decisión,
Rosslyn? —le preguntó, clavando sus ojos en los de ella. —¿No crees que
siento tu dolor? Traicionar a un hombre, incluso por el bien de tantos...
—¡Nunca sabrás ni la mitad de lo que siento! —exclamó Rosslyn, con la
voz llena de aversión.
Se soltó de su agarre y corrió hacia la puerta abierta, sin acordarse
apenas de cojear. Oyó sus pasos detrás de ella y supo que no lograría
escapar, parecía decidido a no dejarla ir.
No se paró a pensar. Con un movimiento rápido, cerró la puerta con un
portazo, echó el cerrojo y se giró para mirarle.
Sus ojos se cruzaron con los de él mientras se acercaba. En aquel
momento no supo si se quedaba para proteger a lord Campbell o si se rendía
por fin al inexorable anhelo que se había apoderado de sus sentidos, su
cuerpo y su voluntad desde la primera vez que Robert la había estrechado
entre sus brazos.
Todo lo que sabía era que pronto se enfrentaría a la muerte, por la soga
del verdugo si era llevada a juicio, o aún más inquietante, por un par de
pistolas cargadas mañana por la noche. Casi podía sentir las balas
abrasadoras desgarrando su carne, y cerró los ojos con fuerza, cruzando los
brazos protectores sobre sus pechos.
“No era justo, ¡no era justo!” gritaba su mente. Lágrimas de
desesperación se agolparon bajo sus párpados. Apenas había vivido, apenas
había amado...
—Rosslyn, ¿qué pasa? —la voz de Robert la llamó, sus brazos tirando
de ella hacia él. La envolvieron y sintió una seductora comodidad que
nunca había conocido. Se apretó contra su ancho pecho, como si pudiera
fundirse con él y sentirse segura.
Abrió los ojos llenos de lágrimas. Su cara estaba muy cerca de la suya y
su aliento era cálido contra su piel.
—¿Por qué lloras, Ross? —le preguntó con suavidad y dulzura. Su dedo
recorrió una lágrima por su mejilla. —Dímelo, cariño.
Oyó las palabras escapar de sus labios con una voz que no conocía. Una
voz temblorosa y asustada... horriblemente asustada.
—¿Es verdad lo que dijiste en las cataratas, Robert? ¿Que no querías
que me pasara nada?
—Sí, es verdad, —dijo, abrazándola ferozmente. —He estado muy
preocupado, pero ahora estarás a salvo. Me has dado lo que necesitaba para
protegerte, Rosslyn. No debes tener miedo. Nunca te pasará nada, no si yo
puedo evitarlo.
Ella se apartó un poco y le miró a los ojos, sus delgadas manos se
alzaron para acunar su rostro. —¿Entonces te importo, Robert Caldwell?
¿Te importo de verdad?
Él asintió sin decir palabra y la abrazó con más fuerza, tanta que ella
pensó que podría expulsar el terrible miedo de su corazón. Deseaba tanto
olvidar el horror que estaba por llegar, aunque sólo fuera por un rato.
—Ámame, Robert, —le suplicó. —Demuéstrame que te importo, como
un hombre quiere a una mujer. Debo saber... debo saber...
—Ross, ¿te das cuenta de lo que estás diciendo? —preguntó Robert con
voz ronca, apretando su barbilla. Buscó su rostro y sus ojos. —Has luchado
contra mí todo el tiempo. Pensé que siempre sería algo que odiarías y
despreciarías. Y ahora me pides...
Su beso lo silenció mientras se ponía de puntillas y encontraba sus
labios. Fue un beso tan desesperado y apasionado que él gimió contra su
boca y la estrechó contra su pecho. Ella sintió cómo la levantaba en brazos,
sintió la fuerza de su cuerpo a través de sus largas zancadas, luego cayó de
espaldas contra la suavidad y supo que estaba tumbada con él en la cama.
Robert tumbo su duró cuerpo sobre el de ella y le sujetó fuertemente,
con una mano, los brazos por encima de la cabeza. Su cabello rubio oscuro,
que había perdido la cinta que lo sujetaba, caía para enmarcar su rostro
como una gavilla de oro a la luz de las velas. Sus ojos verde-grisáceos se
encendieron con un hambre voraz contenida durante demasiado tiempo.
—Te he deseado desde el primer momento en que te vi, Ross Campbell,
—susurró, con su aliento en sus mejillas, en sus labios, como una dulce
caricia. —Te deseaba tanto que no podía dormir de dolor. Te deseaba tanto
que, cuando por fin dormía, sólo soñaba contigo.
Se apoderó de sus labios, besándola hasta dejarla sin aliento. —Dime lo
que quieres, Ross, —le exigió entrecortadamente, con su respiración
jadeante fundiéndose con la de ella. —Si de verdad me deseas, debes
decirlo. Debo estar seguro.
—Te deseo, Robert Caldwell, —susurró ella con urgencia. —Debes
mostrarme lo que es amar y ser amada.
Sus palabras atravesaron la turbulenta nube de deseo que bullía en la
mente de Robert. Se dio cuenta de ello y sintió un torrente de agridulce
regocijo. Le soltó las muñecas y se incorporó sobre los codos, con los dedos
hundidos en sus rizos castaños.
—¿Soy el primero? —le preguntó con suavidad, pero con una pizca de
desesperación. Intuía su respuesta, pero necesitaba oírla de sus propios
labios. No entendía por qué le importaba tanto, pero así era. Si no había
amante, tal vez podría atreverse a esperar que su corazón aún estuviera
libre.
—Sí, —suspiró Rosslyn. —Eres el primero. —Levantó la mano y
deslizó el dedo por la mejilla afeitada de él hasta los labios. Recorrió las
sensuales curvas de su boca, con los ojos rebosantes de asombro y pasión.
Sonrió muy tenuemente. —Y nunca he conocido un beso como el tuyo,
Robert.
Un suspiro desgarrado escapó de su garganta, arrancado de lo más
profundo de su alma.
La estrechó entre sus brazos y la besó profundamente, sabiendo que
había recibido un regalo precioso. Un regalo para saborear, atesorar y
despertar lentamente. De mala gana, se separó de sus labios y se levantó de
la cama.
—No me dejes, —gimió Rosslyn, con los párpados abiertos. Le dolía
todo el cuerpo, sus sentidos tambaleantes eran muy conscientes de su
ausencia. Sintió frío, echando de menos el calor de su peso sobre ella, hasta
que una oleada de calor la recorrió de pies a cabeza.
Un estremecimiento de expectación le recorrió cuando su poderoso
cuerpo se desnudó ante ella, revelando la perfección masculina que
recordaba tan vívidamente del lago. Sus ojos se posaron en él, absorbiendo
su belleza masculina, las duras crestas y ángulos, las musculosas
extremidades, mientras cada uno de sus ágiles movimientos se iluminaba
con la luz de las velas y las sombras.
—Ven a mí, hermosa Ross Campbell, —le dijo de repente, con una voz
ronca que le estremeció hasta lo más profundo de su ser.
Temblando sin control, saltó de la cama y voló a sus brazos. Su calor le
envolvió, y su piel bronceada, áspera y suave a la vez, se dejó acariciar
frenéticamente. Sus labios se fundieron y se separaron mientras la lengua de
él acariciaba los suyos, buscando, ahondando en los recovecos
aterciopelados de su boca, incluso mientras sus manos le despojaban
expertamente de su vestido y sus enaguas.
—Hermosa Rosslyn, eres mi Rosalind, —murmuro mientras le daba la
vuelta, abrazando con un brazo su esbelta cintura. —Quiero ver toda la
belleza que posees, conocerla, saborearla, tocarla. —Le dio besos ardientes
en el hombro mientras le quitaba hábilmente la camisa por la cabeza y
luego hundía la cara en su pelo, aspirando su fragancia.
Ella soltó un pequeño jadeo de placer cuando las manos de él
desaparecieron bajo sus calzones y subieron lentamente por su cuerpo,
rozándole las caderas, acariciándole el vientre y la estrecha curva de la
cintura. Luego le cogió los pechos y se los apretó con suavidad.
Rosslyn dio un respingo de sorpresa y gimió cuando sus uñas rozaron
sus pezones tensos.
De repente, Robert se arrodilló detrás de ella y su aliento caliente le
recorrió la columna vertebral. Deslizó lentamente los calzoncillos por sus
caderas y bajó por sus piernas. Levantó primero un pie delgado y luego el
otro, besando y acariciando cada uno a su vez, con su aliento haciéndole
cosquillas en los dedos.
—Confío en que no necesitaras esto, —susurro, pasando las manos entre
sus muslos mientras desataba la correa que sujetaba el puñal y arrojaba el
arma y la funda sobre una silla.
Ella jadeó bruscamente cuando él le dio un pellizco en el trasero
desnudo y luego le hizo girar, con las palmas de las manos tocando y
acariciando su sedosa piel. Echó la cabeza hacia atrás y se deleitó con su
tacto arrollador, sintiendo como si él acariciara cada centímetro de su
cuerpo.
Temblores de excitación sin aliento recorrieron sus miembros cuando
Robert besó su ombligo y sus dedos se perdieron brevemente en el suave
montículo castaño que se encontraba justo en la unión de sus muslos, luego
se puso de pie y la atrapó en su poderoso abrazo.
—Dulce Ross, —murmuró con fuerza, asfixiando con besos su esbelta
garganta, sus hombros y sus pechos. Buscó sus labios y ella se perdió en el
olvido, apenas consciente de que la había levantado sobre la cama.
Estaba ebria con sus caricias e impotente ante las sensaciones
vertiginosas que sacudían su cuerpo. La carne le ardía por sus innumerables
besos.
Así que ésta era la magia. Éste era el misterio entre hombres y mujeres.
Rosslyn abrió los ojos aturdida y encontró a Robert inclinado sobre ella,
con sus musculosos muslos a horcajadas sobre sus caderas. Se detuvo en
sus pechos doloridos, saboreando primero uno y luego el otro, su lengua
torturando las puntas hinchadas, las yemas de sus dedos acariciando
ligeramente las aureolas rosadas hasta que ella creyó que iba a gritar.
Entonces él la miró, sus ojos ardiendo en los de ella con potente calor,
inflamados por el deseo.
—¡Bendita, bendita noche! —murmuró roncamente, apartándole un
mechón castaño de la cara. —Temo que, siendo de noche, todo esto no sea
más que un sueño...
Rosslyn levantó la mano y lo atrajo hacia ella, con su beso como la más
dulce seducción. Le besó profundamente, con toda la pasión que poseía, y
luego susurró contra sus labios: —Sí, es de noche, Robert, pero no es un
sueño. Ámame, por favor, ámame.
Gritó y se arqueó salvajemente contra su mano, aumentando su frenesí
cuando la lengua de él empezó a acariciar y provocar donde hacía unos
instantes habían estado sus dedos. Sus caderas se inclinaron instintivamente
mientras se abría para él.
—Robert... no... oh, por favor, —gimoteó, temblorosa y agitada. Una
oleada de intenso placer crecía en lo más profundo de su ser, con vetas de
ondulantes sensaciones que irradiaban desde el punto secreto de su
implacable embestida. Le pasó los dedos por el pelo, gimiendo e
implorando, hasta que sintió que él se levantaba bruscamente y cubría su
cuerpo tembloroso con su poderoso peso.
—Ross, mi amor, sólo te dolerá un instante, te lo prometo, —le oyó
susurrar, mientras sus labios atrapaban los suyos.
Ella sintió un fuerte y ferviente empujón e innatamente se arqueó contra
él, cada fibra de su ser luchando por la desconocida satisfacción que tanto
ansiaba. Jadeó cuando su fuerza palpitante se clavó en su suavidad, un
relámpago de dolor que anuló su placer.
—Shhh, cariño, —murmuró Robert con voz ronca contra su boca,
moviendo suavemente las caderas de un lado a otro. —Pronto pasará.
Shhh...
Calmada por sus susurros tranquilizadores y sus tiernas caricias, se
maravilló de la rapidez con que el dolor disminuía y desaparecía. Su cuerpo
parecía tener voluntad propia cuando acompasaba sus movimientos,
primero lentamente, luego con más urgencia, sus sentidos sacudidos una
vez más por embriagadoras oleadas de placer.
Volvió a temblade placer r y un calor abrasador la envolvió. Sin darse
cuenta, atrajo a Robert hacia sí, rodeando su musculosa espalda con los
brazos y rodeando su cintura con sus delgadas piernas, como si nunca fuera
a soltarlo. Respondió a sus embestidas con salvaje abandono, exigiendo
todo lo que él podía darle y más.
Su respiración jadeante se unía a la de él mientras se aferraban el uno al
otro, sus cuerpos sacudidos y zarandeados por una tormenta de pasión. Le
oyó gemir y gritar roncamente su nombre mientras él explotaba en lo más
profundo de su ser, una gran y estremecedora liberación que la catapultó a
al éxtasis.
—¡Abrázame, Robert! ¡Abrázame! —gritó, segura de que moriría de
puro asombro e infinito placer. Se impulsó con fuerza contra él, con
lágrimas de éxtasis salpicándole la cara mientras una oleada tras otra de
placer tumultuoso revelaba por fin el misterio del amor.
Segundos después, tras resultar exhausta, se quedó dormida. Él la
observó durante unos minutos hasta que su mirada se desvió hacia la vela
que había al otro lado de la habitación. Chisporroteaba y silbaba, y la llama
amarilla ardía con la fresca brisa nocturna que entraba por la ventana
agrietada.
Decidió que era mejor dejar que se consumiera sola y abrazó a Rosslyn
contra su pecho. No quería despertarla.
Agarró la colcha y tiró de ella. La gruesa lana los mantendría cómodos
durante la noche. Apoyó suavemente la barbilla sobre la cabeza de ella,
acariciando su sedoso cabello y deleitándose con la calidez de su ágil
cuerpo.
Su respiración se había ralentizado, y su ritmo suave y acompasado era
señal de que todo iba bien.
—Lady Rosslyn Campbell, —murmuró en voz baja, cerrando los ojos.
—Lady Rosslyn Caldwell, señora de Plockton, señora esposa de Bluemoor.
Robert sonrió débilmente. No le sorprendía la dirección que habían
tomado sus pensamientos, ni la fuerza de su emoción. Estaba enamorado.
Nunca había estado tan seguro de nada en su vida.
Estaba enamorado de una ardiente escocesa que le dejaba sin aliento
cada vez que le miraba a los ojos. Una highlander hermosa, testaruda y
apasionada. Algunos insistirían en que era su enemiga, pero él sabía que no
podría vivir sin ella.
Nunca hasta esa noche se había atrevido a esperar que un amor así fuera
posible.
Ahora parecía que realmente le importaba, y con el tiempo podría
consentir en convertirse en su esposa. Sí, podía tener esperanzas. Podía
soñar.
Robert la abrazó protectoramente, el sueño se apoderó de él. —Tenemos
un nuevo comienzo por delante, tú y yo, —susurró suavemente contra su
pelo. —Después de mañana, lo peor habrá pasado, el peligro habrá pasado.
Empezaremos de nuevo, Ross Campbell.
17

R osslyn se acurrucó aún más en el cálido colchón, frotando la mejilla


con satisfacción contra la suave almohada de plumas. Sus párpados
se abrieron ligeramente. Murmuró somnolienta y volvió a cerrarlos. La
habitación estaba muy oscura y aún faltaban horas para el amanecer.
Tiempo de sobra hasta que tuviera que despertar a lord Farlan Campbell.
Se atusó lánguidamente el cabello despeinado, apartándolo de su cara.
“Era curioso que las cortinas de la cama estuvieran cerradas”, pensó
perezosamente. “Las noches aún no eran tan frescas”.
De repente se dio cuenta.
—Ay, seguro que te has vuelto a quedar dormida, —gimió, abriendo los
ojos de golpe. Estaba tan oscuro que no veía nada. Se incorporó y buscó a
tientas entre las pesadas cortinas. Encontró el dobladillo con flecos y apartó
la cortina, jadeando cuando un rayo de sol cegador atravesó la amplia cama.
—¡Maldita sea! —dijo Rosslyn en voz baja. Su mirada recorrió el
interior iluminado, rodeado de cortinas opacas por todos lados y el dosel
inclinado en lo alto. Le recordaba a una silenciosa tumba de terciopelo
verde. Con razón había pensado que aún era de noche.
El corazón se le subió a la garganta. ¡Oh, no! Había prometido despertar
a lord Campbell antes del amanecer.
Buscó frenéticamente el reloj de bolsillo de oro de la mesilla de noche,
entrecerrando los ojos por la claridad de la habitación mientras miraba la
esfera. Eran casi las diez y media. Dios mío, ¿cómo iba a sacarlo de casa sin
que nadie lo viera?
Se deshizo de la colcha y su mirada se posó en el lugar yermo que había
a su lado. Tocó la sábana arrugada. Robert ya debía de llevar horas
despierto.
Sus mejillas se encendieron, imágenes lascivas de la noche anterior
pasaron por su mente. Su mano se desvió hacia la almohada de él, aún
hundida en el centro. Casi podía sentir su calor, su tacto conmovedor. Se le
puso la piel de gallina y se estremeció al recordar...
—Déjalo, Ross, ahora no tienes tiempo para pensar en eso, —susurró
con vehemencia, alejando los recuerdos seductores. Se levantó de la cama.
—¿No hay tiempo para pensar en qué? —preguntó Robert, levantándose
de la silla tras el escritorio de caoba. Su mirada, abiertamente sorprendida,
la recorrió. —Me ha parecido oír unos crujidos detrás de las cortinas.
Buenos días, Rosslyn.
Rosslyn se sobresaltó y se dejó caer sobre el colchón. Agarró la cortina
de la cama y tiró de ella para cubrir su desnudez. —R-Robert. No sabía que
seguías aquí, —dijo a duras penas, con los ojos muy abiertos por la
sorpresa. Tragó saliva, decidida a evitar su pregunta.
—Volví hace poco, —respondió él con ligereza. —He estado
escribiendo en mi diario militar, una de mis obligaciones más mundanas
como oficial. —Cerró el gran volumen encuadernado en piel y volvió a
mirarla, sonriendo cálidamente. —Cuando me levanté esta mañana, dormías
tan profundamente que no quise despertarte. Corrí las cortinas de la cama
para que estuvieras tranquila. Espero que te haya parecido bien.
—No importa, —dijo distraída. “¿Cómo iba a ir a ver a lord Campbell
ahora?” se preguntó. Su mirada se detuvo en sus ropas, cuidadosamente
tendidas sobre un sillón. Su puñal yacía sobre el asiento de brocado, con la
empuñadura de plata reluciente. Miró a Robert desde el sillón.
Estaba apoyado en el escritorio, cruzado de brazos, mirándola como si
pudiera ver a través de la cortina de terciopelo. Sintió un rubor que le
recorría desde el cuero cabelludo hasta los dedos de los pies y se movió
cohibida. Sujetó la cortina con más fuerza sobre sus pechos.
—Robert, si no te importa, me gustaría vestirme, —dijo, intentando
mantener un tono firme. —Voy a coger frío aquí de pie. ¿Serías tan amable
de salir de la habitación?
Parecía desconcertado, casi dolido, y parecía que iba a protestar.
Luego suspiró. —Si eso es lo que deseas, —aceptó, con la reticencia
evidente en su voz. Se dirigió a la puerta, se volvió y la miró de nuevo. —Si
quieres, te traigo el desayuno. Todavía no he comido, te estaba esperando.
Esperaba que pudiéramos hablar y tal vez discutir esos detalles que
mencionaste anoche.
Ella asintió rápidamente, picada por sus palabras. Obviamente ya estaba
pensando en Black Tom. —Sí, estaría bien, Robert, —dijo en voz baja,
decidiendo que era lo mejor.
Su respuesta pareció levantarle el ánimo. Volvió a sonreír. —Bien,
regreso en un momento.
Cuando cerró la puerta tras de sí, Rosslyn corrió hacia el sillón y cogió
su ropa. Se vistió rápidamente, con la mente dándole vueltas.
Esperaba que mientras Robert estuviera en la cocina, tuviera tiempo
suficiente para ver a lord Campbell. Debía de estar a salvo o la casa ya se
habría alborotado. Robert se lo habría dicho si hubieran encontrado un
huésped inexplicable entre ellos. Su comportamiento no había sugerido
nada fuera de lo normal, aparte de la inquietante corriente de intimidad que
había entre ellos.
Una vez más, tuvo que desterrar los vibrantes recuerdos que acudían a
su mente. Se levantó la falda y se puso las medias, preguntándose cómo iba
a explicarle a lord Campbell que no lo había despertado a la hora acordada.
“¿Cómo iba a explicárselo a Lorna?” Sin duda, su sirvienta se
preguntaba dónde se había metido durante toda la mañana.
Rosslyn se ató el puñal y corrió hacia el gran espejo de pared.
Rápidamente observó su reflejo.
Tendría que cepillarse el cabello más tarde. Con un último tirón del
corpiño, se apresuró a salir de la habitación.
Casi se desmaya al ver que la puerta de su habitación estaba entreabierta
y que la luz dorada del sol salpicaba el pasillo alfombrado. Recorrió la corta
distancia e irrumpió en la habitación. Estaba vacía excepto por Lorna, que
estaba haciendo la cama tranquilamente.
—Buenos días, Ross, —dijo Lorna con indiferencia, mirando por
encima de su estrecho hombro. —Deberías cerrar la puerta, muchacha,
antes de decir una palabra. Parece como si hubieras visto un fantasma.
Rosslyn parecía no poder mover los miembros. Sólo miraba fijamente,
con los pies clavados en el suelo. —Lorna, ¿dónde...?
—No lo digas, muchacha. Espera, —Lorna le hizo callar, corriendo y
cerró ella misma la puerta. Caminó hasta el lado de Rosslyn y le dio un
fuerte abrazo. —Todo va bien, Ross, no tienes que preocuparte. Siéntate en
la cama.
Atónita, Rosslyn obedeció. Se desplomó sobre el colchón y Lorna se
sentó a su lado. —¿Qué quieres decir, Lorna? —dijo. —¿Dónde está lord
Campbell?
—Aquí. Lee esto, —respondió Lorna, metiendo la mano en el bolsillo y
sacando una hoja de papel. La puso en la mano laxa de Rosslyn. —Lo
encontré bajo la almohada. Lo explicará todo.
Cuando Rosslyn leyó en voz alta la carta garabateada apresuradamente,
con voz de susurro, sintió un increíble alivio.

Gracias por tu amable hospitalidad, Ross querida. Cuando no viniste a


despertarme, estaba seguro de que la emoción de mi inesperada llegada
había sido demasiado para ti. No te culpo por ello, y casi es mejor así.
Me he encargado de despedirme a través del túnel de tu bisabuelo. Sí, lo
conozco desde hace años. Tu padre me mostró el túnel cuando era un
muchacho, tan orgulloso estaba de él. Nosotros los caciques conocemos
muchos secretos. Así es por lo que vivimos tanto.
Una última palabra para ti, Ross. Eres una muchacha valiente y estoy
orgulloso de lo que has hecho estos últimos meses. Sí, conozco tu causa.
Cuando oí rumores de un intrépido bandido en Strathherrick, supe que
eras tú.
Tienes el coraje y la lealtad de tu padre, que en paz descanse, al Clan
Campbell, y tu propio corazón bondadoso que, junto con la belleza de tu
madre, hacen de ti toda una mujer. Sólo te pido que tengas cuidado con
estos casacas rojas.
Nunca antes un azote tan odioso se había posado sobre nuestras
amadas Highlands. Que Dios te guarde, Ross.

Simon Campbell

Las manos de Rosslyn cayeron sobre su regazo. —¡El túnel del


bisabuelo! —dijo incrédula.
—Sí, debe de haber escapado limpiamente, de lo contrario seguro que
habríamos oído ya el alboroto, —afirmó Lorna con naturalidad. —Me
pregunto cómo se las arregló para eludir al guardia de abajo, eso es todo. —
Se encogió de hombros y su arrugado rostro esbozó una sonrisa. —Por algo
le llaman Simon el Zorro, —dijo riendo entre dientes.
Rosslyn se habría unido a su risa si no hubiera estado tan asombrada.
Tras una última lectura, rompió la carta en pedacitos y se los entregó a
Lorna. —¿Te ocuparás de que esto se queme en el hogar de la cocina? No
queremos arriesgarnos a que caiga en malas manos.
—Sí, muchacha, —asintió Lorna, serena.
Rosslyn soltó un pequeño suspiro mientras se levantaba de la cama. —
Parece que no tengo nada más que hacer aquí. Todo está bien, Lorna, como
dijiste.
—¿Lo está, Ross?
Miró a Lorna, observando las líneas de preocupación grabadas
profundamente en el rostro de la anciana. —Sí, en lo que concierne a lord
Campbell, —respondió con gravedad.
—No me refería a Simon Campbell, —dijo Lorna en voz baja. Miró a
Rosslyn a los ojos, pero en su perspicaz mirada no se reflejaba ningún
juicio. —¿Fue el capitán amable contigo, pequeña?
Sobresaltada, Rosslyn sintió una repentina vergüenza. Pensó en negarlo,
pero decidió que no debía hacerlo, no ahora. —¿Cómo lo sabías?
—Te he criado desde que eras pequeña, Ross. No hay mucho que se le
escape a Lorna Russell. —Se puso rígida y cogió la barbilla de Rosslyn. —
No le has dado más que tu virginidad, ¿verdad? ¿O también vez tu corazón?
Pensaba que esto sólo lo haría más difícil para ti, preocuparte del hombre
que te llevará a la cárcel.
—¡No! ¡No me preocupo por él! ¿Cómo puedes decir semejante cosa,
Lorna? —exclamó Rosslyn a la defensiva. —Sólo fui a su cama para
proteger a lord Campbell. —Se mordió la lengua, sabiendo que era una
mentira a medias, pero no podía soportar que Lorna supiera la egoísta
verdad.
—¿Le has contado ya lo de Black Tom?
—Sí, anoche.
Lorna inspiró bruscamente pero no dijo nada, sus ojos oscuros estaban
llenos de dolor.
—Sabe que le ayudaré a encontrar al bandido, eso es todo, —continuó
Rosslyn con cuidado. —No sabe que soy yo, todavía no, eso lo descubrirá
esta noche, en el páramo.
—Pero cómo...
—Lorna, no tengo tiempo de contarte todos los detalles ahora, —la
cortó con suavidad, estrechando las desgastadas manos de Lorna. —Más
tarde hablaremos. Robert está esperando encontrarme en su habitación, para
oír cómo voy a llevarlo... hasta Black Tom. Debo irme. —Le dio un beso en
la mejilla, luego se volvió bruscamente y salió de la habitación.
“Ahora sólo debes pensar en lo que te espera”, se dijo Rosslyn con
firmeza, conteniendo el nudo que se le hizo en la garganta. Enderezó sus
delgados hombros mientras caminaba decidida por el pasillo.
Primero tenía que explicarle a Robert dónde encontrarían él y sus
soldados a Black Tom, después tenía que visitar a sus hombres en Plockton.
Tenían que saber por qué no cabalgarían con ella esta noche, por qué nunca
más cabalgarían por su causa, y si Robert le preguntaba adónde iba, ella
simplemente le diría que tenía que ver a la mujer que había estado de parto.
Oyó el ruido de tazas de té de porcelana sobre una bandeja y supo que
Robert ya estaba de vuelta en su habitación. Se sintió extrañamente
tranquila, teniendo en cuenta que estaba a punto de firmar su propia
sentencia de muerte.
Cuando Robert supiera dónde encontrar a Black Tom, su destino estaría
casi sellado.
18

-¡No,dando
Ross! ¡No cabalgarás sola! —exclamó Alec acaloradamente,
vueltas por su gran cabaña. Se detuvo bruscamente y golpeó
con el puño el tosco armario, haciendo sonar todas las tazas y platos de los
estantes abiertos. —¡Malditos casacas rojas! —gritó, golpeando de nuevo.
—¡Malditos sean Grant, Rutherfod, el capitán Robert Caldwell y todos
ellos!
Liam extendió la mano justo a tiempo para salvar la jarra de whisky, que
se balanceaba a punto de caer. —¿Quieres calmarte, Alec? —dijo con un
fuerte suspiro. —Ya has destrozado una silla. Todos sentimos lo mismo, no
tienes que destrozar la casa para demostrar tu ira.
Alec miró a su viejo amigo con los puños apretados, las cejas muy
fruncidas y los pies plantados en una postura desafiante. Su rostro,
normalmente rubicundo, estaba rojo como una remolacha.
—¿De verdad piensas lo mismo que yo, Liam? ¿Crees que Ross no
debería ir sola? —preguntó con suspicacia. —Eres el que más gana
quedándose en casa. Todavía tienes a tu familia bajo tu techo, tu buen hijo,
Mervin, tu hermosa esposa. Yo sólo me tengo a mí mismo, mis dos hijos
murieron en Culloden, mi esposa se nos fue hace cinco años, mi hija se
mudó a Duhallow con su marido. ¡No tengo nada que perder salvo mi
orgullo si no cabalgo con Ross esta noche!
—¿Te atreves a cuestionar mi lealtad? —dijo Liam apesadumbrado,
levantándose de su silla. Aunque le faltaba una cabeza para tener una talla
normal, su corpulencia compensaba con creces su baja estatura. Se enfrentó
directamente a su pariente. —Sí, aprecio a mi familia, pero no tanto como
para dejar que la hija de Archie Campbell cargue con toda la culpa y el
castigo por lo que hemos hecho todos juntos.
Mervin saltó al lado de su padre, sus profundos ojos azules se
encendieron. —¿Estás diciendo que me acobardaría en casa, Alec, mientras
Ross se enfrenta a los ingleses? —escupió al suelo. —Prefiero morir en la
horca a que se diga en Strathherrick que Mervin McLoren prefirió
esconderse de los casacas rojas a luchar contra ellos.
Rosslyn se puso en pie de un salto, con los nudillos blancos de tanto
agarrar la mesa. —¡No permitiré que discutáis y os peleéis entre vosotros!
Basta, os digo en serio, basta. —Respiró hondo y miró a un hombre tras
otro. La tensión era tan densa que flotaba en la habitación como una niebla
sofocante. —Sentaos todos.
—Sí, no es momento de discutir, —aceptó Liam con brusquedad,
tomando asiento. Mervin le siguió, pero Alec se mantuvo firme.
—No me sentaré hasta que se decida este asunto, —insistió. Se apoyó
en una pared encalada y cruzó los brazos sobre su fornido pecho.
—Muy bien entonces, Alec. Quédate de pie si quieres, —dijo Rosslyn.
Se sentó y miró a su alrededor. —Aprecio tu lealtad y tu voluntad de
cabalgar conmigo esta noche, sin importar las consecuencias, —dijo con
firmeza. —Pero no puedo permitirlo. Sería cabalgar hacia una muerte
certera, y lo sabéis muy bien. No tendré eso sobre mi conciencia, ya es
bastante malo que os haya involucrado tanto.
—No puedes estar segura de que nos llevaría a la muerte, Ross, —
Replicó Alec. —¿Cómo sabes que no nos meterán en la cárcel? Todo lo que
hemos hecho es robar un poco de comida para nuestras hambrientas
familias. Seguramente el tribunal mostraría algo de piedad... tal vez
sentenciarnos a unos años en una cárcel de Edimburgo...
—¿Has olvidado que hemos disparado a soldados ingleses, Alec? —
Rosslyn le cortó bruscamente. —El tribunal no verá con buenos ojos ese
pequeño detalle, puedes estar seguro. —Hizo una mueca de dolor,
recordando lo que Robert había dicho sobre las cabezas cortadas y los
pinchos, pero no se atrevió a mencionarlo. —El capitán Caldwell me ha
dado razones para creer que el general Grant desea dar un escarmiento a
Black Tom, —dijo en su lugar.
—Black Tom, desde luego, —espetó Alec en voz baja. Se apartó de la
pared y empezó a caminar por el suelo lleno de tierra. —Parece que le das
mucha importancia a lo que te ha dicho el capitán Caldwell, Ross. ¿Y si
miente? Tal vez haya urdido esta amenaza sobre Grant para engañarte y que
le des lo que quiere, fácilmente y sin luchar. —Se acercó de pronto a la
mesa y se inclinó sobre ella, mirándola casi acusadoramente. —No puedo
creer que confíes tan fácilmente en un casaca roja, muchacha.
Rosslyn le devolvió la mirada, presa de la ira. —Sí, confío en él, Alec,
—dijo escuetamente. —En este caso, confío plenamente en él. —Sus
palabras calaron hondo en su interior y recordó fugazmente su promesa a
Bethy de que nunca confiaría en un inglés.
—¿Y si miente? —preguntó Alec con dureza, apenas convencido.
—He considerado esa posibilidad y he decidido que no correré ese
riesgo con la vida de nuestra gente. —Se puso de pie, su voz adoptando un
tono enérgico que había oído usar a su padre una y otra vez. —Cabalgaré
sola esta noche. Si me equivoco, sólo perderé mi cuello. Os exijo que me
juréis que no interferiréis.
Hubo un silencio pesado y melancólico en la sala mientras los hombres
se miraban entre sí y luego a ella.
—Juradme que no os entrometeréis, —repitió ella. —El capitán
Caldwell cree que no sé nada de vuestro paradero ni siquiera quiénes sois.
Y cuando me atrapen, me llevaré vuestros nombres a la tumba, ¡lo juro!
Estáis a salvo, maldita sea. ¡A salvo! ¿No me oís? ¡Juradlo!
Alec fue el primero en negar lentamente con la cabeza, seguido por sus
dos hombres. —No es por faltarte al respeto, Ross, pero no puedo hacer
semejante juramento, —dijo en voz baja. Su expresión sombría reflejaba
sus palabras. —No has considerado una cosa muy importante.
—¿Y cuál podría ser "esa cosa"? —espetó ella, e inmediatamente se
arrepintió de su tono insolente. Sus hombres se preocupaban mucho por
ella, eso estaba claro.
—¿De verdad piensas que el capitán Caldwell creerá que eres Tom el
Negro, sobre todo cuando te encuentre sola? —dijo, pintando la escena para
ella. —Para él, eres la señora de Plockton. Pensará que te has disfrazado de
Black Tom para proteger al bandido y a tu pueblo. Se reirá en tu cara, Ross,
y pensará que le estás tomando el pelo.
Rosslyn miró fijamente a Alec, sus proféticas palabras la golpearon con
toda su fuerza. Se hundió lentamente en su silla.
“Era posible”, pensó aturdida. Nunca había pensado que Robert no
creería que ella era Black Tom.
Una vez capturada, había planeado proporcionarle información sobre
sus incursiones, especialmente cuando ella y sus hombres saquearon su
campamento. “¿Pero la creería?” Ella era Black Tom, pero Robert creía
que el bandido era un hombre. No tenía motivos para creer lo contrario.
Robert podía continuar su infructuosa búsqueda hasta que el general
Grant viniera a asolar el valle, e incluso entonces no encontrarían al hombre
que buscaban. ¡Ese hombre no existía! Robert nunca creería que era Black
Tom a menos que...
—Debéis cabalgar conmigo, —dijo, dando voz a su entumecida
comprensión. De uno en uno, sus ojos se posaron en cada uno de sus
hombres. —Todos vosotros, es la única manera.
—Sí, —afirmó Alec, asintiendo con gravedad. —Debemos cabalgar
juntos.
—No diré una palabra en contra, —asintió Liam.
—¿Mervin?
—Puedes contar conmigo, Ross, —soltó entusiasmado, como si su vida
no corriera peligro. —En cuanto terminemos aquí, partiré hacia Beinn
Bhuidhe y se lo diré a Gavyn y Kerr, sabes que nos acompañarán, eso les
dará la oportunidad de ajustar cuentas cuando los casacas rojas vengan a
por nosotros.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Rossly, sorprendida.
—No pensarás que vamos a permitir que nos lleven de la nariz como a
un manso ganado, —dijo Alec con una carcajada. —No es la forma de
actuar de los highlanders, y lo sabes bien, Ross Campbell. Si nos rendimos
fácilmente, el capitán Caldwell podría pensar que has reunido a algunos de
vuestros aldeanos para un baile de máscaras a medianoche, haciéndonos
pasar todos por Black Tom y sus hombres.
—Sí, es cierto, —intervino Liam. —No creerá que somos sus peligrosos
bandidos.
Alec se acercó a la mesa y puso su mano, endurecida por el trabajo, en
el hombro de Rosslyn. —Debemos luchar, Ross, —continuó. —Como
lucharíamos si una compañía entera de casacas rojas nos sorprendiera
durante cualquiera de nuestras incursiones. Como lucharíamos si nuestras
vidas dependieran de ello. Sólo entonces creerá el capitán Caldwell que ha
encontrado a su Black Tom.
Rosslyn se estremeció, un frío helado le recorrió el cuerpo. Sabía que, si
se producía tal escaramuza, habría bajas en ambos bandos. Tal vez ella
misma, tal vez Robert, tal vez varios de sus soldados. Sin duda, uno o
varios de sus hombres resultarían heridos o morirían antes de ser vencidos
por la fuerza del número y hechos prisioneros.
Miró a Alec y se encontró con sus ojos. Normalmente era el más
cauteloso de sus hombres, pero ahora estaba ansioso por luchar y morir si
era necesario.
Miró a Liam, un hombre al que había conocido desde niña y en el que
había confiado toda su vida, amigo de su padre. Y Mervin, tan joven, con
sólo diecisiete años. Pensó en Gavyn y Kerr Campbell, que han vivido
durante meses en una ruda cueva, pero han cabalgado a su lado siempre que
los necesitó.
Eran hombres valientes y muy queridos por ella, habían arriesgado todo
para defender su causa. No podía negarles su última batalla juntos. Tal vez
fuera mejor así, después de todo.
—Muy bien, —aceptó en voz baja. —Lucharemos.
Alec le apretó el hombro con aprobación. —¿Dijiste que ya le habías
dicho al capitán Caldwell dónde podría encontrar a Black Tom?
Rosslyn asintió. —Le dije esta mañana que Black Tom se aventuraba
únicamente a salir de noche de su escondite secreto en Beinn
Dubhcharaidh, —relató. —Mencioné cierto sendero de montaña que solía
recorrer y que bordea el lago Conagleann, e insté al capitán Caldwell a que
tendiera una emboscada al bandolero allí, en lugar de esperar, para
emboscarlo, a que se reuniera con sus hombres para una incursión.
—Un plan inteligente, muchacha, —intervino Liam con una risita baja,
—si es así como pretendías que capturaran a Black Tom solo.
—Sí, —dijo ella, sonriendo frágilmente. —Le dije al capitán Caldwell
que si Black Tom se daba cuenta de que lo seguían, se fundiría en la noche
y nunca lo encontrarían. Mejor atraparlo rápidamente que dejarlo escapar.
—Ese plan no funcionará para nosotros ahora, Ross, —dijo Alec. —
¿Qué le dirás ahora?
La expresión de Rosslyn se volvió pensativa, luego se encogió de
hombros. —Le diré que he cambiado de opinión, eso es todo. Le diré que
he pensado en ello y he decidido que es mejor que capture hasta el último
de los bandidos, por si acaso el general Grant no se conforma sólo con
Black Tom, eso es más que plausible.
—Entonces, ¿dónde nos encontraremos? —preguntó Mervin
ansiosamente, inclinándose hacia adelante en su silla.
—En el tejo a medianoche, —respondió ella, —luego partiremos hacia
el camino de Wade. Le explicaré al capitán Caldwell la ruta que
probablemente seguirían Black Tom y sus hombres si estuvieran planeando
una incursión para esta noche. Sin duda, él y sus soldados se esconderán en
algún lugar del camino. —Se quedó en silencio, luego continuó en voz baja.
—Será una sorpresa tanto para ellos como para nosotros cuando finalmente
nos encontremos en la oscuridad.
—Es un buen plan, Ross, —dijo Alec simplemente. —Que así sea.
Se dirigió al armario, cogió la jarra de whisky y cuatro vasos y los puso
sobre la mesa. Llenó los vasos y los repartió, luego levantó el suyo por
encima de la cabeza.
—Un brindis, —dijo con reverencia. —Por nuestro jefe, lord Campbell,
que Dios le guarde en su huida a Francia. Por nuestra incursión de esta
noche, Dios nos conceda fuerza y valor para enfrentarnos a nuestro
enemigo, y por Lady Rosslyn Campbell, ¡la muchacha más valiente que
jamás haya pisado el brezo!
Exuberantes brindis resonaron en la casa mientras bebían el ardiente
licor.
Uno a uno, los vasos vacíos fueron sonando sobre la mesa.
“Qué cabezas duras y testarudas”, pensó Rosslyn con calidez,
aceptando su tributo con una sonrisa trémula. Debería haber sabido que una
vez que sus hombres se unieran a su causa, nunca la abandonarían.
Se le llenaron los ojos de lágrimas cuando se puso el chal y se despidió
apresuradamente, prácticamente huyendo de la casa. Sabía que se
derrumbaría por completo si oía otro brindis semejante, y hacía tiempo que
había decidido no dejar que sus hombres la vieran llorar.
Salió a paso ligero por el camino hacia la mansión Shrip, secándose las
lágrimas con las palmas de las manos. Inspiró profundamente y llenó sus
pulmones de aire perfumado.
El aire fresco calmó sus emociones aceleradas y miró a su alrededor,
deleitándose con la belleza salvaje de las Highlands.
Aceleró el paso. Su mente se volvió frenética pensando en todo lo que
aún tenía que decir y hacer, por ejemplo, Lorna tendría que abandonar la
mansión Shrip en cuanto Robert y sus soldados salieran en persecución de
Black Tom.
Le daría a Lorna las pocas monedas de oro que tenía para ayudarla a
cubrir sus necesidades futuras, y un caballo robusto y un carro para viajar.
Lorna podría pasar la noche en casa de Mysie Blair, y luego partir por la
mañana temprano hacia la casa de campo de su hermana viuda en Tullich.
Lorna estaría a salvo allí, lejos de los horrores de lo que fuera que estuviera
ocurriendo en la mansión Shrip.
Rosslyn giró hacia el camino de entrada y vio a Robert casi de
inmediato, de pie, conversando con sus guardias, cuando la vio, empezó a
caminar hacia ella.
Al verlo, el corazón le dio un vuelco. Lo miró a los ojos un instante y se
obligó a apartar la mirada. Se dirigió rápidamente hacia la puerta de la
cocina, pero él la siguió de cerca.
—Rosslyn, —gritó y se puso a su lado, pues sus largas zancadas no eran
comparables a las de ella. La cogió suavemente del brazo y ella se detuvo.
—Me preguntaba cuándo volverías, —le dijo.
Su mirada recorrió su cuerpo y se posó en sus mejillas quemadas por el
viento y su pelo enmarañado. Le pasó un mechón por detrás de la oreja y le
rozó el lóbulo con los dedos. Ella se estremeció, maravillada de que su
simple contacto pudiera excitarla tanto.
—¿Está bien el bebé? —preguntó él con ligereza.
—¿El bebé? —respondió Rosslyn, confusa. Jadeó, recordando de
repente su excusa del parto. Asintió enérgicamente. —Sí, es un niño bien
fornido, —soltó, notando que él la miraba con curiosidad.
—¿Entonces la madre y el niño están bien? —preguntó con una sonrisa
curiosa en los labios.
Ella rio nerviosa. —No podrían estar mejor, aunque fue un parto largo y
difícil. —Miró hacia la puerta de la cocina. —Lorna está esperando un
informe completo, Robert, —se apresuró a decir. —Le gusta estar al tanto
de esas cosas. —Hizo una pausa, recuperando el aliento. —Si eres tan
amable de disculparme…
—Por supuesto, —concedió Robert con galantería, acariciándole el
brazo antes de soltarla. —Tal vez, después de hablar con Lorna, podríamos
compartir la cena de esta noche, digamos que… ¿en una hora? No
podremos quedarnos mucho tiempo, pero me sentiría honrado con tu
compañía, aunque fuera por un rato.
Rosslyn se detuvo a medio camino de la puerta, con el pulso acelerado
al considerar su inesperada invitación.
No le gustaba la idea de volver a quedarse a solas con él, recordando el
torrente de emociones encontradas que había experimentado durante el
desayuno, pero no parecía haber forma de evitarlo. La cena sería
probablemente su única oportunidad de hablar con él en privado antes de
que se marchara, y él tenía que conocer su cambio de opinión respecto a los
compañeros de Black Tom.
Además, una hora le daría el tiempo suficiente para ocuparse de todo lo
que Lorna pudiera necesitar y contrarrestar cualquiera de sus protestas por
abandonar la mansión Shrip.
Rosslyn le echó un vistazo por encima del hombro. —Sí, cenaré
contigo, Robert, —dijo, entró en la cocina y cerró la puerta.
Robert se quedó allí un momento, invadido por una ya familiar
sensación de desconcierto.
La había sentido por primera vez aquella mañana, cuando ella le había
pedido bruscamente que saliera de la habitación, escondiéndose de él como
si no se hubiera deleitado tan recientemente con la maravillosa perfección
de su cuerpo. Su discreto saludo no había sido la bienvenida que él esperaba
después de la apasionada noche que habían compartido.
Luego, durante el desayuno, ella se había mostrado más preocupada de
lo normal, a pesar de la seriedad de su conversación. Incluso cuando la
conversación cambió a temas más desenfadados y él alargó los dedos para
tocar los suyos, ella retiró la mano. Parecía agitada y al final se excusó
diciendo que tenía que cambiarse de ropa y viajar a Plockton para ocuparse
de la parturienta.
Suspiró pesadamente, mirando la puerta con consternación.
Su comportamiento había sido, cuando menos, peculiar y muy
desconcertante. No podía evitar preguntarse si realmente había habido un
nuevo nacimiento en Plockton. Juraría que no tenía ni idea de lo que le
estaba hablando cuando le preguntó por el bebé. Pero, ¿por qué habría
inventado semejante historia?
Robert se encogió de hombros, totalmente perdido. Volvió hacia sus
hombres, sacudiendo la cabeza.
Tal vez era él, que estaba tan distraído con la idea de capturar por fin a
Black Tom que imaginaba dificultades donde no las había.
19

