Solution Manual for Global Marketing, 9/E – Warren J. Keegan & Mark C. Green
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JOLI PARIS
no delos primeros libros que despertaron mi imaginación de
niño: las Mil y una noches. Uno de los preferidos libros, que
actualmente releo con invariable complacencia: las Mil y una
noches. Antes leía la única versión española, aún más expurgada y
traidora que la francesa de Galand; hoy me recreo con la literal de
Mardrus, en su libertad de verbo y figura y su prestigio oriental, tan
maravillosamente transpuesto. Allí concebí primeramente la
verdadera realeza, la absoluta, la esplendorosa. Allí se me
aparecieron, allí—y en los «nacimientos» ó «presepios», con
Melchor, Gaspar y Baltasar—los verdaderos reyes, los reyes de los
cuentos que empiezan: «Este era un rey ...»
Reyes de Oriente, magos extraordinarios; reyes que tienen
jardines donde vagan libres leones y panteras, y en que hay pájaros
de dulce encanto en jaulas de oro ... Reyes con tantas mujeres como
el rey Salomón, y piedras preciosas como huevos de paloma, y
esclavos negros que cortan cabezas, y pipas en que humean tabacos
que huelen á esencia de rosa ... Reyes que se parecían al belga
Leopoldo como un clavel á un cepillo de dientes, ó un pavo real á un
impermeable.
El original y picante Luis Bonafoux cuenta, en una de sus
impagables crónicas, su desilusión cuando el rey de Siam, no sé en
dónde, le preguntó apurado por cierto lugar ... Si non é vero, está
muy bien contado. A mí no me ha preguntado por nada el cha de
Persia, Mouzaffer-ed-Dine, pero le he visto varias veces, con su
levita, su gorro, sus diamantes, sus bigotes largos y grises, y su cara
de fastidiado, de muy fastidiado; y confieso que me ha destruído
una ilusión más. No importa que se describa en los periódicos el
trono suyo de Teherán, todo de oro y pedrería, y un pavo real
también hecho de oro y gemas luminosas; ni la esfera en oro macizo
en que los mares están representados por innumerables esmeraldas,
el Africa por rubíes, la Persia en turquesas, Francia é Inglaterra por
36.
diamantes, y losotros países por diferentes piedras preciosas; sin
saber que cuando da una audiencia—siempre allá en Teherán—
ofrece en una caja rubíes, zafiros, esmeraldas, diamantes, perlas,
turquesas, como quien da un cigarrillo ó una pastilla. Cuando le he
visto, se me ha parecido á todo menos á un «rey de reyes», como
sus antecesores y mis ilustres tocayos los Daríos, más ó menos ocos
ó codomanos, pero admirables en el prestigio de su poética gloria y
en la grandeza semidivina de las leyendas. Gracias á los Dieulafoy
podemos admirar en el Louvre aquella civilización ostentosa y
potente, bajo aquellos conquistadores de la India, vencedores del
macedón y del tracio, que no iban á tomar curas en los Contrexeville
de la época.
La impresión que tengo del cha, es que es un señor que se
aburre soberanamente, y á quien le importa un comino todo lo que
no sean las «cositas» de París, ó las berenjenas con queso ó sin él; á
las berenjenas las adora, y en el Elisée-Palace-Hotel, donde vive, y
en todo lugar oficial en donde come, hay que servírselas
irremisiblemente. Y en cuanto á su manera de pensar sobre el país
que hoy le acoge y le festeja, se resume en la única frase de francés
que sabe, y que repite para todo: Joli Paris! Joli Paris!
A este propósito cuenta un indiscreto la visita que acaba de hacer
á su majestad persa el ministro de la Guerra, general André. Lo
primero que dijo el cha al ministro, al estrecharle la mano, fué: Joli
Paris! Joli Paris! Luego, ya sentados, le señaló una tabaquera
incrustada de las indispensables piedras que sabéis, y le dijo en su
idioma: Kerli, lo cual quiere decir tabaco. Tradujo la palabra el
intérprete imperial, Freydoun Montazem Saltanek. El general tomó
un cigarrillo, y el gran visir, haciéndose el pillín, como dicen en
España, le ofreció fuego en un aparatito eléctrico. El general André
encendió, y en ese momento el aparatito se puso á tocar el Vals des
anglais. Y el cha, que esperaba la sorpresa del general, con los ojos
alegres, contentísimo: Joli Paris! Joli Paris!