R osslyn se asomó a la ventana de la cocina, procurando ocultarse bien


tras la cortina. Observó, hasta que el último de los soldados de
Robert desapareció por el camino y sus siluetas fueron engullidas por el
crepúsculo.
De repente, un relámpago cruzó el cielo, iluminando brevemente el
oscuro mundo exterior y haciéndolos visibles una vez más antes de que se
apartase de la ventana. Robert iba en cabeza en su enorme bayo, seguido
por veinticuatro soldados montados que cabalgaban en parejas.
Rosslyn se apoyó en el alféizar. Aún no podía asimilar la frenética
actividad de la última media hora. Hacía un momento que ella y Robert
habían estado cenando en el comedor y manteniendo una conversación
ligera, pero ella había mencionado bruscamente a Black Tom y todo había
cambiado.
Robert casi había dejado caer el tenedor cuando ella dijo que había
cambiado de opinión sobre los hombres de Black Tom. Sus ojos se clavaron
en los de ella, su boca se tensó cuando ella le dijo que creía que podría
encontrar a toda la banda de bandidos en la estrecha carretera entre Errogie
e Inverfarigaig.
Ése había sido el final de la cena, pues Robert se había excusado
inmediatamente, diciendo que él y sus hombres partían de inmediato para
situarse a lo largo del camino, ya que podrían pasar horas antes de que
Black Tom pasara a caballo, pero al menos estarían bien escondidos y
preparados.
En pocos minutos Robert y sus soldados se habían reunido frente a la
casa, las órdenes del sargento Lynne se mezclaban con el zumbido excitado
de las voces de los hombres y los relinchos de los caballos. Una fuerte
llovizna había hecho poco por amortiguar el entusiasmo de los soldados.
Había entre ellos un aire de excitación nerviosa que había helado a
Rosslyn hasta los tuétanos. A ella le había parecido un carnaval macabro.
Sabía que en cuestión de horas muchos de ellos estarían muertos.
Rosslyn lanzó un suspiro y se apartó del alféizar, no podía pensar en eso
ahora. Cruzó la cocina y llamó a la puerta de Lorna.
—Lorna, ¿has hecho el equipaje y estás lista? —llamó en voz baja, con
cuidado de que no la oyeran. Robert había dejado seis soldados para
proteger la mansión. Podía oír al cabo Sims charlando con varios guardias
apostados frente a la puerta principal, sus risas joviales llegaban hasta la
cocina.
—¡Lorna! —siseó, esta vez más alto. El buen humor de los soldados
empezaba a crisparle los nervios, que ya de por sí estaban a flor de piel.
El chirriante sonido del pestillo al levantarse interrumpió sus sombríos
pensamientos. Dio un paso atrás mientras Lorna abría la puerta.
Rosslyn no pudo evitar pensar en lo frágil y encorvada que parecía su
sirvienta. Los surcos de su rostro eran más profundos y pronunciados que
de costumbre, parecía como si Lorna hubiera envejecido otros diez años
desde que Rosslyn le había dicho que esta noche sería la última incursión,
sin embargo, los ojos castaño oscuro de Lorna brillaban con intensidad,
reflejando su carácter valiente.
Rosslyn encontró consuelo en ello, entendiendo que Lorna se daba
cuenta de que lo mejor era abandonar la mansión Shrip.
—Sí, muchacha, estoy lista, —murmuró Lorna, apagando la solitaria
vela que descansaba en un aplique de pared. Entró despacio en la cocina,
con una gran cesta en cada brazo.
—Deja que te ayude, —se ofreció Rosslyn, pero Lorna negó con la
cabeza.
—Puedo encargarme yo sola, —insistió con firmeza, —pero hay un
saco en el suelo que podrías cargar por mí.
Rosslyn cogió el voluminoso saco y se lo echó al hombro. —El carro
está justo delante de la puerta de la cocina, Lorna, —dijo. —Los casacas
rojas estaban tan ocupados que no se dieron cuenta de lo que hacía.
Lorna se limitó a asentir y arrastró los pies hasta la puerta. Dejó una de
las cestas y se cubrió la cabeza con la capucha de su gruesa capa de lana.
Echó un último vistazo a la cocina poco iluminada, recogió la cesta y abrió
la puerta.
Salieron a la calle bajo una ligera lluvia, con los truenos rugiendo a lo
lejos. La tormenta que había amenazado antes parecía haber evitado el
valle, aunque algunos relámpagos seguían brillando en el cielo.
Rosslyn subió el saco al carro, luego las cestas y lo cubrió todo con una
pesada manta para proteger las escasas pertenencias de la lluvia.
—Ya está, Lorna, —dijo, volviéndose hacia su sirvienta. —La manta
aguantará bien hasta que llegues a casa de Mysie. No está lloviendo tan
fuerte como para preocuparte por tus cosas.
—No me importa, que se vayan flotando, —espetó Lorna con tristeza,
—no significan nada para mí, Ross Campbell. Nada. Tú eres lo único en el
mundo que me importa… y pensar que no hay nada que pueda hacer para
evitar lo que te va a pasar... —su voz se quebró, los sollozos sacudieron sus
hombros encorvados. Su mano temblorosa acarició suavemente la húmeda
mejilla de Rosslyn, se esforzaba por decir algo, pero no le salían las
palabras.
—No digas nada más, —susurró Rosslyn, estrechando a su querida
sirvienta entre sus brazos. Le dolía terriblemente no tener consuelo que
ofrecer. Abrazó a Lorna con fuerza, y la anciana se estremeció en sus
brazos, hasta que por fin se separó. —Debes irte, querida Lorna.
—Sí, —suspiró Lorna, secándose las lágrimas de los ojos. Su voz
temblorosa se tiñó de repentina determinación, —debo irme. —Se volvió y
se agarró al borde del carro. —Ayúdame a sentarme, muchacha.
Rosslyn obedeció, y le entregó las riendas cuando Lorna se hubo
acomodado, con la capa ceñida alrededor de su delgada figura. —Buena
suerte, —dijo simplemente. Sin esperar respuesta, dio una palmada en la
grupa del caballo. El animal se sacudió hacia delante, las ruedas crujieron y
se agitaron en el barro.
—¡Espere! —gritó una voz masculina.
Rosslyn se dio la vuelta justo cuando el cabo Sims se acercó corriendo y
agarró el arnés, manteniendo quieto al asustado animal.
—¿Adónde cree que va? —Soltó, mirando de Lorna a Rosslyn. —¿Qué
está pasando aquí?
Los ojos de Rosslyn lanzaron una rápida advertencia a Lorna, instándola
a guardar silencio, y luego se volvió hacia el cabo. —¿No le ha dicho el
capitán Caldwell que Lorna iba a viajar a Plockton esta noche, cabo Sims?
—preguntó inocentemente, sonriéndole.
—Pues… no, —dijo el joven soldado, claramente distraído por su
encantadora sonrisa.
—Vaya, con toda la prisa, lo más probable es que se le olvidara, —dijo a
la ligera. Se inclinó hacia delante y le habló en tono de conspiración. —
¿Puedo confiar en que guardará un secreto, cabo?
Él miró por encima del hombro a los otros guardias que estaban junto a
la puerta principal y luego volvió a mirarla a ella. Se acercó e inclinó la
cabeza. —¿Qué secreto?
—El capitán Caldwell le preguntó a Lorna si no le importaría traerle un
barril de whisky escocés de su primo de Plockton, —le susurró al oído. —
Su primo es uno de los mejores destiladores de Strathherrick.
—¿Whisky?
—Sí, el capitán Caldwell lo quiere para la celebración después de,
bueno, ya sabe. Es una sorpresa para usted y el resto de los soldados. Para
agradecerles sus esfuerzos, supongo.
—Oh, —Exclamó el Cabo Sims, lamiéndose los labios.
—Iría yo misma, —continuó Rosslyn, —y le ahorraría a Lorna la
molestia, pero a ella le gustaría visitar a su primo. Ha estado enfermo
últimamente, y ella tiene algunas hierbas medicinales para él. —Hizo una
pausa y le sonrió disculpándose. —Espero que no le importe que le haya
estropeado la sorpresa, cabo, pero no me ha dejado otra opción.
—No, no, no me importa, —balbuceó el soldado y su expresión se
nubló, —sin embargo, es una noche peligrosa para estar fuera, Lady
Campbell, para usted o su sirvienta. Tal vez debería acompañarle...
—Eso no será necesario, cabo Sims, —objetó Rosslyn con firmeza, —
pero le agradezco su amable ofrecimiento de todos modos. Estoy segura de
que el capitán Caldwell preferiría que empleara mejor sus esfuerzos en
vigilar la mansión Shrip. —Su voz se convirtió en un susurro insistente. —
Lorna debería seguir su camino. No quiero pensar en el disgusto del capitán
cuando vuelva y descubra que su whisky se ha retrasado.
Los ojos del cabo Sims se abrieron de par en par y aspiró bruscamente.
—Ya les he entretenido demasiado, —dijo, dando un golpecito con la mano
en el caballo.
Cuando Lorna le chasqueó la lengua al caballo y agitó las riendas, el
carro chirrió y Rosslyn cogió al cabo del brazo. —No dirá ni una palabra a
los demás, ¿verdad, cabo Sims?
El cabo miró la mano de Rosslyn en su brazo y tragó saliva. Si no
hubiera estado tan oscuro, ella habría visto que se sonrojaba hasta la raíz del
cuero cabelludo. Se encontró con su mirada escrutadora. —Ni una palabra,
—declaró con rotundidad. Estoy al mando, mientras el capitán Caldwell y
el sargento Lynne no estén, claro. Si digo que no es asunto suyo, no
volverán a preguntarme.
—Gracias, Denny, —dijo Rosslyn afectuosamente. —Me aseguraré de
mencionar su amable colaboración al capitán.
Parecía asombrado de que ella hubiera usado su nombre de pila, o
incluso de que lo recordara. —El placer es mío, señorita Campbell, —
tartamudeó, sonriendo tímidamente. Se dio la vuelta tan bruscamente que se
golpeó una bota con una piedra y estuvo a punto de tropezar. Sin embargo,
enderezó los hombros y siguió caminando como si nada hubiera pasado.
En cualquier otro momento, Rosslyn se habría reído. En esta ocasión
sólo sintió alivio por haber superado otro obstáculo imprevisto. Esperó a
que el cabo se reuniera con los demás guardias y alcanzó la carreta mientras
bajaba por el camino. Se agarró al asiento, corriendo a su lado. Con la otra
mano sujetaba su falda embarrada para evitar que se enredara en los radios
de madera.
—¿Quién te enseñó a contar esas historias, Ross Campbell? —la regañó
Lorna, fingiendo un tono de reproche. Miró con ternura a Rosslyn, con los
ojos inundados de lágrimas, y luego su mirada se desvió de nuevo hacia el
curvo camino de entrada.
Rosslyn sintió que unas lágrimas calientes, mezcladas con el frescor de
la lluvia, le manchaban la cara. Le temblaban los labios mientras intentaba
sonreír. —Lo hiciste tú, Lorna Russell, —jadeó. —Cada vez que me
pillabas en algún lío, me decías que más me valía tener una buena historia o
si no....
Su mano se soltó del asiento cuando el carro tomó velocidad al final del
camino y el caballo se desvió hacia el camino de Plockton. —Te quiero,
Lorna, —exclamó, sin saber si su vieja sirvienta la había oído o no, pero no
importaba, Lorna lo sabía.
Rosslyn permaneció allí de pie largo rato bajo la suave lluvia, con los
ojos fijos en las lejanas ventanas iluminadas de Plockton. Cuando por fin se
volvió hacia la casa y subió por el camino de entrada, era consciente de que
debía de parecer un espectáculo con el pelo pegado a la cabeza y el vestido
empapado arrastrándose por el barro, pero no le importó.
Ignoró las miradas curiosas de los guardias y se abrió paso entre ellos,
dirigiéndose decidida hacia la puerta principal. Entró, arrastrando chorros
de agua mientras subía las escaleras, con sus zapatos haciendo ruido
mientras se apresuraba a llegar a su habitación.
Se quitó rápidamente la ropa mojada y se puso el atuendo negro que
siempre llevaba en sus incursiones, el disfraz que le había valido el
sobrenombre de Black Tom. No era necesario extremar las precauciones y
esperar a cambiarse más tarde, como solía hacer. Cuando llegara la hora de
irse, simplemente se envolvería en su vestido de lino marrón hasta que
estuviera a salvo dentro del armario del salón, y luego se desharía de él en
el túnel.
Miró el reloj de la chimenea, la esfera de porcelana era casi imposible
de leer en la oscuridad, pero no quería encender una vela. Miró más de
cerca y a duras penas distinguió la hora, eran poco más de las nueve. Cada
vez faltaba menos y a cada segundo que pasaba estaba más convencida de
una cosa: cuando se toparan con Robert y sus soldados, ella dispararía sus
pistolas inofensivamente al aire. No serían sus balas las que lo encontraran,
aunque el destino decretara que cayera herida, o muriera.
20

R obert miró la luna, un disco blanco y luminiscente que colgaba como


un medallón brillante en el cielo nocturno. Exhaló una silenciosa
plegaria de agradecimiento porque hacía más de una hora que había dejado
de llover, y las espesas nubes habían dado paso a largas franjas de vapor
brumoso que apenas ocultaban el brillo de la luna.
Él y sus hombres tenían ahora una mejor visión de los alrededores,
aunque la niebla arremolinada que cubría el suelo daba a la noche un
aspecto espeluznante que agudizaba sus ya afinados nervios y sus sentidos.
Llevaban varias horas esperando junto a este pequeño recodo del
camino, un lugar que Robert había elegido cuidadosamente por el ancho
arroyo que había justo detrás de ellos. El sonido del agua corriendo
ocultaría sus movimientos, una consideración crucial si querían mantener el
factor sorpresa.
La docena de soldados que seguían montados se movían constantemente
en sus monturas para aliviar los músculos acalambrados mientras sus
caballos resoplaban bajo ellos y arañaban la tierra húmeda. Los otros doce
hombres estaban apoyados en los árboles o paseando, con sus monturas
atadas cerca. La larga espera se hacía más interminable a cada momento
que pasaba, y seguía sin haber rastro de Black Tom.
Robert sacó su reloj de bolsillo de oro y apretó el pequeño resorte que
liberaba la ornamentada tapa. Las once en punto. Volvió a guardar el reloj
en el bolsillo, con expresión tensa. Sólo Dios sabía cuánto tiempo más
tendrían que permanecer ocultos tras aquellos abetos.
Un repentino movimiento más adelante llamó su atención y se le erizó el
vello de la nuca. Hizo un gesto al sargento Lynne.
—¡Apunten sus armas, y manténganse firmes! —siseó el sargento. —No
se atrevan a moverse hasta que yo se lo diga.
Los soldados obedecieron al instante. Los que estaban de pie se echaron
los mosquetes al hombro y se pusieron a cubierto detrás de los árboles. Los
soldados a caballo permanecían rígidos en sus monturas, con una mano
agarrando las riendas y la otra sosteniendo la pistola amartillada.
Esperaron tensos la señal del sargento.
Robert miraba fijamente entre las ramas, casi sin respirar, mientras una
forma oscura se acercaba cada vez más. Pudo distinguir un caballo, con la
cabeza balanceándose mientras avanzaba, y lo que parecía ser una especie
de pequeño carro con una figura solitaria y acurrucada en el asiento.
Ni siquiera era un carro, sino una carreta. No era el medio de transporte
que habría esperado de Black Tom, pero tal vez varios de sus hombres se
escondían bajo aquella manta, y los demás los seguían a caballo.
—Tranquilo, —susurró Robert, con el carro casi delante de él. —
Tranquilo… ¡ahora, Lynne!
—¡Pare de inmediato! —rugió el sargento Lynne, disparando su pistola
al cielo. El ensordecedor disparo resonó por encima de ellos mientras
Robert y sus soldados montados se abalanzaban sobre el camino y rodeaban
la carreta. El grito desgarrador de una mujer rasgó el aire.
—Por favor, no dispare, capitán Caldwell... ¡Dios mío, no me dispare!
—gimió una voz temblorosa. —¡Soy yo, Lorna! ¡Lorna Russell!
—¿Qué demonios? —gritó Robert, girando bruscamente su bayo. Se
acercó a la carreta y arrancó la capucha de la encogida figura. Sus ojos se
abrieron de par en par. —¡Bajad las armas! —ordenó, enfundando su pistola
y saltando al suelo. Levantó a la sollozante mujer del asiento y la acunó en
sus brazos. —Lorna, ¿qué haces aquí? —dijo con estupefacta incredulidad.
—Oh, me ha costado tanto encontrarte, Robert, —dijo entre lágrimas,
estremeciéndose contra su pecho y señalando acusadoramente al carro. —
Ese maldito animal no iría más rápido que una babosa. —De repente se
aferró a su abrigo, con los ojos húmedos abiertos de terror. —¿Aún no es
medianoche?
—No, Lorna, ni siquiera las once y cuarto, —la tranquilizó Robert,
aunque no tenía ni idea de por qué le hacía semejante pregunta.
—Todavía hay tiempo, entonces, —respondió ella, calmándose sus
sollozos. —Todavía hay tiempo... —su voz se quebró y se apagó mientras
respiraba con dificultad.
Robert se arrodilló y la dejó en el suelo, apoyándola en el pliegue de su
brazo. —¿Todavía hay tiempo para qué, Lorna? —preguntó impaciente. —
Dime por qué has venido hasta aquí...
—¡Es Rosslyn, Robert! —soltó Lorna. —Debes ayudarla.
—¿Qué ha pasado? —preguntó, con un escalofrío helado corriendo por
su espina dorsal. —¿Le han hecho daño?
—No, no está herida. Debes escucharme atentamente, Robert, —suplicó
Lorna, girándose hacia él. Sus ojos oscuros brillaban a la luz de la luna,
ardiendo con un fuego extraño. —Te preocupas por mi Ross, ¿verdad? Sé
que anoche te la llevaste a la cama.
Robert se sonrojó cálidamente bajo su intenso escrutinio. Oyó una tos
avergonzada y levantó la vista para descubrir que sus hombres habían
desmontado y estaban reunidos en un círculo alrededor de él, escuchando
atentamente. —¡Qué hacéis aquí, cotilleando! —gritó enfadado. —Lynne,
lleva a los hombres a sus posiciones. ¡Ahora!
—¡Sí, señor! —respondió el Sargento Lynne enérgicamente. —Ya han
oído al capitán, vuelvan a sus caballos. ¡Moveos!
Robert esperó hasta que se dispersaron rápidamente para encontrarse
con la mirada inquisitiva de Lorna.
—Esto es una locura, Lorna, —dijo con exasperación. —Seguro que
Rosslyn te dijo lo que había esta noche...
—Sí, lo hizo, —replicó Lorna acaloradamente, —y no diré nada más
hasta que me respondas.
Robert suspiró frustrado. —Claro que me preocupo por ella, Lorna, —
afirmó apresuradamente, —la quiero. —Cerró la boca, dándose cuenta de lo
que acababa de decir. Nunca había dicho esas palabras en voz alta a nadie, y
se sintió desnudo, como si hubiera revelado una parte de su alma.
Los ojos de Lorna parecieron taladrarle aún más. —Así que la amas,
dijo en voz baja. —Es más de lo que podía esperar.
—Lorna, tienes que decirme de qué va todo esto, —exigió Robert,
mirando más allá de la carreta y hacia atrás de nuevo. —Sí, amo a Ross,
pero, ¿qué tiene eso que ver con que estés aquí, a estas horas de la noche, y
sobre todo siendo consciente del peligro?
—Tú eres el que está en peligro, Robert, —respondió Lorna, con sus
ojos oscuros encendidos. —Tú y tus hombres. Black Tom sabe que estáis
esperando aquí, van a luchar contra vosotros, Robert, y lucharán hasta la
muerte, a menos que los detengas a tiempo.
Robert la miró fijamente, con la mente acelerada. “¿Le había
traicionado Rosslyn ante Black Tom? ¿Le había tendido deliberadamente
algún tipo de trampa? No, no podía ser, no después de...”
—Lorna, ¿qué demonios está pasando? —gritó, sorprendiéndose a sí
mismo por el volumen de su voz.
Se puso en pie con dificultad, con la respiración agitada por el esfuerzo.
—Te diré lo que está pasando, Robert Caldwell. Black Tom sabe que estás
aquí... ¡porque mi Ross es Black Tom!
Robert la miró boquiabierto, seguro de que se había vuelto loca. Se
levantó de repente, sobresaliendo por encima de ella. —¿Qué has dicho? —
preguntó con dureza, como retándola a que repitiera lo que había dicho.
—Rosslyn Campbell, la señora de Plockton, es tu bandolera, Robert, —
dijo Lorna con firmeza, impertérrita ante su mirada atronadora. —Ella es tu
Black Tom, lleva asaltando a los ingleses desde un mes después de que
mataran a su padre en Culloden, asaltándolos para dar de comer a su gente.
Robert sacudió la cabeza con incredulidad. —¿Mientras mis soldados y
yo hemos estado estacionados en la mansión Shrip? Eso no es posible,
Lorna.
—Sí, es más que posible, —objetó ella. —Hay un túnel debajo de la
casa, unos cuarenta metros más allá de sus muros. Lo encontrarás en el
armario del salón. Es la forma perfecta de entrar y salir sin que nadie se dé
cuenta. —Dio un paso hacia él y bajó la voz. —Así fue como te hiciste ese
feo golpe en la cabeza, Robert. La sorprendiste volviendo a casa de una
redada, esa noche casi la atrapas.
Asombrado, Robert se frotó la frente. —¿Era Rosslyn?
—Sí, —dijo Lorna, asintiendo y agitando la mano con impaciencia. —
Ay, Robert, podría decirte mucho más, pero no hay tiempo para ello. Los
hombres de Ross la han convencido de que lo mejor es luchar contra ti, de
lo contrario no creeríais que es Black Tom si se rindiera ante ti fácilmente.
—Respiró entrecortadamente y continuó. —Habrá un terrible
derramamiento de sangre, tal vez de Ross o tal vez tuya, a menos que lo
detengas. Prefiero ver a mi Ross en la cárcel que muerta en el suelo. Si la
amas de verdad, Robert, como dices, la capturarás a ella y a los suyos antes
de que se dispare un solo tiro.
Las apasionadas palabras de Lorna penetraron en la mente de Robert
con fuerza rotunda. “Rosslyn es Black Tom.” Era tan inverosímil que se
sentía inclinado a creerlo. La mujer a la que amaba era una bandolera, una
ladrona.
Dios mío, era la bastarda sedienta de sangre que había disparado a su
sargento.
¡Su dulce y tempestuosa Rosslyn!
Agarró los enjutos brazos de Lorna. —Te creo, Lorna, —dijo
sombríamente. —Dime qué debo hacer para evitar esta pelea. —Sintió que
se le doblaban las rodillas y rápidamente la agarró por la cintura.
—Gracias, Robert, —dijo ella agradecida, con los ojos inundados de
lágrimas frescas y la voz ronca y temblorosa por la emoción. —Gracias...
—¡Lorna! —interrumpió Robert con urgencia. —Puedes agradecérmelo
más tarde si lo deseas, ahora dime qué debo hacer.
—Sí, tienes razón. —Lorna tosió y se incorporó, manteniéndose firme
sobre sus pies, aunque temblaba visiblemente. —Hay un viejo tejo justo al
norte de Errogie, en el lado izquierdo de la carretera, pero antes de rodear la
punta norte del lago Shrip. Es el árbol más alto que verás, con un tronco
enorme y retorcido. Las hojas son oscuras, como terciopelo negro...
—He visto ese árbol antes, —intervino Robert. —Recuerdo haberlo
visto porque la ramita de tejo es la insignia de Campbell.
—Sí, ese es, —confirmó Lorna. —Ross se reunirá con sus hombres allí
a medianoche, luego partirán hacia Inverfarigaig sabiendo que estáis
esperando en algún punto del camino. Debes cabalgar como el viento,
Robert, y sorprenderlos en el tejo, allí no se esperarán encontraros. Sólo
espero que tengáis tiempo de llegar.
Robert sacó su reloj, con la respiración entrecortada por el alivio. —
Tenemos más de media hora, Lorna. Tiempo de sobra para llegar y
escondernos, a menos que los hombres de Ross ya estén allí esperándola. —
Hizo una mueca. No quería ni considerar esa sombría posibilidad ni sus
consecuencias.
Su voz de mando rugió por encima del sonido de la corriente. —
Montad, soldados, y asegurad vuestras armas. Preparaos para cabalgar
como nunca lo habéis hecho.
Se volvió hacia Lorna. —Haré que dos de mis hombres os escolten de
vuelta a la mansión Shrip.
—No, Robert, no volveré, —dijo resignada. —Ahora soy una traidora
para Ross y sus hombres. He traicionado su confianza, y no querrá a alguien
como yo en su casa. —Miró el carro. —Iré a casa de mi hermana en
Tullich.
Robert quería discutir con ella, pero no había tiempo. —Mis hombres te
escoltarán a salvo hasta Tullich, entonces. —Se inclinó y besó su húmeda
mejilla. —No eres una traidora a mis ojos, Lorna. Sólo espero que algún día
pueda agradecerte lo que has hecho. —La acompañó hasta el carro y la
ayudó a subir al asiento.
—Cuida de mi Ross, —dijo Lorna, apretando su mano con fuerza, —no
dejes que le pase nada.
“Si Dios quiere, y los tribunales ingleses también”, pensó
sombríamente. Lo que le depararía la siguiente hora era, en el mejor de los
casos, incierto, y el futuro era un enorme vacío negro que no quería
contemplar.
—Haré todo lo que esté en mi mano para ayudarla, —aseguró Robert
con serena intensidad. —Te lo prometo, Lorna. —Le apretó la mano y se
alejó de la carreta. —Sargento Lynne, necesito dos hombres que acompañen
a Lorna Russell a Tullich.
—Muy bien, capitán.
En pocos minutos, el carro se deslizaba por el camino hacia
Inverfarigaig, con un soldado bien armado flanqueando cada lado. Robert
sabía que era una ruta tortuosa hasta Tullich, pero era mejor eso que llevar a
Lorna de vuelta a Errogie y a la escaramuza que pronto se produciría.
Montó en su poderoso bayo, el animal resoplaba inquieto bajo él.
—¿Cuál es nuestro destino, capitán? —preguntó el sargento Lynne,
poniendo su caballo junto al de Robert.
—El antiguo tejo del clan Campbell, —respondió Robert crípticamente.
Ante la expresión de confusión del sargento, su tono se volvió aún más
oscuro. —Te lo explicaré por el camino, Lynne.
Robert clavó los talones en el bayo, apoyándose en la silla mientras el
caballo se lanzaba hacia delante por el camino de tierra húmeda. El sargento
Lynne no tardó en seguirle, alcanzándole rápidamente. Sus caballos
galopaban codo con codo por el camino, con los soldados tronando tras
ellos no muy lejos.
21

R osslyn ralentizó su veloz carrera y se detuvo bruscamente al llegar al


pie de la colina. Sin aliento, se agachó y apoyó las manos en sus
rodillas, con los pulmones ardiendo al inhalar grandes bocanadas de aire.
Se levantó, se ajustó la gorra negra y comprobó que su espesa trenza
estaba metida en la chaqueta. Mientras se untaba la cara con ceniza de
turba, su mirada se dirigió instintivamente hacia el tejo.
La niebla se había espesado tanto que sólo podía ver unos metros
delante de ella. Incluso la luna llena estaba casi oculta, no era más que un
pálido orbe entre el vapor incandescente. Se preguntó si el camino a
Inverfarigaig estaría cubierto de niebla y rezó fugazmente para que no fuera
así.
Rosslyn empezó a caminar en la dirección que creía correcta, dejándose
guiar por su instinto. Intuyó que se acercaba la medianoche. Había salido de
la mansión de Shrip como solía hacer, a las once menos cuarto.
Afortunadamente, no se había encontrado con ningún obstáculo que pudiera
ralentizar su avance.
Hasta ahora, esta noche estaba siendo sido como cualquier otra.
Un ruido repentino la sobresaltó y se giró, incapaz de ver a través de la
densa niebla. El corazón le golpeó el pecho y la piel se le puso de gallina.
Hubiera jurado que sonaba como un gemido, pero había terminado tan
bruscamente que no podía estar segura. Giró lentamente en círculo,
escuchando, con los ojos buscando formas corpulentas que pudieran ser sus
hombres.
Un relincho agudo cortó el aire y el corazón de Rosslyn casi se le sale
del pecho.
—¿Qué te pasa, Ross? —se reprendió nerviosa. Sólo era uno de los
caballos de sus hombres. Dio unos pasos en la dirección en la que creía
haber oído el relincho y luego dudó.
“¿Debería llamarles?” se preguntó ansiosa. Perdía un tiempo precioso
dando tumbos entre la niebla. Si no se reunía con ellos pronto,
abandonarían el plan, pensando que tal vez había decidido no hacerlo esta
noche.
Rosslyn frunció el ceño, repelida por la idea. No tenía intención de
agonizar y esperar otro día entero, por lo que rápidamente se decidió.
—¡Alec, soy Ross! —siseó, llevándose la mano a la boca. —¿Dónde
estás?
Siguió un largo silencio, luego oyó un leve susurro en algún lugar a su
derecha. Se tensó, conteniendo la respiración, y volvió a intentarlo. —
¿Liam?
—¿Mervin? ¡Respondedme!
—Sí, Ross. Por aquí, —respondió esta vez una ronca voz masculina, de
nuevo a su derecha.
Rosslyn sintió un alivio en todo el cuerpo y unas piernas extrañamente
débiles. Se apresuró a caminar en la dirección de la que procedía la voz,
mientras sus botas hacían ruido en el césped empapado. Distinguió la débil
silueta de un árbol que se cernía sobre ella, ¡el viejo tejo!
Rosslyn echó a correr, sin darse cuenta de las formas sigilosas que se
movían detrás de ella, siguiéndola. Casi había llegado al árbol cuando oyó
un crujido, como si una rama se partiera en dos, detrás de ella. Se dio la
vuelta, pero sólo encontró niebla y sombras. No vio las formas oscuras
apretadas contra el suelo a sólo metro y medio de ella, fundiéndose con la
maleza.
—¿Alec? —balbuceó, dando un paso atrás, pues tuvo la extraña
sensación de que algo iba terriblemente mal.
Jadeó y chocó contra algo duro. Sintió que unas manos fuertes la
agarraban por los hombros y la hacían girar tan bruscamente que su cabeza
se echó hacia atrás.
—Es una hora extraña para pasear, Rosslyn, —dijo su captor, —o
debería decir Black Tom.
Los ojos de Rosslyn se abrieron de par en par y su grito se apagó en su
garganta. —¡Robert! —exclamó roncamente, sintiéndose perdida.
“¡La había llamado Black Tom!” —Pensó salvajemente. Robert sabía
que ella era Black Tom, lo había dicho con tanta certeza, con tan sombría
convicción… pero, ¿cómo?
—Sí, soy Robert, —reconoció, imitando un ronco rebuzno escocés. —
No soy vuestro Alec, ni vuestro Liam, ni vuestro Mervin, como podríais
haber supuesto, ni siquiera vuestros dos hombres Campbell de cabellos
llameantes, que dieron mucha guerra, os lo aseguro.
Rosslyn respiró entrecortadamente al darse cuenta. Así que había sido
Robert quien le había contestado hacía un momento. Sabía los nombres de
sus hombres. Por los clavos de Cristo, el gemido que oyó debía de ser...
—¿Qué has hecho con mis hombres? —soltó, con una mueca de dolor
cuando sus dedos mordieron cruelmente sus brazos. —¿Dónde están?
—Viven, Rosslyn, que es más de lo que podría haber dicho si hubieras
cabalgado a nuestro encuentro en el camino a Inverfarigaig como habías
planeado, —Robert respondió con amargura. —Ese es el estilo de las
highlands, ¿no es así, Ross? Salir a luchar, llevándote contigo a tantos
casacas rojas asquerosos como puedas. ¡Qué glorioso! —escupió furioso.
—Una muerte sangrienta digna de los valientes bandidos de Strathherrick,
que se cantará durante años alrededor del fuego del ceilidh.
Rosslyn se quedó atónita ante sus mordaces palabras. Alguien debía de
haberle dicho que ella y sus hombres se reunirían en el tejo, tal vez la
misma persona que le había dicho que ella era Black Tom. ¿Quién la habría
traicionado así, aunque eso le hubiera salvado la vida, y la de sus hombres,
durante un tiempo? Tuvo que ser alguien de confianza de Robert, de lo
contrario seguramente nunca habría creído que ella era su bandolera.
—¿Me habrías abatido a mí también? —inquirió Robert, con su susurro
astillando sus pensamientos. Su voz palpitaba con un miedo no disimulado.
—Eres una chica difícil de entender, Ross Campbell. Te acuestas en los
brazos de un hombre una noche y al día siguiente planeas matarlo a tiros...
—¡No! —gritó Rossly, luchando contra su agarre. —¡Nunca te habría
disparado! —Habría admitido más, pero de repente se dio cuenta de que
había alguien justo detrás de ella. Cerró la boca y agachó la cabeza,
abrumada por los acontecimientos.
—¿Qué pasa, Lynne? —ladró Robert.
—El cautivo, señor, el que fue disparado.
—¿A quién han disparado? —le cortó Rosslyn, girándose para mirar al
sargento. —Gavyn Campbell, —respondió Robert por él. —Al menos ese
es el nombre que Alec nos dio. Nos proporcionó amablemente todos los
nombres de tus hombres, tras un poco de persuasión razonable.
—¿Qué ha pasado con Gavyn? —preguntó ella, sin querer considerar lo
que podría haber implicado esa persuasión. —Dijiste que mis hombres
estaban ilesos.
—No, —respondió Robert sombríamente. —Dije vivos. —Ante la
expresión de horror de Rosslyn, suavizó el tono, pero no mucho. —Tus
hombres han sufrido algunos daños, Ross, lo que era de esperar teniendo en
cuenta que no querían rendirse fácilmente.
—Eso es decir poco, capitán, —gruñó el sargento Lynne en voz baja. —
Menos mal que los tipos no tuvieron tiempo de desenfundar sus pistolas. —
Gruñó y se calló ante la mirada sombría de Robert.
—Gavyn es el único hombre herido, —continuó Robert. —Tuvo la
suerte de enfrentarse con Harry Jones, a quien, aunque no le sentó nada bien
que le dieran una patada en la ingle o le abrieran el brazo, le dio en la pierna
a Gavyn para derribarlo sin matarlo. Si hubiera sido otro de mis soldados, tu
Gavyn podría estar muerto. Jones es un tirador excelente, incluso en una
niebla espesa como esta. —Miró al sargento Lynne. —¿Qué le pasa al
prisionero?
Rosslyn le dio vueltas a la palabra prisionero. Sí, eso es lo que ella y sus
hombres eran ahora, prisioneros del capitán Robert Caldwell. Sin duda,
serían entregados al general Grant lo antes posible y sus cabezas serían
exhibidas con orgullo sobre altas estacas en el plazo de una semana. Se le
revolvió el estómago al pensarlo.
—Es su herida, señor, —respondió el sargento Lynne, interrumpiendo su
ensoñación morbosa. —La hemorragia se ha detenido, pero necesita una
atención que no podemos darle aquí. Lo mismo ocurre con el brazo de
Jones.
—Muy bien, Lynne, —dijo Robert. —Que los hombres monten. —Hizo
una pausa, su mirada recorrió a Rosslyn de pies a cabeza, como si no
pudiera creer lo que estaba viendo. —Ahora que hemos atrapado a nuestro
Black Tom, no hay razón para demorarse.
—Sí, señor. —Lynne se dio la vuelta y pareció dirigirse a la niebla. —
En marcha todos, el capitán Caldwell tiene al prisionero bien controlado.
Rosslyn jadeó cuando diez soldados se materializaron de la niebla justo
detrás de ella, algunos levantándose del suelo donde se habían agazapado,
ocultos.
—En caso de que hubieras corrido hacia el otro lado, en lugar de ir hacia
mí, —dijo Robert, leyendo su mente. —No podíamos arriesgarnos a
perderte en esta niebla. —Suspiró con dificultad. —Vamos, Rosslyn.
Caminó con ella hasta un bosque de hayas donde estaba amarrado su
bayo, a poca distancia del imponente tejo. A su alrededor, los soldados
montaban a caballo, dando voces y animados.
Robert no dijo nada mientras sacaba un grueso trozo de cuerda de su
alforja y se lo ataba firmemente a las muñecas.
—No intentaré escapar, —dijo ella con desgana.
—Lo sé, —respondió él, —es para guardar las apariencias. Mis hombres
ya sospechan... —su voz se entrecortó, dándose cuenta de que había dicho
más de lo que quería en ese momento.
Ya habría tiempo de hablar más tarde, cuando estuvieran solos. Podía
imaginarse las preguntas que le rondaban por la cabeza. ¿Cómo había
sabido encontrarla en el tejo de Campbell? ¿Cómo había descubierto que
ella era Black Tom? Todo esto y más se lo respondería, pero no ahora.
Para alivio de Robert, Rosslyn pareció ignorar lo que había dicho. La
subió a un caballo atado a un árbol y montó en su bayo. Agarró los dos
pares de riendas y taloneó a su caballo. —Vamos, Nerón.
Rosslyn y él se unieron al resto de los soldados, aunque la niebla seguía
siendo tan densa que no podía ver más allá del caballo que tenía delante.
Eso pronto cambió cuando subieron la colina y dejaron atrás la niebla baja,
reapareciendo el cielo iluminado por la luna, salpicado de una miríada de
estrellas centelleantes.
Robert estudió a Rosslyn a la luz de la luna mientras cabalgaba
silenciosamente a su lado. Tuvo que admitir que se parecía exactamente al
"bandolero" que había asaltado su campamento, con su chaqueta,
pantalones y botas negras y su cara manchada.
Los prisioneros estaban flanqueados por soldados. Sus manos estaban
atadas a la espalda y unas gruesas cuerdas los sujetaban a sus monturas.
Esto último había sido una precaución extra y probablemente
innecesaria, reconoció. Dudaba que los highlanders intentaran escapar. Su
feroz lealtad a Rosslyn estaba demasiado arraigada. Irían con ella
dondequiera que la llevaran, compartiendo el destino que le tocara.
Robert apretó los dientes mientras una desgarradora sensación de
desesperación le invadía. Miró a Rosslyn, pero ella tenía la mirada fija en el
frente. Si era consciente de que la estaba mirando, no le dio ninguna
indicación.
Ella era su famosa Black Tom, pero no importaba quién fuera o lo que
hubiera hecho, su amor por ella no había cambiado. Sin embargo, una
dolorosa desesperación le carcomía, haciendo jirones su promesa secreta.
¿Cómo iba a salvarla?
Un grito ahogado de Rosslyn le erizó la piel.
—No, por favor, no puede ser, —susurró Rosslyn, y su susurro frenético
se convirtió en un grito de terrible dolor. —¡No, no! —miraba horrorizada
hacia Plockton, con grandes sollozos sacudiéndole los hombros.
—¿Qué pasa, Ross...? —entonces lo vio, con la voz estrangulada en la
garganta. Sus ojos se abrieron de par en par, incrédulos, mientras la furia se
apoderaba de él.
Un brillante resplandor naranja se elevó sobre Plockton, iluminando el
cielo como un aura de destrucción. De los tejados de paja salieron
disparadas altísimas llamaradas, mientras gritos lejanos perforaban la
quietud vespertina.
—¡Mentiroso! —le gritó Rosslyn, golpeándole con las manos atadas. —
Me mentiste. Dijiste que, si me entregaba, esto no pasaría. Volvió a
golpearle, esta vez con todas sus fuerzas. —¡Te odio! ¡Me mentiste,
bastardo de corazón podrido! ¡Me mentiste!
De repente, pateó violentamente los costados de su caballo. —
¡Adelante! ¡Vamos! —gritó, y el animal, sobresaltado, avanzó hacia delante
y las riendas se soltaron de las manos de Robert.
Rosslyn agarró el pomo y se sujetó con fuerza, inclinándose sobre la
silla. Sus muslos se agarraron a los costados del caballo, y la presión de sus
rodillas mantuvo al aterrorizado animal en marcha. En un instante, el
caballo galopaba a un ritmo vertiginoso por el camino de tierra que
conducía a Plockton.
No oyó el enorme corcel de Robert retumbando tras ella, ni oyó sus
gritos desesperados para que se detuviera.
Lo único que oía era la sangre rugiendo en sus oídos, los gritos de
pánico desgarrándose en su garganta, y la terrible letanía martilleando en su
cerebro, elevándose a un tono maníaco.
Nunca debería haber confiado en un casaca roja. Nunca.
22

R osslyn corrió hacia Plockton, y su caballo bañado en sudor casi


chocó contra un nutrido grupo de soldados ingleses que estaban en
formación cerca de la intersección del camino con la calle principal del
pueblo. Esquivó frenéticamente las manos extendidas que intentaban
arrancarla de la silla y espoleó nuevamente a su caballo para avanzar.
Avanzaron a toda velocidad por la calle principal, rodeados por todos
lados de una caótica confusión. Mirara donde mirara, la gente corría. Los
soldados agitaban antorchas encendidas sobre sus cabezas y hombres,
mujeres y niños salían corriendo de sus casas llenas de humo. Gritos de
terror, chillidos y carcajadas desgarraban el aire.
Finalmente, el caballo de Rosslyn no pudo avanzar más, se encabritó
asustado y agitó salvajemente los cascos en el aire a pesar de la frenética
insistencia de Rosslyn, la cual se agarró a las crines hasta que pudo soltarse
de la silla y empezó a correr aturdida por el pueblo.
Tosía y resollaba, los pulmones le ardían por el humo acre y el pecho le
palpitaba dolorosamente. Le escocían los ojos y las lágrimas se derramaban
por sus mejillas. Tropezó y cayó de rodillas, pero se levantó y echó a correr,
sin apenas comprender la devastación que tenía ante sí.
Las cabañas del extremo sur de Plockton estaban completamente
envueltas en llamas anaranjadas que salían de todas las ventanas
ennegrecidas y de todas las puertas.
Rosslyn vio a Bethy Lamperst, con su pequeña hija en brazos, y a sus
tres hijos huyendo hacia la seguridad del páramo con sus vecinos.
—¡Parad, os digo! —Rosslyn gritó con voz ronca, invadida por una
rabia ciega. —¡Parad! —se abalanzó sobre el casaca roja a caballo más
cercano, alcanzándolo por detrás. Antes de que el sorprendido oficial se
diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, Rosslyn le había agarrado del
cinturón y le había tirado del caballo con todas sus fuerzas. Se agachó y le
arrancó la pistola del cinturón, agarrándola con sus atadas manos.
—¡Maldita sea! —gritó, apuntando temblorosamente a su rostro
ceniciento. Su dedo rozó el gatillo y cerró los ojos.
—¡Rosslyn, no puedes pararlo de esta manera!
La voz nerviosa de Robert se clavó en su conciencia, y ella se giró justo
cuando él se apeaba de su caballo a unos metros de ella. Sus ojos eran del
color de la pizarra, clavados en los de ella como si le exigiera que
reconociera la súplica desesperada que en ellos estaba escrita.
—Baja la pistola, Rosslyn, —le dijo con urgencia. —Nunca podré
ayudarte si disparas a alguien.
—No, —dijo Rosslyn entumecida, sacudiendo la cabeza. Dio un paso
hacia él. —Mentiste, Robert. Te creí, confié en ti...
—Todavía puedes confiar en mí, Ross, —intervino él, extendiendo las
manos. —Todo lo que te dije era verdad. Yo no sabía nada de esto, debes
creerme.
—No, —exhaló ella con fiereza, apuntándole al pecho. —Pensé que eras
diferente, Robert, pero eres igual que el resto de tu especie...
De repente, sintió un golpe seco y fuerte en la nuca, y sus palabras
murieron en sus labios. Se tambaleó y la oscuridad se apoderó de ella. Lo
último que vio antes de caer al suelo fue a Robert corriendo hacia ella.
—Eso le enseñará al cabrón, —gruñó el joven teniente, palmeando la
culata pulida de su mosquete. Pateó el cuerpo tendido de Rosslyn con la
punta del pie. —Tiene suerte de que no le haya metido una bala entre los
ojos. Se lo merecía, después de apuntarme a la cara con un arma...
—¡Aléjate de ella! —gruñó Robert, cayendo de rodillas. Le quitó la
gorra negra de un tirón y le acunó la cabeza con suavidad, aliviado al ver
que no había hinchazón ni hemorragia. Su respiración era superficial pero
uniforme, otra buena señal. En el peor de los casos, cuando se despertara
tendría un terrible dolor de cabeza.
Robert cogió a Rosslyn en brazos y se levantó rápidamente, con los ojos
encendidos de furia. —Soy el capitán Caldwell, asignado a este valle por el
general Daniel Grant. ¿Quién está al mando aquí? ¿Quién le dio la orden de
quemar este pueblo?
—Pues, el general Grant, —soltó el oficial, atónito. —Dirige
personalmente nuestro regimiento. —Miró la cara de Rosslyn, manchada de
lágrimas y hollín. —Si hubiera sabido que era una mujer, capitán, no la
habría golpeado tan fuerte.
Robert ignoró, con la mandíbula tensa, la mirada curiosa del hombre.
Recordó el lacónico mensaje que había recibido el día anterior del coronel
Milton y maldijo su propio descuido al no tomarse la advertencia más en
serio.
Estaba claro que el general Grant había cumplido su amenaza de actuar
de inmediato, mucho antes de lo que Robert hubiera esperado.
—¿Dónde está el general? —preguntó Robert bruscamente
—Allí mismo, capitán, cerca de esa iglesia de piedra, —respondió el
teniente, señalando hacia el extremo norte de Plockton.
Robert hizo una mueca, debía de haber pasado junto a Grant en su prisa
por alcanzar a Rosslyn. La habría alcanzado antes de no ser por los malditos
soldados de Grant que le bloquearon el camino, y así al menos le habría
ahorrado el cruel golpe en la cabeza.
Miró el rostro de Rosslyn, tan pálido bajo el poco hollín negro que
quedaba. Una vez más no había pensado en su propia seguridad, intentando
en vano detener lo que le estaba ocurriendo a Plockton. Robert tenía que
llegar hasta el general Grant de inmediato si quería salvar al resto del
pueblo.
Miró fijamente al teniente. —Diga a sus hombres, y también a los de
los demás oficiales, que no sigan quemando nada hasta recibir nuevas
órdenes del general Grant, —ordenó.
—No puedo hacer eso, capitán Caldwell, —objetó el teniente. —
Nuestras órdenes son seguir hasta que no quede nada en pie...
—He dicho que dejen sus antorchas, —dijo Robert siniestramente. —
Tengo noticias para el general que sin duda anularán sus órdenes. Si se
quema una cabaña más, teniente, le haré personalmente responsable.
El joven oficial tragó saliva, claramente intimidado por la expresión
asesina de Robert. Asintió con la cabeza.
—Bien, adelante. —Robert vio cómo el teniente se apresuraba a
acercarse a los otros oficiales montados, que a su vez lo miraron con
cautela.
Empezaron a llamar a sus hombres.
Robert no esperó más. Se dio la vuelta y caminó hacia la iglesia,
llevando a Rosslyn en brazos contra su pecho.
Cada paso era insoportable mientras su mente libraba una batalla final
con sus emociones desbocadas.
Entregando a Rosslyn al general Grant como Black Tom, Robert estaría
ayudando a su pueblo, de lo contrario sólo le granjearía su odio. Ya era
bastante malo que ella creyera que le había mentido, pero tenía que haber
otra forma de salvar a Rosslyn de la ira de Grant.
—Bienvenido, capitán Caldwell, —sonó una voz fuerte, destrozando sus
atormentados pensamientos. —Ahora veo cómo has estado perdiendo el
tiempo, con una moza en pantalones, nada menos.
Los ojos de Robert se entrecerraron en dirección a su comandante
supremo, que estaba sentado a horcajadas sobre un reluciente semental
blanco que parecía empequeñecido por el imponente peso del hombre.
—General Grant, —dijo secamente Robert, deteniéndose frente al
general y su séquito de oficiales de alto rango.
Un rápido vistazo le dijo que su único aliado, el coronel Milton, no
estaba entre ellos. Tendría que luchar solo. Respiró hondo y estaba a punto
de hablar cuando el sargento Lynne se acercó de repente a la iglesia,
seguido por el resto de sus soldados y sus hoscos prisioneros.
El sargento Lynne desmontó y corrió a su lado. —La ha atrapado,
capitán, —soltó aliviado.
—¿Atrapar a quién? —inquirió el general Grant, con sus sagaces ojos de
párpados pesados evaluando rápidamente la escena que tenía ante sí.
—A Black Tom, —dijo Robert con claridad. Señaló con la cabeza a los
highlanders atados y flanqueados por sus soldados, —y a los cinco hombres
que cabalgaban con ella.
El general Grant enmascaró rápidamente su asombro y adoptó una
expresión de estudiada diversión. —Sin duda, bromea, capitán Caldwell. —
Señaló a Rosslyn con el extremo emplumado de su fusta. —¿Me está
diciendo que esta mujer es la bandolera que ha estado atacando mis carros
de suministros?
—Sí, eso es, general, —respondió Robert uniformemente. —
Capturamos a Black Tom y sus hombres hace una hora, después de
descubrir la ubicación de su lugar de reunión. Habrían estado bajo su
custodia mañana por la noche.
Hizo una pausa y miró a los ojos al general. —Este asunto podría
haberse resuelto pacíficamente, como habíamos planeado.
—¿Detecto un atisbo de crítica en su tono, capitán? —preguntó
bruscamente el general Grant, con un tono airado. —Si es así, haría bien en
guardárselo para usted. ¿Me ha entendido?
—Sí, señor, —dijo Robert.
El general Grant resopló con sorna. —Su esfuerzo humanitario le ha
costado a la Corona una gran cantidad de dinero para poder reemplazar los
suministros de alimentos continuamente robados por este… esta canalla. —
Agitó su fusta hacia las cabañas en llamas. —Si hubiera hecho esto hace un
mes, como había planeado, antes de que el coronel Milton interfiriera,
Black Tom y sus hombres, —escupió, —se habrían quedado colgados de las
estacas y nos habrían ahorrado bastantes problemas. —Se inclinó hacia
delante en su silla de montar. —Por no hablar de los soldados que han sido
abatidos por esos seis bastardos. Debería haber barrido este valle con fuego
y bayoneta hasta que estos highlanders hubieran servido a Black Tom en
bandeja de plata.
Robert no respondió a esta larga perorata, lo que pareció irritar aún más
al general Grant.
—¿Tiene nombre esta mujer... esta Black Tom? —preguntó, mirando
fijamente a Rosslyn con evidente desagrado.
—Rosslyn Campbell, señora de Plockton, —respondió. Su padre era un
baronet, Sir Archie Campbell, que murió en Culloden.
—Qué fascinante, —dijo el general Grant. —La hija de un baronet.
¿Entonces debe tener tierras, una finca cerca? Serán confiscadas a la
Corona, por supuesto, por sus viciosos actos de traición. Eso debería
devolver algunas monedas de oro a las arcas del rey.
Robert se mordió la lengua. Le enfurecía oír al general Grant acusar a
Rosslyn de actos viciosos. —Sí, —respondió, —tiene una finca, la mansión
Shrip, donde mis hombres y yo nos hemos alojado desde nuestra llegada a
Strathherrick.
Hubo un silencio ominoso, sólo roto por el crepitar de las llamas a lo
lejos. Cuando por fin habló el general Grant, su rostro carnoso estaba rojo
de ira.
—¿Quiere decir, capitán Caldwell, que mientras usted estaba
acuartelado bajo su techo, Lady Campbell siguió llevando a cabo sus
incursiones sin ninguna interferencia suya ni de sus hombres?
Robert le miró fijamente. —Ciertamente la habríamos capturado antes,
general, si hubiéramos detectado sus actividades. —Eligió sus siguientes
palabras con cuidado, consciente de que los hombres de Rosslyn estaban al
alcance de su oído. Rosslyn se enteraría de la ayuda de Lorna sólo por sus
labios. —He descubierto que hay un túnel secreto bajo la mansión Shrip.
Así fue como lady Campbell pudo pasar desapercibida al salir y entrar en la
casa y continuar sus incursiones a pesar de nuestra presencia.
—¡Un túnel secreto! —exclamó con un resoplido el general Grant. —
Estos highlanders son de lo más astuto. —Agitó su fusta con impaciencia.
—Me gustaría ver esta la mansión Shrip, —declaró. —Supongo que allí nos
acomodará adecuadamente a mis oficiales al mando y a mí. La mayoría de
las casas solariegas que quedan en pie en las Tierras Altas son cascarones
huecos, no aptos para bestias.
Robert sintió que la bilis le subía a la garganta al pensar que Grant
podría dormir en la cama donde apenas la noche anterior habían dormido él
y Rosslyn. —La casa está bien equipada, —se oyó a sí mismo responder
con dificultad.
—Bien, y supongo que tendrá un establo donde alojar a los prisioneros.
Robert le miró incrédulo. Miró a Rosslyn, que seguía inconsciente en
sus brazos, y de nuevo al general. —Lady Campbell ha sido herida, —dijo.
—Necesita cuidados, al igual que uno de sus hombres, al que dispararon
durante la emboscada. El establo tiene corrientes de aire y goteras, el lugar
apenas...
—¡Capitán Caldwell! —rugió el general Grant, cortándolo. —Si no le
conociera mejor, podría acusarle de albergar algún afecto por estos perros
jacobitas. Seguro que no espera que duerma bajo el mismo techo que ellos.
—Bruscamente dirigió su atención al soldado rígidamente erguido al lado
de Robert. —Su nombre, sargento, —preguntó.
—¡Sargento Lynne, señor! —respondió enérgicamente.
—Bien, sargento Lynne. Llévese a esta prisionera del capitán Caldwell y
asegúrese de que ella y sus hoscos hombres sean encerrados en el establo
bajo vigilancia, —ordenó, —Haré que envíen a uno de mis cirujanos para
que atienda sus heridas. Me gustaría contar con una dotación completa de
criminales para hacer frente a la justicia del rey, si es posible. —Ordenó
secamente y sus ojos se desviaron hacia Robert. —Mientras tanto, el buen
capitán tendrá la amabilidad de acompañarnos a mis oficiales y a mí a la
mansión Shrip, donde discutiremos su notable logro con una copa de vino o
dos.
El general Grant taloneó a su caballo con sus botas relucientes. El
animal pasó junto a ellos, y luego se detuvo de nuevo en el camino. —
¿Capitán Caldwell, no viene? —dijo el general impaciente sin volver la
cabeza.
El sargento Lynne se volvió hacia Robert. —Debería llevármela,
capitán, —dijo con ansiedad. —Me ocuparé de que esté bien atendida, con
mantas calientes y cosas por el estilo. Ella hizo lo mismo por usted una
vez... —su voz se entrecortó, y pareció momentáneamente azorado.
Robert comprendía la confusión de su sargento. Le entregó a Rosslyn de
mala gana, rozándole la mejilla con la mano. —Gracias, Lynne.
Se dio la vuelta y montó en su bayo, el cual había sido traído por uno de
sus soldados. Se detuvo junto al general Grant, que miraba hacia el extremo
sur del pueblo, con destellos de fuego reflejados en sus ojos entrecerrados.
Robert sintió un escalofrío al ver la sonrisa de satisfacción en el rostro
del general. —General Grant, me he tomado la libertad de ordenar a sus
hombres que dejen las antorchas, ya que Black Tom ya ha sido capturado...
—Así me acaban de informar, —interrumpió bruscamente el general
Grant, sin apartar la mirada de las cabañas en llamas. Un largo e incómodo
silencio se instaló entre ellos hasta que el general habló excitado. —Mirad
allí, —señaló con su fusta. —Qué espectáculo tan magnífico.
Robert siguió su mirada hasta una casa de campo a sólo quince metros
de distancia, una de las últimas que habían sido incendiadas antes de que él
pusiera fin a la destrucción. Una bola de llamas se elevó hacia el cielo,
negro como la tinta, cuando de pronto el tejado cedió repentinamente y se
estrelló contra el interior destruido por el fuego con un estruendoso golpe.
—Me gustaría que eso les ocurriera a todas las casas de las Tierras
Altas, —dijo ácidamente el general Grant. —Estos bastardos jacobitas
nunca sobrevivirán al invierno sin techos sobre sus traidoras cabezas.
Cuando se estén congelando y muriendo de hambre, desearán mil veces que
esta noche no les hubiera perdonado sus miserables vidas. —Miró
bruscamente a Robert. —Mi orden se mantiene, capitán Caldwell. Plockton
será quemado hasta los cimientos como advertencia a cualquier otro pueblo
de Strathherrick que pueda albergar a un enemigo de la Corona. —Clavó
sus botas en los flancos de su semental. —He hecho bastante hambre con el
trabajo de esta noche, capitán. Adelante.
Robert sintió como si le hubieran golpeado violentamente en el pecho.
Apenas podía respirar, y no podía pensar. Sólo podía actuar.
Presa de la desesperación, hizo trotar a su bayo, cabalgando codo con
codo con un hombre del que no podía esperar compasión.
Detrás de ellos, la noche volvió a resonar con gritos cuando los soldados
del general Grant se pusieron manos a la obra con renovada venganza.
23

E ra casi mediodía del día siguiente cuando Robert y sus soldados se


dispusieron a abandonar la mansión Shrip, con la orden del general
Grant de reunirse con el regimiento del coronel Milton en el fuerte
Augustus.
—Su misión se ha completado para satisfacción de sus superiores.
Puede retirarse, mayor Caldwell. —Gritó el segundo al mando del general
Grant, con un último saludo tras la breve ceremonia de ascenso.
Robert saludó al oficial y se volvió hacia el sargento Lynne. —Dad la
orden, sargento, —dijo escuetamente.
—Paso ligero, hombres. Vamos al fuerte Augustus.
Robert se sintió consumido por la furia cuando sus hombres empezaron
a marchar en solemne doble fila por el camino de tierra, con su bayo a la
retaguardia. Se sentía como si estuviera viviendo una pesadilla. Los
acontecimientos de las últimas horas se repetían sin cesar en su mente...
La noche anterior, tras unas copas de vino rebosantes, el general Grant
se había cansado pronto de hacer preguntas sobre Black Tom y había
insistido en ver el túnel secreto. Las hachas habían destrozado el suelo
entarimado del armario del salón, dejando al descubierto el enorme agujero
negro.
Había sido una revelación terrible y había confirmado todo lo que Lorna
le había dicho. Sin embargo, no era más terrible que la revelación por parte
del general de sus planes para Rosslyn y sus hombres en medio de una
celebración alimentada por copiosas cantidades de vino tinto.
“—Primero nos tomaremos un día de descanso tras los rigores de esta
velada, —había declarado el general Grant borracho, con su estridente
risa resonando en la sala, —luego nos dirigiremos a mi nuevo cuartel
general en Edimburgo, a la triunfal tarea de entregar a nuestros perros
jacobitas a la cárcel del castillo. Dentro de quince días, la moza y sus
amigos traidores serán juzgados por traición y ahorcados.”
Robert hizo una mueca ante el horrible recuerdo, con los nudillos
blancos mientras agarraba las riendas. En aquel momento supo que era
inútil suplicar por la vida de Rosslyn y la de sus hombres. Después de lo
que había presenciado en Plockton, no podía esperar piedad del general
Daniel Grant.
No, había decidido esperar. Otra idea se estaba formando en su mente.
Era un plan desesperado, pero era su única esperanza.
Robert giró sobre su montura, con la esperanza de vislumbrar por última
vez la mansión de Shrip y el establo justo detrás de la casa. Su corazón latió
con fuerza, pero era demasiado tarde, los edificios ya estaban ocultos tras
un espeso bosque de abetos.
Dio media vuelta, preguntándose cómo estaría Rosslyn aquella mañana,
si se encontraría bien. Gracias a Grant, no la había visto desde que la había
entregado al sargento Lynne la noche anterior. El general había prohibido
cualquier acceso a los prisioneros porque temía un intento de fuga.
Al principio Robert pensó que podría eludir la orden porque sus
hombres hacían de guardias. Había ido al establo después de que Grant y
sus comandantes se retiraran finalmente a sus habitaciones, sólo para
descubrir que el sargento Lynne y sus hombres habían sido sustituidos por
los propios hombres del general Grant.
Su petición de entrar había sido denegada. Frustrado y furioso, había
vuelto a la habitación de Lorna, su dormitorio asignado, ya que las
habitaciones de arriba estaban ocupadas por los oficiales de Grant. Allí
había pasado una noche en vela, agitado.
—¡Maldita sea, volverás a verla! — susurro Robert ferozmente para sí
mismo.
—¿Qué fue eso, capitán Caldwell... eh... quiero decir mayor Caldwell?
—preguntó el sargento Lynne, abandonando su posición en la parte
posterior de la línea para caminar junto al caballo de Robert.
Robert suspiró. —Nada, Lynne. Sólo estaba...
Hizo una pausa, golpeado por una idea repentina. —He decidido
cabalgar delante, sargento, —continuó uniformemente, disimulando su
impaciencia. —El coronel Milton debe ser informado del éxito de nuestra
misión y de la captura de Black Tom lo antes posible. Me gustaría que se
hiciera cargo de los hombres y los acompañara al fuerte Augustus en mi
lugar.
—De acuerdo, mayor, —respondió el sargento Lynne, echándose el
mosquete más cómodamente al hombro. —Tiene razón sobre el coronel
Milton, estará más que interesado en las noticias.
—Bien, —respondió Robert, sin apenas oírle. —Os espero a ti y a los
hombres esta tarde. No debería ser una marcha demasiado dura sin los
carros.
No esperó respuesta, sino que espoleó al bayo al galope. El enorme
animal pareció percibir su urgencia, y sus enérgicas zancadas alargaron
rápidamente la distancia entre Robert y sus sobresaltados soldados.
En cuanto llegara al fuerte Augustus, se lo explicaría todo al coronel
Milton. Podía confiar en que el coronel lo entendería. Pediría permiso
inmediato y partiría de inmediato hacia Londres.
Su hermano Gordon era su única oportunidad. Como respetado ministro
de la corte, tenía el oído del rey Jorge. Solamente el indulto del rey
rescataría a Rosslyn de la horca, y Robert debía persuadir de algún modo a
Gordon para que lo solicitara a tiempo para salvarla.
Robert apretó los dientes mientras una oleada de amargura se apoderaba
de él. Era humillante tener que confiar su frágil sueño, su alma misma, a un
hermano que siempre le había odiado.
Sólo esperaba que Gordon aún quisiera poseer Bluemoor. Era su único
medio para negociar por la vida de Rosslyn.
—No, esta lucha aún no ha terminado, —juró Robert desafiante.

—Se han ido, Ross, —informó Alec. —El mayor Caldwell y sus
soldados se han ido.
Se volvió, rígido, desde la alta ventana del establo, desde donde había
observado los acontecimientos de la última media hora: la ceremonia de
ascenso, las bruscas despedidas y la marcha de La mansión Shrip. Su
mirada se cruzó con la de Rosslyn. —Deben de estar volviendo al fuerte
Augustus. No han tomado el camino de Plockton, sino que han girado al
sur, hacia Aberchalder.
—Sí, probablemente, —dijo Rosslyn sin voz. Apartó la mirada y apoyó
la cabeza en el taburete. Sintió un repentino dolor punzante, pero prefirió
ignorarlo.
Volvió a mirar a Alec. La miraba con extrañeza, como si le sorprendiera
que no le hubiera lanzado alguna puya mordaz por el hecho de que Robert y
sus hombres siguieran su camino. No podía decirle que se sentía demasiado
aturdida y paralizada por la traición de Robert como para mencionar su
nombre.
Alec nunca lo entendería. Era su propio dolor, su merecido castigo por
haber confiado en un casaca roja, por haber pensado alguna vez que lo
amaba. Sí, era realmente una tonta.
—No me importa a dónde se dirige el mayor, Alec, —dijo con dulzura.
—Creo que deberíamos preocuparnos más por lo que nos va a pasar ahora.
“Lo cual era bastante cierto”, pensó, empujando la paja sucia en el
suelo con su bota. No quería seguir pensando en Robert. Él había
conseguido lo que había venido a buscar, y se había ido. Se había ido de su
vida para siempre.
—Oí a los guardias hablando, —dijo Alec, relajándose a su lado. Hizo
una mueca, su cuerpo estaba magullado y dolorido por la emboscada de la
noche anterior. —Dijeron algo sobre el castillo de Edimburgo.
Rosslyn asintió lentamente. —Ya sabes lo que significa, Alec. Hay una
prisión en el castillo. Es donde el hijo de lord Campbell, maese Simon, está
detenido. —Sonrió sombríamente. No sería tan malo compartir celda con
nuestro futuro jefe.
Al ver que Alec no contestaba, Rosslyn se volvió ligeramente para
mirarlo. Tenía la mirada fija en el frente, con una profunda preocupación
grabada en su rubicundo rostro. Siguió su mirada que apuntaba hacia donde
estaba sentado Liam, con los ojos cerrados, Mervin dormido a su lado, y
luego hacia Kerr, que secaba el sudor febril de la frente de su hermano
menor.
Suspiró pesadamente, asediada por la desesperación. Gavyn estaba muy
enfermo, tal vez moribundo. No había sido tanto la bala lo que lo había
derribado, sino el cuidado desinteresado e incompetente del cirujano lo que
había puesto su vida en peligro.
Había sido una escena terrible. Los gritos agónicos de Gavyn fueron lo
primero que oyó cuando recobró el conocimiento. La extracción de la bala
del muslo de Gavyn había ido acompañada de una gran pérdida de sangre, y
el torpe cuchillo del cirujano no había hecho más que empeorar las cosas.
Gavyn se había desmayado de dolor, con las manos aún agarrando
desesperadamente las de su hermano.
Después de detener la hemorragia y vendar la pierna destrozada, el
cirujano abandonó el establo y no volvió. Los demás sólo pudieron atender
a Gavyn lo mejor que pudieron, rasgando tiras de su propia ropa para
convertirlas en trapos que empapaban en el agua de beber para intentar
calmar su fiebre.
Ahora estaba claro que sus esfuerzos habían sido en vano. Gavyn estaba
mortalmente pálido, su respiración era áspera y superficial. Rosslyn temía
que no sobreviviera al viaje a Edimburgo, ni siquiera a las horas siguientes.
“Dios mío, ¿cuándo terminarían los horrores?”
De repente se sintió abrumada por todo lo ocurrido y por su propia
impotencia. Le temblaba la barbilla y las lágrimas caían por sus mejillas.
—Ay, Ross, —canturreó Alec suavemente cuando la oyó sollozar. Le
rodeó los hombros temblorosos con el brazo. —No es culpa tuya, si eso es
lo que estás pensando. Gavyn conocía los peligros cuando decidió cabalgar
con nosotros. Todos lo sabíamos. —La abrazó con fuerza. —Peleamos una
buena batalla, Ross Campbell, y durante unos meses ayudamos a nuestra
gente a sobrevivir.
—¡Plockton se ha ido, Alec! —lamentó Rosslyn y sus lágrimas fluyeron
sin control. —¡Quemada hasta los cimientos! ——se estremeció al recordar
las llamas de la noche anterior y el humo negro que había visto aquella
mañana cuando se asomó a la ventana del establo. —¿Cómo puedes decir
que hemos ayudado a nuestra gente cuando hemos provocado esto? Ahora
no tienen casa, y el invierno se acerca...
—¡Cállate! —le reprendió Alec, dándole una firme sacudida. —Piensa,
Ross. Piensa en todo lo que has hecho. Sí, les diste comida, pero no olvides
que también les diste esperanza. ¿Crees que esa esperanza morirá tan
fácilmente en sus corazones?
Ella resopló, sin responderle.
—El clan Campbell es un grupo resistente, muchacha, —continuó con
fervor. —Reconstruirán mucho antes de que llegue el invierno, puedes estar
segura de ello, y hay comida en Beinn Dubhcharaidh, mucha comida para
pasar el invierno. Liam se encargó anoche de que su buena esposa supiera
dónde encontrar la cueva, y también Bethy Lamperst. No tienes que
preocuparte por los Campbell de Strathherrick, Ross. Ya te encargaste de
eso. —Maldijo en voz baja. —Demostrarán que Grant está equivocado,
pues un Campbell deseando haber muerto… ¡no ocurrirá nunca!
Los sollozos de Rosslyn se calmaron poco a poco. Encontró consuelo en
las palabras de Alec, aunque no tenía ni idea de lo que había querido decir
con su última afirmación. Apoyó la cabeza en el ancho hombro de Alec y se
secó la cara con la manga de la chaqueta. —Sí, también le dije a Lorna que
avisara al padre de Mysie Blair sobre la cueva, —dijo. —Espero que esté
bien, —añadió bajando la cabeza.
El tono de Alec era tranquilizador, aunque su expresión era sombría. —
No temas por Lorna, —respondió. —Estoy seguro de que tuvo la sensatez
de refugiarse en el páramo cuando vio venir a los casacas rojas. ¿Recuerdas
lo que te dije anoche, poco después de que salieras de tu desmayo?
—Sí, —dijo Rosslyn en voz baja. —Dijiste que habías oído al general
Grant hablando con el mayor Caldwell, diciéndole que perdonaría la vida a
los aldeanos.
—Eso es, —dijo Alec, asintiendo gravemente. —Pensé que era
importante que lo supieras, para que no te preocuparas. Ya era bastante
malo que hayas sufrido tanto, como para temer lo que le pase a tu gente, no
deberías temer por ellos ahora, has logrado lo que te propusiste. —Hizo una
pausa, respirando hondo. —Estuve lo bastante cerca del general Grant
como para oír otras cosas, Ross, pero he querido esperar a que te sintieras
mejor para contarte el resto.
Rosslyn le miró. —¿Qué has oído, Alec? —preguntó, desconcertada.
—Creo que juzgué mal al mayor Caldwell, —dijo él en voz baja. —
Hiciste bien en confiar en él, Ross. Nunca he visto un bastardo más
despiadado que el general Grant. Vino a Plockton en busca de Black Tom,
tal como el mayor Caldwell advirtió que haría. Fue por una buena
casualidad que llegamos cuando lo hicimos, si no lo hubiéramos hecho,
Grant no habría quemado la aldea y habría acabado con todas las vidas de
Plockton sin pestañear. —Se estremeció visiblemente. —Aunque no creo
que eso sea un buen presagio para nosotros en Edimburgo, muchacha.
Rosslyn se estremeció ante su confesión. Nunca hubiera imaginado que
Alec Gordon dijera algo bueno de un inglés. Una repentina indignación se
apoderó de ella, barriendo su escalofriante entumecimiento.
—Sí, confiaba en él, Alec, —dijo acaloradamente, —pero el mayor
Caldwell me mintió. Dijo que Grant no vendría a nuestro pueblo si Black
Tom era encontrado...
—Creo que le sorprendió tanto encontrar al general Grant en Plockton
como a nosotros, Ross, —intervino Alec. —El mayor Caldwell recibió una
buena reprimenda por decir que todo el asunto podría haber terminado
pacíficamente, si Grant hubiera sido más paciente.
Rosslyn lo miró boquiabierta, demasiado aturdida para hablar. —El
mayor Caldwell ordenó a los soldados que detuvieran las antorchas, Ross.
Se lo oí confesar a Caldwell. Fue Grant quien puso a sus hombres sobre el
pueblo una vez más, diciendo que sería una lección para el resto de
Strathherrick.
—¿Por qué me cuentas esto ahora, Alec? —preguntó Rosslyn
roncamente, encontrando por fin la voz. —Vamos a ir a la prisión del
castillo de Edimburgo, y el mayor, —siseó, —con su magnífico ascenso,
está de regreso al fuerte Augustus. ¿Qué importa eso ya? —se levantó
bruscamente, pero Alec le agarró de la manga.
—Anoche… bueno, nunca te había visto tan abatida. Eres como una hija
para mí, Ross. Pensé que querrías saber lo que el mayor Caldwell había
hecho para ayudar a tu familia, eso es todo... No quería que siguieras
pensando que te había mentido, después de haber confiado tanto en él.
Rosslyn se separó de él y se dirigió hacia la ventana, rodeándose con sus
propios brazos, apoyó la frente en el alféizar. Sus pensamientos eran una
confusión enmarañada.
Robert no le había mentido. Nunca lo habría creído de no ser porque
Alec se lo había dicho. Robert había intentado detener la destrucción...
Rosslyn se frotó las sienes, la cabeza empezaba a latirle con fuerza. Las
palabras de Robert volvieron a ella de golpe. “Aún puedes confiar en mí,
Ross... Te he dicho la verdad... Debes creerme...”
Sin embargo, ella no le había creído, y ahora él se había ido. Que la
hubiera abandonado era más de lo que podía soportar.
24

Londres, Inglaterra

R obert tiró de su chaleco con irritación, la tela rígida lo volvía loco. Se


había acostumbrado tanto a llevar uniforme militar que casi había
olvidado lo que era vestir de civil.
Tiró de la muselina blanca que llevaba atada al cuello y sus dedos
rozaron el jabot de encaje espumoso. Hizo un gesto de incomodidad, no
podía decir que los hubiera echado de menos. Se sentía como un pavo real
con esa ropa prestada, el abrigo plisado y los pantalones de terciopelo
ciruela, el chaleco de brocado dorado, las medias de seda color crema y los
zapatos de tacón rojo.
Por fin había llegado al límite con la peluca de corbata rizada que el
vestidor de su hermano había insistido en que llevara. No tenía tiempo ni
ganas para semejantes florituras, le bastaba con haber accedido a la
insistencia de Gordon en que se cambiara la ropa manchada del viaje nada
más entrar por la puerta.
Robert sonrió sutilmente, recordando la expresión de su hermano
cuando entró en el lujoso salón donde Robert lo esperaba. Era un ejemplo
de compostura imperturbable, aunque los ojos de Gordon reflejaban su
conmoción, y cómo Gordon exigió a Robert que se cambiara antes de
discutir su asunto de gran urgencia, para que su hedor y sus ropas salpicadas
de barro no ofendieran a la familia.
Robert echó un vistazo a la biblioteca, que era claramente el dominio
privado de su hermano. La sala estaba dominada por un enorme escritorio
situado cerca de las altas ventanas arqueadas que daban a la calle principal.
Podía imaginarse a su hermano sentado allí, estudiando minuciosamente
cartas y papeles relacionados con los asuntos del rey.
Robert tamborileaba impaciente con los dedos en el reposabrazos,
preguntándose qué estaba entreteniendo a su hermano. Había viajado como
un rayo para llegar a Londres. El agotador viaje le llevó poco más de cuatro
días con paradas para coger caballos frescos y con breves descansos para
dormir. Unos minutos de espera podrían parecer triviales, pero a él le
parecían insoportables.
—Entonces, Robert, ¿cuál es ese asunto urgente que te ha traído tan
inesperadamente a Londres? —sonó una voz profunda y resonante desde el
umbral de la puerta, sobresaltándolo.
Robert se levantó y se volvió hacia su hermano. —Gordon, —reconoció
con rigidez, aunque no cruzó la sala para saludarle. Pensó fugazmente en lo
poco que había cambiado Gordon en los dos largos años transcurridos desde
la última vez que lo había visto.
Su hermano mayor era casi tan alto como él y ligeramente más ancho,
con los mismos ojos gris verdosos que los suyos, pero el parecido terminaba
ahí.
Gordon se parecía a su padre, de tez pálida y pelo castaño oscuro apenas
visible bajo la peluca empolvada.
Tenía un temperamento temible, del que Robert había sido testigo en las
numerosas ocasiones en las que lo había dirigido contra él.
—Tienes buen aspecto, hermano, —dijo Gordon, mirándolo de arriba
abajo mientras se dirigía a su escritorio. Le sonrió con ganas. —Parece que
el ejército te ha venido bien, luces sano y vigoroso, aunque un poco cansado
por el viaje, supongo.
—Siento decepcionarte, —contestó Robert, intentando evitar que la
amargura se colara en su voz. Por la ceja levantada de su hermano, supo que
había fracasado rotundamente.
—Ah, —murmuró Gordon.
Se acercó con decisión a la repisa de la chimenea. —¿Un brandy,
Robert? —preguntó por encima del hombro. Sirvió dos copas sin esperar
respuesta y volvió para darle una a Robert. —Toma, pareces tenso. Esto
podría ayudarte a relajarte. —Chocó su vaso con el de Robert y bebió un
buen trago. —Vamos, bebe. Es de la mejor calidad, te lo aseguro. Seguro
que hace tiempo que no saboreas un buen brandy.
Robert dejó el vaso sin tocar en la mesa junto a su silla. —Preferiría
hablar primero, Gordon. Quizá comparta una copa contigo más tarde.
—Como quieras, —dijo Gordon con ligereza, sentándose en su
escritorio. —Maldita sea, hombre, al menos siéntate. Y podrías dejar de
fruncir el ceño, —soltó una risita irónica. —Ya he deducido que no se trata
de una visita puramente social ni necesariamente amistosa.
Robert volvió a su silla, sin apartar los ojos de su hermano. —Es un
asunto personal, Gordon, e iré directo al grano. Supongo que sigues
interesado en poseer Bluemoor.
La mirada de Gordon se ensanchó ligeramente, su expresión se tensó. —
Una pregunta inesperada, Robert, debo admitirlo, —dijo, reclinándose en su
silla. Hizo girar el líquido ámbar en su vaso, estudiando a Robert
pensativamente. —Estoy seguro de que puedes adivinar mi respuesta. ¿Por
qué lo preguntas?
Robert sintió que se le quitaba un peso de encima, aunque sabía que la
batalla aún no estaba ganada. —Quizá me interese desprenderme de él, por
un módico precio, claro. —Observó la cara de Gordon, midiendo su
reacción. Pudo ver que su hermano estaba estupefacto, aunque se esforzaba
por no demostrarlo.
—¿Qué ha provocado este cambio de opinión? —preguntó Gordon con
astucia. —¿Tal vez deudas de juego? Me han dicho que los oficiales
militares dedican gran parte de su tiempo libre a esas ociosas diversiones.
¿Te has metido en algún problema financiero, Robert?
—De nuevo, lamento decepcionarte, —respondió Robert con una breve
carcajada. —Mis finanzas están seguras. —Rápidamente se puso serio. —
Mi precio es el siguiente. Tengo una amiga, una joven que conocí en
Escocia, que necesita desesperadamente mi ayuda y, desafortunadamente,
no puedo ayudarla sin tu ayuda, Gordon.
—¿Te he oído bien? —preguntó él, inclinándose hacia delante para
apoyar los codos en el escritorio. —Me desconciertas, Robert. Hablas de
Bluemoor en un momento y de una misteriosa escocesa en el siguiente.
—Exactamente, ambos temas están entrelazados, Gordon. Si eres capaz
de ayudarme en este asunto a mi plena satisfacción, te ofreceré Bluemoor, y
para entonces ambos tendremos lo que queremos.
Gordon no respondió durante unos largos instantes, con los ojos
clavados en los de Robert. Su voz apenas superaba un susurro cuando por
fin habló. —Has captado toda mi atención, Robert. ¿Qué ha hecho esta
mujer? Debe ser algo serio para que consideres hacer un trato tan raro y
valioso para ti. —Su mirada se entrecerró con complicidad cuando Robert
exhaló bruscamente. —Ah, así que es lo que pensaba.
A Robert no le sorprendió la astucia de su hermano. —Su nombre es
Rosslyn Campbell, —comenzó. —Es la hija de un baronet que fue
asesinado en Culloden...
—¿Una jacobita? —intervino Gordon junto con una arcada. —Estoy
seguro de que puedes oír a nuestro padre revolverse en su tumba. Tú y él
siempre estuvisteis muy alejados políticamente, pero esto... —ante el ceño
fruncido de Robert, se disculpó apresuradamente. —Continúa. No volveré a
interrumpirte.
Robert relató rápidamente toda la historia, haciendo todo lo posible por
ignorar las cambiantes expresiones de Gordon: incredulidad, contemplación
y humor sombrío. Finalmente, una mirada seria se posó en su semblante
mientras Robert relataba los planes del general Grant para sus prisioneros.
Cuando Robert terminó, un pesado silencio se apoderó de la sala.
Parecía prolongarse interminablemente, llenándole de temor. Sintió un
escalofrío adicional cuando Gordon echó la cabeza hacia atrás y se bebió el
ardiente contenido de su vaso de un trago, luego se levantó para volver a
llenarlo y regresó lentamente, deteniéndose frente a la silla de Robert.
Levantó el vaso como en señal de brindis.
—Te aplaudo, Robert, —dijo sarcásticamente, rompiendo el lúgubre
silencio. —No podrías haberme planteado una tarea más difícil. Un indulto
del rey, y la restauración de una hacienda, para una moza de las Tierras
Altas apodada Black Tom que pronto será juzgada por traición a la Corona,
si no lo ha sido ya. —Se rio en voz baja. —Si no estuvieras colgando
Bluemoor delante de mí, te habría dicho directamente que no podía
ayudarte. —Hizo una pausa, tomando un sorbo rápido. —Aun así, no
puedo garantizar que mis esfuerzos tengan éxito, puede que, al final, te
encuentres solo y envejeciendo en Bluemoor.
—¿Qué demonios significa eso? —gritó Robert enfadado, poniéndose
en pie de un salto. —¡O puedes ayudarme o no puedes!
Gordon agarró el vaso que había sobre la mesa, derramando parte del
brandy sobre la alfombra. Acercó el vaso hacia Robert. —Bebe esto, —le
exigió entre dientes apretados. —Cuando estés más tranquilo, hablaremos.
—Rodeó el escritorio y se detuvo a mirar por la ventana cuando un carruaje
negro se detuvo cerca de la puerta principal. Su tono se suavizó un poco. —
Ah, Violet debe de haber terminado sus visitas de la tarde. —Se dio la
vuelta justo cuando Robert golpeó su vaso vacío sobre la mesa.
—Ya está, ya me siento mejor, —dijo Robert, con la garganta ardiendo.
—¿Tenemos un acuerdo, lord Servington?
Gordon asintió, mirando fijamente a Robert. —Redactaré una petición
de indulto y se la presentaré al rey mañana por la mañana. Comprendo bien
la necesidad de apresurarse en este asunto.
—¿Qué le dirás?
Gordon rechazó con impaciencia la pregunta de Robert. —Déjame los
detalles a mí, Robert. Conozco la mente del rey, su Alteza tiene una intensa
aversión por los jacobitas, como has visto en el reciente comportamiento
del duque de Rutherfod y de Grant, ambos hijos suyos.
—Yo los llamaría carniceros, —espetó Robert.
—Vamos, vamos, hermano, será mejor que tengas cuidado con lo que
dices, o podrías ser juzgado por traición, —le advirtió Gordon, lanzándole
una mirada sombría.
La mandíbula de Robert se tensó, sus ojos se encendieron. —Ni se te
ocurra. Sabes que un plan así sólo te arrastraría conmigo, manchando tu
nombre junto con el mío.
—Créeme, Robert, hace tiempo que me di cuenta de que esa idea
carecía de potencial, —comentó Gordon secamente. Empezó a pasearse
detrás de su escritorio, jugando distraídamente con la espumosa tela blanca
de su garganta. —Una joven que roba comida para salvar a su pueblo
hambriento... Bueno, aunque sea una jacobita la historia tiene un decidido
toque de patetismo.
—¿Patetismo? —resopló Robert. —Tienes un don para reducir actos
valientes y desesperados a asuntos de poca importancia, Gordon. Deberías
ver lo que le han hecho a las Tierras Altas, y ver a la gente inocente que
lucha por sobrevivir con lo poco que les hemos dejado.
Gordon hizo caso omiso de su arrebato. —Sí, podría influir en el rey, —
consideró en voz alta. —Después de todo, los escoceses de las Tierras Altas
también son súbditos suyos, aunque serían los últimos en admitirlo. El rey
Jorge ya ha concedido el indulto a algunos de los locos descarriados que
participaron en el levantamiento. ¿Por qué no indultar a una mujer que ha
tenido el acierto de encandilar a un oficial inglés? De repente dejó de
pasearse para mirar fijamente a Robert.
—¿Qué? —espetó Robert, devolviéndole la mirada.
—¿Dijiste que amas a esa moza? —preguntó Gordon. —¿Quizás,
entonces, estás considerando casarte con ella?
—Se llama Rosslyn, —le corrigió Robert, —y sí, ésa es mi esperanza, si
me acepta. Después de lo que hizo Grant la otra noche, es más probable que
me escupa a la cara a que acepte nada de mí.
—Es perfecto, —se dijo Gordon. —Ese podría ser exactamente el punto
para convencerlo.
—¿De qué estás hablando?
Gordon dejó su vaso y rodeó el escritorio para colocarse frente a Robert.
—Eres un necio si crees que el rey va a restituir una finca confiscada a un
criminal indultado, —dijo con dureza. —¿Qué garantía tiene el rey Jorge de
que no volverá a iniciar sus actividades perturbadoras?
Robert negó con la cabeza, incapaz de responder.
—Exactamente. Así que lo que propongo es esto: ofrecer a la muchacha
una opción, si acepta casarse contigo, se le concederá el indulto del rey y la
finca será restaurada a tu nombre. Serás destinado permanentemente a
Strathherrick, donde completarás tu comisión, y el rey Jorge descansará
tranquilo sabiendo que está casada con un inglés que la mantendrá bajo
firme control.
—¿Y si ella no acepta casarse conmigo? —preguntó Robert
sombríamente, aunque ya intuía la respuesta.
Gordon se encogió de hombros. —Entonces ella elige su propia
sentencia de muerte.
Furioso, Robert agarró el abrigo de terciopelo de Gordon, tirando de su
hermano a pocos centímetros de su cara. —Eso no es suficiente, Gordon, —
gruñó, su voz peligrosamente baja. —O vive o habrás perdido Bluemoor
para siempre. La quemaría antes de que volvieras a poner un pie en ella.
El rostro de Gordon estaba ceniciento, aunque no se inmutó. —
Suéltame, —exigió en voz baja, disimulando su rabia apenas controlada —
No vuelvas a amenazarme, Robert. Soy tu única esperanza, y lo sabes muy
bien. ¿Crees que voy a dejar todo este acuerdo en manos de los caprichos de
una mujer?
Se tambaleó hacia atrás cuando Robert lo soltó bruscamente. Su
expresión era sombría mientras se enderezaba el abrigo, sus ojos gris
verdosos se oscurecieron hasta convertirse en la misma pizarra fría que los
de su hermano menor. —Dijiste que tenía cinco hombres que fueron
capturados con ella.
Robert asintió, demasiado enfadado para hablar.
—Es simple, Robert. Dile a Lady Campbell que, si no está de acuerdo,
sus hombres compartirán el mismo destino que ella. ¿Crees que va a
desperdiciar sus vidas? Lo dudo, por la forma en que la has descrito, haría
cualquier cosa para salvarlos.
Gordon se alejó al oír pasos en el vestíbulo exterior. —Comparto la
misma sangre escocesa que tú, Robert, —añadió rápidamente. —He oído
las innumerables historias de la abuela sobre la lealtad al clan. Si Lady
Campbell sabe que sus hombres también serán indultados si acepta el
matrimonio, entonces tendrás una esposa antes de que acabe el día. —Bebió
el último trago de su brandy. Sólo espero que te merezca la pena.
De repente, la puerta se abrió de golpe y una mujer alta y rubia, con un
vestido de raso rosa con lazos, entró con elegancia en la habitación.
—Oh, perdóname, cariño, —dijo, deteniéndose bruscamente. —No
sabía que tenías visita.
Robert se dio la vuelta, su mirada se encontró con unos fríos ojos azul
hielo en un exquisito rostro de porcelana. —Violet, —dijo, tragándose su
ira, —me alegro de volver a verte.
—Robert, —pronunció Violet, claramente aturdida. Caminó rígida hacia
él. —Qué sorpresa. —Lanzó una mirada a su marido mientras Robert le
besaba ligeramente la mano. —Gordon, no me dijiste que tu hermano iba a
venir a Londres. Habría planeado una cena...
—Fue una sorpresa para mí también, querida.
—Es sólo una visita corta, Violet, —respondió Robert, tratando de
aliviar un poco la tensión en la habitación. —Confío en que mañana
emprenderé el camino de regreso a Escocia, una vez concluidos mis asuntos
aquí. —Miró significativamente a Gordon, que inclinó ligeramente la
cabeza.
—Bueno, espero que compartas la cena con nosotros, —dijo Violet
amablemente, habiéndose recompuesto de la sorpresa. Aceptó el brazo que
le tendía Robert. —¿Tienes alojamiento? Si no, estaremos encantados de
que te quedes con nosotros, ¿verdad, Gordon?
Robert sonrió. Violet estaba tan hermosa e imperturbable como siempre.
Hacía tiempo que le había perdonado por su desaire, comprendiendo que
ella no le había guardado rencor. Evidentemente, ella siempre había querido
ser la esposa de un miembro de la Cámara de los Lores, algo que Robert
nunca podría haberle ofrecido.
Caminó con ella desde la biblioteca, pensando en lo afortunado que era
de que Violet hubiera elegido a Gordon en su lugar. Le había dejado el
corazón libre para amar su salvaje belleza de las tierras altas.
Robert sintió que el corazón se le agitaba en el pecho al pensar en
Rosslyn en una fría celda.
“Si Dios quería”, rezó fervientemente, “el rey Jorge firmaría el indulto
y él llegaría a Edimburgo a tiempo para salvarla de la horca y convertirla
en su esposa.”