Después, se puso hablar en persa con su ministro en París, el
general Nazare-Agha. Y éste tradujo al ministro de la Guerra: que su
37.
majestad estaba muydeseoso de conocer el nuevo fusil del Ejército
francés, «el fusil con que V. E. acaba de armar tropas».
André se quedó asombradísimo, aún más que con lo de la cajita
de música: «No hay ningún fusil nuevo—dijo—. Ya he tenido el
honor de mostrar en persona á S. M. nuestro armamento, cuando
nos visitó el año pasado.» El cha, á quien se tradujo esa respuesta,
pareció no darse bien cuenta de ella; pero para no darse por
vencido, se puso un poco serio, y luego, dirigiéndose al ministro,
sonriente: Joli Paris! Joli Paris!
Como le invitasen á ir á las maniobras, contestó que iría con
placer; pero cuando supo que había doce horas de ferrocarril,
manifestó que no iría, pues no le place viajar mucho en ferrocarril.
No faltó el regalo. Ofreció al general André un estuche con una
cigarrera—demás está decirlo—de oro y piedras preciosas, con su
cifra grabada. Luego fué la despedida. Antes de partir díjole el
general el último oficial cumplimiento. El cha se puso á mirar las
muchas condecoraciones de André. Y como viese sobre todas el
cordón de la Orden del León y del Sol, su Orden, dijo,
señalándosela, en persa: «La Orden del León y del Sol no podría
recompensar á un militar más ilustre, á un jefe más valiente, á un
ministro más esclarecido.» Y luego, en francés: Joli Paris! Joli Paris!
Mouzaffer-ed-Dine es un estimable filósofo.
En el lugar donde ha estado últimamente «en villegiature», un
quiromante mundano consiguió que el potentado oriental le diese á
estudiar su diestra. He aquí el resultado: «La línea de cabeza del
soberano es casi nula; sin embargo, es fina como un cabello
femenino, é indica aptitudes diplomáticas». La línea del corazón, por
el contrario, se desenvuelve majestuosamente, sembrada de islotes,
de meandros rojos, que indican pasiones carnales violentas y
complicadas. La línea de vida es débil, pero prolongada; días largos
y malestares constantes. Su Majestad es glotón—¡aquí de las
berenjenas!—y se inclina á hacer trampa en el juego. El Monte de
Mercurio tiene un desarrollo normal: si el cha no fuese un poderoso
monarca, sería un comerciante de mérito. Pero lo que está sobre
38.
todo en sureal mano, es la línea de las artes. Entre las manos
«conocidas» la del pintor Carolus-Duran, es la que más se le parece.
Si el cha pintase, escribiese, triunfaría. Y el cha no lo hace. ¡El cha
es un señor muy cuerdo!
No creamos en las quirománticas rayas, ni dejemos de creer. El
cha será un gran diplomático natural, y desde luego más culto que
su difunto padre, que se limpiaba los dedos, después de comer, en
los ricos cortinajes de los palacios en que se le hospedaba. Aunque
la diplomacia y la buena educación pueden estar muy desunidas,
como en el chino Li-Hung-Chang, de sonora memoria; pero, lo que
es el protocolo, gime por él á cada paso. El cha no admite
programas, ni disposiciones anteriores. Cada vez que se anuncia que
ha de ir á alguna parte, él, en el momento de subir al coche, ó al
automóvil, da orden de ir á otra parte. Il s’en fiche de M. Crozier, de
M. Mollard, de todo el personal del palacio d’Orsay, y de M. Lépine,
con su Policía. Como no habla más que persa, no conversa más que
por medio de sus intérpretes, y allá las cosas que les dirá de cuando
en cuando. A pesar de la opinión quiromántica, no parece que el rey
de reyes sea muy aficionado á las damas. Quizás será que, dueño y
señor de tantas, allá en Persia, se encuentra ahito. Sin embargo,
¿cómo no ha de haber encantado su alma de primitivo, su espíritu
de Oriente, esta joya humana, este bijou con vida que se llama la
parisiense? Yo me figuro que es esa una de las cosas que más le
atraen en esta capital de atractivos. Joli Paris!