Pasaron tres días antes de que el precioso documento llegara a manos de


Robert, tres días que habían pasado como la tortura más lenta.
—Su alteza se mostró reacio a firmar, —declaró Gordon con
naturalidad, —sin duda anticipando el disgusto de Grant. —Fue su alta
estima por mi buen juicio y la cláusula matrimonial lo que finalmente lo
convenció, aunque bromeó diciendo que debías estar loco para tomar como
esposa a una escocesa de las tierras altas. Confía en que la tendrás bien
controlada. —Suspiró significativamente. —Espero que el retraso no nos
resulte costoso.
Robert no hizo ningún comentario mientras leía atentamente cada
palabra y, al final de la página, pasaba el dedo sobre la florida firma del rey
y el sello real. La sangre le rugió en las venas y se sintió mareado de alivio,
casi sin creérselo.
El perdón de Rosslyn. —¿Satisfecho?
Robert miró a su hermano al otro lado del escritorio. —Sí, —reconoció.
—Todo parece estar en orden. —Enrolló rápidamente el documento y lo
deslizó dentro de su pesado abrigo de montar. —¿Has revisado los
documentos redactados por mi abogado?
Gordon asintió escuetamente.
—Bien, me he quedado con una cuarta parte de los ingresos de la
propiedad y de la herencia monetaria que recibí de mi padre, a cambio de lo
cual tú recibes la escritura completa y el título de propiedad de Bluemoor y
el resto de los ingresos anuales. ¿Estás de acuerdo con este arreglo?
—Ya lo he firmado, —respondió Gordon, arqueando una ceja oscura. —
Eres un duro negociador, Robert. Espero tener noticias tuyas cuanto antes
sobre el resultado. Confío en que sea provechoso para ambos.
Robert ya se dirigía a la puerta. Con un pensamiento tardío se detuvo y
se dio la vuelta, y su mirada se encontró con la de su hermano. —Te doy las
gracias, Gordon, —dijo, las palabras no saltaban fácilmente de su lengua.
Sabía que, si no hubiera sido por Bluemoor, el valioso pergamino que
guardaba junto a su corazón nunca se habría hecho realidad. Sin embargo,
lo dijo en serio.
—No me lo agradezcas todavía, hermano, —respondió Gordon. —
Tienes un largo viaje por delante. No querrás tentar al diablo. —Miró por la
ventana, luego de nuevo a Robert. —Te he dado el mejor caballo que poseo
para que empieces tu camino, es de sangre árabe.
Robert tragó saliva, sin perderse el atisbo de comprensión en los ojos de
Gordon. Era la primera calidez que había visto allí en años. —Lord
Servington, —dijo con una breve reverencia, y se volvió para marcharse.
—Debe de ser realmente extraordinaria.
Robert se volvió a mirar a su hermano, le sonrió débilmente y cruzó la
puerta.
25

Edimburgo, Escocia

R osslyn se agachó contra el áspero muro de piedra y se tapó los oídos


con las manos en un intento inútil de ahogar los gemidos lastimeros
del prisionero de la celda contigua, un highlander que había perdido la
cabeza después de Culloden.
O eso le habían dicho los hoscos guardias, porque más bien se había
vuelto loco por las torturas y los malos tratos. Había visto y oído suficiente
miseria durante los últimos cinco días de encarcelamiento en el castillo de
Edimburgo como para toda una vida, y su vida se estaba volviendo muy
corta.
Su ejecución pública estaba prevista para mañana por la tarde, en la
colina del castillo, en el mismo lugar donde decenas de criminales
condenados por traición, herejía y brujería habían encontrado su fin. Casi se
sentía agradecida de que aquella terrible prueba terminara pronto.
El juicio se había celebrado poco después de que ella y sus hombres
llegaran a Edimburgo, un asunto apresurado que no había durado más de
una hora de principio a fin.
Ella, Alec Gordon, Liam y Mervin McLoren, y Kerr Campbell habían
sido declarados culpables de alta traición contra la Corona y sentenciados a
morir en la horca. Sus cuerpos serían luego descuartizados y consumidos
por el fuego, y sus cabezas exhibidas en picas de hierro ante los curiosos
ciudadanos de Edimburgo.
“Al menos Gavyn Campbell no compartiría su espantoso destino”,
pensó.
Había muerto el primer día de su marcha de una semana hacia
Edimburgo, y su cuerpo fue enterrado rápidamente bajo un mojón de
piedras a lo largo del empinado paso de Corrieyairack.
Rosslyn no había derramado lágrimas, pues ya las había gastado todas.
Ella y sus hombres apenas pasaron un momento junto a la tumba para
honrarle antes de que los empujaran de nuevo a la fila, flanqueados por
soldados que se burlaban y abucheaban.
Había sido una pesadilla. Su único consuelo era que se había librado de
ser violada. Era como si su sucio atuendo de hombre la protegiera de algún
modo, haciéndola parecer menos mujer a los ojos de los soldados.
Rosslyn se sentó con las piernas cruzadas en el suelo, desgastado por los
innumerables prisioneros que la habían precedido. Se masajeó los pies
descalzos, aunque las dolorosas ampollas estaban casi curadas, lo que le
permitía al menos caminar, pero con una ligera cojera.
Cuando llegaron a Edimburgo, las plantas de sus pies estaban sangrantes
y en carne viva, y sus botas de cuero no resistieron la larga marcha. Se
había desplomado a las afueras de la ciudad y la habían metido bruscamente
en un carro para el último tramo del viaje, con los ojos clavados sin
esperanza en los de sus hombres, que la seguían de cerca.
Rosslyn apartó el amargo recuerdo de su mente y se levantó rígida,
apoyándose en la pared. Nunca se había sentido tan débil, y sabía que era
por falta de alimentos nutritivos. El pan duro y el té tibio no eran lo que
necesitaba para recuperar las fuerzas.
Se rio con amargura, y el sonido resonó en la habitación de techos bajos.
“¿Recuperar las fuerzas para qué? ¿Para poder balancearse con más
vigor desde la horca, luchando por respirar mientras la soga se tensaba
inexorablemente alrededor de su cuello?”
Desterrando ese pensamiento morboso, Rosslyn cojeó hasta la estrecha
ventana y se puso de puntillas, mirando hacia el exterior.
La cornisa de piedra estaba tan inclinada hacia arriba que sólo podía ver
el cielo nublado, pero no le importó. Sintió que el ánimo se le subía a pesar
de lo limitado de la vista. Agradeció que no la hubieran arrojado a un
agujero oscuro sin ventanas, pues ese pequeño trozo de cielo había sido su
único vínculo con la cordura; un rayo de sol ocasional era como la visita de
un buen amigo.
Inspiró profundamente, saboreando el aire fresco que ayudaba a reducir
el fétido hedor de su celda. La brisa constante estaba perfumada por la
lluvia, y podía oír truenos retumbando en la distancia.
Un ruido fuerte y estremecedor la sobresaltó. Se dio la vuelta cuando la
pesada barra de hierro se levantó al otro lado de la puerta, y el chirrido le
hizo apretar los dientes. La puerta se echó hacia atrás, dejando ver a un
grupo de seis guardias armados. El más cercano agachó la cabeza y entró en
la pequeña cámara.
Rosslyn retrocedió contra la pared, con el frío miedo inundándole el
cuerpo. “Dios mío, ¿había contado mal los días? ¿Acaso era sábado, el día
de su ejecución?”
—¿Qué? —se atragantó, con los ojos muy abiertos por el miedo.
—Debe venir conmigo, lady Campbell, —murmuró el guardia,
agarrándola del brazo. Cuando ella retrocedió, él le dio un fuerte empujón y
ella tropezó hacia delante, casi cayéndose. La agarró a tiempo, pero ella se
apartó de un tirón.
—¿Dónde me lleváis? —balbuceó, refugiándose en un rincón. Jadeó
cuando vio como otro guardia entraba en la celda. Sus ojos se desviaron
desesperadamente de un hombre a otro. Se sintió atrapada, como un animal
cazado, mientras avanzaban hacia ella, cogiéndola por los brazos. —¡No!
—gritó, y sus pies resbalaron en el suelo de piedra mientras la empujaban
hacia la puerta. —¡No!
Fuera, en el oscuro pasillo, se encontró rodeada de guardias, dos delante
y dos detrás de ella, además de los soldados que la agarraban por los brazos.
La presencia de tantos guardias frenó sus inútiles gritos y se quedó callada,
presa del terror.
“No era así como había planeado actuar en absoluto”, pensó Rosslyn
entre sus captores mientras la apresuraban por el pasillo y subían un largo
tramo de escaleras de caracol. “¿Adónde había ido a parar su valor?”
Nunca habría podido prever el terror que se apoderaba de ella.
Atravesaron una sala vacía y, al abrirse una amplia puerta tachonada,
salieron a un patio cuadrado flanqueado por edificios de dos plantas.
Rosslyn parpadeó, protegiéndose los ojos. A pesar de las densas nubes,
la luz del día era mucho más intensa que cualquier otra que hubiera
experimentado en cinco días. Echó un vistazo a su alrededor, temiendo
encontrar una carreta que la llevara al lugar de la ejecución.
No había ningún carro y, mientras los guardias atravesaban el patio,
pensó fugazmente que iban a hacerla caminar todo el trayecto. No pudo
quedarse más atónita cuando entraron en otro edificio y avanzaron por un
amplio pasillo, deteniéndose bruscamente ante una puerta ornamentada. El
guardia de su izquierda llamó con fuerza, levantó el pestillo de latón y
empujó la puerta.
Rosslyn fue conducida a una gran sala austeramente amueblada con una
larga y pulida mesa en un extremo y una única silla tapizada en el centro de
la sala. Mientras los cuatro guardias que la habían flanqueado esperaban
junto a la puerta, los dos hombres que la sujetaban por los brazos la
empujaron hacia delante y la sentaron en la silla.
Sin aliento y totalmente desconcertada, Rosslyn jadeó cuando el general
Grant entró en la habitación, sin apenas reconocer su presencia. Le seguían
el alguacil de la prisión y el juez que la había juzgado y condenado a ella y
a sus hombres al día siguiente de su llegada al castillo de Edimburgo.
“¿Qué ocurría?” se preguntó enloquecida, sin aventurarse siquiera a
adivinar por qué la habían traído a aquella habitación. Estaba tan
concentrada en verlos tomar asiento en la mesa que no se dio cuenta de que
un último hombre entraba y permanecía de pie junto a la pared. Sólo lo
miró cuando oyó el roce de sus botas en el suelo de madera, y se le paró el
corazón.
“Robert.”
Estaba tan aturdida que podría haberse abierto la tierra debajo de ella y
no se habría dado cuenta. Lo miró fijamente y él le devolvió la mirada, con
los ojos llenos de una calidez familiar.
Lo único que podía pensar era que seguramente era un fantasma; su
mente le estaba jugando una mala pasada. Probablemente se habría
desmayado si la estruendosa voz del general Grant no hubiera roto el
silencio de la habitación.
—Lady Rosslyn Campbell, si es tan amable de dirigir su atención hacia
aquí, —ordenó, golpeando la mesa con su enorme puño.
Ella dio un respingo, con la mirada clavada en el corpulento general,
segura de que, si volvía la vista hacia la pared, Robert habría desaparecido.
Sin darse cuenta, volvió a mirar. Seguía allí, con una leve sonrisa en los
labios. Qué extraño que le hubieran enviado un fantasma, la imagen de un
hombre al que creía que no volvería a ver. Volvió a mirar al general Grant,
que fruncía el ceño, con la cara de un tono rojo moteado.
—Lady Campbell, seré breve, —empezó, lanzando una mirada furiosa a
Robert. Cogió un pergamino enrollado del juez de rostro sombrío y lo
sostuvo en la mano, apuntando hacia ella mientras hablaba. —Su Majestad
el rey Jorge ha considerado oportuno interesarse personalmente por su
situación y le ha ofrecido la posibilidad de un indulto, bajo ciertas
condiciones que usted debe aceptar.
Rosslyn no estaba segura de haberle oído bien. Por un instante pensó
que estaba soñando y se clavó la uña del pulgar en la palma de la mano.
Parpadeó por el dolor punzante, pero la habitación no desapareció. Era real,
que Dios la ayudara. Entonces Robert debía ser real.
—¿Perdón? —preguntó conmocionada.
—No le volveré a repetir lo que he dicho, moza, —espetó el general
Grant. Se inclinó hacia adelante, la silla crujiendo ominosamente bajo su
peso, —pero sí le diré una cosa, señorita. Su indulto me ha sorprendido por
completo, ya que el mayor Caldwell me lo ha presentado hace tan sólo una
hora. Nada me gustaría más que verla ahorcada, junto con sus amigos
jacobitas, pero me veo obligado a ofrecerle una oportunidad de redimir su
miserable vida. —Volvió a sentarse y sus ojos se entrecerraron con maldad.
—Con ciertas condiciones, por supuesto.
Las palabras del general Grant iban calando poco a poco en el cerebro
de Rosslyn. Robert había traído un indulto del mismísimo rey Jorge. Sintió
un pequeño destello de esperanza en su interior y lo miró, pero él tenía la
vista fija en el pergamino enrollado en la mano del general.
—¿Qué condiciones? —preguntó ella, con el timbre de su voz ganando
fuerza. “Sí, estaría encantada de renunciar a sus incursiones”, pensó, “si
esa era la condición”.
—Las condiciones son éstas, Lady Campbell, —murmuró el general
Grant, aferrando el documento. —Para recibir el perdón de su majestad,
debe aceptar casarse con el mayor Robert Caldwell, que se convertirá
entonces en el único propietario de la finca conocida como La mansión
Shrip, en Strathherrick, en el condado de Inverness. —Rosslyn se sintió
como si la hubieran fulminado. Nunca se lo habría esperado.
Su mente se agitó en una confusa danza de pensamientos y emociones
aceleradas. Tragó saliva y su mirada se cruzó con la de Robert. —¿Casarme
con un inglés? —preguntó incrédula.
La pregunta salió de sus labios tan repentinamente que apenas se dio
cuenta de que la había llegado a pronunciar. Sin embargo, brotó de una
parte de ella tan arraigada que no podría haber respondido de otro modo, a
pesar de todo lo que Alec le había dicho, a pesar de los sentimientos
secretos que guardaba tan profundamente en su interior.
Sólo había una respuesta, alimentada por cientos de años de odio y
desconfianza entre pueblos vecinos, reforzada aún más por la reciente
brutalidad de la que había sido testigo, aun sabiendo que Robert no había
participado en ella.
Bajó la mirada hacia sus manos cruzadas. —No puedo casarme con el
mayor Caldwell, —dijo con firmeza, sabiendo que estaba eligiendo la
muerte. —No voy a traicionar a mi pueblo.
—Ya está. Ella ha hecho su elección, —dijo el general Grant, con una
expresión de satisfacción en su rostro carnoso mientras se sentaba en su
silla. —La ejecución seguirá adelante según lo planeado.
—¡No! —gritó Robert con vehemencia, dando zancadas hacia la mesa.
—No le ha dado todas las condiciones. —Miró fijamente al juez. —Usted
conoce la ley, el prisionero debe conocer todas las condiciones antes de
poder elegir.
El juez se volvió hacia el general Grant y le susurró casi disculpándose.
—El mayor tiene razón, general. El indulto de un rey no debe tomarse tan a
la ligera. —Asintió a Robert. —Puede continuar, mayor Caldwell.
Rosslyn jadeó cuando Robert se dio la vuelta, sus ojos fijos en los
suyos.
—No es tan sencillo, Rosslyn, —dijo, avanzando hacia ella. —Hay otras
vidas en juego, además de la tuya, que el general no te ha contado. Si
aceptas casarte conmigo, no sólo salvarás tu vida, sino también la de tus
hombres.
Sus ojos se abrieron de par en par, y su mente volvió a dar vueltas. La
voz de Robert era áspera, chirriando en sus confusos pensamientos.
—Siempre has afirmado que antepones tu familia a ti misma, Rosslyn.
¿Dejarás que mueran tus hombres sabiendo que está en tu mano perdonarles
la vida? El matrimonio con un inglés parece un pequeño precio a pagar por
tus seres queridos. Puede que la finca ya no esté a tu nombre, pero vivirías
allí como antes, con tu gente a tu alrededor...
—¿Es eso cierto, Robert? —lo acusó Rosslyn de repente, levantándose
de un salto de la silla. Estaba temblando por la cruel comprensión que
resonaba en su mente. —No te preocupas por mí ni por mis hombres. Es la
tierra lo que quieres, La mansión Shrip, así que me amenazas con mis
hombres para conseguir lo que quieres. ¿Tienes tierras en Inglaterra, una
finca propia?
Robert negó con la cabeza. —No, —dijo en voz baja. —No tengo nada
en Inglaterra.
—¡Entonces tengo razón! —exclamó Rosslyn. —No tienes tierras, y
viste la oportunidad de hacerte con algo cuando descubriste que yo era
Black Tom, sabiendo que mis tierras se perderían una vez que me juzgaran
por traición.
—Rosslyn, —comenzó Robert, sólo para ser cortado cuando ella se
precipitó, su voz cada vez más aguda.
—Pero sabías que si no me tenías a tu lado no podrías hacerte un hueco
entre los Campbell de Strathherrick. Así que fuiste a Londres lo más rápido
que pudiste y conseguiste mi indulto para poder hacer precisamente eso. —
Respiró entrecortadamente. —¿Sobornaste al rey? Obviamente le
convenciste de que valdría la pena un indulto y una concesión de tierras
para tener a un inglés viviendo entre los highlanders y así espiarlos mejor,
¿no, Robert? ¿Manteniendo la paz para la Corona en tu mal habida
propiedad?
—¡Basta! —rugió el general Grant, levantando su enorme cuerpo de la
silla. —¡Apártese, mayor Caldwell! —mientras Robert le obedecía a
regañadientes, el general señaló amenazadoramente a Rosslyn.
—Di lo que quieres, muchacha, —ordenó, con la cara roja y sudorosa.
—No voy a escuchar nada más de tu charla traicionera, o te casas con el
mayor o te cuelgan con los tuyos. Ahora, elige.
El pecho de Rosslyn subía y bajaba rápidamente, con el corazón
latiéndole furiosamente contra las costillas. Su mirada pasó del rostro
enfurecido del general a Robert. Su rostro era ceniciento a pesar de su color
bronceado, y sus ojos se clavaron en los de ella. Oyó su propia voz como
desde muy lejos, respondiendo al general, sellando su destino.
—Me casaré con el mayor Caldwell, aunque sólo sea para salvar a mi
gente.
Ella oyó la respiración de Robert escapar en un apuro, vio el parpadeo
de alivio en sus ojos. Nunca había sentido una amargura tan aplastante en su
vida.
“Sí, has ganado tu hermosa finca”, pensó con fiereza, “y tu novia de las
Tierras Altas, pero lamentarás este día, Robert. Te lo juro. Lamentarás este
día”.
—Que así sea, —proclamó el juez, poniéndose de pie junto al general
Grant.
El juez le siguió rápidamente. —El prisionero ha aceptado el
benevolente perdón de Su Majestad. La sentencia de muerte contra lady
Rosslyn Campbell y sus cuatro hombres queda revocada.
—¿Cuatro hombres? —preguntó Robert, mirando a Rosslyn. Ella lo
ignoró, mirando fijamente al general.
—Uno de los bastardos consideró oportuno expirar de camino a
Edimburgo, —respondió el general Grant por ella. —Al menos hay algo de
justicia en todo esto. —Se volvió hacia el alguacil. —Acompañe al mayor y
a su encantadora futura esposa, —escupió hacia ella con desagrado,
mirando sus pies sucios y su aspecto desaliñado, —a la capilla de Santa
Margarita. Cuando estén debidamente casados, sus cuatro hombres podrán
ser liberados.
—Sí, señor, —dijo el alguacil, asintiendo enérgicamente.
El general Grant dirigió su mirada a Robert. —Encárguese de volver a
las Tierras Altas mañana por la mañana, mayor Caldwell. Si me permite
recordárselo, aún tiene deberes que cumplir en Strathherrick. Su comisión
no expira hasta el próximo verano. Tendrá una compañía completa de mis
soldados para ayudarle hasta que pueda convocar a sus propios hombres del
fuerte Augustus.
Con una última mirada hosca a Rosslyn, salió furioso de la habitación,
con el juez pisándole los talones. La puerta se cerró tras ellos.
—Vamos, mayor, —dijo el alguacil, haciendo señas a los guardias, que
inmediatamente rodearon a Rosslyn.
—No será necesario, alguacil, —dijo Robert sombríamente. —Lady
Campbell no intentará escapar. —Miró al guardia más cercano, que se
apartó rápidamente, y luego alargó la mano y cogió a Rosslyn del brazo.
—¡No me toques! —soltó Rosslyn en un vehemente susurro, apartando
el brazo de un tirón. —Caminaré con los guardias, si no te importa. Son
mucho mejor compañía. —Oyó a Robert suspirar pesadamente, pero no
respondió mientras retrocedía.
Rosslyn salió de la habitación rodeada de su silenciosa escolta. Podía
sentir la mirada de Robert sobre ella cuando salieron al patio, podía sentirla
clavada en ella durante todo el camino hasta la capilla de piedra.
Entró en el oscuro interior, sabiendo que la próxima vez que viera la luz
del día sería la esposa de un inglés, la esposa del mayor Robert Caldwell.
Le habían perdonado la vida, pero nunca, nunca volvería a ser la misma.
26

R osslyn recostó la cabeza contra la bañera de cobre, deleitándose con


el delicioso calor del baño. No había sabido qué quería hacer primero
cuando entró en la bien equipada suite del segundo piso de esta confortable
posada, si comer o bañarse. Ahora se alegraba de haber optado por la
bañera, a pesar del hambre que la corroía. Era maravilloso volver a estar
limpia.
Empezó a pasarse los dedos por el pelo mojado y enmarañado,
sonriendo a pesar suyo.
Cuando la corpulenta esposa del posadero le había mostrado aquellas
habitaciones hacía menos de una hora, había sido como entrar en una visión
de lujo inesperado, sobre todo después de los días que Rosslyn había pasado
en su lúgubre celda.
Un fuego ardía alegremente en el hogar del salón, y gruesas velas de
sebo brillaban en la repisa de la chimenea y en los ornamentados apliques
de la pared. Cerca de las ventanas enrejadas y flanqueadas por dos sillones
acolchados, había una mesa cubierta de paños, cargada de todo tipo de
sabrosos platos bajo tapas de plata abovedadas.
Las últimas palabras de la mujer antes de cerrar la puerta habían dejado
atónita a Rosslyn y aún resonaban en su mente.
—Si necesita algo más, Lady Caldwell, sólo tiene que pedírselo a mi
hija, Clara. Ella le servirá de criada durante su estancia con nosotros esta
noche. Su buen marido dijo que debía tener todo lo que su corazón deseara.
Rosslyn frunció el ceño. “Lady Caldwell.” Le resultaba extraño que la
llamaran así. Y en cuanto a tener lo que su corazón deseara, podía ver muy
bien la estratagema de Robert. Ya estaba tratando de congraciarse con ella
para ocultar su traición. Bueno, él no tendría nada de eso, y se lo diría la
próxima vez que lo viera.
“Esperaba que no fuera esa misma noche”, pensó nerviosa, apretando
las rodillas contra el pecho. No había visto a Robert desde que llegaron a la
posada en las afueras de Edimburgo. Le había hecho pasar por la puerta
principal y la había entregado con unas breves palabras a la esposa del
posadero, que le había acompañado a la habitación por las escaleras.
Agradeció que la amable mujer no hubiera dicho nada sobre sus pies
descalzos y su aspecto desaliñado, cubiertos en parte por el pesado abrigo
de montar que Robert había insistido en que llevara. Tampoco lo había
hecho Clara, que había recogido la ropa sucia con sólo una leve mirada de
disgusto y había salido rápidamente de la habitación con ella mientras
Rosslyn entraba cautelosamente en la bañera.
“Quizá Robert estaba cuidando de sus hombres”, pensó Rosslyn, y su
humor se ensombreció.
Ya estaba sentada en el carruaje cuando los trajeron de la prisión dando
tumbos, con sus rostros demacrados y pálidos en el crepúsculo. Se había
apartado de la ventana, escondiéndose tras las cortinas de terciopelo,
temerosa incluso de mirarlos a la cara, avergonzada por lo que Robert ya
debía de haberles contado.
Ayudaron a sus hombres a subir al carruaje negro que iba justo detrás
del suyo, con media docena de soldados montados flanqueando las salidas.
Robert había subido al carruaje con ella y le había dicho que el resto de los
soldados de Grant se reunirían con ellos por la mañana, antes de que
partieran hacia Strathherrick.
Ésas habían sido sus únicas palabras durante todo el trayecto hasta la
posada. Se había sentado justo enfrente de ella, con su apuesto rostro
envuelto en sombras, y un tenso silencio llenaba el oscuro interior del
oscilante carruaje. Ella se había agarrado con fuerza a la correa de cuero,
fingiendo interés por las vistas mientras el carruaje atravesaba la imponente
puerta del castillo de Edimburgo y bajaba la empinada colina que conducía
a la ciudad.
En realidad, recordaba muy poco del viaje. Las innumerables plazas
adoquinadas y los estrechos callejones, las famosas callejuelas de
Edimburgo, todo estaba borroso. Sólo recordaba el roce ocasional de la
pierna de Robert con la suya cada vez que tropezaban con un bache, lo que
le inquietaba aún más.
La mirada de Rosslyn se desvió hacia la cama con dosel, llena de
aprensión. “Era tan grande, tan vacía. ¿Exigiría Robert compartirla con
ella? ¿Reclamaría sus derechos como marido? Seguro que no la
obligaría...”
Unos suaves golpes en la puerta del dormitorio sobresaltaron a Rosslyn,
inmiscuyéndose en sus inquietos pensamientos. Se hundió en la bañera y
cruzó los brazos sobre los pechos, que apenas se sumergían bajo la
superficie del agua.
—¿Quién es? —gritó, mientras su mirada recorría frenéticamente la
habitación iluminada por las velas. Tres gruesas toallas estaban tendidas
sobre un taburete bajo, fuera del alcance de su mano. Nunca llegaría a
tiempo de cubrirse.
—Soy Clara, —respondió una voz alegre. La puerta se abrió de par en
par para revelar a una joven de pelo oscuro y esbelto que equilibraba
hábilmente en sus brazos un extraño surtido de paquetes y cajas envueltos.
Clara sonrió alegremente mientras golpeaba la puerta con la cadera y la
cerraba. —Disculpe la corriente, milady, —se disculpó, dejando los
paquetes sobre una mesa apoyada en la pared. —¿Qué tal el baño? ¿Aún
está caliente? —sin esperar respuesta, se apresuró a sumergir los dedos en
la bañera. —Uy, se ha vuelto un poco tibia, milady… ¿Quiere un poco más
de agua caliente?
—No, gracias, Clara, —dijo Rosslyn, sintiendo que la tensión se
aliviaba en su cuerpo. —Ya me he remojado bastante por ahora.
—Muy bien, milady, —respondió Clara enérgicamente, envolviendo los
hombros de Rosslyn con una enorme toalla mientras se levantaba mojada y
chorreante de la bañera. Clara arrojó otra toalla sobre la alfombra y esperó
pacientemente con la última en las manos mientras Rosslyn se acercaba al
borde.
Los ojos de Rosslyn se abrieron de par en par cuando Clara se arrodilló
y le secó las piernas con la toalla. —Clara, no es necesario, —dijo
avergonzada. —Puedo secarme sola. —Tomó suavemente la toalla de la
sorprendida sirvienta. —¿Tal vez tengas una bata que pueda ponerme
cuando termine? No tengo más ropa.
Clara se recuperó rápidamente, una amplia sonrisa se dibujó en sus
facciones. —Sí, probablemente haya una bata, milady, y algo más, —dijo
misteriosamente, mirando los paquetes que había sobre la mesa. —¿Puedo
abrirlos?
Rosslyn asintió y se secó rápidamente. Se envolvió en la toalla y
observó con curiosidad cómo Clara rasgaba el bonito envoltorio del paquete
más grande, y cómo el cordel y el papel de seda caían al suelo. Se quedó
boquiabierta cuando la sirvienta se dio la vuelta, sacudiendo un lustroso
vestido de seda azul.
—¿No es precioso? —exclamó Clara, dejándolo sobre la cama. Pronto
la colcha se cubrió, a medida que desenvolvía caja tras caja, de delicada
ropa interior de encaje, una bata acolchada de satén albaricoque, varios
juegos de zapatillas de seda, un par de zapatos con tacones elegantemente
curvados, dos batas de viaje de lana ligera, botas de montar de cuero suave
e incluso un cepillo de pelo de plata.
Rosslyn sólo podía mirar todas aquellas galas, con la ira en aumento.
“¿Intentaba Robert sobornarla con aquellos regalos?” se preguntó
acaloradamente. Estaba muy equivocado si creía que podía suavizar las
consecuencias de su engaño egoísta y hacerla más abierta a su matrimonio
de conveniencia con semejante artimaña.
Se estremeció de repente, sintiendo un escalofrío a pesar del cálido
fuego a su espalda.
Clara debió observarla, porque se apresuró a correr hacia ella con la bata
acolchada. —Lo siento, milady. Estaba tan ocupada desenvolviendo los
paquetes que casi olvide que estaba esperando su bata.
—No importa, Clara, —dijo Rosslyn, dejando caer la toalla y
metiéndose en la prenda de satén. Enseguida sintió calor y el ligero
acolchado le quitó la piel de gallina. Se acercó a la cama, eligió un par de
zapatillas forradas de plumón y se las puso en los pies. Le quedaban
perfectas.
—¿Quiere que la peine, milady? —preguntó Clara. —Su pelo tiene un
color tan bonito, ahora que se ha quitado la suciedad... —se tapó la boca
con la mano.
Rosslyn no pudo evitar reírse. —Sí, supongo que era curioso de ver, —
admitió con ligereza. Cruzó hasta el tocador y se sentó en el taburete de
brocado. —Puedes intentar ocuparte de este desastre si lo deseas, Clara.
Mientras Clara cogía un peine y empezaba a trabajar con pericia entre
los húmedos y enmarañados rizos, Rosslyn miró su reflejo en el espejo. Le
chocaron las ojeras y las mejillas hundidas en su cara, su imagen era una
sombra cansada de lo que había sido.
De pronto se acordó de sus hombres y se sintió culpable por no haberlo
hecho antes.
—Clara, —dijo, mirando a la joven. —¿Sabes qué ha sido de los cuatro
hombres que llegaron a la posada poco después que mi marido y yo?
—Oh, sí, están bien, —respondió Clara, sonriendo mientras peinaba un
brillante mechón. —Tienen bonitas habitaciones en el tercer piso, junto con
los soldados. Su marido también les compró ropa nueva, milady. Está allí
ahora mismo, asegurándose de que tienen todo lo que necesitan. —Su
mirada se cruzó con la de Rosslyn en el espejo. —Si no le importa que se lo
diga, Lady Caldwell, su marido es un hombre muy generoso. Les dijo a mis
padres que no escatimasen en gastos para hacer de ésta una velada
confortable para usted y los suyos.
Rosslyn no contestó, pero su temperamento se encendió de nuevo.
Estaba agradecida de que sus hombres recibieran un buen trato, pero le
irritaba que Robert estuviera montando un espectáculo tan grandioso.
—Ya está, milady, —dijo Clara, apartando el espeso cabello de Rosslyn
de la frente con el cepillo de plata. Se apartó del taburete y observó la
imagen de Rosslyn con evidente placer. —Estáis preciosa, milady, como
debe ser en vuestra noche de bodas.
Rosslyn empezó a girarse en el taburete. —¿Quién te dijo que era mi
noche de bodas? —soltó.
—Su marido, milady, —le informó Clara, mirándola con extrañeza.
Luego una lenta sonrisa se dibujó en su rostro. —Uy, sé exactamente lo que
debe estar sintiendo, Lady Caldwell, —dijo con comprensión. —¡Estaba tan
nerviosa en mi noche de bodas, hace sólo unos meses que encerré a mi
pobre Jamie fuera de mi habitación! —se sonrojó y soltó una risita. —Sólo
más tarde descubrí lo bien que se pasa. —Se puso seria de repente. —Está
tan blanca como una sábana, milady. Deje que le traiga vino.
Rosslyn se agarró la manga con volantes, luchando contra su sensación
de mareo. —No, estoy bien, Clara. Aunque creo que me vendría bien un
poco de comida. —Como para enfatizar sus palabras, su estómago rugió
con fuerza. Esbozó una sonrisa. —Sí, quizás algo de comida y un vaso de
vino para los nervios, como decís.
Clara se agarró a su brazo cuando entraron en el salón y no la soltó hasta
que Rosslyn estuvo cómodamente sentada a la mesa.
—Mamá es una excelente cocinera, —aseguró Clara, levantando una a
una las tapas de plata. De los platos blancos y ovalados salía un olor que
hizo que a Rosslyn se le hiciera la boca agua. Se sentirá mejor enseguida
cuando pruebe su pastel de conejo y su pollo asado al tomillo. Es el mejor
de la ciudad de Edimburgo, lo juro.
Rosslyn asintió, con los ojos desorbitados ante tanta comida.
Además de los dos platos principales que Clara había mencionado, había
tartaletas de queso, pequeños pasteles de carne en forma de media luna y
bollos recién horneados acompañados de tarros de mantequilla dorada y
miel de brezo oscura. Una rueda de queso Stilton estaba rodeada de rodajas
de manzanas y peras, y de postre, un ligero pudin de jengibre salpicado de
gordas pasas estaba acompañado de una pequeña jarra de salsa de limón.
Clara le tendió a Rosslyn una copa de cristal rebosante de vino tinto. —
¿Le sirvo un plato, milady? —preguntó amablemente, con una expresión de
preocupación aún en su rostro, mientras Rosslyn bebía un pequeño sorbo.
—Ya me ocupo yo de ella, —le respondió una voz masculina y
profunda. —Gracias, Clara.
Rosslyn casi se atraganta con el vino. Miró más allá de Clara, hacia
Robert, cuyos anchos hombros parecían llenar el marco de la puerta, y
sintió un torrente nervioso de excitación. Entró en la habitación y sus ojos
la observaron con calidez.
Clara hizo una reverencia. —Por supuesto, mayor Caldwell. —Dirigió
una sonrisa tranquilizadora a Rosslyn y se apresuró a salir, cerrando la
puerta en silencio tras de sí.
El silencio se apoderó de la habitación, sólo roto por el tictac del reloj de
la repisa de la chimenea. Rosslyn bajó la mirada y agarró con fuerza la
copa, clavando los ojos en las profundidades rojas del vino.
Se tensó cuando los pasos de Robert se acercaron a ella, las palabras de
Clara resonando en su mente. “Como debe ser en vuestra noche de bodas.”
Siguió mirando al vino, temerosa de levantar la vista, temerosa de lo que
pudiera leer en sus ojos y temerosa de lo que él pudiera encontrar en los
suyos. No importaba lo que pensara de él, no podía ralentizar su pulso
acelerado ni detener el temblor de deseo que la recorría.
—La señora Merrett dijo que prepararía una buena comida, pero no
tenía ni idea de que se refería a un festín.
Rosslyn parpadeó al oír el sonido de una cuchara golpeando un plato y
levantó la vista, lanzando una mirada en dirección a Robert. Él estaba
sentado frente a ella, llenando su plato despreocupadamente. Sonrió
mientras hundía la cuchara en el pastel de conejo.
—Debes tener mucha hambre, Rosslyn. Por favor, no retrases tu cena
por mi culpa.
Sin inmutarse, Rosslyn observo como se servía una buena ración de
cada bandeja en su plato y luego se sirvió una copa de vino. Comenzó a
comer, prácticamente ignorándola mientras saboreaba su comida.
—Es maravilloso, Rosslyn, —dijo, sirviéndose una tartaleta de queso.
—Deberías comer. Te sentirás mucho mejor y te ayudará a dormir esta
noche. Mañana nos espera un largo día.
Rosslyn se quedó boquiabierta, totalmente desconcertada. Robert
parecía tan despreocupado, tan tranquilo. No era lo que ella esperaba
después de todo lo que había pasado aquel día, pero allí estaba él, cenando
tranquilamente, sin prisas, ¡e instándola a hacer lo mismo!
Se relamió los labios, con el estómago gruñendo dolorosamente. El
embriagador aroma de la comida bien preparada la estaba volviendo loca de
hambre. Se decidió rápidamente, si Robert podía parecer sereno y
despreocupado, ella también podía. Dejó la copa sobre la mesa y empezó a
llenar su plato.
—Los pastelitos de carne son maravillosos, y el pollo asado es una
delicia. —Dijo Robert mientras le servía unos cuantos pasteles en el plato
para, tras ello, volver a concentrarse en el suyo.
Rosslyn estaba tan hambrienta que inmediatamente se metió un pastel
en la boca, y la salsa marrón le goteó por la barbilla. Antes de que pudiera
recogerla, Robert acercó su servilleta y se la limpió.
—Gracias, —murmuró ella, tragando saliva. Comió con voracidad
durante unos instantes, y luego aflojó el ritmo cuando se le calmó el dolor
de estómago. Apenas levantó la vista del plato, sin darse cuenta de que
Robert la observaba hasta que tomó un trago de vino, donde notó como sus
ojos se iluminaron con diversión.
—¿Qué? —espetó, avergonzada. Se dio cuenta de que había dado todo
un espectáculo, engullendo la comida como una cerda en un abrevadero. —
Dijiste que comiera, —dijo a la defensiva.
—Así es, —dijo Robert, serio. —Por favor... continúa.
Rosslyn dejó el tenedor. De repente, ya no tenía tanta hambre y se dio
cuenta de que, si seguía comiendo, podría ponerse enferma. Dejó la
servilleta sobre la mesa.
—Ya he comido suficiente, gracias, —dijo con hosquedad, mirándole
fijamente.
Levantó la barbilla desafiante. —¿Cómo están mis hombres? ¿Saben...
saben lo de...? —su voz se entrecortó, incapaz de pronunciar la palabra
boda. —¿Saben lo que ha pasado?
—Sí, —respondió Robert con un toque de irritación. —Saben que
somos marido y mujer. —Su tono se suavizó, aunque sus ojos eran duros.
—Tus hombres están bien, Ross, y agradecidos por haber salido de la
cárcel. Agradecidos a ti, debo añadir.
Se hizo un gran silencio entre ellos cuando Rosslyn no respondió a su
enigmática afirmación. Miró hacia la habitación, sintiendo un calor en las
mejillas cuando él siguió su mirada, y luego volvió a mirarla.
—¿Cansada?
Rosslyn asintió, pero una extraña sensación de falta de aire se apoderó
de ella. Empezó a temblar, sujetándose las manos con fuerza para que él no
se diera cuenta.
—Entonces te dejo, —dijo él en voz baja.
Ella se quedó estupefacta. —¿Dejarme? —su respuesta salió antes de
que pudiera detenerla. Intentó desesperadamente pensar en algo para
disimular lo que había dicho, esperando no haberle dado una impresión
equivocada. Vio su plato medio vacío. —No te has acabado la cena, —le
dijo con desgana.
Robert se levantó de la silla, con una sonrisa en los labios. —La verdad
es que no tengo mucha hambre esta noche, —contestó, y luego cambió
rápidamente de tema. —Le diré a Clara que venga a recoger la comida. Te
despertará por la mañana y te ayudará a hacer las maletas. Deduzco que has
abierto los paquetes que te envié. —Su mirada se paseó por ella. —Ese
color te sienta de maravilla, Rosslyn. Resalta tus ojos tan bien como pensé
que lo haría.
—Si, Clara los abrió por mí, —dijo Rosslyn acaloradamente, pues sus
palabras reavivaron su temperamento. —Si piensas sobornarme con tus
regalos, Robert...
—Sobornos no, Rosslyn, —interrumpió él, con expresión turbia. —Son
necesidades. No pensarías que viajarías de vuelta a Strathherrick con esos
sucios harapos negros, ¿verdad?
—Uy, sí, perdóname, —le espetó ella. —Mis ropas de asalto
difícilmente serían apropiadas para Lady Caldwell. No esperaba el título de
dama, Robert. Pensé que era tu hermano Gordon quien tenía el título en la
familia. ¿O también lo adquiriste del rey?
Robert pareció estremecerse. —No tengo ningún título, aparte de
'honorable' delante de mi nombre, —explicó sombríamente. —Es un estilo
de cortesía, como es una cortesía que se dirijan a ti como Lady Caldwell. Y
tenías razón sobre mi hermano. Gordon lo tiene todo, el título y la familia...
—¡Y las tierras! —terminó ella por él, sus ojos centelleando. —Así que
fuiste a por las mías en su lugar, Robert Caldwell, —espetó, —señor de
Plockton. Te haré saber que 'honorable' no va contigo en absoluto. ¡Prueba
con bastardo, o espía real! ¡Sí, eso suena mejor!
Sucedió tan rápido, en un abrir y cerrar de ojos. En un momento Rosslyn
estaba sentada, y al siguiente estaba en sus brazos, con sus dedos
mordiendo cruelmente su carne. Sus ojos ardían de furia, clavándose en los
de ella. Completamente aturdida, sólo pudo mirarle boquiabierta.
—No volverás a llamarme así, —gruñó él, dándole una brusca sacudida.
—No soy el espía del rey, Rosslyn. Quítate esa absurda idea de la cabeza.
—¡Mentiroso! No te creo, —respondió ella con voz ronca. Se
estremeció al sentir dolor en los brazos. —¡Me haces daño, Robert!
Suéltame.
—Quizá te lo creas, mi señora esposa, —dijo él mientras su boca se
posaba con fuerza en los labios de ella.
Rosslyn jadeó, forcejeando salvajemente, pero su fuerza no era rival
para la de él. La aplastó contra su pecho, devorándola con su beso. Rosslyn
se estremeció. Una parte de ella gritaba que quería luchar contra él, que
quería arañarle la cara con las uñas, pero sus sentidos le pedían que se
rindiera.
No pensó en nada más cuando sintió que la mano de él se deslizaba por
debajo de su bata y le acariciaba el pecho, que sus dedos rodeaban el punto
duro y sensible, una y otra vez, con una lentitud enloquecedora, hasta que
ella gritó contra su boca cuando él la pellizcó suavemente.
Le rodeó el cuello con los brazos y se amoldó a su poderoso cuerpo,
gimiendo de deseo cuando la mano de él se deslizó desde su pecho hasta su
trasero desnudo. Su beso se hizo más profundo cuando la cogió con ambas
manos y la levantó contra la dura hinchazón que había bajo sus calzones.
—Me deseas, Ross. Sé que me deseas. Si puedes creer en esto, —respiró
roncamente, con las caderas en tensión, —en lo mucho que te deseo, en lo
mucho que te necesito, ¿por qué no puedes creer que no soy un espía?
Sus palabras atravesaron su apasionado aturdimiento y ella se quedó
inmóvil entre sus brazos, sin aliento y ruborizada. Se sorprendió de que su
cuerpo la hubiera traicionado tan fácilmente. La rabia se apoderó de ella.
Alzó la voz y trató de zafarse de su abrazo.
—¡Eres un espía, Robert Caldwell, y no hay nada que puedas decir o
hacer que me haga cambiar de opinión!
Sintió un destello de miedo ante su mirada atronadora y casi se
arrepintió de lo que había dicho. ¡Nunca lo había visto tan enfadado!
El corazón le dio un vuelco cuando de repente la abrazó.
—¡No, Robert! ¡No! ¡No lo hagas! —gritó, pataleando y luchando
contra él mientras la llevaba a la alcoba. De un tirón, la arrojó sobre la cama
entre todas las cosas que le había comprado. Ella se arrebujó frenéticamente
en la bata y se escabulló hacia un rincón, con los ojos muy abiertos y
asustada.
—No te preocupes, Rosslyn, no voy a obligarte, si eso es lo que estás
pensando, —dijo él, con su profunda voz cargada de amargura. —Nunca he
forzado a una mujer y no voy a empezar con mi esposa. —Se dio la vuelta y
salió de la alcoba. —Nos iremos temprano por la mañana. Descansa un
poco. —Se marchó y la puerta del salón se cerró de golpe tras él.
Rosslyn estaba tan conmocionada que pasaron largos momentos antes
de que se atreviera a descorrer las sábanas y acomodarse bajo ellas. Apenas
se dio cuenta de que la ropa y las zapatillas caían de la cama al suelo.
Se subió las cálidas mantas hasta la barbilla y la cama con dosel le
pareció muy grande. Cerró los ojos y se puso la mano entre los pechos. Su
corazón seguía latiendo desbocado y su piel ardía por el calor del contacto
con Robert.
Se quedó mirando el techo, sintiéndose extrañamente sola. Fue su
último pensamiento antes de quedarse dormida.

Robert cerró la puerta de su dormitorio, apoyó la mano en el pestillo y


permaneció en silencio en la oscuridad. No había velas encendidas en la
habitación, ni un fuego de bienvenida ardiendo en la chimenea. Aquello
encajaba perfectamente con su negro estado de ánimo.
“¿Qué demonios le había pasado?” Sólo había ido a la habitación de
Rosslyn para ver si se encontraba bien, no para forzarla. Pero algo había
estallado en su interior cuando ella le acusó de ser un espía y un mentiroso.
Después de todo lo que había hecho por ella, del infierno que había pasado
pensando que llegaría demasiado tarde para salvarla, ella no quería saber
nada de él. Ni siquiera su deseo era suficiente para convencerla.
Robert respiró entrecortadamente. “¡Idiota!” Debería haber sabido que
ella rechazaría cualquier insinuación que él le hiciera. Cuando entró por
primera vez en su habitación, había visto claramente el desafío nervioso en
aquellos impresionantes ojos azules, aquella vez estuvo a punto de darse la
vuelta e irse, pero algo se lo impidió, tal vez porque no había visto el odio
reflejado allí, dándole un atisbo de esperanza.
Robert suspiró pesadamente y soltó la mano del pestillo y avanzó a
tientas en la oscuridad hasta la repisa de la chimenea, donde encontró un
yesquero y un pedazo de pedernal.
Encendió una vela e inundó la habitación con un suave resplandor.
—No te tortures, —murmuró en voz baja, quitándose las botas de una
patada. Rosslyn era ahora su esposa, gran parte de su sueño se había hecho
realidad, pero estaba claro que pasaría mucho tiempo antes de que ella se
convenciera de que él la amaba más que a la vida misma.
Rosslyn no estaba preparada para oír la verdad ahora, y probablemente
no querría oírla mañana. Estaba totalmente convencida de que él había
conseguido su patrimonio y el indulto por convertirse en espía del rey
Jorge. La ironía era casi más de lo que podía soportar, pues si hubiera
tenido el más mínimo indicio de que aquello podía ocurrir, le habría dicho a
Gordon que se olvidara de incluir el título de propiedad de la mansión Shrip
en el trato para liberar a Rosslyn.
Robert se estiró en la cama con las manos detrás de la cabeza.
“Maldita sea, ¿qué había esperado?”
No había esperado que Rosslyn rechazara de plano el indulto, diciendo
que no podía casarse con él a causa de su pueblo. Sobre todo, después de lo
que había averiguado hablando con sus hombres. Rosslyn sabía que él no la
había traicionado la noche en que Grant incendió Plockton. Alec Gordon se
lo había dicho, e incluso le había dado las gracias por intentar desviar a
Grant de su cruel propósito.
Presa de la frustración, Robert golpeó la cabecera con el puño. “Si
pudiera tener la mitad del amor que Rosslyn reservaba para su gente, sería
un hombre feliz. Se conformaría con un tercio, ¡incluso con un cuarto!”
Se dio la vuelta y se incorporó sobre el codo, reflexionando sobre su
último pensamiento.
—Tal vez sea eso, —dijo Robert en voz alta. Quizá el camino al corazón
de Rosslyn pasaba por su gente.
Ahora sólo creía lo peor de él, pero estaba claro que ya había hecho
algunas pequeñas incursiones entre sus hombres. Aún desconfiaban de él
(Kerr Campbell lo miraba con odio), pero con algo de tiempo, trabajo duro
y paciencia, podría tener la oportunidad de ganarse su aprobación y parte de
su confianza. Entonces, el afecto de Rosslyn vendría por añadidura.
Robert se levantó de la cama y se puso rápidamente las botas. Era tarde,
pero si quería poner en marcha su plan con rapidez, tenía que hacer algunas
cosas antes de salir de Edimburgo por la mañana.
Apagó la vela, sumiendo la habitación en la oscuridad, y se dirigió
rápidamente hacia la puerta. Sus pasos eran decididos mientras avanzaba
por el silencioso pasillo. Dio los pasos de dos en dos y casi había llegado a
la puerta principal cuando Clara dobló la esquina de la cocina y casi chocó
con él.
—Mayor Caldwell, me ha asustado, —exclamó, dando un paso atrás.
—Clara, ¿podrías recoger la comida de la salita de Lady Caldwell? —le
pidió Robert. —Podría estar durmiendo, así que ten cuidado de no
despertarla.
—Sí, seré silenciosa como un ratón, —respondió ella. Lo estudió con
extrañeza, sin duda preguntándose adónde iba en su noche de bodas.
Robert reprimió una sonrisa y abrió la pesada puerta de roble. —Ah, sí,
—añadió como una ocurrencia tardía. —Lady Caldwell debe ser despertada
al amanecer y sus cosas empacadas. Partiremos temprano, a más tardar a las
ocho. —Ignoró su mirada sorprendida mientras salía a la estrecha calle.
—Pero… pero mayor Caldwell, cerramos esta puerta a medianoche.
¿Volverá para entonces? Le preguntó ella.
—Depende de si termino mis compras, Clara. Golpearé la puerta si la
encuentro cerrada.
—¿De compras? —oyó Robert murmurar a la joven incrédula mientras
cerraba la puerta.
Se rio por lo bajo. —Sí, de compras.
27

L a calle empedrada estaba inundada de la brillante luz del sol matutino


cuando Rosslyn salió de la posada y su silencioso marido la ayudó a
subir al carruaje. Cuando Robert cerró la puerta tras ella y subió con el
cochero, supo que viajaría sola, y se sintió aliviada de no tener que
acompañarle. Su ligero toque en el brazo le había desconcertado por
completo.
—¡Que tengan un buen viaje! —gritaron los Merretts cuando los dos
brillantes carruajes negros se adelantaron, el segundo rodeado por su
sombría escolta.
—¡Que Dios les bendiga! —les gritó Clara, agitando alegremente el
delantal.
Rosslyn forzó una sonrisa, devolvió el saludo y se acomodó en el
asiento de felpa mientras la posada desaparecía de su vista.
Bostezó somnolienta. La habían despertado tan temprano, justo después
del amanecer, que aún estaba cansada. Cerró los ojos, con la cabeza
chocando contra el cojín, pero el carruaje se balanceaba tanto que sabía que
no podría dormir. En lugar de eso, observó cómo las casas abarrotadas y las
estrechas calles de Edimburgo daban paso rápidamente a colinas onduladas
y árboles encendidos con vibrantes colores otoñales.
No llevaban más de un cuarto de hora de viaje cuando el carruaje se
detuvo.
Rosslyn se asomó con curiosidad por la ventanilla, preguntándose a qué
se debía el retraso. Se quedó atónita al ver una larga hilera de carros
cargados esperando junto a la carretera, y aún más sorprendida por el
ansioso mugido del ganado que llenaba el aire.
Se protegió los ojos del sol. Había soldados por todas partes, eran las
tropas de Grant. Robert había dicho que se reunirían con su escolta en el
camino que salía de la ciudad. Pero, ¿por qué tantos carros? Contó
rápidamente y había veintiséis en total y un rebaño de ganado de las
highlands, incluido un toro. Nunca había visto semejante cabalgata.
Su atención se desvió cuando Robert saltó del asiento del conductor y
montó en un hermoso semental gris moteado que le había traído uno de los
soldados.
—Robert, ¿qué está pasando? —preguntó en voz alta, alzando la voz
para que se le oyera por encima del barullo. —¿Todos estos carromatos se
dirigen a Strathherrick?
Él se detuvo junto a su ventana, asintiendo con una enigmática sonrisa.
—¿Serías tan amable de decirme qué hay en ellos?
—Provisiones para el largo invierno que se avecina, —dijo, mirándola
cálidamente.
—¿Qué clase de provisiones? ¿Y qué hay del ganado?
—Un rebaño para la mansión Shrip. Si me disculpas, Rosslyn, hay
trabajo que hacer.
Antes de que ella pudiera replicar, él hizo girar bruscamente al inquieto
semental y cabalgó en medio de los soldados. Rosslyn le oyó dar órdenes, y
la confusión comenzó de nuevo cuando los carros se pusieron en fila detrás
de los carruajes, y el ganado en la retaguardia.
Exasperada, Rosslyn se dejó caer sobre el cojín. Sus breves respuestas
apenas habían satisfecho su curiosidad. Seguro que Robert se daba cuenta
de que en el establo de la mansión Shrip no cabían tantos animales. “¿Y los
veintiséis carros llenos de provisiones? ¿Pensaba utilizar parte de la
mansión como almacén?”
“¿Dónde encontrarían sitio para todo?”
Jadeó cuando el carruaje avanzó bruscamente, y no tuvo más remedio
que resignarse a que sus preguntas quedaran sin respuesta, al menos por
ahora. Si Robert no se lo decía, tendría que descubrir por sí misma qué
había exactamente en aquellos carros.
Las horas pasaron lentamente mientras viajaban por las hermosas
colinas de las Tierras Bajas. Unas cuantas veces Rosslyn se las arreglaba
para dormitar, y otras se perdía en la introspección, pero la mayoría de las
veces daba un respiro a su mente y se limitaba a contemplar el paisaje que
pasaba.
Era casi de noche cuando el carruaje se detuvo frente a una rústica
posada rural. Cansada, Rosslyn se sintió más que agradecida cuando Robert
la ayudó a bajar del carruaje y puso los pies en tierra firme.
Sólo cuando la condujo a través de la puerta principal de la posada, su
aprensión aumentó de nuevo. “¿Se repetiría lo de anoche?” Se preguntó
nerviosa, sin atreverse a mirarle.
—Necesitaremos dos habitaciones, —dijo Robert al encorvado
posadero, disipando rápidamente sus temores. —Una para la dama y otra
para mí. —Se volvió hacia ella, con los ojos brillantes a la tenue luz de las
velas. Ella no podía entrever lo que estaba pensando. —Haré que te suban
la cena. Nos levantaremos de nuevo al amanecer, así que harás bien en
retirarte pronto. Duerme bien, Rosslyn.
—¿Y mis hombres? —le dijo justo antes de que saliera por la puerta.
—Estarán acampados fuera con los soldados. No te preocupes, Ross.
Estarán bien. —La puerta se cerró de golpe y él desapareció.
Las rodillas de Rosslyn temblaban de alivio cuando siguió al posadero
escaleras arriba hasta su habitación. Esperó a que el anciano encendiera
varias velas y abriera los postigos para que entrara aire fresco en la
habitación, y se hundió tambaleante contra la puerta cuando la dejó en su
intimidad.
Su mirada recorrió la ordenada habitación y se posó en la gran cama del
rincón, una cama en la que, por suerte, dormiría sola. Estaba claro que
Robert se había dado cuenta, tras su inquietante encuentro de la noche
anterior, de que ella no deseaba compartir su cama. Frunció el ceño
mientras se quitaba la ropa de viaje. Se sentía un poco decepcionada por no
haber tenido la oportunidad de decírselo de nuevo.
Un repentino golpe en la puerta la sobresaltó e hizo que su corazón
latiera con furia. “Dios mío, ¿lo habría reconsiderado Robert?”
—¿Quién es? —dijo, acercándose a la ventana.
—Le he traído la cena, milady.
Rosslyn corrió hacia la puerta y la abrió, pero sólo lo suficiente para
coger la bandeja del anciano.
—Gracias, —dijo mientras él le cerraba la puerta. Llevó la bandeja a la
mesilla de noche, con las manos temblorosas, mientras se servía la
humeante sopa de cebada y el pan integral.
Con el estómago caliente y lleno, se sintió aún más cansada. Se desnudó
rápidamente y se metió en la cama, deleitándose con las sábanas limpias y
la colcha de plumas. Se durmió enseguida. No oyó la puerta abrirse
silenciosamente, ni los suaves pasos sobre la alfombra.
—Buenas noches, dulce Rosslyn, —susurró Robert, alisándole un
sedoso rizo castaño de la mejilla. Pensó en recostarse a su lado, anhelando
el calor y la sensación de su ágil cuerpo junto al suyo. Podría marcharse de
su habitación mucho antes de que ella se despertara.
Con gran desgana, decidió no hacerlo. La contempló durante unos
largos instantes y luego se marchó tan silenciosamente como había llegado.

Unas noches más tarde, Robert no se sentía tan caritativo. Arrojó un palo a
la hoguera, pero sus ojos no estaban en las llamas. Estaba hipnotizado por la
seductora silueta de Rosslyn en la pared de la tienda; cada uno de sus
movimientos se reproducía para él en el resplandor dorado de una lámpara
de aceite que había encendido para ella.
Se alegró de haber ordenado a los soldados que instalaran su tienda y la
de Rosslyn lejos del resto. No podía soportar la idea de que alguien más
pudiera estar observándola ahora, como lo estaba haciendo él.
Era la primera vez que no había posada cuando la caravana se detenía
para pasar la noche, y probablemente volvería a ocurrir antes de que
llegaran a Strathherrick. Los crueles estragos de los últimos meses habían
acabado también con este medio de vida.
Esta noche estaba casi agradecido por no haber encontrado una posada.
Se estaba cansando de dormir en una alcoba separada, sabiendo que unos
pasos y una puerta astillada, le llevarían a su lado.
La rutina de cada día había sido muy parecida a la del anterior. Apenas
había visto a Rosslyn, salvo las veces que se acercaba a su carruaje para
interesarse por su bienestar. Ni siquiera habían compartido una cena
después de la primera noche.
De repente, ella se inclinó y apagó la luz, como si sintiera que él la
estaba mirando.
—¡Maldita sea! —maldijo Robert acaloradamente, poniéndose de pie.
Arrojó lo que quedaba de brandy al suelo y miró al cielo nocturno.
Cuando abrió la puerta, le recibió un tenso silencio. —¿Rosslyn? —dijo
entrando en la tienda.
Al principio sólo oyó silencio, luego el sonido de una suave respiración.
“Así que estaba fingiendo dormir”, pensó enfadado, acercándose al
jergón que había reservado para él. Fingía dormir por miedo a que la tocara,
la abrazara, le hiciera el amor. “Maldita sea, ¡era su mujer!”
Se quitó la ropa en la oscuridad y se tumbó en el jergón. Permaneció
inmóvil, escuchándola inspirar y espirar tan suave y convincentemente.
Cómo ansiaba salvar la pequeña distancia que los separaba.
Cerró los ojos, deseando relajarse, quizás dormir.
No podría contener su deseo mucho más tiempo, eso lo sabía. Ya había
decidido que cuando regresaran a la mansión Shrip, Rosslyn compartiría su
cama.
Eran marido y mujer. No sufriría el estar separado de ella en su casa, sí
dormían juntos, tal vez ella se rindiera por fin al deseo que él había
despertado en ella en Strathherrick, el deseo que él recordaba tan
vívidamente de su única noche de pasión. Sólo le quedaba esperar.

Rosslyn maldijo para sus adentros mientras se esforzaba por vislumbrar a lo


lejos la mansión de Shrip y, más allá, Plockton. Después de diez largos días
de viaje, apenas podía contener su emoción, pues creía que nunca volvería a
ver su hogar. Sin embargo, su expectación se vio atenuada por la frustración
que le produjo el atuendo de viaje que le había dado Robert. Frunciendo el
ceño, dio un fuerte tirón al abrigo de montar.
La estrecha falda de lana la obligaba a cabalgar de lado, un modo propio
de una dama al que no sólo no estaba acostumbrada, sino que le
desagradaba intensamente. Si estuviera a horcajadas sobre su montura, en
lugar de sentada tan incómodamente en la silla, podría estar de pie en los
estribos, lo que le proporcionaría una mejor visión.
Rosslyn agitó las riendas con impaciencia. Ansiaba ver en qué
condiciones había quedado su casa tras la breve estancia de aquel cerdo
seboso, el general Grant. Esperaba que no fuera un cascarón derruido como
tantas de las casas solariegas abandonadas que había visto por el camino,
antiguos hogares de jacobitas menos afortunados que ella. Grant le había
dicho a Robert que La mansión Shrip seguía en pie, pero nada más.
También quería ver si los aldeanos habían empezado a reconstruir
Plockton, como dijo Alec que harían. Esperaba desesperadamente que así
fuera.
Rosslyn suspiró y, sin darse cuenta, sus ojos buscaron a Robert al frente
de la cabalgata, montado a horcajadas en su brioso corcel gris. Tenía la
espalda ancha hacia ella, y su pelo brillaba como el oro meloso a la luz del
sol. No podía negar que le parecía el más apuesto de los hombres.
Su corazón latió un poco más rápido cuando Robert se giró de repente y
la encontró estudiándolo. Cuando él le dedicó una sonrisa, ella apartó
rápidamente la mirada, nerviosa, más enfadada consigo misma que con él.
Nunca dejaba de sorprenderle cómo la más mínima atención de él le
aceleraba el pulso. Parecía que sus sentidos estaban decididos a frustrar sus
mejores esfuerzos por despreciarlo.
Al menos Robert la había dejado en paz durante gran parte del viaje,
pensó agradecida. En las noches que habían compartido tienda, con él
tumbado tan cerca de ella, no había podido dormir hasta que el agotamiento
la había invadido.
También había visto poco a sus hombres, le costaba pensar en
enfrentarse a ellos.
Bastaba con que supusieran que dormía cada noche con un casaca roja.
Sabía que tendría que hablar con ellos en algún momento, pero por ahora no
se atrevía a hacerlo.
—Ey, Ross, no puedes huir de ellos para siempre, —se reprendió a sí
misma, contrariada por sus temores. Tal vez sus hombres no pensaban tan
mal de ella después de todo, a pesar de lo que ella creía. Robert había dicho
que le estaban agradecida.
Se decidió. Después de que sus hombres se reunieran con sus familias y
amigos y las cosas se calmaran un poco, se reuniría con ellos y les
explicaría todo.
Sólo podía adivinar las mentiras que Robert ya les había contado. Tenía
que advertirles que no se dejaran influir por los intentos que Robert pudiera
hacer para ganarse su aceptación, ya fuera con sus palabras o con sus
acciones.
—¿En qué estás pensando? —preguntó suavemente una voz familiar,
sacando a Rosslyn de su decidida ensoñación. Miró fijamente a Robert, que
de repente había cabalgado a su lado.
—Mis pensamientos no son de tu incumbencia, —espetó, apartándose
un mechón castaño de la cara. Pudo ver cómo su cálida sonrisa se tensaba,
pero aparte de eso, parecía imperturbable ante su grosera respuesta.
¿Quieres venir conmigo? —le ofreció. —Debes estar ansiosa por volver
a ver tu hogar.
—Sí, me gustaría ver lo que queda de ella, —contestó ella, ignorando su
expresión de leve sorpresa. Siguió su ejemplo, impulsando a su yegua ruana
a galopar junto a su poderoso semental. Rápidamente dejaron atrás a la
cabalgata.
Rosslyn sintió una gran euforia mientras corrían y se alegró de seguir
viva. En el fondo, estaba agradecida a Robert por haberle salvado la vida,
independientemente del método utilizado. Quizá algún día se lo
agradeciera.
Su alegría se convirtió rápidamente en aprensión cuando se acercaron a
la mansión Shrip desde el sur.
Divisó la mansión a través de los abetos, que se alzaban austeros y
silenciosos sobre el telón de fondo de las altas montañas. Incluso desde
aquella distancia, pudo ver que varias ventanas del primer piso estaban
destrozadas y que los marcos vacíos parecían agujeros negros que se abrían
paso desde el exterior encalado. Sin embargo, la casa parecía intacta, sin
indicios de incendio.
Agitó ansiosamente las riendas sobre la grupa de la yegua. El animal,
sobresaltado, se echó hacia delante, superando al semental de Robert y
galopando a una velocidad vertiginosa por el último tramo del camino hasta
llegar a la entrada. Levantó bruscamente las riendas y se bajó del caballo
sudoroso a pocos metros de la puerta principal.
Sin esperar a Robert, Rosslyn entró corriendo. Se detuvo bruscamente
en el pasillo principal, con los ojos desorbitados y el corazón apretado.
Sintió como si reviviera la primera vez que los soldados habían asolado su
casa.
Se giró lentamente, mirando primero el comedor; la mesa pulida estaba
partida por el centro como si la hubieran cortado en dos, las paredes estaban
salpicadas de manchas de vino, las sillas estaban volcadas. Contuvo la
respiración al mirar el salón. Los muebles estaban intactos, pero el cristal
del armario de su madre yacía hecho añicos en el suelo, y el acolchado de
brocado de los sillones estaba acuchillado y mutilado.
Entró en la habitación y miró entumecida la puerta del armario, casi
arrancada de sus goznes. No quedaba nada del suelo entarimado del interior
del armario, la entrada al túnel secreto quedaba claramente revelada. Alec le
había comentado que Robert le había dicho algo al general Grant sobre el
túnel, pero ella no podía imaginar cómo lo había encontrado.
—Parece que la celebración continuó mucho después de que me
marchara de la mansión Shrip, —dijo Robert detrás de ella, interrumpiendo
sus pensamientos.
Rosslyn se volvió hacia él. —¿Celebración?
Él asintió. —La captura de Black Tom. —Rápidamente cambió de tema.
—¿Quieres mirar arriba?
Ella negó con la cabeza. —No, todavía no. Pasó junto a él y entró en el
comedor, consciente de que la seguía.
Acomodó una silla cerca de una de las ventanas rotas y miró aturdida el
alféizar dañado por el agua y la alfombra enmohecida bajo sus pies. La
lluvia debía de haber entrado a raudales por los marcos vacíos durante
numerosas tormentas.
—Tapiaré estas ventanas hasta que nos traigan cristales nuevos de
Inverness, —dijo Robert en voz baja. —Si hay algo más que quieras que te
sustituyan inmediatamente, Rosslyn, debes hacérmelo saber.
Ella no le contestó, sino que se dirigió hacia la puerta que daba a la
cocina. Las fosas nasales se le encendieron y el estómago le dio un vuelco.
De la cocina salía un hedor pútrido. Palideció, temerosa de lo que pudiera
encontrarse.
—No, Rosslyn. Espera aquí, —le dijo Robert, cogiéndola del brazo. Se
quitó la corbata del cuello y se tapó la boca con ella, luego abrió la puerta y
desapareció en la cocina.
Ella le oyó toser y maldecir en voz alta, luego escuchó la puerta exterior
de la cocina abriéndose y cerrándose y las ventanas cerradas chirriando en
señal de protesta al ser levantadas apresuradamente. Finalmente, Robert
volvió al comedor dando un portazo.
—No vas a querer entrar ahí por un tiempo, no hasta que el lugar se
ventile, —dijo Robert, con los ojos llorosos.
—¿Qué era?
Robert hizo una mueca, ligeramente pálido él mismo. —Los cocineros
de Grant dejaron el cadáver de una oveja pudriéndose en la mesa de la
cocina. Haré que lo quemen enseguida y que frieguen la cocina. —Se
estremeció visiblemente. —Creo que pasará mucho tiempo antes de que
pueda volver a comer cordero. —La cogió del brazo y la acompañó de
vuelta al pasillo principal. —El piso de arriba estará en condiciones
probablemente muy parecidas a las de aquí abajo. ¿Prefieres que
cabalguemos hasta Plockton?
Rosslyn reaccionó a su pregunta con agresividad, pues sintió que
perforaba la niebla aturdida que se había asentado sobre ella. —¿Por qué
quieres ir a Plockton? —preguntó con suspicacia, apartando el brazo.
Robert suspiró con pesadez. —Me gustaría ver el alcance de los daños,
si no te importa, Rosslyn. En cuanto lleguen mis soldados del fuerte
Augustus, ayudaremos a reconstruir el pueblo. Tendremos que trabajar
rápido si queremos vencer a la nieve.
Atónita, Rosslyn se volvió hacia él, sus palabras confirmaban lo que
había pensado todo el tiempo. —Eso es parte de tu gran plan, ¿verdad,
Robert? —acusó en voz alta, y su voz resonó en toda la silenciosa casa. —
Bueno, te diré esto. ¡No seré parte de él!
—Ross...
—No, escúchame, —lo silenció. —Si piensas usarme para inclinar a mi
familia a tu favor, o para influenciarlos de alguna manera, tal vez para que
acepten la tiranía del rey Jorge, te equivocas. Soy tu esposa por ley, no
puedo negarlo, pero no jugaré a ser tu esposa, Robert, ni apoyaré tus
acciones. Pronto descubrirás que los Campbell de Strathherrick no quieren
tu ayuda, ni querrán a un espía inglés entre ellos, una vez que descubran tu
verdadero propósito.
Robert la miró fijamente, sus ojos se oscurecieron, aunque su expresión
era inescrutable. —No es mi plan utilizarte, Rosslyn, como tú dices, —dijo
sombríamente, —ni actuar como espía, como tú tan firmemente crees. Sólo
pretendo reparar parte del daño causado. —Se dirigió a la puerta, llamando
por encima del hombro. —Ven conmigo o quédate aquí. Tú decides.
Rosslyn estuvo tentada de decirle exactamente adónde debía ir y cerrarle
la puerta en las narices, pero deseaba desesperadamente ver por sí misma
cómo les iba a los aldeanos. Se tragó una buena parte de su orgullo,
sabiendo que no quería esperar y escuchar las noticias de mano de Robert.
Salió corriendo por la puerta y montó rápidamente en su yegua,
maldiciendo de nuevo la falda que tanto le impedía moverse.
Ninguno de los dos habló mientras cabalgaban hacia Plockton, y el
tenso silencio que ya les era tan familiar volvió a instalarse entre ellos.
Rosslyn sintió que se le hacía un nudo en la garganta a medida que se
acercaban. Estuvo a punto de gritar de alegría cuando vio el pueblo entero.
Muchas de las cabañas ya habían sido reconstruidas sobre la tierra
quemada, y las mismas piedras, ahora ennegrecidas por el hollín, formaban
los bajos muros. Se alegró de ver que incluso su pequeña iglesia había sido
reconstruida.
Sin embargo, estaba claro que aún quedaba mucho trabajo por hacer. No
quedaba nada de aquellas casitas pobres construidas enteramente con
paredes de césped y tejados de brezo con paja. Abundaban las casuchas
improvisadas donde antes había casas, algunas sostenidas por troncos de
árboles carbonizados y otras apoyadas en las casas de piedra más sólidas.
Rosslyn se animó al ver la cantidad de actividad que había en el pueblo:
los niños jugaban, los hombres trepaban por los tejados de paja y los
apuntalaban con piedras para protegerse del viento, las mujeres barrían las
calles o trabajaban sobre ollas negras comunitarias colocadas sobre
trípodes.
Aspiró profundamente el aroma de la comida que se cocinaba en el aire.
Oyó risas y gritos amistosos, llamadas pidiendo más piedras para terminar
un muro o más nabos para el guiso. Incluso oyó a Bethy Lamperst llamar a
su hijo Elliot en algún lugar de la aldea. La voz de la mujer le llegó como la
música más dulce que podía escuchar.
“Alec tenía razón”, pensó Rosslyn, sonriendo al recordar sus palabras
de consuelo la mañana siguiente a su captura. La esperanza de su pueblo no
había muerto aquella horrible noche. Había logrado lo que se había
propuesto.
“Gracias a Robert Caldwell”, se encontró pensando.
Sí, podía admitirlo. Robert había jugado un gran papel en esto, tanto
como ella.
Esta escena habría sido muy diferente si no hubiera sido por su
advertencia sobre la amenaza inminente de Grant. Al menos podía darle las
gracias por obligarla a tomar una decisión que había salvado la vida de su
gente.
Rosslyn se volvió hacia él, con palabras de gratitud en los labios, sólo
para descubrir que ya no estaba a su lado. Giró sobre su montura,
buscándolo y vio como cabalgaba de vuelta hacia la mansión Shrip. Apenas
pudo oírle llamar al conductor del primer carromato que acababa de entrar
en la finca.
El momento había pasado. Una vez más, sintió que su ira volvía veloz
cuando por fin adivinó lo que había en aquellos carromatos.
Todo formaba parte del plan de Robert.
Había quedado muy claro que poseía unos ingresos considerables, sin
duda su herencia. La extravagante noche en la posada de Edimburgo así lo
atestiguaba, junto con las hermosas ropas que le había comprado, la yegua
finamente criada e incluso el rebaño de ganado.
Los carromatos probablemente estaban llenos de cosas que él sabía que
su pueblo necesitaba, cosas que habían perdido en las llamas y que no
podían fabricarse fácilmente o reemplazarse sin dinero.
“Pero si Robert tenía semejante herencia, ¿por qué no se había
comprado simplemente una finca en Inglaterra?” se preguntó, perpleja.
“¿Por qué había elegido su tierra, obligándola a convertirse en su esposa
para poder vivir entre los highlanders, hostiles a cualquier presencia
inglesa?”
Estaba más allá del razonamiento, a menos que...
“No, no lo había juzgado mal”, decidió Rosslyn acaloradamente,
apartando de su mente aquel inquietante pensamiento. Era bastante fácil de
explicar, cualquiera que fuera la herencia de Robert, probablemente no era
suficiente para comprarse una finca inglesa tan fina como la mansión de
Shrip, pero era suficiente para cubrir sus sobornos y permitirse una vida
cómoda en las tierras de Campbell. “¡Cabrón!”
Rosslyn tiró bruscamente de las riendas, desviando la yegua con fuerza.
Sí, se encargaría personalmente de que su familia no tuviera nada que ver
con Robert y sus carromatos llenos de provisiones para el invierno.
—¡Ross Campbell!
Sobresaltada, hizo girar el caballo y encontró a Mysie Blair corriendo
hacia ella, agitando la mano frenéticamente.
—¡Ross, no puedo creer que seas tú! —gritó la joven regordeta, con
lágrimas en los ojos. —Por un momento pensé que podía estar viendo un
fantasma.
Rosslyn se encogió por dentro. Aún no estaba preparada para saludar a
nadie, y menos a Mysie, cuya lengua parecía más suelta de lo que Rosslyn
recordaba, aunque después de todo, había sido Mysie quien había difundido
la noticia de que Lorna y ella habían atendido a Robert después de que éste
resultara herido. Vio cómo la joven aminoraba el paso y se detenía, con el
pecho agitado.
—Estábamos muy preocupados por ti, Ross, —jadeó Mysie, con el
rostro regordete enrojecido por el esfuerzo, —desde que vimos a los
casacas rojas llevándose a Alec, a los otros y a ti aquella noche, —respiró
entrecortadamente. —Nos dijeron que tú eras el bandido que había estado
asaltando a los ingleses. ¿Es eso cierto, Ross? Dijeron que te iban a colgar,
pero aquí estás.
Rosslyn pensó rápidamente en una forma de esquivar las preguntas sin
aliento de Mysie. —Soy yo, sana y salva, —respondió, forzando una
sonrisa, —pero tendremos que hablar más tarde. Primero, debes ir a decirle
a Carla McLoren que Liam y Mervin están bien y vuelven a casa, al igual
que Alec y Kerr Campbell. —Los ojos de Mysie se entornaron. —¿Pero…
cómo, Ross? Es un milagro, sin duda.
—Más tarde hablamos, Mysie, —repitió con firmeza. —Ve ahora, y date
prisa. No debes guardarte tan buenas noticias.
Mientras la joven asentía emocionada, Rosslyn recordó algo de repente.
—Mysie, ¿Llegó Lorna bien a Tullich? —preguntó, con la voz teñida de
preocupación.
La sonrisa de Mysie se desvaneció y miró a Rosslyn sin comprender. —
¿Lorna? —le preguntó sorprendida.
—Sí, ¿no te dijo que se dirigía allí? He estado muy preocupada por ella.
Mysie parecía totalmente confundida. —Ross, no sé de qué me estás
hablando.
Rosslyn sintió una punzada de miedo. —Envié a Lorna a tu casa horas
antes de que llegaran los soldados...
—Lorna nunca vino a nuestra casa, —interrumpió Mysie en voz baja. —
Nunca la vi aquella noche, Ross. Nos preguntábamos qué había sido de ella
y registramos tu casa en cuanto se fueron los soldados, pero estaba vacía.
A Rosslyn se le hizo un nudo en la garganta y sus manos retorcieron las
riendas. —¿Estás segura? ¿Nadie la ha visto?
Mysie la estudió con impotencia. —Sí, no se sabe nada de ella desde
aquella noche.
—Dios mío, —dijo Rosslyn, con la mente acelerada.
“No, no pienses en lo peor hasta que lo sepas con seguridad”, se dijo a
sí misma. Lorna podría haber ido directamente a Tullich. Sí, eso tenía
sentido.”
—Ross, ¿estás bien?
Rosslyn parpadeó, encontrándose con la mirada preocupada de Mysie.
—Sí, estaré bien, —dijo débilmente. —Vete ya, Mysie. Tengo que volver.
—Si quieres, Ross, iré a la casa por la mañana y te ayudaré a limpiar, —
se ofreció Mysie. —Esos casacas rojas dejaron la casa hecha un desastre.
¿Traigo a Bonnie Dunel conmigo? Va a ser mucho trabajo para nosotras
para ti y para mi solas, ahora que Lorna se ha ido... —se mordió el labio
como si acabara de darse cuenta de lo que estaba diciendo.
Rosslyn asintió como si no hubiera oído eso último. —Sí, puedes traer a
Bonnie.
Mysie no dijo nada más, se dio la vuelta y se alejó a toda prisa mientras
Rosslyn daba la vuelta a su caballo y partía al galope hacia la mansión
Shrip.
28

R osslyn esquivó los carromatos que abarrotaban el camino de entrada


y desmontó cerca de la puerta principal. Su mirada recorrió
frenéticamente la finca, pero no había rastro de Robert. Probablemente
había subido por la carretera para dirigir al resto de la cabalgata.
Entró corriendo en la casa y subió las escaleras, decidiendo compartir
con él sus inquietantes noticias después de haberse cambiado. Si no le
encontraba entonces, tendría que esperar a que él regresara. Sólo se tomó un
instante para echar un vistazo a cada una de las habitaciones por las que
pasaba, aliviada al ver que el piso de arriba había quedado notablemente
intacto.
Sin duda porque los pomposos oficiales al mando de Grant habían
disfrutado de estas habitaciones, supuso con disgusto, apresurándose por el
pasillo hasta su propia habitación.
Abrió la puerta de un empujón y se sorprendió al encontrarlo todo
exactamente como lo había dejado, excepto la cama deshecha. No perdió el
tiempo pensando en quién podría haber dormido allí. Se apresuró hacia el
baúl, con las manos temblorosas, mientras se desabrochaba el abrigo de
montar y se lo quitaba de los hombros.
Rosslyn pensó mientras se arremangaba la falda que, si salía
inmediatamente hacia Tullich, llegaría al menos a mitad de camino antes de
que oscureciera. El camino estaba claramente señalizado. No le costaría
encontrar el pueblo enclavado en la orilla occidental del lago Ruthven.
Se vistió rápidamente con un vestido de pana deshilachado, deleitándose
con la libertad de la amplia falda, y luego se quitó las botas de montar.
Sustituyó las medias de seda por unas gruesas de lana y se calzó un par de
robustos zapatos de salón.
Por último, se abrochó un pesado chal de tartán alrededor de los
hombros para estar más abrigada.
Salió al sol de la tarde y buscó a su yegua.
Vio al animal comiendo alegremente en la hierba alta, un poco más allá
del camino de entrada, con un soldado sujetando las riendas. Sus ojos se
abrieron de par en par cuando el joven chasqueó la lengua y comenzó a
conducir al caballo hacia el establo.
Rosslyn corrió tras él, gritando por encima del estruendo de las ruedas
de los carromatos las ruedas de los carros, el bramido del ganado y el
relincho de los caballos.
—¿Adónde te llevas mi caballo?
—Tengo órdenes del mayor Caldwell de cepillarla, milady, —respondió
el soldado, todavía caminando.
—Yo me encargo, —dijo ella, arrancándole las riendas de la mano. —
Después de todo, es mi montura. —Antes de que él pudiera detenerla, ella
se había subido a la silla de montar y había hecho girar a la yegua, sólo para
encontrarse de repente tirada de la silla por detrás y envuelta en un fuerte
par de brazos.
—¿¡Qué!? —jadeó, luchando por liberarse de quien la sujetaba por la
cintura. —¿Cómo te atreves? ¡Suéltame!
Los brazos la estrecharon aún más. Un aliento cálido le acarició el
cuello y ella se estremeció, tensándose ante la voz familiar que apenas
superaba el susurro.
—Debes darte cuenta de que no puedo permitir que salgas sola, Rosslyn,
no con tantos soldados de Grant cerca. Como tu marido, estoy decidido a
protegerte, pero no puedo estar en todas partes a la vez. Prefiero que te
quedes aquí conmigo, al menos hasta que lleguen mis soldados del fuerte
Augustus.
Rosslyn se retorció entre los brazos de Robert y lo miró por encima del
hombro. —Creo que tengo más que temer de ti que de los soldados de
Grant, —dijo enfadada. —Suéltame, Robert.
Para su sorpresa, él lo hizo, aunque seguía muy cerca de ella.
Demasiado cerca.
Ella dio un paso atrás, apretando sus brazos contra su pecho en un vano
intento de calmar sus temblores.
—¿Adónde ibas? —preguntó él, con los ojos clavados en los suyos de
una manera que nunca dejaba de desconcertarla.
—Creo que quieres decir adónde voy, —respondió ella con brusquedad,
intentando compensar lo que él estaba haciendo con sus sentidos. Luchó por
mantener la voz firme y las palabras le salieron a borbotones. —Acabo de
hablar con Mysie Blair y me ha dicho que Lorna no llegó a su casa la noche
que descubristeis que yo era Black Tom. Envié a Lorna a casa de Mysie,
pensando que estaría más segura, y a la mañana siguiente debía partir hacia
casa de su hermana en Tullich. —Hizo una pausa para recuperar el aliento,
preguntándose por qué Robert la miraba con tanta extrañeza. —Nadie la ha
visto desde aquella noche, —continuó, —ni aquí ni en el pueblo, así que
voy a Tullich a ver si está allí...
—Lorna no se detuvo en casa de Mysie, —intervino Robert en voz baja.
—No tienes que preocuparte por ella, Ross. Está bien. —Atónita, Rosslyn
sólo pudo mirarle fijamente.
—Lorna está en casa de su hermana en Tullich, tal y como tú querías.
—¿Cómo... cómo lo sabes? —preguntó con voz ronca, con la mente
desbocada.
—Tal vez deberíamos entrar para hablar esto, —sugirió Robert, mirando
la conmoción a su alrededor. La cogió por el codo antes de que pudiera
protestar y la condujo hacia la puerta principal.
Rosslyn tuvo que medio correr para seguirle el paso. Prácticamente la
obligó a sentarse en un sillón y luego se colocó frente a ella para que no
pudiera levantarse.
—No vas a apreciar lo que tengo que decirte, —dijo enigmáticamente,
—así que me quedaré aquí hasta que me escuches del todo.
—¿Qué es? —preguntó ella en voz alta, con el temperamento encendido
por su brusquedad.
—Lorna no se detuvo en casa de Mysie porque fue a buscarme, —dijo
lentamente, observando su rostro, —y lo hizo, en el camino a Inverfarigaig.
Me dijo que eras Black Tom, Rosslyn, y me dijo dónde podíamos
encontrarte a ti y a tus hombres, en el tejo cerca de Errogie.
—Estás mintiendo, —dijo Rosslyn con incredulidad. —Lorna nunca me
habría traicionado...
—Ella no te traicionó, —cortó Robert con dureza. —Lorna salvó tu
vida, Ross, las vidas de tus hombres, y las vidas de mis soldados también.
Si ella no nos hubiera encontrado habría habido un baño de sangre, y todo
porque tú tenías alguna idea de que yo no creería que eras Black Tom si
simplemente te entregabas.
—¿Te lo habrías creído, Robert? —dijo ella con amargura.
—No lo sé, —respondió él, lanzando un suspiro, —pero ya no importa.
—Sí, tienes razón, —dijo Rosslyn, mirando más allá de él, mucho más allá
de la ventana mugrienta. —Ya no importa.
Se sintió entumecida. Ni en mil años habría imaginado que Lorna sería
la traidora. Apenas podía comprenderlo.
Su querida Lorna, la mujer que la había cuidado desde que era un bebé.
Era su confidente, su amiga... y una traidora.
Rosslyn tragó saliva para contener las lágrimas que brotaban de sus
ojos. —¿Qué más te contó Lorna?
—Me contó por qué empezaste a hacer incursiones, para evitar que tu
gente muriera de hambre, —relató Robert, con la voz muy baja, —y me
explicó cómo conseguiste escabullirte de la casa sin que nadie se diera
cuenta, a través del túnel secreto. —Sonrió irónicamente, mirando el
armario del salón que había detrás de su silla. —Apenas pude creerlo
cuando me dijo que fuiste tú quien me golpeó en la cabeza.
Rosslyn no dijo nada, seguía mirando a lo lejos. Permaneció en silencio
incluso cuando Robert le inclinó suavemente la barbilla hacia arriba para
que la mirara a los ojos.
—Lorna dijo que no podía volver a La mansión Shrip, Ross, —dijo en
voz baja. —Pensó que no la querrías cerca porque te había traicionado.
Quise discutir con ella y decirle que no era así, que tú no pensarías que era
una traidora ya que te había salvado la vida...
—Ah, pero te equivocas, Robert, —le interrumpió Rosslyn con
vehemencia. —Lorna Russell es una traidora y no quiero volver a verla. —
Echó la cabeza hacia atrás y la mano de él se apartó de su barbilla. —¿Has
terminado? Si es así, me gustaría retirarme a mi habitación.
Robert parecía aturdido por sus amargas palabras. Cuando él se apartó
de la silla, ella se levantó y caminó pesadamente hacia el arco. Se apoyó en
la pared, necesitando el apoyo.
—Si pensabas ir a buscar a Lorna a Tullich, ahórrate el viaje, Robert, —
dijo Rosslyn a duras penas, con las lágrimas amenazando con desbordarla
en cualquier momento. —No volverá a poner un pie en esta casa. No si
quieres tener algo de paz. —Se dirigió hacia la escalera y se detuvo,
encontrándose de nuevo con su mirada. —Supongo que estoy restringida a
estar en la mansión Shrip hasta que lleguen tus soldados, si he oído bien.
Robert asintió. —Es por tu propia seguridad, Rosslyn. No confío en los
hombres de Grant. Mis soldados llegarán dentro de unos días, el sargento
Lynne y los demás, los mismos hombres que estuvieron aquí antes, excepto
Harry Jones. Entonces podrás ir adónde quieras... dentro de lo razonable.
Rosslyn sonrió débilmente. —Curioso, —dijo. —No confías en tus
compatriotas y yo no confío en ti ni en Lorna... —hizo una pausa, casi
ahogándose. —Lorna traicionó mi confianza. —Su voz se redujo a un
susurro desgarrado, sus ojos se empañaron. —Parece que hay una escasez
de confianza en estos días, ¿no te parece, Robert? Y no parece haber
ninguna ayuda para ello.
Se dio la vuelta y huyo escaleras arriba, apenas entro en su habitación
antes de doblarse sobre sí misma, con el cuerpo sacudido por sollozos
silenciosos. Cerró la puerta de un portazo y se tiró al suelo con la esquina
del chal sobre la boca, llorando como si se le rompiera el corazón.
Su mundo estaba tan desgarrado, tan patas arriba, que no sabía si
volvería a encontrarle sentido.
Primero había perdido a su padre, ahora a Lorna. Su último vínculo con
el pasado se había roto irremediablemente. Su futuro se cernía ante ella,
sombrío y desprovisto de cualquier esperanza de felicidad. Lo único que le
quedaba era Robert, un hombre que le había usurpado sus tierras, un
hombre que le había salvado la vida y se había casado con ella porque le era
útil.
Y del que una vez creyó que estaba enamorada.