Taciturno, como cansado, lleva este hombre raro su vida de
Camaralzamán moderno, contagiado, aunque no tanto como se
quisiera, de la enfermedad occidental, de la fiebre de progreso. Trajo
diez millones, como dinerito de viaje. Ya se le acabaron. No importa.
Pedirá otros diez. Compra todo lo que le gusta; y al bárbaro que hay
en él le gusta, como al niño, lo que reluce, lo que hace ruido, lo que
sorprende. Compra cajas de música, lámparas eléctricas, juguetes,
espadas, bronces, muebles. Compra pájaros disecados, anillos,
medallones, escopetas y automóviles. Sobre todo automóviles. Tiene
ya como treinta, allá en Teherán. Los compra de todas las marcas.
Los regala á sus ministros y á sus amigos. Para su uso particular
39.
tiene de losmejores, de los hipogrifos que hacen una enormidad de
kilómetros por hora. Se ha llevado á uno de los mejores chauffeurs
de París. Cuando sale con él, le dice: «Muy despacio.» Y el imperial
auto, que es muy cómodo y lujoso, no va más ligero que un carruaje
cualquiera. El cha es un sabio.
Mouzaffer-ed-Dine es un sabio; daría seguramente todo lo que
tiene por la camisa del hombre feliz. ¡Se aburre! He ahí su mal; no
los riñones, ni el estómago. El otro día decía un obrero parisiense al
verle pasar: «Le hacen falta cuidados. Si tuviese algunas
«molestias», se molestaría menos.» Es la verdad. Tiene la desgracia
del hombre á quien no le falta nada. Cuentan que el príncipe
imperial, en tiempos de Napoleón III, un día que veía desde las
Tullerías jugar á unos niños pobres, bajo la lluvia, dijo á la
emperatriz, que acababa de regalarle como presente de Noel una
linda y rica colección de juguetes: «Mamá, yo te pediría otra cosa
mejor». «¿Qué?» «Déjame ir á meterme descalzo, en ese «hermoso
lodo» que hay allí afuera ...» El cha no ha tenido hermosos lodos en
su vida. Y ha tenido, en cambio, una existencia de honores
continuos y placeres. Su soberbia, su gula, su lujuria, su cólera han
estado siempre satisfechas. Es señor de vidas y haciendas. Tiene
harén y verdugo. No hay cosa que haya deseado que no la haya
tenido inmediatamente. Si no ha tenido la luna, es porque no ha
querido. Seguramente no le ha picado nunca un mosquito, ni la
pulga del cuento de Víctor Hugo. Hay mil ojos que velan sus sueños
y que inspeccionan sus vigilias. El oro y las piedras preciosas no
tienen ningún valor para él. El amor le ha sido negado y la
voluptuosidad le ha hartado y quebrantado. Alá le ha librado hasta
ahora de los babistas que asesinaron á su padre Naser-ed-Dine, y de
los anarquistas de otras tierras. Y él se fastidia, se fastidia
soberanamente. Viene á París, y el pueblo le aclama, y se siente
feliz, y toma una cantidad increíble de naranja y se deleita con la
leguminosa consabida. El pueblo parisiense le ve pasar; le escribe
cartas pidiendo todo lo que se puede pedir: le grita ¡viva! como á
Krüger, como á Ranavalo, como á Cristina, como á la reina de las
40.
lavanderas y comoá cualquier rey de oros, de copas, de espadas ó
de bastos ...
Joli Paris!
42.
DIVAGACIONES SOBRE ELCRIMEN
l canónigo Rosenberg-Montrose y el banquero Boulain han
sucedido en la celebridad de las fuertes estafas á la
novelesca madame Humbert.
Un canónigo que roba con la mayor sangre fría á estúpidos
corderos, á excelentes devotas, apoyado en la curia romana y
ejerciendo de apóstol del bien y de filósofo de una ideal Jerusalén,
no es cosa trivial. Así el banquero Boulain queda en segundo
término. Es un vulgar escroc. Los parisienses tienen con qué
entretenerse mientras no haya otro escándalo de mayor fuste.
No hay duda de que esas sonoras fechorías tienen más de
cómico que de trágico, con todo y dejar en la miseria á muchos
infelices. Lo cómico está en que las víctimas son todas como las del
«cuento del tío», engañados que han querido engañar, ó codiciosos
que no han visto las orejas del lobo.