Rosslyn se despertó horas después con la sensación de que la levantaban del


suelo donde se había quedado dormida. Abrió los ojos, pero no veía nada en
la oscuridad más absoluta. Se tensó cuando unos poderosos brazos la
envolvieron, estrechándola con dolorosa familiaridad, y supo de inmediato
que era Robert.
—¿Qué crees que estás haciendo? ¿Adónde me llevas? —gritó
frenéticamente, con la bruma del sueño aferrándose aún a sus pensamientos,
mientras él la llevaba por el pasillo.
—A nuestra habitación, —dijo Robert, abrazándola fuertemente contra
su pecho. —No permitiré que mi mujer duerma en el suelo, ni tú dormirás
más tiempo en una cama que no sea la mía.
Sus palabras ahuyentaron la bruma de su mente como si la hubiera
abofeteado. —¡No! ¡No puedes obligarme a compartir tu cama! —exclamó
ella, retorciéndose en sus brazos.
—En esto no tienes elección, —replicó él con firmeza. —Somos marido
y mujer, Rosslyn. A partir de esta noche, dormiremos juntos.
Robert abrió la puerta de una patada y entró en la habitación iluminada
por el fuego, donde la dejó en el suelo tan bruscamente que ella casi perdió
el equilibrio. Se dio la vuelta y cerró la puerta, echando el pestillo en su
sitio, y luego volvió a encararse con ella.
—Me he tomado la libertad de traer algunas de tus cosas aquí, —
comenzó a decir, acercándose a ella. —Puedes trasladar el resto de tus
pertenencias mañana.
Ella movió lentamente la cabeza de un lado a otro, retrocediendo a
medida que él se acercaba más y más. —No, no quiero quedarme aquí, —
objetó nerviosa, turbada por la forma en que él la miraba. —No tienes
derecho.
—Lo he convertido en mi derecho, —insistió él en voz baja. Cuando
ella dio otro paso atrás, él la alcanzó de repente, agarrándola del brazo. —
Rosslyn, para, hay una bañera justo detrás...
—¡No! ¡No me toques! —ella se apartó de él y giró sobre sí misma,
gritando al caer sobre una enorme bañera de madera llena de agua
humeante. En el instante siguiente, Robert se inclinó hacia la bañera,
cogiéndola por la cintura y poniéndola en pie mientras escupía y tosía, con
el pelo mojado cayéndole sobre la cara y la bata pegada al cuerpo.
—¡Cabrón! —jadeó Rosslyn, separándose el pelo para mirarle
fijamente.
—Intenté detenerte, Ross, —dijo con una risita baja, evaluando su
aspecto empapado. —Pensé que querrías bañarte esta noche, así que te he
llenado la bañera.
Rosslyn se apartó el pelo de la frente y se escurrió parte del agua con los
dedos. Nunca se había sentido tan tonta, de pie y completamente vestida en
una bañera. Miró hacia abajo, sorprendida por sus grandes dimensiones.
—La compré en Edimburgo, —dijo Robert, como si leyera sus
pensamientos. —No estaba seguro de si tenías una bañera así en la casa
solariega o no.
—Sí hay, pero no tan grande, —dijo Rosslyn casi para sí misma. —Es lo
bastante grande para dos. —Se sonrojó de repente y levantó la vista para
encontrarse con que él la estudiaba muy atentamente.
—Exacto, —dijo él.
Rosslyn inspiró bruscamente, consciente del deseo que se encendía en
aquellos sorprendentes ojos grises y aún más consciente de sus propios
sentidos acelerados. Se levantó la falda empapada y salió de la bañera en un
santiamén.
—Buenas noches, Robert, —le dijo enfadada mientras se deslizaba
hacia la puerta. —Disfruta de tu baño. No entraré en ella contigo, si es lo
que estabas pensando.
—Toca ese pestillo y te prometo que volverás a encontrarte en esta
bañera, pero conmigo, —amenazó Robert en voz baja. —Lo digo en serio,
Rosslyn. Esta es ahora tu habitación tanto como la mía. Es nuestra y la
compartiremos juntos. ¿Me entiendes?
Rosslyn se estremeció ante su tono y retiró la mano del cerrojo.
Se dio la vuelta lentamente y se encontró con su férrea mirada. —Como
siempre, Robert, debes amenazar para salirte con la tuya.
Él no respondió. Empezó a desabrocharse la camisa, dejando al
descubierto el vello dorado de su pecho.
—¿Qué haces? —preguntó temblorosa, con los ojos desorbitados.
—Desvistiéndome. Si no tienes planes para este baño, entonces me
gustaría aprovechar de su comodidad mientras el agua aún está caliente. —
Se quitó la camisa, mostrando su musculoso torso a la atónita mirada de
ella. —He colocado un biombo allí para tu intimidad, Rosslyn, —dijo
secamente, señalando con la cabeza la esquina más alejada de la habitación.
—Detrás encontrarás tu baúl de viaje. —Su cinturón cayó al suelo con un
ruido sordo. —Ah, sí. Hay algo de comida y vino caliente en la mesilla de
noche, sírvete.
—No tengo hambre, —dijo ella. Miró hacia el biombo, delicadamente
pintado con vides y flores, y de nuevo a Robert, que se estaba quitando los
calzones. Al ver sus nalgas, dio un grito ahogado y se escabulló al otro lado
de la habitación, escondiéndose detrás del biombo. Se dejó caer sobre el
baúl, con el corazón latiéndole con fuerza. Oyó un chapoteo cuando Robert
se metió en la bañera, y luego su largo suspiro de satisfacción mientras se
acomodaba en el agua.
A Rosslyn empezaron a castañearle los dientes y sintió un frío de muerte
bajo su bata empapada. Estaba tan lejos de la chimenea que apenas había
calor en aquel rincón.
—Seguro que te enfermarás si te quedas aquí sentada, —murmuró en
voz baja, temblando incontrolablemente.
—¿Has dicho algo? —preguntó Robert.
—¡No! —respondió ella con brusquedad, su voz profunda provocando
un temblor de excitación en su interior. Saltó del baúl y abrió la tapa,
rebuscando entre la ropa pulcramente doblada hasta encontrar su bata de
color albaricoque. Se quitó rápidamente la ropa mojada y, agradecida, se
puso la bata acolchada y un par de zapatillas forradas de plumas, y
enseguida entró en calor.
—Hay toallas sobre la cama, por si quieres secarte el pelo, —le dijo
Robert.
Rosslyn quiso ignorar su ofrecimiento, esperando que hubiera algunas
toallas en su baúl, pero tras una rápida búsqueda no encontró ninguna.
Suspiró exasperada. Si no se secaba el pelo, pronto se le empaparía la parte
de atrás de la bata.
Respiró hondo mientras se ataba bien la faja a la cintura, y salió de
detrás del biombo. Mantuvo la mirada baja mientras corría hacia la cama,
donde cogió una toalla y se la puso alrededor de la cabeza.
Cuando empezó a retirarse hacia el biombo, echó un vistazo en
dirección a Robert. Se le paró el corazón al ver la impresionante imagen
que formaba, con los hombros y el pecho bronceados, brillantes y húmedos,
y el pelo rubio oscuro peinado hacia atrás. La miró como si pudiera ver a
través de su bata de satén.
—¿Seguro que no quieres acompañarme? —le preguntó en voz baja,
sonriéndole con una invitación abierta.
—¡Claro que no! —replicó ella, aunque por dentro ya no estaba tan
segura.
Se dio la vuelta, secándose el pelo con manos temblorosas. —Entonces,
¿podría pedirte un favor, Rosslyn?
Se dio la vuelta y le miró con desconfianza. —¿Qué favor?
—¿Te importaría pasarme el jabón? Está ahí en la repisa, un poco fuera
de mi alcance, a menos que me levante...
—¡No, no! Yo te lo acerco, —dijo incómoda. Rodeando la bañera, cogió
la gruesa pastilla de la repisa.
—Toma. —Se la dio y los dedos húmedos de él acariciaron los suyos.
Ella apartó la mano como si le picara y se alejó de él, refugiándose detrás
del biombo, asombrada de lo que su simple contacto podía hacerle.
Se mordió el labio mientras se secaba el pelo, intentando en vano tapar
el sonido del baño de Robert. Se sobresaltó al oír un repentino gemido de
dolor. Dejó caer la toalla y se asomó rápidamente. Intentaba enjabonarse la
espalda, pero hizo una mueca y volvió a gemir mientras metía lentamente el
brazo derecho en el agua.
—¿Qué te pasa? —preguntó ella, sintiendo algo más que una punzada
de preocupación ante su evidente malestar.
—No es nada. Hoy me he hecho algo en el hombro. Creo que fue al
subir la maldita bañera por las escaleras.
Ella asimiló lo que le dijo, observando cómo él volvía a levantar el
brazo y trataba de restregarse la espalda. Suspiró irritado al ver frustrados
sus esfuerzos.
—Si quieres, puedo ayudarte, —se ofreció ella, saliendo del biombo. Se
encogió ligeramente de hombros al ver su expresión de asombro. —Es
evidente que estás herido, Robert. No me importa, a menos que prefieras
que no lo haga.
—No… quiero decir sí, eso estaría bien, —dijo él, observándola
mientras se dirigía a la bañera. —Eres muy amable, Rosslyn.
Ella no dijo nada y evitó mirarle mientras le cogía el jabón.
Se lo enjabonó entre las manos, luego dejó caer la pastilla en el agua con
un golpe seco y se inclinó sobre él para masajearle los hombros. Rosslyn
notó cómo se tensaba bajo sus caricias, pero poco a poco se relajó y se
inclinó hacia delante.
Rosslyn se concentró en su tarea, excitada interiormente por las
ondulaciones de los músculos bajo las yemas de sus dedos. Podía sentir la
fuerza abrumadora de su cuerpo en el más mínimo movimiento, y sintió un
cosquilleo ardiente en la piel, sin saber si procedía del vapor ascendente o
de sus sentidos excitados. Sus manos enjabonadas le acariciaron el cuello y
luego se deslizaron por su ancha espalda, siguiendo la curva de su columna
vertebral hasta justo debajo de la superficie del agua.
—Robert, —murmuró, —¿podrías apartarte un poco más para que
pueda llegar a la parte baja de tu espalda? —él hizo lo que ella le pedía y se
incorporó sobre sus ancas, con los brazos apoyados en el borde de madera
mientras ella lo lavaba.
Ella respiró agitadamente, hipnotizada por las poderosas líneas de su
cuerpo y sin darse cuenta de que sus manos se habían desviado de su
espalda. Le acarició las caderas afiladas y los muslos nervudos, luego las
nalgas tensas, cerrando los ojos mientras se deleitaba con la suave textura
de su piel. Lo sintió estremecerse y lo oyó gemir, pero esta vez no era un
grito de dolor.
Ella se sobresaltó al oírlo y fue consciente de lo que hacía en el mismo
momento en que él se levantaba bajo un chorro de agua caliente y se ponía
frente a ella, con el cuerpo húmedo y reluciente a la luz del fuego. Ella dio
un paso atrás, su mirada se posó en su completa excitación, y jadeó en voz
alta, pensando sólo en huir.
Robert era demasiado rápido para ella. Cuando ella giró sobre sus
talones, él la agarró por la cintura y, con un solo movimiento, la metió en la
bañera con él. La rodeó con los brazos, aprisionándola. Estaba tan
conmocionada que sólo pudo mirarlo, con las manos apoyadas en su pecho.
Podía sentir el corazón de él retumbando bajo las yemas de sus dedos, al
mismo ritmo que el suyo.
—Me has tentado mucho, Rosslyn, —susurró con voz ronca,
mordisqueándole el suave lóbulo de la oreja mientras le desataba
hábilmente el fajín con una mano y le quitaba la bata de satén de los
hombros. Le acarició el cuello mientras tiraba la prenda mojada al suelo. —
Me temo que has ido demasiado lejos.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué vas a hacer? —dijo ella sin aliento, con las
rodillas débiles por la sensación de su boca sobre su piel.
—Sólo lo que queréis que haga, mi señora esposa, —respondió él con
voz ronca, levantándola en brazos y sumergiéndose con ella en el agua tibia.
—Ya te dije que nunca te forzaría, aunque esta noche has puesto a prueba
mis límites. —Sus labios recorrieron un camino abrasador por su garganta.
—Quiero que sepas el placer que acabas de darme, Rosslyn. Si no sientes
pronto lo que yo siento ahora, te juro que te dejaré marchar. Ahora reclínate
y cierra los ojos.
Ella no protestó cuando él le dio la vuelta y la acunó en su regazo, con la
esbelta espalda apoyada en su pecho y la cabeza apoyada en su hombro. Ya
estaba perdida. Cualquier pensamiento de desafiar la traición gratuita de su
cuerpo se había desvanecido hacía tiempo. Todo lo que conocía era el calor
abrasador de Robert y la deliciosa calidez del agua de la bañera, que la
envolvía como un capullo de seda... y luego ya no supo nada más cuando
sus grandes manos enjabonadas empezaron a acariciarla.
—¿Te gusta esto? —le preguntó suavemente, acariciándole los pechos,
deslizando los dedos sobre su piel y acariciando sus resbaladizos pezones.
—Sí, —exhaló ella, retorciéndose y gimiendo en su regazo.
—¿Y esto? —sus manos se deslizaron hacia abajo y acariciaron su
vientre, sus caderas curvadas, luego se sumergieron entre sus muslos
resbaladizos, deslizándose cada vez más hasta que sus dedos se entrelazaron
en su pubis. —¿Esto te da placer?
—¡Sí, Robert! —gritó ella con voz ronca, abriendo las piernas para él
mientras él tocaba su punto secreto hasta hacerla temblar de deseo.
—Dime, dulce Rosslyn, —exigió con fuerza, mordiéndole ligeramente
el hombro. —¿Quieres que pare?
—No, no pares. —Sus palabras murieron en sus labios entreabiertos,
todo pensamiento consciente se perdió ante las sensaciones eléctricas que
ondulaban sobre ella. Las manos de Robert estaban por todas partes,
haciendo que su piel húmeda ardiera por sus caricias.
—¿Qué te parece esto? —gimió contra su oído mientras la levantaba y
la llenaba con su cuerpo. Rosslyn lanzó un grito de intenso placer, la
presión urgente de su mano, de sus dedos, era demasiado para ella. Se
abalanzó sobre él mientras sus profundas embestidas alcanzaban un punto
febril. Su orgasmo fue tan repentino, tan rápido, que ella pensó que moriría
del estremecimiento.
Se desplomó contra él, con la cabeza inclinada hacia un lado mientras
luchaba por recuperar el aliento. No pudo sobresaltarse más cuando él la
levantó y se incorporó con ella de la bañera, con el cuerpo aún débil y
tembloroso por el clímax.
La llevó a la cama, se tomó un momento para secar sus cuerpos
enrojecidos con las suaves toallas que había allí amontonadas y luego se
tumbó en el colchón con ella encima, con sus sedosos muslos a horcajadas
sobre sus caderas. Ella jadeó cuando él la penetró, con su cuerpo duro y
excitado.
—¿Cómo? —preguntó sin aliento, con los ojos muy abiertos mientras él
empezaba a moverse lentamente dentro de ella, aumentando de nuevo su
placer.
Los ojos de Robert se clavaron en los suyos con una pasión apenas
saciada.
—Nunca tendré suficiente de ti, Ross Campbell, —dijo con vehemencia.
—Nunca.
La atrajo hacia sí y le besó los labios, derramando en su beso todo su
inexpresable amor por ella. Nunca se rendiría hasta que ella creyera en él.
29

C uando Rosslyn se despertó a la mañana siguiente estaba sola en la


enorme cama, y por ello se sintió más que agradecida. Se incorporó
lentamente, con los músculos algo doloridos. Las mejillas se le encendieron
de vergüenza al ver las sábanas arrugadas. No podía creer con qué facilidad
se había rendido a Robert, y su apasionado acto de amor los había llevado
hasta bien entrada la noche.
—El amor no tuvo nada que ver, —dijo acaloradamente, deshaciéndose
de la pesada colcha de tartán. —Fue lujuria pura y dura.
Balanceó las piernas por encima del borde de la cama y su mirada se
posó en la gran bañera de madera y en su bata, que yacía arrugada en el
suelo junto a ella. La reveladora escena no hizo más que aumentar su
disgusto. Se acercó y cogió el albornoz para sacudirlo. El satén albaricoque
estaba manchado por el inesperado remojo y probablemente estropeado.
“Te lo mereces”, se riñó, se echó la prenda húmeda sobre los hombros y
se apresuró hacia la puerta. Lo único que quería hacer ahora era vestirse, y
su ropa de diario estaba en la otra habitación.
Rosslyn contuvo la respiración al asomarse al silencioso pasillo, que
encontró vacío. Corrió hacia su habitación, sin hacer ruido con los pies
descalzos, y cerró la puerta con pestillo una vez dentro. Se apoyó en ella,
deleitándose en su entorno familiar.
“Al menos tendría algo de intimidad esta mañana”, pensó aliviada. Una
vez que llevaran sus cosas a la habitación de Robert, ya no tendría excusa
para refugiarse en su cuarto. Y él iría y vendría a su antojo, tanto si se
estaba vistiendo como si no.
Dio un respingo al oír que llamaban a la puerta, y se alejó corriendo
cuando sonó el picaporte.
—Rosslyn, ¿estás ahí? —la profunda voz de Robert la llamó. —Abre la
puerta.
Se echó el pelo hacia atrás, se colocó la bata y levantó el pestillo. La
abrió y se asomó con recelo.
—¿Qué haces? —preguntó en voz baja, empujando la puerta con el
hombro para abrirla un poco más. —Pensaba despertarte, pero no estabas en
la cama.
—He venido a cambiarme, —le interrumpió ella, mirándole a los ojos.
—Mis batas de diario están en este armario. —Ella sintió que su corazón
latía cuando él sonrió en señal de comprensión, pero ella trató de ignorarlo.
—Iba a llevarlos a nuestra habitación, —se sonrojó ante los recuerdos
íntimos que le provocaron aquellas dos palabras, —después de cambiarme.
—Puede que tengas que esperar hasta más tarde para eso, —replicó él.
—Mysie Blair y Bonnie Dunel están abajo. Dijeron que les habías pedido
que vinieran a ayudar a limpiar la casa.
—Sí, eso hice, —dijo ella, recordando su breve encuentro con Mysie el
día anterior. —Si les dices que me esperen en el comedor, Robert, iré
enseguida.
Él asintió, mirando la jarra de agua humeante que sostenía. —He traído
esto para ti, pero ten cuidado, el agua está muy caliente.
Rosslyn le cogió la jarra y sus manos rozaron las de él.
Se sobresaltó, sorprendida por su calor cuando las suyas estaban tan
frías.
—Gracias, —dijo temblorosa, evitando sus ojos mientras cerraba
rápidamente la puerta. Lo sintió quedarse un momento en el pasillo y le
costó respirar con normalidad hasta que sus pasos sonaron en la escalera
lateral.
“¿Cómo podía tener tanto poder sobre ella? ¿Cómo podía inquietarla
tan fácilmente, ahora más que nunca?” se preguntó, caminando hacia el
lavabo.
Nada había cambiado. Él era el espía del rey Jorge, y ella su involuntaria
esposa.
“No es nada como debía ser”, pensó sombríamente, dejando la pesada
jarra. Sí, mucho había cambiado. La noche anterior, su deseo por él había
ardido como un incendio descontrolado, un fuego que temía que volviera a
encenderse con facilidad.
“Ay, ¡no pienses en eso!” se ordenó a sí misma, pero sus dedos
temblaban mientras se quitaba la bata de los hombros.
Se bañó y se secó rápidamente, temblando de pies a cabeza, con el
aliento flotando en el aire como un vapor brumoso. Estaba claro que a partir
de entonces tendría que encender fuego en todas las chimeneas para
protegerse del frío vespertino.
Lorna siempre se había ocupado de eso antes.
Rosslyn apretó los labios mientras sacaba un sencillo vestido de lana del
armario y se vestía a toda prisa.
Lorna se había ido para no volver jamás. Las chimeneas eran ahora su
responsabilidad, como todo en la casa, incluida la cocina. Mysie y Bonnie
probablemente aceptarían quedarse a ayudarla, pero era su deber asegurarse
de que todo funcionara bien.
“Después de todo”, pensó sombríamente mientras salía al pasillo, “ya
no era una bandolera.” Tenía que encontrar algo con lo que mantenerse
ocupada hasta que los soldados de Robert llegaran del fuerte Augustus.
Bajó la escalera principal, pensando en los días que le esperaban. Entre
sus numerosas tareas domésticas y las visitas a Strathherrick, Robert y ella
se verían muy poco, excepto por la noche.
Aquel pensamiento la hizo sentir una gran expectación, que la
sorprendió por su atrevida intensidad. Se lo quitó de encima con rabia, con
una nueva determinación ardiendo en su interior. Su lujuria había vencido
claramente a su buen juicio en una ocasión, pero no permitiría que volviera
a ocurrir. Tal vez si se acostaba lo suficientemente tarde esta noche, él ya
estaría dormido. “Sí, eso es exactamente lo que haría”, decidió, entrando en
el comedor. Se detuvo en seco cuando Mysie y Bonnie saltaron de sus sillas
e hicieron una torpe reverencia.
—¿Que estáis haciendo? —pregunto incrédula. —Parad, las dos. —
Inmediatamente intuyó que su torpe comportamiento tenía algo que ver con
el hecho de ser la esposa de un inglés. —Soy yo, Ross Campbell. No he
cambiado, ni me han crecido dos cabezas, no importa lo que hayáis oído.
Habitualmente tan animada, Mysie estaba extrañamente apagada. —
¿Deberíamos Bonnie y yo llamarte lady Caldwell? —murmuró, mirando a
la guapa pelirroja que tenía a su lado, —ahora que estás casada con el
mayor.
Rosslyn tragó saliva, con las mejillas encendidas. “Así que tenía razón”,
pensó. Ya se había corrido la voz. —No harás tal cosa, —respondió con
firmeza. —Me llamarás Ross, como siempre has hecho, y diles a todos en
Plockton que hagan lo mismo, por si se lo preguntan.
Las dos jóvenes se relajaron visiblemente, e incluso esbozaron sonrisas
que mostraban claramente su alivio.
—Ya está, mucho mejor, —dijo Rosslyn, devolviéndoles la sonrisa. Sin
embargo, enseguida se puso seria y les hizo señas para que se sentaran. Se
sentó junto a ellas y su voz se redujo a un susurro. —Ahora, antes de
ponernos a trabajar, quiero que me digáis exactamente lo que habéis oído en
el pueblo. ¿Fue Alec quien os dijo que estaba casada?
Mysie asintió, abriendo la boca para hablar, pero Bonnie se adelantó
antes de que pudiera decir una palabra.
—Hubo un ceilidh anoche, Ross, y todo el mundo vino, incluso los
niños. Alec dijo que les salvaste la vida al aceptar casarte con el mayor
Caldwell el día antes de que os colgaran a todos, —soltó de un tirón, con
los ojos brillantes de asombro.
—Sí, —añadió Mysie, —están más que agradecidos contigo, Ross, y
dicen que eres la muchacha más valiente que Strathherrick ha conocido.
—¿Así que no creen que sea una traidora? —dijo Rosslyn en voz baja,
con el corazón latiéndole con fuerza en el pecho.
—¿Una traidora? —exclamó Mysie sorprendida. —No puedo creer que
digas algo así después de todo lo que has hecho por nosotros, Ross. Sí,
sabemos lo de las incursiones y que te entregaste para proteger
Strathherrick del hermano bastardo del Carnicero Rutherfod, como también
sabemos que te casaste con el mayor para evitar que tus hombres fueran
ahorcados. El mayor Caldwell se lo admitió a Alec.
—¿Qué dijo exactamente el mayor? —preguntó Rosslyn, con su
temperamento tomando el control.
—Le dijo a Alec que era la única manera de conseguir el perdón del rey
Jorge pero que al principio no estabas de acuerdo, diciendo que no serías
una traidora a tu familia, —relató Bonnie rápidamente. —Sólo cuando
descubristeis que salvaríais a Alec y a los demás es cuando aceptasteis.
—Sí, gran parte de eso es cierto, pero es mentira el por qué se casó
conmigo, —dijo Rosslyn, sus ojos brillando indignados. —¿Le explicó el
mayor a Alec por qué se tomó tantas molestias para obtener el perdón del
rey?
Mysie y Bonnie se miraron incómodas, Mysie habló al fin. —Alec se lo
preguntó, Ross, pero el mayor Caldwell dijo que era entre ustedes dos.
—Ahí tienes una respuesta evasiva, —dijo entre dientes apretados, —y
una mentira también. No hay nada entre el mayor y yo. Nada.
Extrañamente, sus palabras le parecieron huecas. “¿Acaso lo de anoche
no había sido nada?” Con gran esfuerzo ahuyentó ese pensamiento
perturbador de su mente, tomando una decisión repentina mientras las
jóvenes la miraban en silencio.
Ya que no podría visitar Plockton hasta dentro de varios días, podría
transmitir su advertencia sobre Robert a través de Bonnie y Mysie. Podía
estar segura de que sus hombres se enterarían antes de que acabara la noche
con aquellas dos charlatanas como mensajeras.
Se sintió aturdida por la inesperada punzada de culpabilidad,
acompañada de una inquietante sensación de traición. “No estoy
traicionando a Robert”, razonó consigo misma, irritada por su
remordimiento de conciencia. “Estoy protegiendo a mi gente.”
—Quiero que ambas escuchen con atención, —comenzó, inclinándose
hacia ellas. —Cuando volváis a la aldea, quiero que hagáis saber a todo el
mundo lo que os estoy contando ahora. Es la verdad sobre mi matrimonio
con el mayor Caldwell, y una advertencia a nuestros hombres para que no
se dejen influenciar por nada de lo que él pueda decir o hacer. —Bajó la
voz, transmitiendo apresuradamente lo que creía que eran los verdaderos
motivos de Robert para obtener el perdón del rey.
—¿Ofreció espiarnos si el rey Jorge le concedía tus tierras y un indulto?
—dijo Bonnie con un grito ahogado cuando Rosslyn hubo terminado.
—Sí.
—¿Y se casó contigo pensando que le abrirías el camino con los
Campbell de Strathherrick? —preguntó Mysie, atónita.
—Cree que le seré útil, nada más, —dijo Rosslyn en voz baja, casi para
sí misma. —Bueno, pronto se dará cuenta de que está muy equivocado. —
Miró de Bonnie a Mysie. —He cambiado de opinión sobre que me ayudes
con la limpieza, al menos durante unas horas. Prefiero que vuelvas a
Plockton ahora mismo y transmitas lo que te he dicho. ¿Lo harás por mí?
—Sí, Ross, —dijo Mysie sombríamente, con los ojos muy abiertos y
redondos. Bonnie movió la cabeza, haciendo saltar sus rizos rojos.
—Bien, —dijo Rosslyn, caminando con ellas hacia la puerta principal.
—Cuando hayáis terminado de transmitir el mensaje, volved aquí, pero no
os quedéis hasta bien entrada la tarde. Los días son cortos ahora, y las
noches caen pronto. No quiero preocuparme por vosotras con esos casacas
rojas en La mansión Shrip. Son los asquerosos chacales de Grant.
Las jóvenes asintieron con la cabeza mientras salían, mirando temerosas
a los soldados que parecían estar por todas partes: sentados en el terreno
desayunando, sacando caballos del establo, hablando y bromeando entre
ellos.
—Ahora hay muchos más de los que vimos esta mañana, —respiró
Bonnie nerviosa.
—Os vigilaré por el camino, —les aseguró Rosslyn en voz baja. —
Recordad, si se hace demasiado tarde quedaos en casa, y procurad que
vuestros padres os acompañen cuando volváis.
—Sí, Ross, —dijo Mysie mientras Bonnie y ella caminaban muy juntas
por el camino, cogidas de la mano y sin mirar a derecha ni a izquierda.
Cuando llegaron al camino, echaron a correr, con las faldas y los delantales
ondeándoles en las piernas.
Rosslyn no les quitó los ojos de encima hasta que las perdió de vista y
cerró la puerta de un portazo ante las groseras carcajadas de los soldados.
“Cabrones.” Al menos no le cabía duda de que Robert mantendría a raya a
sus propios soldados.
Se detuvo en el pasillo, con las manos en las caderas, mientras
observaba primero el comedor y luego el salón. El lugar estaba tan
desordenado que no sabía por dónde empezar...
Dio un respingo cuando se oyó un fuerte estruendo en la cocina, seguido
de un sonoro juramento.
—¿Qué demonios? —susurró para sí misma, preguntándose quién
podría estar causando semejante alboroto. Se movió con cautela por el
comedor. Seguramente los soldados de Grant tenían suficiente comida en
sus carros de suministros como para no estar hurgando en su cocina.
Rosslyn empujó ligeramente la puerta, abriéndola sólo un resquicio. Se
asomó a la habitación iluminada por el sol y, sin darse cuenta, se le escapó
una carcajada. Antes de que pudiera evitarlo, ya se estaba riendo a
carcajadas. Nunca había visto algo tan incongruente.
Robert estaba de pie sobre la chimenea, con la cara y la parte delantera
de su uniforme escarlata cubiertas de harina blanca. Estaba echando grandes
trozos de masa en la chisporroteante plancha mientras, detrás de él, la
cocina parecía el escenario de un desastre. Había harina por todas partes y
un bote de azúcar volcado en el suelo. Sin duda, su caída había provocado
el estruendo que había oído hacía un momento.
—¡Maldita sea! —maldijo Robert de repente, dejando caer la espátula
de madera. Se llevó la mano a la boca, chupándose un nudillo chamuscado,
sin prestar atención al olor a masa quemada que salía de la plancha
sobrecalentada.
Rosslyn se tapó la boca con la mano, pero de poco sirvió.
La risa brotó de su garganta a carcajadas mientras entraba a trompicones
en la cocina.
Robert se dio la vuelta, claramente sorprendido. —¿De qué te ríes? —
preguntó a la defensiva, limpiándose apresuradamente la harina de la cara y
sacudiéndose la parte delantera del uniforme. —Pensé que te apetecería
desayunar. —Cogió el bote de azúcar y lo puso sobre la mesa. —Estoy
horneando bollos con la receta de mi abuela.
—Quieres decir que estás quemando los bollos. —Rosslyn tosió, riendo
sin poder evitarlo. Señaló la chimenea. —¡Mira!
Robert miró por encima del hombro, sus ojos se abrieron de par en par
al ver el humo negro que salía de la plancha. Se apresuró a la chimenea,
obviamente inseguro sobre lo que debía hacer. Rosslyn no daba crédito a lo
que veían sus ojos cuando él cogió dos paños de cocina gruesos del armario
y levantó la plancha del fuego, arrojando todo el amasijo humeante por la
ventana más cercana.
Se quedó boquiabierta y se le saltaron las lágrimas de risa. Él sonrió
avergonzado, sacudiendo la cabeza y riendo para sí. De repente se echó a
reír con ganas, con un rico sonido que resonó por toda la cocina.
—No hace falta que hagas eso, —dijo Rosslyn al fin, recuperando parte
de su compostura. Se acercó a la chimenea, cogió la espátula y le sonrió. —
Esto habría funcionado muy bien.
La risa de Robert se calmó abruptamente, sus ojos se clavaron en los de
ella. —Tienes una sonrisa tan bonita, Ross, —dijo, alargando la mano para
alisar un mechón castaño enredado, —que quemaría mil bollos cada
mañana sólo para que volvieras a compartirla conmigo.
Rosslyn sintió que se le cortaba la respiración cuando el dedo de él le
rozó la mejilla, y un cosquilleo de excitación la recorrió. Él se acercó más y
ella pensó en darse la vuelta y salir corriendo, pero sus pies parecían
clavados en el suelo.
Se sintió atrapada en un hechizo místico, hechizada por la expresión de
sus ojos. Era una mirada de una intensidad tan potente que su cuerpo
enrojeció con un calor conmovedor, adivinando su significado. Él la había
mirado de la misma manera la noche anterior.
De improviso, ella levantó la cara hacia él y cerró los ojos cuando él se
inclinó sobre ella; al principio, sus labios se rozaron tan suavemente que
podría haber sido su aliento el que la acariciaba. Jadeó contra su boca
cuando él profundizó el beso, sintiéndose de pronto mareada y ebria en su
apretado abrazo.
Se inclinó hacia él y le rodeó el cuello con los brazos, abrumada por la
fuerza y la embriagadora dulzura de su beso. Casi podía saborear el éxtasis
que la atraía, mientras recuerdos seductores parpadeaban en su aturdida
mente.
Rosslyn parpadeó, el hechizo se rompió al oír el ruido de la espátula al
caer sobre la chimenea. Empujó a Robert con todas sus fuerzas, liberándose
de su abrazo.
—¡Cómo te atreves! —gritó, dándole una bofetada antes de pensar
siquiera en lo que estaba haciendo. Estaba tan sorprendida por su acción
como parecía estarlo Robert. Su expresión se nubló y luego se volvió
inescrutable, sólo sus ojos reflejaban su confusión.
—Qué extraño, Rosslyn, —replicó con tono sombrío. —No creí que te
importara. Anoche estoy seguro que no lo hacía.
Ella se ruborizó. Sus palabras la llenaron de rabia, sobre todo contra sí
misma, porque sabía que eran ciertas.
Se alejó de él y agarro la escoba apoyada contra la pared. —Si me
disculpas, Robert, tengo mucho trabajo que hacer.
—No tienes que molestarte con la cocina, por si no te habías dado
cuenta, —dijo él. —Los pocos soldados dispuestos que pude encontrar me
ayudaron a fregarla ayer por la tarde. —Hizo una pausa y añadió
secamente. —Bueno, la cocina estaba limpia antes de que yo pusiera un pie
en ella. Es obvio que no sé cocinar.
Las mejillas de Rosslyn se encendieron ante los sensuales pensamientos
que su inocente afirmación evocó en su mente.
“¿Qué le estaba pasando?” se preguntó con desesperación. Notó un
brillo de diversión en sus ojos. “¿Podía leer todos sus pensamientos? Tenía
que salir de aquella cocina.”
Rosslyn retrocedió, golpeando la puerta. —Estoy segura de que Mysie y
Bonnie tendrán tiempo de ocuparse de la cocina, Robert, cuando vuelvan de
Plockton. Me prepararé algo de comer más tarde.
—¿Se han ido? —preguntó, con una leve confusión marcando sus
facciones. —Te oí hablar con ellas en el comedor hace unos momentos...
—¿Nos has oído en el comedor? —soltó Rosslyn incómoda, con la
mente dándole vueltas. “Por los clavos de Cristo, ¿había oído Robert todo
lo que había dicho a sus jóvenes parientes?”
—Oí vuestras voces, Rosslyn, —respondió él, estudiándola con
curiosidad. —Estaba un poco demasiado enfrascado en mi proyecto aquí
dentro como para prestar mucha atención a lo que decíais. ¿Por qué, me he
perdido algún cotilleo interesante del pueblo?
Rosslyn tragó saliva y soltó una leve carcajada. —¿Cotilleos? Ah, si te
refieres a la conversación de Bonnie sobre su último pretendiente, sí,
entonces te has perdido un buen cotilleo. Ha rechazado a dos jóvenes desde
que me fui, o eso me dijo. —Buscó a tientas el pestillo y abrió la puerta
para salir.
—Pero creía que las chicas iban a ayudarte hoy.
Ella se congeló, su retirada se mantuvo una vez más. —Ya conoces a
estas chicas, —dijo por encima de su hombro, fingiendo un tono
indiferente. —Decidieron que mejor ir a recoger zarzas esta mañana antes
de que una helada mate las bayas. Puede que vuelvan por la tarde si
consiguen llenar sus cestas para entonces.
Rosslyn se apresuró a salir y cerró rápidamente la puerta sin esperar
respuesta.
“Una verdad a medias era mejor que ninguna”, pensó mientras
empezaba a barrer furiosamente. Sólo esperaba ser capaz de mantener todas
sus historias en orden y advertir a Bonnie y Mysie a tiempo para que no la
delataran si volvían a ayudarla por la tarde.
Heladas y zarzas. ¿Cómo se le ocurrían esas cosas?

Robert estaba de pie en medio del desastre harinoso que había creado,
frotándose pensativamente la mejilla izquierda. Aún le dolía, pero el
inesperado beso que Rosslyn y él habían compartido había merecido la
pena.
Al igual que la última noche habían merecido la pena las frustrantes
noches pasadas a solas en posadas rurales y persiguiendo el sueño en una
tienda de campaña. Ambas eran buenas señales de que las defensas de
Rosslyn se estaban derrumbando y de que él tenía una oportunidad de
ganarse su amor.
Ross Campbell. Su hermosa, desafiante y reacia esposa.
“¿Cuánto tiempo le llevaría encontrar cierta aceptación entre su gente
y, esperaba, el favor y la aceptación en el corazón de ella? ¿Cuánto
tardaría en oír palabras de amor mezcladas con sus dulces gritos de
pasión? ¿Semanas? ¿Meses?”
—Paciencia, hombre, —Dijo Robert en voz baja, con el reciente
recuerdo de su beso grabado indeleblemente en su mente. —Es la única
forma de que la conquistes. Debes tener paciencia. —Por ahora bastaba con
que durmieran juntos, bastaba con que ella cediera por fin a su deseo.
Quizás esta noche podría rendirse de nuevo al placer.
Se acercó en silencio a la ventana y contempló la doble hilera de
carromatos, repletos de todo tipo de enseres domésticos que había pensado
que la gente de Rosslyn podría necesitar tras su reciente devastación. Miró
más allá de los carromatos, hacia el improvisado corral donde estaba
confinado el ganado. No podía esperar a que sus hombres llegaran del
fuerte Augustus para poner en marcha su plan.
Demostraría a los Campbell de Strathherrick que se podía confiar en un
inglés, por su cuenta y sin ayuda de ella. Estaba comprometido con este
plan con todo su corazón y toda su alma.
Le costara lo que le costara, Rosslyn merecía la pena. Sus escasas
sonrisas merecían la pena, al igual que su alegría, sus besos y su amor.

Aquella noche, Rosslyn entró sigilosamente en el oscuro dormitorio, con el


corazón agitándose enloquecido en su pecho.
“¿Se habría dormido Robert?” Se detuvo y escuchó un momento,
aliviada al oírle respirar con normalidad. Sí.
Mientras se deslizaba por la habitación hasta el biombo, echó un vistazo
a la chimenea.
Sólo quedaban unas tenues brasas del fuego que había avivado allí
después de la cena, horas atrás. Desde entonces se había mantenido ocupada
con otras tareas domésticas, y ni siquiera estaba segura de cuándo se había
retirado Robert a dormir.
Rosslyn se puso rápidamente el camisón de batista y caminó en silencio
hacia la cama. Contuvo la respiración mientras levantaba las sábanas y se
metía junto a él, temerosa de los ruidos que producía. Se sobresaltó cuando
sus dedos rozaron accidentalmente el muslo musculoso de él, y la sangre le
retumbó en las venas al darse cuenta de que estaba desnudo.
Empezó a ponerse de lado, pensando en dormir lo más lejos posible de
él, cuando el brazo de él la agarró por la cintura y tiró de ella hacia atrás.
Ella jadeó, forcejeando, pero él la sujetaba con tanta fuerza que no podía
escapar de él.
—No eres la única que sabe fingir que duerme, —le dijo acariciándole
la nuca. Le apartó el pelo y le besó el cuello. —Te he estado esperando,
dulce Rosslyn.
Ella profirió un pequeño grito cuando la mano de él encontró su pecho,
la yema de su dedo acariciándola a través del fino camisón. Sintió que el
fuego se encendía en su interior, derritiendo su determinación en una
llamarada de calor y deseo. Él capturó sus labios y ella se perdió...
30