Hay, pues, crímenes cómicos; lo que no es fácil aceptar, á pesar
de las más bravas paradojas, es que haya crímenes bellos. Quincey,
el comedor de opio, escribió un famoso ensayo sobre «El asesinato
considerado como una de las bellas artes», que Gómez Carrillo ha
hecho conocer en lengua española. Esta estupenda obra de humour,
está paralela á la memoria de Swift sobre el aprovechamiento
antropofágico de los niños. Los artistas en crímenes no existen;
talentos criminales sí hay, como sabuesos raros á lo Sherlock
Holmes.
Muchos opinan que sí hay crímenes artísticos. Y otros, como
Osmont, afirman: Si se coloca uno exclusivamente en el punto de
vista de la Moral, no hay, no podría haber ningún bello crimen. Las
circunstancias contingentes que pueden dar algún lustre á una
acción generalmente culpable, deben aún excitar tanto más horror
cuanto que parecen, según la vieja metáfora que todavía le gusta á
M. Prud’homme, flores que tapan un abismo. Esta concesión hecha,
43.
confesemos—agrega—que hay muypocas personas que se coloquen
en el punto de vista de la moral pura y que allí permanezcan.
Y aquí entra la cuestión del «gusto». Si se permite á alguna
estética mezclarse en la moral, el bello crimen existe evidentemente.
Sería tan pueril negarlo como escribir—alguien lo ha dicho—que una
flor envenenada no es nunca bella. Testigos el radioso acónito, el
botón de oro, y entre otros, la digital, de purpurinas flores. Cuando
un crimen es de un profundo horror, á que no se mezclan motivos
bajos, y que el cuadro en que se produce no perturba la emoción, es
cierto, para el lector que no verá el horror directo de la sangre
vertida y los gestos de agonía, que una especie de salvaje grandeza
se mezcla á la tragedia verdadera y hay quienes aplaudirían como en
la escena de un drama bien construído. El reciente drama italiano en
que el conde de Bonmartini fué la víctima, es lo que llaman «un
bello crimen». ¿Por qué? M. Osmont dirá: Porque la pasión sola, ¡y
qué pasión monstruosa!, ha guiado la mano de los asesinos. El
espantable riesgo que corrían los culpables, si eran descubiertos,
pues un hombre, y sobre todo una mujer de alto rango pierde, al
mismo tiempo que la libertad y el honor interior, el respeto de los
demás, y ese lujo habitual desde la infancia que llega á ser como
una atmósfera; los dramas espantosos que descubre la catástrofe
final, todo eso impresiona, desconcierta, turba, agrada aún, de cierta
manera. En ese crimen de Bolonia una figura surge que lo domina
extrañamente: el senador Murri. Esa virtud romana, ese coraje
estoico, no podían producirse sino en una circunstancia semejante,
desmesurada en nuestros menguados tiempos. Y como conviene en
un drama en que la justicia eterna parece intervenir, el crimen
tendrá su castigo y la virtud encontrará su recompensa en el
cumplimiento de su deber terrible. Pues—y esto para contestar á la
probable objeción—nadie, pienso, admira el «bello crimen» en sí. Es
una imagen de tintes violentos, un drama conmovedor. Su relación
puede hacer una impresión estética. ¿Quién no ha admirado con
espanto los cuadros de tortura de los pintores españoles y las
pesadillas de Goya? No quiero hablar del asesinato político. Aquí un
elemento nuevo aparece: la fe. Eso basta para elevar el acto al
44.
sacrificio. Con todoaun conviniendo en la existencia del «bello
crimen», hay que decir que es un espectáculo muy lamentable, y
que no es una escuela de la cual se deban formar cerebros y
corazones. Así, admirando en un libro, ó en un diario,
ocasionalmente, el crimen de Bolonia, me parece que los crímenes,
bellos ó no, ocupan demasiado lugar en el periodismo y en la
literatura. Ensangrientan cada página y perpetúan en el pueblo la
concepción byroniana de la sublimidad del crimen y la elegancia de
la desesperación. Se debería también mostrar la virtud, dejarla ver
como es, de una belleza superior. Las ideas de Osmont, me seducen
más, lo confieso, que las originalidades estéticas y las desviaciones
de la sensibilidad. El erudito Tomás de Quincey, «que á los quince
años componía odas en griego y á los veinte había leído todos los
libros antiguos», me parece que no andaba muy bien de la cabeza,
con perdón de las opiniones de Baudelaire—otro que tal—y de mi
amigo Carrillo.