R osslyn sacudió la ligera sábana de lino sobre el colchón aireado y


Mysie la cogió por el otro lado.
—¿Así que dices que el mayor Caldwell y sus soldados acabaron ayer
de arreglar otras dos casitas de piedra y que ninguno de los aldeanos las
reclamará? —preguntó mientras alisaba y remetía hábilmente la sábana
limpia.
—Sí, Ross, —respondió Mysie, terminando una esquina. Sonrojada por
el esfuerzo, la rolliza sirvienta se irguió y cogió su parte de la gruesa manta
de tartán. —También se quedarán vacías, junto con las otras doce. No
tendremos nada que ver con la obra del mayor. Mi padre dice que prefiere
vivir en un cuchitril con corrientes de aire hasta que pueda terminar su
propia cabaña que habitar en una construida por el espía del rey Jorge.
—¿Y qué hay de los carros que el mayor Caldwell dejó en la iglesia? —
preguntó Rosslyn. —¿Alguien se ha llevado ya alguna de las cosas que trajo
de Edimburgo?
Mysie negó con la cabeza. —Ni una mantequera, ni una rueca, ni
siquiera una olla. Incluso se ha hablado de prender fuego a los carromatos.
Sería un buen fuego para el ceilidh, ¿no crees?
—Sí, —dijo Rosslyn en voz baja, aunque en el fondo no estaba segura
de estar realmente de acuerdo.
“¿Por qué se sentía tan culpable ante esta última noticia?” Debería
alegrarse de que sus hombres hubieran hecho caso de su advertencia sobre
Robert, pero no era así.
Había estado tan ocupada que aún no había ido a Plockton para ver por
sí misma cómo le iba a Robert, aunque como si lo hubiera descubierto por
sí misma, Bonnie y Mysie la habían mantenido al corriente de lo que
ocurría en el pueblo, sobre todo desde que los soldados de Robert habían
llegado a la mansión Shrip hacía más de una semana.
Los Campbell de Plockton habían desbaratado todos los esfuerzos de
Robert por ganarse su favor. Incluso habían soltado el ganado que les había
dado en el páramo. Robert y sus hombres habían pasado un día entero
buscando a las bestias y acorralándolas en la finca, con su plan frustrado de
nuevo.
“Por eso, sin duda, se había vuelto tan malhumorado y huraño”, pensó,
tirando de la colcha sobre la cama recién hecha. Robert había hablado poco
anoche, cuando él y sus exhaustos soldados habían vuelto para cenar, y más
tarde ella había sentido una palpable desesperación en sus caricias, casi
como ira. Su feroz pasión la había dejado sin aliento y agotada, y
sintiéndose aún más culpable que antes.
Rosslyn suspiró pesadamente. Si el día de hoy había transcurrido como
ella imaginaba, probablemente podría esperar lo mismo de él esta noche.
“Sin embargo, ¿por qué le molestaba tanto, por qué sentía como un dolor
que le retorcía el corazón? Era un espía. Se merecía ese trato, ¿no?”
—Ya está, Mysie, —dijo ella, apartando su mente de tan inquietantes
cuestiones. Metió la colcha entre el colchón y el cabecero tallado. —Hemos
hecho un buen trabajo aquí.
Se levantó y recorrió con la mirada la inmaculada habitación de
invitados, desde el suelo fregado y las alfombras de lana limpias hasta los
muebles desempolvados. Había dejado para el final las dos habitaciones de
invitados del piso de arriba, ocupándose primero del resto de la casa.
Después del trabajo de esta mañana, por fin todo estaba en orden.
“Incluso los muebles destrozados y las ventanas rotas habían sido
reemplazados”, pensó Rosslyn.
Robert no había perdido el tiempo y había enviado a varios de sus
hombres a Inverness con una larga lista de cosas que comprar. Habían
regresado con más carromatos cargados con una mesa de comedor de
caoba, sillones, un mueble de porcelana, un reluciente servicio de plata,
botellas de brandy fino, un reloj de sobremesa y muchos otros artículos
demasiado numerosos para contemplarlos. Le costaba admitirlo, pero
Robert había conseguido que la mansión Shrip volviera a sentirse como un
verdadero hogar.
—¿Estás lista para comer, Ross? —preguntó Mysie, sacándola de su
ensueño. —Yo sí que lo estoy. —La sirvienta soltó una risita cuando su
estómago rugió ruidosamente, pero no parecía avergonzada en lo más
mínimo. —Bonnie dijo que estaba preparando un bistec, pastel de caza y
tarta de manzana para el postre.
—Sí, supongo, —dijo Rosslyn. Sonrió débilmente al pensar en la
habilidad con la cocina de Bonnie.
Bonnie tenía dotes para la cocina, algo sorprendente en alguien tan
joven, aunque claro, su madre era una renombrada cocinera y, obviamente,
había enseñado bien a su hija. Desde que se había hecho cargo de la cocina,
Bonnie se había esforzado en preparar comidas tentadoras. Sin embargo, los
recientes esfuerzos de Bonnie habían pasado desapercibidos para Rosslyn.
Últimamente no tenía mucho apetito. Sabía que no estaba embarazada
porque su flujo mensual había llegado mientras estaba en prisión, y aún era
demasiado pronto para sentir los efectos de un embarazo. Sin embargo, al
ritmo que Robert y ella iban, ¡no tardaría en quedarse embarazada!
Un niño. Se sonrojó ante la inquietante idea. Si ocurría, se convertirían
en una familia, con una nueva vida entre ellos. Se dio cuenta de que no
querría menos a su hijo, a pesar de lo que pensara de su padre.
“Ay muchacha, es agotamiento lo que sufres”, se dijo a sí misma,
siguiendo a Mysie fuera de la habitación. Había trabajado mucho, y quizá
ahora que había terminado la mayor parte de la limpieza, podía permitirse
un descanso extra. Rosslyn se detuvo brevemente para recoger una pequeña
almohada bordada que la sirvienta había tirado sin darse cuenta de una silla
cerca de los pies de la cama. Se enderezó y estuvo a punto de caer al suelo
cuando una repentina oleada de mareo se apoderó de ella.
—Mysie, —gritó débilmente, aferrándose desesperadamente a la silla.
—¿Qué ocurre? —gritó Mysie, volviendo corriendo a la habitación.
Echó una mirada a la palidez cenicienta de Rosslyn e inmediatamente la
ayudó a sentarse. —Tienes mala cara, Ross. ¿Qué puedo traerte? ¿Qué debo
hacer?
Rosslyn rechazó el frenético bombardeo de preguntas de Mysie,
sintiendo que recuperaba poco a poco el equilibrio. —Estoy bien, —
insistió, aunque por la expresión preocupada de Mysie se dio cuenta de que
su joven acompañante no estaba convencida. —Me sentaré aquí un
momento. Estoy segura de que pronto se me pasará el mareo. ¿Crees que
podrías traerme un vaso de agua?
—Has estado trabajando demasiado, Ross, —reprendió Mysie,
retorciéndose el delantal. —Espero que no estés enferma de tanto
esforzarte. Ahora no te muevas de la silla, ¿me oyes? Vuelvo enseguida.
Rosslyn echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos mientras Mysie salía
de la habitación. Se obligó a respirar lenta y pausadamente, a pesar de los
rápidos latidos de su corazón. Se relamió los labios, esperando que Mysie
volviera con el agua.
Por fin oyó pasos en el pasillo, aunque sonaban extrañamente diferentes
a los de Mysie. Se encogió de hombros, pensando que tal vez sólo lo había
imaginado. Abrió los ojos, jadeando, cuando Lorna entró de repente por la
puerta.
—¡Lorna! ¿Qué haces aquí?
—He venido a hacerte una visita, —dijo la anciana con naturalidad. —
He llegado hace unos minutos. Subía de la cocina cuando me encontré con
Mysie, que dice que no te encuentras bien. —Acercó un taburete a la silla
de Rosslyn y se sentó. —Aquí tienes agua, muchacha, pero no bebas más de
un sorbo cada vez.
Rosslyn se quedó boquiabierta mirando a Lorna, tan aturdida que no
podía hablar. El vaso temblaba en su mano, el agua se deslizaba entre sus
dedos y caía sobre su regazo. Apenas se dio cuenta cuando Lorna cogió el
vaso y se lo llevó a los labios.
—Bebe, Ross, —le ordenó enérgicamente, sonriendo débilmente cuando
Rosslyn hizo lo que le ordenaba. —Bonnie me ha dicho que has estado
picoteando la comida como un pájaro, a pesar de lo bien que cocina, —
continuó. —No es propio de ti, Ross. Nunca te ha faltado el apetito, y justo
en ese momento entra Mysie corriendo, diciendo que estás blanca como una
sábana y que te sientes débil. —Hizo una pausa, suspirando. —¿Qué te
pasa, muchacha? ¿Es posible que lleves un bebé?
—No, no lo creo, —respondió Rosslyn, apartando el vaso medio vacío.
—Al menos, todavía no. —Ante la mirada perspicaz de Lorna, añadió
incómoda: —Estoy cansada, eso es todo.
—Sí, has hecho maravillas con la casa, —comentó Lorna, echando un
vistazo a la habitación. Se volvió hacia Rosslyn, estudiando su rostro. —
¿Qué es lo que realmente te aflige, Ross? ¿Un dolor de corazón, tal vez?
Cuéntaselo a tu Lorna.
—¡Tú no eres mi Lorna! —espetó Rosslyn con indignación, sintiéndose
desanimada por las palabras de Lorna. —¡Ya no! Seguro que sabes que hace
tiempo que me enteré de tu engaño por el mayor Caldwell.
—Mayor Caldwell, ¿verdad? —dijo la anciana con inusitado sarcasmo.
—¿Es así como te refieres a tu marido, Ross, o te dignas a llamarle por su
nombre de pila cuando te conviene? ¿Quizá cuando te coge en brazos?
Rosslyn sintió una oleada de indignación por el hecho de que Lorna le
hiciera semejantes preguntas, ¡o incluso por el hecho de que estuviera
sentada en su casa!
—No sé por qué se te ha ocurrido visitar la mansión Shrip, —dijo sin
amabilidad. —Debes saber que ya no eres bienvenida aquí.
Lorna se levantó tan bruscamente del taburete que este cayó al suelo con
un ruido sordo. Sus ojos oscuros brillaban enfadados y la expresión de su
rostro arrugado era más dura de lo que Rosslyn había visto nunca. Por un
momento temió que Lorna la abofeteara, pero en lugar de eso, la mujer
encorvada se incorporó y apoyó las manos en sus estrechas caderas.
—Te diré por qué he vuelto a La mansión Shrip, Rosslyn Elisabeth
Campbell, —dijo Lorna, con la voz llena de ira. —¡Para enderezarte! Estás
haciendo el ridículo y ni siquiera lo sabes.
—¿Qué quieres decir? —espetó Rosslyn, con las manos agarrando con
fuerza la silla.
—¡Robert Caldwell te quiere, tonta! ¡Te quiere! Me lo dijo cuándo lo
encontré en el camino a Inverfarigaig, y gracias a Dios que llegué cuando
llegué. Si no lo hubiera hecho, probablemente te habrían matado junto a los
tuyos. Fuiste a la cárcel en su lugar, Ross, comprando a Robert algo de
tiempo para que pudiera ayudarte...
—Estás loca, Lorna, —la interrumpió Rosslyn con vehemencia.
Se levantó temblorosa de la silla. —No sabes lo que dices.
—Sí, sé exactamente lo que digo, —replicó Lorna, mirándola fijamente
con valentía. —Estás tan dispuesta a pensar lo peor, Ross, sólo porque
Robert es inglés, un casaca roja. No le has dado la oportunidad de
explicarse, ¿verdad? ¿Nunca pensaste en preguntarle cómo se le concedió el
perdón del rey por ti, antes de llegar a tus propias conclusiones? Siempre
has tenido una buena inventiva, muchacha, pero te juro que esta vez te has
superado.
Rosslyn apenas podía tragar, tenía la garganta muy apretada. La cabeza
empezaba a latirle con fuerza. —No, no se lo he pedido, —dijo apretando
los dientes. —No tengo que pedírselo.
—¡Pues podrías! —dijo Lorna acaloradamente. —Te sorprendería
descubrir que su respuesta es muy distinta a tu fantasiosa versión. Esas
tonterías sobre espías y Robert queriendo tu tierra, y él usándote para
facilitar su camino con el Clan Campbell.
—¿Cómo te has enterado de todo esto? —preguntó Rosslyn temblorosa.
—La historia ha llegado hasta Tullich, y mucho más allá de
Strathherrick, te lo aseguro. No todos los días un inglés se casa con una
chica de las Highlands para salvarla de la horca. Tu advertencia también ha
viajado, por eso decidí venir aquí y arriesgarme a tu cariñoso saludo. Has
hecho algo terrible, Ross. Has puesto a los tuyos contra Robert antes de
saber la verdad.
—No quiero oír más tonterías, Lorna, —dijo Rosslyn enfadada,
empujándola hacia la puerta. Se quedó atónita cuando Lorna la cogió del
brazo y los nudosos dedos de la anciana la asieron como garras.
—¡Vale, si me dices que no sientes nada por Robert, nada en absoluto,
no diré ni una palabra más! —Lorna la desafió. —Sabes en el fondo de tu
corazón que lo que te digo es verdad. Estás enferma de amor y no quieres
admitirlo, ni siquiera a ti misma. Bueno, si me juras ahora que no sé lo que
digo, me iré de esta casa y habrás visto por última vez a tu Lorna Russell.
Rosslyn la miró fijamente, con una feroz negación en la punta de la
lengua.
Extrañamente, no fue capaz de decirlo ni de mentir. Lanzó un suspiro
desgarrado, y su expresión atormentada reveló a Lorna más de lo que las
palabras hubieran podido expresar.
—Está tan claro, Ross, que no has sido capaz de verlo, —dijo Lorna con
fervor. —Robert me dijo que te quería y yo le creo. Me prometió que te
ayudaría y que no dejaría que te pasara nada. —Soltó el brazo de Rosslyn,
con un tono casi suplicante. —Robert te salvó la vida porque te quiere.
Ayudó a tu familia antes, y está tratando de ayudarlos ahora porque te ama.
Sea como sea, Ross, es tu marido. Algún día llevarás a su hijo. Debes
preguntarle si mis palabras son ciertas.
—Si es así, ¿por qué no me ha dicho algo ya? —preguntó Rosslyn en
voz baja, con lágrimas brillando en sus ojos.
—¿De verdad me lo estás preguntando? —Lorna se burló ligeramente.
—No has ocultado tu odio por los ingleses. Puede que Robert tema que le
escupas a la cara, ya que creéis que os obligó a casaros para satisfacer sus
propios intereses. Tal vez esté tratando de demostrarte con sus acciones
cuánto le importas, esperando que se te ablande un poco el corazón para
poder decírtelo, aunque le estás frustrando cada paso del camino.
Cuando Rosslyn no respondió, Lorna suspiró con cansancio. La tensión
de su encuentro estaba claramente grabada en su avejentado rostro.
—Ahora te dejo, Ross, —dijo. —Debes decidir por ti misma si aceptas
lo que te he dicho. Si lo amas, como creo que lo amas, le preguntarás a
Robert si esa es la verdad. Entonces será mejor que deshagas el daño que
has causado entre él y tu gente. Nada bueno saldrá de las cosas estando
como están, Ross. Sólo espero que no sea demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde? —suspiró Rosslyn, buscando los ojos de Lorna.
—Sí, —respondió ella con gravedad. —Pueden creer que eres infeliz,
casada con un inglés al que has tachado de espía. ¿Nunca pensaste que de
algún modo te pueden librar de tu marido, creyendo que es lo que quieres?
¿O pensaste que Robert simplemente se desanimaría y se marcharía a
Inglaterra? —Lorna negó lentamente con la cabeza. —Es más probable que
tus hombres intenten acabar con tus problemas mucho antes de que Robert
te abandone, muchacha.
Rosslyn se hundió en la silla, completamente abrumada.
Robert la amaba. ¿Podría ser verdad? Tantos pensamientos, tantos
recuerdos sensuales, tantas cosas que Robert le había dicho se
arremolinaban en su mente que apenas se dio cuenta de que Lorna salía
silenciosamente de la habitación. Fue el chasquido de la puerta al cerrarse
lo que interrumpió su inquietante ensueño.
—¡Lorna! —Rosslyn se levantó de un salto y corrió hacia la puerta,
abriéndola de un tirón.
Salió corriendo al pasillo. —¡Lorna! ¡Espera!
Lorna se volvió, con el rostro cubierto de sombras. —¿Qué pasa,
pequeña? —preguntó con dulzura.
—Cuando dije que ya no eras bienvenida aquí, —comenzó Rosslyn, con
la voz entrecortada, —no lo decía en serio, Lorna. Era el dolor que había en
mí, después de lo que hiciste.
—Lo sé. Pensaste que te había traicionado, y en cierto modo lo hice.
Fue lo único que se me ocurrió para salvarte, muchacha. Me arriesgué a que
Robert se preocupara por ti, como yo me preocupo por ti. Para mi valió la
pena, aunque sabía que me odiarías por ello...
—No te odio, —intervino Rosslyn con fiereza, con las lágrimas
apretándole la garganta. —Quiero que te quedes aquí, Lorna. Perteneces a
la mansión Shrip. No es lo mismo sin ti.
Lorna no contestó durante un largo momento, un pesado silencio llenó
la sala. Por fin habló, con la voz quebrada por la emoción.
—No, Ross, no puedo. Tienes mucho que resolver por ti misma. No me
necesitas aquí ahora, pero sabré cuándo es el momento de volver a la
mansión Shrip.
Rosslyn no sabía qué decir. Se le llenaron los ojos de lágrimas y cayeron
por sus mejillas cuando Lorna se dio la vuelta y bajó las escaleras,
dejándola sola en el vestíbulo.
Permaneció allí mucho tiempo, aturdida e insegura, mientras un
pensamiento resonaba en su mente.
Esta noche, cuando Robert regresara de Plockton, le preguntaría si lo
que Lorna le había dicho era cierto.
Tenía que saberlo. Hasta entonces, ni siquiera se atrevería a albergar
esperanzas.
31

E staba a punto de anochecer cuando Robert colocó una de las últimas


piedras en el tejado de paja recién levantado, y luego bajó por la tosca
escalera.
—Ya está, Lynne, —gritó, frotándose las manos cansadas mientras
observaba las dos cabañas que habían terminado aquel día. —Llama a los
hombres. Está oscureciendo demasiado para continuar, y hace demasiado
frío.
—Estoy de acuerdo con usted en eso, mayor, —replicó el sargento
Lynne desde el otro tejado, con el aliento entrecortado por la brisa. —
Espero que Jeremy tenga una buena cena caliente esperándonos.
—Seguro que sí, —dijo Robert, pensando en su propia cena. Sólo
esperaba que algo de la maravillosa cocina de Bonnie calmara su mal
humor, junto con una copita de buen brandy y la compañía de Rosslyn.
Durante los últimos días, su comportamiento se había suavizado hacia él, lo
cual era más de lo que él podía decir de aquellos testarudos aldeanos.
Miró a un grupo de hombres reunidos en la calle. Le devolvieron la
mirada hoscamente, se dieron la vuelta y entraron en la cabaña más cercana,
pero no era la que él había construido. Aquellas cabañas seguían en pie,
silenciosas y vacías, como si estuvieran contaminadas por la peste. “Como
sin duda estarían vacías estas dos”, pensó sombríamente, sus esfuerzos
desperdiciados una vez más.
Robert fruncía el ceño mientras buscaba al cabo Sims en el crepúsculo.
—Sims, cabalga y diles a los hombres que limpian los campos del este
que hemos terminado por hoy.
—Sí, señor mayor Caldwell.
Mientras el joven se alejaba, Robert desató a su semental. —Pasemos
primero por la iglesia, Lynne, y luego volvamos a la mansión Shrip. Quiero
ver si se han llevado algo de los carromatos hoy.
Montó, con una mueca de dolor en las extremidades, y observó cómo el
sargento Lynne se subía a la silla. El mayor captó su mirada y sonrió
cansado.
—Construir el último muro hoy me ha dejado sin aliento. Esas malditas
piedras parecen cada vez más pesadas.
—Sé a lo que te refieres, —dijo Robert secamente, impulsando a su
semental al trote mientras el sargento cabalgaba a su lado y el resto de sus
cansados soldados se ponían a la retaguardia. —Estoy empezando a
preguntarme qué demonios estamos tratando de demostrar. —Miró al
canoso soldado, observando las profundas líneas de su rostro.
—Lo que yo intento demostrar, —corrigió, con un tono de amargura. —
Tú sólo sigues mis órdenes, y muy bien, debo añadir.
—No quería decir que el trabajo me molestara, mayor, —replicó el
sargento Lynne, —es que nos hemos esforzado mucho. Hemos hecho
mucho desde que llegamos y los hombres no se han quejado, pero necesitan
un descanso, con un día de descanso bastaría.
Robert suspiró pesadamente, sabiendo que el sargento tenía razón. —
Concedido, Lynne. Dígales que se han ganado mis mayores elogios por sus
esfuerzos y un merecido día de descanso. También podrías decirles que
recibirán una recompensa extra cuando les llegue la paga del fuerte
Augustus.
—Eso no es necesario, mayor Caldwell, —insistió el sargento
bruscamente. —Estamos aquí para seguir sus órdenes. No necesita
compensarnos por cumplir con nuestro deber, y menos de su propio
bolsillo.
—Ya está bien, Lynne. Es lo que quiero hacer. Estoy seguro de que los
hombres se han preguntado a menudo por qué están construyendo cabañas y
limpiando campos, que no es el típico deber militar. Sin embargo, no han
cuestionado mis órdenes ni una sola vez. Tengo que agradeceros a todos por
eso. Quizá algún día les ofrezca a todos una explicación.
—No tiene que explicarme sus motivos, señor, —dijo el sargento Lynne,
bajando la voz. —Puedo imaginarme la tarea que se ha impuesto. Sólo
deseo que estos highlanders muestren algo de aprecio por lo que está
haciendo por ellos. Tengo la fuerte impresión de que no quieren nuestra
ayuda, de hecho, ni siquiera nos quieren cerca.
—Yo también lo creo, Lynne. Yo también, —dijo Robert, observando
las caras sospechosas que aparecían tras las puertas o se asomaban a las
ventanas mientras él y sus hombres cabalgaban por la calle principal.
Levantó las riendas cuando llegaron a la iglesia reconstruida y su humor
se ensombreció aún más. Los carros cargados que había dejado allí días
atrás seguían intactos, una prueba más de que su plan estaba fracasando
estrepitosamente.
Lanzó una mirada a la casa de Alec Gordon, al otro lado de la calle. Su
peor momento ocurrió ayer, cuando Alec le dio la espalda, negándose
incluso a hablar con él. Los avances que creía haber logrado con el fornido
highlander se habían esfumado.
Totalmente disgustado, Robert estaba a punto de dar la vuelta con su
caballo cuando vio movimiento bajo la cubierta protectora de uno de los
carromatos. Desmontó rápidamente, dejando al sargento Lynne y a sus
soldados mirándole fijamente. Se acercó a la carreta y echó la lona hacia
atrás, sorprendiéndose cuando un niño pelirrojo se encaramó por el lateral y
saltó.
—Espera ahí, —dijo Robert, agarrando al chico por el cuello de su
chaqueta.
¡Suéltame! —gritó desesperadamente el niño, con sus cortas piernas
bombeando inútilmente. —¡Suéltame!
Robert agarró los estrechos hombros del niño y le dio la vuelta con
suavidad. —Tranquilo, muchacho, no voy a hacerte daño. Dime tu nombre.
—Elliot, Elliot Lamperst, —balbuceó el niño, mirándole con ojos
grandes y asustados.
—Bueno, Elliot Lamperst, mi nombre es Robert Cald...
—Sé quién eres, —soltó el joven con una chulería asombrosa, con el
miedo claramente olvidado. —¡Te casaste con nuestra Ross!
—Así es, —dijo Robert, algo desconcertado. —Dime Elliot. ¿Qué
estabas haciendo en la carreta? Escogiendo algo para tu madre, espero.
¿Necesitas ayuda?
Elliot negó enérgicamente con la cabeza, encogiéndose de hombros para
zafarse del agarre de Robert. —¡No hay nada que mi madre quiera de esos
carromatos! —gritó, apretando sus pequeños puños y agitándolos hacia
Robert. —¡Nosotros los Campbell no queremos nada del espía del rey
Jorge!
Completamente aturdido por este arrebato beligerante, Robert cogió la
manga del chico. —¿Espía? ¿Dónde has oído semejante tontería, Elliot? —
preguntó con dureza, pero antes de que el niño pudiera responder sonó otra
voz detrás de él.
—Suelte al chico, mayor Caldwell.
Robert lo soltó y se dio la vuelta para encontrar a Alec Gordon
mirándolo fijamente, con sus enormes brazos cruzados sobre el pecho.
—Alec, —dijo a modo de saludo mientras se enderezaba, pero no
obtuvo respuesta.
—Vete a casa, Elliot, —ordenó Alec al asombrado muchacho, que
miraba a Robert de espaldas a su imponente paisano. —No juegues más en
las carretas, ¿me oyes?
—¡Sí! —Elliot salió corriendo como un conejo asustado y no miró atrás.
—Buenas noches, entonces, mayor Caldwell, —murmuró Alec con un
leve asentimiento de cabeza.
Robert no dijo nada cuando Alec se dio la vuelta bruscamente y regresó
a su casa, con la puerta abierta por un hombre fornido de pelo oscuro que
Robert nunca había visto antes. Luego la puerta se cerró de golpe, dejando a
Robert con su furia latente, con las palabras del joven Elliot Lamperst
resonando en sus oídos. De repente todo estaba claro para él, dolorosamente
claro.
¡Espía! Así que era eso. Los aldeanos realmente creían que era un espía
del rey Jorge. Eso lo explicaría todo: las cabañas despreciadas, los enseres
domésticos y el ganado, y el comportamiento hosco de Alec ayer y ahora.
De algún modo debían de haberse enterado por Rosslyn, a pesar de que
no había salido de La mansión Shrip desde que regresó de Edimburgo. De
algún modo...
“Debió de ser a través de Mysie y Bonnie”, conjeturó Robert
sombríamente, caminando hacia su semental. Rosslyn debía de haberles
llenado los oídos con todo tipo de acusaciones, probablemente la misma
historia descabellada que le había lanzado a él en el castillo de Edimburgo,
y les había dicho que se lo contaran a los aldeanos de Plockton.
Sentía tanta rabia en su interior que le temblaban las manos al agarrar
las riendas y subir a la silla de montar. Sin embargo, no era nada comparado
con la feroz determinación que ardía en su corazón.
“Maldita sea, ¡ya había soportado suficientes abusos!” Obviamente,
Rosslyn había puesto a los suyos en su contra, así que su plan estaba
condenado al fracaso desde el principio. Bueno, ¡al diablo con su plan y al
diablo con la paciencia!
—Nos vemos en la casa, —dijo escuetamente, haciendo girar
bruscamente a su semental. La respuesta del sargento Lynne se le escapó
mientras salía a todo galope a través del pueblo hacia el camino que
conducía a la mansión de Shrip. El viento silbaba salvajemente a su
alrededor, alimentando sus pensamientos acelerados.
Era hora de que Rosslyn supiera exactamente lo que él sentía por ella,
tanto si quería oírlo como si no. Ya no se guardaría sus sentimientos, ni
toleraría más mentiras y acusaciones irracionales. ¡Ella sabría la verdad
detrás del perdón del rey Jorge de una vez por todas!
Robert apenas esperó a que su poderoso semental se detuviera para
saltar de la silla y correr hacia la puerta de la cocina. A esas horas de la
noche, Rosslyn solía ayudar a Bonnie poniendo la mesa del comedor.
Irrumpió en la puerta, un fuerte grito ahogado y un estruendo de loza
saludaron su tormentosa entrada.
—¡Mayor Caldwell! —gritó Bonnie, con un charco de salsa marrón y
vajilla rota a sus pies.
Robert echó un vistazo al comedor, pero no había ni rastro de Rosslyn.
—¿Dónde está? —preguntó impaciente.
—¿Quién?
—¡Ross, moza! ¿Quién iba a ser? —respondió enfadado, y luego
suavizó el tono al ver la mirada de ella. —Lo siento, Bonnie. ¿No te está
ayudando esta noche?
—No, creo que está acostada, —dijo temblorosamente la criada. —Al
menos lo estaba hace un rato. Hoy no se sentía bien. Ha estado trabajando
demasiado, creemos.
Aquella noticia hizo reflexionar a Robert, pero enseguida se encogió de
hombros. “Agotada por la red de mentiras que ha tejido a su alrededor”,
pensó en tono sombrío, corriendo por el comedor. Subió las escaleras de
tres en tres y se dirigió a su habitación, con la sangre rugiéndole en los
oídos.
Abrió la puerta de un empujón y se sorprendió al ver que la alcoba
estaba a oscuras y en silencio, sin ni siquiera un pequeño fuego ardiendo en
la chimenea. Se dirigió hacia el lado de ella de la cama, con el corazón
latiéndole ferozmente en el pecho. Extendió la mano y no encontró nada. La
cama estaba vacía, como si nadie hubiera dormido allí durante horas.
Su mirada sorprendida recorrió los rincones en penumbra. Incluso llegó
a mirar detrás del biombo, pero fue en vano. Rosslyn no estaba allí. Salió de
la habitación dando un furioso portazo.
Un sinfín de posibilidades desagradables pasaron por su mente mientras
comprobaba todas las habitaciones de la segunda planta, pero todas estaban
vacías. “Maldita sea, ¿dónde podría estar?” se preguntó con
desesperación. “¿Adónde habrá ido?”
“¿A Plockton? No se habría aventurado en otra incursión...”
Aquel inquietante pensamiento le llenó de fría furia. En cuanto cogiera
su pesado abrigo del armario del salón, saldría en su busca y no descansaría
hasta encontrarla. Ya era suficiente.
Robert bajó corriendo las escaleras, casi chocando con Rosslyn al doblar
la esquina del comedor.
—¡Rosslyn!
—R-Robert, —tartamudeó ella, apareciendo manchas de color carmín
en sus mejillas. —Bonnie me acaba de decir que me estabas buscando
arriba e iba a buscarte. Debía de estar en la sala de baile cuando entrasteis.
Puse algunas mantas extra para tus hombres, será una noche fría, creo.
Robert tiró de ella hacia el salón y la miró con rapidez. Llevaba puesto
el vestido que le había regalado en Edimburgo, de seda azul brillante, a
juego con el azul intenso de sus ojos. Su cabello castaño caía libremente por
su espalda y enmarcaba suavemente sus hermosas facciones; la espesa
cabellera brillaba con reflejos dorados a la luz del fuego.
Pensó que nunca la había visto tan encantadoramente bella. “Pero, ¿por
qué lo miraba tan extrañada, como si lo viera por primera vez?”
—Venía a buscar mi abrigo, —dijo distraídamente, mirando hacia la
puerta del armario.
—¿Vas a salir otra vez? Te he estado esperando con la esperanza de que
pudiéramos hablar. ¿Podríamos... antes de que te vayas?
Robert la miró, confuso. —No voy a ninguna parte. Iba a buscarte. No
estabas en nuestra habitación, no estabas en ninguna de las habitaciones, y
pensé... —se le cortó la voz y suspiró con pesadez, mirándose las botas
polvorientas, —qué más da lo que yo pensara, —se dijo, pasándose los
dedos por el pelo. —Parece que estaba equivocado.
—No lo entiendo, —dijo Rosslyn en voz baja.
Robert la miró a los ojos. —Olvídalo, Ross. —Exhaló bruscamente. —
Quiero hablar contigo... —sus palabras murieron en sus labios, dándose
cuenta de repente de lo que ella acababa de decir. —¿Quieres hablar
conmigo?
—Sí, —dijo ella, moviéndose nerviosamente, —pero si tienes algo que
decir primero, Robert...
—No, adelante, —replicó él, disimulando su feroz impaciencia. La
atrajo hacia el interior de la habitación para darse algo de intimidad, y luego
cambio de opinión abruptamente justo cuando ella abría la boca. Maldita
sea, lo que tenía que decir no podía esperar.
—Lorna estuvo aquí hoy, Robert, —soltó. —Ella afirma que me amas.
—¡Ya he tenido suficiente, Ross! —exclamó él al mismo tiempo. —
¿Cuándo vas a darte cuenta de que te quiero?
La habitación resonó con sus voces, seguidas de un silencio atónito.
Rosslyn sintió las rodillas tan débiles que pensó que se le doblarían. Él
lo había dicho, era cierto. Se quedó mirando a Robert, con el corazón en la
garganta. Sus ojos se clavaron en los de ella. Nunca había parecido tan
agitado.
—¿Qué te dijo Lorna? —preguntó al fin, con voz grave e intensa.
—Dijo que admitiste que me amabas cuando te encontró en el camino a
Inverfarigaig la noche que me capturaron.
—¿Cuándo estuvo aquí?
—Esta mañana, —respondió Rosslyn en voz baja, temblando de pies a
cabeza, —pero ha vuelto a Tullich. Sólo vino a decirme que era una tonta.
—Vio que el más leve rastro de una sonrisa asomaba a la boca de Robert, y
se apresuró a continuar. —Por eso quería hablar contigo. Quiero que me
cuentes cómo conseguiste el perdón del rey. —Hizo una pausa,
sonrojándose cálidamente. Su voz se convirtió en un susurro. —Lorna
afirmó que, si conociera tu versión de la historia, entendería lo mucho que
te importo.
Robert cambió su gesto por una expresión mortalmente seria. —Esto es
todo un giro, Rosslyn. ¿Tanto te importa saber la verdad? —le preguntó,
estudiando su rostro con atención.
—Sí, me importa, Robert, —respiró ella. —Debo saberlo.
—Muy bien, —respondió él, acercándose a ella. Se detuvo al alcance de
su brazo, aunque no la tocó. —Me acusaste de no tener tierras, —comenzó,
—lo cual era cierto cuando vine a sacarte de la cárcel. Negocié mi
propiedad en Sussex, Bluemoor, para obtener tu perdón, Rosslyn.
—¿Tu propiedad? —dijo ella incrédula. —Pero eres el segundo hijo.
Supuse que no tendrías... —ella vaciló, perdida.
—Bluemoor perteneció primero a mi abuela, un regalo de su marido
inglés, —explicó Robert, —luego fue de mi madre, y ella me lo dejó a mí.
Afortunadamente mi hermano, Gordon, deseaba tanto Bluemoor que estaba
dispuesto a hacer casi cualquier cosa por él, —continuó, —y,
afortunadamente también, estaba en condiciones de ayudarme.
Rosslyn escuchaba sin aliento mientras él relataba su historia, sus
palabras confirmaban lo que Lorna le había contado y mucho más.
“Qué cruelmente mal le había juzgado”, pensó aturdida, creyendo sólo
lo peor de todo lo que él había hecho por ella y su pueblo.
—No soy un espía del rey, —terminó Robert, sus ojos se oscurecieron
hasta convertirse en pizarra al clavarlos en los de ella. —Me gané tu indulto
por una sola razón. Te quiero, Ross. Lo eres todo para mí y habría dado mi
vida por salvarte.
Rosslyn jadeó suavemente, pero guardó silencio abrumada. La mente le
daba vueltas; la sangre le corría por las venas. Él alargó la mano y le
acarició suavemente la mejilla, provocándole escalofríos.
—Pensé que te importaba, —le dijo, bajando la voz a un susurro
insistente. Su mirada era desesperada, escrutadora, como si pudiera adivinar
los secretos ocultos de su alma. —¿Hay alguna posibilidad de que te
importe, Rosslyn?
De repente, todo se aquietó en su interior y se desató en ella una alegría
sin parangón. Se estremeció ante el poder que había despertado, el cual
surgió y se hinchó, barriendo todos los miedos, toda la desconfianza, sin
dejar nada atrás excepto el secreto que había guardado durante tanto tiempo
en su corazón. “Sí, ¡le amaba! ¡Y cómo lo amaba!”
Rosslyn miró a Robert, tan abrumada que no podía hablar. No había
palabras para expresar el asombro que sentía, ni para describir el tumulto de
emociones que la envolvía por completo.
Voló hacia él de repente, y él abrió los brazos, rompiendo para siempre
el amargo vacío que los había separado. Ella había tomado una decisión, y
nunca daría marcha atrás.
—Ross, —susurró Robert con voz ronca contra su pelo, abrazándola tan
ferozmente como ella lo abrazaba a él. El tiempo se perdió mientras se
abrazaban, compartiendo un momento infinito de radiante felicidad.
Fue Robert quien se separó al fin, sonriendo a través de las lágrimas de
sus ojos. Le besó tiernamente la cara, la garganta, los párpados. Sus labios
rozaron sus húmedas pestañas y luego buscaron su boca. Ella saboreó la sal
de sus propias lágrimas mientras él la besaba hasta dejarla sin aliento.
—Pensar que te he estado buscando, y tú me estabas esperando todo el
tiempo, —dijo Robert, abrazándola una vez más, —y esperando con tales
noticias. —Le echó el pelo hacia atrás, le acarició el cuello y le besó un
delicado lóbulo de la oreja. —Le debo todo a Lorna. Todo. Sin ella nunca
habría cumplido mi sueño.
—¿Tu sueño? —preguntó Rosslyn en voz baja, deleitándose con las
deliciosas sensaciones que su tacto despertaba en ella.
—Tú eres mi sueño, Ross, —respondió él, con sus palabras salpicadas
de fervientes besos. —Mi esposa, mi amor, mi vida. —Se apartó
bruscamente de ella, mirándola a la cara, con los ojos llenos de
preocupación. —Bonnie dijo que no te sentías bien hoy...
—Estoy bien, —insistió Rosslyn con suavidad, sonriéndole. —Lorna
tenía razón. Era un mal que se curaba fácilmente con un beso. —Mientras
se ponía de puntillas y hacía precisamente eso, sonó una pequeña y
avergonzada tos procedente del arco de la puerta. Ambos se giraron para
encontrar a Bonnie allí de pie, mirándolos con extrañeza.
—La cena está lista, Ross, —dijo, —mayor Caldwell.
—Debes de estar hambriento, —dijo Rosslyn mientras Bonnie se daba
la vuelta y volvía al comedor.
—Sí, lo estoy… —respondió Robert, una sonrisa pícara iluminando su
apuesto rostro, —…hambriento. —La abrazó tan repentinamente que ella
jadeó.
—¡Robert!
Se rio profundamente, alzando la voz mientras la llevaba escaleras
arriba. —Cenaremos más tarde, Bonnie. Que el sargento Lynne te
acompañe a casa. Ah, sí, ¡y dile que todo va bien! Mejor imposible.
Rosslyn sintió que su cuerpo se tensaba a medida que se acercaban a su
alcoba, y ella sintió un salvaje temblor de excitación.
—Si es tan amable de abrirnos la puerta, milady, —dijo Robert
juguetonamente, con su cálido aliento haciéndole cosquillas en la oreja.
Ella hizo lo que le pedía y entraron en la oscura habitación, cerrando la
puerta tras de sí.
—Bien hecho. —La dejó en el suelo suavemente, acunando su cara
mientras la besaba con fervor. —Un momento, amor, mientras enciendo el
fuego, —dijo, alejándose de ella.
Rosslyn se quedó temblando, echándole mucho de menos a pesar de
estar tan cerca. Al cabo de unos instantes, un fuego brillante ardía en la
chimenea. Rosslyn se apresuró a acercarse y acercó las manos para
calentárselas.
—Hace mucho frío aquí, —dijo entre dientes, mirando cómo él
empujaba la gran bañera a un rincón.
—Pronto se calentará, —dijo Robert con voz ronca, volviendo a
abrazarla. Luego se alejó de ella, arrancando de la cama las almohadas, la
manta de tartán y la pesada colcha. Los colocó rápidamente en el suelo,
frente a la chimenea, y luego la cogió de la mano y tiró de ella hacia abajo,
a su lado.
—¿Qué te parece nuestra hogar? —dijo en voz baja, pasándole los
dedos por el lustroso cabello mientras yacían juntos frente al fuego. —
¿Crees que servirá para nuestra noche de bodas?
A Rosslyn le dio un vuelco el corazón y se sonrojó confundida. —
¿Noche de bodas? Pero si ya hemos...
La silenció con un beso prolongado y luego se apartó, mirándola
fijamente a los ojos. —Esta es nuestra noche de bodas, dulce Rosslyn. A
partir de esta noche empezamos de nuevo, tú y yo. El amor lo ha hecho así.
—Si, el amor lo ha hecho así, —repitió ella suavemente, trazando la
sensual curva de su boca con sus dedos. —Es un bonito cenador nupcial,
Robert. —Creyó que iba a desmayarse cuando él le cogió la mano y le besó
tiernamente las yemas de los dedos uno tras otro, acariciando con la lengua
el hueco de su palma curvada.
—Quisiera saciar mi hambre, mi señora esposa, —dijo, con un brillo
perverso en los ojos.
Una sonrisa seductora se dibujó en sus labios mientras lo miraba con
audacia. Le rodeó el cuello con los brazos. —Tu mujer está dispuesta y
espera que la complazcas, —dijo con picardía, acercando su boca a la de él.
Robert gimió contra sus labios, y sus brazos la rodearon con fuerza.
Durante un largo rato se perdieron en la gloria de su beso compartido, y fue
con gran renuencia que él se separó de ella y se puso de pie. Se movía con
impaciencia mientras se quitaba las botas y se abrochaba los botones de la
camisa.
Rosslyn se puso de rodillas y le paró las manos. —No, marido,
permíteme, —insistió con descaro, sonriendo ante su expresión de sorpresa.
—Ven. —Le hizo arrodillarse frente a ella.
Desabrochó los botones uno a uno, dejando al descubierto su pecho
bronceado con rizos rubios. Le quitó suavemente la camisa de los anchos
hombros y sus manos acariciaron y exploraron su robusta anchura, como si
lo tocaran por primera vez.
—Nunca antes hubo un hombre tan hermoso como tú, Robert, —
susurró, su deseo haciéndola aún más audaz. Quería complacerle, quería
desesperadamente compensar todo lo que le había hecho pasar antes.
Se deleitó con la dura fuerza de los músculos que sobresalían cuando
sus brazos se extendieron hacia ella. Recorrió su pecho con las manos,
deleitándose con la fuerza de los tendones bajo las yemas de sus dedos y la
textura suave y flexible de su piel. Bajó las manos por el abdomen tenso y
musculoso, hasta que sus dedos encontraron el cinturón de cuero.
—Eres una lasciva, —dijo Robert, clavando sus ojos en los de ella
cuando le permitió desabrochárselo y quitárselo de la cintura.
—Sólo contigo, mi amor, —replicó Rosslyn, tirando el cinturón a un
lado. Sus dedos se dirigieron a la hilera vertical de botones de la parte
delantera de los calzones. Robert gimió y le cogió la mano. —¿Quieres que
pare, esposo? —le preguntó, provocándolo. Cuando él no contestó, ella
desabrochó los tres primeros botones, ruborizándose al ver la dura
hinchazón bajo la tela. La anticipación la invadió, la piel se le puso de
gallina y se atrevió a acariciarlo.
—¡Basta! —ordenó Robert, levantándose y quitándose los calzones de
un tirón.
Rosslyn apenas tuvo un instante para deleitarse con su gloriosa
desnudez antes de que él la empujara sobre las suaves mantas. Extendió su
larga longitud sobre ella, apoyando su peso en los codos.
—Es mi turno de hacer de lascivo, mi señora esposa, —dijo, con los
ojos entrecerrados, brillando con calor y fuego. Recorrió con el dedo el
corpiño de encaje, rozando la exuberante curva de sus pechos. —Aunque te
prometo que no me entretendré tanto como tú.
Robert se levantó y se arrodilló sobre ella, con sus poderosos muslos a
horcajadas sobre sus caderas. Hábilmente desató la faja que sujetaba su
vestido. —Me gusta este vestido, —murmuró, riendo desde lo más
profundo de su garganta mientras la lustrosa seda se desprendía de su
cuerpo. —Me encargaré de que tengas docenas. Revelan tus tesoros ocultos
con tanta facilidad... —deslizó la mano bajo el dobladillo de la camisa. —Y
en cuanto a esto, —susurró pícaramente, —las costureras estarán ocupadas
cosiendo esto también.
Rosslyn gritó sorprendida cuando un sonido desgarrador rasgó el aire y
su camisa se partió en dos. Sintió que sus pezones se tensaban y arqueó la
espalda cuando Robert se inclinó sobre ella y se metió un sonrosado pezón
en la boca.
Ella gimió en voz alta, enredando sus dedos en el pelo rubio mientras él
chupaba hambriento y mordisqueaba ligeramente con los dientes los
pezones hinchados. Estaba tan absorta en las vertiginosas sensaciones que
apenas se dio cuenta de que él la había despojado de la última prenda,
dejando al descubierto su esbelto cuerpo.
—Nunca ha habido una mujer más hermosa que tú, Rosslyn, —dijo
Robert en voz alta, haciéndose eco de sus palabras. Sus labios encontraron
los suyos, arrancándole jadeos mientras la besaba con fervor apasionado, un
beso que la reclamaba de una vez por todas como suya.
Sus manos, su boca y su lengua recorrieron su cuerpo retorcido y
volvieron a bajar, acariciándola, provocándola, como si tuviera que tocar
cada centímetro de ella y saborear cada sedoso secreto que poseía. Rosslyn
se abrió a él, libre y gustosamente, incitándole con susurros frenéticos y
suspiros suplicantes.
Rosslyn se oyó a sí misma gritar su nombre cuando él la penetró por fin,
envolviéndose en la suavidad y el calor de su cuerpo. Rosslyn arqueó las
caderas para recibir sus embestidas y rodeó su espalda con los brazos. Se
regocijó en la maravillosa sensación de su deseo palpitando dentro de ella,
el roce de sus pieles como un manto de llamas abrasadoras entre ellos.
Se precipitó salvajemente hacia el éxtasis, ajena a todo lo demás excepto
a las respiraciones jadeantes, los besos frenéticos y los susurros
entrecortados de Robert, que la apremiaban a seguir.
De repente, él la agarró con fuerza y rodó sobre su espalda, llevándola
con él. Ahora ella estaba a horcajadas sobre él, apoyando las manos en su
pecho reluciente mientras respondía a la ferocidad urgente de sus
movimientos, sus fuertes manos agarrándola por las caderas mientras se
esforzaban por convertirse en uno.
—Vámonos juntos, Ross, —exigió Robert con voz ronca. Sus ojos se
clavaron en los de ella, su poderoso cuerpo temblaba de pasión. —Ven
conmigo... ¡ahora!
La atrajo hacia sí, aprisionándola entre sus brazos, su cuerpo
ascendiendo dentro de ella mientras ella gritaba su penetrante placer; ella,
parte de él, él, parte de ella... por fin uno en el cegador éxtasis que los
rodeaba.

A altas horas de la noche, Rosslyn se despertó con el ruido sordo de un


tronco carbonizado que caía por la rejilla. Se levantó ligeramente de la
cama y miró somnolienta hacia el hogar. Sólo quedaban unas tenues brasas
del crepitante fuego que Robert había avivado allí antes.
Suspiró, se subió la manta hasta la barbilla y se acurrucó más contra el
cálido cuerpo de Robert. Se maravilló de lo bien que encajaban, como si los
contornos de sus cuerpos estuvieran hechos el uno para el otro. Uno de los
brazos de él la abrazaba protectoramente, y ella también se maravilló de que
la abrazara tan estrechamente incluso cuando dormía.
Lo miró por encima del hombro. Sus apuestos rasgos se perdían en la
sombra, pero su amado rostro quedó grabado para siempre en su mente.
Apoyó la cabeza en la almohada y sonrió suavemente mientras recordaba su
larga noche de pasión. Apenas podía esperar a que llegara la mañana y
pudieran volver a amarse.
Un calor deseoso inundó su cuerpo mientras se sonrojaba por su nuevo
desenfreno. Después de todo, había sido Robert quien le había dejado la
llama encendida justo antes de dormir susurrándole que planeaba
mantenerla en la cama con él durante todo el día siguiente. Había afirmado
que una noche de bodas no era suficiente para satisfacerle. Quería una
semana de bodas, ¡un mes de bodas!
Rosslyn se estremeció ante tan provocativa idea. Tenía que admitir que
la idea la emocionaba.
De repente, un pensamiento más sombrío se apoderó de ella,
atenazándole el corazón. La funesta advertencia de Lorna resonó en su
mente y la heló a pesar del reconfortante calor del cuerpo de Robert.
No, mañana no podría pasar el día en la cama. Lorna la había juzgado
bien. Había hecho algo terrible, y sólo ella podía enmendarlo. Mañana iría a
Plockton y hablaría con sus hombres, a solas. Sólo esperaba que Robert lo
entendiera y no insistiera en acompañarla.
Ya sería bastante duro admitir ante él las acusaciones que había
difundido por todo el valle, aunque en aquel momento creyera que eran
ciertas, como para tener que decirle a Robert que había puesto en peligro su
vida. Era una perspectiva de lo más inquietante, prefería morir ella antes de
que le ocurriera algo a él.
El corazón de Rosslyn latía dolorosamente. Robert tendría que quedarse
en la mansión Shrip, no había otro remedio.
Cerró los ojos, sabiendo que lo más probable era que no pudiera dormir
en toda la noche. Tal vez fuera mejor así. Necesitaba tiempo para pensar.
32

espierta, Ross. Por favor, despierta.