No me meteré con los nietzscheanos; pero sí me referiré á los
que, como M. Colah, en la cuestión opinan que á la palabra héroe se
le puede dar un obscuro reverso. Ciertamente, dice dicho señor,
desde el punto de vista filosófico y moral el crimen es indigno de
admiración; pero la imaginación, ante el éxito de ciertas hazañas
malas, cae en un estado que no es otro que la admiración. Admiráis
un héroe cualquiera por su audacia, la habilidad que ha empleado
para franquear lo infranqueable, el desprecio del peligro que ha
mostrado en el cumplimiento de un acto de abnegación patriótica ó
social. Es porque el asesino obra antimoralmente, que el valor
evidente, las mañas increíbles, la insensata audacia, la terrible
temeridad, las mil dificultades que deben, en fin, componer un
«bello crimen» y que se ha llegado á dominar, ¿no son, por su
asombroso éxito, dignas de un héroe? ¡Es un héroe de la mala
causa, pero un héroe! Lo que admiráis no es el desenlance, la
escena final, sino las complicaciones casi borradas, los peligros casi
apartados, que preceden. Pues un «bello crimen» debe ser
seguramente trabajado, combinado, reflexionado, sabiamente
premeditado, y, sin embargo, trae después combinaciones cuyo
45.
triunfo es másó menos aleatorio. Un drama de la miseria, el triste
fin de un idilio amoroso, el resultado trágico de una escena de celos,
no pueden dar lugar á un «bello crimen», atendido que puede ser
cometido bajo la presión y la ceguedad de la desesperación, de la
cólera ó de la pasión.
Antes que M. Colah, J. J. Weiss, en el tercer tomo de sus Annales
de Théatre, ha escrito á propósito del viejo melodrama Fualdes:
«Para el bello crimen, es necesario que el personaje criminal obre
por temperamento y no por impulso fortuito y singular. Es necesario
además que los detalles innobles que acompañan casi siempre un
asesinato, sean excusados de algún modo de su ignominia, porque
la casualidad los ha disputado de manera tal, que parecen un
esfuerzo del arte y como un contraste creado y arreglado por una
retórica misteriosa de las cosas. Es preciso que la culpabilidad sea
demostrada hasta la evidencia y que, sin embargo, se cierna sobre
los motivos y sobre la ejecución del crimen un resto de misterio que
se querrá siempre penetrar y que no se logrará nunca. Es necesario
que los indiferentes hayan sido mezclados á la historia de ese
crimen, que no les toca de ninguna manera, por algún incidente
trivial, por algún juego cruel de la suerte que inquietará la
existencia, á ellos mismos, por un tiempo, ó por toda la vida. Es
preciso, si es posible, que toda una ciudad, ó toda una clase de la
sociedad sea conmovida y turbada. Es preciso ... sería cuento de
nunca acabar». El buen sentido de aquel crítico teatral que tenía
mucho talento, salta á la vista.
No, no hay crímenes bellos, sino ante la filosofía de la crueldad y
ante las razones del egoísmo, por más estéticos que sean. No hay
crímenes bellos, como no hay enfermedades bellas.
Solamente los médicos encuentran «hermosas llagas» y «lindos
casos». Hay artistas criminales, como Benvenuto, y enfermos, como
46.
el autor delas Flores del Mal, que dan razón á las nuevas teorías de
los filósofos del delito.
En cuanto á la delincuencia bufa y á los crímenes cómicos, son
indiscutibles. Los criminales de la estofa de la señora Humbert y del
canónigo Rosenberg aguardan el libreto del vaudeville y son puestos
en solfa. Son tipos que hacen resaltar los lados grotescos y
malignamente burlones de la criatura humana. Su obra gira
alrededor de las concupiscencias y de las avaricias. Cierto es que
muchos inocentes caen en sus garras; pero en la piel de cada
cordero inocente hay con mucha frecuencia, en el mundo de los
negocios, el alma de un pícaro lobo. París, como Nueva York, como
Londres, como Buenos Aires, dan albergue y vasto campo á los Carlo
Lanza, á los Arton, á los Boulain, á los Humbert-D’Aurignac. La
última obra del antiguo jefe de Policía Macé, es rica en enseñanzas á
este respecto.