-D Los ojos de Rosslyn se abrieron de golpe ante la brusca sacudida.
Se quedó atónita al ver a Mysie inclinada sobre ella, sacudiéndole
bruscamente el hombro.
—Mysie, ¿qué haces aquí? —dijo, con el sueño enturbiando sus
pensamientos. —Cállate o despertarás a Robert.
La expresión de Mysie era cautelosa mientras negaba con la cabeza
rubia. —El mayor Caldwell se ha ido, Ross. Ha salido cabalgando con sus
hombres.
¿Se ha ido? —a Rosslyn se le subió el corazón a la garganta y se dio la
vuelta, completamente despierta. Era cierto. La cama estaba vacía excepto
para ella, y las sábanas estaban frías donde Robert había dormido. Miró a
Mysie, con un rubor que le quemaba las mejillas. Se había propuesto
siempre estar fuera de la cama antes de que las chicas llegaran por la
mañana.
—¿Qué está pasando? —preguntó, agarrándose las sábanas bajo la
barbilla para ocultar su desnudez. —¿Dónde está?
—Ha ido en busca de dos de sus soldados, —respondió Mysie,
moviéndose inquieta. —Parece que salieron esta mañana temprano a cazar
urogallos y nunca regresaron. Sus caballos regresaron hace casi una hora
sin ellos.
Rosslyn apenas podía creer que hubiera dormido tan profundamente que
no hubiera sentido a Robert levantarse de la cama ni le hubiera oído salir de
la habitación.
Quizá no quería despertarla.
Lo último que recordaba era haberse quedado dormida cerca del
amanecer después de varias horas despierta.
—¿Cuándo se fue?
—Hace un rato, justo cuando Bonnie y yo llegamos a la casa. Dijo que
te contara lo que había pasado y que volvería cuando encontrara a sus
hombres.
Rosslyn se levantó sobre un codo. —Mysie, por favor, pásame mi
vestido, —dijo, señalando con la cabeza el vestido que yacía arrugado en el
suelo, cerca de la chimenea. Se estremeció frotándose el hombro dolorido.
—¿Por qué has tenido que despertarme tan bruscamente?
Mysie recogió el vestido, pero no se lo entregó de inmediato ni
respondió a la pregunta de Rosslyn. En su lugar, sacó un papel doblado del
bolsillo de su delantal y se lo tendió.
Rosslyn cogió el papel y notó que la mano de Mysie temblaba. —¿Qué
es esto?
—Es de Alec, —dijo Mysie. De repente giró sobre sus talones y cruzó la
habitación corriendo hacia el enorme baúl. —Te traeré uno de tus vestidos
de montar, Ross.
Rosslyn la siguió con la mirada, completamente desconcertada. Mysie
actuaba de un modo tan extraño, tan distinto a lo normal. Algo raro estaba
pasando, podía sentirlo.
Desdobló la carta y se fijó rápidamente en la letra de Alec.
Frunció el ceño, confundida.

Cabalga tan rápido como puedas hasta la bifurcación de Aberchalder


Burn, Ross. Allí te espera un viejo amigo. No te preocupes, no te seguirán.
Llevaremos al mayor y a sus hombres a una alegre persecución esta
mañana que los mantendrá ocupados hasta que regresemos.
Alec Gordon.

“¿Qué estaba pasando?” se preguntó alocadamente, volviendo a leer la


nota. Se sobresaltó cuando Mysie volvió corriendo hacia ella, con un
montón de ropa sobre el brazo y un par de zapatos de cuero.
—¿Qué sabes de esto, Mysie? —preguntó bruscamente. Ella se
incorporó, aferrando aún la colcha sobre los pechos.
—Sólo hago lo que me han dicho, Ross, —respondió la joven con
evasivas. —Alec dijo que te diera la nota en cuanto el mayor Caldwell y sus
soldados se fueran de la casa.
—Seguramente debiste leerla, —acusó ella. —¿Por qué ibas a saber que
tenía que ir a buscar mi ropa de montar?
—No la leí. Alec me dijo que me asegurara de que os vistierais y de que
os enviara deprisa, eso es todo.
—Muy bien, Mysie, —dijo Rosslyn, echando hacia atrás las mantas. —
Puedo vestirme sola, gracias.
Afrentada por su tono enérgico, Mysie dejó la ropa sobre la cama y
abandonó la habitación sin decir una palabra más.
Rosslyn se vistió apresuradamente, con la mente en un completo dilema.
“¿Qué debía hacer?” Su primer instinto fue intentar encontrar a Robert,
a pesar de la nota urgente. No le gustaba la idea de que lo estuvieran
llevando a una misteriosa persecución por Strathherrick, más aún,
conociendo el peligro que corría.
Estaba claro para ella que sus dos soldados desaparecidos se habían
convertido involuntariamente en soldados atados y escondidos donde
Robert nunca los encontraría, pero, ¿con qué propósito? ¿Para encontrarse
con un viejo amigo en Aberchalder Burn? ¿Quién podría ser?
Rosslyn pensó de pronto en lord Farlan Campbell. Era un viejo amigo,
de casi ochenta años. ¿Acaso había decidido quedarse en las Tierras Altas
en lugar de tomar un barco hacia Francia? Dado que era un fugitivo
perseguido y que habían puesto precio a su cabeza, era lógico que no
quisiera arriesgarse a que Robert y sus soldados la siguieran hasta su lugar
de encuentro.
Sintió una oleada de excitación y rápidamente tomó una decisión. ¿Qué
mejor persona para ayudar a influir en su familia que el propio jefe del Clan
Campbell? Una vez que lord Campbell supiera la verdad de todo lo que
Robert había hecho por los miembros de su clan, y por ella, seguramente
persuadiría a los Campbell de Strathherrick para que aceptaran la presencia
de Robert entre ellos.
Rosslyn se echó el chal de tartán sobre los hombros y corrió hacia la
puerta. Tal vez pudiera aventurarse a esperar que todo saliera bien después
de todo.
Rosslyn se estremeció al desviar su inquieta yegua hacia el sendero
sembrado de hojas que bordeaba Aberchalder Burn.
Se ciñó el chal de tartán con más fuerza, deseando haberse puesto algo
más abrigado, como unos pantalones y una chaqueta gruesa. Lástima que no
hubiera pensado en ello antes de salir, pues todavía tenía un conjunto de
ropa negra, escondido en uno de los cajones de su antigua habitación, pero
sólo porque aún no se había deshecho de las prendas.
Mientras seguía el estrecho sendero por una ligera pendiente, Rosslyn
fijó la vista en la bifurcación que se veía delante claramente. No había nadie
esperándola, ni vio movimiento alguno en el denso follaje verde que la
rodeaba por todas partes.
Por fin, tiró de las riendas y detuvo el caballo. Permaneció un momento
quieta en la silla, mirando de nuevo a su alrededor, y luego se apeó con
cautela.
Se puso tensa cuando las ramas y las agujas secas de los pinos crujieron
y chasquearon a su espalda. Se giró lentamente, y sus ojos se abrieron de
par en par al ver a siete andrajosos highlanders que salían de detrás de los
árboles y los espesos setos. Eran hombres barbudos y desaliñados, de
aspecto rudo, que nunca antes había visto. Dudaba que pertenecieran al clan
Campbell. “¿Quiénes eran esos...?”
—¿Señora Rosslyn Campbell? —preguntó uno de los hombres
bruscamente, interrumpiendo sus ansiosos pensamientos.
—Sí, —dijo ella, manteniéndose firme. Rosslyn esperaba que él dijera
algo más, tal vez que explicara su presencia aquí, pero en lugar de eso
apartó la mirada de ella.
Rosslyn siguió su mirada y se le cortó la respiración cuando otro
hombre salió del denso bosque, un hombre corpulento de pelo oscuro y ojos
color avellana que la atraparon y le sostuvieron la mirada. Observó,
paralizada, cómo se acercaba, sin detenerse hasta que apareció frente a ella.
Su enorme cuerpo tapaba todo lo demás.
—Ross, —respiró, con una voz áspera, profunda e inquietantemente
familiar.
—Balloch, —susurró Rosslyn con voz ronca, mirando fijamente su
rostro barbudo.
—No puedo creer que seas tú. Unos hombres fugitivos me dijeron que
estabas muerto, que los casacas rojas te habían ahorcado en Inverness, en la
plaza de la ciudad, poco después de Culloden. —Su voz tembló y se apagó,
su expresión afligida reflejaba su conmoción.
—Te dijeron mal, amor, —dijo Balloch, dando un paso más cerca. —Me
hicieron prisionero y me encerraron en una apestosa cárcel de Inverness,
pero no colgaron a tu Balloch. Debieron de ver a otro pobre desgraciado en
la horca. —Señaló a los hombres que los observaban en silencio. —
Escapamos de esa cárcel hace sólo dos días, seis Cameron, un Macdonald y
yo. Vamos camino a Glasgow, donde tomaremos un barco a Francia.
—¿Vais a Francia? —dijo ella entumecida, con la mente apenas capaz
de comprender sus palabras. —Es donde nuestro lord Farlan Campbell
había huido, o eso creía hasta hoy. La nota de Alec decía que un viejo
amigo estaba esperando aquí. Pensé que tal vez era Simon Campbell que
había cambiado de opinión para quedarse en las Tierras Altas.
La expresión de Balloch era sombría. —Lord Campbell fue capturado
por los casacas rojas hace casi un mes, Ross.
—¡No!
—Sí, me enteré el día antes de salir de la cárcel. Lo encontraron
escondido en un tronco hueco en un islote en medio del lago Morar. —
Apretó los dientes, su tono goteaba amargura. —Lord Campbell estaba casi
en la costa y lo atraparon, los bastardos. Está en la Torre de Londres,
muchacha, esperando juicio por alta traición.
—Dios le salve, —susurró Rosslyn, completamente aturdida. ¡Lord
Campbell estaba en la infame Torre! Ahora él no podría ayudarla y tendría
que suplicar por Robert ella sola.
—He venido a llevarte conmigo, Ross, a llevarte a Francia, —dijo
Balloch apresuradamente, rompiendo su oscura ensoñación. Su tono se
volvió áspero y sus ojos se clavaron en los de ella. —Te alegrará saber que
no tendrás que pasar otra noche con ese cerdo inglés con el que te casaste
para salvar a tu familia. Tampoco tendrás un marido legítimo cuando salga
el sol por la mañana. Serás libre para casarte con tu Balloch Campbell.
Ella jadeó cuando él extendió la mano de repente y la envolvió en sus
brazos musculosos, con una mano enorme acariciándole el pelo.
—Tengo más buenas noticias para ti, amor. Nuestro príncipe escapó a
Francia hace unas semanas y le estamos siguiendo. Pronto hará otro intento
por el trono de Gran Bretaña, y esta vez seremos los vencedores.
Recuperarás tus tierras, Ross, y yo seré el señor de Plockton, tal y como tu
padre pretendía.
Rosslyn apenas podía respirar por el gélido miedo que se apoderaba de
su corazón, una sensación de presentimiento que golpeaba en lo más
profundo de su alma. En aquel momento no le importaba el príncipe. Sólo
podía pensar en Robert.
“Dios mío, ¿qué tramaban sus hombres con él?” se preguntó
desesperada. Tenía que saberlo antes de empezar a planear cómo protegerlo.
Se apartó de Balloch, ignorando su mirada sorprendida. —¿Qué quieres
decir? —espetó con incredulidad. —¡Deja de hablarme como si fuera una
niña! Hablas como si fuera a enviudar por la mañana.
—Así será, mi querida Ross, —dijo Balloch tranquilizadoramente. —
Todo está arreglado. Nuestro clan estaba pasando un mal rato tratando de
decidir cómo deshacerse del mayor hasta que llegué yo inesperadamente, de
vuelta de la muerte, podría decirse.
Rosslyn se estremeció cuando él soltó una carcajada hueca, un eco seco
de la risa franca que había tenido antaño. La heló hasta los huesos.
—Alec y yo pasamos la noche ideando nuestro plan, para que pareciera
un accidente, —continuó, sereno. —No podemos arriesgarnos a que los
casacas rojas descarguen su ira sobre Plockton una vez más, pero
necesitaremos tu ayuda.
Rosslyn intentó hablar con firmeza, aunque sentía que su mundo se
derrumbaba a su alrededor. —¿Qué plan, Balloch? —preguntó,
vislumbrando la llamarada de intenso odio en sus ojos.
—Una vez que los casacas rojas se hayan acostado, nos harás una señal.
Entraremos sigilosamente y los capturaremos, los ataremos y luego
quemaremos la mansión Shrip sobre sus cabezas. ¡Será un incendio como
ningún otro, Ross!
—Y las autoridades inglesas nunca se preguntarán qué pasó, ya que
supuestamente tú también habrás perecido. Parecerá un desafortunado
accidente, y no habrá nada que pruebe lo contrario...
—¿Los quemareis vivos? —Rosslyn le cortó, mirándole horrorizada.
—¡Sí, y con mucho gusto! —escupió Balloch, con la piel enrojecida por
la furia. —Nos hicieron lo mismo en Culloden. Seguro que oísteis esa
historia de mano de los cazadores del clan que pasaban por Plockton. Yo
estaba escondido en una zanja y oí los terribles gritos cuando los casacas
rojas prendieron fuego al granero, con los highlanders heridos dentro.
Hizo una pausa, con la cara retorcida de tormento por el horrible
recuerdo, y luego continuó, mirándola sombríamente. —Si es tu casa lo que
te preocupa, Ross, te construiré una mucho más grande cuando volvamos
con nuestro príncipe a reclamar el trono de Gran Bretaña para los Estuardo,
pero no me hagas pensar que te resistes porque puedas albergar algo de
afecto por estos bastardos, o más bien por tu marido inglés, debería decir.
Rosslyn se apartó de él, aterrorizada por la oscura amenaza en su voz,
aterrorizada por el cambio que la desafortunada rebelión había provocado
en él.
El Balloch que había conocido desde la infancia había desaparecido,
igual que si hubiera muerto. Este hombre cruel era un extraño para ella,
endurecido por toda la brutalidad de la que había sido testigo, amargado y
empeñado en vengarse.
Sólo un hombre así podría haber concebido este horrible plan, y sus
hombres estaban lo bastante influenciados por sus falsas acusaciones y la
idea de su infelicidad como para seguirle la corriente. Dudaba que Balloch
la dejara salir de la cañada si supiera cuáles eran sus verdaderos
sentimientos. Sería una tonta si hiciera la más mínima mención de ello.
Forzó una sonrisa. —Por supuesto que te ayudaré con tu plan, —dijo,
esperando que sus temblores no la delataran. —Odio a esos casacas rojas
tanto como tú. ¿Qué señal debo usar?
—Cuando todo esté tranquilo, agita una lámpara de aceite en la ventana
de la cocina, —respondió Balloch, estudiándola con extrañeza. Se acercó a
ella, y su voz era inquietantemente tranquila. —¿Estás temblando, Ross?
¿Por qué?
—Es... es un shock volver a verte, Balloch, —dijo ella con sinceridad,
mirándole fijamente a los ojos. —Estoy muy feliz, eso es todo. Contenta de
que estés vivo.
Rosslyn tragó saliva, esperando que sus últimas palabras le hubieran
convencido.
Estaba agradecida de que Balloch se hubiera salvado de la horca.
Después de todo, se había preocupado por él, pero ahora se sentía más
desgraciada que nunca.
Amaba a un hombre al que antes había odiado, y odiaba a ese hombre
por amenazar su nuevo amor… y Balloch era el hombre que su padre había
elegido para ella.
“No, ¡no pienses en eso!” se reprendió a sí misma, reprimiendo su
punzada de culpabilidad. Si amar a Robert la convertía en una traidora, que
así fuera. Haría cualquier cosa para protegerlo, para proteger su amor...
Rosslyn se sobresaltó cuando las manos de Balloch rodearon su cintura
con facilidad. No se atrevió a protestar mientras él la estrechaba contra su
poderoso pecho.
—Sólo mis sueños contigo me mantuvieron en pie durante esos largos
meses en esa sucia prisión, Ross Campbell, —dijo él con fuerza. —Seguí
vivo por ti, y finalmente escapé de la cárcel por ti. Cuando me enteré de que
estabas casada con un casaca roja, habría ido a por ti y le habría
estrangulado con mis propias manos si Alec no me lo hubiera impedido. —
Sus brazos la rodearon con fuerza y hundió los dedos en su pelo, tirando
bruscamente de su cabeza hacia atrás. —Este mayor Robert Caldwell, ha
probado tus encantos antes que yo, ¿verdad, Ross?
Rosslyn no dijo nada, no quería provocar más su ira. —Sé que lo ha
hecho, y por eso morirá, —dijo Balloch con amargura.
Ella cerró los ojos cuando su boca encontró la suya, de forma posesiva y
brutalmente exigente. Le estaba haciendo daño, y las lágrimas brotaron bajo
sus pestañas. Las ahogó mientras luchaba contra la oleada de náuseas que
asaltaba sus sentidos. Sólo esperaba que él no se diera cuenta de que ya no
sentía nada por él, nada.
—Debería volver, —balbuceó Rosslyn, mirando hacia atrás en busca de
su caballo. Uno de los highlanders le sujetaba la yegua y ella le dio las
gracias rápidamente mientras cogía las riendas. Se estremeció cuando
Balloch la subió a la silla, apenas capaz de soportar su contacto.
—Estaremos atentos a tu señal, Ross, —dijo Balloch, sus ojos color
avellana clavados en los de ella con curiosidad. —No lo olvides.
Se le hizo un nudo en la garganta y no pudo responder. Se limitó a
asentir, con una sonrisa fija en el rostro, mientras daba la vuelta
bruscamente al caballo y regresaba al galope por el sendero sombreado,
dejando el mayor espacio posible entre ella y Balloch Campbell.
Las lágrimas corrían sin control por su rostro; sollozos de incredulidad
le desgarraban la garganta. Sus pensamientos desesperados la espolearon,
incluso cuando se separó de los árboles y corrió hacia la mansión Shrip.
En cuanto Robert regresara a la finca, cabalgarían hacia Plockton y se
enfrentarían juntos a Alec.
Junto a ella, Alec hablaba en nombre de todo el pueblo, y su palabra era
respetada en todo Strathherrick. Había creído en Robert una vez, antes de
que sus salvajes acusaciones envenenaran su mente contra él.
Si Alec aceptaba la verdad, aún había una posibilidad de que pudiera
convencer a sus hombres contra el horrible plan de Balloch.
Gritó de angustia ante la oscura idea de que él no pudiera convencerlos.
De ser así, huiría de sus amadas Tierras Altas con Robert y nunca
regresaría.
Sí, lo haría con gusto. Haría cualquier cosa para salvar su vida y su
futuro juntos.
33

P asaron casi dos horas antes de que los soldados de Robert subieran por
el camino de tierra, con el sargento Lynne a la cabeza.
Rosslyn salió volando del salón, donde había estado esperando
ansiosamente, y se reunió con ellos justo delante de la puerta principal.
Recorrió con la mirada a todo el grupo y el corazón le dio un vuelco en el
pecho. Robert no estaba entre ellos.
—¿Dónde está el mayor Caldwell? —soltó ella mientras el Sargento
Lynne se apeaba. Parecía sorprendido por su pregunta.
—¿No está aquí el mayor? —le preguntó mientras ella corría hacia él.
—No, —respondió ella, mirándole a la cara. —He estado junto a la
ventana, mirando, y es el primero en volver.
—Qué raro, —dijo el sargento, claramente perplejo. —En cuanto
encontramos a nuestros hombres desaparecidos, el mayor Caldwell se largó
por el páramo. —Se aclaró la garganta y la miró con cierta timidez. —No
crea que soy demasiado atrevido, milady, pero dijo que su hermosa esposa
le estaba esperando.
—Pero si se fue antes que vosotros, ya debería estar aquí, —insistió
Rosslyn, demasiado preocupada incluso para sonreír ante la afirmación del
sargento. —¿A qué distancia estabais? ¿Dónde habéis encontrado a vuestros
dos soldados?
—Esa es otra cosa extraña, —relató el sargento Lynne. —Dudo que los
hubiéramos encontrado si no hubiéramos perseguido a un highlander que
nos disparó con una pistola...
—¿Os dispararon? —le interrumpió ella, horrorizada.
—Por encima de nuestras cabezas, milady, —continuó el sargento. —
Salimos tras él y tropezamos con nuestros hombres, atados y con los ojos
vendados bajo un árbol a orillas del lago Shrip, casi tres kilómetros
directamente hacia el sur. —Sacudió la cabeza. —Fue casi como si nos
hubieran conducido a ese lugar, como si toda esta escapada estuviera
planeada, aunque el mayor y yo no teníamos ni idea de por qué.
—¿Atraparon al hombre que les disparó?
—No. Algunos fuimos tras él, pero lo perdimos en el bosque. El mayor
Caldwell decidió que ya que habíamos encontrado a nuestros hombres,
debíamos regresar. Mencionó que... iba a discutirlo con usted más tarde, ya
que usted conoce tan bien a esta gente. ¿Qué opina, milady?
Rosslyn no contestó, con la mente acelerada. Si Robert y sus hombres
habían cabalgado hacia el sur, seguramente habrían vadeado el arroyo
Aberchalder. ¿Era posible que Robert hubiera sido detenido en su camino
de regreso al ir solo?
Palideció, recordando las ominosas palabras de Balloch. Había dicho
que quería estrangular a Robert con sus propias manos.
Lady Caldwell, ¿está bien? —preguntó el sargento Lynne,
sobresaltándola. La cogió del brazo. —Parece enferma. Déjeme ayudarla a
entrar.
—No, estoy bien, sargento, pero gracias, —dijo ella, obligándose a
pensar racional y tranquilamente. El histerismo no le haría ningún bien ni a
ella ni a Robert y sólo avivaría las sospechas del sargento. Tenía que actuar,
y rápido, pero no podía involucrar a los soldados de Robert.
Si había sido capturado por Balloch y sus renegados highlanders,
probablemente lo matarían a la primera señal de casacas rojas, si no lo
habían hecho ya.
Asqueada por la idea, Rosslyn la desterró de su mente. No perdería la
esperanza tan fácilmente, no podía. Empezó a caminar hacia la casa, con el
sargento Lynne a su lado, que aún la sujetaba del brazo.
—Estoy segura de que mi marido no tardará en volver, —le dijo al pie
de la escalera, con tono ligero. —Gracias por su amable atención, sargento.
La verdad es que últimamente me siento un poco cansada. Creo que voy a
recostarme un rato. Cuando llegue el mayor Caldwell, puede decirle que le
espero en nuestra habitación.
El sargento Lynne asintió, sonriéndole. No tenía ni idea de lo que Robert
podría haberle dicho, pero obviamente era suficiente para que el sargento
supusiera que todo iba bien entre ellos. Rosslyn le devolvió la sonrisa, se
dio la vuelta y subió las escaleras a toda prisa.
Una vez en el pasillo, Rosslyn se apresuró a pasar por delante de su
dormitorio y entrar en su antigua habitación. Cerró la puerta en silencio y se
apresuró a acercarse al baúl. Escarbó bajo montones de sábanas de lino
hasta encontrar lo que buscaba. Sacó el último conjunto de ropa negra que
poseía y lo llevó a la cama.
Se cambió rápidamente, agradeciendo que aún tuviera un par de
pantalones en lugar de faldas, que sólo la retrasarían. Sus pensamientos se
centraron en lo que tenía por delante.
Tenía que llegar de inmediato a Plockton y encontrar a Alec. No se
hacía ilusiones de que sería capaz de persuadir a Balloch por su cuenta para
salvar la vida de Robert.
Necesitaba a Alec a su lado, y a tantos de sus hombres como quisieran
seguirla hasta Aberchalder Burn, pero primero tendría que convencerlos de
que Robert no era un espía del rey.
Rosslyn se sacudió la chaqueta negra y su puñal cayó al suelo.
Lo recogió, probando su familiar peso en la mano. La empuñadura de
plata se había empañado desde la última vez que lo había visto, la noche en
que la capturaron como Black Tom. Cuánto tiempo había pasado desde
entonces.
Aquella noche no se había llevado el puñal, sino que lo había escondido,
pues no quería que el preciado regalo de su padre cayera en manos de sus
captores. Lo deslizó en la funda de cuero de su cinturón, sabiendo que
podría necesitar un arma.
Tras volver a calzarse los zapatos, Rosslyn estaba lista. Salió de su
habitación y se escabulló silenciosamente por las escaleras laterales, en
dirección al salón. Nunca había pensado que volvería a utilizar el túnel
secreto, hasta hacía unos momentos.
Si el sargento Lynne se enteraba de que iba a entrar en Plockton,
insistiría en que fuera escoltada, pero eso era lo último que quería. El único
problema era que no tendría caballo, pero eso no podía evitarse, nunca
llegaría al establo sin ser vista. Tendría que pedir prestado un caballo en el
pueblo.
Rosslyn se asomó al salón y no se sorprendió al ver que estaba vacío.
Robert había insistido en que la parte principal de la casa quedara reservada
para su uso privado, a menos que se recibiera una invitación. Sin embargo,
debía tener cuidado.
Corrió hacia el armario, tanteando la trampilla recién reparada, que era
ligeramente diferente de la anterior. Finalmente, consiguió abrirla. Bajó la
escalera y se dio cuenta de que había olvidado un pedernal y una vela.
No había tiempo para volver. Con los brazos extendidos, corrió por el
túnel oscuro como boca de lobo, jadeando cuando unas telarañas invisibles
le pasaron por la cara. Sus manos se llevaron el impacto al chocar contra la
pared del fondo.
Maldijo en voz alta y su voz resonó inquietantemente en la oscuridad.
Empujó la pesada trampilla hasta que cedió, parpadeando cuando la luz del
día inundó el túnel.
En un instante estaba fuera, aspirando grandes bocanadas de aire fresco.
Empezó a correr hacia Plockton, escondiéndose detrás de los árboles todo
lo que pudo y echó a correr a toda velocidad por el páramo.
Se quedó asombrada cuando llegó al extremo sur del pueblo, pensando
en lo mucho que se parecía al Plockton que había estado allí antes de que
Grant lo quemara. No había estado allí desde el día en que regresó de
Edimburgo. Era increíble todo lo que se había conseguido en tan poco
tiempo, gracias en gran parte a la labor de Robert y sus hombres.
Rosslyn sólo aminoró un poco el paso cuando llegó a la calle principal.
Estaba recién barrida, limpia y en un silencio sepulcral. Ningún niño
chillaba ni jugaba en las calles, ninguna risa femenina se filtraba desde las
casas de campo, ninguna voz masculina sonaba, ningún caballo relinchaba,
nada. Sólo el silencio y el suspiro del viento.
Se apresuró a acercarse a la casa más cercana y miró dentro de la puerta,
que había quedado entreabierta, pero estaba vacía. Al igual que las tres
siguientes que visitó. Corrió calle abajo hasta la casa de Alec, construida
exactamente en el mismo lugar donde antes se encontraba su cabaña. Entró
y descubrió que también estaba vacía.
Rosslyn se apresuró a volver a la calle y corrió arriba y abajo llamando a
cualquiera que pudiera estar allí. Sus gritos llegaban hasta ella,
amortiguados por el viento. Nunca se había encontrado una escena tan
extraña, el pueblo estaba completamente desierto.
Se quedó allí un momento, sin saber qué hacer. Si no encontraba a Alec,
tendría que enfrentarse a Balloch sola. Un pensamiento desalentador, pero
si eso era todo lo que le quedaba...
De repente, un sonido distante le llamó la atención, y se puso rígida,
escuchando. “¿Lo había imaginado? No, allí estaba de nuevo, más fuerte
esta vez, y venía de la dirección del lago Shrip”.
Rosslyn empezó a correr hacia el sonido, dejando atrás el pueblo. Lo
que había sido un rumor para sus oídos en Plockton se convirtió en voces
alzadas, gritos de rabia. Ahora podía verlos, un gran grupo de gente,
algunos a caballo, otros de pie, todos reunidos alrededor de un haya alta con
gruesas ramas que sobresalían del agua oscura.
Corrió más deprisa, con la respiración agitada y los pulmones en llamas.
Empezó a distinguir caras: Kerr Campbell, Bethy Lamperst con su bebé en
brazos y sus tres hijos cerca de ella, Liam McLoren y Carla, su mujer,
Mysie y sus padres, Bonnie y tantos otros. Eran todos aldeanos de Plockton.
“¿Qué estarían haciendo?” se preguntó, aturdida y mareada por el
esfuerzo. “¿Por qué estaban reunidos aquí, tan lejos de sus hogares?”
Entonces lo vio, su cabeza sobresaliendo por encima de la multitud, y
sintió como si se ahogara, incapaz de respirar.
Balloch.
Gritó algo, y los aldeanos respondieron gritándole. Ella captó palabras,
frases, cada una de ellas una sentencia de muerte golpeando su cerebro.
—¡Cuelguen al bastardo inglés!
—No queremos al espía del rey Jorge entre nosotros. ¡Acabad con él
ahora, con nuestra bendición!
—¡No atormentarás más a nuestra Ross Campbell, demonio!
—Sí, cuélguenlo y arrojen su cadáver al lago. Parecerá que se ahogó.
—¡No! Robert, —jadeó incrédula, temiendo desmayarse en cualquier
momento. Ya no sentía el movimiento de sus piernas y temía perder el
conocimiento antes de alcanzarlas. —Por favor, Dios, no permitas que me
desmaye, —rezó sin aliento. Ya casi había llegado. —Me necesita... me
necesita... dame valor...
Rosslyn irrumpió tan repentinamente que los aldeanos se sobresaltaron.
Tropezó, pero nadie estaba lo bastante cerca como para detener su caída.
Cayó de bruces sobre el brezo, sin aliento, demasiado agotada incluso para
levantar la cabeza.
—¡Es Ross! —resonaron los aldeanos entre sus filas, asombrados.
Al instante siguiente la pusieron en pie, con un fuerte brazo
sosteniéndola por la cintura. Levantó la vista y se encontró con la mirada
preocupada de Alec.
—Debes detener esto, —gimoteó, luchando por recuperar el aliento,
luchando contra el entumecimiento de sus miembros. —¡No está bien! Lo
amo, lo amo.
—Calla, muchacha. Ten cuidado con lo que dices, —advirtió Alec,
manteniendo la voz baja, consciente de que todo el mundo los miraba.
Rosslyn no contestó, su mirada se posó en el hombre que yacía
desplomado en la base del árbol. Tenía el pelo rubio oscuro cubierto de
sangre.
—Robert, —susurró, con las lágrimas derramándose por sus mejillas.
Tenía la cara vuelta hacia ella, maltrecha y magullada, con un ojo
hinchado. Se daba cuenta de que le habían dado una paliza. Estaba desnudo
hasta la cintura, con la ancha espalda marcada por las marcas de las correas
ensangrentadas. Su respiración era poco profunda, una valiosa prueba de
que estaba vivo. Entonces vio la soga colgando a dos metros por encima de
él. Estaba flotando, esperando.
Rosslyn se apartó de Alec y se tambaleó hacia Robert, con las piernas
acorchadas, pero recuperando fuerzas poco a poco. De repente, una enorme
mano la detuvo por el codo. Giró sobre su enorme captor, con los ojos
azules encendidos.
—¡Quítame las manos de encima! —le espetó a Balloch, que sobresalía
por encima de ella. —Tú has hecho esto, ¿no?
—Que alguien se la lleve. Sigamos con este ahorcamiento, —dijo él,
empujándola de nuevo hacia los brazos extendidos de Alec. —Está tan
embrujada por este bastardo que ya no sabe lo que dice.
—Tranquila, muchacha, no hay nada que puedas hacer, —le susurró
Alec al oído. —Todos lo han decidido. Tu amor no salvará a un espía del
rey, Ross.
—¡No es un espía, Alec, debes creerme! —dijo ella frenéticamente. Sus
palabras se derramaron en un torrente salvaje, lo suficientemente alto como
para que todos pudieran oírlas. —Les pedí a Mysie y Bonnie que os
llenaran la cabeza con falsas acusaciones, pensando que era la verdad, pero
me equivoqué, como os equivocáis vosotros ahora. Fue Lorna quien me
enderezó ayer, cuando vino a la mansión Shrip. Juró que Robert me amaba.
Era tan claro… pero yo no podía verlo. Por eso consiguió el perdón para
mí. ¡Él negoció su propiedad en Inglaterra para salvarnos! ¡Es por eso que
salvó mi vida y la tuya también! Es por eso que ha estado tratando de
ayudarnos. Él me ama, Alec, como yo lo amo a él. Te digo que no es un
espía.
Las manos de Alec agarraron sus brazos con fuerza, su expresión
sombría. —¿Lo jurarías, Ross?
—Sí, por mi vida. Lo juro. Es la verdad, y nunca te he mentido, Alec, —
declaró ella con vehemencia. —Una vez me dijiste que lo habías juzgado
mal. Viste por ti mismo lo que Robert hizo para ayudar a nuestra familia.
Ha intentado ayudarnos desde que volvimos de Edimburgo, pero yo me
volví contra él con mis estúpidas acusaciones.
Rosslyn se soltó de su agarre, su mirada se posó en un aldeano de rostro
sombrío tras otro. —El mayor Caldwell es un buen hombre, —dijo, con voz
suplicante. —Un hombre en quien podéis confiar, no importa que sea inglés
y casaca roja. ¡Ninguno de vosotros estaría vivo hoy si no fuera por él!
Quiere vivir entre nosotros en paz, como yo quiero vivir en paz. No puedo
soportar más derramamiento de sangre y guerras sin sentido.
—¡Sí, él quiere tanto su paz que tomó la vida de mi hermano para
tenerla!
Exclamó Kerr Campbell, abriéndose camino hacia adelante desde la
multitud.
—Sabes que fue el cirujano de Grant quien causó la muerte de Gavyn,
—objetó Rosslyn. No puedes culpar al mayor Caldwell por eso.
—Sí, es verdad, —añadió Alec, silenciándolo. —Gavyn fue abatido por
el cuchillo del cirujano, y bien lo sabes, Kerr.
—¿No lo ves? —continuó Rosslyn desesperada, mirando con gratitud a
Alec y luego a los aldeanos. —Si lo ahorcáis o seguís adelante con vuestro
bárbaro plan de quemar la mansión de Shrip, sólo conseguiréis que caigan
más horrores sobre nosotros. Sois tontos si pensáis que las autoridades de la
Corona creerán que fue un accidente. Y Balloch, aquí presente, —le espetó
con el ceño fruncido, —estará a salvo en Francia, donde los casacas rojas
no podrán encontrarlo. Vosotros sufriréis mientras él disfruta de su libertad
y sueña con una conquista por parte de los Estuardo que quizá nunca llegue.
Esta declaración suscitó un murmullo de discusión entre los aldeanos,
algunos de los cuales miraban con recelo a Balloch.
Rosslyn se acercó a él, con los ojos brillando furiosamente. —No has
pensado mucho en lo que seguramente le ocurrirá a tu clan, ¿verdad,
Balloch? Lo único que te preocupa es descargar tu rabia y tu odio contra
este hombre porque a él se le ha dado lo que el destino decretó que tú nunca
tendrías. ¡Sólo te preocupan tus propios deseos egoístas!
—Te tendré por esposa al atardecer, Ross, —gruñó Balloch, —y tu tierra
algún día.
—Nunca, —dijo ella ferozmente. —Nunca seré tuya, Balloch. Antes
moriría.
—¡Basta de hablar así! —rugió, dando zancadas hacia Robert y
bruscamente lo puso de pie. —Se decidió que este casaca roja debía ser
colgado, ¡y por Dios que lo será! —dos de los otros highlanders renegados
agarraron a Robert por los hombros mientras Balloch empezaba a ponerle la
soga alrededor del cuello.
—¡No! —gritó Rosslyn, corriendo hacia delante. Sacó su puñal de la
funda y lo blandió contra Balloch. —Tendrás que matarme primero, Balloch
Campbell. Moriré antes que ver ahorcado a mi marido.
Un silencio atónito se apoderó de los aldeanos, roto de repente por la
carcajada de Balloch.
—¿Me amenazas, muchacha? —se burló de ella, mostrando su ancho
pecho ante su puñal y avanzando hacia ella. —Adelante, entonces.
Comprueba qué daño puedes hacer antes de que te quite el cuchillo y se lo
clave entre las costillas a tu buen marido, —le espetó burlonamente. —
Cuando esté muerto y seas mi esposa, no volverás a levantarme la voz,
Ross. Te lo prometo.
—Robert Caldwell es el único marido que he conocido, —replicó
desafiante, moviendo los pies para mejorar su postura.
—Sí, y tendrás que luchar contra mí también, —dijo Alec de repente,
caminando a su lado. —A tu lado, Balloch, soy un viejo, pero lucharé hasta
la muerte por mi Ross Campbell. No derramaremos más sangre en este
valle, no si puedo evitarlo, a menos que sea la tuya la que se derrame.
Rosslyn lo miró, con los ojos llenos de lágrimas, pero se las secó
rápidamente y volvió a mirar a Balloch.
—Cuenta conmigo, Balloch, —dijo Liam McLoren en voz baja,
flanqueándola por el otro lado. —Estoy con la señora de Plockton, y su
marido.
—¡Sí, y yo! —gritó Mervin, uniéndose a ellos. Le siguieron más
aldeanos, hombres, mujeres y niños con los ojos muy abiertos, hasta que no
quedó nadie más que Kerr Campbell.
—No me uniré a vosotros, Ross, —dijo, caminando al lado de Balloch,
—pero no lucharé contra vosotros.
—Se ha decidido, Balloch, tú mismo puedes verlo, —afirmó Alec
claramente. —Robert Caldwell quedará libre. Quítale las manos de encima
ahora o conocerás para siempre el desprecio de tu clan.
Rosslyn contuvo la respiración mientras Balloch los miraba fijamente
durante un largo, largo rato. Sus ojos estaban llenos de furia, la batalla que
libraba entre su propia voluntad y la voluntad más fuerte del clan era
evidente en su rostro. Finalmente dio un paso atrás, señalando a los dos
hombres que sujetaban a Robert.
—Soltadle, —ordenó.
Cuando levantaron el lazo sobre la cabeza de Robert, Rosslyn envainó
su cuchillo y corrió a cogerlo, cargando con su peso mientras Liam se
apresuraba a sostenerle el otro costado.
—Aléjate, Balloch, —ordenó Alec. —Si llega un momento en que todos
los fugitivos sean perdonados y puedan regresar a las Tierras Altas, vendrás
en paz o de lo contrario no volveréis a poner un pie en Strathherrick. ¿Juráis
lealtad al Clan Campbell?
—Sí.
—¿Kerr Campbell?
—Sí, lo juro.
—Hombres del Clan Cameron y del Clan Macdonald. ¿Juráis como
hermanos de nuestro clan?
—Sí, —dijeron.
—Que así sea, —dijo Alec uniformemente. —Queda atestiguado. Buena
suerte a todos en vuestro camino a Francia.
Balloch no dijo nada más mientras montaba su caballo, seguido por los
siete montañeros y Kerr Campbell. Salieron al galope por el escarpado
páramo cubierto de brezo, sin mirar atrás ni una sola vez.
—Robert, —dijo Rosslyn, acariciándole el pelo ensangrentado y la cara
magullada con dedos tiernos y temblorosos. —Estás a salvo, mi amor. Te
llevamos a casa, a la mansión Shrip.
Robert sonrió débilmente, escuchando sus palabras a través del dolor
que se apoderaba de él.
—Sí, llévame a casa, Ross, —susurró débilmente, sintiendo sus labios
rozar ligeramente su boca, en el beso más dulce que jamás había conocido.
Epílogo

Mansión Shrip
Septiembre de 1747

R osslyn sonrió suavemente mientras la ligera brisa abanicaba los


mechones que enmarcaban su rostro. Respiró el aire fragante,
perfumado con flores silvestres y dulce brezo.
“Sí, era un día muy especial”, pensó feliz. Resplandeciente de cálido
sol y brillante de promesas y esperanzas.
Su corazón rebosaba de amor mientras miraba a Robert. Estaba de pie
junto a maese Simon Campbell, hijo mayor de su difunto jefe, lord Farlan
Campbell. Los dos hombres estaban frente a la asamblea de los Campbell
de Strathherrick, y ella se emocionó con el rico timbre de la voz de Robert
cuando se dirigió a la atenta multitud, más de trescientas personas.
—Como ha afirmado maese Simon, ha llegado el momento de la
reconciliación. Hay mucho daño que curar entre nuestros dos pueblos, y tal
vez un prejuicio que nunca se superará. Sin embargo, haya pasado lo que
haya pasado, no debemos olvidar que somos una tierra unida que sirve al
mismo rey...
Rosslyn se quedó pensativa mientras le escuchaba, inspirada por sus
sinceras palabras.
Habían llegado muy lejos desde aquella tarde del otoño pasado, cuando
los aldeanos de Plockton se unieron a ella para salvar la vida de Robert.
Cada día que pasaba había traído consigo nuevos triunfos y pequeños
éxitos, una lenta y constante construcción de la confianza entre Robert y su
pueblo que se había fortalecido y florecido ante sus ojos.
Su amor también había florecido y se había fortalecido, cimentando un
vínculo de respeto y confianza entre ella y Robert que nunca podría
romperse. Había sido muy feliz estos últimos meses, pasando los días
construyendo una vida con el hombre al que amaba y las noches abrazada a
él, compartiendo sueños, risas y amor.
Rosslyn miró con ternura a su hijo, que dormía plácidamente en los
brazos de Lorna. Su felicidad se había visto colmada con su nacimiento
hacía sólo dos semanas. Lo habían llamado Archie Geoffrey Caldwell,
como su padre y el de Robert. Su hijito era precioso, con rizos dorados y
bonitos ojos azules.
Su mirada buscó a Robert una vez más. Estaba muy guapo con su abrigo
verde bosque y sus pantalones. Ya no era soldado, puesto que su servicio
militar había expirado. Se presentaba ante el clan Campbell no como un
conquistador, sino como un hombre que sólo deseaba la paz y la
prosperidad para el valle que amaba casi tanto como ella. No había dado la
espalda a Inglaterra. Simplemente había adoptado Strathherrick como suya,
una parte de él tan suya como la sangre escocesa que corría por sus venas.
Los ojos de Rosslyn se desviaron hacia su primo Simon, el joven jefe
del clan Campbell, recientemente liberado de una prisión de Edimburgo. Su
fuerte perfil y su corpulenta estatura recordaban claramente a los rasgos de
su padre.
Suspiró débilmente, sintiendo un ramalazo de tristeza al recordar el
luctuoso día de abril en que recibieron la noticia de que su lord Farlan
Campbell, había sido decapitado en Tower Hill por su participación en la
rebelión jacobita. Su muerte había provocado un comprensible retroceso en
los esfuerzos de Robert con su pueblo, pero poco a poco el dolor y la
amargura se habían calmado, y el progreso había comenzado de nuevo.
Especialmente cuando llegó la noticia de que maese Simon había sido
indultado por el rey Jorge.
Ella y Robert se habían regocijado con la carta de maese Simon, que
contenía sus planes de visitar Strathherrick y sus antiguas posesiones en
Aird antes de fijar su residencia en Edimburgo. Simon pretendía fomentar la
reconciliación entre los miembros de su clan, con la esperanza de que sus
esfuerzos le permitieran recuperar algún día sus títulos y tierras. Incluso se
habló de que formaría un regimiento de hombres de combate para el rey,
que serían conocidos como los highlanders de Campbell.
La ensoñación de Rosslyn se desvaneció cuando las palabras de Robert
la llenaron de tranquila alegría. —...Es hora de dejar a un lado el odio del
pasado y reconstruir, por el futuro de Escocia, por el futuro de Gran
Bretaña. Juro por mi amor a todo lo que aprecio que seguiré ayudando al
Clan Campbell en esta digna tarea.
Robert se volvió y le tendió la mano, sus ojos sonriendo a los de ella.
Rosslyn le estrechó la mano con orgullo y se colocó a su lado.
—Como mi marido os ha jurado, —dijo en voz alta, recorriendo con la
mirada a sus hombres, —así os lo juro yo.
Su declaración fue recibida con vítores de aprobación, que se
intensificaron cuando el maestre Simon Campbell cogió a su hijo en brazos
y lo levantó para que todos lo vieran.
—Este pequeño bebé se hará hombre entre vosotros, —gritó, su voz
retumbando por encima del estruendo. —Es uno de los vuestros, un símbolo
del vínculo de sangre entre nosotros y nuestros compatriotas ingleses. En él
veremos nuestras esperanzas para el futuro y poder vivir en paz. Os
presento a Archie Geoffrey Caldwell, heredero de la mansión Shrip y un día
señor de Plockton.
Robert apretó la mano de Rosslyn, su sueño cumplido más perfecto de
lo que jamás hubiera imaginado. La miró fijamente a los impresionantes
ojos, viendo brillar en ellos un amor feroz que ardía tan intensamente como
el suyo propio.
—Te amaré siempre, Robert Caldwell, —dijo ella suavemente.
Su corazón se llenó de felicidad. Se inclinó y besó sus labios sonrientes,
ajeno a todo lo demás, incluidos los gritos de su hijo.
—Sí, este es mi buen chaval de las Highlands, —le canturreó Lorna al
aullante niño mientras Simon volvía a ponerlo en sus brazos. Miró a
Rosslyn y a Robert, sus ojos oscuros centellearon. —¡Que se note que estáis
en Escocia!

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