En el crimen cómico suele haber sangre, como consecuencia;
pero lo que más hay, es oro; el oro de los engañados, evaporado en
las cajas de los engañadores. Luego, la mayoría aplaude, ríe, está
casi de parte de los hábiles burladores ... «¡Ah!—decían algunos—
¡Mme. Humbert es la mujer más grande que la Francia ha producido,
Juana de Arco comprendida! ¡Habría que elevarle una estatua!» Y
hay más que lástima, sonrisas para los embaucados. Y es que se
cultiva, más ó menos, el arte de engañar.
He oído contar lo siguiente: «Hace poco, unos muebles Imperio,
puestos en depósito en un hotel célebre, por un tapicero de mala fe,
han sido vendidos para América por una fuerte suma.—¡El mobilier
de la emperatriz Josefina—decía una réclame—, histórico, herencia
de familia», etc.! El mobilier de la emperatriz venía de la calle de la
Pépinière. Un marqués ha cobrado una buena comisión, y un
periodista otra. Esas son prácticas corrientes. Se sonríe con
BAMBINI DE SUFRIMIENTO
Quisieradedicar estas líneas á los niños italianos del Río de la
Plata; pero diré en ellas algunas cosas que sus inocentes espíritus no
podrían comprender y que sus frescos corazones no deben saber. A
los corazones de sus padres hablaré, á los espíritus de sus padres
me dirigiré.
Hace ya mucho frío, á la entrada de este invierno, que se anuncia
el más fuerte y cruel, dicen los sabios, que desde hace cincuenta
años haya habido. Una noche de éstas, en que el aire sopla,
flagelando, por el puente del Louvre, sobre el Sena, que refleja el
oro y sangre de las luces amarillas y rojas, fantasmales á través de
la neblina, sentí que corría tras de mí una vocecilla tímida: Mosiú,
mosiú! ... Se acercó un pequeño punto blanco, que tenía en los
brazos otros bultitos blancos. La luz del próximo farol me hizo ver
que el bulto era un pobre niño y los bultitos estatuítas y figuras de
yeso. Su francés, sus ojos, su cara, su vivacidad, su mercancía,
decían de dónde era el infantil vendedor que iba desabrigado, en la
bruma y el frío, en busca de unos cuantos céntimos. Era una de
tantas víctimas de la trata de niños, más horrible que la trata de
mujeres; era uno de esos infelices de los rebaños de exportación en
que Italia ha tenido desde antaño triste privilegio.
Ya le habían enseñado á mentir.—Combien?—Si fran. Le di unos
sous y le dejé perderse en la noche parisiense.
He visto más; he visto lo que creía que ya no existía sino en los
viejos cuadros, en los viejos grabados: he visto en ciertos barrios de
París el antiguo pifferraro y el organillo y la mona vestida de
colorines, y la linda italianica, ya casi púber, que danza al són del
violín y recoge después en un plato las limosnas de los curiosos. Y
existen aún, aunque en menor escala que antes, los saboyanitos de
50.
los melodramas yde las romanzas. Y el horrible mercado de la
prostitución pueril, la importación de niñas, por inicuos proxenetas
de ambos sexos, que no temen exhibir su especialidad en pleno
bulevar. Pero no trato de este tópico, en que actualmente la Policía
se ocupa, y los miembros de la liga—¡quizá inútil!—de la moral
urbana. Eso pertenece á la «trata de blancas», denominación que un
japonés amigo mío encuentra, con justicia, exclusiva, «pues de mi
país y de la China se ha exportado mucha carne amarilla á los
Estados Unidos y á otras partes». Me circunscribo, pues,
únicamente, á la explotación de niños italianos que aquí se hace, y
contra la cual, felizmente, acaba de formarse una asociación que
ojalá encuentre apoyo en todas partes en donde se encuentre unun
alma italiana, ó que abrigue simpatía por Italia. Por esto, si estas
líneas mías lograsen producir algún buen movimiento entre vosotros
—¡así fuese el de mis lectores!—quedaría más satisfecho de ellas,
que de un bello poema ó una hermosa página literaria.
No hay nada más horrible que la esclavitud de estos bambini; no
hay nada más lastimoso que la existencia de martirios que les hacen
padecer los hombres viles que les tratan como á bestias
productoras. ¿Qué digo? Peor que á los perros. Esta infamia habría
continuado sin ser advertida por la generalidad, si el Sr. Paulucci di
Calboli, secretario de la Embajada italiana de París, no hubiese
llamado la atención en artículos publicados en importantes revistas.
A él, pues, y á otros hombres de corazón y buena voluntad, se debe
que ahora se trate de favorecer la suerte de esos niños, florida carne
itálica, flores de sangre latina que, si escapan de una muerte casi
segura, es para caer en poco tiempo en la degradación de todos los
vicios y en la posibilidad de todos los crímenes. Después se dice: El
asesino Tal, italiano; el asesino Cual, italiano. ¡Es claro!
Los mercaderes de sangre y carne humana van á las pobres
aldeas lombardas, á todos los lugares de la Romaña, á todas las
provincias del Mediodía, en busca del productivo gibier. Les visten de
51.
harapos, los acuestansobre la paja, como animales, con abrigo
insuficiente, y les dan de comer bazofias inmundas compradas por
nada, ó simplemente patatas cocidas, ó fritas en grasas
innominables, atroces polentas, ó pan solo á veces, duro é
incomible. Luego los mandan á vender las estatuítas, y les señalan
una cantidad «que irremisiblemente deben traer» por la noche, so
pena de recibir azotes y bofetadas. La escena es igual á la que en su
novela Sin Familia pinta Héctor Malot. Donde dice musiquitos, poned
vendedores, y es lo mismo.
Es en un desván de la calle Lourcine, alrededor de una parrilla en
que hierve una olla, cerrada con un candado para que los niños no
puedan intentar calmar su hambre. Los musiquitos entran, depositan
arpas, violines y flautas. Garofoli, el padrone, los hace ponerse en
fila delante de él: «Ahora, á arreglar cuentas, angelitos—dice, y á
una seña, un niño se acerca—. Tú me debes un sou de ayer, y me
has prometido dármelo hoy: ¿Cuánto me traes?» El niño vacila largo
tiempo antes de responder; se pone rojo. «Me falta un sou.» «¡Ah!,
te falta un sou, ¿y me lo dices tan tranquilo?» «No es el sou de ayer,
es uno para hoy.» «Entonces son dos sous. ¿Sabes que no he visto
otro como tú?» «No tengo culpa.» «Dejémonos de tonterías, bien
conoces la regla: quítate la blusita: dos golpes por ayer y dos por
hoy, y además nada de patatas, por tu audacia. Ricardo, toma el
azote ...» Y Ricardo toma su azote de cabo corto, que termina en
correas de cuero con gruesos nudos.
Tal es la escena que se desarrolla, más ó menos dura, en París,
en innumerables, sórdidos habitáculos, en que los alojan esos
comerciantes en figuritas; abominables yeseros, más ruines que los
comprachicos, puesto que desfiguran y mutilan también el alma de
tantos desventurados italianitos. Y todavía hay excelentes
burgueses, rubicundos ciudadanos patriotas, que al verse
importunados, cuando toman su ajenjo en una terraza, por uno de
esos niños de hermosos ojos, «se sublevan contra esos
«extranjeros», que vienen á comerse el pan de los franceses», como
dice un periodista.
52.
En un yaviejo keepsake, oloroso al alcanfor del mueble en que
ha estado por tantos años, y que habría ilustrado con su delicioso
arte la adorable Kate Greeneway, he encontrado las impresiones de
una sentimental y culta señora, Mme. Louis Janet, sobre los
pobrecitos pifferari. Dice que le interesaban profundamente esos
niños y niñas que iban por las calles, no por su arte rudo y su
pintoresco atractivo, sino «desde el punto de vista de la
humanidad». «Vedlos en cualquier tiempo que haga, recorriendo las
calles más frecuentadas, los bulevares ó los grandes paseos de la
capital: su rostro hace una mueca, bajo el canto que su boca entona
y la miseria traspasa los pliegues de sus escasos vestidos, así como
se ve sobre los rasgos ya marchitos, ó casi, por las fatigas de su
oficio penoso». ¿No es penoso, en efecto, el cantar á toda hora,
cantar siempre, cantar á pesar de todo? ¡Eso hacen esos pequeños
desgraciados! Y eso con un aire tan profundamente forzado, con un
sentimiento de obediencia tan grande, que se adivina en seguida
que en medio de la muchedumbre que les rodea, muchedumbre
compuesta de curiosos en apariencia, hay ojos de Argos que velan
sobre ellos, y brazos listos para golpearles, «si no desplegan todos
sus medios» ó no usan todas las gracias y habilidades de su edad
para obtener la ligera ofrenda de los asistentes. En efecto: la mayor
parte de esos niños que os parecen abandonados á sí mismos sobre
la vía pública, van acompañados de sus padres, que calculan las
ganancias del día y preparan las del siguiente. Y cuando digo
acompañados debería decir seguidos, pues los padres, en ese caso,
afectan no conocerlos. Les siguen de lejos, como indiferentes, se
detienen cuando los niños se detienen, y algunas veces hasta dejan
caer unos céntimos en el plato de la cantadorcita ó del joven artista,
para que esa munificencia sea imitada por el público, que por
naturaleza es un poco mouton de Panurge. Hoy, más que á los
padres, encontraría Mme. Janet á los empresarios. Empresarios de
vendedorcitas, de pifferari, y de deshollinadores de chimenea, los
ramoneurs, que también tuvieron su tiempo en las leyendas y en los
cuentos. En cuanto á las núbiles cantadorcitas ó modelos, tienen
otro fin, en la corrupción cosmopolita y gastada de la vasta capital.
53.
El romanticismo doróla vida de esta mísera infancia esclavizada.
Ya es el bonito pifferaro solo, con su sombrero puntiagudo, sus
negras pupilas, su sano rostro de niño de país solar, y su
indumentaria convencional, sentado sobre una roca del camino,
como un pastor, soplando en su flauta; ya es el grupo errante de tez
morena, una niña, como de catorce años, toca la pandereta; otra,
más pequeña, el violín, y un niño semejante á un San Juan de
retablo, tiende su sombrero con ambas manos, en demanda del
óbolo de los transeuntes. O ya en el cuadro de Haquette, canta el
viejo ciego, y el niño, un amor que sopla convencido, le acompaña
en su flauta, ante unos marineros y una vieja que escuchan serios,
conmovidos, atentos. Todos esos niños románticos, tienen frescas
caras de flores y de frutos, parece que un deus artístico más que
otra cosa les animase; cuando más, es una miseria de convención y
llena de cierto encanto, la que representan. Se diría que están para
aparecer en una escena del Chatelet, ó que posan ante un pintor.
¡Cuán lejos de la realidad! Casi no hay pobrecito de estos que
venden yesos que no revele en su rostro, en sus harapos, la negra
vida que pasan. Los ojos de Italia brillan en sus ojos, la luz de la
divina península; sonríen á veces y ríen, en la inconsciencia de la
infancia; pero sus rasgos están atajados, más ó menos, según el
tiempo de martirio que lleven; se podría también calcular ese tiempo
por lo que dicen sus tristes cuerpos delgados, á través de los
andrajos, y á menudo la chispa del sol italiano en sus miradas, se
confunde con la llama de la tisis. Los niños menores, los pequeñitos,
son los que dan más lástima. Los crecidos, los hombrecitos, los que
han pasado, vencedores de la tuberculosis, quizás no reciben ya
golpes ... Los hay que dicen en sus gestos y en sus palabras la
independencia próxima, la fuga al trabajo libre ó al crimen.
¡Ah!, ¡si la liga que hoy se funda pudiera remediar en alguna
manera la perra suerte de estos sin ventura! ¡Si en Italia, en Buenos
Aires, en Nueva York, en Chile, en la República Oriental, en todas
parte donde los italianos y los amigos de Italia pueden hacer algo,
se ayudase á la liga para lograr la libertad de estos niños, para
54.
encaminarlos á unavida de trabajo y de energía, para arrancar de la
muerte ó del presidio de mañana á estos tiernos seres!
Sería una obra de bien. El Gobierno francés, estoy seguro que
ayudaría con leyes y disposiciones oportunas, y el siglo xx quitaría
del mundo una enorme infamia del pasado.